18

«El muro azul» se había llevado consigo cualquier esperanza de salvación y todos lo sabían.

Al engullir el barco y devolverlo convertido en astillas, el océano parecía haber pretendido exhibir una vez más su omnipotencia y demostrar que, si había decidido que cuantos osaron desembarcar meses atrás en la más lejana de sus islas nunca la abandonarían sin su permiso, allí continuarían, prisioneros de las olas y vigilados por los vientos, hasta que decidiera qué se le antojaba hacer con ellos.

Una vieja leyenda aseguraba que desde las cumbres de El Hierro se vislumbraba en ocasiones otra isla, San Borondón, que aparecía o volvía a hundirse sin explicación lógica alguna, y el viejo Tenaro, que aseguraba haberla visto, era de la opinión de que tal fenómeno tan solo constituía la demostración de que el mar reinaba sobre la tierra, puesto que podía arrastrarla al fondo a su capricho.

—El hombre que osa arañar la piel del océano con sus naves siempre será esclavo de su cólera… —decía—. El mar es lugar para los peces que nadan, no para las criaturas que andan, que deben quedarse donde el creador las situó.

Leyenda o realidad, superstición o simple razonamiento de una cultura que nunca pretendió vencer al invencible, allí estaban ahora todos, muriéndose de sed cercados por una infinita extensión de agua que no podían beber y observando las costas de una isla a la que nunca conseguirían llegar.

Beneygan había ordenado a su gente que se alejara de quienes parecían llevar el signo de la desgracia tatuado en la frente, por lo que cabría asegurar que los isleños habían desaparecido como por arte de magia sin que ni siquiera sus agudos y peculiares silbidos surcaran el aire.

—No es crueldad… —señaló Garza en un momento dado—. Es impotencia porque les conozco y me consta que sufren al vernos morir de un modo tan horrendo, pero no pueden hacer nada; el agua apenas alcanza para sobrevivir y no me sorprendería que incluso los míos acaben de la misma manera.

—¡Vuelve con ellos! —le rogó su marido.

—Eso nunca; mi obligación, y mi único deseo, es estar a tu lado.

—Tu obligación es salvarte y salvar al niño.

No obtuvo respuesta porque la infeliz muchacha ya sabía, o presentía, que aquel hijo, tan amado, había optado por no ver nunca la luz de un mundo en el que nada bueno le esperaba.

Era como si la gran ola se lo hubiera arrancado del vientre convirtiéndolo de igual modo en astillas y no necesitaba advertir que ya no se movía; le bastaba con aquella amarga sensación de que había dejado de ser madre; una sensación que tan solo una mujer embarazada lograba experimentar y para la que no cabía explicación alguna.

Si se sabía de madres que presentían que su hijo había muerto pese a que se encontraban a cientos de kilómetros de distancia, con más razón lo presentía quien aún lo llevaba en sus entrañas.

Su diminuto corazón había dejado de resonar en su propio corazón y ya no respondía cuando le susurraba su amor en el silencio de la noche.

Tenía la casi absoluta seguridad de que la había abandonado sin haberla abandonado por primera vez, y que el cordón umbilical que les unía afectivamente se había cortado antes de que se cortara el que les unía físicamente.

No existía un abismo más profundo que el que se abría bajo los pies de una madre que perdía un hijo porque su desaparición significaba tanto como la desaparición de la mitad de su alma.

Y si bien el abismo en que la infeliz Garza se había hundido parecía insondable, anímicamente no se encontraban en mucho mejor estado quienes compartían con ella aquella minúscula ensenada, puesto que en la mañana del tercer día el desaliñado y piojoso Curro Carro se presentó ante su superior, aventuró lo que pretendía ser un desganado saludo de aire supuestamente marcial y señaló con voz ronca:

—Os advertí que más posibilidades teníamos de llegar a La Gomera a nado que en esa mierda de barco, mi teniente; ya veis que no me equivoqué y como no lo soporto más, voy a intentarlo.

Se alejó tambaleante hacia la orilla, se introdujo en el agua y comenzó a bracear sin prisas ante la impasible mirada de quienes estaban sufriendo tanto que comprendían sus razones.

Se alejó poco más de doscientos metros de la costa, se volvió con el fin de saludar alzando el brazo y se dio por vencido.

El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

El mar mece tu cuerpo, la roca lo destroza.

Pese a que Curro Carro había nacido y se había criado a la orilla del mar, había visto cómo se construía un barco e incluso había diseñado uno capaz de navegar sobre sus olas, nunca se sintió marinero, pero aun así entendió que quienes entonaban esa triste y vieja balada tenían razón y la mejor forma de morir era en su seno.

Sin embargo, el océano devolvió su cuerpo al día siguiente.

No quiso mecerlo y lo destrozó contra las rocas.

Fray Bernardino de Ansuaga descendió a duras penas hasta el pie del acantilado, bendijo el cadáver, se arrodilló con el fin de rezar por un alma que dada la situación no podía considerar que hubiera cometido un imperdonable pecado, y a continuación casi se arrastró hasta donde se encontraba Gonzalo Baeza.

—Me gustaría confesar y dar la extremaunción a los muchachos —dijo—. ¿Tengo tu autorización para intentarlo?

—Eso no atañe a mis atribuciones, padre; en cuanto se refiere a sus conciencias, son libres de elegir cómo marcharse de este mundo; ése no es ya mi problema.

—No quería faltarte al respeto.

—¿Qué respeto? —quiso saber el antequerano—. Mi obligación era cuidar de ellos y ya veis que sus vidas se me escapan entre los dedos.

—No es culpa tuya.

—¿De quién, entonces? ¿Acaso es de aquél que prefiere que lleguen ante su divina presencia ungidos y confesados?

—No deberías hablar así cuando tan cerca parece estar el momento en que tendrás que enfrentarte a él.

—¡Oh, vamos, fray Bernardino! —se lamentó su interlocutor—. No es momento de ponerse a discutir sobre el más allá y la crueldad o bondad del Señor. Ocupaos de cumplir con vuestra obligación, o pronto no os quedará nadie a quien salvar. Amancio ha muerto.

El pobre dominico pareció comprender que allí nada le quedaba por hacer, por lo que se encaminó al punto en que un abatido Bruno «Pamparahoy» se había sentado junto al cadáver de su amigo, al que había colocado una mano en el hombro como si estuviera tratando de darle ánimos a la hora de intentar atravesar una difícil barrera que en realidad ya había atravesado.

—¿Cómo te encuentras, hijo? —quiso saber.

—Aquí estoy, jodido y cabreado; este maldito gallego se ha ido en plan gallego, sin tan siquiera despedirse, y me temo que no piensa volver por miedo a que le caiga a patadas.

—Era un buen hombre. ¿Te gustaría confesarte?

—Lo que me gustaría es no tener que confesarme nunca —fue la descarada respuesta de quien seguía fiel a sí mismo aun en las peores circunstancias—. Pero a la vista de lo ocurrido al pobre Amancio, más vale calarse el casco para cuando lleguen las bofetadas… —Hizo una corta pausa, se santiguó con una inusual rapidez y tras rozar con los labios la estola del sacerdote, masculló entre dientes—: Me confieso de todo corazón, me arrepiento sinceramente de todos mis pecados y prometo enmendarme porque entre otras cosas no voy a tener tiempo de volver a cometerlos… ¿Vale con eso?

—No estoy seguro.

—Pues os aconsejo que lo decidáis pronto porque hay otros que esperan y si me pongo a contar todas las barbaridades que he hecho en esta vida, aquellos tres del rincón se van de cabeza al infierno sin remedio.

—¡De acuerdo! Yo te absuelvo en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.

—¡Amén…! Y mi consejo es que empecéis por Venancio Corrales porque me da la impresión de que ya se le han empezado a escapar las cabras.

—¡No cambiarás nunca, hijo!

—¡A estas alturas…!

Aguardó a que el religioso se alejara y cuando ya no podía oírle, golpeó afectuosamente el hombro de su difunto amigo al tiempo que comentaba:

—Tú tranquilo, que eso que he dicho de ir de cabeza al infierno si no te has confesado son paparruchadas; lo que importa es haber sido como tú, cabal y con dos cojones.

Al pobre Venancio Corrales estaban a punto de escapársele las últimas cabras mientras balbuceaba de un modo casi ininteligible sus pecados en el momento en que Garza se arrodilló a su lado y le ofreció un cazo de agua que había vertido de un odre que cargaba a la espalda.

—¡Que vengan todos! —rogó al sorprendido sacerdote—. Hay agua suficiente.

Entre el teniente Baeza, Bruno «Pamparahoy» y Hacomar tuvieron que contener la avalancha de unos ansiosos desesperados que intentaban apoderarse por la fuerza del agua, estableciendo un riguroso turno rotativo por el que cada uno fue recibiendo su ración en tres tandas con el fin de que no les perjudicara ingerir un exceso de líquido tras dos días de no haber probado ni una gota.

Al concluir esa tercera ronda, el que comenzara siendo un rebosante odre aparecía ya semivacío.

—Es hora de irnos… —señaló la muchacha en un tono que no admitía réplica—. Y tomadlo con calma porque se trata de un largo camino.

—¿Adónde vamos? —quiso saber su marido.

—En busca de más agua.

—¿Al Garoé…? —Al advertir que ella no se decidía a responder, añadió—: No puedes hacerlo; me aseguraste que te va en ello la vida.

—Las cosas han cambiado.

—¿Qué ha cambiado?

—No pienso darte explicaciones porque estoy segura de que nunca aceptarías que te salvara si no salvo a tus hombres. —La isleña se encogió de hombros como si la conclusión resultara obvia—. Si mueres es peor que si muriera yo, o sea, que no perdamos tiempo, que el agua que queda apenas alcanzará para llegar a donde vamos.

Razón tenía debido a que los empinados senderos por los que muy pronto se aventuraron exigían un tremendo esfuerzo a unos deshidratados caminantes que apenas conseguían ascender a duras penas, como una lastimosa procesión de desahuciados, en la que los más resistentes cargaban a quienes en ocasiones apenas conseguían dar un paso.

Aún no había transcurrido la primera media hora cuando un cabo alcarreño, famoso porque tan solo solía abrir la boca para comer, se derrumbó de improviso y resultaron inútiles los esfuerzos por reanimarle del siempre atento Bruno «Pamparahoy».

Boqueó y se estremeció un par de veces como un pez fuera del agua y ni siquiera le quedaron las fuerzas suficientes como para exhalar un último suspiro.

Los isleños les observaban desde las cumbres de los barrancos.

Les hubiera bastado con avanzar el pie y empujar la roca más cercana a fin de provocar una avalancha que aplastara a los aborrecidos extranjeros, pero se diría que se habían convertido en estatuas de piedra, silenciosos e impertérritos, tal vez admirados por el coraje de que estaban dando muestras unos hombres que en su opinión deberían haberse dado por vencidos hacía ya tiempo.

El sendero se volvió cada vez más empinado, retorcido y tortuoso, bordeando abismos de los que apenas se distinguía el fondo, por lo que, cuando el agotado murciano que casi gateaba en último lugar pisó en falso sin acertar a aferrarse a tiempo a una roca y se precipitó al vacío lanzando un alarido, nadie se volvió a mirar porque podría llegar a creerse que ya no les quedaba sangre en las venas.

O quizá se les había espesado hasta el punto de convertirse en un barro rojizo.

El sol caía a plomo y si los cuerpos no aparecían empapados de sudor, era porque carecían de los elementos necesarios para producirlo.

Las paredes interiores del odre se pegaron las unas a las otras antes de que hubieran conseguido alcanzar la mitad de su objetivo.

—¿Falta mucho?

Ni tan siquiera la animosa Garza, que había recorrido infinidad de veces aquel mismo sendero, se sentía capaz de responder a tan simple pregunta debido a que el agotamiento le impedía calcular las distancias.

Tan solo tenía plena conciencia de que en la cima del escarpado farallón se encontraba lo que tanto ansiaban, por lo que se limitó a dar un paso tras otro como si trepara entre sueños por las empinadas laderas del mismísimo infierno.

Al virar un recodo se toparon, sentado sobre una roca, al anciano Tenaro con una pequeña vasija sobre las rodillas.

Les permitió beber un sorbo de agua a cada uno sin pronunciar palabra.

Allá arriba, en el punto más alto, al otro lado del ancho y profundo barranco, Beneygan les observaba aferrado como siempre a su inseparable lanza.

El teniente Gonzalo Baeza ni siquiera intentó adivinar qué estaría pasando en esos momentos por su mente; lo único que importaba era que no se decidiera a elevar el arma sobre su cabeza ordenando el ataque.

Si lo hacía estaría provocando una matanza; si no lo hacía permitiría que el ancestral secreto de su pueblo, el legendario «Garoé», que durante siglos había permitido a generaciones de isleños superar todas las adversidades, pasara a manos de quienes tanto daño les habían causado y les causarían en un futuro.

La misteriosa isla del fin del mundo y cuantos la habitaban caerían para siempre en poder de indeseables que llegarían en tropel de un remoto país que se encontraba al otro lado del océano.

Pero ¿quién poseía el valor necesario como para asesinar a sangre fría a un puñado de moribundos?

Beneygan había demostrado ser un magnífico gobernante que sabía cómo administrar la paz, pero ignoraba cómo enfrentarse a la guerra.

Cuando aceptó el honor que significaba convertirse en la máxima autoridad de su pueblo, no podía sospechar que acabaría enfrentándose a una exigente conciencia que se convertiría en su peor enemigo en el peor momento.

Debido a ello nunca llegó a levantar la lanza sobre su cabeza.

Animados con los míseros pero reconfortantes sorbos de agua que les proporcionara el viejo Tenaro, los penitentes reanudaron su andadura en pos de quien desafiaba las más ancestrales leyes de su pueblo a sabiendas de que revelar el «Gran Secreto» acarreaba un terrible castigo, por lo que al cabo de casi dos horas de agotadora marcha, ya en la cima de la montaña, apareció ante sus ojos lo que con tanta ansiedad venían buscando.

¡El Garoé!

Los agotados españoles no pudieron evitar mirarse los unos a los otros horrorizados, estupefactos y decepcionados, puesto que por mucho que giraron la vista a su alrededor no alcanzaron a distinguir el prometido y generoso manantial que salvaría sus vidas.

—¿Pero adónde nos han traído? —casi sollozaron dos de ellos a los que se advertía absolutamente desmoralizados.

—Al árbol santo.

—¿Al «árbol santo»? —repitió un incrédulo fray Bernardino de Ansuaga—. Pero ¿qué burla es ésta, hija?

—Ninguna burla, padre; se trata del Garoé.

—¡Dios sea loado! —no pudo evitar exclamar el pobre dominico llevándose las manos a la cabeza—. Santos nos sobran. Garza; lo que nos falta es agua.

Por toda respuesta la muchacha avanzó unos metros, se introdujo entre las espesas ramas y al poco regresó con un rústico cubo de piel de cabra rebosante del agua más dulce, limpia y fresca que los españoles hubieran bebido desde el día en que desembarcaron en la isla.

—El árbol santo llora —fue todo lo que dijo a modo de aclaración.

Y era cierto.

Se trataba de un majestuoso ejemplar de tilo de quince metros de altura, grueso tronco que no alcanzarían a abrazar siete adultos y una copa tan extensa, espesa e intrincada que entre sus ramas podrían anidar miles de aves sin molestarse las unas a las otras.

Por cada una de sus millones de hojas, de un brillante verde oscuro, se deslizaba mansamente una gota de agua que iba a rebotar contra otra hoja y desde ella se precipitaba hasta la que se encontraba aún más abajo, con lo que aquel ininterrumpido repiqueteo conformaba una embriagadora sinfonía que se les antojó el más fascinante concierto que les hubiera sido dado escuchar a lo largo de cientos de años.

Allí estaba, ante sus incrédulos ojos, un árbol que lloraba lágrimas de alegría.

En la cima de una montaña, a mil metros sobre el nivel del mar, invisible desde la costa pero de cara a los vientos del norte que llegaban del océano, las incontables hojas del gigantesco tilo atrapaban la humedad que transportaban las brumas que casi todos los días se adueñaban de las cumbres, y en cuanto volvía a lucir el sol la condensaba permitiendo que se transformara en millones de gotas que al fin conformaban minúsculas catataras que se precipitaban en el interior de aljibes subterráneos que generaciones de laboriosos isleños habían tallado en la roca con infinita paciencia.

—¡Esto sí que es un milagro, y no los de san Pancracio, que jamás ha tenido a bien concederme ni un mísero maravedí! —no pudo por menos que comentar un fascinado Bruno «Pamparahoy», dejándose caer junto a su agotado y sudoroso superior, que se había tendido en la espesa hierba que rodeaba el musgoso tronco—. ¿Os imaginabais algo así, teniente?

—Ni en mis mejores sueños.

—¿Se trata de un milagro?

—Por lo que yo sé, los milagros se producen muy de tanto en tanto y no todos los días —señaló con muy buen juicio el antequerano—. Supongo que esto debe de ser algo que tiene que ver con el rocío.

—En mi tierra el rocío tan solo se produce durante el amanecer, no a todas horas —argumentó el zamorano.

—Pero esto es El Hierro, querido Bruno. ¡La última isla! Y ya me he acostumbrado a que aquí ocurran cosas que carecen de sentido. ¡Incluso que un árbol llore! —Sonrió ampliamente al añadir—: Confío en que mi hijo, que llevará su nombre, no llore tanto.

—Mi abuela decía que es bueno que un niño agote todas sus lágrimas en la cuna. ¿Qué vamos a hacer ahora?

—Beber lo justo, compartir el agua con los isleños y jurar por nuestras madres que jamás divulgaremos el gran secreto de quienes nos han permitido que salvemos la vida cuando la tenían en sus manos.

—Difícil empeño se me antoja esa última parte —le hizo notar el otro—. O yo soy tuerto, o esa pandilla de mastuerzos sueñan ya con contar en la taberna de su pueblo como fueron testigos de un auténtico prodigio allende el confín del Océano Tenebroso. ¡Yo no me lo callaría!

—Te sacaré un ojo y les cortaré la lengua.

—Perdonad, mi teniente, pero si de algo estoy seguro, es de que únicamente un «salvaje» es capaz de guardar este tipo de secretos; a los «civilizados» nos encanta largar en cuanto se nos tira de la lengua, y la mayor parte de las veces sin necesidad de que nos tiren porque el hecho de demostrar que sabemos algo que los demás no saben nos permite sentirnos superiores.

—A veces me sorprende que siendo tan listo tan solo llegaras a sargento; y eso gracias a que te ascendí porque no me quedaba otro remedio.

—¿Acaso se necesita mejor prueba de mi astucia? —replicó en franco tono de burla Pamparahoy, que parecía haber recuperado definitivamente su particular sentido del humor—. ¿O es que se tienen menos problemas siendo teniente que yo siendo sargento?

Su acompañante no pudo por menos que reconocer que, como de costumbre, su sagaz subordinado tenía razón; su rango, no demasiado alto en el escalafón, le acarreaba incontables problemas y al parecer continuaría proporcionándoselos dado que el hecho de haber salvado un nuevo escollo evitando que durante aquel malhadado día hasta el último de sus hombres pereciera no impedía que el futuro continuara mostrándose asaz incierto.

Aquel fabuloso árbol proporcionaba un agua excelente, en efecto, pero le bastaba con haber calculado a simple vista la capacidad de unos aljibes que se encontraban ya casi vacíos para llegar a la conclusión de que por muchas que fueran sus lágrimas, no alcanzarían a la hora de cubrir tantas necesidades en tiempos de sequía.

Buscó con la vista a Garza, no la distinguió por parte alguna, pero ni siquiera tuvo tiempo de inquietarse, puesto que quien apareció de pronto, surgiendo como siempre de nadie sabía dónde, fue el inefable Lagartija, que se lanzó bruscamente a sus pies intentando besarle las botas.

—¡Un poco de agua, mi teniente! —sollozaba convulsivamente—. Ahorcadme, pero no me dejéis morir con este sufrimiento.

Permitió que se la proporcionaran y cuando el infeliz desertor consiguió recuperar las fuerzas, confesó que durante todo aquel tiempo había permanecido oculto en la playa, alimentándose de cangrejos y lagartos, pero que incluso el manantial al que se tenía acceso al descender las mareas se había agotado. Vagando por los montes les había visto trepar por el barranco y se decidió a seguirles aun a sabiendas de que se arriesgaba a que le capturaran.

—La cosa está jodida, mi teniente —concluyó—. Muy jodida porque a los isleños ya no les queda agua salobre que mezclar con ésta.

—Si el Señor ha tenido a bien protegernos hasta ahora, debemos confiar en que continúe haciéndolo —sentenció fray Bernardino de Ansuaga, que se había aproximado a tiempo de escuchar sus últimas palabras—. Me alegra verte con vida, hijo.

—Y a mí me alegra ver con vida a un compatriota aunque lleve puesto lo que aún recuerda una sotana —fue la desconsiderada respuesta del hombrecillo, que, no obstante, se apresuró a inquirir—: ¿Os importaría confesar a un reo que está a punto de ser colgado?

—Nada podría alegrarme tanto, pero confío en que, dadas las especiales circunstancias por las que estamos atravesando, el teniente demuestre su clemencia o llegue a la conclusión de que no vale la pena perder el tiempo ejecutando a semejante mamarracho.

—Nadie va a colgar a nadie mientras yo esté al mando, Lagartija —le tranquilizó sin la menor sombra de dudas el aludido—. Ya hemos sufrido demasiadas bajas, pero te juro que como continúes haciendo el burro no solo te ejecutaré, sino que ordenaré que antes te propinen cincuenta latigazos. —Hizo un gesto con la mano despidiéndolo de forma perentoria—. Y ahora busca a Garza y pídele que venga porque necesito que me aclare qué demonios piensa hacer Beneygan.

Le observó mientras se alejaba a toda prisa haciendo por enésima vez honor a su apodo, por lo que pese a que se encontraba casi al límite de sus fuerzas permitió que una nueva sonrisa apareciera en sus labios.

—¡Menuda tropa! —exclamó—. ¡Aquí me gustaría ver a Julio César!

—Te recuerdo que a Julio César le asesinaron sus amigos… —le hizo notar el dominico—. Y me juego los jirones que me quedan de sotana a que ninguno de estos hombres alzaría una mano contra ti.

—Pues lo que es motivos no les faltan.

—¡Teniente! —clamó de improviso una voz angustiada—. ¡Venga aquí, mi teniente! ¡Aprisa!

Corrieron hacia el lugar en el que un hombre hacía desesperados gestos con los brazos, justamente al borde del abismo, y pudieron distinguir al otro lado del barranco a una veintena de isleños que marchaban en lo que parecía ser una respetuosa procesión que encabezaba Garza.

La muchacha avanzaba sin prisas, erguida e impasible, con la mirada fija en el horizonte que se distinguía más allá del acantilado que se precipitaba bruscamente al mar, y sin necesidad de que nadie se lo dijera, el teniente Gonzalo Baeza, nacido en Antequera, supo desde aquel mismo instante que todos sus sueños y esperanzas de felicidad jamás se cumplirían.

Las piernas le fallaron y si no se derrumbó fue porque Bruno «Pamparahoy» le sostuvo. Intentó gritar, pero ni un solo sonido surgió de su garganta.

Al llegar al final del sendero la muchacha se detuvo, se volvió a mirarle con la firmeza con que tan solo ella sabía hacerlo, y a pesar de la distancia, en sus ojos pudo leer el mismo amor que leyera aquel lejano día en que la viera por primera vez en la ensenada.

Transcurrieron tan solo unos instantes; los más cortos, los más largos, los más amargos, los que jamás se desea rememorar pero jamás se olvidan, los que harían que la vida de un hombre íntegro se convirtiera en un eterno castigo, hasta que al fin Garza se encaró de nuevo al horizonte y permitió que el gigantesco Tauco avanzara muy despacio y la empujara suavemente.

La tumba de Garza

se encuentra en mi corazón.

Ningún lugar más cercano,

más cálido, ni con más amor.

Sus flores no se marchitan,

su losa nunca se ensucia

y en su tumba solo hay huesos,

huesos que yo jamás vi.

Nada guarda de sus ojos,

nada guarda de su voz,

nada guarda de su risa,

nada guarda de su olor.

Una fosa es una fosa,

otra cosa es el dolor.

Aquél era el único poema que el teniente Gonzalo Baeza había escrito, pero cada una de sus palabras evidenciaba lo que había sufrido desde el momento de ver cómo el cuerpo de la mujer que adoraba y que guardaba en su seno la semilla de lo que algún día sería su hijo, se precipitaba al vacío y la ola que acababa de estrellarse contra la base del acantilado ascendía en su busca y la recogía entre la blanca espuma de sus manos como si pretendiera amortiguar la violencia del impacto.

El todopoderoso océano reconocía de ese modo que tanta belleza debía preservarse incluso en el instante de morir.