10
El capitán Castaños no dedicó ni tan siquiera un minuto a justificar sus actos, puesto que sostenía la peculiar teoría de que aquéllos que aseguran que nunca mienten son los que más mienten, ya que tan rotunda y ridícula afirmación encierra siempre una innegable falsedad.
A su modo de ver, el ser humano es mentiroso por naturaleza hasta el punto de que demasiado a menudo falta a la verdad de manera inconsciente.
Admitió, por tanto, con absoluto descaro que la única razón por la que había aceptado que le destinasen «al culo del mundo» era porque sus inmediatos superiores, el coronel Soria y el comandante Bermejo, le habían asegurado que antes de un año los tres serían inmensamente ricos.
—Lo único que se puede obtener de este perdido peñasco es la jodida púrpura, que en estos momentos es más valiosa que el oro e incluso los diamantes, y te garantizo que a nadie le importa un pito que sus habitantes se cristianicen o no ni a nadie le importa un pito que nuestra bandera ondee o deje de ondear en lo alto de un mástil.
—A fray Bernardino le importa que se cristianicen y a mí me importa que ondee esa bandera —le respondió su desconcertado y casi incrédulo teniente.
—Fray Bernardino es un pánfilo con sotana y tú, un pánfilo con armadura, Baezita —fue la desvergonzada respuesta—. Y los pánfilos siempre han constituido una pésima compañía porque, como dice el viejo dicho, «el que prefiere una medalla de lata a una moneda de plata es un peligro». —El militar se inclinó hacia atrás, colocó sus enormes botas sobre la mesa y sonrió amistosamente antes de insistir—: Un peligro para sí mismo, pero sobre todo para quienes no tenemos el menor interés en cambiar el pellejo por una medalla. Y lo que debes tener muy claro, Baezita, es que en esta isla no hay medallas; solo monedas.
—Pero yo no acepté este destino buscando ni lo uno ni lo otro… —le hizo notar su segundo en el mando, que evidentemente evitaba dar rienda suelta a la indignación que había comenzado a invadirle—. Vine porque ése era mi deber.
—La experiencia me enseña que el sentido del deber tan solo conduce a que acabes debiéndole dinero a todo el mundo, Baezita. Y a mí las deudas me estaban devorando, por lo que decidí aceptar una generosa oferta que me permitía regresar a una casa a la que cada día no llamara a la puerta un acreedor. —Hizo una larga pausa, observó a su subordinado intentando averiguar cuál sería su respuesta incluso antes de haber hecho la pregunta, y por último se decidió a lanzarla como quien lanza un guante a la palestra—: ¿Qué piensas hacer?
—¿Respecto a qué?
—Respecto a olvidarte de las medallas y apuntarte a las monedas, porque, visto lo visto, tan solo tienes dos opciones: o quedarte, ayudar en la faena y aceptar un porcentaje sobre los beneficios, o continuar trazando un meticuloso mapa de la isla. —Le guiñó un ojo en lo que pretendía ser un gesto de complicidad—. Si te decidieras por la «cartografía», si llegase el caso, te mantendrías al margen de cualquier tipo de responsabilidades futuras, ya que tan solo tendrías que alegar que te limitaste a cumplir órdenes.
—Unas órdenes que ya les ha costado la vida a tres personas… —le recordó su interlocutor con marcada intención.
La respuesta vino acompañada de una cínica y desconcertante sonrisa:
—Espero que a cuatro porque en cuanto atrape al Lagartija le colgaré por desertor, y esta isla no es tan grande como para que por muy lagartija que sea se oculte eternamente. —Bajó los pies de la mesa con el fin de volver a sentarse de una forma natural, como si con ello considerase que estaba rindiendo tributo a los difuntos, y añadió—: Te juro, Baezita, que no tenía intención de causar daño a esos muchachos, pero está claro que por estos andurriales el mar se cabrea cuando menos se espera; pasó lo que pasó y punto. ¿Qué decides?
—Me concentraré en la «cartografía»…
—Lo suponía —admitió el otro sin inmutarse—. Si algo he aprendido en tantos años de ejercer el mando, es a distinguir entre un rufián y un caballero, y mal que me pese, debo reconocer que no eres de los míos. Por ello voy a darte un consejo que debes interpretar casi como una orden: mantente lejos del campamento en compañía de tu preciosa mujercita, no metas las narices en mis asuntos y disfruta de una larga luna de miel hasta que todo haya acabado. —Le apuntó con el extremo de su inseparable fusta al inquirir como si con ello diera por concluida la conversación—: ¿Alguna pregunta?
—Tan solo una, ¿puedo llevarme a Bruno «Pamparahoy» y a Amancio Ares?
—Todo tuyos —señaló el otro agitando la mano en un gesto evidentemente despectivo—. Pero procura que no se te ahoguen porque andamos escasos de personal.
El joven teniente Gonzalo Baeza abandonó la inmunda cabaña, de cuyas paredes colgaban una docena de odres de cabra repletos de un tinte hediondo, rechinando los dientes y apretando los puños, aunque felicitándose por haber sido capaz de resistir la tentación de echar mano a su espada y atravesar de una sola estocada el corazón de tan inmundo personaje.
Necesitaba respirar aire puro, por lo que decidió ir a tomar asiento sobre una roca que se alzaba al borde de un precipicio desde cuya cima se divisaba gran parte de la isla, y allí permaneció tratando de calmarse y ordenar sus ideas hasta el momento en que un apesadumbrado Hacomar se aproximó con el fin de acuclillarse frente a él e inquirir sin más preámbulos:
—¿Qué piensas hacer?
—Continuar trazando ese dichoso mapa —fue la seca y agria respuesta.
—¿Dejando a mi gente en manos de semejante hijo de puta?
—¿Desde cuándo son «tu gente»? —inquirió el sorprendido antequerano—. Siempre te he oído decir que te sientes más andaluz que isleño.
—Isleño o andaluz, los sentimientos son los mismos cuando comprendes que entre el capitán y sus dos sargentos, que no son en realidad más que asesinos a sueldo, llevan camino de convertir este lugar en un infierno. Prostituyen a las mujeres, corrompen a los hombres y acabarán esclavizándolos a todos, tal como hace años me esclavizaron a mí, a causa de su insaciable avaricia. —Lanzó un hondo suspiro de amargura antes de concluir—: Un manto de púrpura se convertirá en el sudario de esta isla.
—¿Y qué pretendes que haga? La rebelión está castigada con la horca.
El intérprete se alzó, observó el paisaje, asintió repetidas veces de una forma casi imperceptible, y por fin replicó en tono de absoluta resignación:
—Entiendo que sería exigirle demasiado a alguien que tiene una esposa tan maravillosa y toda una vida por delante… —Se volvió con el fin de mirar a su acompañante a los ojos a la par que inquiría—: Pero ¿qué podemos hacer el curita y yo contra semejante pandilla de facinerosos?
—Nada.
—¿Y te parece justo?
—Uno de los peores males de entrar a formar parte del ejército estriba en que desde que juras obediencia estás dejando en manos de tus superiores el concepto de lo que es o no justo, pero te aseguro que cuando llegue el momento exigiré que se les aplique el castigo que merecen.
—Para entonces será ya demasiado tarde. Estúpido resulta colocar la venda tras la herida cuando se ha podido evitar la herida.
—¿Y cómo lo evito? —quiso saber el otro en un tono que dejaba a las claras su impotencia—. Lo que me estás pidiendo no es tan solo un problema que atañe a la conciencia de un militar que se declara en rebeldía, sino un problema táctico. ¿Con qué fuerzas contaríamos a la hora de enfrentarnos a quienes tan acertadamente has tachado de pandilla de facinerosos?
—Supongo que Beneygan se pondría de nuestra parte.
—Tan solo lo supones, pero aunque así fuera y nos sumergiéramos en un baño de sangre, ¿qué sería de mi honor y el de mi familia si aparezco como cabecilla de una rebelión en contra de la Corona?
* * *
—A fe mía que te habías colocado en una situación harto delicada… —reconoció monseñor Cazorla frunciendo el entrecejo como si con ello quisiera demostrar su desconcierto ante cuanto acababa de escuchar—. Conozco a algunos que han acabado en el patíbulo por mucho menos. ¡Alzarse contra la Corona! ¡Dios nos libre!
—¿Qué hubieras hecho tú?
—¡Oh, vamos, Gonzalo, no pretendas hacerme caer en semejante trampa! —protestó su interlocutor—. Me has descrito una situación en la que nadie querría verse involucrado, por lo que no estoy dispuesto a darte una apresurada respuesta cuando ni siquiera tú, que estabas allí y tenías tiempo de sobra a la hora de meditar sobre ello, conseguiste encontrarla. ¿O me equivoco?
—¡No! —admitió el dueño de la mansión—. No te equivocas.
Hubiera resultado difícil equivocarse dado que en aquellos lejanos tiempos el teniente Baeza era un honrado e impulsivo muchacho al que repugnaba la vergonzosa actitud que habían adoptado sus compañeros de armas.
Su primera reacción fue la de plantar cara a su superior, pero pese a su juventud había sido capaz de conservar la cordura suficiente como para comprender que sus posibilidades de éxito eran escasas al tiempo que se arriesgaba a provocar una masacre.
Cuando esa misma noche intentó explicarle a Garza que debían alejarse del campamento o sus vidas correrían serio peligro, su respuesta le dejó ciertamente sorprendido:
—La muerte es la única que al entrar en un hogar deja un vacío —musitó entre caricia y caricia—. Si te matasen me precipitaría en un abismo sin fondo, aunque continúo sin entender por qué razón te ves obligado a obedecer a alguien que no sabe gobernar… ¡Resulta absurdo!
A una mujer que desde que vino al mundo estaba acostumbrada a que sus mandatarios fueran elegidos entre los miembros más sensatos de la comunidad le desconcertaba sobremanera el hecho de que un adulto acatara órdenes absurdas cerrando los ojos a una realidad que estaba conduciendo a la isla a un desastre de incalculables proporciones.
Pero resultaba aún más difícil comprender que al otro lado del océano existieran leyes que no habían sido dictadas por los miembros más sensatos de la comunidad, sino por los más poderosos, y que en un mundo que se consideraba a sí mismo «civilizado» el ansia de poder solía superar a la avaricia por el simple hecho de que el dinero no siempre conquistaba el poder mientras que quienes ostentaban el poder se encontraban a menudo en condiciones de apoderarse de las riquezas.
A su atribulado marido, el teniente Gonzalo Baeza, le hubiera importado muy poco que el capitán Castaños se enriqueciera fabricando un pestilente mejunje que deslumbraba a reyes y cardenales siempre que no perjudicara a nadie, pero resultaba evidente que no era el caso; en lugar de hacer venir mano de obra a la que pagar un salario a cambio de hacer un trabajo repugnante, había preferido abusar de los nativos deslumbrándolos con baratijas al tiempo que les arrebataba un agua que les resultaba imprescindible para seguir viviendo.
Si como el anciano Tenaro aseguraba se encontraban a punto de iniciar un duro período de sequía, El Hierro no resistiría el uso que se estaba haciendo de su recurso más escaso.
La isla que marcaba la frontera del fin del mundo conocido había conseguido sobrevivir al hombre cazador, al hombre pastor e incluso al hombre agricultor, pero a poco más de un mes de su llegada el hombre industrial amenazaba el futuro de todas sus criaturas.
* * *
—Presentía que si abandonaba el campamento, aquella enloquecida fiebre de púrpura acabaría por provocar una catástrofe… —musitó al fin el general retirado con la cabeza gacha como si no se atreviera a mirar de frente a su viejo amigo—. Y es que, por lo que el bueno de Bruno «Pamparahoy» consiguió averiguar entre sus compañeros de la tropa, Castaños había puesto vigías en los acantilados a la espera de la llegada de un barquichuelo cargado de baratijas que de regreso trasladaría un primer cargamento de tinte a Lanzarote, desde donde uno de sus compinches, el coronel Soria, que al parecer comandaba allí el puesto militar, lo haría llegar a la costa africana y luego a Francia.
—¿Estás insinuando que se trataba de un tráfico ilegal a base de intercambiar chucherías por púrpura perpetrado y puesto en ejecución con toda clase de detalles por un grupo de oficiales utilizando personal del ejército y naves de la armada?
—No lo insinúo; lo afirmo. Y de hecho me consta que por lo menos veinte odres llegaron a las tintorerías normandas sin que la Corona española tuviera conocimiento ni se beneficiara por ello.
—¡Pero eso constituye un delito de traición! —no pudo por menos que exclamar el religioso.
—¿Y crees que no lo entendí así desde el primer momento? —fue la inmediata pregunta—. ¿Pero qué podía hacer y ante quién lo denunciaba si el principal implicado era a su vez la máxima autoridad en la isla?
—Difícil situación sin duda, y debo admitir que obraste correctamente al no arriesgarte a ser tú quien cometiera un delito al rebelarte contra un superior.
—Habría valido la pena, puesto que de ese modo tan solo yo habría cargado con las consecuencias, mientras que el devenir de los acontecimientos demuestra que fueron muchos los que sufrieron por culpa de mi falta de carácter.
—Con demasiada frecuencia tendemos a exagerar el sentido de nuestra culpabilidad —puntualizó monseñor Cazorla, al que se le advertía en cierto modo incómodo o descentrado por el rumbo de la conversación—. Para un hombre decente no existe juez más exigente que su propia conciencia y me temo que éste es tu caso.
—¿Que tendemos a exagerar…? —se escandalizó su interlocutor—. ¿Qué clase de exageración puede existir cuando lo cierto es que costó muchas vidas, entre ellas la de mi propia mujer y la del hijo que esperábamos? ¿Se te ocurre algo peor?
En esta ocasión no recibió respuesta, puesto que resultaba evidente que no existía nada que pudiera compararse al hecho de que un hombre hubiera perdido cuanto amaba.
Las tragedias, al igual que las tempestades, causan más daño cuando se presienten, sobre todo si quien las padece no se siente capaz de evitarlas; sufre al verlas venir, sufre cuando le golpean y continúa sufriendo durante años debido a que no cesa de preguntarse las razones de su impotencia.
El por aquel entonces joven teniente había emprendido al día siguiente el camino de regreso a la costa en compañía de Garza, Amancio Ares y Bruno «Pamparahoy», pese a que experimentara la dolorosa sensación de que estaba traicionando a muchos, sensación aumentada por el hecho de que fray Bernardino de Ansuaga le había suplicado hasta el último momento que «no le dejara solo».
El infeliz dominico parecía convencido de que su labor apostólica estaba condenada al fracaso desde el momento en que los isleños llegaron a la lógica conclusión de que los extranjeros no habían desembarcado en sus costas con intención de ayudarles, sino de enfrentarles los unos con los otros y despojarles de lo que les resultaba más imprescindible: el agua.
El caudal del manantial del campamento se había reducido a la mitad debido a que cada día que pasaba se le exigía más, ya que cada día eran más los sacos de orchilla que llegaban.
Al propio tiempo el capitán Castaños recompensaba con un retazo de tela a cuantos aportaran una vasija de orines putrefactos.
—Si algún día me nombran cardenal, me vestiré de verde porque no quiero pasarme la vida oliéndome la capa… —comentó de improviso monseñor Cazorla en un rasgo de humor impropio de la situación, por lo que al advertirlo se apresuró a añadir—: Lo siento, pero es que todo este asunto de la dichosa orchilla es tan sorprendente que ha tenido la virtud de superar mi capacidad de asombro. ¿Quién podía imaginar que algo tan poco común fuera el principal objetivo del desembarco de un destacamento militar en la isla más alejada que se conoce?
—La avaricia siempre está detrás de todo, querido amigo, y al fin y al cabo, la púrpura no es más que el último escaño de la avaricia… —le hizo notar su interlocutor en un tono que denotaba que disculpaba su desafortunado comentario—. Fue la avaricia la que trajo a Canarias a los fenicios y siglos más tarde a los normandos, por lo que sospecho que será esa misma avaricia y no los sueños de gloria lo que nos lleve a dominar el Nuevo Mundo que ha descubierto el almirante Colón y del que ni siquiera sospechaba su existencia cuando me encontraba en El Hierro, pese a que sus naves pasaran muy cerca de sus costas. A mi modo de ver, nadie moverá un dedo por civilizar y cristianizar a los nativos de esas tierras si los banqueros no financian las expediciones olfateando la posibilidad de conseguir cuantiosos beneficios.
—Así está ocurriendo mal que me pese aceptarlo; armar una flota conlleva enormes gastos y me consta que la Corona no dispone de los medios necesarios a la hora de cubrir los gastos de tan ambiciosa empresa. Pocos son los dispuestos a arriesgar vida y fortuna por el simple placer de que allende el océano un salvaje emplumado aprenda a leer la Biblia y rece todas al Niño Jesús o a la Virgen María.
Razón le sobraba sin lugar a dudas y buena prueba de ello podía dar fray Bernardino de Ansuaga, que no veía forma de persuadir a los nativos de que el dios al que adoraban los cristianos no aprobaba que actuaran de la cruel e insensata forma en que lo estaban haciendo sus más destacados fieles.
Para los isleños la principal obligación de los dioses se debía centrar en proteger cuanto habían creado, pero estaban comprobando que por un lado los extranjeros se dedicaban a alabar al Señor y por el otro, a destruir su obra.
La lógica más elemental dictaba que nadie puede confiar en quien dice una cosa y hace la opuesta.