8

Lo velaron toda la noche, sin gritos y sin llantos.

Familiares y amigos —el padre era un gigante que ahora parecía tronchado por la cintura— encendieron hogueras en torno al cadáver, que habían colocado sobre un pequeño túmulo para sentarse luego a observarle como si confiaran en que cambiaría de opinión decidiéndose a volver a hablar y reír pese a que se hubiera partido el cuello en la caída.

Y es que a su modo de entender los viejos y los enfermos, carecían de las fuerzas necesarias como para enfrentarse a la muerte, pero un muchacho joven y sano tenía la obligación de rebelarse contra ella teniendo en cuenta que muy pronto sus ancianos padres necesitarían que los cuidara.

¿Quién recogería la cosecha?

¿Quién perseguiría el ganado fugitivo?

¿Quién engendraría nietos que alegraran los últimos años de su existencia?

Aquel muerto no tenía derecho a estar muerto porque su desaparición significaba un quebranto en la normal fluidez de la existencia de una pequeña sociedad que no estaba acostumbrada a las cruentas guerras que en otros lugares solían acabar con los más jóvenes.

Debido a ello los isleños no se encontraban anímicamente preparados a la hora de enfrentarse a un hecho tan insólito.

Tantas veces le habían visto trepar por escalofriantes riscos que no podían dar crédito a que el resbaladizo musgo del acantilado le hubiera obligado a precipitarse al vacío.

Y es que antes nunca se le había perdido nada por esos acantilados.

Nunca hasta que los extranjeros le ofrecieron espejos y collares a cambio de unos diminutos hierbajos que crecían justo donde batían las olas y donde el salitre y la humedad convertían cada roca en una sucia trampa.

Al alba su madre aún confiaba en su fortaleza, pero incluso la muchachita que esperaba que algún día se convirtiera en el padre de sus hijos acabó por alejarse vencida y cabizbaja playa adelante.

Tenía plena conciencia de que como justo castigo a su caprichoso comportamiento la severa diosa de las mujeres, Moneiba, la había marcado para siempre, por lo que ya ningún hombre se atrevería a pretenderla por miedo a sus represalias.

Pasaría a convertirse en la mujer de todos y la esposa de ninguno.

Los españoles, que se habían mantenido respetuosamente alejados del grupo de abatidos isleños, dormitando a ratos en las proximidades de la barca, la observaron marcharse entristecidos.

—Caro le ha costado ese maldito collar… —comentó casi con un susurro Amancio Ares—. Demasiado caro.

—Pues la experiencia nos enseña que las cosas siempre suben de precio… —le replicó su superior en idéntico tono—. Cuando los espejos y los collares se acaben, comenzarán a robárselos los unos a los otros, por lo que me temo que nos veremos obligados a convertirnos en jueces y policías de una situación que nosotros mismos hemos provocado.

—¿Y qué podíamos hacer más que obsequiarles con regalos como prueba de buena voluntad? —quiso saber el gallego—. No es culpa nuestra si acaban convirtiéndose en causa de celos y disputas, puesto que ésa es una historia tan vieja como el hombre; como se suele decir en mi pueblo: «Si le das algo a un amigo, otro amigo se siente menospreciado, y si se lo das a todos, todos lo menosprecian».

—¡Listos los de tu pueblo!

La infeliz muchacha estaba a punto de perderse de vista entre las rocas del final de la playa en el momento en que se cruzó con dos hombres que avanzaban a toda prisa en dirección contraria y que al divisar la barca aceleraron aún más el paso al tiempo que agitaban los brazos intentando llamar la atención.

—¡Coño, el cura! —exclamó de inmediato el gallego—. Y si no me equivoco, el otro es Hacomar. ¿Qué carallo hacen esos dos por aquí?

Corrieron a su encuentro, se abrazaron alborozados, y cuando fray Bernardino de Ansuaga se interesó por el paradero de los hombres que faltaban y escuchó de labios del propio Gonzalo Baeza la amarga historia de cómo se habían perdido de vista en el mar, comenzó a llorar como un niño.

—¡No es posible! —exclamó una y otra vez mientras enjugaba las lágrimas con el dorso de la mano—. Esta dichosa expedición está maldita; veníamos a intentar consolar a la familia de ese infeliz y nos encontramos con una tragedia aún más espantosa que afecta a nuestra propia gente… —Agitó repetidas veces la cabeza negativamente al insistir—: ¡No es posible!

—Me temo que en la última isla del mundo conocido cualquier tipo de tragedia es posible, padre… —le replicó en tono de resignación Bruno «Pamparahoy»—. Y sospecho que cuanto ha ocurrido no es más que el comienzo.

—Tú siempre tan optimista.

Hacomar, que se había aproximado a hablar con los isleños, regresó señalando que los padres del difunto suplicaban que ningún extranjero se le aproximara, puesto que su alma aún permanecía junto al cuerpo y no era conveniente que se le molestara antes de emprender su largo y definitivo viaje al más allá.

Muy pronto ellos también le dejarían a solas para que pudiera reflexionar sobre cuanto dejaba atrás, y al cabo de un par de horas los encargados de momificarle vendrían a recogerle con el fin de preparar su cuerpo del mismo modo que él había preparado ya su alma.

Garza, que no se había separado de los familiares del fallecido durante toda la noche, regresó al fin junto a la barca, y cuando Gonzalo Baeza advirtió la admiración y el desconcierto con que tanto el dominico como el intérprete la observaban, se apresuró a presentarla como su prometida, rogándole al primero que los casara cuanto antes.

—¿Casaros? —replicó el aludido como si aquella fuera la petición más absurda que hubiera recibido en su vida—. ¿A quién se le ocurre?

—A alguien que quiere pasar el resto de su vida con la persona a la que ama… —fue la sencilla respuesta—. Y a alguien que desea ponerse a bien con Dios regulando su situación.

—¡Pero yo no puedo casarte! —protestó de inmediato el fraile.

—¿Por qué?

—Porque eres un militar en campaña, por lo que supongo que necesitas la autorización de tus superiores —fue la desconcertante respuesta—. ¿Qué diría el capitán Castaños si se entera de que te he casado así, sin más ni más?

—¿Acaso la opinión de un capitán es más importante que la del Señor? —quiso saber el otro—. Os recuerdo que estoy en pecado y que mi mayor deseo es ponerme a bien con Dios.

—Puedo confesarte.

—¿Para qué, si me consta que esta misma noche volveré a pecar? —fue la rápida y evidentemente lógica respuesta—. Al no existir propósito de enmienda, y os garantizo que por mi parte no existe, cualquier confesión carecería de sentido.

El pobre fray Bernardino permaneció unos instantes como alelado, perplejo y evidentemente indeciso, momento que aprovechó el pragmático Bruno «Pamparahoy» para aferrarle afectuosamente del brazo y alejarle unos metros mientras comentaba en voz baja:

—¡Escuche, padre! Pese a que le aprecio mucho, me tiene sin cuidado que el teniente Baeza esté o no en pecado, pero hay algo que tengo muy claro: si se presenta en el campamento amancebado con una mujer tan hermosa, el capitán Castaños, al que conozco bien y me consta que es un «salido», y perdonad vuecencia la expresión, hará cuanto esté en su mano con el fin de acostarse con Garza por las buenas o por las malas. —Lo apartó unos metros más playa adelante con el fin de que nadie pudiera oírles y al poco añadió—: Lógicamente, el teniente no se lo permitirá porque está loco por ella, con lo que nos enfrentaremos a graves problemas… ¿Me sigue?

—Te sigo, hijo, te sigo… ¡Me temo que te sigo!

—Pero si por el contrario el teniente se presenta del brazo de una esposa legal, el capitán no podrá hacer nada por aquello de que lo que Dios ha unido nadie puede separar.

—¿Pero qué dirían mis superiores si celebro un matrimonio en el que la contrayente ni siquiera es cristiana?

—¡Bautícela!

—¿Así sin más?

El zamorano hizo un significativo gesto hacia el océano al comentar con sorna:

—No será por falta de agua, y cuando dentro de ocho meses o un año volvamos a Sevilla, podréis alegar ante vuestros superiores que lo hicisteis por evitar muertes o por salvar a un cristiano en pecado.

—Me pones en una complicada disyuntiva, hijo… —se lamentó amargamente el dominico—. No estoy muy seguro, pero sospecho que eso de bautizar y casar a una idólatra el mismo día excede mis atribuciones.

—Pues bautícela hoy y cásela mañana —fue la descarada respuesta.

—Tú lo ves todo muy fácil.

—No, padre, no os confundáis; lo que lo veo es difícil, porque si el capitán se empeña, y me consta que se empeñará, pueden correr ríos de sangre. Probablemente la tropa se mantendría al margen, pero estoy convencido de que los sargentos se pondrían de su parte y el gallego y yo, de la del teniente. ¿Creéis que la futura regañina de un obispo amerita que nuestra misión en la isla acabe como el rosario de la aurora?

—¡No exageres, hijo! ¡No exageres!

—No exagero, padre. No exagero. ¿Conocéis bien al capitán Castaños?

—Lo suficiente como para admitir que te asiste toda la razón. ¡Que el Señor me ampare! Casaré a esos dos aunque tenga que terminar mis días de cocinero en un convento.

* * *

—Nunca supe qué fue lo que le dijo Bruno «Pamparahoy», pero lo cierto es que ese mismo día el buen fraile bautizó a Garza y a la mañana siguiente nos casó en lo que constituyó una sencilla y pintoresca ceremonia en cierto modo absurda pero que a mí se me antojó la antesala del paraíso, puesto que armonizaba mis deseos con mi conciencia, cosa que no se consigue a menudo.

—¡Y que lo digas, querido amigo! ¡Y que lo digas! —admitió de inmediato monseñor Alejandro Cazorla—. En lo que a mí respecta, no creo que lo haya conseguido ni tan siquiera un par de veces durante los últimos años. Y es que tengo entendido que nunca se ha logrado acuñar una moneda en la que la cara de la política y la cara de la conciencia no miren en direcciones opuestas.

—Sin embargo, he comprobado que no te importa hacer girar esa moneda una y otra vez sin saber de qué lado va a decantarse… —le reconvino el dueño de la casa.

—¿Quién te ha dicho que no lo sé? —fue la descarada respuesta—. Rara es la ocasión en que la cara de la conciencia no acaba aplastada contra el suelo mientras la cara de la política brilla triunfante, pero tampoco es éste el momento de sumergirnos en absurdas disquisiciones porque me prometiste que durante la cena hablaríamos de esas misteriosas algas y ya estamos con el segundo plato… —Se chupó ostensiblemente los dedos antes de añadir con una sonrisa—: ¡Y muy sabroso, por cierto!

—El conejo en salmorejo de Fayna es famoso en la isla —le hizo notar el general retirado—. Y tienes razón respecto a la orchilla.

—¿La qué?

—La orchilla: el nombre por el que se conoce a ese liquen, alga o lo que el demonio que la creó quiere que sea.

—El creador es siempre Dios, nunca el demonio.

—En este caso no, te lo aseguro, porque he llegado a la conclusión de que la orchilla es la culpable de la mayor parte de los males que han aquejado a los habitantes de estas islas desde el comienzo de los tiempos.

La mandíbula inferior de monseñor Alejandro Cazorla se desplazó ligeramente hacia abajo dejando su boca casi entreabierta, clara muestra de la intensidad de su desconcierto ante tan disparatada afirmación.

Tardó unos instantes en hablar, dejó caer sin el menor recato el tenedor con un gesto casi despectivo, y por último exclamó visiblemente molesto:

—¡Por los clavos de Cristo, Gonzalo! ¿Es que te has vuelto loco? ¿Cómo pretendes que crea cuanto me estás contando sobre tu estancia en El Hierro si ahora me vienes con la estupidez de que un hierbajo del que nadie había oído hablar se convierte en el malvado protagonista de esta historia?

—Lamento que lo veas de ese modo, pero deberías aceptar que toda historia tiene una raíz y una razón de ser… —fue la tranquila respuesta de su interlocutor—. Y aunque lo que voy a exponerte no es más que una teoría personal, se encuentra avalada por el hecho de que he pasado más de treinta años en las islas, soy uno de los pocos que hablan la lengua de los nativos y he dedicado mucho tiempo a estudiarlos.

—Eso me consta, pero creo que con respecto a esa dichosa orchilla o como quiera que se llame exageras.

—Tal vez cambies de idea si te aclaro que de un modo u otro también fue la causante de la muerte de mi esposa, y del hijo que esperaba.

—Eso no lo sabía —se disculpó visiblemente afectado su interlocutor—. Lamento haberte molestado.

Gonzalo Baeza alargó la mano con el fin de palmear afectuosamente la de su amigo al responder con un amago de sonrisa:

—No me has molestado en absoluto, puesto que no podías sospechar que existiera alguna relación entre una de las formas de vida más rudimentaria que produce la naturaleza y la criatura más perfecta que creara jamás esa misma naturaleza… —El antequerano permaneció unos instantes muy quieto con la mirada clavada en el rincón más oscuro del amplio comedor y al fin musitó más para sí mismo que para quien compartía con él la mesa—: Aún sigo sin entender cómo pudo ocurrir…

Siguió un silencio incómodo durante el cual uno de los contertulios parecía encontrarse inmerso en un mar de amargura mientras el otro no sabía qué actitud tomar, por lo que permaneció muy quieto hasta que, como si volviera de otro mundo, el dueño de la casa se decidió a decir:

—El secreto de la orchilla se limita al hecho de que es el mejor productor que existe de una sustancia increíblemente apreciada y valiosa.

—¿Un afrodisíaco?

—No.

—¿Un elixir de la eterna juventud?

—Tampoco.

—¿Un veneno indetectable?

—Nada tan dramático… —fue la desganada respuesta—. Simplemente resulta que de la orchilla se obtiene un tinte de color púrpura, y el púrpura es el símbolo del poder, ya que únicamente los emperadores, los reyes y los cardenales tienen derecho a teñir sus vestiduras de un color tan especial y tan costoso.

—¡Qué estupidez!

—Una absoluta estupidez —se vio obligado a admitir el general retirado—. Pero sabido es que los animales tienen una capacidad de raciocinio muy limitada, mientras que los humanos podemos llegar a ser extraordinariamente inteligentes o extraordinariamente estúpidos. —Se encogió de hombros como si con ello bastara para constatar la certeza de su afirmación al tiempo que añadía—: El hecho de que alguien pueda considerarse más importante que el resto de sus congéneres por el simple color de sus ropajes es una prueba irrefutable de la magnitud de la insensatez humana.

—En eso estoy de acuerdo, pero no veo qué tiene que ver con los sufrimientos de los isleños.

—Tiene que ver, y mucho… —le contradijo su viejo amigo—. Por lo que he podido averiguar, hace ya casi dos mil años que los fenicios descubrieron que las islas Canarias eran el lugar del mundo en el que más abundaba la orchilla debido a que tan solo crece en acantilados muy batidos por los vientos atlánticos.

—¿Y cómo lo descubrieron si por lo que tengo entendido sus navegaciones se limitaban al ámbito mediterráneo?

—No tengo ni la menor idea, pero es cosa sabida que tuvieron asentamientos en Andalucía, por lo que pronto o tarde acabarían por adentrarse en el océano. Lo que sí me consta es que los mercaderes fenicios trajeron a las islas centenares de esclavos con los que formaron colonias dedicadas a la extracción de la orchilla y la elaboración del tinte. Es muy probable que en un período de decadencia comercial se olvidaran de ellos dando origen a lo que ahora llamamos «guanches», aunque insisto en que la palabra está mal empleada.

—Siempre había considerado que los isleños eran más bien de origen beréber.

—Es que algunos provenían de esclavos que los fenicios capturaban a su paso por el norte de África, y otros, sobre todo los de Fuerteventura y Lanzarote, llegaron por sus propios medios desde las cercanas costas del desierto. Pero, a mi modo de ver, los de las islas occidentales fueron traídos con el único fin de recoger orchilla.

El religioso guardó silencio unos instantes, volvió a atacar con renovado ímpetu su apetitoso plato de conejo que empezaba a quedarse frío, se limpió la boca con el dorso de la mano y por último señaló:

—Aunque así fuera, no cabe duda de que les hicieron un gran favor porque más vale ser esclavo abandonado en una isla paradisíaca que beréber de los pedregales norteafricanos. Pero como de costumbre ése es un tema que no viene al caso… ¿Qué más puedes contarme de la orchilla?

—Que crece muy lentamente sobre una especie de costra que se forma sobre la roca volcánica y que si se rompe la costra que la une al acantilado, no vuelve a reproducirse, por lo que hay que cortar con mucho cuidado las hojas, que apenas llegan al largo de la falange de un dedo. También averigüé que los franceses Jean de Bethencourt o Gadifer de La Salle no llegaron a las islas por afán aventurero o ansias de gloria; lo hicieron en busca de la orchilla, puesto que provenían de una región de Normandía famosa por sus tintorerías. Cuentan que hace unos doscientos años un viajero florentino descubrió en Siria un viejo papiro que contenía el secreto de los fenicios sobre la forma de fabricar púrpura a base de orchilla, se hizo muy rico y transmitió la fórmula a sus hijos, por lo que su familia pasó a llamarse «los Orchilai». Ignoro la forma en que ese papiro cayó en poder de los normandos, pero lo que sí sé es que durante sus años de estancia en las islas se dedicaron a fabricar el tinte, razón por la que algunas nativas aprendieron a hacerlo.

—¿Y supones que Garza era una de ellas?

El general retirado asintió una y otra vez con la cabeza y se diría que su mente había retrocedido a muchos, muchos años atrás.

—No lo supongo; lo sé a ciencia cierta porque se lo había enseñado su abuela y muy pronto me advirtió del peligro que significaba que la maldita y ya olvidada fiebre de la púrpura volviera a apoderarse de la isla. «Tan inútil es un líquido con que teñir una piel como un collar de cuentas de colores…», me dijo. «Ni se come, ni se bebe, ni cura enfermedades, pero tanto mal puede causar el primero entre tu gente como el segundo entre la mía».

—Inteligente frase sin duda… —admitió el religioso—. Y, a mi modo de ver, impropia en alguien que no ha tenido acceso a estudios.

—No cometas de nuevo el error, por desgracia tan extendido, de confundir inteligencia con civilización —le reprendió de inmediato su interlocutor—. En la corte he conocido cientos de acémilas aparentemente «civilizadas» mientras docenas de los que consideramos «salvajes» poseen una increíble capacidad de raciocinio. Y aunque me moleste reconocerlo, el mejor ejemplo estriba en el hecho de que Garza aprendió más sobre los españoles en tres meses de lo que yo conseguí aprender sobre su gente en diez años.