5
Un hecho en apariencia tan intrascendente como sentarte a dibujar las costas de una isla, sus acantilados, sus playas, cuevas, chozas y las personas que las habitan puede cambiar por completo el destino de un ser humano y el sentido de toda una vida.
Acababan de tomar asiento de nuevo en el cenador blanco y verde al que monseñor Cazorla se había preocupado de llevar la botella de licor de cerezas y una copa, y tras mojarse apenas los labios, puesto que resultaba evidente que lo que en realidad le gustaba era el dulce sabor de la bebida más que su graduación, señaló burlón:
—Lo entenderé si me lo explicas, o es que eres un genio de la pintura y yo no me había enterado.
—No era necesario ser un genio para conseguir que seres que desconocían la tinta y el papel se maravillaran ante el hecho de que de pronto les dibujara un cerdo, un delfín, un pulpo o la cara de un niño que a veces, ¡te garantizo que solo a veces!, se parecía ligeramente al original.
—Resulta comprensible —se vio en la obligación de reconocer el aragonés cambiando el tono de su discurso—. No solemos darnos cuenta del valor que puede tener algo tan común como un pedazo de papel o la tinta necesaria para enviar un mensaje hasta que carecemos de ellos. El conseguir comunicarse por medio de la pintura o la escritura está considerado, y a mi modesto entender con razón, uno de los mayores progresos en el transcurso de la evolución humana.
—Para mí fue como abrir la puerta que separaba mi mundo del de Garza, sobre todo por el hecho de que demostró casi desde el primer momento una rara habilidad, infinitamente mayor que la mía, a la hora de expresar con tres simples trazos lo que sentía o pretendía… —Gonzalo Baeza extrajo de un bolsillo del pecho una vieja cartera de cuero y de ella un pequeño pedazo de papel amarillento que se advertía que había sobado y resobado miles de veces al tiempo que añadía como si se tratase de un inconfesable secreto—: Así me veía ella…
Su amigo de tantos años no pudo evitar un leve estremecimiento cuya naturaleza no alcanzaba a comprender al tomar con sumo cuidado lo que cabría considerar una preciada reliquia y advertir con cuánto amor se había realizado el retrato de un altivo muchacho cuyo rostro parecía estar irradiando felicidad.
—Con un buen maestro y un poco de práctica podría haber llegado a ser una gran artista —reconoció con absoluta sinceridad—. Aunque considero que más que tu rostro estaba dibujando tus sentimientos.
—Se nota, ¿no es cierto? —replicó el general al tiempo que devolvía el papel a la cartera—. Me acababa de anunciar que estaba embarazada, por lo que era tanta mi alegría que me salía por los poros. A menudo imaginaba que aquel niño, engendrado en la primera playa que encontraban las olas tras atravesar el océano llegando desde nadie sabía dónde, sería el primogénito de una nueva raza y heredaría las virtudes de ambas mientras sus padres nos preocupábamos de que no heredara los defectos de ninguna… —Hizo una corta pausa, fijó la vista en la nevada cima del volcán que comenzaba a adornarse con las nubes del atardecer, y con una leve sonrisa de amargura añadió—: Un estúpido sueño que jamás hubiera podido llegar a concretarse.
—Ningún sueño que haga referencia a un mundo mejor puede ser estúpido —sentenció con firmeza su interlocutor—. Irrealizable tal vez, pero no estúpido. Gracias a tales sueños hemos conseguido ir avanzando a lo largo de la historia; a trompicones sin duda, pero avanzando.
—Y avanzaríamos más si no fuéramos tan pretenciosos al despreciar todo aquello que no es nuestro; los isleños conocen maravillosos secretos de la naturaleza que nos facilitarían la vida, pero nos negamos a aceptarlo alegando que son «cosas de salvajes». —Gonzalo Baeza pareció sonreír a sus recuerdos en el momento de añadir—: En cierta ocasión le pedí a Garza que me dibujara lo que a su modo de ver era lo más importante de este mundo, y tras meditar un largo rato me dio a entender que era algo imposible de dibujar. Y tenía razón.
—¿A qué se refería?
—Dímelo tú… ¿Qué es lo más importante de este mundo y que no se puede dibujar?
—¿Dios?
—Los mejores artistas lo han pintado de mil formas distintas.
—¿El amor?
—Más de lo mismo.
—¿La fe?
—La fe es importante, pero no «lo más importante», puesto que millones de personas viven o han vivido sin ella.
—En ese caso me doy por vencido. ¿A qué demonios se refería?
—Al aire. Podemos vivir años sin dios o sin amor, semanas sin comida y días sin agua, pero tan solo alcanzamos a vivir un par de minutos sin aire; el aire nos resulta esencial, pero no existe forma humana de dibujarlo.
—Astuta respuesta, sin duda —reconoció a regañadientes y muy a su pesar el religioso—. Francamente inteligente.
—Garza no me dio esa respuesta por demostrar lo inteligente que podía ser, sino por la simple lógica que rige la vida de quienes no suelen experimentar, al igual que nosotros, la necesidad de hacer alardes de superioridad. Como acostumbran a compartirlo todo, los isleños también comparten la mayoría de sus conocimientos.
—Se nota que los admiras.
—Más que a muchos de nuestros «sabios», a los que con demasiada frecuencia una exagerada confianza en sí mismos les condena a cometer increíbles errores —sentenció el dueño de la hermosa mansión—. No hay mayor ignorante que aquél que no es consciente de la magnitud de su ignorancia, y en eso los isleños nos llevan ventaja, puesto que reconocen sus propias limitaciones.
—Por esa actitud, porque los admiras, los respetas y eres quien mejor los conoce, es por lo que debes aceptar el nombramiento de gobernador. Únicamente las personas tan involucradas como tú en su forma de entender el mundo que les rodea puede salvarlos de la esclavitud, la servidumbre e incluso me atrevería a decir que de su posible extinción como raza.
—Pero es que aún ignoras el verdadero peso de mis motivos para oponerme, querido amigo —fue la inmediata respuesta—. Apenas te he contado los prolegómenos de una historia que acabaría por desembocar en la peor de las tragedias, y la vida me ha enseñado que con demasiada frecuencia intentar ayudar a los oprimidos tan solo conduce a que aumente su grado de opresión porque más latigazos recibe el esclavo rebelde que el sumiso por justas que sean las razones que le impulsaron a rebelarse.
Monseñor Alejandro Cazorla decidió tomarse un corto respiro, introducir de nuevo la lengua en el licor, sopesar cuanto acababa de escuchar y medir muy bien sus palabras consciente de que lo que pretendía dar a entender no se prestaba a errores.
—El término «rebeldía» debe quedar fuera de toda discusión, puesto que de alguna forma implica enfrentarse a las leyes y a él se aferran los que en realidad contravienen ladinamente esas leyes. Sabes mejor que nadie que basta con que los terratenientes acusen a un indígena de que se ha alzado en armas para que le permitan esclavizarlo sin que un inepto funcionario se detenga a analizar qué clase de armas está en condiciones de empuñar una niña de ocho años a la que alguien quiere vender. Lo que pretendemos es que las buenas leyes se apliquen con buen rigor.
—A las buenas leyes les suele ocurrir como a los buenos vinos, mi inocente amigo; no soportan un viaje en barco, se marean y se malean. Lo que se legisla en la Península no se obedece en el archipiélago y no es culpa de los isleños, sino de quienes manipulan torticeramente los más justos edictos durante la travesía. Lo que deberías hacer es importar notarios que den fe por escrito de que los poderosos se limpian el trasero con los edictos reales.
—¡Esa lengua, Gonzalo! Esa lengua que siempre te ha perdido y te continuará perdiendo.
—Cuando ascendí a general, otro que estaba a punto de retirarse me aconsejó: «Deja libre la lengua que dice la verdad, aunque te ofenda, y encierra la lengua que miente aunque te alabe; la primera hiere, la segunda mata».
—Sabio consejo que aceptaré encantado porque lo cierto es que en la corte se vive rodeado de lenguas que no por empalagosas son menos ponzoñosas, y el tiempo me ha enseñado que el principal enemigo del gobernante son el exceso de alabanzas que acaban por nublarle el entendimiento.
—Y estoy de acuerdo porque no hay peor coronel que aquél a quien sus capitanes le hacen creer que es general…
El religioso dejó a un lado la copa como si comprendiera que estaba comenzando a abusar del licor y tras un nuevo momento de reflexión quiso saber:
—¿Por qué siempre te refieres a ellos como «isleños» o «nativos» pero nunca como «guanches»?
—Porque pese a que la palabra se haya generalizado, «guanches» tan solo son los naturales de Tenerife y a los nacidos en las otras islas les molesta que les denominen de ese modo; es como si alguien decidiera que todos los españoles tendríamos que llamarnos asturianos o manchegos.
—Supongo que no nos haría ninguna gracia… —admitió el aragonés—. Sobre todo a los vascos, a los catalanes y a mis paisanos. Pero olvidémonos de la semántica y volvamos a lo que importa, que es el hecho de que te encontrabas en el confín del mundo, habías perdido las dos terceras partes de tus efectivos, la lancha estaba inservible y apenas podías dar un paso. —Agitó la cabeza pesimista al concluir—: Por san Judas que no se me antoja ni el mejor lugar ni el mejor momento para enamorarse.
—Por san Judas que un pesebre de Belén en pleno invierno no se me antoja ni el mejor lugar ni el mejor momento para venir al mundo, pero de ese modo acontecen las cosas cuando el Señor decide. Te consta que he tenido infinidad de ocasiones de unirme a mujeres espléndidas en momentos y lugares idóneos, pero ni tan siquiera percibí el olor del humo del voraz incendio que en aquellos días había arrasado mi corazón; lo grande del amor es lo poco que necesita para arder eternamente.
—¡No empecemos…! —le atajó su interlocutor alzando la mano como si intentara protegerse de una grave amenaza—. No vuelvas a ponerte romántico o me tiro al barranco. Admito de una vez por todas y sin la menor sombra de reservas que Cupido te había lanzado sus flechas hasta dejarle como al pobre san Sebastián, clavado en una estaca, pero si lo que pretendes es que te disculpe ante Su Majestad por no aceptar el cargo, tienes que darme razones mucho más sólidas y convincentes que un amor loco.
* * *
Amancio Ares decidió «dejar de hacer el gallego» oteando a todas horas el mar a la espera del regreso de su hermano, puesto que contra su voluntad llegó a la amarga conclusión de que pese al dolor que ello le causaba no cabía abrigar el menor asomo de esperanza de que el océano devolviera su presa.
Recuperado casi por completo de la lesión del brazo, pareció comprender que lo mejor que podía hacer para mitigar su pena era trabajar con ahínco, razón por la que se aplicó a la tarea de desarrollar una frenética actividad que tuvo la virtud de asombrar a unos reposados isleños habituados a tomarse las cosas con estudiada calma.
Se dedicó a recorrer como una ardilla los bosques de los alrededores hasta dar con el tipo de árbol que le proporcionaba la resina que necesitaba y de la que se apresuró a hacer acopio en grandes cantidades con el fin de calentarla luego a fuego lento e ir aplicándola con el cuidado de un cirujano a las junturas de la tablazón de la falúa. Introducía a continuación en ellas finas tiras de madera que cortaba al milímetro, en una labor tan minuciosa y exquisita que mantenía a los curiosos como embobados y atentos a cada uno de sus gestos.
Los lugareños, que jamás habían visto con anterioridad una barca, un martillo, un cuchillo, un cazo de metal, ni mucho menos una habilidad manual tan detallista, lanzaban a menudo exclamaciones de admiración, como si en lugar de a un simple trabajo manual estuviesen asistiendo a un novedoso y fascinante espectáculo.
La atención de un gran número de ellos solía repartirse entre ayudarle alcanzándole herramientas, pedir a Gonzalo Baeza que les hiciera un retrato y admirar a Bruno «Pamparahoy» cuando cortaba leña con ayuda de un hacha.
Sin duda, todo ello se les antojaba prodigios propios de un mundo del que hasta entonces apenas habían tenido otra noticia que las furtivas incursiones que solían realizar los cazadores de esclavos.
Una tarde la encorvada y achacosa abuela de Garza tomó asiento junto al gallego, que continuaba atareado en su minuciosa tarea, le alargó lo que parecía ser una rústica brocha, destapó la cazuela de barro que había traído consigo, y le indicó con gestos que utilizara su contenido en pintar una franja de la borda de la embarcación.
Amancio Ares dudó, pero ante la insistencia de la anciana y los ademanes de aprobación de los presentes acabó por hacerlo, con lo que de inmediato la cochambrosa embarcación comenzó a cubrirse de un hermoso color sorprendentemente llamativo.
Bruno «Pamparahoy» no pudo por menos que lanzar una exclamación de asombro y acudir a toda prisa con el fin de ayudar a Gonzalo Baeza a que bajara a la playa a contemplar de cerca semejante prodigio.
—¡La madre que lo parió! —exclamó fascinado—. ¡Venga a ver esto, mi teniente!
Era en verdad algo digno de admiración, sobre todo al observar el violento contraste entre la madera reseca, cuarteada y porosa y la nueva superficie lisa, brillante y de una tonalidad indescriptible, mezcla de rojo y azul sin llegar a ser violeta.
Era el color del poder: el color púrpura.
Cuando los españoles quisieron saber cómo se obtenía tan hermosa tonalidad, les dieron a entender que aquel constituía un valioso secreto que en toda la isla tan solo era conocido por tres «chamaidas» a las que les había sido transmitido de generación en generación puesto que en él radicaba la suprema belleza, pero también el final de todas las alegrías y el comienzo de todas las amarguras.
El hecho de que la anciana se hubiera dignado permitirles hacer uso de algo tan preciado era una muestra de afecto y respeto hacia los extranjeros, así como una especie de aceptación de uno de ellos como pareja de su muy amada nieta.
Un andaluz, un gallego y un zamorano habían pasado de ese modo a formar parte de la gran familia de la que ella era, desde hacía años, indiscutible matriarca.
Tres días más tarde, y casi al amanecer, dos muchachos que mariscaban con la marea baja comenzaron a dar gritos señalando con el brazo extendido una zona del océano sobre la que sobrevolaban cientos de gaviotas y emergían de continuo infinidad de delfines que corrían tras lo que semejaba una inmensa alfombra plateada.
—¡Vailas, vailas! —aullaban, y casi de inmediato hasta el último de los lugareños corrió hacia un extremo de la bahía portando cestos y vasijas de barro al tiempo que los mejores nadadores se lanzaban al mar golpeando con ramas su superficie con el evidente fin de ayudar a los delfines a empujar a la masa de peces hacia una pequeña ensenada en la que las mujeres y los niños habían comenzado a arrojar grandes cantidades de «leche de tabaiba», un líquido blanco espeso y ponzoñoso que habían extraído de una especie de cactus muy abundante en la isla.
En su desesperada huida de los insaciables delfines, las gaviotas y los hombres, lo que en realidad eran relucientes lubinas se agolpaban en un lugar de aguas poco profundas en las que quedaban muy pronto adormecidas por efectos del alucinógeno, lo que aprovechaban los lugareños para recogerlas con las cestas y trasladarlas a toda prisa a una cercana piscina natural que se conectaba con el mar por un estrecho canal cerrado con una red de gruesas ramas.
A los pocos minutos la mayoría de los peces habían conseguido recuperarse del momentáneo aturdimiento, pero era para descubrirse atrapados en un gran vivero del que los isleños se abastecerían según sus necesidades.
Los ejemplares de gran tamaño que no sobrevivían al traslado eran abiertos y limpiados en el acto con el fin de que se «jarearan» al sol y el viento.
Evidentemente, los hermosos días en que entraban las vailas eran jornadas de esfuerzo y regocijo para los miembros de la aldea.
Sentado a solas bajo un árbol, incapaz aún de dar un paso sin ayuda pese a que la hinchazón del tobillo había remitido de forma considerable, Gonzalo Baeza observaba con envidia cuanto ocurría a poco más de quinientos metros de distancia, lamentando no poder disfrutar de la evidente excitación que proporcionaba la milagrosa pesca al igual que parecían estar disfrutando tanto los lugareños como Bruno «Pamparahoy» y el gallego.
Tan abstraído se encontraba que no advirtió que alguien había tomado asiento a sus espaldas hasta que el recién llegado comentó:
—¡Buenos días, teniente! Me alegra ver que sigue vivo, aunque jodido.
Se volvió y al descubrir la identidad del intruso su primera intención fue ponerse en pie y empuñar su espada, aunque pronto cayó en la cuenta de que ni podía erguirse ni tenía espada.
—¡Maldito hijo de puta! —no pudo por menos que exclamar fuera de sí—. ¿Qué demonios haces aquí?
—Intentar haceros comprender que si aquel desgraciado día no me hubiera lanzado al mar, a estas horas sería pasto de los peces, dado que formaba parte de la tripulación de la embarcación que se perdió.
—Se perdió porque tú no estabas allí para ayudar a salvarla.
—¿Remando? —pareció escandalizarse el otro al tiempo que dejaba escapar una corta carcajada—. ¿Acaso me ha mirado bien, mi teniente? Desde que empecé a vomitar hasta las tripas, comprendí que era más un estorbo que una ayuda, presentí lo que se nos venía encima y tomé una decisión de la que, visto lo visto, no me arrepiento.
—Te has convertido en un desertor —le recordó su superior, pese a que se veía obligado a reconocer que no había estado en absoluto acertado a la hora de elegir como remero a un individuo tan escuálido—. Alegues lo que alegues, tu destino es la horca.
—Para ahorcarme primero tienen que agarrarme y por mucho que apriete la cuerda, menos sufriré que lo que han debido de sufrir esos tres infelices. —Señaló un punto a sus espaldas y añadió—: Desde lo alto de aquel risco pude ver cómo se perdía su luz en la distancia y os juro que lloré por ellos, pero lo único que recibí al nacer, e incluso durante todos estos años, es la vida, y por ello me esfuerzo en conservarla.
—También te dieron los sentimientos del compañerismo y el honor.
—Compañeros son los que uno elige por sí mismo, no los que te impone un oficial; y en cuanto al honor, siempre lo he considerado patrimonio de los nobles, y por mí puede continuar siéndolo.
—Pues si has venido con la intención de que te perdone por un acto de traición, has perdido el tiempo.
El espabilado hombrecillo al que tan solo se conocía por el apodo del Lagartija le miró como si acabara de decir una terrible herejía.
—¿Perdonarme? —repitió—. ¡Dios me libre! «Perdón» significaría volver a filas y nada más lejos de mi ánimo; me dieron a elegir entre pasarme diez años en presidio o enrolarme en el ejército, no lo dudé y admito que éste es un buen lugar para vivir porque mi oficio era salteador de caminos, sé arreglármelas a la hora de sobrevivir sobre el terreno, y por esos montes pululan cabras, cerdos, conejos y toda clase de aves. También abundan las frutas y ese océano está repleto de peces que se dejan atrapar sin gran esfuerzo; hago lo que me da la gana y nadie me da órdenes, o sea, que no necesito que me perdonen.
—¿Y piensas pasar el resto de tu vida vagando solo por esos riscos?
—Con el tiempo tal vez encuentre una isleña que me acepte, y si no es así, os aseguro que mejor solo que acompañado de sargentos… —Se puso en pie sonriendo de oreja a oreja al concluir—: Y ahora he de irme porque por ahí viene Pamparahoy y le creo capaz de perseguirme aunque tan solo sea por cobrar la recompensa que se suele pagar a quien atrapa a un desertor.
Se perdió de vista entre los árboles, y al poco llegó, en efecto, el zamorano cargando una docena de hermosas lubinas, que no pudo por menos que inquirir con una leve sonrisa:
—¿Es cierto que he visto a quien me parece haber visto? ¿Era el Lagartija?
—¡Lo era! —admitió su superior—. Pero dudo que vuelvas a verle porque tengo la impresión de que esta isla es una especie de laberinto en el que una auténtica lagartija como él se puede ocultar toda una vida.
—¿Y por qué demonios se ha largado tan aprisa? —se sorprendió el otro—. ¿Acaso imagina que intentaría atraparle?
—Debió de pensar que más vale prevenir que lamentar.
—Pues mal pensado… —se lamentó Bruno «Pamparahoy» al tiempo que dejaba su carga sobre una roca y comenzaba a recoger leña—: No soy de los que se meten en vidas ajenas y si alguien tiene la rara oportunidad de elegir su camino, me alegro por él.
—Y tú, ¿qué camino piensas elegir? —quiso saber su interlocutor.
—¿Y qué quiere que le diga, mi teniente? Hoy me he divertido como no me divertía en años, y ahora nos vamos a inflar de lubinas a la brasa; o sea, que si así llueve, que no escampe y lo que tenga que venir, que venga.
—Pero nos han encomendado una misión.
—El manual del perfecto soldado especifica que cuanto más tardes en cumplir una misión, más tardarán en encomendarte otra. Nuestras órdenes son confraternizar con los lugareños y no cabe duda de que eso lo cumplimos a conciencia porque o mucho me equivoco, o alguien está «confraternizando» un mínimo de cinco veces diarias.
—¡A ver si demostramos un poco de respeto hacia un superior, carajo!
—¿Os parece poca muestra de respeto? —se sorprendió su subordinado—. Yo nunca he conseguido pasar de tres «confraternizaciones» al día ni aun cambiando de moza. Y ahora en serio, mi teniente… —añadió—. Dudo que nos envíen el relevo antes de un año, o sea, que tomémoslo con calma porque hasta ahora las prisas no nos han conducido más que a un auténtico desastre.
No obtuvo respuesta por la sencilla razón de que el antequerano estaba de acuerdo con lo que acababa de decir y le constaba que si de algo se arrepentiría toda la vida era de no haber cuestionado un absurdo mandato del todo inapropiado en aquel lugar y circunstancias. Debía haber antepuesto la seguridad de sus hombres al deber de la obediencia haciendo comprender al capitán Castaños que si aquella remota isla se había pasado miles de años sin un maldito mapa, de igual modo podía pasarse una semana más a la espera de que el mar y el viento decidieran tomarse un respiro.
Sus ansias de hacer méritos demostrando un valor que debería haber reservado para mejor ocasión habían conducido a la peor de las muertes imaginables a unos pobres muchachos a los que sí que no les quedaba otro remedio que obedecer.
La aceptación de tan craso error hacía que con demasiada frecuencia dudara sobre sí mismo y su capacidad de mando, lo que le llevaba a preguntarse si la razón de retrasar la continuación de su periplo en torno a la costa se debía a que no se encontraban en condiciones de hacerlo, a que estaba disfrutando de los días más felices de su vida, o a que le aterrorizaba la idea de enfrentarse de nuevo al océano.
Cierto que aún no conseguía dar media docena de pasos sin ayuda y cierto que podía exigirle al gallego que no fuera tan meticuloso a la hora de reparar la embarcación, pero cierto era también que en su fuero interno lo que hubiera deseado era prenderle fuego a la falúa, no volver a hacerse nunca a la mar y quedarse a disfrutar de aquella increíble luna de miel hasta el fin de sus días.
Cabría asegurar que en un determinado momento de su conversación con el desertor había sentido una cierta envidia de quien había elegido vivir sin ataduras.
Pocas cosas desconcertaban tanto a un ser humano como descubrir que existía un mundo totalmente diferente a aquél en el que había nacido y había sido educado, un desconocido universo en el que las normas de comportamiento y los principios básicos por los que se había regido hasta el presente carecían en absoluto de valor.
Era como si los muros de lo que siempre fuera un sólido edificio se hubieran resquebrajado de improviso y sus ocupantes tuvieran la extraña sensación de que hasta el último de los conceptos que habían ido acumulando desde el día que nacieron corriera peligro de desaparecer bajo los escombros.
Encontrarse de improviso inmerso en una sociedad en la que nadie reclamaba la propiedad sobre nada, ni nadie indicaba a nadie lo que tenía que hacer, obligaba a replantearse muchas de las «verdades» que hasta ese momento se antojaban incuestionables.
En lo más profundo de la mente del teniente Baeza comenzaba a librarse una batalla que iría ganando fuerza a lo largo de los años y en la que tal vez jamás llegaría a haber ni vencedores ni vencidos.
Tanto era así que ya en el lecho de muerte su corazón se encontraba en un mundo y el resto de su cuerpo en otro.