14
—¿Pero es nombre de niño o de niña?
—Sirve para los dos.
—¿Y qué significa?
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
—¡Eso es trampa! —protestó Gonzalo Baeza al tiempo que extendía la mano y acariciaba la incipiente curva del vientre de su amada—. Yo he propuesto Abel, como mi abuelo, o Leonor, como mi madre, pero tú insistes en que sea Garoé cuando nadie de tu familia, ni hombre ni mujer, se llama así.
—Garoé no es nombre de persona, y éste que empieza a moverse aquí dentro será el primero en llevarlo.
—Y si no es nombre de persona, ¿de qué diablos es?
—De lo más maravilloso que existe sobre la tierra… —La muchacha colocó una mano sobre la de su esposo con el fin de moverla con infinita suavidad sobre su cuerpo—. El día que lo veas estarás de acuerdo conmigo.
—¿Y si no llego a estarlo?
—Se llamará Abel como tu abuelo… —concedió ella al tiempo que le besaba el lóbulo de la oreja—. O Leonor como tu madre.
—Empiezo a creer que el Lagartija tenía razón y eres una embaucadora que se las sabe todas…
—No conozco el significado de esa palabra.
—Ni falta que te hace… —fue la inmediata respuesta—. «Tú» eres esa palabra. Me embaucaste en el momento en que te conocí, y continúas haciéndolo con cada palabra, cada gesto e incluso cuando duermes.
—¿Es algo así como engañar?
—Es como robar la voluntad de alguien que desea que se la roben porque a partir del día en que me embaucaste a lo único que aspiro es a que continúes haciéndolo.
—¿Y qué ocurrirá cuando tengamos que separarnos? —quiso saber ella, y en el tono de voz se advertía que aquella constituía una posibilidad que la angustiaba.
—Nunca nos separaremos.
—Pero el barco con el relevo llegará antes de que haya nacido el niño.
—No me iré —aseguró el antequerano convencido de lo que decía—. Pase lo que pase, nunca te dejaré porque ya no hay nada que me importe fuera de esta isla o lejos de ti.
—Por lo que me has contado, un militar siempre está obligado a hacer lo que le mandan.
—No si las cosas se arreglan y todo vuelve a la normalidad —le hizo notar su esposo intentando mostrarse lo más animoso posible—. En ese momento puedo enviar una carta de renuncia y confiar en que mi familia conserve las suficientes relaciones dentro del ejército como para que me la acepten.
—¿En ese caso ya no tendrías que obedecer al capitán Castaños?
—Tan solo tendría que obedecerte a ti.
—Eso me gusta.
Hicieron el amor, durmieron bajo el silencio de millones de estrellas, contemplaron cómo los primeros rayos de sol se reflejaban allá muy lejos sobre las nieves del Teide que coronaban de un blanco impoluto la única isla que aún no había sido conquistada y aguardaron pacientes la llegada de Beneygan y sus consejeros.
Pero nunca llegaron.
Pasaron las horas, tuvieron que protegerse del inclemente sol bajo las desnudas ramas de la sabina, la amenaza de un nuevo frente de brumas comenzó a dibujarse en el océano, pero continuaban sin advertir rastro alguno de presencia humana en cuanto abarcaba la vista.
De tanto en tanto les llegaba algún que otro apagado silbido, pero quienquiera que fuera que lo emitía se encontraba tan lejos que ni siquiera el fino oído de la atenta muchacha alcanzaba a interpretar su significado.
—Por el tono deduzco que algo malo sucede… —dijo al fin con gesto de preocupación—. Pero no consigo averiguar de qué se trata porque quien silba se encuentra al otro lado de aquel barranco.
—En ese caso lo mejor será que nos acerquemos hasta allí, que es por donde se supone que llegarán Beneygan y su gente.
Recogieron parte de cuanto había sobrado de la cena, que aún era mucho, y emprendieron la marcha hasta un punto, justo al borde de un risco, con el fin de que Garza comenzara a silbar con fuerza hacia el otro lado.
No obtuvo respuesta, pero al cabo de unos minutos un hombretón enorme hizo su aparición entre las rocas del fondo y comenzó a ascender a grandes zancadas por un sendero tan estrecho que parecía un milagro que no se precipitara al vacío a cada paso.
—La verdad es que esta isla no es para gente con vértigo —no pudo por menos que comentar un incrédulo Gonzalo Baeza—. Me dan mareos tan solo de ver cómo trepa ese loco.
—No es ningún loco —puntualizó ella segura de sí misma—. Es Tauco, el encargado de recuperar el ganado montaraz, por lo que sabe muy bien lo que se hace. —Lanzó un corto suspiro al añadir—: Por desgracia, su hijo mayor no era tan hábil; fue el muchacho que se mató buscando orchilla.
—Ahora que lo dices, le recuerdo de cuando estaban velando el cadáver —admitió el antequerano—. Se encontraba lejos pero me llamó la atención porque es el tipo más grande que he visto nunca; parece un oso.
—¿Qué es un oso?
—Algo de su tamaño pero más peludo y muy peligroso.
—Tauco nunca se había metido con nadie, pero desde que murió su hijo se ha vuelto agresivo.
—Espero que ahora esté tranquilo… ¡Menuda mole!
Era en verdad un ejemplar humano fuera de lo normal, con antebrazos del grosor del muslo de un adulto y unas manos que parecían capaces de aplastar un cráneo de un solo golpe.
Llegó a la cima sin tan siquiera un jadeo y su ronco vozarrón surgía del pecho como si la dura ascensión no le hubiera alterado en lo más mínimo.
—Los españoles tendieron una emboscada a los miembros del consejo cuando venían hacia aquí… —fue lo primero que dijo dirigiéndose a Garza y sin tan siquiera mirar a Gonzalo Baeza como si se esforzase en ignorar su presencia—. Apresaron a Tenaro y tres más, pero Beneygan consiguió escapar y me envía a buscaros.
—¿Y por qué han hecho eso los españoles?
—Por agua… —extendió la mano, se apoderó sin permiso del cuarto trasero del macho cabrío que se encontraba sobre una roca y comenzó a devorarlo a base de imponentes mordiscos—. ¡En marcha! —ordenó sin dar opción a réplica alejándose por el borde del precipicio en dirección a un espeso bosque que se distinguía en la distancia—. Por aquí es más corto.
Más corto tal vez, pero ciertamente agotador, subiendo, bajando y abriéndose paso a duras penas por entre árboles resecos y un suelo tapizado de pinocha que amenazaba con arder de un momento a otro transformando aquella parte de la isla en una gigantesca hoguera que continuaría ardiendo hasta que no quedaran más que los tocones de los pinos.
—Con sequía está prohibido cruzar por estos bosques… —comentó en voz baja la muchacha como si temiera que el mero hecho de alzar la voz significara un peligro—. La simple caída de una roca puede levantar una chispa; recuerdo que uno de esos incendios duró quince días y el humo casi nos impedía respirar.
De tanto en tanto se alzaban ante ellos extensas llanuras de negra lava que formaba caprichosas figuras con aspecto de gruesas maromas de barco, e incluso zonas de malpaís en las que el magma parecía haber estado burbujeando al hervir para acabar solidificándose de improviso, por lo que resultaba un suplicio caminar, ya que las cortantes aristas destrozaban el calzado y herían las piernas.
Al cabo de dos horas penetraron en una estrecha garganta en uno de cuyos laterales se abría la boca de una profunda cueva.
En su interior, con la lanza cruzada sobre las piernas, la mirada perdida y el gesto adusto se sentaba Beneygan, al que se diría aplastado por el insoportable peso que había caído sobre sus espaldas desde el momento en que no tenía a nadie con quien compartir la responsabilidad del mando.
Se acomodaron frente a él y aguardaron hasta que se decidió a mirarlos y comentar:
—Castaños asegura que pasado mañana ahorcará a mis consejeros si no le decimos de dónde sacamos el agua. —Sus cansados ojos se clavaron directamente en los del español al inquirir—: ¿Crees que lo hará?
—Me temo que sí… —fue la sincera respuesta—. Y que no serían los únicos en caer porque sabe que si pierde soldados sus superiores le exigirán responsabilidades, pero a nadie le preocupará a cuántos isleños ahorcó si con ello consiguió salvar a un solo cristiano. Por desgracia, en Sevilla se considera que la vida de un español vale por la de diez «salvajes».
—¿Y tú opinas lo mismo?
—Yo opino que todos los seres humanos son iguales hayan nacido dondequiera que lo hayan hecho, y la mejor prueba la tienes en que mi hijo nacerá aquí.
—¿Te consideras uno de los nuestros, o uno de ellos?
—Ni una cosa ni otra.
—Pero ha llegado el momento de elegir.
El teniente antequerano se tomó un tiempo con el fin de meditar con calma una respuesta que sabía que podía significar mucho en los futuros acontecimientos, observó alternativamente los hermosos ojos de Garza, el hosco ceño de Tauco y el desencajado rostro de Beneygan, y por último señaló seguro de sí mismo:
—Elegir impide mediar, y en una situación tan difícil lo que importa es llegar a un acuerdo por el que las dos partes sufran lo menos posible; lo que pretendo es actuar como actuaría mi hijo si ya hubiera nacido y se supiera parte de los dos pueblos. ¿Me explico?
—Más o menos.
—Por un lado, reconozco que algunos de mis compatriotas se comportan de una forma que me avergüenza y que se han hecho merecedores de un duro castigo, pero por otro, no me parece justo que se obligue a pagar con la peor de las muertes a casi una veintena de inocentes que ningún daño han causado; su único delito es haberse visto obligados a acatar las órdenes de un miserable.
—Tenían que haberse opuesto —le hizo notar Beneygan—. Quien obedece una orden injusta está cometiendo una injusticia.
—Eso puede ser cierto aquí, ya que apenas habéis tenido enfrentamientos armados a lo largo de vuestra historia, pero en mi país aún corre mucha sangre por culpa de una guerra de reconquista que se pierde en la noche de los tiempos. Allí, quien no obedece a su superior acaba en la horca y quien no acata los mandamientos de la Santa Madre Iglesia acaba en la hoguera.
—¿Y por qué razón pretendéis obligarnos a adquirir tan bárbaras costumbres? —quiso saber su interlocutor—. Nosotros no aceptamos órdenes estúpidas ni quemamos a quien no le apetezca adorar a un determinado dios. Es su conciencia la que forma a un hombre, no lo que decidan otros.
—Cierto en verdad… —aceptó el español—. Pero cierto es también que podemos pasarnos la vida discutiendo sobre lo divino y lo humano mientras el tiempo corre y tus consejeros avanzan hacia el patíbulo. Dejemos esos temas para mejor ocasión y vayamos a lo que importa: ¿proporcionarás agua a mi gente si consigo que el capitán y los suyos abandonen la isla?
—Eso depende.
—¿De qué?
—Del tiempo que tarden las lluvias; siempre hemos sabido administrar nuestros recursos y sobrevivir aunque en ocasiones nos haya costado enormes sacrificios, pero tu gente bebe en demasía y no estoy seguro de que las reservas lleguen para mucho. Me comprometo a abastecerles durante un par de semanas, pero si para entonces no se han marchado les dejaré morir, porque debes comprender que mi pueblo es lo primero.
De nuevo el teniente Baeza se tomó un tiempo para reflexionar a sabiendas de lo mucho que se estaba jugando.
Respiró profundo, intentó convencerse a sí mismo de que lo que se le había ocurrido podría llevarse a cabo, y procurando que sus palabras demostraran una convicción que se encontraba muy lejos de sentir, aventuró:
—Al cruzar el bosque he tenido una idea; si una vez que el capitán se haya ido, tu gente colabora transportando árboles a la costa, quizá seríamos capaces de construir una nave lo suficientemente fiable como para que el resto de los soldados se trasladen a La Gomera.
—¿Acaso sabes cómo construir una nave? —intervino por primera vez y con su vozarrón de siempre el gigantesco Tauco.
—Sé intentarlo.
—Con intentarlo no basta.
—Eso nunca puede saberse hasta que se ha intentado.
El hombretón fue a añadir algo, pero Beneygan le interrumpió con un imperativo gesto.
—Siempre es preferible una leve esperanza de victoria a la seguridad de una derrota —señaló—. Si Castaños abandona la isla, pondremos en la costa todos los árboles que necesites, pero lo primero es lo primero. ¿Cómo conseguirás que ese cerdo se vaya si dispone de más hombres que tú?
—Necesito pensarlo.
* * *
—Lo último que hubiera deseado es estar en tu pellejo en ese instante.
—Lo último que yo hubiera deseado era estar en mi pellejo durante aquellos terribles días, y lo único que me confortaba era el hecho de que todas las noches Garza me acariciaba la frente hasta que me quedaba dormido.
—¡No empecemos! —protestó monseñor Cazorla poniéndose en pie y llevándose las manos a una cintura que comenzaba a molestarle a causa del largo y desacostumbrado paseo a caballo—. Admito que ese loco amor te ayudara a superar tan difícil trance, pero de lo que se trata es de saber cómo te las apañaste a la hora de convencer a Castaños, que se consideraba, y con razón, la autoridad suprema de la isla, de que tenía que abandonarla por las buenas o por las malas.
—Lo primero que hice fue pedirle a Beneygan que avisasen a Bruno «Pamparahoy» y Amancio Ares con el fin de que se reunieran conmigo en las proximidades del campamento. Me inquietaba mezclarlos en lo que probablemente se consideraría un acto de alta traición, pero sabía muy bien que aquélla era una difícil misión que nunca podría encarar solo.
—Dos hombres más no parecen una gran ayuda si el capitán contaba con sus sargentos y tres ex presidiarios. ¿Acaso creías que los isleños tomarían parte en la contienda?
—Se mostraron dispuestos, pero me opuse a sabiendas de que si las cosas salían mal hasta el último de ellos acabaría muerto o esclavizado… —El general retirado hizo una pausa, se puso en pie, tendió de nuevo la ya escuálida bota a su amigo y mientras éste bebía añadió—: Una vez que Castaños llegó a la conclusión de que el negocio de la púrpura se había ido al garete, lo que estaba buscando era una excusa para vender a la gente. Si te molestas en pedir las actas, comprobarás que durante aquellos años se subastaron centenares de canarios, especialmente mujeres y niños, en el mercado de Valencia.
—No necesito esas actas, ya que me consta. —El religioso le devolvió la bota y se aproximó al caballo con evidente intención de montar de nuevo sin dejar por ello de reconocer—: Y también me consta que por desgracia se continúa haciendo, aunque ahora predominan los esclavos importados de las Indias.
—Pero nunca has hecho nada al respecto.
—¿Acaso has intentado pedir a un mercader que renuncie a hacerse rico con el argumento de que un salvaje emplumado tiene un alma inmortal y no debe ser tratado como cabeza de ganado? ¡Sí…! —reconoció ya desde lo alto de su cabalgadura—. Me consta que te has pasado la vida luchando contra ellos y por lo tanto sabes mejor que nadie que suele ser una amarga pérdida de tiempo. Por desgracia, el ser humano llegó hace miles de años a una dramática conclusión: o esclavizas, o te esclavizan.
—Los isleños no pensaban así.
—Es que es necesario ser muy salvaje para no pensar de ese modo, querido —fue la cínica respuesta—. Tan salvaje como para aceptar que todos nacemos desnudos y nos vamos a la tumba desnudos por muy lujosos que sean los ropajes con los que intenten disimular el hecho de que ya no somos más que carne putrefacta. La primera regla que debes aceptar en el momento en que empiezas a civilizarte se centra en admitir que existe una escala jerárquica y ascender o descender por ella depende de tu suerte o de tu astucia… —Hizo un gesto indicando el otro caballo—. Y ahora monta, que me empiezan a rugir las tripas y recuerda que Fayna nos prometió pollo en pepitoria para almorzar.
—El estómago acabará matándote.
—Más satisfactorio resulta que te mate el estómago que la conciencia… —El religioso aguardó a que el otro se acomodara en la silla y, mientras iniciaban a paso lento el regreso hacia la casa, inquirió—: ¿Realmente te sentías capaz de construir un barco que no se hundiera en cuanto saliera a mar abierto?
—¡En absoluto!
—¿Entonces?
—Ten en cuenta que nos habíamos convertido en una especie de náufragos perdidos en un peñasco volcánico, por lo que no me habían dejado más que dos opciones: o quedarnos y morir, o buscar la forma de salir de allí. Por otra parte, cabía la posibilidad de que alguno de nuestros hombres tuviera nociones de carpintería.
—Arriesgabas muchas vidas.
—Quien arriesga vidas perdidas tan solo se arriesga a ganar.
—Eso es muy cierto… —reconoció su interlocutor con una leve sonrisa—. Pero vayamos por partes; el primer obstáculo era, sin duda, Castaños. Repito… ¿cómo lograste convencerle?
—Me presenté en el campamento en un momento en que el bochorno aplastaba a unos pobres desesperados que estaban convencidos de que iban a morir, señalando a los cuatro isleños que se aproximaban cargando con odres de agua que estaban dispuestos a entregar a cambio de la libertad de los miembros de su Consejo de Ancianos.
—Una propuesta difícil de rechazar, supongo.
—Imposible para aquéllos a los que atormentaba la sed, pero el capitán Castaños no era de la clase de oficiales que comparten los sufrimientos de su tropa, ya que como solía decir: «Para ser el más fuerte y tener las ideas más claras, el jefe de la manada debe comer y beber siempre el primero».
* * *
—¡Por los clavos de Cristo, Baezita! —exclamó alzando los brazos y llevándose teatralmente las manos a la cabeza como si aquella fuera la propuesta más absurda que hubiera recibido nunca—. ¿Tan estúpido me consideras? Si aceptara el trato, en cuanto se nos acabara ese agua, tendría que mandar a mi gente a conseguir nuevos rehenes y sabes tan bien como yo que esos salvajes corren como conejos por los riscos y se ocultan como ratas en las cuevas. ¡No! —negó con firmeza—. ¡De ninguna manera!
—¿Qué pensáis hacer entonces, capitán? ¿Permitir que estos infelices vayan cayendo uno tras otro? —El antequerano señaló a los soldados con un amplio gesto de la mano al tiempo que suplicaba—: ¡Mírelos! ¡Son su responsabilidad y están sufriendo!
—Sé muy bien que son mi responsabilidad y por ello entiendo que, como diría el bocazas de Bruno, tu absurda propuesta es «pan para hoy y hambre para mañana». —Hizo un imperativo gesto con la mano y del interior de una choza que se encontraba a sus espaldas surgieron los sargentos Fernán Molina y Calixto Navarro, el primero de los cuales portaba un taburete y el segundo tiraba de una larga cuerda anudada al cuello del anciano Tenaro.
Sin mediar palabra y con un eficacia que denotaba que estaban habituados a realizar aquel tipo de trabajo y no dudaban a la hora de obedecer órdenes, plantaron el taburete bajo un pino, alzaron al prisionero por los sobacos, lo colocaron en equilibrio sobre la diminuta plataforma, y lanzaron la cuerda por encima de una gruesa rama para fijar el otro extremo al tronco del árbol.
Castaños, que había estado observando la hábil y rápida maniobra con una sonrisa de franca satisfacción, se volvió a su teniente, con el fin de señalar:
—Mi contrapropuesta es la siguiente, Baezita: los salvajes dejarán aquí el agua y se volverán por donde han venido o el sargento Navarro le pegará una patada a ese taburete, con lo que el viejo se balanceará en el aire hasta que se pudra y se caiga en pedazos… —Abrió las manos con las palmas hacia arriba como si pretendiera demostrar que no ocultaba nada en ellas al añadir con desconcertante frialdad—: Por lo que tengo entendido, estos bárbaros están convencidos de que si no se les momifica y se guarda sus restos en una cueva, sus almas nunca descansarán en paz.
—No os creo capaz de hacer algo tan inhumano… —intervino fray Bernardino de Ansuaga, que hasta ese momento se había limitado a ser mudo aunque alarmado testigo de cuanto estaba sucediendo—. ¡Son métodos crueles e indignos de un buen cristiano!
—Nunca he presumido de buen cristiano, padre —fue la cínica respuesta de quien sabía que en aquel remoto lugar nadie podía enfrentársele—. Cristiano viejo, tal vez, pero no buen cristiano porque la fe no es como los vinos, que «cuanto más viejos, mejor…». Y en cuanto a lo que consideráis «métodos indignos», os recuerdo que «los buenos cristianos» los pusieron en práctica a menudo enterrando a musulmanes envueltos en una piel de cerdo porque de ese modo nunca disfrutarían del paraíso y sus «cuarenta vírgenes» que prometió Mahoma a quienes muriesen en combate. ¡La guerra es la guerra, y esto ya es una guerra, padre!
—Que yo sepa, nadie la ha declarado oficialmente… —le recordó con severidad el dominico.
—En ese caso la declaro yo, que soy el único autorizado a hacerlo, y os recuerdo que dicha autoridad me fue concedida por la Corona con el visto bueno de la Santa Madre Iglesia… —El capitán hizo una pausa que aprovechó para aproximarse hasta el punto en que se encontraba Tenaro y, tras alzar el rostro y observarle con fijeza como si tratara de averiguar hasta qué punto estaba atemorizado, añadió en un tono de voz más alto y más firme que nunca—: A la vista de ello, llegado a unos extremos en los que está en juego la vida de súbditos de la Corona española y siervos de la Iglesia católica, ordeno que este hombre sea colgado por el cuello hasta morir a no ser que se haga entrega del agua que han tenido a bien transportar hasta aquí esos salvajes. ¿Ha quedado claro, teniente Baeza?
—Muy claro, señor.
—En ese caso hay algo que quiero que te quede todavía más claro: cada tres días este maldito viejo se subirá a este taburete y como su gente no me traiga el agua que necesito, lo mandaré al infierno de una patada.
—¡Inaudito…! —casi sollozó el dominico—. Tendréis que rendir cuentas por esto, capitán.
—Sin duda, pero a su tiempo y ante quien sepa entender que los hombres bajo mi mando me importan más que un chiflado con fama de hechicero que tiene un pie en la tumba sin necesidad de que nadie le empuje… —Con un teatral gesto con el que parecía querer abarcar y proteger a cuantos aguardaban ansiosos a que les fueran entregados los odres de agua, inquirió desafiante—: ¿O acaso considera que la vida de estos jóvenes cristianos vale menos que la de un viejo idólatra?
El atribulado fraile era, sin duda, un pobre hombre animado por las mejores intenciones, pero carecía de la inteligencia o la oratoria suficientes como para enfrentarse a quien, como la mayoría de cuantos ostentaban el poder, demostraba una extraordinaria habilidad a la hora de retorcer argumentos o justificar crímenes.
Con el fin de demostrar que no bromeaba, al capitán Diego Castaños no se le ocurrió otra idea que propinar unos cuantos golpecitos con el pie al taburete como si le divirtiera la idea de jugar con la vida del condenado.
—De momento aguanta… —comentó al poco—. Pero dudo que resista una buena patada, o sea, que no tengo más que decir. —Se volvió directamente a Gonzalo Baeza con el fin de añadir—: Tú, que eres tan amigo de estos bestias, y creo que ya hablas su idioma, procura que entiendan que soy un hombre de limitada paciencia; tienen dos minutos para dejar el agua o despedirse del viejo.
El antequerano comprendió que hablaba en serio, observó el impasible rostro de Tenaro en el que podía leerse que no le temía en absoluto a la muerte, y tras meditar tan solo un instante dio media vuelta y se aproximó a los nativos que aparecían comandados por el gigantesco Tauco.
Intercambiaron unas palabras y regresaron juntos, pero antes de que entregaran los odres a los soldados el capitán Castaños alargó el brazo al tiempo que exclamaba:
—¡Un momento! ¡Que nadie toque esa agua hasta que los salvajes hayan bebido! Son muy capaces de haberla envenenado.
El teniente Gonzalo Baeza reaccionó violentamente, con lo cual evidenciaba que semejante acusación iba más allá de lo que estaba dispuesto a soportar.
—¿Me creéis capaz de semejante canallada? —inquirió—. ¿Realmente imagináis que tomaría parte en un complot destinado a envenenar a mis compatriotas?
—¡No te me encabrones, Baezita! No te me encabrones. Ni siquiera se me ha pasado por la mente, pero me consta que tu mujercita es muy linda y te puede haber hecho caer en una trampa. —El capitán indicó con un ademán de barbilla a los isleños al concluir—: Si beben y se largan, se acabaron los problemas.
Su furibundo subordinado se vio obligado a hacer un supremo esfuerzo con el fin de evitar lanzarse sobre su superior espada en mano, llegó a la conclusión de que tenía todas las de perder si lo intentaba, y tras unos instantes de duda se volvió a los nativos y les pidió que bebieran hasta hartarse.
Tauco y sus compañeros mostraron una cierta perplejidad ante tan peregrina forma de actuar, pero acabaron por obedecer llevándose los odres a la boca con el fin de tragar agua sin descanso de tal modo que el precioso líquido escurría por sus rostros, les empapaba el pecho y acababa por desparramarse sobre la seca tierra ante la ansiedad y casi desesperación de la mayoría de los presentes.
El gigantón acabó por eructar sonoramente como si con ello pretendiera indicar que había llegado al límite de su capacidad, y al poco sus tres compañeros se detuvieron a su vez y permanecieron a la expectativa mientras sus expresiones continuaban mostrando a las claras su innegable desconcierto.
Se hizo un largo y angustioso silencio.
El capitán permaneció muy quieto observando con atención a los isleños como si aguardara a que de un momento a otro se derrumbaran fulminados por un rayo, estudió sus rostros en busca del más mínimo detalle que pudiera demostrar que sentían algún tipo de temor o malestar, y al cabo de unos minutos que parecieron hacerse interminables asintió de mala gana.
—¡De acuerdo! Que dejen el agua y se larguen… —Se volvió a sus sargentos con el fin de ordenar—: Descolgad al viejo y que los hombres beban con moderación; ahora un cazo a cada uno y otro al anochecer.
Dio media vuelta y desapareció en el interior de su cabaña.