12
El verde había dejado de ser verde.
El agua tiene la virtud de diluir la intensidad de la mayoría de los colores, pero en cuanto respecta al verde de la naturaleza su carencia le obliga a transformarse en ocre, luego en marrón y por último en una tonalidad pajiza que acaba por desaparecer devorada por un inclemente sol que todo lo achicharra.
Y el sol de agosto convertía la isla de El Hierro en un yunque sobre el que sus rayos golpeaban con furia desde el amanecer hasta el momento en que se ocultaba más allá del cabo de poniente —el que acabaría llamándose «de la Orchilla»— perdiéndose tras el último de los horizontes conocidos.
La inmensa bola de fuego se marchaba sin prisas, rumbo a ninguna parte, daba un respiro a los seres vivientes, pero antes de que la atmósfera consiguiera refrescarse regresaba por levante con renovadas fuerzas con el fin de impedir que la negra lava que aún conservaba parte de su calor tuviera tiempo de expulsarlo.
Tan grande era su poder que incluso el empecinado capitán Castaños se vio obligado a aceptar que por segunda vez la naturaleza le derrotaba y de nada serviría obligar a los isleños a proporcionarle sacos del valioso liquen si no contaba con agua para transformarlo en tinte.
Apenas disponía de la necesaria para mal abastecer a una tropa que empezaba a temer que el más invencible de los enemigos había decidido tomar parte en aquella absurda contienda.
Incluso el más cobarde de los soldados era capaz de empuñar un arma, defenderse y contraatacar en un desesperado acto de autodefensa que en ocasiones acababa en victoria, pero ni el más valiente sabía cómo enfrentarse a una sed que a lo largo de la historia había aniquilado con demasiada frecuencia a los más aguerridos y bien pertrechados ejércitos.
En los desiertos de medio mundo se encontraban enterradas las armas de todos aquéllos que se deshidrataron sobre sus arenas, y en la retina de cuantos españoles habían desembarcado en la isla perduraban las imágenes de las grandes dunas que habían estado contemplando en la distancia durante la lenta y penosa travesía que les trajo desde Sevilla.
La costa africana, ¡el Sahara!, con todo el terror que semejante palabra despertaba en el ánimo, se encontraba allí, justo frente al archipiélago, y ésa era una innegable realidad que les obligaba a reflexionar, e incluso discutir cada vez con mayor acritud, sobre la posibilidad de que los escasos acuíferos de la isla se agotaran.
Los tripulantes de la chalupa que el coronel Soria había enviado repleta de baratijas que ya nadie quería se encontraban casi tan sedientos como ellos mismos, y lo único que comentaron a la hora de subir a bordo de su cochambrosa embarcación los malolientes odres de tinte fue que aquélla era una estúpida manera de malgastar el agua.
—Si nos bebiéramos esta porquería, seguro que volveríamos a Lanzarote de un color precioso… —masculló uno de ellos—. Pero muertos.
En cuanto la frágil nave zarpó para perderse de vista rumbo al éste, cuantos se quedaron en tierra experimentaron de nuevo aquella angustiosa sensación de que les abandonaban en la frontera del universo conocido, pero la diferencia estribaba en que ahora tenían conciencia de que no se enfrentarían a los supuestamente hostiles habitantes de una agreste isla, sino a un peligro mucho más concreto y aterrador: el último de sus manantiales se estaba agotando.
Se sentaron a contemplar cómo el hilo del que pendía su existencia adelgazaba hora tras hora mientras la tinaja en la que intentaban conservarlo sonaba a hueco hasta que llegó un momento en que se hizo un angustioso silencio, preludio de la mayor de las desgracias.
Había llegado la hora de maldecir al ambicioso capitán que había derrochado sus vidas a base de mezclarlas con orines.
Desde las laderas vecinas los isleños les observaban.
Tal como Hacomar señalara, parecían aguardar a que acabaran de cavar su propia tumba, lo cual reforzaba la teoría de que el problema del agua no les afectaba de un modo tan acuciante como a los españoles.
Cierto que habían perdido sus cosechas, las tierras se encontraban agostadas y estaban sacrificando parte de su ganado conservando la carne en salazón, pero lo hacían de una forma meticulosa y selectiva con el fin de mantener en las mejores condiciones a los ejemplares con una mayor capacidad reproductiva.
A los animales elegidos, que habían conducido a las cumbres con el fin de que encontraran los últimos residuos de pasto y no pasaran calor, no parecía faltarles agua mientras que al resto lo alejaban a pedradas hacia las zonas bajas, donde acababan por degollarlos antes de que exhalaran el último suspiro.
Demostraban de ese modo una larga experiencia en cuanto se refería a la administración racional de un elemento tan esencial para la subsistencia, y es que a lo largo del transcurso de incontables generaciones habían aprendido a adaptarse a los cambios de humor de aquella naturaleza tan excesivamente caprichosa.
Ahora unos deleznables individuos llegados de muy lejos habían contribuido de forma harto notable a que aumentaran sus problemas, y debido a ello parecían haber adoptado la sabia actitud de esperar con infinita paciencia a que tan indeseables huéspedes desaparecieran de una vez para siempre de la faz de la tierra.
Quien no era capaz de respetar su isla no merecía vivir en ella.
* * *
—Empiezo a entender por qué los admiras tanto.
—Mucho has tardado.
Se habían levantado tarde debido a que habían estado charlando hasta altas horas de la madrugada, y ahora disfrutaban del suculento desayuno que les había preparado la incansable Fayna y en el que no faltaba leche ordeñada con la primera luz del día y gofio recién molido.
—He tardado menos de veinticuatro horas, que es más o menos lo que llevo aquí —puntualizó monseñor Cazorla con marcada intención—. Aunque en ese tiempo has hablado más que en todos los años que te conozco, que son muchos. ¿Realmente los nativos disponían de agua suficiente no solo para ellos, sino para que también sobreviviera parte de su ganado?
—Resultaba obvio, y esa evidencia provocó que los problemas aumentaran debido a que el capitán organizó destacamentos dispuestos a remover hasta la última piedra de la isla con el fin de descubrir cómo demonios conseguían abastecerse quienes continuaba considerando «puros salvajes». —El general había introducido leche, gofio y un poco de miel en un zurrón de piel de conejo y se entretenía en amasar sin prisas la pasta como si le produjera una especial satisfacción tomárselo con calma—. Castaños llegó a la conclusión de que sus depósitos debían encontrarse en el fondo de algunas de las cuevas cuyas bocas se abrían en las laderas de los montes, ya que a su modo de ver se habrían formado en época de lluvia… —Afirmó una y otra vez con la cabeza antes de añadir—: Y si quieres que sea sincero, yo también estaba convencido de que así era, y de que los isleños utilizaban lo que aquí denominan «galerías de agua», a las que se llega perforando las laderas del Teide. Son el resultado de la filtración de las nieves de invierno a través de terrenos permeables hasta que se detienen en una zona de rocas que no consiguen atravesar.
—He oído hablar de ellas y admito que también es lo primero que me hubiera venido a la mente.
—Siguiendo ese razonamiento los soldados se introdujeron en infinidad de grutas sin encontrar nada hasta que al fin, y casi por casualidad, descubrieron una cuya entrada se encontraba protegida con grandes rocas, en una de las cuales se había tallado el símbolo de la diosa Tanit, un círculo con una línea horizontal que parece sostenido en equilibrio sobre un triángulo, aunque en ocasiones ese triángulo puede ser sustituido por un trapecio.
—Permíteme que al menos por una vez sea yo quien demuestre un poco de cultura… —suplicó el religioso—. Si no recuerdo mal, Tanit era la diosa protectora de Cartago y el equivalente a la fenicia Astarté, adorada por los bereberes e incluso por los ibicencos. —Hizo una corta pausa para añadir en un tono que denotaba un cierto orgullo—: Y si la memoria continúa sin fallarme, su culto se remonta a cinco siglos antes de Cristo.
—Me alegra que sepas de lo que te estoy hablando; por lo que he podido averiguar, Tanit era la divinidad que regía los ciclos de la naturaleza y la fertilidad de la tierra, pero también lo era de los animales y las personas, y su poder abarcaba el subsuelo, es decir, el infierno, la salud y la muerte… —El dueño de la casa continuó con su tarea de amasar gofio al tiempo que señalaba—: Eso indujo al capitán a llegar a la conclusión de que en aquella profunda gruta los isleños ocultaban sus depósitos de agua.
—¿No hubieras pensado tú lo mismo?
—Sin duda; sobre todo cuando en el momento en que tres hombres se disponían a introducirse en ella, el viejo Tenaro les advirtió que no se les ocurriera hacerlo porque aquélla era «la cueva maldita de la que jamás volvía nadie».
—Pero no le creyeron…
—Tú lo has dicho. Le echaron de allí a patadas mientras un cabo y dos soldados provistos de hachones se adentraban en lo que en realidad no era una gruta propiamente dicha, sino más bien un tubo de lava.
—¡Ahí sí que me has cogido! —reconoció de mala gana un aragonés que hasta ese momento se sentía muy satisfecho de sí mismo por el hecho de saber tanto sobre la diosa Tanit—. ¿Qué diablos es eso de «un tubo de lava»?
—El que se forma durante una erupción volcánica en la que el magma hirviendo se desliza con rapidez cuesta abajo pero la parte superior se enfría al contacto con el aire, mientras el resto de la lava continúa fluyendo por su interior, acaba en el mar y deja a su paso una especie de enorme cañería que a veces cuenta con varios kilómetros de largo. Con el paso del tiempo se acumula tierra encima y alguna se hunde, pero en otras, como en aquel caso, soportan la presión y permanecen intactas.
—Contigo siempre aprendo algo nuevo y este tema me interesa especialmente, pero deja de manosear ese maldito zurrón, que me estás poniendo nervioso.
El otro sonrió mientras obedecía y comenzaba a mordisquear con evidente placer lo que se había convertido en una especie de masilla marrón de aspecto muy poco apetecible.
—¿Quieres un poco…? —ofreció.
—Antes muerto.
—Pues está delicioso; Garza fue quien me enseñó cómo conseguir la textura y el sabor exactos.
—Por lo que me has contado, siento una gran admiración por ella como mujer hermosa, inteligente y decidida, pero si no te importa, para los temas culinarios prefiero a Fayna. ¿Qué pasó con los soldados?
—Que nunca volvieron; ni ellos, ni los dos que al día siguiente enviaron en su busca, y a los que el capitán eligió entre ex presidiarios a los que habían concedido la libertad a cambio de ingresar en el ejército; al parecer, decidió que si alguien más tenía que morir, que fueran malhechores.
—¿Y por qué razón tampoco volvieron?
—En aquel momento no fui capaz de encontrar explicación alguna, puesto que ni siquiera los isleños la conocían, pero años más tarde se descubrió que en aquel tubo de lava existían gases casi a ras del suelo que ni se inflamaban ni emitían ningún olor, por lo que quien avanzaba erguido no lo advertía hasta que era ya demasiado tarde y perdía el conocimiento. El viejo Tenaro tenía razón y aquélla era una cueva de la que nadie regresaba.
—¿Era por eso, como indicación de peligro, por lo que en la roca de entrada habían tallado el símbolo de la diosa Tanit?
—¡Tal vez! Garza me contó que existían varios de tales símbolos en la isla, pero según su abuela «estaban allí antes de que los primeros hombres llegaran», lo cual, a mi modo de ver, significa que los dejaron los fenicios cuando venían en busca de orchilla; es decir, tal vez incluso antes de haber traído esclavos.
Monseñor Cazorla apartó a un lado su plato, permaneció largo rato meditabundo, afirmó repetidamente como si con ello quisiera expresar la fascinación que tal hecho le producía, e inquirió como si se hiciera la pregunta a sí mismo y no confiara en obtener respuesta:
—O sea, ¿que hace dos mil años los puñeteros fenicios ya sabían que en la última isla del mundo existía una cueva maldita? ¡Qué jodidos!
—¡Ese lenguaje, Alejandro…! Y delante de una dama.
La vieja Fayna no pudo evitar lanzar una desconcertada mirada a su alrededor y acabó por encogerse de hombros como si quisiera dar a entender que su patrón se había vuelto loco.
—¿Lo de dama va por mí? —quiso saber.
—¿Acaso hay alguna otra presente?
—¡Anda y que le zurzan!
Abandonó la estancia dando un sonoro portazo, por lo que el religioso no pudo por menos que echarse a reír.
—Deberías tener más cuidado y no ofenderla, o te arriesgas a que te escupa en la sopa. Mi cocinera suele hacerlo.
—Fayna sería incapaz… —El general continuó mordisqueando su «pella de gofio» para añadir al poco—: Supongo… ¿crees que estás en condiciones de aguantar un par de horas sobre un caballo? Me gustaría llevarte a conocer un lugar muy especial.
—Visto lo que he engordado, quien tiene que aguantar es el caballo.
* * *
Era cosa sabida que los isleños almacenaban agua en lo que llamaban «eres», que no eran otra cosa que hondonadas de tierra impermeable situadas al pie de laderas que previamente habían limpiado de piedras y maleza con el fin de que la lluvia escurriera sin obstáculos, pero a mediados de agosto unos españoles a los que se les estaban agotando rápidamente sus escasas reservas no consiguieron encontrar ni una sola de tales «eres» por más que buscaron.
No obstante, cada mañana Garza se presentaba con un pequeño odre con el que calmar la sed de su marido, Bruno «Pamparahoy» y Amancio Ares, hasta que se llegó a un punto en que el primero se negó a beber sintiéndose culpable por el hecho de que en el campamento los compatriotas empezaban a tener serios problemas por la falta de un elemento tan esencial para la vida.
—Me consta que han hecho cosas horribles… —dijo—. Pero eso no justifica que tu gente se muestre tan insensible como para dejar morir a esos muchachos mientras mantiene vivo al ganado.
—Si el ganado muriese, el día de mañana todos, hombres, mujeres y niños, moriríamos —fue la respuesta, carente de acritud, de la muchacha—. Y si les proporcionáramos agua a los españoles, que cada uno de ellos consume por cuatro de nosotros, pronto no habría para nadie.
—¿Y los dejaréis morir?
—Eso tan solo depende de Dios.
—No creo que Dios os proporcione un agua milagrosa —le hizo notar él convencido de lo que decía—. ¿De dónde la obtenéis?
—Sabes que te quiero más que a mí misma y si algo te ocurriera, preferiría no seguir respirando, pero eso es algo que no puedo decirte —fue la respuesta, firme aunque carente de aspereza—. Moriría por ti sin dudarlo un instante y lo único que te pido es que no me obligues a tener que elegir entre el resto de los españoles o el resto de mi pueblo.
—Nunca lo haría.
—Entonces convence a tu insensato capitán y que abandone la isla.
—¿Cómo? —quiso saber quien no conseguía encontrar una solución a un problema en verdad irresoluble—. El barco que debe traer la guarnición de relevo aún tardará meses en llegar.
—No lo sé —admitió la muchacha—. Pero tal vez, y es algo de lo que no estoy en absoluto segura, si Castaños y sus sargentos abandonaran la isla, conseguiría convencer a Beneygan para que mantuviera al resto de tus hombres con vida durante algún tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Tampoco lo sé, pero si quienes nos han precipitado a esta insostenible situación consiguieran llegar en la lancha a la Gomera, podrían volver con ayuda. Unos pescadores del norte han divisado tres grandes naves que se dirigían hacia allí.
—¿Qué clase de naves?
—Unas muy grandes y con enormes velas blancas.
—En La Gomera hay españoles —se vio obligado a admitir de mala gana Gonzalo Baeza—. Y por lo que tengo entendido, es una isla en la que casi nunca falta agua, pero dudo que, conociendo los peligros con los que tendría que enfrentarse, Castaños aceptara ese tipo de acuerdos.
—Mayor peligro corre, y peor muerte, quedándose aquí.
—Aun así preferiría ordenar a otros que fueran.
—Eso no serviría. ¡Oblígale!
—¿Es que te has vuelto loca?
—¿Acaso es una locura intentar salvar al padre de mi hijo y conceder una oportunidad a unos muchachos condenados a la más espantosa de las muertes? —quiso saber una infeliz criatura a la que se advertía ciertamente angustiada—. Ni Beneygan, ni Tenaro, ni la más compasiva anciana les proporcionará una sola gota de agua mientras el capitán continúe en la isla.
Tenía razón, y su esposo lo sabía; a los ojos de los nativos Castaños se había convertido en una especie de reencarnación de aquel brutal mercenario al servicio de los normandos, el sanguinario Lázaro, que tanto daño causara a sus antepasados, y su avaricia, insensatez y prepotencia les habían acarreado desgracias, muerte y destrucción. Resultaba lógico, por tanto, que no estuvieran dispuestos a mostrar la menor compasión ni por él ni por sus hombres mientras consideraran que algún día podía volver a las andadas.
El antequerano entendía que el capitán continuaba siendo su superior, pero que se veía en la obligación de tener que elegir entre la posible muerte en el mar de unos indeseables, o la segura muerte en tierra firme de muchos inocentes, incluido un pobre fraile.
Existen determinadas situaciones en las que ningún ser humano desearía verse involucrado y aquélla era una de ellas visto que, tomara la decisión que tomase, acabaría siendo considerado un traidor; o traicionaba su juramento de obediencia, o traicionaba a cuantos perecerían a causa de que en su momento no había reunido el coraje suficiente como para enfrentarse a un superior indigno de su rango.
Garza pareció comprender que su atribulado esposo necesitaba reflexionar, por lo que le dejó a solas con sus pensamientos y la escasa sombra que le proporcionaba un arbusto que había perdido ya todas sus hojas hasta que, como surgido del mismísimo suelo, hizo su aparición quien ahora hacía justo honor a su apodo puesto que había adelgazado tanto y se encontraba tan requemado por el sol que semejaba un cadáver viviente.
—¡Maldita sea tu alma, Lagartija! —exclamó su superior furibundo—. ¡Qué susto me has dado!
—Lo siento, mi teniente, pero os suplico por vuestra madre, si es que aún vive, que me proporcionéis un poco de agua.
—¿Acaso no presumías de salteador de caminos capaz de sobrevivir en cualquier parte? —le espetó sin el menor reparo—. No me da la impresión de que vayas a sobrevivir mucho tiempo.
—Aquello era Sierra Morena, no este infierno bajo un sol que funde las ideas.
—La verdad es que con este calor y tantas rocas de lava negra se diría que nos han metido la cabeza en un horno. —Gonzalo Baeza le dirigió una larga mirada que evidenciaba la compasión que sentía por su innegable desgracia, pero se vio obligado a negar con un gesto—. Lo siento —dijo—, pero tampoco tengo agua.
—Su mujer tiene.
—La justa para su familia y entiende que no puedo pedirle que se la quite a los suyos para dársela a un desertor.
El ex salteador de caminos pareció aceptar que le asistía la razón, intentó humedecerse los cuarteados labios y al poco señaló:
—Os propongo un trato: si me conseguís una jarra de agua, os aclaro de dónde sacan la suya los isleños.
—Soy todo orejas.
—Primero el agua.
—Primero tu historia y si me la creo, te conseguiré una jarra de agua; te doy mi palabra.
El otro meditó la respuesta, pareció comprender que no conseguiría nada guardando silencio y acabó por señalar al tiempo que se encogía de hombros:
—¡De acuerdo! Aunque tengo la lengua más seca que el corazón del capitán Castaños, por lo que no sé si llegaré al final. —Tomó aliento antes de añadir—: En la costa de levante, aquélla en la que los acantilados caen casi a pico sobre el mar, existe una playa de piedra a la que se desciende por un sendero que te pone los huevos en la nuca, pero por el que esos jodidos isleños circulan como si se tratara de un camino real. Por lo que he podido averiguar, la llaman «ícota», que en su lengua viene a ser algo así como «descarga de agua», aunque al puñetero chorro tan solo se accede cuando baja mucho la marea.
—¡No te creo!
—Estáis en vuestro derecho, pero es la verdad —replicó el Lagartija al tiempo que se besaba la uña del dedo pulgar—. ¡Os lo juro! Un día descubrí desde lejos que una veintena de mujeres descendían por el risco con odres vacíos y los volvían a subir repletos, por lo que me pregunté que si lo que querían era agua salada tenían lugares mucho más accesibles para recogerla. Me oculté en la cima y advertí que durante la mayor parte del día tan solo se dedicaban a pescar o bañarse en pelotas, pero que en cuanto se retiraba la marea acudían a llenar los odres de un chorro que surgía del agujero de una roca y que hasta ese momento no se distinguía.
—Es la cosa más absurda que he oído nunca.
—¡Lo imagino! Pero la sed me estaba martirizando, por lo que una noche de luna llena decidí descender aun a riesgo de romperme la crisma, aguardé a que se retirara el mar y efectivamente de aquel hueco en la roca surge un manantial que debe descender de las mayores cumbres de la isla, puesto que se encuentra justo en su vertical. Bebí hasta hartarme, aunque se trata de agua demasiado salobre, por lo que imagino que nadie sobreviviría una semana consumiéndola.
—¿Entonces…?
—Supongo que se la llevan para mezclarla con otra de mejor calidad y de ese modo disponen del doble. Son listos estos jodidos isleños. ¡Puñeteramente listos!
—¿Y de dónde sacan la buena?
—Eso ya no lo sé; he intentado seguirles en varias ocasiones, pero siempre me descubren y me caen a pedradas… —Mostró una herida en la pierna izquierda en la que aún se distinguía una costra de sangre—. ¡Y qué puntería tienen los muy hijos de puta! Si no andas listo te escalabran.
—De acuerdo… —no tuvo más remedio que reconocer el antequerano—. Es una historia absurda, pero en esta isla ocurren cosas tan absurdas que una más no me sorprende. Tendrás tu agua… —Observó ahora con muy especial detenimiento al maltratado hombrecillo y al poco inquirió—: ¿Qué piensas hacer ahora?
—Ponerme a vuestras órdenes.
—Si lo haces no me quedará más remedio que ahorcarte y ya tengo demasiadas muertes sobre mis espaldas.
—Mejor colgar de una cuerda que morir de sed, os lo aseguro.
—Puede que tengas razón siempre que no sea yo el juez o el verdugo, porque cuando se llega a unos extremos en los que empiezas a aceptar que incluso algo tan deleznable como la deserción o la traición resultan justificables, el resto carece de sentido. —Señaló con un gesto de la barbilla a los hombres, mujeres y niños que deambulaban por la playa, y que en nada recordaban a la asombrada familia que un día les recibiera con los brazos abiertos—. ¡Míralos! —le indicó—. En cuestión de meses los hemos convertido en sombras de lo que fueron destrozando una forma de vida que se remonta a más de mil años. ¡Dios bendito! ¡Cómo odio formar parte de semejante crimen!
Lo odiaba, en efecto, ya que en su fuero interno lo único que deseaba era volver a los tranquilos e inolvidables días en que todo era felicidad junto a la criatura más dulce y maravillosa que cupiera imaginar.
Si le hubieran dado a elegir, hubiera renunciado a cincuenta años de vida en un palacio de cualquier parte del mundo a cambio de veinte de ver correr a sus hijos tras los cangrejos de aquella remota ensenada, bañarse con ellos en el mar y pasar las noches en el interior de una humilde cueva pero sintiendo a su lado el embriagante aroma y la suave respiración de Garza.
El teniente Gonzalo Baeza había tenido la suerte de descubrir muy joven el significado de la felicidad, pero también la desgracia de advertir cómo en muy corto espacio de tiempo se esfumaba por culpa de que ciertos seres humanos tenían la extraña habilidad de destruir cuanto tocaban, incluido el mismísimo paraíso.
Como en cierta ocasión alguien dijera: «No puede continuar existiendo un cielo desde el momento en que convivan en él treinta seres humanos».
Tan solo una pequeña comunidad como aquélla, que contaba únicamente con lo justo para sobrevivir y en la que nadie pretendía sobresalir sobre los demás, podía aspirar a la auténtica felicidad, por el simple hecho de que la ambición y la avaricia no tenían con qué alimentarse.
A los ojos del resto del mundo los isleños no poseían nada, pero en realidad lo poseyeron todo hasta que alguien llegó a la conclusión de que un minúsculo liquen que crecía en lugares inaccesibles de la costa, casi invisible para quien no fuera capaz de ver brillar el oro incluso donde nunca había habido oro, volvería locos a unos pedantes descerebrados que pagarían por poseer una capa de un color que les diferenciara del resto de los mortales.
Aunque costara trabajo admitirlo, así de complicados y retorcidos llegaban a ser los humanos.
¿Cómo se podía luchar contra eso?