6

A medida que la luna aumentaba de tamaño, aumentaba en idéntica proporción la inquietud de los isleños.

Protegida por altos acantilados, en la quieta ensenada no soplaba ni una racha de viento y un agua muy limpia solía mostrarse casi como si se tratara de una charca por lo que todo se antojaba perfecto, pero a medida que las noches aparecían cada vez más luminosas, el nerviosismo de los lugareños crecía como si un mal augurio de muerte y destrucción estuviera a punto de abatirse sobre la minúscula aldea.

Una mañana, al advertir que ni una ola acertaba a batir contra la playa, se iniciaron los preparativos con el fin de evacuar a los ancianos y los niños tierra adentro.

Los españoles no tenían ni la menor idea de las razones por las que sus nuevos amigos se comportaban como si le tuvieran terror a la luna llena.

—Tal vez aquí también existan «hombres lobo», como en mi tierra… —aventuró con escaso convencimiento Amancio Ares—. Sabido es que atacan con la luna llena.

—¡No seas bruto, jodido gallego de tierra adentro…! —le espetó de inmediato en tono burlón Bruno «Pamparahoy»—. Si en esta isla no hay lobos, ¿cómo demonios esperas que haya «hombres lobo»? En todo caso, serían «hombres gorrino» u «hombres cabra».

—¡Muy gracioso, zamorano de los huevos…!

—¡Tranquilos! —medió su superior tal como se veía obligado a hacer con demasiada frecuencia—. Esta gente está aterrorizada y no es como para tomárselo a broma, o sea, que lo primero que tenemos que hacer es averiguar qué diablos les pasa y a qué viene tanto miedo.

Las explicaciones fueron prolijas y laboriosas, aunque, a decir verdad, la definitiva aclaración tan solo llegó gracias a los acertados dibujos de la habilidosa Garza.

Por lo que fue capaz de expresar, los cazadores de esclavos solían aprovechar las noches de luna llena y mar en calma a la hora de llevar a cabo sus temidas incursiones debido a que necesitaban una primera oscuridad con objeto de aproximar sus naves hasta casi una milla de la costa, y desde allí desembarcar en unas falúas muy planas a las que resultaba imprescindible la posterior luminosidad de la luna y la crecida de la marea con el fin de sobrepasar los arrecifes y llegar a tierra.

La amenaza de dos docenas de brutales «cazadores de hombres» armados hasta los dientes que no dudaban a la hora de violar, incendiar y asesinar antes de reembarcar llevándose principalmente a las mujeres y los niños constituía una importante razón para que toda una comunidad se mostrara aterrorizada.

La mayor parte de las veces los invasores llegaban desde la costa africana, pero de igual modo solían hacerlo los esclavistas portugueses e incluso algunos renegados españoles que no respetaban unas leyes que «se suponía» que tenían que castigar con dureza a quienes se atrevían a comprar y vender seres humanos.

En los mercados de Agadir, Tánger, Lisboa o incluso Valencia se ofrecían con excesiva frecuencia «Nativos de las islas Afortunadas» que habían ganado justa fama de buenos trabajadores.

Y se solía pagar precios muy altos por sus hermosas mujeres.

Resultaba harto comprensible, por tanto, el nerviosismo de quienes tenían desde muy antiguo amarga experiencia de lo que podía ocurrir durante aquellas cálidas y brillantes noches en las que lo que apetecía era bajar a la playa a cantar, bailar y asar cabritos sobre una crepitante hoguera.

—Una de nuestras misiones es defender a esta gente, pero no se me ocurre cómo hacerlo… —fue lo primero que comentó el teniente Baeza en el momento en que tuvo conocimiento de la innegable magnitud del problema—. Una veintena de hombres armados de espadas, ballestas y arcabuces constituyen una fuerza considerable, por lo que a la hora de plantarles cara nos encontraríamos en graves apuros pese a que estos lugareños sean muy buenos lanzando piedras.

—Tal vez podríamos parlamentar y hacerles comprender que la isla se encuentra bajo la protección de la Corona… —argumentó el gallego pese a que resultaba evidente que en esta ocasión tampoco creía en sus palabras.

—¿Parlamentar? —no pudo por menos que burlarse Pamparahoy—. ¡No digas majaderías! Si intentáramos «parlamentar», ten por seguro que dentro de dos semanas nos estarían vendiendo a uno de esos jeques a los que les encantan los culos españoles. Y yo tengo almorranas.

—En eso estoy de acuerdo aunque no padezca de almorranas… —admitió su teniente—. Pero algo hay que hacer.

—¿Qué tal empaquetar los trastos y ayudar a esa gente a ocultarse en las montañas? —fue la prudente propuesta.

—Para echar a correr, incluso medio cojo como estoy, siempre queda tiempo —fue la áspera respuesta—. ¿Cuánto falta para la luna llena?

—Tres días.

—Tal vez se nos ocurra algo en tres días.

—Lo dudo porque a mí no se me ha ocurrido nada en veinticuatro años —señaló muy seriamente el zamorano—. Pensar no es lo mío, o sea, que conmigo no cuente… —Se volvió al gallego—. ¿A ti se te ocurre algo?

—Soy bueno con las manos, pero no con la cabeza; si me ordenan que haga algo, lo hago, pero si me piden que piense, la cago.

—Muy gráfico… —admitió su superior—. Y además te salió en verso. ¡Bien! Al fin y al cabo, se supone que soy el oficial al mando y por lo tanto el que tiene la obligación de resolver los problemas… —Indicó un punto en la entrada de la ensenada antes de añadir—: Por lo visto es por allí por donde cruzan la zona de arrecifes esos hijos de puta, lo cual quiere decir que si colocáramos una bombarda en lo alto de aquel acantilado los tendríamos a tiro.

—¡Seguro! —se apresuró a responder en un tono abiertamente irónico Bruno «Pamparahoy»—. Me parece una brillante y excelente idea digna de un auténtico genio militar, pero con todos los respetos, mi teniente, a mi modesto modo de ver, el principal problema estriba en que no disponemos ni de bombardas, ni de pólvora, ni de municiones.

—De eso ya me había dado cuenta. ¡Y menos coña!

—¿Entonces…?

* * *

—De ninguna de las batallas que gané, las guerras en las que participé o las escaramuzas en las que me vi implicado a lo largo de tantos años de servicio conservo un recuerdo tan reconfortante como de aquel primer enfrentamiento con un enemigo muy superior en número que no solo ponía en peligro nuestras vidas, sino nuestra libertad y la de seres a los que amábamos.

—Me cuesta trabajo admitir que cometieras la insensatez de plantarles cara a quienes tú mismo reconoces que te superaban tanto en hombres como en armamento —protestó monseñor Alejandro Cazorla haciendo un alto en el largo pero tranquilo paseo que habían iniciado con el fin de compensar los nocivos efectos de tan copioso almuerzo—. Estaba en juego la vida o la libertad de muchos inocentes.

—Lo primero que hicimos fue poner a salvo al «personal civil» en una cercana zona tan abundante en cuevas y barrancos que sus perseguidores hubieran necesitado años en encontrarlos —se defendió su interlocutor—. Pero a mi buen entender la solución no estaba en que un mes sí y otro no aquella pobre gente se viera obligada a huir para descubrir a su regreso que les habían robado los víveres y el ganado amén de prender fuego a sus chozas; y estarás de acuerdo conmigo en que no resulta agradable tener que empezar desde cero una y otra vez.

—Totalmente de acuerdo —admitió el religioso reanudando la marcha por el ancho camino flanqueado de frutales que conducía a un mirador desde el que se captaba con total nitidez la isla de La Palma, uno de cuyos innumerables volcanes se mostraba especialmente activo lanzando al aire chorros de lava y columnas de humo.

—Y también estarás de acuerdo en que mi primera obligación era proteger a los habitantes de una isla que había pasado a ser parte de la Corona.

—Lo estoy.

—Pues como en esos momentos El Hierro era ya territorio español, me propuse defenderla aunque perdiera en el empeño hasta la última gota de sangre. —Gonzalo Baeza golpeó levemente el hombro de su viejo amigo con el fin de que se detuviera una vez más y le mirara a los ojos en el momento de inquirir con intención—: ¿O no hubieras hecho tú lo mismo?

—¡Naturalmente! —concedió de mala gana el aragonés—. Pero eso tiene que ser siempre que se disponga de los medios adecuados.

—Cualquiera puede ganar una batalla «si dispone de los medios adecuados», de la misma forma que hará una tortilla si le proporcionan los huevos apropiados. Pero a mí me habían enseñado que el verdadero estratega es aquél que sabe vencer en circunstancias adversas, y por lo tanto debía encontrar la forma de acabar de una vez por todas con aquella plaga de alimañas.

—Cosa sabida es que a lo largo de los años has demostrado ser uno de los mejores estrategas de tu tiempo… —reconoció sin la menor sombra de duda el religioso sin dejar por ello de avanzar a largas zancadas tal como acostumbraba—. Tienes justa fama de haber ganado batallas imposibles, y por lo tanto ardo en deseos de escuchar de tus propios labios cómo te las arreglaste en tu primer enfrentamiento armado. ¿De dónde sacaste esas bombardas que según tú resultaban imprescindibles a la hora de contener al enemigo?

—De ningún lado… —fue la desconcertante respuesta—. Para fabricar bombardas se necesitan metales, especialmente hierro y bronce, de los que no disponíamos, pero tras meditar mucho sobre ello caí en la cuenta de algo de suma importancia: esa carencia de metales era un aspecto del problema que los cazadores de esclavos ignoraban.

—Una vez más me esfuerzo por seguir el hilo de tus pensamientos y no lo consigo —masculló un a todas luces malhumorado monseñor Cazorla aflojando el paso—. ¿Te importaría explicarte?

—Es sencillo; no disponíamos de metales, pero la isla es volcánica y por lo tanto no nos costó trabajo encontrar azufre, y como teníamos el salitre al alcance de la mano, en pocas horas fabricamos el carbón vegetal necesario para completar la mezcla y conseguir pólvora.

—No tengo ni idea de cómo se fabrica la dichosa pólvora.

—Ni falta que te hace a la hora de cantar misa, pero eso era algo que me habían enseñado en el ejército —le espetó su interlocutor sin el menor reparo—. Depositamos esa pólvora en el fondo de vasijas de barro prensándola con una gruesa capa de hojarasca muy seca con el fin de que al prenderle fuego provocara una sonora explosión seguida de la vistosa llamarada que se producía al arder la hojarasca, con lo que el resultado era semejante al estruendo y el fogonazo que surge por la boca de una bombarda en el momento de ser disparada.

—Ingenioso sin duda.

—¡Se agradece el cumplido! Mientras tanto había ordenado que subieran a la cima del acantilado tres troncos de un árbol muy flexible que incrustamos entre las hendiduras de las rocas de tal modo que hacían la función de catapultas capaces de lanzar gruesos pedruscos a casi media milla de distancia.

—Empiezo a entender tu estrategia.

—Durante todo un día hicimos pruebas hasta encontrar el peso de las piedras, el ángulo de tiro y la inclinación de las catapultas apropiados con el fin de que los proyectiles fueran a caer aproximadamente en el punto por el que tendrían que penetrar en la ensenada las embarcaciones enemigas. —Ahora fue el general retirado el que se detuvo con el fin de añadir como si se tratara de lo más natural del mundo—: Cuando aquella cuadrilla de hijos de puta, y perdona la expresión, hizo al fin su aparición, un muchacho que se encontraba oculto entre las rocas lanzó uno de sus famosos silbidos, entonces prendimos fuego a la primera mecha y los cazadores de esclavos pudieron advertir como en lo alto del acantilado resonaba una explosión seguida de una llamarada y a los pocos segundos un enorme pedrusco se les venía encima levantando columnas de agua a escasos metros de su embarcación. —Gonzalo Baeza sonrió como un maligno conejo al inquirir—: ¿Qué hubieras pensado en su lugar cuando un ataque semejante se repitió por tercera vez en menos de dos minutos?

—Que el regimiento de soldados españoles que acababa de tomar posesión de la isla había instalado en la cima del acantilado una batería de bombardas dispuesta a aplastarles el cráneo.

—¿Y qué hubieras hecho en su lugar?

—Virar en redondo y no volver ni loco a un lugar a todas luces hostil, peligroso y fuertemente protegido.

—¡Exacto! —Gonzalo Baeza sonrió de nuevo de oreja a oreja y añadió—: La importancia de las armas no estriba solo en tenerlas, sino en conseguir que el enemigo crea que las tienes porque con demasiada frecuencia atemoriza más lo imaginado que lo real. Aparte de eso, los isleños aprendieron a fabricar pólvora y montar catapultas, por lo que no volvieron a verse obligados a huir a las montañas cada vez que el océano estaba en calma y la luna comenzaba a crecer en el horizonte.

* * *

La fiesta duró dos días durante los cuales se cantó, se bebió, se bailó y se sacrificaron cerdos y cabritos porque por primera vez en el transcurso de cientos de años los isleños se sabían a salvo de sus principales enemigos.

Los cazadores de esclavos constituían la cruel pesadilla con la que sus antepasados habían tenido que convivir desde que tenían memoria, conscientes de que con palos y piedras no podían defender a sus familias de unos indeseables que llegaban armados de hachas, espadas, ballestas, escudos de metal y armas de fuego.

Pasado el peligro, los hombres de la aldea se comportaban como niños probando una y otra vez la efectividad de las catapultas hasta que llegó un momento en que de tanto juguetear erraron el tiro y a punto estuvieron de descalabrar a una pobre anciana que se encontraba haciendo sus necesidades a la orilla del mar.

Ante los alaridos de la aterrorizada mujer que corría por la playa tal como Dios la trajo al mundo, el teniente Gonzalo Baeza se vio en la obligación de imponer su autoridad y prohibir nuevos lanzamientos de rocas en un vano intento de hacer comprender a los nativos el viejo dicho de que «Las armas las carga el diablo y las disparan los idiotas».

La abuela de Garza, matriarca indiscutible de la aldea, hermana de quien había estado a punto de acabar aplastada por un enorme pedrusco y la única persona cuyo criterio todos acataban sin la menor protesta, tomó la sabia decisión de que tan solo los dos hombres más sensatos pudieran tener acceso a la cima del acantilado, y que cuando quisieran realizar peligrosas «pruebas de tiro» avisaran con la debida anticipación con el fin de evitar accidentes.

Un infantil dibujo de Garza en el que se podía ver cómo una roca impactaba en el centro de la embarcación de los traficantes de esclavos y éstos volaban por los aires pasó de mano en mano como el más preciado de los tesoros, provocando entusiasmo, risas y exclamaciones de admiración.

Y es que aquel sencillo pedazo de papel pintarrajeado constituía la primera representación a la que los isleños tenían acceso de la eterna necesidad del ser humano de ver cómo las fuerzas del mal acaban siendo destruidas por las fuerzas del bien.

La figura del teniente ordenando el ataque desde la cima del acantilado cobraba un significado mítico y casi podría decirse que «místico» para una minúscula comunidad que había asistido a más cambios y portentos durante las últimas tres semanas que a lo largo de cientos de años.

El arte de la navegación, el estruendoso y terrorífico poder de la pólvora y los misterios de la pintura habían irrumpido de improviso en sus vidas, pese a lo cual su curiosidad parecía no tener límite, como si vivieran ansiosos por adquirir nuevos conocimientos.

Era como si en su limitado universo se hubieran abierto diversas puertas ignoradas hasta entonces por las que pretendían salir a toda prisa deseosos de contemplar qué desconocidas y fabulosas maravillas les reservaban los nuevos horizontes.

Por ello, el día que Gonzalo Baeza decidió que había llegado el momento de partir, hasta el último de los lugareños pareció a punto de sumirse en una profunda depresión.

¿Por qué incomprensible razón debían marcharse unos seres tan portentosos?

¿Dónde les tratarían mejor que allí, donde nunca les faltaría de nada y hasta el último de los niños les adoraba?

¿Qué necesidad tenían de arriesgarse a que la inmensidad del océano les devorase cuando sus amplias chozas y profundas cuevas eran tan firmes y seguras?

Nada tan difícil de explicar a unos seres acostumbrados a vivir «a su aire» como el concepto de la necesaria obediencia a un oficial de rango superior so pena de acabar en presidio.

La jerarquía militar nunca había existido para ellos.

Y a la amarga tristeza se sumaba la incuestionable realidad de que quienes tanto les habían enseñado no se marchaban solos.

Como la joven y muy querida Garza se marcharía con ellos, la hija, la hermana, la nieta, la cuñada o la prima de alguno de los habitantes de la diminuta aldea les estaba abandonando.

Tampoco al gallego o a Bruno «Pamparahoy» les apetecía marcharse y fue este último quien resumió el sentir general en tan solo dos palabras:

—¡Menuda putada!

—¿Y qué pretendes que hagamos? —le espetó su malhumorado teniente, al que se le iba encogiendo más y más el ombligo a medida que se aproximaba la hora de partida—. ¿Quedarnos aquí hasta que nos encuentren y nos cuelguen por desertores? Cuando me alisté juré cumplir con mi obligación costara lo que costara y admito que esto me cuesta un huevo y parte del otro.

—Pero es que ni el gallego ni yo nos «alistamos» —le recordó el otro—. Nos reclutaron por cojones. ¿O no es así, Amancio?

El de Lugo cruzó los dedos índices en cruz con el fin de besarlos sonoramente al tiempo que afirmaba:

—Por mi madre que lo es; de tres hermanos se nos llevaron a dos, y ya sabéis lo que le ocurrió al pobre Carlos.

—Pues si quieres volver a ver a tu familia te garantizo que el único camino pasa por subirte a esa barca y confiar en tus propios remiendos —le hizo notar su superior.

—¿Y qué pasará si me niego a hacerlo? —fue la rápida respuesta.

—Que te quedarás aquí para el resto de tu vida.

—¿Me delatará para que vengan a buscarme?

—Tienes mi promesa de que nunca revelaré dónde te encuentras, aunque tampoco mentiré asegurando que has muerto.

—¿Eso sirve de igual modo para mí? —se interesó de inmediato Bruno «Pamparahoy».

—¡Naturalmente! —El tono de voz del teniente sonaba de una sinceridad incuestionable—. Por lo que a mí respecta, y dado que no sois voluntarios, habéis cumplido sobradamente con vuestra obligación y eso significa que de aquí en adelante podéis hacer lo que os plazca. —Se encogió de hombros como queriendo indicar que el resto ya no dependía de él—. Aunque me temo que el capitán Castaño no compartirá mi forma de pensar y os buscará hasta debajo de las piedras.

—Eso puedo garantizarlo —ratificó el zamorano—. Llevo dos años a sus órdenes y me consta que es un redomado hijo de puta de colmillo retorcido que el día menos pensado asomará la patita porque estoy convencido de que no aceptó este destino en aras del amor a la patria, sino con la intención de hacerse rico.

—Pocas posibilidades existen de hacerse rico en esta isla y te advierto seriamente de que debes tener más cuidado con lo que dices —le reprendió con severidad Gonzalo Baeza—. Se supone que aún continúo siendo tu superior.

—No se supone —replicó el otro con naturalidad—. Por lo que a mí respecta lo sigue siendo, lo cual no impide que aproveche la ocasión para decir lo que pienso y hacerle una seria advertencia: ¡ojo con las artimañas del capitán Castaños, mi teniente!

—¿De qué demonios estás hablando?

—De que la primera orden que dio casi nos cuesta la vida cuando se supone que es un oficial con la suficiente experiencia como para no cometer tan a la ligera un error que llevó a tres hombres a la muerte y estuvo a punto de acabar con todos.

—¿Acaso estás insinuando que lo hizo a propósito? —se escandalizó su interlocutor—. ¿Que nos obligó a zarpar con la intención de que nos ahogáramos?

—¡No! Eso no… —puntualizó con firmeza Bruno «Pamparahoy»—. Creo que lo que realmente pretendía era que se negara a hacerse a la mar, con lo que le tendría cogido por los cojones para el resto de su vida.

—No entiendo adonde quieres ir a parar —se vio obligado a reconocer su superior—. ¿Qué sacaría con eso?

—Habría dejado constancia por escrito, y con abundancia de testigos dispuestos a firmar su informe, de que había demostrado carecer del valor necesario como para cumplir una orden directa, y de ese modo su carrera estaría siempre en sus manos. De ahí en adelante habríais tenido que guardar silencio sobre cualquier cosa que él hiciese o dijese que os pareciera mal u os arriesgaríais a que dicho documento saliese a la luz.

—¿Te atreves a acusar de chantaje a un oficial?

—¡No! Tan solo me atrevo a advertir a un oficial al que aprecio del peligro que corre como continúe obedeciendo órdenes y no espabile. Ese cabronazo es muy astuto; mucho en verdad.

—Me niego a creer que actúe como dices.

—Tiempo al tiempo, teniente; tiempo al tiempo. Y ahora más vale que tome una decisión porque dentro de un rato comenzará a bajar la marea y con la falúa sobrecargada resultará muy complicado sortear los arrecifes. Como diría este jodido gallego: ¿Nus vamos u nu nus vamos?