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A volar

Puedes practicar todo lo que quieras frente a un espejo —e incluso delante de tu novia actriz—, pero no hay nada que pueda sustituir a un público en directo. En el fragor de la batalla se impone la ley de Murphy y lo inesperado se convierte en norma. Cuando empecé a hacer mi nuevo número en público me fui dando cuenta dolorosamente de la cantidad de formas en las que este podía salir mal. La mayoría de las veces tenía que ver con el factor humano. La gente barajaba cuando yo les decía que cortaran. Se olvidaban de la carta que habían elegido. Tenían una letra demasiado mala para que pudiera leer el nombre secreto.

—No veo —me dijo una de las espectadoras después de elegir una carta en una función en un diminuto teatro del Village.

—Oh, ¿son demasiado brillantes las luces de la sala? —le pregunté.

—No, no veo.

Finalmente entendí lo que decía, había elegido a una espectadora ciega.

Cuando ejecuté mi número de la baraja lanzada en la Batalla Internacional de Magos en Canton (Ohio), que estaba repleta de personas de la tercera edad, dos de los espectadores eran tan mayores que no podían ponerse de pie.

Con el tiempo me fui haciendo con el sutil arte de la gestión del público. Averigüé cómo esquivar el inevitable montón de bolas con efecto que te lanzan las actuaciones en directo, o al menos cómo jugar con ellas. Como un buen músico de jazz, aprendí a improvisar, a convertir los fallos en oportunidades y a encontrar salidas cuando se torcían las cosas. Saber pensar sobre la marcha es una habilidad crucial, tanto en la magia como en la vida. «Una de las cosas que aprenderás como profesional —me dijo Wes— es: no importa lo que pase, continúa.»

Penn y Teller comparan el proceso de prepararse para salir a escena con el de obtener la licencia de piloto. Antes de que los pilotos se ganen sus propias alas tienen que realizar una serie de horas de vuelo bajo supervisión. Esto no hay manera de evitarlo. Las horas no te las quita nadie.

Y yo hacía mis horas en cada ocasión que tenía. Invitaba a la gente a una fiesta en casa y les obligaba a ver mi actuación. Secuestraba las fiestas de los demás y convertía a sus invitados en conejillos de Indias. Acudía a sesiones de micro abierto. Actué para Arien Mack, mi cómplice en el experimento del robo de relojes, y sus alumnos en una de sus reuniones semanales de laboratorio. «Eso es verdaderamente notable —me dijo con una sonrisa forzada—. Con todo ese trabajo podías haber hecho algo útil.» Vistiendo el manto del sabio, convertí mi recién acuñada rutina en una herramienta para la enseñanza —un sermón sobre la magia, las matemáticas y la entropía— que ejecuté en la clase de álgebra moderna de David Bayer. Sí, estaba rompiendo de nuevo el código del mago al enseñarles los secretos ocultos tras los trucos. Pero para entonces había decidido que hay tanta belleza y tanto misterio detrás de la cortina como delante de ella.

Una vez que empiezas a montar una rutina, suponiendo que antes lo has pensado todo bien de punta a cabo, es asombroso ver cómo se desarrolla su estructura. Todas las piezas encajan como un puzle, haciéndose de contrapeso unas a otras. Descubres la lógica interna de cada acción, el pretexto de cada uno de los gestos, las maniobras de distracción que te permiten ocultar tu auténtico propósito.

Kate me ayudó a escribir el guion para mi actuación. («No lo llaméis cháchara —nos advirtió Jeff McBride en la Mystery School—. Llamadlo guion. Lo eleva automáticamente. La cháchara es para los trucos de magia, el guion es para el teatro.») Me aconsejó sobre la forma de estructurar mis trucos formando un relato coherente. Me dio algunos consejos acerca del vestuario y me instruyó sobre el arte de la elocución y sobre cómo medir los tiempos.

Uno de mis mayores problemas era la cadencia. Hablaba extremadamente deprisa. Así que practiqué con un metrónomo para acomodarme a los ritmos naturales de mi actuación, idea que adopté del maestro Juan Tamariz (como dijo célebremente Dai Vernon, la magia, como el lenguaje, necesita puntuación). Siguiendo el consejo que me dio Jack Diamond, un habitual de la pizzería, filmé mi número desde varios ángulos diferentes para estudiar las líneas de visión.

Cuando de adolescente tomaba clases de piano, repasaba las lecciones nada más levantarme por la mañana. Si puedes tocar un estudio impecablemente con los ojos aún soñolientos, es que estás preparado. Con esa idea en mente practicaba mi rutina de magia en pijama pocos minutos después de levantarme, esforzándome por machacarme mis ocho mezclas faro perfectas antes de la primera taza de café. Al final me sentía tan cómodo que (casi) podía hacerlo dormido.

Y entonces llegó mi gran salto. A través de un amigo muy bien conectado recibí una oferta para actuar en el Gershwin Hotel del Flatiron District, donde compartiría escenario con varios artistas famosos. Aquí estaba, pensé: el momento de la verdad.

El domingo anterior a la actuación me reuní con Wes. Llevaba un tiempo sin ir a Rustico II porque había estado ocupado trabajando en mi número y pasando tiempo con Kate, y me di cuenta de que él ya había empezado a darme por perdido.

Cuando llegué a la pizzería, encontré a Wes fumando fuera, aunque hacía un frío gélido. Tiritando con mi sudadera con capucha, le enseñé a Wes el cuaderno de dibujo especial amañado que había construido y que hacía posible la realización de mi segundo truco. Yo creía que era bastante ingenioso, pero Wes solo negó con la cabeza.

«Nunca funcionará —me dijo, alentador como siempre—. Los espectadores percibirán la tensión —dio una larga calada a su cigarrillo mentolado—. ¿Cuándo es el bolo?»

Le dije que la función era en tres días.

«Pues estás jodido», me dijo, y tiró el cigarrillo.

Pero por una vez Wes estaba equivocado. Tres días, una charla de motivación de Kate y medio Xanax después, me encontré en el escenario. A pesar del mal tiempo —una tormenta del noreste había depositado una capa de treinta centímetros de nieve en la ciudad esa misma mañana—, la sala estaba abarrotada y el espectáculo se desarrolló sin ningún contratiempo. Cuando el nombre secreto se materializó en la baraja después de la octava mezcla faro, la voluntaria, una joven llamada Lennon, se cubrió la cara. «¡Madre mía!», gritó, y el público se volvió loco. No solo parecieron gustarles mis trucos, también pareció que yo les gustaba, quizá porque no estaba intentando ser alguien que no era. Me sentí sorprendentemente relajado sobre el escenario. Vale, el Xanax me ayudó, pero había algo más que eso: me estaba divirtiendo.

«Creo que la magia es un arte que está muy cerca de la poesía —afirma Tamariz—. El poeta manipula palabras y el mago manipula objetos. Trascendemos la realidad para producir algo poético, algo bello, algo íntimo.» Por primera vez sentía que había encontrado la poesía en mi magia.

Pero aún no era hora de tumbarse a descansar en los laureles. Mi misión no había acabado, aún me esperaba otro desafío, para el que me había estado preparando y con el que había estado soñando desde que me encendieron la luz roja en las Olimpiadas de la Magia.

Aún había otro público al que tenía que enfrentarme.

Hacer magia para profanos es una cosa, pero actuar delante de otros magos es algo totalmente distinto. Tal como lo expresó el director de la convención de la IBM, Terry Richison, «Actuar para una sala llena de magos —¡uf!— requiere muchas agallas».

Para mí era la prueba final, mi última tarea hercúlea.

Una oportunidad para la redención.

Desde las Olimpiadas de la Magia de Estocolmo había avanzado un gran trecho, como mago y como persona. Al echar la vista atrás me asombraba comprobar lo mucho que había aprendido. No solo había dominado cientos de maniobras y de trucos alucinantes, sino que también tenía un número original que podía llevarme a cualquier parte. Estaba muy lejos de mi rutina olímpica, que básicamente estaba montada usando chicles y cordones de los zapatos como elementos de sujeción.

En este punto, los trofeos me daban igual. No quería ganar un premio, sino simplemente enfrentarme a mis miedos y demostrarme a mí mismo —y a los jueces— que podía juntarme con los mayores. (Y por «mayores» me refiero en gran parte de los casos a chicos de instituto.) Y también quería que me aconsejaran sobre cómo podía convertir mi actuación en una aún más sólida.

Así que con Kate a mi lado para darme apoyo moral y consejos actorales de último minuto, volé a San Diego para los Cubiletes de Oro de la IBM, la más prestigiosa competición de magia de cerca del mundo.

Y adivina qué. No gané.

Quien sí lo hizo fue un estudiante de instituto de Acton (Massachusetts), llamado Shin Lim, que era como media pinta vestida con un traje blanco y que tenía una asombrosa rutina de emboque, en la que una carta elegida por el público y firmada aparece plegada dentro de la boca del mago. Afortunadamente, como estudiante de física estaba acostumbrado a que me superaran chicos asiáticos varios años más jóvenes que yo.

Pero estuve más que a la altura. La IBM siempre atrae talentos de primera línea y 2010 fue un año especialmente fuerte. Estaba la estrella de la cartomagia Nathan Gibson, un prodigio de la prestidigitación que antes de cumplir dieciocho años se había hecho con diecisiete trofeos de magia de cerca. El mago sueco Johan Stahl —cuyo nuevo sistema radical de enmangue, llamado «enmangue sin mangas», le permitía hacer desaparecer objetos con las mangas subidas— había ganado el campeonato nacional de la SAM ese mismo año y era el favorito de todas las apuestas. Pero tendría que derrotar a Ben Jackson, un texano alto de veintitrés años que se había hecho con el primer lugar del World Magic Seminar 2010 en Las Vegas cuatro meses antes. Había incluso un jovencito que había aparecido en America’s Got Talent haciendo malabares con espadas. «Llegué a las semifinales —me dijo, desvelando una boca llena de metal—. América no me votó lo suficiente.»

Cada uno de los veintiocho competidores y una competidora (solo había una) de magia de cerca tenía que ejecutar su actuación tres veces, en cada ocasión en una sala diferente. Mis primeras dos rondas eliminatorias se desarrollaron sin incidentes, pero en la tercera sala ocurrió algo inesperado y aterrador.

Cuando estaba a punto de empezar, un hombre alto de pelo blanco entró tranquilamente en la sala y se sentó en primera fila. Parecía un basset hound con traje azul marino. Lo reconocí inmediatamente, era Obie O’Brien, el ex presidente con cara de témpano de la IBM y presidente del jurado que me había eliminado en el Campeonato Mundial en Suecia. Es tan importante que incluso hay un premio que lleva su nombre. Cada año, el ganador de la votación del público recibe un OBIE, una placa de madera que significa una inscripción gratuita a la convención del año siguiente y una muy codiciada invitación al FFFF.

Al verle entrar en la sala me sentí como si bajo mis pies se hubiera abierto una trampilla. El tiempo pareció detenerse. En mi cabeza empezaron a brillar un montón de luces rojas. Por un momento me sentí paralizado por completo.

Y entonces recordé el sabio consejo de Wes —no importa lo que pase, continúa— y se instaló en mí una extraña calma. Di comienzo a mi actuación. De pronto ya habían pasado ocho minutos y el público me estaba vitoreando. Varios de los jueces lucían sonrisas en el rostro. Era mi mejor actuación hasta entonces.

En ese momento supe que daba igual si ganaba o perdía. Ya no me importaba. Había conseguido lo que me había propuesto hacer. Al terminar mi actuación, mientras recogía mis útiles, miré a O’Brien y sonreí.

Y él me devolvió la sonrisa.

Tomando un zumo vegetal V8 durante la larga pendiente noreste del vuelo de vuelta a casa, a treinta mil pies sobre el Gran Cañón, pensé en la famosa observación de Arthur C. Clarke acerca de que toda tecnología que sea lo bastante avanzada es indistinguible de la magia y en cómo este dicho resulta cierto también, y quizá incluso especialmente, en aquellos casos en los que la tecnología en cuestión es el cerebro humano.

Toda gran idea de verdad, ya sea en el campo del arte o de la ciencia, es una especie de truco de magia. Uno de sus colegas se refirió una vez al físico Richard Feynman como un mago del máximo calibre. «Incluso cuando llegamos a entender lo que han hecho —afirmó acerca de los genios como Feynman—, el proceso por el que han llegado a ello sigue resultándonos oscuro.»

Aunque lo que muchos de estos grandes pensadores sí parecen tener en común es una gran predilección por los juegos y la creencia de que desarrollamos nuestro mejor trabajo precisamente cuando nos ponemos a hacer el tonto. Tal como lo expresó una vez Isaac Asimov: «La frase más excitante que se puede oír en ciencia, la que sin duda es un anuncio de nuevos descubrimientos no es “¡Eureka!” [¡Lo encontré!], sino “¡Anda, qué curioso!”».

Frank Lloyd Wright concibió la Casa de la Cascada mientras jugueteaba con unos bloques de construcción. A Leonardo da Vinci le obsesionaban los enigmas, los juegos y los trucos. Cuando Feynman se encontró preso de la rutina después de la Segunda Guerra Mundial, se dio cuenta de que era porque había dejado de divertirse. «Antes solía disfrutar con la física —cuenta en sus memorias—. Jugaba con ella.» Apenas una semana después estaba comiendo en la cafetería de la universidad y vio a alguien lanzar un plato al aire. La peculiar oscilación del plato le dejó intrigado. Ignorando el escepticismo de sus colegas, empezó a explorar la física de las vajillas. Años después describió ese momento como un punto de inflexión fundamental. «Lo que estaba haciendo no tenía trascendencia, pero en última instancia sí la tuvo —escribió—. Los diagramas y todo el tinglado por el que me dieron el Premio Nobel salieron de todos esos juegos triviales con el plato oscilante.» No es extraño que un espíritu similar animara a David Bayer y a Persi Diaconis cuando iniciaron su trabajo sobre las matemáticas de barajar. «Empezamos jugando —me dijo Bayer—. Solo nos estábamos divirtiendo.»

De niños aprendemos casi exclusivamente a través del juego. ¿Por qué debería cambiar la cosa cuando somos adultos? Si bien una vez se consideró un órgano estático, el cerebro adulto resulta ser de una plasticidad increíble. De los tejidos dañados brotan nuevas células cerebrales. Se forman conexiones nuevas a medida que nuestro cerebro se reconfigura. El fundamento de la nueva ciencia llamada neuróbica, o gimnasia cerebral, se basa en el reconocimiento de la importancia del juego, no solo durante la infancia, sino también durante la edad adulta. La neuróbica es un campo en rapidísimo crecimiento cuyo objetivo es hacer que una población envejecida se mantenga mentalmente activa a base de una dosis diaria de rompecabezas y enigmas para el cerebro. Como hoy sabemos, el secreto para mantener la mente joven es reproducir continuamente las condiciones que experimentamos de niños, cuando todo era nuevo y misterioso y aún no habíamos averiguado cuáles eran las reglas del juego.

La magia trata de recrear estas condiciones. Nos permite dejar en suspenso la vida adulta y recuperar, aunque sea fugazmente, esa sensación de asombro infantil que una vez fue nuestro estado natural pero que va desapareciendo con la edad.

Si engañar a la gente es divertido, igual de divertido —o más, incluso— es que te engañen. No hay nada que me guste más que ver un truco y no tener ni idea de cómo se hace, porque significa que hay un nuevo principio que todavía tengo que aprender y que tras él está jugando una mente creativa. Es una sensación de estar en comunión con la genialidad, no muy distinta de la que me invade al aprender un nuevo concepto de física o al escuchar una bella pieza musical.

Ser engañado también resulta divertido porque, además, es una forma controlada de experimentar la pérdida de control. Igual que subirte a una montaña rusa o ver una película de miedo, te permite perder un poco la perspectiva sobre la realidad sin llegar a perder la cabeza. Esto resulta extrañamente catártico y, una vez experimentado, te sientes más en control, menos medroso. Para los magos, ver magia tiene que ver con la persecución de esta sensación —llámalo el placer de ser embaucado—, el éxtasis enloquecedor de volver a ser un profano, un novato, aunque sea solo por un momento.

Justo antes de que Vernon falleciera, el humorista y cómico amateur Dick Cavett le preguntó si había algo que deseara. La respuesta de Vernon, igual que su magia, fue simple.

«Desearía que alguien pudiera engañarme una vez más.»