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Milagros en la calle Treinta y cuatro

Wes era Wesley James, un maestro de la prestidigitación con cincuenta años de experiencia en la escena de Nueva York que lucía unas prominentes patillas y que prácticamente vivía en una mugrienta pizzería próxima a Herald Square, en el corazón del territorio por donde campaba Houdini. El café Rustico II es uno de esos sitios que tienen una fregona y una barra de jabón en el cuarto de baño, y donde incluso las manchas de grasa son de antes de la guerra. En la década de 1960, si de veras querías aprender el oficio habrías tenido que frecuentar la cafetería del edificio Wurlitzer, en la calle Cuarenta y dos, los sábados por la tarde para codearte con Dai Vernon y sus discípulos. En la década de 1970, la mafia de la magia se mudó tres manzanas más al norte, al Piccadilly Hotel Coffee Shop, y después a Reuben’s Deli, en el centro de la ciudad, que cerró en 2001 cuando los intentos por parte de sus dueños de hacer desaparecer sus numerosas infracciones sanitarias fracasaron. Al cerrar Reuben’s, la pandilla de los sábados se reagrupó en Rustico II, que contaba con un amplio espacio y una clientela limitada y que aparentemente cumplía todas las regulaciones sanitarias.

Ahora en realidad había dos santuarios para los sábados por la tarde. El segundo era el reservado de la planta baja de Maui Tacos, en la Quinta Avenida, donde quien manejaba el cotarro era Doug Edwards, el presidente de la IBM local. Y el causante del cisma había sido Wesley James. Unos pocos años antes, en una furibunda discusión sobre la procedencia de un viejo truco de magia llamado «cling clang» (en el que el pétalo de una flor o un trozo de papel se transforman en un huevo), Wes le pegó un puñetazo a Doug Edwards —veinte años menor que él y cinturón negro de kárate— que lo mandó volando al otro lado de la sala y que dividió a la comunidad en dos.

Wes había trabajado con algunos de los grandes nombres de la historia. Era uno de los pocos miembros vivos de una comunidad clandestina ultrasecreta dirigida por Dai Vernon y por un genio de la cartomagia de Chicago llamado Edward «The Cardician» Marlo. Wes era también uno de los integrantes originales del Club FFFF, al que se accedía solo por invitación y que estaba dirigido por Obie O’Brien, quien, a su vez, había sido el presidente del jurado que me había expulsado del escenario en las Olimpiadas de la Magia. Wes seguía acudiendo, la mayor parte de los años, a la convención del FFFF en el norte del estado, pero afirmaba que ya no era lo bastante elitista para su gusto. «Antes era algo muy pequeño y estabas obligado a actuar —me dijo más tarde—. Hoy en día dejan entrar a cualquiera.» Algunos dicen que Wes es el mejor mago del mundo. Otros dicen que es un gilipollas.

Yo había visto a Wes una o dos veces antes, pero no habíamos conectado demasiado. Su personalidad me recordaba de algún modo al sonido que hace un camión dando marcha atrás. Durante muchos años se había negado a dar clase, incluso a otros magos. Pero me aseguraron que ahora que estaba retirado y, probablemente, al acercarse a su propia ceremonia de la varita rota —fumaba cigarrillos mentolados como si fueran caramelos— había empezado a repartir algunos pedacitos de su vastísima reserva de secretos. ¿Podría estar dispuesto, quizá, a dejar caer algo de su conocimiento en mi dirección?

Encontré a Wes en Rustico II sentado a la cabecera de la mesa, un rey pescador rodeado de sus discípulos, a algunos de los cuales reconocí. A su izquierda estaba Bob Friedhoffer, un mago de Brooklyn bastante malhablado que emplea la magia para enseñar ciencias a niños pequeños. Friedhoffer tenía el aspecto de un George Carlin abotargado, un hombre bajito y corpulento como una boca de incendios, con las largas hebras ralas de su cabello plateado recogidas en una tirante cola de caballo. El vello de su pecho atravesaba la tela de su polo como semillas germinadas de chía, y su respiración sonaba trabajosa. Digamos que era lo que se puede llamar un jadeador Vader. Junto a él estaba un antiguo matemático llamado Jack Diamond, un tipo paliducho y apocado con el cabello blanco rizado y ojos de color azul pólvora.

Al otro lado de la mesa, vestido informalmente con manga corta y una gorra de piel de repartidor de periódicos, se encontraba John Born, un expatriado de Wichita de veintiséis años que acababa de ganar la competición de magia de cerca de la IBM. (Parece ser que, a pesar del cisma, algunos de los chicos de la IBM frecuentaban ocasionalmente el salón de Wes.) En su mano derecha, aparentemente en piloto automático, brincaba y bailaba una moneda de medio dólar de plata. Born encerró la moneda en su puño y volvió a abrir ambas manos, con las palmas hacia arriba y los dedos bien estirados, como una estrella de mar… ¡vacías!

Y en medio de la acción estaba Wes, repantingado en su silla como si estuviera por encima de todo. Canoso y demacrado, tenía casi setenta años, pero de algún modo parecía aún mayor. Tenía un rostro macilento y lleno de cráteres que una barba de color entre arenisca y óxido y con forma de aldabón hacía aún más alargado. Lo que quedaba de su cabello plateado se aferraba a sus sienes por pura fuerza de voluntad; dibujaba un arco sobre su frente atravesada de surcos, como si se tratara de hilos telefónicos rotos, y caía después sobre la robusta curva de su espalda en una cola de caballo de un metro de largo, al estilo de los manchúes. Pero sus manos eran las de un hombre mucho más joven, como si se hubieran conservado, parecía, a expensas del resto de su cuerpo, y se movían con la elegancia de un concertista de piano.

Me acerqué lentamente hacia la mesa, masticando una porción de pizza de champiñones que sabía como si fuera del Jurásico. Wes estaba enseñando a Jack Diamond a ejecutar una oscura maniobra de «cartas sucias», una técnica diabólica que sirve para dar el cambiazo a tus cartas de mano en una ronda de póker. Supongamos que estás jugando al Texas Hold ’Em, la variante más popular del póker profesional, y que no te gustan tus cartas de mano, el par de naipes que se reparte boca abajo a cada jugador al empezar la mano. Las cartas sucias son una forma de mejorar tu suerte y de hacer que el azar sea desfavorable a tus oponentes, reemplazando con sigilo ese par de cartas por otro que anteriormente hemos sustraído subrepticiamente de la baraja y mantenido oculto. En esta ronda de prueba en particular, Wes se había encontrado con un dos y un siete de distinto palo, la peor mano posible en el Texas Hold ’Em. Miró sus cartas con indiferencia y las ocultó bajo ambas manos durante una décima de segundo, nada inusual. Salvo que cuando volvió a destaparlas un momento después, tenía una pareja de ases en la mano.

Muerto de curiosidad, me acerqué un poco más. Wes apenas dio señales de advertir mi presencia. Desenfundé mis cartas y empecé a calentar, haciendo un par de dobles volteos y otro par de mezclas americanas. Me adentré una pulgada en su campo de visión y ejecuté un salto con extensión, una maniobra para intercambiar de posición las dos mitades de una baraja que creía que tenía totalmente dominada.

—Tienes un flash —me dijo.

—¿Cómo?

—Cuando tu dedo pulgar sobresale de esa forma, te deja totalmente en evidencia. Deberías mantenerlo oculto en todo momento, así.

Me enseñó su forma de hacer el salto. Tenía razón. El pulgar me delataba. Uups!

Con la misma intención de impresionarle, saqué mi edición de bolsillo del manual de S. W. Erdnase El experto en la mesa de juego, la biblia de cualquiera que quiera aprender a hacer trampas a las cartas. Lo había comprado en Tannen’s tan solo una hora antes. El ejemplar estaba inmaculado, el lomo sin una grieta. Aún no me había leído ni el índice. Con suerte, no se daría cuenta.

Si le impresionó lo más mínimo, no lo demostró. En vez de ello, me hizo saber de inmediato que su conocimiento sobre Erdnase era muy superior al mío. «Hay quince errores en el libro de Erdnase —dijo con brusquedad—. Ocho de ellos son del conocimiento general, hay cuatro más que únicamente saben unos pocos y tres que conozco solo yo

Frustrado, guardé el libro de Erdnase y saqué mi libro de física, el imponente Electrodinámica clásica, de Jackson. Si al final no iba a aprender nada de magia, pensé, bien podía intentar avanzar por lo menos con los deberes pendientes de esa semana. El hombre que nos había puesto el trabajo al que en concreto tenía que dedicarme era el profesor Miklos Gyulassy, originario de Szolnok (Hungría) y un hueso célebremente duro de roer que una vez tiró a la basura los exámenes parciales de una clase entera asqueado al considerar que no eran siquiera dignos de ser evaluados. Podría decirse que Gyulassy era la respuesta de Columbia a Wes James.

Para mi sorpresa, el libro de física picó la curiosidad de Wes más que mis alardes mágicos y mis tristes intentos de hablar la jerga. «¿Qué estás estudiando?», me preguntó, levantando una ceja. Se lo dije, y emitió un sonoro gruñido. «Bueno, al menos un doctorado te da algo de credibilidad —dijo, mirándome a los ojos por primera vez—. Si debería hacerlo o no ya es otro asunto.» Me sorprendió descubrir que Wes tenía un doctorado en ingeniería informática (si bien durante sus varias décadas de carrera profesional en el mundo de la magia se anunció como «profesor de encantamientos»). Poco después estábamos hablando de mecánica cuántica, de ordenadores, de contar cartas, de los principios matemáticos de barajar y de formas de memorizar una baraja. La ciencia resultó ser nuestro punto de encuentro.

Cambiando de tema y alejándome de nuestra conversación sobre física, mencioné que en mi presentación del número de la carta ambiciosa —el famoso truco que consiguió engañar a Houdini— tiraba de mis conocimientos de física cuántica. Crear una rutina propia para el número de la carta ambiciosa es todo un rito de paso entre los magos, para quienes dicho efecto hace las veces de tarjeta de visita y de apretón de manos secreto (la frase «Enséñame tu carta ambiciosa» es un forma habitual de saludo entre los prestidigitadores). La carta ambiciosa son los cien metros lisos de la magia, el examen del SAT.[*] Es a la prestidigitación lo que las sonatas de Beethoven son a los conciertos de piano. Y si bien la rutina básica —en la que una carta que ha sido colocada en medio de la baraja asciende hasta la parte superior del mazo— tiene más de cien años de antigüedad, los magos siguen reinventando este efecto constantemente. Por ejemplo, en 1982 apareció una versión —que obtuvo el oro en el Campeonato Mundial de Magia de Lausana— en la que la carta en cuestión conseguía escapar de una baraja atada al estilo Houdini, envuelta en un metro de cuerda.

Mi versión del truco descansaba sobre todo en la labia, en la historia que iba contando mientras lo ejecutaba. «En el mundo cuántico —decía al colocar la carta en medio de la baraja—, las partículas pueden viajar a través de barreras impenetrables, el equivalente microscópico a David Copperfield atravesando la Muralla China.» —Sí, señor, estaba combinando magia y física. Vigila tu retaguardia, Tom Brady.

A Wes pareció gustarle la idea, pero no se mostró en absoluto halagador en lo tocante a mi técnica.

«No, no, no —rezongó, agarrándome las manos—. No lo estás haciendo bien.» Me colocó los dedos de forma que mi mano asiera la baraja más adelante, lo que los dejaba liberados para poder cubrir sin problemas la parte inferior de la baraja, protegiéndola de una posible exposición. De esta forma, los dos dedos inferiores de mi mano derecha tapaban el movimiento y lo hacían indetectable. «Me tiré un día entero intentando enseñarle esto a Johnny Thompson —me dijo Wes sorbiendo su refresco light—. Pero ya estaba tan acostumbrado a hacerlo de la otra forma que fue incapaz de pillarlo.» —Johnny Thompson, conocido como El Gran Tomsoni, era un experto showman de Las Vegas que tiene cerca de ochenta años.

Lo intenté otra vez. «No, hacia atrás —dijo Wes—. Mantén estos dedos relajados —señaló los tres inferiores de mi mano derecha—. Mantén el índice orientado siempre directamente hacia la izquierda o hacia la línea de visión que esté más a la izquierda.» Como aprendí después, este es un principio general que neutraliza cualquier problema de ángulos.

Seguí repitiéndolo, forzando los músculos de mi mano y estirando los dedos tan lejos como me resultaba posible. Me sentía como si estuviera intentando hacer un spagat. De hecho, era doloroso. «¡Estás demasiado tenso! —me gritaba Wes—. ¡El espectador percibirá la más mínima tensión!» Ese era otro principio general, como terminé por descubrir. Los pases deben ser y parecer naturales, insistía Wes, porque aunque los espectadores no detecten la maniobra en sí, pueden percibir el esfuerzo que se invierte en hacerla y eso resta credibilidad.

El método pedagógico de Wes no me estaba ayudando exactamente a relajarme, pero respiré hondo y volví a ensayar el movimiento. Y lo probé de nuevo, practicándolo sin parar una y otra vez durante más de una hora. Era cuestión de cogerle el tranquillo y, finalmente, después de ejecutarlo unas cien veces, sentí como si algo hiciera clic, como un cerrojo que encaja perfectamente en su pestillo. El rostro de Wes se iluminó. Esa fue la primera vez que le veía mostrar algún asomo de excitación. «Sí —exclamó—. ¡Eso es! ¡Ya lo tienes!»

Me pasé el resto de la tarde trabajando con Wes, cuatro arduas horas de intensa tutoría mágica. Al final de aquel extenuante primer día sentía un dolor punzante en las manos, tenía la espalda tan tiesa como un atizador de hierro y estaba exhausto. «Sigue practicando —me dijo Wes cuando me disponía a irme—. A mí me lleva veintiún días entrenar un músculo.» Pero yo sabía que iba a tardar mucho más tiempo en llegar a dominar lo que me estaba enseñando.

En cualquier caso mi encuentro con Wes había sido inspirador y me motivó para trabajar más duramente. Era genial haber encontrado un posible mentor. Quizá me estaba engañando, pero incluso después de un solo día ya sentía que había mejorado. Algo más tarde esa misma noche, estando en un bar con otros colegas magos, me llegó el rumor de que Wes pensaba que yo tenía potencial pero que estaba «un poco verde». Me acordé de la escena de El imperio contraataca cuando Yoda le dice a Luke: «¡Control! ¡Control! Tienes que aprender el control». Elegí tomármelo como un piropo. Viniendo de un maestro jedi, era un rayo de esperanza.

Ese fin de semana se sumó a muchos otros. Los sábados en la pizzería pasaron a ser mi nuevo ritual, cerrando el círculo que había empezado en mi primera infancia, cuando mi padre me llevaba a la tienda de magia los fines de semana. Pronto mis amigos y mi familia aprendieron a no llamarme los sábados, pues yo observaba el Sabbat mágico más estrictamente que el hebreo (seré medio judío, pero soy enteramente mago). Y poco a poco me fui ganando la confianza de Wes.

Un fin de semana clásico empezaba en Tannen’s, la tienda de magia que antes se ubicaba en el corazón del Distrito de la Moda y ahora estaba en la calle Treinta y cuatro. Después, habitualmente me dirigía a Fantasma, el nuevo emporio de moda dedicado a la magia y los juguetes que había abierto sus puertas en mayo de 2004, en competencia directa con la pionera Tannen’s. Este hecho había generado mucha mala sangre. Los dueños de Tannen’s hablaban de Fantasma como si se tratara de un ejército hostil que avanza sobre su territorio, temiendo que la presencia de un rival a la vuelta de la esquina los dejara directamente al amparo del capítulo 11 de la Ley de Quiebras. Y algo de razón llevaban. Tannen’s se parecía mucho a la tienda de discos de la película Alta fidelidad. Era un establecimiento pequeño, anodino y poco concurrido que no se anunciaba. Ni siquiera había un rótulo en la fachada que advirtiera al escaso tráfico peatonal de la calle Treinta y cuatro de que en el interior, en el sexto piso, había milagros en venta. Los chavales que atendían el mostrador eran unos pasotas groseros que no hacían el más mínimo esfuerzo por agradar a los clientes ni informarles sobre el inventario. En vez de ello, insultaban a la clientela y hacían bromas de pollas mientras se daban puñetazos en los brazos unos a otros.

Fantasma, por el contrario, era un caramelito para los ojos. Las paredes estaban adornadas con fotografías de celebridades, la sala estaba repleta de artefactos originales de Houdini —incluido su famoso baúl de la metamorfosis— y, junto al mostrador izquierdo, un conejo llamado Rambo correteaba en su jaula a disposición de quien quisiera acariciarle (la mayoría de los días, Rambo tenía pinta de estar sufriendo estrés de combate debido a todos los manoseos). Cada pocos minutos, un Houdini animatrónico descendía del techo y se liberaba de una camisa de fuerza. Roger Dreyer, el dueño de la tienda, era un vendedor con mucha labia que no se cansaba de promocionar su marca. Organizaba fiestas de magia para personalidades de la Lista-A[*] y vendía sus productos en todas las convenciones importantes. La tienda tenía incluso un rótulo, uno bien grande justo frente a la boca de metro de la calle Treinta y tres, la mejor para pescar a unos turistas que, una vez dentro, rara vez se marchaban con las manos vacías. Siempre había alguna chuchería o alguna caja de magia para niños a la venta.

Después de acumular puntos de experiencia en ambos establecimientos y de soltar la pasta en sus cajas, me dirigía a la pizzería, a mi cita con Wes. Él siempre estaba allí. Después de una guerra nuclear, las cucarachas seguirán poblando la tierra y Wes seguirá acudiendo a Rustico II cada sábado. Podría haber adoptado el lema del servicio de correos estadounidense: «Ni la nieve ni la lluvia…».

La única vez en la que no podía encontrársele en Rustico II era durante el último fin de semana de abril, cuando acudía a la convención del FFFF de Obie O’Brien en el norte del estado de Nueva York. Wes no se iba jamás de vacaciones. El puente del Día de los Caídos, cuando la pizzería cerraba, casi esperaba encontrarlo sentado en la puerta, con la espalda apoyada contra la persiana metálica. Los demás iban y venían, pero Wes era una constante, el primero en aparecer y el último en marcharse. Como si fuera su trabajo, llegaba hacia mediodía y se iba justo después de las seis sin tener que mirar la hora en su reloj calculadora Casio. Después de sesenta años y más de tres mil sábados, el ritmo se le había grabado en los ganglios.

Adusto y taciturno, Wes sonreía pocas veces y se reía aún menos. Graznaba, más que hablaba, con una cavernosa voz de barítono con acento de boxeador de Brooklyn que era todo un homenaje a Burgess Meredith. Sus ojos eran como dos chapas de identificación con agujeros de bala. Profesaba un odio implacable a David Blaine —que solía frecuentar la reunión de los sábados hasta que se hizo famoso— y alimentaba todos sus resentimientos como si fueran mascotas, entre ellos uno en particular contra Roger Dreyer, el dueño de Fantasma. «Nunca pondré allí ni solo un pie», nos dijo una tarde, al tiempo que su rostro se ensombrecía y se le quebraba la voz como una hoja de tabaco seca. Y aun así, a pesar de ese carácter hosco, Wes presidía su variopinto equipo de hechiceros de fin de semana con innegable dignidad. De porte salomónico, irradiaba sabiduría. Yo no podía dejar de admirarlo.

Wes, el mayor de los hijos de un mecánico de aviación destinado a Jacksonville durante la Segunda Guerra Mundial, era originario de Florida, pero se trasladó a Brooklyn a los nueve años, en 1945. «Me crie en un barrio muy duro —afirmaba con aire orgulloso—. Puede que tenga un doctorado, pero soy un chaval de la calle.» Se había doctorado en ciencias informáticas en la NYU. En 1956, la disciplina estaba aún en pañales. La tesis de Wes trataba de algo llamado programación modular y hasta hace pocos años aún podía verse en exposición en el Computer Museum de Boston.

Al salir de la universidad estuvo trabajando en el campo de las tecnologías de la información hasta que se convirtió en mago profesional a tiempo completo y terminó dedicando las siguientes dos décadas a actuar en eventos de ferias comerciales, clubes nocturnos y salones de hotel. Durante esos años a menudo se pasaba los siete días de la semana viajando. Cuando finalmente se aburrió de hacerlo, dejó el ejercicio profesional de la magia y puso en marcha una empresa de desarrollo de hardware y software que vendió en 1993, después de la muerte de su socio. Pero la magia ha sido siempre su verdadera pasión, la antorcha que ha portado durante toda su vida.

En un principio esta pasión se apoderó, como ocurre habitualmente, de sus fines de semana. «Siempre los sábados —contaba—. En aquella época nos reuníamos en el Lower East Side. Después empecé a ir habitualmente a la tienda de Flosso.» Al Flosso era el legendario «fakir de Coney Island», propietario de la tienda de magia Martinka and Co. desde 1939 hasta su muerte, en 1976. «Cada sábado aparecía por allí a escuchar a aquellos tipos hablar de sus cosas. Al siempre me echaba —“sal de aquí y no vuelvas, ¿me oyes?”— y se entendía que lo que yo tenía que hacer era ir a comprarles unos cafés a todos y regresar. Y Al después me pagaba en secreto. Siempre me preguntaba “¿tienes dinero suficiente para volver a casa?”, porque había un montón de chicos que se gastaban allí hasta el último centavo.»

Wes conoció a Dai Vernon en 1946, a los diez años, cuando su madre empezó a permitirle tomar el metro de la línea de la Cuarta Avenida para ir a la ciudad después de la escuela. «Solía ir hasta la tienda de magia de Max Holden. A su mujer le caía bien, ella me presentó a Vernon. Yo no sabía que era alguien importante. Durante la semana, cuando cerraba Holden, a las cinco de la tarde, solíamos ir al centro, al Cafeteria de la calle Cuarenta y dos. Vernon me pedía que hiciera tal o cual cosa, y luego me daba indicaciones. Me hacía la crítica. O me enseñaba cosas a ver si yo descubría los trucos. Y esa era más o menos la base de nuestra relación. De los demás mayores, muy pocos se dignaban siquiera a hablar con los niños. Vernon era una excepción a ese respecto. No es por casualidad que tuviera el apodo de El Profesor, porque le gustaba enseñar.»

Ese fue el principio de una relación que duraría hasta la muerte de Vernon en 1992, a los noventa y ocho años. Un año antes de fallecer, Vernon asistió a una actuación de Wes en el Magic Castle de Hollywood. «Nunca había llegado a verme actuar en un espectáculo formal completo de magia de cerca —dijo Wes—. Y permaneció allí sentado con una sonrisa maliciosa en los labios, divertido como un perro con dos colas. Esa fue la última vez que le vi. —La voz de Wes pareció quebrarse en las últimas sílabas y se le empañaron los ojos—. Al menos sí llegó a ver en lo que me había convertido.»

Igual que a su maestro, a Wes le gustaba enseñar. En cuanto me veía llegar, encorvaba los hombros, se ponía a barajar sentado en su silla y me preguntaba en qué estaba trabajando. Los sábados en Rustico II me recordaban un poco a mis clases infantiles de piano. Si durante la semana había practicado, al llegar me dirigía con paso decidido al Steinway y me retiraba los faldones de la camisa al sentarme con ademán de maestro. Pero si había estado vagueando, me sentaba avergonzado a escuchar como la señora Goldsmith interpretaba, leyendo la partitura a primera vista, los nocturnos que yo debía haber practicado, y no dejaba de contar mentalmente los minutos hasta que mi madre aparecía por allí a buscarme.

Un día en el Rustico II, en una de esas alegres ocasiones en las que me sentía vestido de etiqueta, hice ostentosamente una maniobra para cortar con una sola mano, que había aprendido por mi cuenta, con la esperanza de captar el interés de Wes. Cuando estuve seguro de que él me estaba prestando atención, corté la baraja en tres montones iguales con la mano izquierda y formé con ellos un triángulo equilátero, sonriendo como un idiota. Estoy seguro de que mientras hacía el movimiento se me veía feliz como un crío con una bicicleta nueva, pero Wes se limitó a fruncir el ceño. «Eso te va a matar», dijo dándome la espalda. Estaba claro que no compartía mi entusiasmo, aun así el asesinato sonaba un pelín más duro de la cuenta, incluso para tratarse de Wes.

A continuación me hizo ver que cualquier despliegue evidente de habilidad, por fugaz que sea, resulta letal en una actuación de magia porque da al público una razón para no creer. Aunque no lleguen a descubrir el método, me explicó, atribuirán el efecto a tu destreza manual y no a la magia. «Les estás dando el secreto de todo lo que haces», me dijo. Tenía que admitir que nunca había pensado en la magia de esa forma. «En la magia no se trata de alardear de tu destreza —bramó, cuando seguí insistiéndole en el tema—. Se trata del efecto que creas, que es el de una total violación de las leyes del universo. No quiero que piensen que soy muy hábil. Soy un mago, no un malabarista. Es este quien debe vender su habilidad. Yo quiero que se me reconozca por la magia, no por la habilidad.»

Según me contó Wes, los malabaristas de primer nivel saben que deben dejar que se les caiga algo al menos una vez durante la función, porque esto hace que su actuación parezca mucho más difícil, consigue que el suspense vaya en aumento hacia el acto final y transmite el mensaje de que el intérprete está trabajando en el límite más extremo de las capacidades humanas. Es lo que se conoce como la lógica del malabarista. Pero la misión del mago es bien distinta. Todo ello no quiere decir que la técnica no sea importante en la magia —es crucial— pero en todo momento debe resultar invisible. No puede haber ningún hombre tras el telón. Ni siquiera puede haber telón.

En cierto sentido, esto puede aplicarse a muchas actividades. Los mejores actores, bailarines y músicos se esfuerzan incansablemente para que en la noche del estreno el público concuerde en que consiguen que todo parezca muy sencillo. Lo que arrebata a la gente es la magia del espectáculo —el misterio sublime de las musas—, no el poder de la práctica repetitiva. No están aplaudiendo las diez mil horas de práctica, sino la obra maestra de noventa minutos que es el producto resultante de aquellas larguísimas horas. Todo esto resulta especialmente relevante en el caso de los magos, porque la magia, por definición, no debe desvelar sus causas. Solo entonces puede alguien entregarse completamente a la experiencia.

Esta filosofía, que Wes inculcaba a todos sus discípulos, ni siquiera era de él para empezar, ni en realidad de ningún otro mago. Tenía su origen en el mundillo de los apostadores y los fulleros, en el cual alardear de tu habilidad podía poner literalmente en peligro tu vida. «Pero si la fastidias con un truco de cartas, nadie te pega un tiro —gruñía Wes—, normalmente.» No en vano, Wes había estudiado con Dai Vernon, quien se había ganado sus espuelas en los cuchitriles clandestinos del distrito Levee de Chicago, entre los tahúres, esquiroles y faroleros de la floreciente clase marginal de la ciudad del viento. El toque Vernon, como llegó a ser conocido, nació en la fructífera intersección donde se encuentran la magia, el juego, las apuestas y el timo. «Vernon estudiaba un efecto y le aportaba algo que lo hacía especial —me dijo Wes—. El toque Vernon… existía de verdad.» («El toque Vernon» fue también el nombre de una columna que Vernon escribió en la revista Genii durante veintidós años.)

Históricamente, algunas de las mejores ideas de la magia han tenido su origen en el deseo de hacer saltar la banca y muchos grandes maestros aprendieron a afinar sus habilidades en el mundo clandestino del juego. Por tomar prestada la frase de Jean-Eugène Robert-Houdin, relojero francés del siglo XIX y padrino de la magia moderna (de quien Harry Houdini, nacido Erik Weisz, tomó prestado el apellido como homenaje y a quien más tarde repudió): la magia, después de todo, consiste en hacer trampas por diversión. Entre aquellos que han hecho de las trampas en el juego su carrera profesional se encuentran algunos de los artistas de la prestidigitación con más talento que pueda haber, debido a las inclementes condiciones de espada de Damocles en las que trabajan. Si en una partida de póker clandestina de grandes apuestas te pillan con las manos debajo de la mesa —como me ocurrió a mí en las Olimpiadas de la Magia— no se van a limitar a expulsarte del escenario.

La magia y el juego comparten un lenguaje y un linaje comunes, y los magos —y particularmente aquellos que se especializan en juegos de manos— son los descendientes espirituales (y, en algunos casos, los descendientes reales) de los grandes tahúres que prosperaron en la cultura de la especulación y la avaricia imperante a finales del siglo XIX, una época en la que la riqueza y el poder se concentraban en manos de magnates y comerciantes, y que fue el origen de algunas grandes fortunas. Al tiempo que Estados Unidos emergía como un imperio y que el dinero fluía a raudales por la tierra en tiempo récord, el juego se convirtió en el pasatiempo favorito de la nación. No es de extrañar que el auge del juego en Estados Unidos coincidiera también con la inversión generalizada de fondos privados en los mercados financieros (el primer teletipo bursátil apareció en 1867). ¿Qué es Wall Street, se dice a menudo, sino que un casino de altos vuelos —y además uno trucado— en el que cada ganancia siempre está vinculada a la pérdida de otro?

Esta conexión no le pasó desapercibida a Erdnase. Mucho antes de que ocurrieran los desastres financieros a los que hemos asistido en los últimos años, escribió:

Los caprichos de la suerte, o del azar han brindado al jugador de cartas profesional cierta información que sus más respetados hermanos de la bolsa de valores ya conocen; a saber: la manipulación es más rentable que la especulación. Así pues, para ganarse el sustento e, incidentalmente, una buena vida, este también hace su trabajo con las acciones cuando llegan los corderos al mercado.

Erdnase tampoco fue el único en hacer esta conexión. Se han escrito enciclopedias sobre el parentesco entre el juego (el póker, en concreto) y las finanzas. Ambos requieren unos nervios de acero y un profundo conocimiento del riesgo (y una altísima tolerancia hacia él). Ambos fomentan las actitudes faroleras y los ardides destinados a descolocar al oponente. Ambos están regidos por la suerte tanto como por la habilidad —y a menudo la gente confunde estas dos cosas— e impulsados por la codicia. Ambas actividades favorecen a quienes manejan información privilegiada. Ambas tienden a enriquecer a unos pocos a expensas de la mayoría. Ambas pueden hacerte amasar una fortuna en un abrir y cerrar de ojos y dejarte en bancarrota el doble de rápido.

«Casi todo lo que se usa en los juegos de cartas puede emplearse también en la magia —me hizo saber Wes—. Es tremenda la cantidad de cosas en las que se solapan.» Es más, puesto que los trucos que se usan en el juego son también algunas de las maniobras más peliagudas de la magia, llegar a dominarlos significa que uno podrá hacer más o menos cualquier cosa. Así que mi primera tarea en aquellos días iniciales con Wes consistió en aprender a pensar y actuar como un tahúr.

«Lo primero que quiero que aprendas a hacer es este corte falso», me dijo Wes en una de nuestras primeras reuniones, al tiempo que cortaba la baraja en tres montones y procedía a intercambiarlos una y otra vez de una forma que parecía ser caótica pero que en realidad estaba cuidadosamente orquestada para acabar dejando las cartas en su orden original.

Erdnase llamaba a esta maniobra «corte falso para retener el paquete completo» (no se le daban muy bien los nombres). Después de mostrarme el movimiento, Wes me enseñó cómo hacerlo. «Corta el montón de arriba. Bien. Ahora corta el tercero. Cuando lo hagas, tienes que llegar a un punto en el que la baraja está aparentemente cuadrada.» Volteé la carta superior para poder seguirle la pista a lo que estaba haciendo; si una vez terminada la maniobra la carta volteada no queda arriba del todo, ya sabes que has hecho algo mal. Mientras, Wes seguía disparando indicaciones sin parar.

—Intenta que al soltar las cartas el movimiento sea más limpio —me dijo—. Te llevará algún trabajo conseguir hacerlo con suavidad. Tienes que hacer que todo parezca fluido, pero un poco torpe. Si lo haces bien, al final parece que no le das importancia y cuanto menos importancia parezca que le estás dando, menos probable será que estés intentando hacer algo.

—¿Está bien así? —le pregunté.

—Otra vez —ladró—. Un poco más nítido.

Estuve trabajando en este movimiento unos buenos treinta minutos. Finalmente, Wes observó mis manos y asintió.

—Lo estás levantando antes de sacar el último tercio y para mi gusto eso se ve demasiado estudiado —dijo—, pero por lo demás parece que lo estás haciendo bien.

Wes me enseñó otros diez o doce cortes falsos: el corte Cooper (inventado por un ermitaño de Carolina del Norte), el corte Slydini (llamado así por el gran Tony Slydini), un corte de farol y varios que había inventado el propio Wes. «Verás que este aún lo usan hoy tahúres de todo tipo —me dijo acerca de otro—. Funciona en casi cualquier situación. Es una ilusión óptica que tiene que ver con la continuidad del movimiento.»

—¿No tenía uno parecido Frank Garcia? —preguntó otro de los tipos mayores de nuestra mesa.

—Ese os lo enseñaré en un minuto —refunfuñó Wes.

Tras los cortes falsos vino una lección sobre cómo mezclar las cartas en falso, una habilidad esencial para cualquier tahúr. Las mezclas falsas son movimientos con los que, aunque se da la impresión de estar barajando, en realidad las cartas se mantienen en el mismo orden o se disponen en uno determinado. Wes me enseñó numerosas formas diabólicas de hacer mezclas falsas, una de las cuales había compuesto él mismo a partir de dos movimientos distintos de Erdnase y resultó ser increíblemente útil para mi rutina de la carta ambiciosa.

Una vez se ha barajado y cortado, es momento de repartir las cartas, y es ahí cuando entran en acción las dadas amañadas. Una dada amañada consiste en fingir que estás repartiendo las cartas de la parte superior de la baraja cuando lo que en realidad estás haciendo es tomarlas de otra parte del mazo. Wes me enseñó a dar segundas (es decir, a repartir la segunda carta del mazo), dando de abajo (es decir, la última carta en vez de la primera) y, lo más difícil de todo, medias (maniobra por la que se reparte subrepticiamente una carta del centro del mazo), aunque la única de estas maniobras que fui capaz de dominar fue la dada en segundas llamada strike second deal. Las demás eran simplemente demasiado difíciles.

Para hacer un strike second deal tienes que empujar la carta superior muy ligeramente con el dedo gordo y hacerla pivotar hacia la derecha y hacia atrás, dejando al descubierto la esquina superior derecha de la carta que está debajo. A ese filo que queda a la vista se le llama brief. La mano derecha ataca el mazo como si fuera a coger la primera carta pero, en vez de ello, la yema del pulgar derecho entra en contacto (es decir, golpea) el brief que ha quedado al descubierto y lo que hace es repartir la segunda carta. Si se consigue hacer de forma fluida y con rapidez, la dada en segundas es casi imposible de detectar. Los tahúres expertos como Wes son capaces de trabajar con un brief finísimo, de apenas la decimosexta parte de una pulgada. Pero la maniobra preferida de Wes es una aún más engañosa que se conoce como la nueva teoría. En esta versión la carta superior se empuja un poco más hacia el lado y se vuelve a recoger justo antes de repartir la (segunda) carta. Es todo cuestión de sincronización. Wes me enseñó a hacer su versión con una sola mano, su muñeca subía y descendía con elegancia y las cartas caían sobre la mesa con suavidad, un subterfugio perfecto. La sala se inundó de murmullos de admiración. «Esto es la nueva teoría», declaró Wes.

Me enseñó también a echar vistazos disimulados a las cartas del mazo, acción que es el equivalente de hacerse con información privilegiada y que, en combinación con las mezclas falsas y con las dadas amañadas, te otorga una ventaja considerable sobre los demás jugadores. Por ejemplo, puedes detectar dónde están un as o dos, controlarlos para dejarlos en la parte superior de la baraja y repartir después segundas cartas a todos los demás salvo a ti (aunque esto puede despertar sospechas, ya que si te caen demasiados ases cuando eres tú quien reparte, la cosa tiene mala pinta, así que es mejor contar con un socio a quien puedas dárselos).

Y, por último, aprendí a dar el cambiazo, la categoría menos empleada en cuanto a maniobras en el juego debido a los riesgos que comporta. Hay decenas de métodos para mejorar tu mano sustituyéndola por una mejor, entre ellas la técnica de cartas sucias que había visto a Wes enseñar a Jack Diamond el día que nos conocimos. «Un tipo al que se la enseñé estuvo ganando cien mil al año en Puerto Rico usando solo esta maniobra», dijo Wes con cara de satisfacción. Wes me enseñó varios métodos ingeniosos para empalmar cartas de la parte superior e inferior de la baraja y soltó a la mesa una larga diatriba acerca de cuál es la acción adecuada que debe ejecutar el pulgar derecho durante el empalme de la carta superior. «Vernon insistía en que el pulgar no debe moverse —dijo, calculando las palabras—. Él estaba equivocado.» Un murmullo recorrió la mesa.

—¿Estás seguro de que no está prohibido decir algo así? —preguntó uno de los chicos. Se oyeron unas risitas.

Wes lo miró.

—Sí —dijo con aire grave—. Fui alumno suyo y debatí con él sobre esto. Así que tengo derecho a decirlo.

Uno no discute con Wes cuando se trata de Dai Vernon, ni de cualquier otra cosa, en realidad, como muy bien os podría decir Doug Edwards.

Como Vernon, Wes había dedicado muchos años a dominar las armas del tahúr. Podía citar pasajes de El experto en la mesa de juego al pie de la letra y, cuando lo hacía, su voz adoptaba una modulación casi eclesiástica. Wes tenía algunas opiniones firmes sobre ese libro, como sobre cualquier cosa. Lo descubrí cuando nos conocimos, y me detalló todos y cada uno de los errores del libro de Erdnase. Recordándolo me doy cuenta de lo tonto que había sido al intentar impresionarlo con mi ejemplar sin estrenar. Había ido armado con un cuchillo —no, ni siquiera eso, con una pistola de agua de plástico rojo— a un tiroteo.

Un siglo después de la fecha de publicación del libro en 1902, los magos siguen exprimiendo el material de El experto en la mesa de juego. Cuando David Blaine agita la baraja a toda velocidad y dice «piensa en una carta», está haciendo un truco de Erdnase. Los verdaderos expertos de la cartomagia estudian el libro minuciosamente, casi como los rabinos estudian el Talmud, debatiendo sobre cada frase y analizando cada una de sus palabras.

E igual que nadie sabe verdaderamente quién escribió el Talmud, tampoco sabe nadie quién fue Erdnase, a pesar de los esfuerzos que numerosos magos han hecho por desvelar su identidad. Hay una teoría que afirma que Erdnase fue un timador de poca monta apellidado Andrews (si se lee al revés, el nombre de S. W. Erdnase es E. S. Andrews) que se encontraba en busca y captura por asesinato y que se pegó un tiro cuando finalmente le alcanzó el largo brazo de la ley. También hay quienes han sugerido que el autor fue un hombre de buena educación y elevado estatus social, un pilar de la comunidad que se ocultaba bajo un alias para proteger su reputación (esto explicaría el pomposo estilo del libro). El maestro español Juan Tamariz, cabeza visible de la escuela de Madrid, sostiene que el autor del libro fue un mago peruano del siglo XIX llamado L’Homme Masqué, un turbio buscavidas que no actuó jamás sin su máscara. En ausencia de pruebas definitivas, la búsqueda continúa.

Inspirado por la obsesión del propio Wes con el libro de Erdnase, comencé a leer mi ejemplar encuadernado en tapa blanda de piel sintética en el metro y en la facultad. Las densas descripciones y los pasajes enormemente técnicos no eran fáciles de seguir, igual que los libros de física, y sus cantos dorados y puntos de libro de tela hacían que a menudo la gente lo confundiera con la Biblia. «Que Dios te bendiga —me dijo una anciana una mañana en el tren—. Da gusto ver a un muchacho joven leer el libro del bien.» Refrenando el impulso de levantarme y empezar a predicar la lectura del capítulo sobre prestidigitación, la miré con mi mejor cara de monaguillo inocente. «Aleluya.»

Las maniobras que aprendí de Wes han sido perfeccionadas a lo largo de décadas y son las que sostienen los timos de gran altura que llevan a cabo los grandes operadores del juego de todo el mundo, ladrones profesionales que se ganan la vida dejando sin blanca a otros jugadores en habitaciones de atmósfera penumbrosa, cargada por la testosterona, el whisky y el humo de los puros. A menudo estos tipos son mercenarios a sueldo. Por ejemplo, si un canalla con dinero decide amañar su partida, puede contratar a un operador para que haga trampas en favor de su equipo. La cantidad del soborno puede ir desde unos pocos cientos de dólares hasta cien mil.

Wes había pasado bastante tiempo en ese siniestro ambiente y nuestras conversaciones a menudo consistían en oírle contar cosas sobre los muchos tahúres que había conocido. Una de esas historias concernía a un tipo de Brooklyn que solía jugar con una panda de prestamistas en la trastienda de una pizzería no muy distinta de Rustico II. «Esos tipos podían machacarte porque no se lo pensaban dos veces a la hora de hacerlo», explicaba Wes. Este timador en concreto trabajaba solo, sin compinche. Vestía un chaleco de safari lleno de compartimentos con cierre de cremallera y en uno de ellos escondía una baraja preparada, lo que en el mundillo se conoce como cooler. Jugaba limpiamente toda la noche, sin trucos, hasta que al final, después de habérselo currado sus buenas horas y cuando era momento de recoger su recompensa, señalaba al reloj de la pared y exclamaba: «¡Carajo! ¡Mirad qué tarde es! Esta tiene que ser la última ronda, señores». Y cuando todo el mundo se giraba para mirar el reloj, se metía la mano en el bolsillo y sacaba la baraja. «Solo una maniobra —resoplaba Wes— le valía el salario de toda una semana.»

Un timo más popular actualmente, aunque el concepto tiene al menos un siglo de antigüedad, es el llamado dealback. En un dealback, el repartidor y uno o más jugadores conspiran para hacerse con el bote reciclando subrepticiamente algunas manos antiguas y poniéndolas de nuevo en juego. Para orquestar todos los movimientos se emplea un sistema preacordado de señales. Supongamos que estás jugando al Texas Hold ’Em. Se reparten las cartas de mano, un par a cada jugador. Miras tus naipes, los memorizas y después te plantas. El repartidor recoge tus cartas y las coloca en la parte de abajo de la baraja sin más problema. En la ronda siguiente reparte esas mismas cartas a otro de los jugadores, normalmente a la persona que tiene el mayor montón de fichas. Como resultado, tú sabes qué cartas tiene. Y, en el curso de una noche, eso resulta una ventaja aplastante.

La misma técnica se puede usar para reciclar una mano buena desperdiciada por un mal flop, el grupo de las tres primeras cartas de la mesa que se reparten descubiertas. Supongamos que tienes dos ases negros de mano, normalmente serían unas cartas excelentes pero ha salido un flop de todo corazones. Se trata de una situación peliaguda: si sale otro corazón, tus ases no serían más que papel higiénico frente a la jugada de color sobre el tapete. Así que no vas y no juegas tu mano, pero le haces al repartidor una señal para que vuelva a darte los ases en la siguiente ronda. En una sola ronda esto supone una ventaja muy pequeña, pero a la larga resulta devastador.

Los timos sofisticados que se ejecutan en los grandes casinos funcionan con una serie de principios similares, aunque debido a la cantidad de medidas preventivas destinadas a frustrar cualquier intentona de juego sucio, es muchísimo más difícil hacer trampas en un casino que en una partida privada. Para empezar, los casinos tienen costosos sistemas de seguridad y personal contratado especialmente para controlar atentamente las partidas. Es más, los casinos cuentan con tablas matemáticas que controlan la cantidad de dinero que sale de cada mesa. Cualquier anomalía hace saltar la alarma y pone a toda una falange de tipos con cuello de toro y pinganillo en la oreja a crujirse los nudillos y echar mano de sus pistolas. Los juegos de azar están muy relacionados con la fiabilidad estadística. «Quizá la suerte sea una dama caprichosa —observa David Britland, experto en juegos de azar, en su libro Phantoms of the Card Table— pero la probabilidad es una amiga fiel, al menos si eres propietario de un casino.» A partir de un gran número de sucesos aleatorios —cada vuelta de la ruleta, cada tirada de dados, cada jugada de cartas— puede vislumbrarse un patrón predecible, como la imagen de un cuadro puntillista. En física, este es el fundamento de la segunda ley de la termodinámica, que rige, entre otras cosas, la transmisión del calor, la descomposición del orden en caos y hasta quizá la direccionalidad del tiempo. Al contrario que las ecuaciones de Newton, la segunda ley no es un conjunto de reglas deterministas que gobiernan el comportamiento del universo, sino más bien una declaración acerca de qué es lo que más probablemente terminará ocurriendo con el tiempo cuando el tamaño de tu muestra es extremadamente grande: el llamado «límite termodinámico». Dicho lo cual, yo no te recomendaría que apostaras contra ella, porque las mismas leyes de probabilidad rigen también en los casinos. Por esta razón, cuando de una mesa de blackjack empieza a salir más dinero que de las demás, todas las pruebas indican que hay trampas de por medio. Los crupiers tramposos lo saben y para evitar sospechas ingresan tanto dinero como dejan salir. En el universo de los casinos, la suerte funciona según un principio de conservación. Cuando un crupier dudoso entrega un poco de buena suerte por aquí, repartiendo buenas cartas a su compinche, tiene que recortarla por otro lado, dándoselas malas a otro de los jugadores. Si un jugador tramposo se hace con una buena ganancia gracias a la generosidad del crupier, puedes estar seguro de que las cartas tratarán con crueldad al incauto hombre de negocios que vaya a sentarse en la misma mesa unos instantes más tarde. Como la bolsa, es un juego de suma cero, y alguien tiene que pagar la cuenta.

A medida que me iba haciendo más versado en la cartomagia, empecé a ver mi partida de póker mensual con una luz completamente distinta. La tentación me acechaba por todas partes y cada una de las manos era una oportunidad para jugar sucio. Me resultaba difícil seguir la acción porque solo podía pensar en lo fácil que sería hacer trampas. Sin embargo, nunca las hice. Bueno, o no exactamente.

Fue Wes quien me dio la idea. En los tiempos en los que él estaba aprendiendo a afinar sus cortes y mezclas se dedicaba a jugar partidas y hacer trampas sin parar. Pero de forma que no le diera ventaja. «No tenía espíritu de ladrón, pero sí su habilidad —me dijo—. Lo único que quería era comprobar si mis trucos colaban.» Como buen científico, Wes ingenió un método para poner a prueba su tecnología del engaño bajo fuego. «El único modo de saber si lo que estás haciendo funcionaría en una partida con dinero en la mesa es probarlo en una partida con dinero en la mesa. Así que me inventé una solución que satisfacía al mismo tiempo mis reparos éticos y mi curiosidad intelectual.» La solución de Wes fue ejecutar las maniobras únicamente como forma de practicar sus trucos, pero sin sacar provecho de ellos. De esta forma podía poner a prueba su templanza sin comprometer su integridad ni sentirse como un estafador.

Parecía una buena estrategia y una noche, jugando al póker en casa de un amigo en el West Village, decidí probarla. Había ocho jugadores en total, la mayoría escritores y actores. Estábamos jugando al Texas Hold ’Em y el anfitrión tenía una mesa de casino en el salón que le daba al juego una agradable sensación de verosimilitud. Nos servimos unos whiskys y, con un espíritu menos viril, también cookies.

Al principio fui discreto, pues no quería levantar sospechas nada más empezar la partida. Por una vez tenía suerte, me estaban entrando buenas cartas de mano y estaba haciendo apuestas de posición sensatas. Incluso me llevé un par de botes yendo con todo antes del flop. En poco tiempo había ganado unos doscientos dólares, razón de más para no hacer trampas. Pero para entonces todos se habían relajado y estaban algo borrachos, y yo me sentía un poco gallito, así que decidí pasar a la acción.

«Ya están mezcladas», me dijo Nathan, el novelista de rizada cabellera que se sentaba a mi derecha, al pasarme la baraja. Me tocaba repartir. Di las primeras dos cartas del mazo y entonces empecé a dar segundas al resto de los jugadores. Ni sospechaban que estaban recibiendo las cartas equivocadas. Me repartí a mí la primera carta y seguí dando segundas. No tenía ni idea de qué cartas estaba dando realmente porque no las había mirado antes de repartir, así que el truco no me daba ventaja. Pero, igual que Wes antes que yo, quería ver si las maniobras colaban.

Todo iba bien hasta que fui a dar su segunda carta al jugador número tres, un humorista de éxito llamado John. Esta vez mis manos resbalaron al ejecutar el movimiento, le imprimí un poco más de presión de la cuenta y de la baraja salieron dando vueltas dos cartas en vez de una, lo que dejó a John con un naipe de más. No solo eso, sino que se me había quedado una tercera carta asomando a medio salir de la baraja que se había deslizado con el exceso de fricción. Wes ya me había advertido sobre estas cartas colgadas. Yo estaba bastante seguro de que ninguno de los presentes iba armado, pero igualmente mi corazón golpeaba con fuerza contra mis costillas cuando John me dirigió una mirada de extrañeza.

—Uy —dije rápidamente, intentando disimular—. Disculpad. Si bebes, no repartas, ¿no?

No le dio más importancia. Respiré hondo. Había estado cerca.

Durante la hora siguiente jugué con cautela, reuniendo de nuevo todo mi valor. Cuando recuperé mi confianza intenté hacer algo aún más audaz. Me hice con la carta de abajo del mazo, la mantuve empalmada durante una mano entera y después la tiré a la pila de descartes sin mirarla. Envalentonado por este logro, cuando me llegó el turno practiqué algunas mezclas falsas. Hice una mezcla Zarrow —una brillante mezcla falsa por hojeo inventada por un contable de Nueva Jersey— y uno de los cortes falsos preferidos de Eddie Marlo. Jugué así el resto de la noche —haciendo trampas a veces sin que llegaran a serlo de verdad— solo para ver si alguien se daba cuenta.

Y nadie lo hizo.

Tampoco es que estuviéramos jugándonos una fortuna. Eran partidas con entrada de cien dólares y límite de pérdidas por mano, tipo Baby No Limit. En una noche de suerte, el ganador se iba a casa con unos pocos cientos de dólares. Pero ¿cuándo ha sido el dinero lo importante? Los tahúres profesionales dicen que lo hacen únicamente por dinero, pero yo tengo mis dudas. Si consideras los riesgos que conlleva y el esfuerzo que supone, verás que hay formas mucho más fáciles de ganarse la vida. Como trabajar.

Pero el subidón es increíble. Durante la partida me sentí como si estuviera esnifando carburante de cohetes, lo que dio como resultado una noche emocionantísima. Incluso el Texas Hold ’Em es demasiado lento para un adulto con déficit de atención como yo. Carezco de la paciencia necesaria para llegar a ser mínimamente bueno jugando al póker de manera honesta. Aunque no me estuviera beneficiando de estos movimientos subrepticios, sabía que sería difícil dar una explicación si me cazaban. Y eso era a la vez temible y excitante.

Gran parte de lo que desata el impulso de hacer trampas tiene que proceder de la descarga que te da. Para entender de verdad la psicología de un fullero tienes que ver el mundo entero desde la perspectiva de un artista del timo. Desde ese punto de vista, todo está amañado —los casinos, la política, Wall Street, la vida— y solo existen dos tipos de personas: los estafadores y los primos (en gran medida como en la magia, donde puedes ser o bien mago o bien profano). Si al pasear la mirada por la mesa no ves al primo, entonces, afirma un antiguo dicho, es que el primo eres tú. Se trata de engañar o ser engañado, solo que lo que está en juego es más elevado.

Un experimentado tahúr me contó una vez una historia sobre un joven tramposo que arriesgaba su vida regularmente estafando a tipos peligrosos, quedándose con toda la pasta que habían ganado con el sudor de su frente en partidas sin límite, y que recientemente había cumplido un año de prisión por intentar amañar una máquina tragaperras. «Lo gracioso es —me dijo el viejo tahúr— que el tipo tiene un corazón de oro. Podrías dejar una cartera repleta de billetes de cien dólares sobre la mesa y no se llevaría nada. O, si se te cayera, te buscaría para devolvértela. Pero cuando se trata de una partida… hay algo que es como una adicción. Es imposible resistirse a ello.»

En el momento me parecía extraño, pero estaba mirando cara a cara a mi primer dilema ético relacionado con la magia: engañar o no engañar, esa era la cuestión, e intentar darle respuesta desataba en mí una extraña mezcla de emociones. Lo que había empezado como una curiosidad discreta se había convertido en un chute de adrenalina que tenía la fuerza de un vendaval. Pero después, durante mi vuelta de honor, tenía a los escrúpulos morales pisándome los talones. Llámalo remordimiento del tahúr. Aunque no hubiera robado nada, no podía quitarme de encima la sensación persistente de que, de algún modo, había cruzado una línea, y lo que más me preocupaba era que a una parte de mí le había gustado. Aquella noche había engañado a todos los jugadores de la mesa y, como todo timo bien planeado, desató una explosión de euforia que recorrió mis venas en oleadas.

Al día siguiente alardeé de mis trucos delante de Wes, lo que potenció el subidón aún más. «Genial —me dijo—. Eso es justo lo que tienes que hacer cuando estás aprendiendo. Así compruebas si tu técnica está a la altura. Y también si tienes cojones[*] o no.» Después me pregunté si resistiría la tentación de hacer trampas en las partidas futuras. ¿Sería capaz de volver a jugar sin trampas alguna vez? Al desarrollar mis nuevas habilidades, ¿no había perdido también algo al mismo tiempo? Una cosa sí estaba clara: había probado una droga nueva muy potente. Y quería más.