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Romper el código
Cuando volví a Nueva York me dio por pensar que ser mago es como trabajar para la CIA: se supone que no debes contarle a nadie qué es lo que haces. Y ahí estaba yo, acumulando con ansia un montón de secretos y trucos que podía emplear para deslumbrar al personal, pero sobre los que si se me ocurría susurrar la más mínima palabra a cualquier persona más allá de una íntima red tejida a partir de círculos secretos y pactos solemnes, quedaría sentenciado al ostracismo, condenado por traidor al haber roto el código del mago.
Pero hay algo en esta regla que parece no casar bien con el mundo moderno. Vivimos en una época de apertura en la que todo se comparte: Wikipedia, Google, Facebook, YouTube, los programas televisivos de cotilleo en los que no se oculta nada… Las fronteras que separan los dominios de lo privado y lo público hace ya tiempo que se evaporaron. Y a la vez, el poder curativo del acto de desnudar el alma se ha convertido en la piedra angular del psicoanálisis moderno, el legado de Freud y Jung. Tanto la psicología convencional como todos los sistemas de creencias new age han abrazado la idea de que el ejercicio de sacarlo todo fuera lleva a la resolución de los traumas y evita que los secretos encerrados en tu psique hagan que termines mal de la cabeza. Se nos asegura que el secretismo es enemigo de la paz interior. Suéltalo. Métete en un grupo. Libera tu mente. (Y eso que la mitad de los pacientes mienten a sus psicoterapeutas.) Pero ¿está sustentado algo de esto por una investigación empírica?
Pues resulta que la ciencia tiene mucho que decir acerca del secretismo. Para empezar, como ha señalado el psicólogo James Pennebaker, de la Universidad de Texas, en Austin, guardar secretos es un trabajo duro. Mantener un secreto a lo largo de toda una entrevista dispara las mismas claves fisiológicas que hacen que el polígrafo se active —ritmo cardíaco acelerado, sudoración profusa— y que sugieren que, igual que cualquier otra forma de engaño, la ocultación deliberada de información resulta estresante. Los experimentos también desvelaron que después de haber conseguido guardar un secreto los sujetos tendían a mostrar signos de agotamiento, y que esforzarse por ocultar una palabra secreta entorpecía la habilidad de las personas para nombrar el color en el que dicha palabra estaba impresa. Dicho de otro modo, el secretismo tiene su peaje y supone la realización de un esfuerzo físico. Como cualquier otro desafío mental, es un proceso activo. Guardar un secreto significa representar toda una actuación.
Inversamente, librarse de la carga de un secreto resulta ser una terapia antiestrés. Las personas que no tienen cadáveres en el armario enferman menos a menudo y de media se sienten más felices que la gente que lo guarda todo herméticamente. Y, en términos generales, este descubrimiento sigue manteniendo su validez una vez contrastado con factores como el historial de traumas del paciente o la existencia de redes sociales de apoyo. Uno de estos estudios concluyó que entre los varones gay que mantienen oculta su orientación sexual se acusa una incidencia inusualmente elevada de cáncer y enfermedades infecciosas, y cuando unos investigadores de UCLA realizaron el seguimiento de un grupo de varones gay con VIH durante un período de nueve años, descubrieron que la enfermedad progresaba más lentamente entre los que habían manifestado abiertamente su orientación sexual que entre los que seguían en el armario. Incluso escribir simplemente un trauma secreto en un trozo de papel y quemarlo después ha demostrado tener una recompensa física y psicológica.
Los escáneres sugieren que la catarsis tiene su correlación neuronal. Inmediatamente después de que el sujeto revele una pena secreta, el electroencefalógrafo registra un aumento de actividad entre las neuronas de los hemisferios derecho e izquierdo del cerebro. Traducción: la mente se vuelve más flexible, igual que el cuerpo después de hacer yoga. La confesión no es solo buena para el alma, también lo es para el cerebro.
En las relaciones sentimentales, el secretismo es un afrodisíaco y potencia el deseo de la misma forma que la prohibición paterna imbuye de encanto un amor prohibido, el llamado «efecto Romeo y Julieta». En uno de sus experimentos, el psicólogo de Harvard Daniel Wegner descubrió que las parejas de desconocidos que, sentados en una mesa llena de gente, se dedicaban a rozar sus tobillos en secreto terminaban por sentir una atracción mutua mayor que aquellos que rozaban sus tobillos abiertamente o que no lo hacían en absoluto. (Wegner, que es un tipo cauto, hacía salir por puertas distintas del laboratorio a quienes les tocaba hacer piececitos… por si acaso.)
Esta naturaleza magnética del secretismo se ha llegado a argüir como posible explicación de los niveles de infidelidad asombrosamente altos entre las parejas casadas. ¿Por qué la infidelidad incide sobre más de un tercio de los matrimonios? Quizá la naturaleza encubierta de una aventura extramatrimonial —la intriga y las maquinaciones— aumente el deseo artificialmente, prolongando un devaneo que a plena luz del día terminaría por marchitarse. Y el secretismo también tiene secuelas. Las personas muestran una tendencia mayor a recordar una antigua aventura si, en su momento, esta fue secreta. (Cuando se trata de engañar, ya sea en el dormitorio o sobre el tapete de naipes, lo verdaderamente importante nunca es el sexo o el dinero.)
Está claro que guardar el secreto de un truco de magia no es lo mismo que ocultar un trauma infantil o una aventura extramatrimonial. De todos modos, la naturaleza de doble filo del secretismo tiene mucho que ver con el hecho de que la magia, y la gente que la practica, sean tan insólitas.
Muchas profesiones tienen secretos propios del gremio, pero en la mayoría de ellas estos no son la característica definitoria de la profesión. Pocas artes marcan la línea divisoria entre el artista y el público con tanta rotundidad como la magia. A los músicos no les importa que la gente se aprenda sus canciones ni sus técnicas. A los escritores no les preocupa que los lectores cuestionen el punto de vista de la voz omnisciente (y, de hecho, en la literatura posmoderna muchos de ellos se han dedicado a socavarla con determinación). La industria cinematográfica sabe que puede confiar en que sus espectadores no leerán —ni, en su mayor parte, escribirán— spoilers sobre las películas. Y nadie se queja de que las imágenes sobre cómo se hizo una película la arruine. Solo la magia exige que su público se mantenga en la más total ignorancia. Y esto no es lo mismo que la voluntaria suspensión de la incredulidad con la que uno se enfrenta habitualmente a la ficción. La magia es inseparable del engaño.
En la magia, el conocimiento de los secretos te otorga el control sobre cómo perciben la realidad los demás y el poder de controlar su pensamiento. Y, a su vez, puede ser una herramienta para controlar el modo en que dichas personas te ven a ti. Ese secretismo te puede servir para forjarte una nueva identidad más fascinante que la tuya propia. Te permite convertirte en una persona distinta. Pero depender de estos secretos supone un coste, porque tiende a colocar al mago y al público en una relación de adversarios. Una actuación de magia te deja en la incómoda posición de tener que embaucar precisamente a aquellas personas cuya aprobación quieres ganar. «Los secretos levantan barreras entre los hombres —escribió el sociólogo George Simmel—, pero al mismo tiempo crean el tentador desafío de romperlas a través del chismorreo o de la confesión, desafío que acompaña a la psicología del secreto como una música de fondo constante.» Los magos buscan la luz de los focos y viven al tiempo con el temor constante de ser descubiertos. Ven los trucos de magia como estados cuánticos que quedan destruidos por el mismo acto de ser examinados de cerca. Los magos pregonan el secretismo de su arte casi desafiando a sus espectadores a que alcen ese velo y, sin embargo, se enfurecen cuando alguno lo hace.
Todo lo anterior lo aprendí por las malas, tras publicar en la revista Harper’s un artículo sobre las Olimpiadas de la Magia. Era un texto de «manitas», escrito al estilo de los comentaristas deportivos, explicando una jugada tras otra —igual que algunas de las descripciones de este libro— y dejando caer algunas revelaciones por el camino. Si quieres entender de verdad la magia, fue mi razonamiento, será útil familiarizarse con algunos de los métodos que la sustentan. Por ejemplo, ¿podrías disfrutar de verdad de un partido de béisbol si no conoces la diferencia entre una curveball y una slider? ¿O lo que significa hacer un home run con las bases llenas al final de la novena entrada?
Cuando Frank Zappa disolvió The Mothers, afirmó que se había hartado de que los fans aplaudieran por las razones equivocadas. Yo pienso esto a menudo en los espectáculos de magia, donde a veces puedes distinguir a los magos que hay entre el público de los profanos en función únicamente de cuándo aplaude cada uno. Los legos aplauden los efectos, mientras que los magos aplauden durante los momentos en los que parece que no pasa nada, cuando tienen lugar las maniobras secretas. Para el ojo desentrenado es como si los magos estuvieran aplaudiendo la nada.
El elegante ilusionista español Rafael Benatar, miembro de la escuela de Madrid y un verdadero mago de magos, ha llevado esta idea a su extremo lógico con una rutina de naipes en la que no ocurre nada mágico. De hecho, está construida a partir de unos dificilísimos movimientos de prestidigitación que se anulan unos a otros perfectamente: hace, por ejemplo, un doble volteo (enseña la segunda carta del montón haciendo creer que es la primera) y lo sigue de una dada en segundas (reparte la segunda carta pretendiendo dar la primera). Y así, la dada en segundas anula el doble volteo. Los magos se vuelven locos cada vez que lo hace.
Desde los tiempos de los conejos en las chisteras y las damas partidas en dos, la magia ha recorrido un largo camino. Pero la mayoría de la gente no tiene ni idea de la cantidad de habilidad, creatividad y trabajo duro que supone, porque en la magia se trata precisamente de que tu arte sea capaz de invisibilizar tu arte (como dijo François de la Rochefoucauld, «Ser capaz de invisibilizar la habilidad propia requiere una gran habilidad»). Como resultado, la magia existe en una especie de vacío. Al escribir el artículo de Harper’s, mi objetivo fue insuflar algo de vida en este vacío, y creí que esto agradaría a los magos en general.
No podía estar más equivocado.
Tan pronto se publicó el artículo, la redacción de Harper’s fue bombardeada con cartas de magos furiosos que echaban espuma por la boca apelando al código del secretismo y recordando el juramento que había firmado cuando me uní a la Society of American Magicians (es verdad, había firmado un juramento). En las revistas de magia me asaetearon, y me defenestraron en los foros de magia de internet y en los e-zines y blogs. «Es solo una persona con pocas luces que pronto será olvidada —afirmó con desdén el editor de la revista Genii, una de las publicaciones más respetadas del gremio—. Los demás aún seguiremos aquí.» La revista trimestral Antinomy publicó un artículo sobre mí en el que el autor, un mago de Michigan, insinuaba que yo era adicto a las drogas (absolutamente falso, puedo dejarlo cuando quiera).
Y la cosa no había hecho más que empezar.
La situación alcanzó el clímax un viernes por la tarde, en un taller de la SAM tripulado por el cupo habitual de puretas polvorientos y viejos pioneros picantones. Tan pronto entré, empezaron a volar miradas asesinas en mi dirección y un remolino de murmullos tensos recorrió la sala. Ken Schwabe, el anterior presidente del círculo local y actual director de la comisión de actos, llamó aparte al instructor del taller, un hombre de pelo gris llamado George, y ambos se retiraron al fondo de la sala. Podía ver cómo me echaban miraditas de vez en cuando mientras se susurraban al oído. Minutos después, George se me acercó. «¿Vas a escribir esto para alguna publicación?», me preguntó. Negué con la cabeza. Otro compañero del taller protestó por mi presencia allí. A regañadientes, lo pasaron por alto. Pero la chispa ya había encendido la hoguera.
Y entonces recibí la carta.
Fue a finales de octubre, en medio de la Semana Nacional de la Magia, la semana que conmemora la muerte de Houdini. (Antes era el Día Nacional de la Magia, pero supongo que alguien decidió que con un día no era suficiente.) Llegó por correo certificado y estaba impresa en un papel grueso que le daba un aire de trascendencia. Al principio pensé que igual me estaban ofreciendo un premio en reconocimiento al servicio prestado a las artes de la magia. Pero cuando leí la carta, allí de pie junto a los buzones del apartado de correos, se me cayó el alma a los pies.
Estimado Sr. Stone:
Hemos recibido varias quejas de parte de miembros de la Society of American Magicians referentes al artículo que escribió usted y fue seguidamente publicado en el número de julio de 2008 de la revista Harper’s.
En dicho artículo expuso usted abiertamente los secretos no solo de su propia actuación, sino también de los números de varios magos más. Al hacerlo, ha actuado usted en oposición al Código Ético y Juramento de la SAM y será sometido a acción disciplinaria según nuestras ordenanzas, Artículo XI, Sección I.
Por la presente solicitamos su dimisión de la Society of American Magicians. De lo contrario daremos inicio a las acciones disciplinarias con el objetivo de su expulsión de la Sociedad.
Le solicitamos que nos dé una respuesta con anterioridad a la fecha del 15 de noviembre de 2008 o iniciaremos oficialmente las acciones.
MARC DESOUZA
Director - Comité ético
The Society of American Magicians
Podía sentir cómo me iba poniendo lívido según terminaba de leer la carta. En ese momento cualquiera habría podido dejarme noqueado con solo golpearme con una pluma o con una varita muy débil. Me quedé allí inmóvil, en shock, temblando, con el corazón invadido de pánico. Me sentía como si me hubieran dado un puñetazo en plena cara. ¿Iba en serio? ¿Era una especie de broma? ¿De verdad me iban a expulsar?
El hecho de que ocurriera durante la Semana Nacional de la Magia resultaba especialmente duro, como que te deje tu pareja el día de San Valentín. Siempre había sabido que los secretos eran importantes para los magos, pero hasta ese mismo momento no tuve ni idea de lo serio que era el asunto.
Había cometido un error enorme.
Con el paso de los días fui recobrando mi presencia de ánimo y el escozor del rechazo se fue aplacando gradualmente; en su lugar, la indignación se encendió como un volcán. Había sido un miembro leal y había pagado puntualmente mi cuota durante tres años. Asistía regularmente a las reuniones y ceremonias y participaba de forma activa en las conferencias y los talleres. Llevaba obedientemente mi carnet de miembro de la SAM en la cartera junto a mi carnet de conducir y mi carnet de estudiante. Entre los miembros de la SAM tenía muchos amigos, gente con la que quedaba regularmente. Imagina mi terror, pues, cuando descubrí que estos mismos individuos pedían ahora mi excomunión. ¡Pero cómo se atrevían!
Decidí que no me rendiría sin luchar. Pero primero necesitaba conocer mis derechos. Repasé cada sílaba de los larguísimos estatutos y ordenanzas de la SAM en busca de algún resquicio o ambigüedad legal sobre los que construir mi defensa. Esto me llevó un tiempo. Una vez me familiaricé con las particularidades del derecho mágico, contacté con un abogado que me ayudó a formalizar mis intenciones esbozándome la siguiente carta, con fecha del 13 de noviembre de 2008.
Estimado Sr. DeSouza:
Conforme a su carta del 24 de octubre de 2008, pongo en su conocimiento que declino respetuosamente presentar mi dimisión a la Society of American Magicians. Los hechos aducidos no justifican mi expulsión.
Asimismo le informo que de acuerdo con el Artículo XI, Sección 4 de las Ordenanzas Generales de la Society of American Magicians, por la presente solicito formalmente una vista oral que garantice mi oportunidad de contestar las acusaciones que se han levantado contra mí, vista oral en la que de acuerdo con el Artículo XI, Sección 4c(6), debe garantizarse mi asistencia.
Me reservo cualquier derecho del que deba ser garante de acuerdo con las mentadas ordenanzas y manifiesto mi decepción con el hecho de que este comité haya decidido emprender estas acciones.
Solicito respuesta antes de la fecha del 24 de diciembre de 2008. De no recibir noticias de su parte consideraré que el asunto queda zanjado.
Muy sinceramente suyo,
ALEXANDER R. STONE
Miembro del Círculo Principal Número 1
Cuando entregué la carta al empleado de correos que la certificó y me entregó el resguardo, me temblaban las manos y mi corazón palpitaba al ritmo de la sintonía de Ley y orden —Ta-tán. Ta-ta-ta-ta-TÁÁÁN—. Ya no había vuelta atrás. Había cruzado la Línea Maginot.
Había empezado la guerra.
Yo no era el primero en haber entrado en conflicto con la Policía de Revelación de Secretos y me consoló saber que estaba en buena compañía. En el ocaso de su carrera, David Devant, el gran mago de la era del vodevil, fue exiliado del Círculo Mágico de Londres, club del que él mismo era cofundador, tras haber publicado Our Magic, un libro en el que divulgaba sus recursos y que hoy se considera un texto de referencia. (Y actualmente el mayor reconocimiento de la magia británica es el Premio David Devant.) El Círculo Mágico —cuyo lema es Indocilis Privata Loqui (literalmente, «Contrario a la divulgación de secretos»)— es célebremente doctrinario. Hasta el príncipe Carlos tuvo que pasar un examen de iniciación antes de ser aceptado como miembro. En 2003 el Círculo Mágico expulsó a un puñado de afiliados que estuvieron involucrados en un especial de la BBC titulado Los secretos de la magia. Entre aquellos que fueron obligados a presentar su dimisión se encontraba el mago olímpico Etienne Pradier, que había conseguido el tercer puesto en los Juegos de La Haya de 2003.
Nadie está a salvo. Cuando un museo de Appleton (Wisconsin), inauguró una exposición que incluía un ejemplo interactivo de la metamorfosis —una de las famosas ilusiones de Houdini en la que el mago, encerrado dentro de un baúl, se cambiaba de lugar con su asistente—, el comisario recibió una avalancha de encendidas protestas hasta que finalmente Sidney Radner, el mago y vendedor de alfombras jubilado que había prestado al museo su colección de artefactos de Houdini, tuvo que retirar su patrocinio. La exposición cerró y la colección se vendió en una subasta.
La madre de todas las revelaciones de secretos fue perpetrada por el famoso Mago Enmascarado, quien apareció por primera vez en la Fox a finales de la década de 1990 en un programa de gran audiencia llamado Descifrando el código de los magos: Los más grandes secretos de la magia finalmente revelados, que lleva emitiéndose más de una década. El primer programa tuvo una audiencia de veinticuatro millones de espectadores, superando a las Series Mundiales como récord de audiencia de la historia de la cadena. Tuvo imitaciones en Asia y América Latina, y secuelas en forma de espectáculos en vivo por todo el país.
Los magos reaccionaron como si fuera el fin del mundo. Pusieron demandas judiciales, convocaron vigilias, firmaron airadas protestas en periódicos y revistas, citaron las reflexiones de Edmund Burke sobre el mal. Se formó una coalición que instaba frenéticamente a los espectadores a apagar la televisión, hablar con sus hijos, y boicotear a los patrocinadores del programa (Taco Bell, Circuit City, Pizza Hut, Miracle-Gro, Disney Video, Motel 6, Church’s Chicken, McDonald’s, Home Depot y Jack in the Box).
Cierto mago comparó la lucha contra la revelación de secretos con el movimiento por los derechos civiles y equiparó la inacción de la SAM con la condescendencia que Neville Chamberlain mostró hacia Hitler. Uno de los miembros del comité de dirección del Magic Castle de Hollywood hizo una analogía entre el especial del Mago Enmascarado y el iceberg que hundió al Titanic. «Esta vez, la situación es seria», escribió un respetado columnista en la revista Genii, haciéndose eco del consenso general. «Es como destruir a Santa Claus o al Conejo de Pascua», exclamaba enfurecido Jonathan Pendragon, del dúo Pendragon. «Esta gente intenta acabar con nosotros», bramó otro.
El Mago Enmascarado, cuyo nombre real es Val Valentino, recibió amenazas de muerte y fue excluido de la comunidad de la magia. La blogosfera hervía pidiendo su cabellera. La entrada al Magic Castle le fue prohibida para la eternidad por un dictado de su junta directiva. Y en septiembre de 2010, Criss Angel —quien, por cierto, también ha revelado algunos trucos en su especial televisivo— sacó a patadas a Valentino de una fiesta en el Luxor de Las Vegas que se celebraba con ocasión del preestreno de la sexta temporada de Mindfreak, el programa de Angel. Dijo literalmente: «Sacad de aquí a ese mamón».
Cuando se trata del tema de la revelación de secretos, las voces reaccionarias han dominado el discurso una y otra vez. Pero tanto rasgarse las vestiduras ¿está justificado? ¿Es realmente la revelación de secretos un gran riesgo para la magia? ¿Son los secretos la única fuente de poder del mago?
Cuando compras un truco en una tienda, por lo que realmente estás pagando es por el secreto. Con excepción de las ilusiones a gran escala, la utilería es accesoria. Lo que adquieres es el acceso a la propiedad intelectual. Pero los secretos de la magia son una forma poco habitual de propiedad intelectual que no está protegida por las salvaguardias convencionales. No puedes registrar los derechos de autor de un truco de magia y patentar el método que hay detrás de un efecto lo convierte automáticamente en información pública. John Nevil Maskelyne lo descubrió por las malas cuando en 1875 patentó su famoso Psycho, un robot que sabía jugar a las cartas y hacer cálculos matemáticos. Poco después un periodista investigó la patente y publicó el método en Macmillan’s Magazine. Al ver su secreto hecho público en los quioscos de todo el país, Maskelyne se enfureció. De forma similar, en 1933 la compañía tabacalera R. J. Reynolds expuso en un anuncio de Camel el truco de Horace Goldin para serrar a una mujer en dos. El anuncio era parte de una agresiva campaña de marketing —con promociones a todo color en más de mil periódicos— que revelaba los métodos de treinta y nueve trucos clásicos. Qué es lo que todo ello tenía que ver con los cigarrillos, si es que tenía algo que ver, no se explicó nunca. «Es divertido ser embaucado —decía el eslogan—, pero aún más conocer el secreto.» Goldin llevó a juicio a R. J. Reynolds acusándoles de competencia desleal, pero el juez desestimó los cargos alegando que Goldin había registrado la patente en 1923. Numerosos casos similares se han perdido, una vez descubierto que el truco del demandante ya se había puesto por escrito con anterioridad. Como es de esperar, pues, muy pocos efectos llegan a patentarse.
Los magos habitan una zona fantasma en la legislación de la propiedad intelectual que comparten con los chefs y los diseñadores de moda. (Tampoco puedes tener el copyright de unos zapatos,[3] por ejemplo, ni de una receta.) Pero eso no impide que puedan invocar sus propias leyes extraoficiales. En ausencia de protección legal, el mundo de la magia está gobernado por una serie de normas profesionales, como ocurría en los gremios medievales.
Además de imponer la regla del secreto, la comunidad de la magia suele sancionar a quienes piratean el trabajo de los demás. En un mundo que no cuenta con la protección de las marcas registradas, la atribución se convierte en algo fundamental. La acreditación correcta es la moneda de curso legal del reino. Razón por la que en los textos, en las conferencias sobre magia y en los DVD, cada truco lleva meticulosamente su nota al pie. Cada pase tiene una historia detrás y un apellido vinculado a él: el volteo de Vernon, el cull de Hofzinser, el empalme Tenkai, el cambio de Bobo, la sutileza Ramsay, la carga de L’Homme Masqué, el culebreo de Ascanio, el corte Chariler, la cuenta Elmsley, la separación de Green, el control perpendicular de Tamariz. A su vez, la historia y genealogía de las maniobras provoca encendidos debates y rotundas reclamaciones (fue un debate de este tipo el que desencadenó la pelea a puñetazos entre Wes James y Doug Edwards).
La magia es una ciencia de las ideas; algunos de los magos más respetados no han actuado jamás. Igual que ocurre con los físicos, que pueden pertenecer a dos categorías —teóricos o experimentales— los magos son habitualmente o bien inventores o bien intérpretes. Hay quienes se dedican a ambas cosas, pero la mayoría de los grandes nombres —Angel, Copperfield, Blaine— tienen su departamento de I+D externalizado. Los inventores no suelen llegar a ser nombres muy conocidos, pero sí cuentan con una altísima estima dentro del gremio. Pocos profanos han oído hablar de Jim Steinmeyer, por ejemplo, el genio que está detrás de muchas de las ilusiones más famosas de David Copperfield; ni de Paul Harris, el hombre que enseñó a David Blaine la mayor parte de lo que sabe. Pero entre los magos esos tipos son como dioses.
Cualquiera que se descubra que ha quebrantado las reglas del plagio se enfrentará a algún castigo en forma de acción colectiva. Hace algunos años, una empresa de Inglaterra llamada Illusions Plus empezó a copiar el material de otro mago. Legalmente no había nada que la parte perjudicada pudiera hacer, pero el gremio se unió como una piña y acudió en su ayuda. Las revistas de magia dejaron de publicar los anuncios de la empresa y los profesionales en activo boicotearon sus productos. Muy pronto Illusions Plus siguió los pasos de Lehman Brothers.
Un código ético consignado en los estatutos de las distintas sociedades sostiene la disciplina. Todas las grandes órdenes mágicas exigen que los neófitos hagan un juramento de secreto y respeto al código. Si esto suena un poco a masón, no es por coincidencia. Existe una conexión ancestral entre la magia y estas antiguas hermandades. Nada menos que diecinueve de los presidentes que han tenido la SAM y la IBM fueron masones, y cada año estos últimos celebran reuniones secretas, a puerta cerrada, conocidas como la Logia Invisible, en las convenciones nacionales de la SAM y de la IBM. Lo sé porque he intentado infiltrarme en la Logia Invisible en varias ocasiones y cada una de ellas he sido expulsado por un hombre de pelo blanco que lucía el emblema del rito escocés (un águila bicéfala).
La línea de partida, el dogma central de la magia, es que toda forma de revelación —incluso aunque sea del material propio— contribuye a socavar el arte. Desvelar un secreto se considera una forma de vandalismo. Neutraliza el misterio y deslustra la marca, reduciendo toda la grandeza de la magia al nivel de un mero acertijo intelectual. Los espectadores pierden el interés y los magos su empleo. Si un poquito de información resulta peligrosa, mucha supone una sentencia de muerte.
En realidad, la cosa es más complicada. Durante la edad de oro de la magia escénica, a finales del siglo XIX y principios del XX, los magos se dedicaban continuamente a desvelar los trucos de sus rivales en su competición por los ingresos. Un gran nombre como Maskelyne podía estrenar una ilusión y al mes siguiente encontrarse con que sus rivales habían publicado un panfleto desvelando el método. Como resultado, los magos estaban inventando constantemente nuevos trucos para mantenerse en cabeza. No creo que sea ninguna coincidencia el hecho de que la edad de oro de la magia escénica fuera también la edad de oro de la revelación de secretos, porque esta última impulsa la innovación. Igual que la competitividad empresarial conlleva un crecimiento económico al obligar a las empresas a evolucionar, la revelación de secretos fuerza a los magos a modernizar sus actuaciones e inventar material nuevo. El secretismo, sin embargo, es como una licencia para holgazanear. Igual que los monopolios mercantiles, conduce al estancamiento.
Existen más libros sobre magia que sobre ninguna otra rama del entretenimiento —ya sea el cine, el teatro o la danza— y, sin embargo, de alguna forma cada uno constituye un acto de traición que desafía el juramento de secreto (y, como es de suponer, muchos de los libros que hoy forman parte del canon de la magia fueron inicialmente condenados como una violación de la fe). Si la revelación de secretos es tan dañina, ¿cómo es que la magia no está ya más que muerta? Y al hacer público tu propio material, ¿no estás renunciando a cualquier reivindicación de secretismo?
Los magos venden sus secretos. Editan DVD y libros con las notas de sus conferencias. Abren tiendas de magia. Venden sus productos online, a menudo en las mismas webs en las que anuncian sus espectáculos. Y sin embargo, esos mismos magos montan en cólera cuando sus secretos se filtran en un foro que no es exclusivo para miembros del gremio. Para mí esto es un poco como empeñarse en poner puertas al campo. Si mi artículo se hubiese publicado en la revista Magic o en Genii nadie habría siquiera pestañeado. Lo que produjo el escándalo es que escribí el artículo para Harper’s, una revista de gran tirada para profanos.
No hace mucho, una amiga me visitó en mi apartamento y vio un número de Genii que tenía sobre la mesa de centro. Hojeándola me preguntó: «¿Se puede suscribir todo el mundo? ¿Y entonces qué es lo que impide que la gente se entere de todos los secretos?». Era una reacción comprensible. Tal como lo cuentan los magos, uno creería que van cargando de un lado a otro con sus secretos bien guardados en maletines encadenados a la muñeca. Quizá la cosa no sea tan sencilla como ir a un quiosco y comprar una revista de magia, pero sí se pueden comprar por correo y online, y en teoría cualquiera puede suscribirse. En la práctica, sin embargo, el propio público se autorregula. Solo los entusiastas de la magia se suscribirían a una revista de magia. Yo mismo estoy suscrito a seis de ellas, incluida una en español.
En realidad, los intentos de desmitificar la magia solo contribuyen a aumentar la curiosidad de la gente. Prácticamente todos los trucos clásicos han sido revelados en uno u otro momento. Para bien o para mal, los magos siguen serrando a la gente en dos aunque el método de Goldin lleva siendo público bastante tiempo. Cualquiera puede aprender cómo funcionan la mayoría de las levitaciones, pero intenta encontrar en Las Vegas un espectáculo de magia que no incluya algún tipo de efecto flotante. Me han preguntado infinidad de veces si sé cómo consiguió David Copperfield hacer desaparecer la Estatua de la Libertad, la mayor ilusión de la historia, y eso que el secreto está al alcance de un clic de ratón. El famoso «Think-a-Drink»[*] de Charles Hoffman, que fue desvelado por primera vez hace más de cincuenta años, es ahora el truco insignia del ilusionista preferido de la alta sociedad neoyorquina, Steve Cohen, quien se embolsa un millón de dólares al año realizando actuaciones privadas y un espectáculo semanal en el Waldorf Astoria.
En la magia existe una regla no escrita que dice que nunca debes repetir un efecto para el mismo público. Pero en la práctica es posible engañar a la gente con el mismo truco una y otra vez, incluso una vez que se ha revelado su secreto. A principios de la década de 1980, un prestidigitador solitario apareció en la televisión británica y reveló en horario de máxima audiencia el truco de una desaparición simple que realizaba usando un pulgar falso. Los magos de todo el mundo enseguida arremetieron contra el molino de viento que tuvieran más a mano. Pero al día siguiente, el veterano showman Paul Daniels apareció en el mismo programa, ejecutó el mismo truco con una variación menor en la manipulación y engañó a todo el mundo. (Paul Daniels es una leyenda de tal magnitud en el Reino Unido que si mandas una carta indicando en el sobre «A Paul Daniels, el mago, Inglaterra» la recibirá.)
Los magos avezados siempre han sabido cómo sortear las revelaciones e incluso cómo usarlas en su favor. El innovador dúo Penn y Teller revela a menudo el secreto de alguno de sus trucos para inmediatamente después freír al público ejecutando el mismo efecto de forma distinta. En una de sus actuaciones, enseñaron al público durante el primer acto cómo se hacían tres trucos distintos de cartomagia —y podías sentir cómo la vieja guardia contenía el aliento, horrorizada— y después, durante el intermedio, mandaron al virtuoso de la magia de cerca Jamy Ian Swiss a pasearse entre la multitud haciéndoles trucos de cartas usando solo esos tres efectos. Ni una sola persona los pilló.
Penn y Teller hacen también una versión del truco de los cubiletes en la que usan cubiletes transparentes y, aun así, consiguen engañarte. Y no solo eso, sino que Teller ha descubierto que incluso después de presenciar este efecto, aún puede engañarse al público con la versión clásica de los cubiletes opacos. Todo esto demuestra un principio general: los trucos de magia pueden engañarte aun cuando conozcas su secreto, porque explotan mecanismos de la percepción que están grabados en nuestro cerebro. Claramente, la magia consiste en algo más que en mantener al público en la ignorancia.
Al antiguo régimen se le pusieron los pelos de punta cuando Penn y Teller irrumpieron en la escena a principios de la década de 1980. «Penn y Teller despojan a la magia de su misterio —exclamó enfurecido David Berglas, presidente del Círculo Mágico—. Nos iría mejor si guardáramos nuestros secretos en vez de andar desvelándolos.» Pero para el joven dúo, actuar para la inteligencia del público —al tiempo que seguían engañándolo— era una forma de elevar el arte. Después de que apareciera mi artículo hablé con Teller acerca de mis roces con la SAM. «Si los magos se enfadan contigo es que estás haciendo algo bien —me dijo—. Significa que estás del lado del público.» Me contó que los magos les habían dado muchísima caña a Penn y a él cuando empezaron a actuar y concluyó: «Es una tormenta en un vaso de agua». El brillante mago neoyorquino Simon Lovell, que desde hace tiempo tiene un espectáculo en el SoHo los sábados por la noche, lo enfocó desde un ángulo similar, aunque un poco más triste. «Oh, que les jodan —me dijo cuando le conté que me iban a expulsar de la SAM—. La edad media de sus miembros es cadáver.»
En las postrimerías de las hazañas del Mago Enmascarado, los rumores de la muerte de la magia resultaron ser enormemente exageradas. La asistencia al Magic Castle siguió siendo tan alta como siempre. Criss Angel consiguió un contrato de diez años por cien millones de dólares en el Luxor, aun cuando varios de sus trucos se habían filtrado. David Copperfield mantuvo su posición elevada en la jerarquía de Las Vegas, a pesar de que le habían sacado del armario al menos tres de sus ilusiones. En mi propio lindero del bosque, la demanda local de magos iba en aumento. «Después de todo aquello conseguí más trabajo que nunca», me dijo Asi Wind, un brillante artista de Nueva York. Como la mayoría de los miembros de la generación más joven ni siquiera se inmutó. «¿Crees que puedes explicar mi magia en un programa de treinta minutos?» Y se rio.
En la época en que apareció Descifrando el código de los magos no se emitían espectáculos de magia en horario de máxima audiencia. Hoy hay varios. Uno de ellos, Masters of Illusion, se emite justo después que Descifrando el código de los magos, circunstancia que ha dejado a muchos magos rascándose la cabeza pensativamente. ¿No deberían ambos programas anularse mutuamente, como la materia y la antimateria? ¿No se está disparando al pie la cadena? El hecho de que coexistan sugiere que con toda probabilidad comparten el mismo público. Claramente, a ojos de la mayoría de los espectadores, ambos programas se complementan mutuamente.
El principal problema de la postura militante contra la revelación de secretos es que subestima a la magia. Dibuja una idea de la magia como si fuera una empresa estancada con un puñado de secretos que podrían agotarse con facilidad. En realidad, el campo de la magia se encuentra en rápida evolución. Cada semana se desarrollan nuevos pases, nuevas formas de empalme y de prestidigitación. Ni siquiera aquellos que se dedican a la magia a tiempo completo pueden seguir el ritmo. Los métodos han alcanzado tal nivel de complejidad que se necesitan años de experiencia y un amplísimo catálogo de conocimientos técnicos solo para estar al día. Quizá hubo una época en la que podías aprender todo lo que había que saber acerca de la magia, pero ese momento quedó atrás hace al menos un siglo. Al final te das cuenta de que no hay peligro de saturar de pescadores el mar de los trucos, pues hay secretos suficientes como para durar un millón de años. Antes de que se nos acabe la magia se nos acabarán las canciones. Incluso si de algún modo llegaras a aprenderlo todo, probablemente mañana tus conocimientos ya estarían atrasados. Y si los magos están constantemente engañándose unos a otros con ideas nuevas, ¿qué esperanza hay para los profanos?
Tomemos la carta ambiciosa, por ejemplo, el famoso truco que consiguió engañar a Houdini. Es uno de los efectos más antiguos y más populares de la magia. Se ha escrito sobre el método clásico y se ha desvelado su secreto incontables veces. Y, aun así, los expertos siguen engañándose unos a otros con él, en parte porque cada mago lo hace suyo de una manera. (Shawn Farquhar, el canadiense después de quien tuve que actuar en las Olimpiadas de la Magia en Estocolmo, llegó a ganar el Grand Prix de magia de cerca en el Campeonato Mundial de 2009 en Pekín con su característica rutina de la carta ambiciosa.) Como todo gran truco, la carta ambiciosa ofrece un lienzo casi ilimitado para que los magos expresen su creatividad. Lo mismo sucede con los anillos enlazados, los cubiletes, la metamorfosis…, con todos los clásicos.
La histeria que desató el Mago Enmascarado es también injusta con el público, pues deposita en él poca confianza. Infantiliza a los espectadores insinuando que no se puede confiar en que estos no pisoteen su propia diversión y arroga al artista el poder de decidir qué es lo que le conviene al público. La creencia de que «el bocazas hunde el truco» sugiere que solo hay una forma de disfrutar de la magia: a través de los ojos de Peter Pan. Pero ¿por qué debería ver todo el mundo la magia con los mismos ojos?
De nuevo, Penn y Teller fueron directo al grano, esta vez con un espectáculo en el que los miembros del público decidían por sí mismos si querían conocer el secreto o mantener el misterio del truco (y a los que no deseaban conocer el truco se les vendaban los ojos). Al invitar al público a ejercer la agencia de su propia experiencia, esta rutina desafía la noción comúnmente aceptada de que la magia solo puede disfrutarse desde detrás del velo de la ignorancia.
Cuando oigo a Jeremías como David Berglas echar sapos y culebras por la boca en contra de la revelación de secretos de una forma que sugiere —tanto a los magos como a los profanos— que la magia dejó de evolucionar hace cien años, me acuerdo de Max Planck, a quien un profesor de la universidad le dijo que debía abandonar la física porque todos los descubrimientos importantes se habían realizado ya. «La física está acabada —se mofó el profesor de Planck—. Es un callejón sin salida.» Menos mal que Planck no le escuchó, porque veinte años después contribuyó al descubrimiento de la mecánica cuántica, la mayor revolución en el campo de la física desde Newton.
La física ha muerto. Larga vida a la física.
La magia es una ciencia tanto como un arte y en ciencia el conocimiento solo sirve para hacer más profundo el misterio. Cada nuevo hallazgo abre las vistas a un territorio inexplorado en las fronteras de la comprensión humana. En cada una de las respuestas se oculta un nuevo acertijo en una red interminable de incógnitas. «La inmensidad del cielo ensancha mi imaginación; atrapado en este carrusel, mis pequeños ojos captan luz de un millón de años de antigüedad. Una enorme estructura de la que yo formo parte. ¿Cuál es su patrón, su significado, su porqué? No hace ningún daño al misterio que revelemos algo de él.» Son palabras del físico Richard Feynman y a mí me parece que pueden aplicarse a la magia tanto como a la física.
La magia ha muerto. Larga vida a la magia.
Casi esperaba que la siguiente carta me llegara con una paloma mensajera o con el búho Hedwig. La esperé conteniendo el aliento, hecho un manojo de nervios, o más bien un campo entero de nervios. Mientras tanto empecé a preparar mi defensa. Había decidido que iba a plantearlo como un sondeo, un referéndum sobre el secretismo. Probablemente perdería pero ¿quién sabe? Quizá podría apañármelas para persuadir a algún juez activista liberal de mis planteamientos en contra del código del mago. Imaginaba algo como el juicio de Scopes. Fantaseaba con conseguir que Alan Dershowitz me representara. Estaba preparando una presentación amicus curiae, aunque no tenía ni idea de qué era eso. Había elegido como consejeros a un amigo filósofo y a una abogada especializada en derechos humanos de Washington D.C. que había conocido en una fiesta de Halloween (yo era Anton Chigurh, el asesino de No es país para viejos, y ella era La noche estrellada de Van Gogh). Los bocetos ilustrados del juicio mostrarían a mi equipo legal —que, había decidido, incluiría al menos a un payaso— acosando al «director de ética» y a todos aquellos testigos inmateriales que habían interpuesto sus quejas contra mí languideciendo al pie de la cruz.
Pero nunca ocurrió.
El 24 de diciembre llegó y se marchó sin mayor incidente. Ni cartas ni búhos ni nada. La Society había dado marcha atrás con el caso. Yo había visto su farol, les había mirado a los ojos con mi carta de leguleyo y me había hecho con la victoria antes de que sonara siquiera el primer golpe del martillo. Caso desestimado.
Bueno… más o menos. Mi carnet de miembro del círculo local había caducado y Tom Klem, el director de nuestra orden local, se negaba a dejarme pagar mi cuota. Ya les había pagado con retraso anteriormente así que esta era la forma que había elegido la junta para expulsarme arguyendo un tecnicismo, ex parte y sin derecho a vista oral. Pero mi condición de miembro del círculo nacional seguía siendo válida, y eso era mucho más importante.
De todas formas, estaba inquieto. Aunque se me había concedido un aplazamiento (más o menos), esta dura experiencia había conseguido enturbiar mi año del pensamiento mágico. Y tampoco ayudaba mucho a arreglar las cosas el hecho de que Richard M. Dooley, el antiguo presidente del círculo nacional, negara tener recuerdo alguno de haber firmado mi inscripción en las Olimpiadas de la Magia (y eso que no solo la había firmado, sino que también la había enviado por mí). Quizá lo había olvidado o tal vez se avergonzaba demasiado de haberle puesto el sello de calidad a un perdedor, por no decir a un traidor. Tras las olimpiadas, un nuevo presidente había ocupado su puesto. ¿Habrían despojado a Dooley de sus honores por mi culpa? Me habían asegurado que ese no era el caso, pero yo tenía mis dudas.
Después de la debacle de la SAM, no me dejé ver mucho por Rustico II los sábados. Ya sabía lo que pensaba Wes de la revelación de secretos. «Jamás desvelo los procedimientos», me había dicho una vez cuando mencioné el asunto. Y sus sentimientos hacia Penn y Teller no eran ni mucho menos afectuosos. «No tengo claro que algunas de las cosas que hacen sean éticas», me dijo directamente. Decidí que sería mejor ser discreto hasta que se calmaran las aguas. Pero solo podía esquivar a Wes durante un tiempo. Al fin y al cabo él era mi maestro. Finalmente tendría que enfrentarme a él.
Fui hasta Rustico II esperándome lo peor. Después de todo, estamos hablando de un hombre que una vez noqueó a otro tipo a causa de un truco de más de cien años de antigüedad relacionado con un huevo. Y yo había roto la regla principal de la magia. ¡Había desvelado algunos de sus secretos! Temía literalmente por mi seguridad.
Pero Wes, como siempre, estaba lleno de sorpresas. Me dio la bienvenida a la mesa sin mostrar el menor titubeo, ofreciéndome un asiento junto a él como si nada hubiera pasado. Esto me aturdía. De todas las personas que habían leído mi artículo, él era la última de la que hubiera esperado una muestra de clemencia.
Conmovido por su amabilidad me vine abajo totalmente. Le dije que me sentía fatal por todo el incidente y que me arrepentía de haber escrito el artículo, cosa que era verdad. Me pasó el brazo por el hombro y me dirigió una sonrisa. «Lo sé —me dijo con voz queda y un deje de aprobación—. Lo sé —acababa de volver de fumarse un cigarrillo en la calle y podía percibir el olor de los Pall Mall mentolados en su aliento. Muerte mentolada—. Pero es bueno oírtelo decir a ti.» Y después de eso, todo quedó perdonado.
Nos pasamos el resto de la tarde hablando de un experto en numismagia italiano llamado Giacomo Bertini que estaba en la ciudad para asistir a la convención del FFFF y que iba a dar una conferencia y un taller en la SAM esa misma semana. «Te diré una cosa —resopló Wes—, tiene el mejor empalme clásico que he visto nunca. No se parece a nada. De verdad que no.» Como siempre, Wes se sabía la partitura. Tenía una copia de un DVD pirata que incluía parte del material más secreto de Bertini, puesto en circulación por un trabajador de la magia de cerca de Chicago. Bertini se había convertido en una especie de estrella en el circuito internacional de numismagia.
Después contacté con Ken Schwabe para intentar hacer algún apaño y ver a Bertini. «Esto es extraoficial —me dijo Ken con mucho secretismo—. No estoy hablando como director de la comisión de actos porque el taller no está organizado oficialmente por la SAM.» La conclusión era que podía asistir al taller porque era un proyecto particular de Ken, pero si me dejaba ver en la conferencia de la SAM, me recibirían con antorchas y tridentes.
El taller tendría lugar en una ubicación secreta. Solo después de que Bertini diera su aprobación y de haber pagado la inscripción se me comunicó la dirección. Aparentemente les preocupaba que hubiera alguien que se colara en la fiesta, cosa que yo sinceramente no esperaría tratándose de un taller de seis horas que se impartía en italiano un sábado por la tarde.
Fui a ver a Ken para darle el dinero en persona. Lo contó dos veces, circunspecto como un traficante de droga, y me dijo en tono misterioso que no habría devoluciones. Debía esperar nuevas instrucciones. Esa noche me mandó por correo electrónico las coordenadas de la localización secreta, que, por supuesto, resultó ser el mismo sitio donde nos reunimos siempre.
El taller bien mereció el precio de la inscripción. Bertini era un pensador brillante y su técnica era de una exactitud matemática. Hacia la quinta hora empecé a preguntarme qué motivación podría ser la que nos llevaba a dedicar tanto tiempo y esfuerzo a algo tan esotérico. A esta altura ya había pasado el suficiente tiempo de mi vida en compañía de yonquis de la magia para saber que los Bertini del mundo no se meten en esto por dinero ni buscando la fama. Al escuchar a Bertini hablar largo y tendido sobre la correcta ejecución del empalme clásico —el ángulo de las monedas, la postura de los dedos, todo ello efectuado con precisión milimétrica— me di cuenta de que su vida estaba dedicada a la encarnación de una visión estética. Imaginé que para él las monedas eran como símbolos abstractos en una ecuación matemática, representaciones de una realidad ideal, de dimensiones infinitas. «Esto es tan poderoso como la Estatua de la Libertad —me dijo una vez un mago mientras levantaba con la mano medio dólar y lo mostraba a la luz—. El tamaño no importa.»
Cuando salí del taller aquella noche, rumiando aún estas reflexiones, me topé con un cuarentón fofo de ojos azules y pelo canoso a quien llamaremos John. Era la encarnación ideal del sector demográfico blanco-anglosajón-protestante. Mi artículo no le había gustado. «Has hecho muchos enemigos —me dijo con tono agrio—. Y son más poderosos de lo que tú crees —hablaba con rapidez y casi en un susurro—. Eres una oveja negra y eso es algo muy peligroso. —Hizo una pausa y su voz se volvió aún más queda—. La señal que transmites es que nada te importa una mierda.»
Salimos fuera e inmediatamente se encolerizó. Parados en medio de la calle, me echó una fuerte reprimenda y yo la aguanté como pude. Lo que más le había enfadado es que el pie de autor del artículo me identificaba como mago profesional y no como amateur. Esto, para él, era inexcusable. «No vuelvas a hacerte pasar por profesional nunca jamás —siseó—. Es una grosería, es incorrecto y mentiste.»
Varios minutos más tarde, después de que hubiera soltado la mayor parte de su ira, pudimos mantener una discusión más comedida. Aunque se hubiera puesto a vociferarme en medio de la calle Noventa y seis, apreciaba su sinceridad y tenía claro que todo aquello salía de un lugar lleno de auténtica pasión. Y también lo había visto hacer cortes y estaba claro que tenía una habilidad enorme. (Había aprendido con el gran Slydini.) Cogimos juntos el autobús para cruzar la ciudad —él también vivía en el Upper East Side— y conversamos acerca de la ética de la magia.
John consideraba que si los magos querían que su material se mantuviera secreto no debían publicarlo en ningún sitio, ni siquiera en las revistas profesionales. Yo admiraba la consistencia de su posición, aunque no dejaba de ser un poco radical. «Soy un cabrón reservado —dijo encogiéndose de hombros—. No puedo ser más de la vieja guardia. Crecí en un lugar donde lo importante era que los mayores supieran transmitir los secretos a los jóvenes. Soy una reliquia. Pero entiendo que ahora estamos en medio de este conflicto abierto. Todo este tema de la información. No entendemos del todo las ramificaciones de una base de datos que permita hacer búsquedas.»
Se disculpó por haberme gritado y yo lo hice por haberme tomado a la ligera el código de honor y para cuando el autobús salió de Central Park ya éramos viejos amigos. «Tienes que amar el arte —me instó cuando nos bajábamos del autobús y nuestros caminos estaban a punto de separarse—. Eso es lo más importante. Todos queremos ser otra persona. Pero la labor del artista es ser quien es.»
Tal lealtad al oficio en sí mismo era algo a lo que quizá no había prestado la suficiente atención cuando publiqué mi artículo. Pero, por otro lado, ¿qué tenía que ver la belleza con el secretismo? La magia es mucho más que una colección de técnicas. Cualquier arte requiere tanta honestidad como imaginación. Así que, si bien me arrepentía de haber ofendido a aquellos que habían entregado su vida a la magia, también sentía el compromiso renovado de repensar las tradiciones a las que muchos de ellos estaban atados.
Con esta idea en mente, decidí crear mi propia sociedad de magia. En Columbia había un club para casi todo —ajedrez, videojuegos, anime, deportes de motor, modelo de Naciones Unidas, bailes latinos, música klezmer— pero no había nada para magos. Esto me parecía una omisión indignante por parte de la secretaría de actividades de estudiantes, una a la que estaba dispuesto a poner remedio.
Para formar mi propia sociedad de magia en el campus me dirigí a otros clubes cuyo público, pensé, estaría en el mismo sector demográfico, entre ellos el club de ciencia ficción, la sociedad de kung-fu y el equipo de waterpolo femenino. Desde el principio decidí que la nuestra sería una sociedad de magia hecha con un molde diferente. No habría juramentos ni rituales. Cualquiera podría unirse a ella. El único requisito sería tener interés en la magia y la determinación de aprender.
En la reunión inaugural de la Columbia Magic Society aparecieron dos personas: una estudiante china llamada Yintiang que hablaba muy poquito inglés y un entusiasta joven francés llamado Jean que estudiaba un MBA y que quería aprender magia para conocer mujeres. El primer día les enseñé los rudimentos de mi rutina de la carta ambiciosa. Ambos parecían entusiasmados.
Empezó por poca cosa, pero creció rápidamente. En la segunda reunión ya éramos el doble de gente. Durante los meses siguientes nuestro número se volvió a doblar. Pronto tuvimos nuestra pequeña comunidad de aspirantes a magos.
Me di cuenta de que, de seguir adelante, muchos magos me verían como un apóstata, tal como le había ocurrido a John. Pero, en todo caso, haber sido condenado por mi sociedad local solo contribuyó a reforzar mi determinación, avivando las llamas de mi obsesión y arrastrándome más profundamente a este bizarro mundo.