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El analista táctil

Después de llevar un tiempo trabajando con Wes, decidí buscar al hombre a quien se considera el mejor tahúr del mundo. Lo que me movió a hacerlo fue una historia que había leído acerca de Dai Vernon, el maestro del propio Wes. En 1932, Vernon había viajado a Missouri en busca de un timador llamado Allen Kennedy que era célebre por su dominio de la dada del centro, es decir, por su forma de repartir furtivamente cartas del medio del mazo. En esa época, muchos magos, Vernon entre ellos, consideraban que la dada del centro era el santo grial de los juegos de manos para el apostador, porque si uno es capaz de repartir cartas del centro del mazo nunca tendrá que preocuparse por el corte. Después de una larga búsqueda, Vernon consiguió dar con Kennedy y le ofreció enseñarle su mejor material a cambio de ese movimiento (Vernon era patológicamente secretista, así que debía tener un enorme deseo de obtener esa información). Años después, Vernon legó el conocimiento de la dada del centro de Kennedy a los miembros más íntimos de su clan. El hombre al que yo estaba buscando era uno de ellos.

Se llamaba Richard Turner y, por suerte, tenía programada una charla a puerta cerrada en la Society of American Magicians de Nueva York. Aunque fuera del mundo de la magia y del juego era un desconocido, se decía que Turner era un prestidigitador sin igual, un hombre cuya pericia con la baraja rayaba lo sobrenatural. Nada menos que un técnico de la altura del propio Vernon le había distinguido como el operador de naipes más dotado del que había tenido noticia en las ocho décadas de su carrera, mejor aún que el mismo Kennedy. «Richard Turner hace cosas con las cartas que nadie más puede», dijo Vernon una vez.

Deseaba saber qué era lo que le hacía tan bueno y quizá también aprender uno o dos trucos por el camino. Además, quería comprobar si estaba a la altura de su fama. Las historias que se contaban de él eran como mínimo improbables y, como ya había aprendido anteriormente, el mundo de la magia está sembrado de medias verdades y rumorología: lo que Jeff McBride llama «falsclore». La palabra «famoso», cuando acompaña a la presentación de un mago, significa más o menos lo mismo que cuando se añade al nombre de una pizzería de Nueva York. Pero lo que me presentaba más dudas era el hecho increíble de que Richard Turner, el mayor tahúr vivo y muy probablemente el manipulador de cartas más fino de todos los tiempos, era ciego.

Con su sombrero Stetson negro, sus botas de piel de lagarto y su bigotón de Doc Holliday, áspero como una planta rodadora del desierto, Richard Turner tiene pinta de propietario de un salón del árido Oeste, de vaquero de la época victoriana o de guía de un pueblo fantasma. Cuando la noche de su charla vi por primera vez a esa aparición atravesar a grandes zancadas el aséptico auditorio situado en la parte trasera del Mount Sinai Medical Center de Madison Avenue —la nueva batcueva de la SAM—, miré su cadera buscando la cartuchera y el revólver, los únicos elementos que aparentemente faltaban en su atuendo. Pues no. Nada de cartuchera. Únicamente una hebilla de oro macizo con la forma de una mano de póker de cinco cartas, tres ases y dos ochos, la llamada «mano del muerto».

Y eso que Turner tiene licencia de armas. Hace casi tres décadas, cuando las principales familias del crimen organizado de Nueva York y más allá le perseguían sin descanso ofreciéndole millones a cambio de que trabajara para ellos y amenazándole de muerte si no lo hacía, el jefe de la Unidad de Armas y Tácticas Especiales de San Diego le entregó un arma para su propia protección.

Con lo que la mafia quería hacerse tan desesperadamente —aquello por lo que estaban dispuestos a matar— era la sensibilidad táctil de Richard Turner. En esta época audiovisual es un sentido realmente infravalorado, pero en el enrarecido mundo del tahurismo, tener un sentido del tacto bien afinado lo es todo. En el caso de Turner, casi acaba con su vida. Y después de presenciar aquella noche en la charla en la SAM, junto a otros diez o doce magos que habían acudido a verlo actuar, la demostración de sus habilidades de rey Midas, comprendí por qué.

«Repite lo que yo haga», comenzó Turner con voz cálida y pausada antes de dar inicio a las hostilidades, mostrando su sonrisa de bandolero al ofrecer la baraja a la voluntaria que había elegido de entre el público, una treintañera rubia de piel clara y pecosa. «Cuando juguéis al póker, al blackjack, al bridge —a lo que sea que juguéis—, tenéis que aseguraros de que las cartas están bien mezcladas. Empecemos con algunos cortes sencillos. Hacer esto no requiere mucha habilidad.» Turner empezó a cortar las cartas, acelerando gradualmente según hablaba, mientras la voluntaria se esforzaba por no perder el ritmo. «Ahora altérnalo. Ahora intenta hacer un flying three-way. Ahora prueba un “un dos tres cuatro cinco seis siete”. Ahora un corte strip, como en los casinos.» El público rio viendo cómo la voluntaria intentaba en vano seguir las manos de Turner, que se movían como un rayo. No tengo ninguna habilidad —se rio ella sarcástica, al tiempo que Turner empezaba a hacer una serie de mezclas, cada una más intrincada que la anterior. La mujer se quedó allí quieta con aire desafortunado, sin intentarlo más, la viva imagen de la derrota. Ignorándola y dirigiéndose al público, Turner prosiguió.

«Bueeeno —dijo—. Ya estáis listos para véroslas con cómo barajan en los casinos. Haz una mezcla riffle completa. Perfecto. ¿Y, a ver, una mezcla faro? Córtalas por la mitad, intercálalas una a una, haz un puente y suéltalas.» Más risas al tiempo que Turner cortaba el mazo en dos mitades exactas, las entremezclaba y después ejecutaba un corte acrobático con volteo, todo ello con una mano. Se detuvo. «Bien, os he enseñado como media docena de formas de barajar y cortar —dijo—. Las cartas deberían estar realmente bien mezcladas, ¿no?» Sonrió triunfante y esparció las cartas boca arriba sobre la mesa, revelando su prístino orden numérico. «¿Están bien mezcladas?» Todos los presentes en la sala soltamos una exclamación y nos lanzamos a aplaudir armando un bullicioso escándalo que duró casi un minuto. Mientras esperaba que cesara el jaleo, Turner pescó un palillo de su bolsillo, se reclinó en la silla y empezó escarbarse los dientes muy tranquilamente.

Y eso solo era el principio. Turner podía perfectamente hacer mezclas con una mano con una baraja en cada una de ellas simultáneamente. Sus dadas amañadas —en segundas, del centro, de abajo— eran las más engañosas que yo había visto jamás. Su dada del centro con una mano —la más difícil de todas las dadas sucias— parecía limpia desde cualquier ángulo. Hizo incluso una imposible dada griega, la segunda carta desde abajo, que se emplea para esquivar el naipe de corte que se pone en los casinos debajo de la baraja. Repartió un blackjack a otra voluntaria, la otra mujer presente en la sala, con una baraja que ella misma había mezclado y cortado, y lo hizo moviendo las manos muy lentamente para que pudiéramos estudiar todos sus movimientos.

Pero el efecto que destrozó a todos los magos allí presentes aquella noche fue muy probablemente el más simple de todos. Uno de los espectadores cogía una carta, la volvía a colocar en la baraja y mezclaba y, aun así, Turner era capaz de localizarla de alguna manera y controlarla hasta la parte de arriba del mazo, hazaña que, según tengo entendido, hasta ahora nadie ha podido explicar y que ha dejado perplejos a tahúres expertos, magos y personal de casinos por igual.

No está mal para un tipo que, legalmente, está ciego.

De hecho, la visión de Turner está seis grados por debajo del límite de la ceguera como resultado de una enfermedad degenerativa de los tejidos llamada «retinocoroidopatía en perdigonada» que comenzó a destrozarle las retinas a los nueve años. «Tengo la mácula casi disuelta —me contó más tarde, refiriéndose al grupo de células nerviosas que se sitúan casi en la zona central del ojo—. Y el resto de la retina tiene el mismo aspecto que si alguien me la hubiera llenado de agujeros con una escopeta de perdigones.» (De ahí el evocativo nombre de la enfermedad.)

La mayoría de la gente que sufre esta enfermedad habría renunciado probablemente al sueño de convertirse en un número uno de la manipulación de cartas, objetivo que Turner se planteó a los siete años después de ver un capítulo de la serie de televisión Maverick. Pero Turner lo mantuvo. Practicaba día y noche. Comía, bebía y dormía con un mazo de cartas en la mano. Aún hoy duerme con sus cartas y, hace cinco años, cuando se vio obligado a someterse a cirugía por una hernia, seguía aferrado a su baraja en la mesa de operaciones. Según cuenta el mismo Turner, no es que desarrollara sus habilidades a pesar de sus discapacidades, sino gracias a ellas. «Tengo que hacerlo todo con el tacto —explica—. Lo que es una verdadera bendición.»

Ver a Turner dejar atónita a toda una sala llena de expertos me hizo recordar lo que se dice habitualmente de la gente que pierde uno o más de los sentidos principales: que el resto de estos compensan la pérdida agudizándose. Ahora sabemos que esta respuesta compensatoria se debe a un fenómeno llamado «plasticidad cerebral», por el que las neuronas se regeneran y reorganizan como reacción al trauma o a los cambios en el entorno. El cerebro humano, que en tiempos se consideraba una masa calcificada de circuitos inalterables, resulta ser de una elasticidad sorprendente, incluso en la edad adulta, y el estudio de la plasticidad cerebral se ha convertido en un tema central de la neurociencia moderna.

Sin duda, parece que todo lo que Turner perdió con su visión lo ha recuperado en una sensibilidad táctil casi sobrehumana. Es como si pudiera ver a través de sus dedos. Si le das un paquete de cartas, puede decirte exactamente cuántas contiene con solo pasar el dedo por el borde. De hecho, Turner es tan bueno que trabaja como consultor para numerosos casinos y para el mayor fabricante de cartas del mundo, la United States Playing Card Company.

Su cargo: analista táctil.

La idea de que los invidentes desarrollan de forma agudizada sus habilidades no visuales para compensar la falta de visión se remonta muy atrás en el tiempo, a una época en la que no sabíamos nada de la neuroplasticidad. En el terreno de lo semimítico, se decía que Homero era ciego, así como el vidente Tiresias. El Talmud habla de las hazañas memorísticas de los ciegos y de la confianza que los sabios rabínicos depositaban en ellos como verdaderas autoridades en lo tocante a los pasajes realmente oscuros. En su Carta sobre los ciegos para uso de los que ven, escrita en el siglo XVIII, el filósofo francés Denis Diderot describe a un hombre ciego que es capaz de reconocer las distintas voces con una precisión asombrosa. Los músicos ciegos han pasado a la historia como verdaderos mitos de la adaptación sensorial, consideración que aún hoy es moneda común y que está acreditada por la existencia de figuras como Ray Charles, Stevie Wonder y Andrea Bocelli.

Sin embargo, hasta hace bien poco todas las pruebas eran más bien anecdóticas. Solo durante la última década se han desarrollado estudios científicos que han realizado una comparación sistemática de las habilidades de videntes e invidentes y se han adentrado en sus cerebros para ver qué hay en ellos de diferente, si es que hay algo. Incluso pasando por alto toda la sabiduría histórica acumulada, los resultados han revolucionado la forma en la que los neurocientíficos piensan sobre la mente humana.

Pensemos, para empezar, en que las personas ciegas tienen mucho mejor oído que la mayoría de la gente. Tal como hasta hoy han mostrado decenas de estudios, los invidentes superan a los videntes en todos los test de habilidad acústica. Las personas ciegas son mejores en el reconocimiento de la voz, la identificación de sonidos y la localización auditiva, incluso con uno de los oídos tapados. Pueden detectar cambios en la entonación diez veces más sutiles de lo que cualquier persona vidente puede percibir (esta es la razón por la que muchos afinadores de piano son ciegos). El oído absoluto —la habilidad de identificar las notas sin ayuda de otras notas de referencia— se da con una frecuencia tres veces mayor entre los músicos ciegos que entre los que sí pueden ver, y se manifiesta incluso entre aquellos músicos ciegos que han empezado su educación musical a una edad ya avanzada. Y por lo que respecta a la memoria, el Talmud está en lo cierto. Las personas que pierden la visión a una edad temprana tienen una memoria excepcional a corto y a largo plazo, tanto para las palabras como para los sonidos. Estos estudios también han demostrado que su cerebro está inmunizado contra los recuerdos falsos.

En lo tocante a las sensaciones táctiles, las personas ciegas no solo pueden leer con sus dedos —mediante el sistema braille—, sino que pueden reconocer con el tacto letras en relieve e imágenes gofradas y recordarlas con una precisión notable. Son capaces de percibir diferencias mínimas en una textura que para la mayoría de la gente resultarían imperceptibles. Sus dedos pueden notar, por ejemplo, la diferencia entre una muesca y dos paralelas, incluso si ambas están separadas tan solo por una fracción de milímetro. Tan extraordinaria sensibilidad para las texturas y gradaciones de forma y tamaño es la que ha permitido al paleontólogo Geerat Vermeij, uno de los mayores expertos en moluscos del mundo, trazar la evolución de varias especies nuevas que a sus colegas les habían pasado desapercibidas. Simplemente estudiando las conchas con sus manos y palpando las sutiles diferencias en sus formas. Turner tiene el mismo tipo de hipersensibilidad. «Cuando acaricio una carta es como si cada una de ellas tuviera medio centímetro de grosor —dice habitualmente—. Su tamaño se multiplica.» Afirma una cosa similar cuando habla de teclear en su BlackBerry. «Es como si estuviera viendo algo que tiene más de medio metro de ancho.» Y cuando teclea mueve su cabeza de lado a lado, porque las letras se le aparecen en una pantalla gigante en la cabeza.

Armados con sus aparatos de imagen por resonancia magnética funcional y sus escáneres PET, los neurocientíficos han conseguido recientemente adentrarse en el cerebro de sujetos invidentes para observar lo que ocurre bajo la corteza durante estas asombrosas hazañas de la percepción. Lo que encontraron supuso verdaderamente un shock. Como se sospechaba, la lectura mediante el sistema braille y demás tareas relacionadas con el tacto implicaban a la corteza somatosensorial, la zona de materia gris que procesa las sensaciones táctiles. Esto es así en todos los casos, no solo en el de los ciegos. Pero cuando los participantes ciegos leían en braille ocurría algo inesperado: la corteza visual, la parte del cerebro que se encarga de la visión, se encendía también. Aunque vivieran en la completa oscuridad, el ojo interior de los sujetos ciegos disparaba todos los cilindros y exhibía todas las señales del comportamiento cognitivo —aumento del riego sanguíneo, una cascada de actividad metabólica y una lluvia de impulsos eléctricos— que se observaría normalmente en una persona vidente que estuviera con los ojos pegados a un libro o a un partido de béisbol. Lo que demostraban estos escáneres era inequívoco: los sujetos invidentes veían con sus dedos.

Y no solo eso, sino que se descubrió que la corteza visual era la fuerza motriz de todas sus habilidades superiores. En su caso, el desarrollo de algunas tareas no visuales estaba en relación directa con el nivel de actividad de la corteza visual —cuanto más activa estaba, mejor las desempeñaban— y al neutralizar temporalmente su corteza visual con una máquina digna de Marvel llamada «estimulador magnético transcraneano», que crea un campo magnético en zonas determinadas del cerebro, se volvían incapaces de leer braille ni de identificar las letras en relieve. Mientras que si se le hace la misma jugarreta a personas que sí pueden ver no tiene ningún impacto sobre su sentido del tacto, sino que obstaculiza únicamente su visión. Una rama de investigación paralela ha descubierto que en el caso de que un infarto dañe ambos hemisferios de la corteza cerebral, incluso aunque el sistema táctil salga indemne, la persona nacida ciega perderá la capacidad de leer braille. Quizá sea esta la razón por la que personas ciegas como Turner hablan a menudo del tacto en términos visuales. «Cuando toco algo —afirma—, lo estoy viendo frente a mí a escala real. Si palpo un bolígrafo, veo inmediatamente un bolígrafo. Si palpo un peine, veo un peine.» Más allá de constituir una bonita metáfora, la expresión habla de los procesos neurológicos que operan detrás de todo ello.

Este aparente cruce entre los canales visual y táctil tomó a los neurocientíficos por sorpresa en gran parte porque la mayoría de ellos había creído siempre en la existencia de una división clara de tareas entre las principales zonas del cerebro. Se pensaba que cada una de las cortezas primarias se encargaba de una única modalidad sensorial. La corteza visual tenía que ver exclusivamente con la visión, la auditiva solo con el sonido, etcétera. Si por la razón que fuera quedara dañado el alimentador óptico, la corteza visual quedaría para siempre en barbecho, cerrada herméticamente al mundo. Se pensaba que era imposible que se diera una plasticidad intermodal, por la que una de las regiones superiores del cerebro puede sustituir a otra. Y dicha asunción parecía del todo razonable, dado que las señales del nervio óptico viajan hasta el cerebro por trayectos muy definidos, distintos de los de los demás sentidos. Pero una y otra vez seguimos descubriendo que el cerebro está lleno de trucos.

—Elige cuatro cartas del mismo número.

Observé las cartas desplegadas sobre la mesa formando una larga cinta.

—Vale —dije—. Elijo los nueves.

—Coge los nueves —me dijo Turner.

Extraje los nueves de la fila de cartas esparcidas y los guardé en mi mano derecha.

—Cierra la baraja y pon los nueves encima de todo.

Así lo hice.

—Ahora corta la baraja y cuádrala con mucho cuidado, dejándola perfectamente alineada.

Ladeé ligeramente la cabeza. Si cortaba y cuadraba la baraja, ¿cómo iba él a saber dónde estaban los nueves? Turner seguía impertérrito.

—Muy bien —dijo pausadamente, tomando la baraja—. Tus cartas están por ahí, dependiendo de por dónde hayas cortado, ¿no?

Asentí. Después recordé que era ciego.

—Sí, así es —dije.

—Veamos, ¿qué tipos de póker conoces?

—Bueno, juego mucho al Hold ’Em —dije.

—Vale, dime un número de jugadores.

Me paré a pensarlo un momento.

—Seis jugadores.

—Bien, en el Hold ’Em tenemos lo que se llaman cartas de mano —dijo, repartiendo dos cartas boca abajo a cada uno de los seis jugadores imaginarios, contándolas en voz alta— y tenemos las de la mesa —puso una carta boca arriba en medio de la mesa—. ¿Qué carta es?

La miré.

—Un nueve.

Turner quemó la carta superior de la baraja y puso la siguiente en la mesa, boca arriba.

—¿Qué es?

—Un nueve.

—Una se quema y otra a la mesa —prosiguió, dando otra carta—. ¿Qué es?

Se me escapó un suspiro de perplejidad.

—Un nueve.

Dio una carta más y los cuatro nueves quedaron en una fila perfecta sobre la mesa.

Aunque no tenía ni idea de cómo había localizado Turner las cartas, sabía que este era su famosa dada del centro, el truco que había hecho a Vernon viajar hasta Missouri para aprenderlo de Allen Kennedy.

—Esa maniobra es muy chunga, ¿verdad? —pregunté, sabiendo muy bien cuál era la respuesta.

Turner asintió.

—Oh, es un movimiento dificilísimo —dijo—. Pero no es el más difícil de todos.

Me encogí de hombros. ¿Qué podía ser más difícil?

Era poco después de mediodía y estábamos sentados en la cocina de Turner. Tras ver cómo dejaba pasmado a todo el mundo aquel día en la SAM, le pregunté si podía ir a visitarle a San Antonio, donde vive con su mujer, Kim, y su hijo adolescente Asa Spades.[*] Turner me había invitado a pasar el día con él en su casa, una vivienda de ladrillo de adobe de dos plantas y cuatro habitaciones en las colinas pobladas de matorrales de las afueras de la ciudad, no muy lejos de donde yo iba al instituto.

La casa estaba atestada de muebles antiguos, máquinas de hacer ejercicio, fotografías de magos, y trofeos y placas que Turner había ganado bien jugando a las cartas o bien con el kárate (es cinturón negro sexto dan). A través de las puertas correderas de cristal de la cocina se veía, en la parte de atrás de la casa, una piscina cercada por una enorme plataforma de teca. Era un día radiante con un cielo azul que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Turner se crio en San Diego, California, y era el mayor de cinco hermanos. Su padre era un soldador de Tennessee que trabajaba en una fábrica mientras su madre, una nativa de Michigan, se quedaba en casa con los niños. Turner tenía siete años cuando empezó a jugar a las cartas con sus cuatro hermanos pequeños, dos chicas y dos chicos. Jugaban al póker, al rummy, al gin rummy, al ocho loco, a corazones, a picas, a la guerra. Por mucho que cambiara el tipo de juego, una cosa siempre era igual: Turner no perdía nunca. «Empecé a ingeniar formas de asegurarme de que no iba a perder nunca —me dijo—. Y la cosa empezó a perpetuarse. Me fui ganando una reputación. Mi hermana Lori no confiaba nunca en mí. La pillaba siempre con cartas escondidas bajo la alfombrilla.» Cuando su familia no estaba disponible para jugar con él se dedicaba a acumular ases jugando contra un contrincante imaginario. «Y le disparaba con mi pistola de juguete cuando me acusaba de ser un ladrón», me dijo Turner bromeando.

Su primer día en noveno grado, la profesora de lengua inglesa le cazó haciéndole trucos al chico que se sentaba a su lado. Le confiscó las cartas y le envió al fondo de la clase. Pero el castigo no hizo mella. Al poco tiempo estaba desplumando a sus compañeros en partidas de póker y gin y pagando a otros chicos con esas ganancias para que le hicieran los deberes. Hasta inventó un juego que llamó massage poker y que usaba para conseguir que sus compañeras de clase le dieran masajes. «Había una apuesta inicial de treinta segundos —me explicó—. Podías apostar entre quince y sesenta segundos y al final de la mano el ganador conseguía un masaje en la parte que quisiera.»

Para cuando cumplió la edad legal para beber, Turner ya sabía hacer dadas del centro, de abajo y preparar un paquete al barajar, movimientos que muy pocas otras personas sabían hacer. «Lo visualizaba todo en mi cabeza —me contó—. Solo había leído dos libros en mi vida: el de Erdnase, y fue en versión casete, y luego alguien me leyó partes de un libro llamado Seconds, Centers and Bottoms, de Marlo. Eso es todo. Esas son las únicas lecturas que hice alguna vez.»

Turner conoció a Dai Vernon a los veintiún años, en el Magic Castle de Los Ángeles. Impresionado con las habilidades de Turner y con su patológica ética del trabajo, Vernon lo acogió bajo su ala. Los dos se hicieron buenos amigos y trabajaron juntos durante diecisiete años. «Compartía conmigo cosas que no compartía con nadie más —recuerda Turner—. Fui muy, muy afortunado.» Turner y su mujer organizaron una fiesta para Vernon en su noventa y ocho cumpleaños, dos meses antes de que muriera.

A principios de la década de 1980, Turner había alcanzado la suficiente notoriedad como manipulador de cartas para atraer la atención de los principales sindicatos del crimen internacionales. El primero que llamó a su puerta fue R. D., un capitoste de la mafia de Nueva York que ofreció a Turner dos mil dólares al día para que jugara por él en el circuito de Los Ángeles. «Jugamos unas partidas y era bastante bueno dando segundas y echándose faroles —recuerda Turner—. Entonces empecé a enseñarle lo que yo sabía hacer, y me dijo: “Tú solo puedes hacer lo mismo que cuatro de mis operadores juntos”.» R. D. estuvo persiguiendo a Turner durante seis años. Y de pronto, un día Turner escuchó el nombre de R. D. en las noticias de la noche. El FBI había desarrollado una operación contra la mafia en San Diego y R. D. iba camino de la cárcel.

Tras él llegaron los saudíes, con ofertas millonarias para que jugara con el dinero del petróleo. Pero Turner lo tuvo claro. «Si aceptas una situación como esa, estás usado al cien por cien.» Traducción: «Cuando han acabado contigo, te liquidan». Aún más temible fue un traficante de diamantes de Sudáfrica que quería que Turner organizara partidas amañadas a las afueras de Sun City. Más de un cuarto de siglo después aún puedes percibir un débil eco de temor en la voz de Turner cuando recuerda un vuelo a través del país en el que se encontró a Mister Diamond, como él lo llama, sentado al otro lado del pasillo. «Hola, Richard —le dijo—. Quería proponerte un pequeño negocio.»

«El tipo conocía cosas de mí que desde luego no debería saber —cuenta Turner—. Yo andaba viajando, actuando por aquí y por allí, o participando en espectáculos, y él siempre sabía exactamente dónde estaba. Me llamaba a la habitación del hotel: “Richard, estoy abajo. Permíteme que te invite a cenar”.» Mister Diamond ofreció a Turner cientos de miles de dólares al año, un anillo de diamantes para el meñique de cinco quilates por valor de setenta mil dólares —«Sabía que si lo aceptaba, estaba vendido»— y aparecer en The Tonight Show. Turner lo rechazó todo y Mister Diamond le hizo una última oferta. «Si alguna vez quieres matar a tu mujer o a otra persona —dijo—. Puedo arreglarlo. Un accidente. Una explosión. Nadie se enteraría.»

Temiendo por la seguridad de su familia, Turner le entregó la tarjeta de visita de Mister Diamond al capitán de la Unidad de Armas y Tácticas Especiales de San Diego, un hombre llamado Charles Curtis que un año antes había ayudado a dar con la pista de Henry Lee Lucas, el asesino en serie de Texas. Curtis armó a Turner con una Walther PPK (la pistola de James Bond) y le enseñó a desenvolverse en situaciones de tensión. Turner guarda la pistola en una gruesa caja fuerte en la sala de estar.

Desdeñando el dinero de la mafia, Turner siguió ganándose la vida legalmente: actuando como mago en las barcazas de los casinos flotantes, donde realizaba demostraciones de juegos de manos, o como conferenciante y consultor. Desde 1979 hasta 1984 actuó a bordo del Ruben E. Lee, después se trasladó a Fort Worth para trabajar en un club nocturno llamado Billy Bob’s, y en 1991, el mismo año en que conoció a Kim, su segunda mujer, pasó otro pequeño período en el agua. Se casaron al año siguiente, en una pequeña ceremonia en San Diego. Vernon fue uno de los invitados. Sobre la repisa de la chimenea de la sala de estar de Turner, cuelga un retrato de los dos abrazados como compadres.

La relación de Turner con la U. S. Playing Card Company empezó en 1988, cuando se dio cuenta de que algo estaba mal en las cartas Bicycle que llevaba usando al menos dos décadas. «La calidad de las cartas se había rebajado sensiblemente —me contó—. Y les dije: “Eh, tíos, nos estáis jodiendo. Esta no es la misma baraja que estabais fabricando antes”.» Estaba en lo cierto. Poco antes ese mismo año la USPCC había empezado a subcontratar el papel. Como resultado, sus cartas se estaban imprimiendo en un papel más barato. Cinco años después la USPCC introdujo un nuevo cambio en su ciclo de producción, esta vez en la forma en que guillotinaban el papel. Esto tampoco se le pasó por alto a Turner. «Les dije: “Tíos, habéis cambiado la forma de cortar el papel. No lo estáis cortando igual que llevabais haciéndolo durante cien años. Estas cartas no están cortadas tradicionalmente”.»

Cortadas tradicionalmente significa que la cuchilla pasa por el anverso de la carta y no por el reverso, lo que deja un filo redondeado en la cara y abrupto en la parte de atrás. Barajar con las cartas boca abajo es mucho más fácil cuando el filo abrupto está en el reverso y la mayoría de la gente, incluidos todos los crupiers de los casinos, barajan con las cartas boca abajo. Si el filo abrupto está en el lado equivocado, las cartas tienden a pegarse unas a otras al barajar. Turner me lo demostró usando mis cartas, que no estaban cortadas tradicionalmente.

—¿Están boca arriba? —me preguntó.

Me quedé callado un momento, después recordé que no podía ver.

—Sí, están boca arriba.

Empezó a mezclarlas.

—¿Ves qué bien se barajan cuando están boca arriba? Si lo haces boca abajo no llegas a ningún sitio. Tienes que forzarlas.

Intenté entrelazar las cartas boca abajo y, efectivamente, se negaban a cooperar.

Cuando Turner informó de este particular a la USPCC, al principio los ejecutivos de la compañía se negaron a creerle. En aquel momento no tenían ni idea de que los cambios en el proceso de producción habían afectado a la calidad de sus cartas. «Ni siquiera sabíamos que habíamos cambiado algo —me dijo más tarde Lance Merrell, el director de I+D de la empresa—. Eso no aparecía en nuestro radar.»

En vez de convertir a Turner en un enemigo, la USPCC le ofreció un trabajo y un título. «Una vez que supe que Turner tenía un sentido aguzado del tacto —cuenta Merrell—. Comprendí que podíamos emplear su habilidad para afinar nuestro proceso.» La labor de Turner como analista táctil es hacer comprobaciones con barajas de distintas tiradas, puntuarlas en una escala de uno a diez e informar de cualquier irregularidad que descubra. Como Vermeij con sus moluscos, Turner lo hace todo al tacto. Sus dedos, afinados como calibradores, pueden percibir diferencias de una milésima de pulgada en el grosor del papel. Puede detectar fluctuaciones diminutas en el gofrado. Una vez contó el número de marcas en la lineatura del gofrado de las cartas empleando su uña como aguja y envió a Merrell el resultado. «Ni siquiera hubiera sabido cómo contarlas sin usar un microscopio —me contó Merrell—. Tuve que ir al encargado de la estampación y preguntarle cuántas líneas por pulgada empleaba en el gofrado. Y Turner lo había clavado.» Turner puede detectar incluso minúsculas variaciones en los niveles de humedad del papel y la tinta, junto con alteraciones en la composición química del estucado que se emplea para protegerlas del moho. «Su sensibilidad táctil es increíble —afirma Merrell—. No sé ni cómo describirlo. Es como Rain Man.»

Turner hizo que la USPCC le fabricara unas cartas para su uso personal según sus indicaciones. Están acuñadas en la forma tradicional pero tienen unas mandolinas en el dorso en lugar de ángeles porque la empresa guarda celosamente la integridad de las características de su producto. (Las barajas Bicycle son las más reconocibles del mundo.) Como parte de su compensación, Turner tiene asegurado un suministro de por vida.

Cuando me dejó ver una de sus barajas y la mezclé, noté la diferencia de inmediato. Las cartas eran mucho más suaves y robustas y los bordes encajaban con la perfección de un engranaje.

—Vaya, son como de mantequilla —exclamé entusiasmado sin darme cuenta de lo ridículo que esto debió sonarle a Turner—. Geniales.

—Es como tener un instrumento —me explicó—. Con un instrumento mejor, tocarás mejor.

Turner recibe envíos de sus barajas Mandolin al por mayor en su propia casa y está autorizado a venderlas por Internet con comisión, otra de las ventajas de su relación con la USPCC.

Los mejores jugadores usan mis cartas —me dijo.

Era hora de un truco más. Usando mi baraja de nuevo, Turner esparció las cartas boca abajo (como si importara) y yo cogí una carta: el as de corazones. Turner cuadró la baraja y me indicó que le dijera stop cuando quisiera, mientras él iba haciendo pequeños montoncitos de cinco cartas sobre la mesa.

—Vale —dije al rato—. Stop.

—Pon ahí tu carta.

Coloqué mi carta sobre el montón y Turner siguió poniéndole cartas encima, dejándola enterrada en medio de la baraja.

—Cuádralas y corta —me dijo.

Corté el mazo.

—Corta otra vez. Baraja un poco.

—¿En serio?

Turner asintió y yo barajé las cartas.

—Corta otra vez, ciérrala y dame la baraja.

Corté por última vez y empujé la baraja hacia él. Mientras él tanteaba la mesa en busca de las cartas, yo repasé mentalmente lo que acababa de ocurrir. Había colocado el as en medio de la baraja, cortado dos veces, barajado y cortado otra vez.

—No puedes pedir un conjunto de circunstancias más difícil —dijo, como si intuyera lo que yo estaba pensando—. Voy a intentar cortar la baraja justo por donde está la carta.

Me incliné sobre él y fijé mis ojos en sus manos; estaba tan cerca que podía oler la loción de mango y lanolina que se aplica tres veces al día para mantener la hidratación y elasticidad de la piel. Con sus dedos en los bordes del mazo, Turner cortó la baraja muy lentamente sin levantarla de la mesa, y una carta solitaria salió girando del centro. No había necesidad de darle la vuelta, pero de todos modos lo hice.

—¡Venga, hombre! —exclamé, incapaz de contenerme—. No sé ni cómo empezar a tomarme esto.

Turner soltó una risotada de vaquero. Luego se quedó en silencio.

—A Vernon lo engañé con este truco —dijo, con sus nublados ojos azules enfocados hacia la nada—. Por todo el mundo, he engañado a todo el mundo con él.

Pero ¿y los demás? ¿Podemos aprender a ver con los dedos? En cierta medida ya lo hacemos. Lo único es que la mayoría no nos damos cuenta. Algunos experimentos han demostrado, por ejemplo, que nuestra representación cerebral de los objetos cercanos depende de su ubicación con respecto a nuestras manos, y que la amputación de una mano causa distorsiones en la percepción espacial, entorpeciendo nuestra habilidad para localizar los objetos.

Como ocurre con todas las habilidades, la clave está en la práctica. En un reciente experimento, los neurocientíficos de la Universidad McMaster se propusieron comprobar si las personas ciegas poseen un sentido del tacto más afinado porque no pueden ver o porque en su vida diaria hacen un uso continuado de sus dedos. Los investigadores midieron la sensibilidad táctil y la del labio inferior tanto de sujetos invidentes como de adultos con visión normal. Resultó que los ciegos mostraban ultrasensibilidad en los dedos, pero no había diferencia entre sus labios y los de las personas con visión normal. Y no solo eso, sino que la sensibilidad aumentaba en los dedos de los lectores de braille con más experiencia… y solo en los dedos que empleaban para la lectura; la sensibilidad del resto de la mano estaba dentro de la media. Los científicos concluían que es la propia práctica la que puede superdesarrollar nuestro sentido del tacto.

Aparte de aprender braille —cosa que es extremadamente difícil, sobre todo para un adulto—, existen algunas otras formas más prácticas de desarrollar tu pericia táctil. Puedes practicar identificando objetos diversos al tacto. Puedes aprender a manejarte por tu casa con los ojos cerrados. A los niños puede enseñárseles a afinar su sentido del tacto mediante juegos táctiles: juguetes con texturas, identificar al tacto letras y números en relieve, hacer carreras de obstáculos sin mirar… (un tipo de juegos que son parte integral del método Montessori). «La sensibilidad de los dedos se parece mucho al sentido del oído —señala la experta en discapacidad visual Maureen Duffy—. Con el tiempo ganas perceptividad y aprendes a usar el sentido del tacto para distinguir elementos y características de estos.»

En el caso de Turner, la mera obsesión probablemente tuvo tanto que ver en la puesta a punto de su talento táctil como todo lo anterior. Empezó a quedarse ciego relativamente tarde y fue un proceso gradual. A los catorce años aún tenía una mínima visión periférica de un 20/400 y, varios años después, aún podía distinguir el color de una carta sosteniéndola a un lado de la cara.

Pero la devoción de Turner por el mazo de cartas no tiene parangón. Cuando viaja en coche o va al cine, sigue barajando en un pequeño soporte de plástico forrado de fieltro que mantiene en el regazo. Habitualmente se queda dormido en el sofá de su sala practicando mezclas y empalmes de cartas. «Demonios, a mí me ha pasado una o dos veces —me dijo Jason England, uno de los mejores amigos de Turner—. A Richard le pasa una vez por semana.» Cuando va al supermercado, se pone a barajar sobre el borde de plástico del mostrador. Cuando va a misa utiliza una discreta baraja en blanco (sin imprimir por ninguno de los dos lados) que su mujer guarda en una edición de la Biblia encuadernada con cremallera. En las raras ocasiones en las que a ella se le olvida llevarla, Turner se pone a mezclar los sobres de los donativos. Y si le quitas las cartas, sigue barajando la nada, como tocando la air guitar pero con un mazo imaginario en vez de con una guitarra eléctrica imaginaria.

Parece ser que uno de los pocos momentos en los que suelta las cartas es cuando practica kárate. (Turner es un musculoso obseso del fitness y a sus cincuenta y ocho años usa la misma talla de pantalones que llevaba en el instituto.) «Pero fíjate que ambas cosas, las cartas y el kárate, implican el uso de las manos —me señaló England—. No es que no pueda soltar las cartas, es que si hace algo tiene que venir a sustituirlas. No puede quedarse ahí sentado sin hacer nada con las manos.» Turner, por lo que parece, ha sido un adicto a las sensaciones táctiles toda su vida. El tacto se ha convertido en su conexión principal con el mundo. «Es todo lo que hace —me contó England—. Diecisiete horas diarias desde que tenía nueve años.»

Según su propia cuenta, Turner tiene en su haber más de 135.000 horas de práctica, el equivalente a jornadas completas de 24 horas durante quince años. Ha realizado ante el público su característica dada en segundas más de cincuenta millones de veces. (Imaginad a un jugador de baloncesto que hubiera lanzado tal cantidad de tiros libres.) «En la práctica, dejé de contar a los cuarenta y tres millones. Ahora imagino que estoy entre las cincuenta y sesenta millones de veces. Y esta es la razón por la que nadie más ha sido capaz de hacerlo hasta ahora. ¿Quién va a ponerse a hacerlo dieciocho veces seguidas cada día año tras año tras año?»

Yo desde luego que no. Pero después de pasar ese día con Turner pensé que quizá fuera una buena idea retroceder un paso y concentrarme por un tiempo en mis manos. Junto con el cerebro, las manos son la adaptación evolutiva más importante en la historia humana, nuestra principal interfaz con el mundo. Las manos no solo modelan nuestro entorno, sino también la forma en que lo percibimos. Por ejemplo, ¿habríamos adoptado alguna vez el sistema decimal si no tuviéramos diez dedos? Improbable. La mayoría de los antropólogos piensan que el sistema numeral de base diez, desarrollado hace unos cinco mil años, se impuso en parte porque nuestros ancestros contaban con los dedos. Nuestras manos, con sus aproximadamente setenta músculos y sus cincuenta y cuatro huesos (más que cualquier otra parte del cuerpo salvo la columna vertebral), son increíblemente versátiles. Los concertistas de piano pueden pulsar el marfil a la velocidad colibríesca de veinte pulsaciones por segundo. Los escaladores experimentados son capaces de aferrarse a las fisuras de la roca con las yemas de sus dedos, a una presión de 5,625 kg por cm2. Ningún otro aparato del cuerpo humano puede desarrollar una gama tan amplia de funciones. «Es en la mano humana —escribió el anatomista escocés Charles Bell— donde tenemos la consumación de toda la perfección hecha instrumento.»

Como los pianistas y los jugadores profesionales de ping-pong, los magos viven de sus manos (después de todo se les llama juegos de manos). «Debes transformar tus manos, forzarlas —escribió Arturo de Ascanio, el patriarca de la magia de cerca española— y eso exige práctica.» La magia requiere unos dedos fuertes, delicadeza motora y una gran flexibilidad en los tendones. Como es de esperar, las manos grandes son una ventaja en la mayoría de los casos, aunque también hay excepciones. Una de las más importantes excepciones son las dadas falsas (de segundas, del centro o de abajo), donde unos dedos largos pueden entorpecer la ejecución. Para sortear este problema, en los primeros tiempos algunos tahúres se amputaban las puntas de los dedos. Como resultado, en los textos de este campo pueden encontrarse un montón de «dadas sin dedo».

Yo no estaba preparado para seccionarme los dedos, pero sí quería hacer que fueran más fuertes y diestros. Algunas de las habilidades manuales son genéticas —únicamente en torno a un 60 por ciento de las personas pueden doblar la primera falange del meñique sin mover también el anular—, pero la mayoría dependen de la práctica. Así que empecé a realizar una rutina de ejercicios diaria llamada Finger Fitness desarrollada por un antiguo músico de Cincinnati llamado Greg Irwin. El fitness digital, según aprendí en los manuales de Irwin, es una especie de calistenia para las manos. Consiste en una serie de movimientos —algunos de los cuales son francamente hilarantes— diseñados para aislar los músculos de las manos e incrementar su fuerza, destreza, independencia de uso y capacidad general de movimiento.

Se empieza con estiramientos y ejercicios de calentamiento que se parecen un poco a los saltos de tijera (cruzas y descruzas los dedos alternativamente). Después juntas las manos como si fueras a rezar, pero con los dedos separados, y doblas el índice de ambas manos. Primero es el dedo de la mano derecha el que tiene que quedar más cerca de ti, después los cambias de modo que sea el índice izquierdo el que quede más cerca de ti. Sigues repitiendo este movimiento con el corazón, el anular y el meñique. Una vez que has flexionado todos los dedos, inviertes el sentido del movimiento y lo repites al revés, hasta llegar de nuevo al índice.

Al final terminas haciendo esto con todos los dedos hacia adelante y hacia atrás de varias formas —dos o tres a la vez, uno sí y uno no—. Según vas cogiendo velocidad empieza a parecer como si tus dedos estuvieran bailando el cancán. El programa Finger Fitness incluye también una serie de ejercicios con golpecitos, flexiones, aperturas, movimientos en los que tienes que arquear los dedos, plegarlos, arrastrarlos y algunas variaciones del saludo vulcano con los dedos en V de Star Trek. Todos ellos se pueden combinar en un programa completo de gimnasia para las manos. Irwin ha coreografiado incluso los movimientos de un número musical que llama Finger Ballet y con el que ha actuado en The Tonight Show y en el Magic Castle de Hollywood.

Incluso prescindiendo de los diminutos tutús, el fitness digital puede ser de ayuda para casi cualquiera que trabaje con las manos. Los mecanógrafos teclearán más rápido. Los guitarristas rasguearán la guitarra más como Slash. Numerosos cirujanos han seguido también el programa. Dependiendo del resultado que arroje un estudio controlado de las rutinas de ejercicios de Irwin, la Universidad Winston-Salem puede incorporar muy pronto el Finger Fitness como parte integral en sus estudios de odontología, ya que muchos aspirantes a dentista carecen de la delicadeza necesaria en sus habilidades motoras.

El Finger Fitness también se ha demostrado prometedor como ayuda para aquellos que sufren enfermedades profesionales osteomusculares, un término general que engloba todos esos síntomas derivados del uso repetitivo de las manos durante períodos prolongados que terminan causando molestias o incapacidad. Las enfermedades osteomusculares son responsables de aproximadamente la mitad de todas las dolencias profesionales y suponen un coste anual para las empresas estadounidenses de veinte mil millones de dólares, mayor que el ocasionado por las dolencias de espalda. El síndrome del túnel carpiano, la dolencia de este tipo que más a menudo se diagnostica, afecta a millones de estadounidenses y se ha convertido en el problema médico por causas laborales más común de Estados Unidos. Las operaciones para tratar el síndrome del túnel carpiano están hoy entre las intervenciones quirúrgicas más habituales, con una media de doscientas sesenta mil operaciones anuales.

Pero los más sinceros entusiastas de Irwin son, de lejos, los ilusionistas. La primera vez que oí hablar de su rutina digital fue en una conferencia de Dan y Dave Buck, también conocidos como los Gemelos Buck, los maestros de las cartas cuyo velocísimo sistema de manipulación extrema supone una tensión increíble para las manos. En parte gracias a Irwin, la manipulación digital ha logrado su propio nicho en el mundo de los llamados «deportes manuales extremos», un subgénero de la magia que incluye la manipulación extrema de cartas (XCM, por sus siglas en inglés), el pen spinning, el apilamiento de cubiletes y la manipulación de anillos, y que cuentan con sus propias convenciones y campeonatos y sus propios foros en internet.

Al final, el Finger Fitness está pensado para hacer que tus manos puedan aprender habilidades nuevas más eficazmente. «Yo veo el fitness digital como los saltos de tijera, los abdominales o las flexiones —me explicó Irwin por teléfono—. Nada de ello es en sí mismo fútbol americano, pero sin duda te ayudarán a jugar mejor. Y lo bueno del fitness digital es que puedes incorporarlo a tu rutina diaria.» (Cuando por fin nos conocimos en los campeonatos del mundo de Pekín de 2009 y nos estrechamos la mano, Irwin desplegó sus dedos en una floritura elegante, aunque también un poco inquietante).

Además de entregarme al fitness digital, diseñé unos ejercicios para ayudarme con la técnica del empalme. Toma una moneda, presiónala contra el centro de la palma de la mano y sujétala ahí mediante una ligera contracción de la masa musculosa de la base del pulgar (la eminencia tenar). Este es el empalme clásico, el más importante de los ocultamientos de la magia con monedas. (Según el libro de J. B. Bobo, Magia con monedas, la biblia del especialista en numismagia: «Este es uno de los ocultamientos más difíciles de dominar, pero es uno de los secretos más exquisitos de la magia. El profano no puede imaginarse que sea posible ocultar una moneda de este modo».)

Para ejercitar, empalmaba monedas en ambas manos y las apretaba repetidas veces: tres series de cien repeticiones, cada día. Me machacaba la eminencia tenar hasta que los músculos se me quedaban tiesos y entonces practicaba haciendo el carrusel con una moneda por los espacios interdigitales de mis manos para soltar los tendones y aumentar mi agilidad (y además quedaba muy pintón). (A propósito, Turner ostenta el récord mundial de carruseles con monedas: ocho a la vez en una misma mano.) Practicaba con anillos. Trabajé la velocidad y la regularidad, e intenté sincronizar ambas manos y hacer rodar la moneda ininterrumpidamente por entre los diez dedos.

Con el paso del tiempo empecé a notar la diferencia en mis dedos. Poco a poco, los músculos de las palmas de mis manos crecieron, y estas empezaron a cambiar de forma, adaptándose a sus nuevas habilidades. (Por esa época también me picó una araña radiactiva, pero no creo que eso tuviera nada que ver en esa transformación.) La gente me felicitaba por la confianza que transmitía mi apretón de manos (y después me pedían que les soltara) y me sentía todo un machote mostrando a las chicas cómo podía hacer flexiones con el dedo meñique.

Me di cuenta de que empezaba a aprender los pases nuevos con más rapidez y de que algunas tareas manuales que no tenían relación con la magia —como escribir en el ordenador muchas horas seguidas o tocar acordes en la guitarra que requieren mucha flexibilidad— me resultaban más accesibles. Me sentía más en sintonía con mis manos, más consciente del espacio a su alrededor, lo que los psicólogos llaman «espacio de acción». Como resultado empecé a ser menos propenso a sufrir accidentes (aunque sigo siendo un patoso) y a ser ambidiestro.

Para afinar más mi sentido del tacto, empecé a vendarme los ojos durante estas sesiones de ejercicio. Hay estudios que demuestran que la privación de la vista provoca cambios casi inmediatos en el cerebro. En uno de los estudios, un grupo de adultos, después de llevar solo cinco días con los ojos vendados, empezó a detectar pistas táctiles en su corteza visual. Otro equipo de investigadores ha demostrado que el sentido del tacto de las personas se agudiza con estar tan solo noventa minutos en una habitación totalmente a oscuras. En las condiciones apropiadas, todo el mundo puede aprender a ver con sus dedos.

De hecho, el tacto es una herramienta sensible potente y precisa. Es el primer sentido que desarrollamos —llegamos al mundo a tientas— y la piedra angular de las relaciones maternofiliales. El mayor órgano del cuerpo es la piel, que extendida alcanzaría el tamaño de un colchón de cama doble y supone más del 15 por ciento del peso total del cuerpo. Las diminutas crestas y espirales que forman nuestras huellas digitales son un desarrollo evolutivo que muy probablemente responde a dos motivos: mejorar nuestra precisión de agarre y nuestra percepción de las texturas. («La información de la textura desempeña un papel importantísimo en nuestra habilidad para identificar objetos al tacto», señala Sliman Bensmaia, un neurocientífico de la Universidad de Chicago.) La densidad de las terminaciones nerviosas de las yemas de los dedos es mayor que la de cualquier otra parte de nuestra epidermis, con la posible excepción del prepucio en los varones, y las mediciones de referencia de los laboratorios han revelado que cualquier persona puede identificar adecuadamente cientos de objetos —la piel cremosa de un guante de béisbol usado, las cerdas de un cepillo de dientes, la rugosidad del papel de lija, la suavidad de un jersey— solo mediante el tacto.

Y lo que es más sorprendente aún, el tacto puede conjurar diferencias sutiles de significado. En 2006, un equipo de psicólogos de las universidades de California en Berkeley y DePauw descubrieron que tocar durante cinco segundos el brazo de una persona que tiene los ojos vendados podía transmitir sentimientos específicos, entre ellos amor, miedo, enfado, asco, empatía y gratitud. El porcentaje de precisión era comparable, y en algunos casos mayor, a los que arrojaban los estudios de expresión facial y comunicación verbal. Los investigadores concluyeron que «el sistema de señalización táctil está tan diferenciado como el del rostro y la voz, si no más».

En la compleja gramática del tacto, el significado de una acción depende de variaciones sutiles en la velocidad, presión, localización, rudeza y duración. Al rozar el brazo de alguien, por ejemplo, unos pocos segundos extra pueden convertir una muestra de empatía en un gesto de amor, y una mínima diferencia de presión puede significar la diferencia entre la ira y el miedo. A pesar de esta complejidad, el lenguaje del tacto es notablemente universal. Igual que la magia, trasciende los marcos culturales, de edad y de sexo, y a menudo sortea el lado racional del cerebro.

Las pistas táctiles más sutiles pueden ejercer una influencia mensurable en nuestro juicio, nuestra percepción de las personas y espacios, nuestras decisiones y comportamiento social, e incluso nuestra disposición a gastar. Según el resultado arrojado por una serie de encuestas realizadas a la salida de varios restaurantes, los camareros que al final de la comida rozan casualmente a los clientes en la mano o el hombro durante un segundo o incluso menos reciben propinas mayores y hacen que la puntuación de sus restaurantes se eleve. Una amistosa palmada en la espalda por parte de un bróker hace que sus clientes sientan menor aversión al riesgo. La probabilidad de que los clientes de una tienda de alimentación accedan a probar un producto de muestra se eleva en un 28 por ciento cuando la persona que lo está ofreciendo les toca ligeramente el antebrazo al abordarles. De media, los clientes a los que se les tocó pasaron más tiempo en la tienda, gastaron más dinero y valoraron el establecimiento más favorablemente. Un ligero roce no invasivo en el brazo hace que los extraños estén más dispuestos a participar en encuestas callejeras y les predispone a darte un cigarrillo o acceder a peticiones de marketing. Al promover la cohesión grupal, el contacto físico personal también mejora el rendimiento de los deportes de equipo y enriquece la vida familiar.

Incluso el hecho de sostener en la mano una bebida caliente puede alterar la forma en la que vemos a los demás. En un estudio desarrollado en Yale, un grupo de psicólogos descubrió que tendemos a ver a los extraños con más amabilidad, y a ser más generosos, cuando llevamos algo caliente en la mano. De forma similar, un estudio de la Universidad de Toronto demostró que la temperatura de una serie de voluntarios a los que se les pedía que recordaran algún momento en el que se habían sentido rechazados descendía dos grados con respecto a los voluntarios que rememoraron sentimientos de aceptación y aprobación.

Los científicos cognitivos creen que estos resultados responden al hecho de que conceptos materiales rudimentarios como la calidez, la dureza, la pesadez y la aspereza —que aprendemos en la infancia, cuando el tacto es nuestro andamiaje principal en el mundo— son también la base de conceptos psicosociales abstractos como el calor del hogar, vivir momentos duros, tener pesadez de alma o ser una persona áspera. El hecho de que el lenguaje de las emociones y los sentimientos se exprese tan a menudo en términos táctiles —«tener las manos atadas», «ablandarse», «una persona dura», «manejar una situación»— resulta también revelador.

Estos vínculos figurativos están impresos en nuestro cerebro a escala celular. El hecho de que las personas mezclen la calidez física (una taza de café caliente) con la interpersonal (generosidad y atención) está en sintonía con algunos estudios recientes que implican a la corteza insular —un pequeño pedazo de materia gris del cerebro— en el procesamiento tanto de la temperatura física como de la calidez emocional, en especial de los sentimientos de confianza y compasión. En otras palabras, el mismo grupo de células del cerebro que se avivan cuando el sol calienta tu piel, se enciende también cuando sientes afecto por un amigo u otro ser querido.

De esta investigación empieza a desprenderse la imagen de un cuerpo y una mente que trabajan al unísono como un sistema integrado. Esta idea resulta central en un campo de estudio emergente llamado «cognición corporizada» (embodied cognition), que busca redefinir la relación entre el cuerpo y el cerebro. La cognición corporizada rechaza la idea cartesiana de la conciencia sin cuerpo —por decirlo de alguna manera: la idea de un cerebro en un frasco— y promueve un modelo en el que el pensamiento abstracto y las sensaciones físicas están inextricablemente ligadas.

La cognición corporizada resulta útil para explicar, por ejemplo, por qué holgazanear tiende a ponerte triste o por qué las personas que reflexionan sobre sus malos comportamientos se sienten físicamente sucias. Según la perspectiva corporizada, tu cuerpo conforma activamente tu estado mental. Todos los conceptos de alto nivel están anclados en la carne. La respuesta de nuestros músculos nos ayuda a procesar la información y a regular nuestras emociones. Nuestras manos, a su vez, son mecanismos inteligentes, extensiones de nuestra conciencia.

Después de pasar un tiempo haciendo mis ejercicios podía sentir cómo mis manos se volvían más inteligentes. Era capaz de percibir el cordoncillo rugoso del borde de las monedas y de detectar el desgaste de la pátina. Aumentó mi percepción de los bordes de las cartas. Podía sentir el grado de humedad de la baraja por la forma en que se combaban los naipes (las cartas son como los barómetros, extremadamente sensibles a las condiciones medioambientales). Podía adivinar el tamaño de un montón de cartas, con un margen de error de tres o cuatro, solo por el tacto. Finalmente llegué al punto de que era capaz de cortar la baraja exactamente por la mitad la mayoría de las veces, y podía detectar si había tan solo una carta de diferencia entre ambos montones.

Por supuesto, la sensibilidad táctil de Turner era varios órdenes de magnitud más aguda que la mía; él podía cortar directamente en la carta que quisiera y hacerlo solo con una mano, pero mi pequeño avance me ayudó a darme cuenta de lo poco que había apreciado mi sentido del tacto hasta entonces. En un mundo inundado por lo visual, el tacto es una mercancía devaluada, un sentido de segunda clase. Pero a Turner le había puesto el mundo a los pies. Recuerdo sus palabras cuando, al despedirnos, le pregunté si pensaba en su ceguera como un don. «Ya lo creo que sí —me dijo, sonriendo—. La mente puede adaptarse de muchísimas maneras. Y la cuestión es que esto puedes aplicarlo a muchas otras áreas. Creo que hemos subestimado totalmente el poder de la mente.»