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Los mentalistas

En 1948 el psicólogo estadounidense Bertram Forer desarrolló un experimento en el que realizó un test de personalidad llamado Diagnostic Interest Blank a un grupo de treinta y nueve estudiantes universitarios. Una semana después, cada estudiante recibió una descripción de su personalidad basada, supuestamente, en la información recogida a partir del test y se le pidió que evaluara el grado de acierto del perfil en una escala de cero a cinco, siendo cinco «excelente» y cero «muy pobre». El resultado fue impresionante. La puntuación media fue de un 4,26, lo que significa que la mayoría de los estudiantes consideraban que la descripción había clavado totalmente su personalidad. Solo el 12,8 por ciento de los estudiantes valoraron sus perfiles por debajo de 4 («muy acertado») y ninguno de ellos lo puntuó por debajo de 2 («normal»). Algunas de las respuestas que dieron los estudiantes incluían afirmaciones como estas:

«Sorprendentemente preciso y específico.»

«¡En el clavo!»

«Buenísimo. Me gustaría que me hubieran dicho más cosas.»

«Está claro que se refiere a mí como individuo, hay demasiadas facetas que encajan conmigo excesivamente bien como para ser una generalización.»

Sin duda el Diagnostic Interest Blank parecía ser un instrumento de precisión. Salvo por un detalle: Forer no lo empleó nunca. Lo que hizo en realidad fue romper todos los test en pedacitos y entregar a los estudiantes una «descripción de personalidad» idéntica formada por una lista de afirmaciones genéricas que había sacado de un libro de astrología comprado en un quiosco.

«Sientes una gran necesidad de gustar a los demás y de ser admirado por ellos.»

«Muestras cierta tendencia a la autocrítica.»

«Tienes grandes capacidades desaprovechadas que no has sabido emplear en tu favor.»

No es que Forer se hubiera encontrado en su quiosco el tesoro divino de la verdad universal, lo que había descubierto es un principio psicológico sorprendentemente universal en el que se basan los horóscopos, las lecturas de manos y las adivinaciones psíquicas (industria que solo en Estados Unidos mueve miles de millones de dólares). El resultado que obtuvo Forer originalmente se ha repetido decenas de veces y, hasta hoy, la puntuación media se sitúa en 4,2. Los psicólogos han dado un nombre a esa predisposición de las personas a aceptar como si fueran retratos únicos lo que solo son esbozos generales de personalidad. Lo llaman el efecto Barnum, por la famosa frase de P. T. Barnum: «Tenemos algo para cada persona».

Un corolario interesante al estudio original de Forer es que cuanta más información personal desvela un individuo voluntariamente, más alta tiende a ser la puntuación con la que dicho participante evalúa la exactitud de la lectura. En una demostración realizada en la Universidad de Kansas se separó a los voluntarios en tres grupos. Una persona que afirmaba ser astrólogo pidió a las personas del primer grupo que le dieran la fecha exacta de su nacimiento con día, mes y año. Al segundo grupo se le pidió que desvelara únicamente el mes y el año en el que habían nacido y el tercer grupo no dio nada de información. Los participantes recibieron después horóscopos idénticos, supuestamente basados en la información sobre sí mismos que habían revelado. Curiosamente, se observaba una diferencia en la valoración de la exactitud de las lecturas de los tres grupos. Los que no habían revelado ninguna información sobre sí mismos la valoraron con un 3,24, puntuación por encima de la media, pero no extraordinaria. Los que habían revelado el año y el mes de nacimiento la puntuaron con un 3,76 de media. Y quienes habían divulgado su fecha de nacimiento exacta la puntuaron con un 4,38. En otras palabras, la exactitud percibida de la lectura astrológica estaba en función, no de lo que les decía el astrólogo, sino de lo que ellos le decían a este. Esto significa, increíblemente, que los videntes pueden hacer que sus poderes aumenten con solo dejar hablar a quienes les consultan.

Eso no quiere decir que el contenido de una lectura no importe y no tenga incidencia alguna en el resultado. Para empezar, tiene que ser lo bastante general para no resultar absolutamente equivocado (aunque, de todos modos, esto tampoco es tan importante como pudiera pensarse porque, debido a un fenómeno conocido como «sesgo de selección», las personas tienden a recordar de forma selectiva las afirmaciones acertadas y a olvidar las imprecisas.) También parecen que las alabanzas moderadas son más irresistibles que las lisonjas indisimuladas o que las críticas severas. Más allá de eso, el arco del tipo de lecturas que pueden tener éxito es amplísimo. Lo que era verdaderamente crucial para que las descripciones de Barnum funcionaran no es que mostraran ambigüedad suficiente para sonar verdaderas en la mayoría de los casos, sino que en algún nivel fundamental la gente quería creérselas.

Usar el efecto Barnum —además de la información básica de perfil demográfico, algunos cebos o pistas y una buena actuación— para simular poderes psíquicos es lo que se conoce como «lectura en frío» («en frío» en el sentido de que se carece de información previa sobre el sujeto). La lectura en frío es lo que usan los médiums y los videntes para convencer a la gente de que tienen poderes extrasensoriales. Alguien que sepa ejecutar bien una lectura en frío puede ser capaz de hacerte creer que puede leer la mente, predecir el futuro y comunicarse con los muertos.

La primera vez que me encontré alguna referencia a la lectura en frío fue investigando textos sobre mentalismo, una rama de la magia que engloba la telepatía, la lectura del pensamiento y de las manos, la buenaventura, la percepción extrasensorial, la clarividencia y el poder de doblar objetos con la mente: habilidades que, de acuerdo con Jeff McBride, son competencia del omnisciente oráculo, la tercera fase del ciclo de vida del mago. En estos libros aprendí a sacarle información personal a la gente, a doblar cucharas con la mente, a cambiar desprevenidamente la hora de un reloj, a convencer a un desconocido de que lo sabía todo sobre él, a predecir actos aparentemente azarosos, a duplicar dibujos hechos en secreto y a realizar muchas otras hazañas notables de la mente.

Al principio era escéptico. ¿De verdad este galimatías podía llegar a engañar a alguien? Los autores parecían estar convencidos de ello, o al menos lo suficiente para incluir en sus libros renuncias de responsabilidad escritas con tono severo advirtiendo a sus lectores de que los métodos incluidos en el libro eran solo para propósitos de entretenimiento. La gravedad de semejantes advertencias me hizo reír. ¿Cómo podía tener ningún poder cualquiera de esas cosas?

Mi naturaleza científica me empujó a verificarlo por mí mismo. ¿Podría un simple mago como yo llegar a leer la mente? Pronto se me presentó la ocasión de comprobarlo. Estaba haciendo magia en la planta baja de un bar del centro de la ciudad, mostrándole algunos de mis últimos efectos al camarero, cuando apareció a mi lado una atractiva mujer de unos treinta y cinco años con unos soñadores ojos verdes y el cabello de color azafrán. Me pidió que le enseñara algo y, casi sin pensarlo, ejecuté mi truco de cartas favorito.

—Eso no es magia —se burló, retirándose un mechón de cabello de los ojos—. Enséñame algo que sea magia de verdad.

Vale, me dije, allá vamos.

Le entregué un pedazo de papel y le pedí que escribiera en él un nombre —«alguien que sea cercano a ti pero que no esté en esta sala»— y lo doblara sin dejarme verlo. Seguidamente cogí el papel, lo rasgué en tiras y dejé caer los pedazos en la palma de su mano. Después la tomé de la muñeca, le busqué el pulso y haciendo todo el esfuerzo posible por transmitir seriedad la enredé en un guion de lectura en frío. Le pregunté cuándo había nacido, estudiando las palmas de sus manos con una concentración intensa. Le dije que percibía movimiento. Geográfico o quizá emocional. Atrás, en su pasado. Un trauma o un vínculo roto. Una sensación de proximidad seguida de un gran distanciamiento. Su padre, ¿no? No. Pero un vínculo familiar sin duda, un hermano quizá. Un amor ahora muy lejano.

Frunció el ceño e insinuó una débil sonrisa. Sí. Una herida profunda. Las cicatrices aún visibles en su alma. Haciendo un visible esfuerzo —convocar a los espíritus es un trabajo duro— pronuncié el nombre: G-e-o-r-g-e.

¿Que cómo lo sabía? Porque había mirado el nombre furtivamente al rasgar el papel con una ingeniosa artimaña que se llama «centro roto». Hay todo un cuerpo de textos que trata exclusivamente de esta técnica.

El color se le había subido a las mejillas y se le habían empañado los ojos.

—George aún está contigo —le dije, cogiendo confianza—. Y también te echa de menos.

Su sonrisa había desaparecido y sus ojos estaban inundados de lágrimas.

—¿Cómo lo… has sabido?

Al experimentar con estas técnicas un poco más, me quedé asombrado de comprobar cuán a menudo funcionaban, y aún más de las reacciones que cosechaba. Hombres y mujeres adultos rompían a llorar. Uno de ellos, un tipo de mediana edad con una gorra de los Mets que conocí en un restaurante cerca de Columbia, me acusó de espiarle.

—Me estabas controlando desde el otro lado de la barra —dijo—. Tiene que ser así. Estabas escuchando mi conversación. Si no, ¿cómo podías saber todas esas cosas?

Otros me amenazaron por invadir sus pensamientos. Una chica, una estudiante rusa de intercambio, me insistió en que nos conocíamos de una vida pasada.

—Estuvimos enamorados —me dijo—. Y me rompiste el corazón.

Este tipo de magia tenía algo verdaderamente fascinante. Daba miedo, porque la gente creía realmente que era magia de verdad. Con cosas así podrías empezar una religión. Estaba comenzando a entender la lógica que había tras la nota de renuncia de responsabilidad. Tenía una extraordinaria sensación de poder («¡Dime más cosas! —me pedía la gente, agarrándome de la muñeca— ¿Qué más ves?») y un sentimiento de culpa igualmente extraordinario. Me sentía como un mentiroso, lo que era una ironía porque los magos mienten todo el tiempo. Pero, de algún modo, esto era distinto y me hacía sentir incómodo. El mentalismo, igual que la habilidad para hacer trampas en el póker, es un campo de minas ético.

Me di cuenta de que existían dos tipos de mentirosos. Por un lado tienes a los magos profesionales y los mentalistas del mundo del espectáculo que engañan mediante sus trucos pero que, generalmente, no mienten acerca de su propia condición de magos. Son lo que podríamos llamar «embusteros honestos». «Todos los hombres son unos farsantes —dijo una vez H. L. Mencken—. Lo único que los diferencia es que algunos lo admiten.»

En el otro lado del campo están personas como el médium televisivo John Edward, la artista telépata Sylvia Browne, el doblador de metal Uri Geller, los lectores de manos, los echadores de cartas y un buen número de predicadores evangelistas del tent revival,[*] sanadores mediante la fe y demás figuras de culto que emplean trucos de ilusionismo para promover falsas creencias o para aprovecharse del sufrimiento, la ignorancia o los temores de la gente, una estafa hasta tal punto pérfida que hace que los Soapy Smith del mundo parezcan la patrulla de vigilancia vecinal. Estos son lo que yo llamo «embusteros deshonestos».

La línea que separa a los embusteros honestos de los deshonestos puede ser muy fina y, como es de suponer, muchos magos terminan cruzándola en pos del dinero, el poder o la fama. Antes de convertirse en un célebre escapista, Houdini viajó por la América rural haciéndose pasar por espiritista, echando la buena ventura y ofreciendo a la gente entrar en contacto con sus parientes muertos. A menudo examinaba previamente el cementerio local en busca de información de primera mano sobre los recién fallecidos. Años después miraría con vergüenza ese período de su vida y se dedicaría a desenmascarar médiums fraudulentos con un fervor casi religioso.

Sin embargo, si se usa de forma responsable, el mentalismo puede dotar de profundidad emocional a una actuación de magia al dar al público una razón para implicarse, cosa que con los trucos comunes y corrientes no siempre ocurre. (¿Puedes hacer que desaparezca esta moneda? Bueno, ¿y qué?) Mientras que los trucos de magia convencionales tienden a distanciarte de los espectadores (tú conoces el secreto y ellos no), el mentalismo los involucra a un nivel profundamente personal y crea una ilusión de intimidad. La atención se centra en ellos y en sus problemas, no en el mago. Si en la magia se trata de ser engañado, en el mentalismo se trata de ser comprendido.

Como mentalista das la sensación de poseer un conocimiento secreto sobre otras personas, el cual, a menudo, esas mismas personas están desesperadas por adquirir. «Mientras que la magia crea preguntas —afirma Jeff McBride—, el mentalismo trata de contestarlas.» Pensé que dominar estas técnicas podría ayudarme a ampliar mi repertorio y a hacer de mi magia algo más cercano. A su vez, esto mejoraría mi actuación y quizá hasta me daría algo de ventaja en la competición de la IBM.

Para aprender más sobre todo ello, me desplacé hasta Las Vegas para asistir a MINDvention, la mayor convención de mentalismo del mundo. La MINDvention atrae mentalistas de primera fila de todo el mundo y en la edición de ese año estaban representados más de veinte países. Se celebraba en el Palace Station Hotel Casino, donde a esas alturas ya me había alojado más de una docena de veces. La MINDvention compartía las instalaciones con una convención de juegos de rol llamada NEONCON, dirigida a esa gente que va por ahí con dados de veinte caras y que se pasa las horas pintando soldaditos en miniatura y diminutas unidades de artillería para sus batallas de sobremesa de Warhammer 40.000. En otras palabras: nerds de campeonato. Y sin embargo había más mujeres en la NEONCON que en la convención de mentalismo. Vaya, vaya.

Cuando entré en el auditorio principal donde se celebraban las conferencias vi varias caras familiares, entre ellas la de Jeff McBride y la del sabio de la Mystery School Eugene Burger. McBride, en particular, asistía a casi todas las convenciones. Habitualmente se sentaba en primera fila con su cuaderno y su postura perfecta de kung-fu. Su risa siempre era la más sonora del lugar: un enérgico bramido de bucanero.

Con sus trajes y sus micrófonos de diadema, muchos de los conferenciantes parecían profesionales de las charlas de motivación, lo que no es ninguna coincidencia. Un gran número de mentalistas cobran tarifas elevadísimas por dar arengas del estilo «la mente controla al mercado» a un público compuesto por miembros de grandes corporaciones. La industria del mentalismo tiene un aire significativamente de clase business y los debates de la MINDvention estaban a menudo sembrados de jerga corporativa. Se hablaba de conformidad tecnológica, de llamadas en frío, de control del espectador, de posicionamiento y de cierre en falso. «Hooters es un lugar fantástico para practicar las lecturas en frío», nos contó uno de los conferenciantes (aunque sigue sin sonarme como una buena razón para entrar en uno de sus locales). Descubrí que el mentalismo era una parte magia, una parte actuación y tres partes ventas.

El mentalismo se basa en una constelación de distintas habilidades. Algunos trucos mentales dependen de la prestidigitación y exigen una gran destreza manual; aunque es mucho más fácil ejecutar una maniobra de prestidigitación sin que te descubran en un contexto de mentalismo que en un espectáculo de magia, porque en el de mentalismo la gente generalmente no está esperando que hagas esas cosas. El lector en frío ideal posee una afinada inteligencia emocional, agudos poderes de observación, una sólida comprensión de la psicología humana, cierta inclinación por lo dramático y una gran habilidad para leer las reacciones del sujeto sobre la marcha.

Los mentalistas hablan frecuentemente del 15 por ciento. Un mago debe ejecutar cada uno de los trucos a la perfección; un mentalista, no. El mentalismo solo tiene que acertar en el 85 por ciento. De otro modo, al ser demasiado bueno, parece un truco. «El error es un elemento muy necesario en el mentalismo —señala Eugene Burger en su libro Audience Involvement, escrito en 1983—. Sin error, se ve que uno está obvia y simplemente haciendo trucos de magia.»

En este sentido, los mentalistas son como los malabaristas, que consiguen parecer más diestros si fallan una o dos veces. En la magia tradicional, puedes fingir que fallas al principio —la llamada «engañifa»— pero al final el mago siempre adivinará la carta, escapará de la trampa mortal, hará un aterrizaje perfecto. No es el caso del mentalismo. La idea es que el sexto sentido —igual que los otros cinco— debería ser falible, propenso al error. Igual que en los malabares, introducir algún tropiezo ocasional hace que la actuación parezca más plausible. Como te dirá un buen número de expertos, el poder del mentalismo está en ese 15 por ciento.

Me interesaba particularmente conocer lo que la gente tuviera que decir acerca de la ética del mentalismo y del uso de las renuncias de responsabilidad. La política de partido sobre la ética que mantiene la Psychic Entertainers Association, o PEA, es más o menos que todo vale siempre y cuando no se formule ninguna declaración que tenga la intención de provocar en el público general una «dependencia perjudicial» de la veracidad de dicha afirmación, aunque lo que todo esto supone en la práctica es objeto de un considerable debate.

Durante una mesa redonda acerca de la ética del mentalismo, Jim Callahan, un tipo de cara chupada experto en lo paranormal que afirma que puede comunicarse con los muertos a través de un péndulo, argumentó: «En cuanto publicas una renuncia de responsabilidad, devalúas lo que estás haciendo». Otros, sin embargo, apuestan por la cautela. «La zona en la que nos aventuramos tiene un poder increíble —afirmó Andy Nyman, un mentalista inglés muy creativo que se parece a Buddy Holly—. Hay muchas personas que están desesperadas por creer cualquier cosa.»

El mismo hecho de que este debate estuviera teniendo lugar, y en una sesión dedicada especialmente a los asuntos éticos, ya era notable. ¿Podría imaginarse que una charla similar tuviera lugar en una convención de magia? La magia no soporta el peso de este tipo de disyuntivas morales. Nadie en su sano juicio ha culpado nunca a un ilusionista por no hacer pública una renuncia de responsabilidad sobre sus poderes sobrenaturales. Ningún ser racional cree que David Copperfield sea realmente partido en dos por una radial gigante en su popular espectáculo de Las Vegas. Y aun así, cuando hace algunos años Copperfield empezó a adivinar mentalmente los números de teléfono de los espectadores, estos se desquiciaban. «Me ha encantado tu espectáculo —decían los fans—. Pero eso que hacías con el número de teléfono no era un truco, ¿no? Puedo ver la diferencia entre un truco y algo real, y eso era de verdad.»

Los productores de Monday Night Magic —un veterano espectáculo de magia que se celebra en el centro de Manhattan— solían rechazar a los mentalistas que afirmaban tener poderes sobrenaturales, y exigían que todos sus números de mentalismo incluyeran renuncias de responsabilidad. (Jamy Ian Swiss, el maestro de la prestidigitación que fue presentador del espectáculo durante muchos años, dijo una vez que los magos son los únicos embaucadores honestos.) Esta política irritaba a muchos mentalistas, incluido Bob Cassidy, que escribió la nota de renuncia de responsabilidad que emplea la PEA y que era uno de los participantes en la MINDvention. El día que vi hablar a Bob Cassidy, llevaba unas gafas con los cristales tintados y una camisa de vaquero, pero su rasgo más distintivo era sin duda la gran nube blanca de peinado retro que planeaba sobre su cabeza, que parecía un poco el interior de una pelota de béisbol devanada. «El mentalismo no debería presentarse como un arte mágico —insistió—. Al hacerlo se pierde muchísimo. Yo nunca digo que soy vidente, digo que leo el pensamiento y dejo que los demás averigüen lo que significa.» Otro tipo, un mentalista corporativo alto, con el pelo ya clareando, una perilla negra y un camisero rojo, lo abordaba desde un punto de vista más radical. «Mi preocupación no es si estoy mintiendo o no —dijo—, sino si estoy consiguiendo hacerlo de forma que no me pillen.»

Nadie puso objeciones inmediatas a este punto de vista más bien cínico, aunque ya entrada la velada conocí a un mago de San Diego con gruesas gafas y una barba gris estilo Antiguo Testamento que me dijo que él creía que los magos tenían la responsabilidad de vigilar el mundo del mentalismo y proteger de sus elementos más impropios al público de profanos. «Nos incumbe a las personas como nosotros, a quienes conocemos los trucos, intentar evitar que la población sea estafada —me dijo—. Especialmente en un momento en que tenemos cadáveres de soldados de regreso a casa y familias desconsoladas, y videntes que se aprovechan de ellos.» (Poco después del 11-S, el vidente televisivo Jonh Edward empezó a rodar para su programa algunos fragmentos en los que ofrecía poner en contacto a las víctimas de los ataques al World Trade Center con sus seres queridos.) «Creo que deberíamos estar en la vanguardia dejando a esta gente fuera de juego. Deberíamos organizar operaciones encubiertas, acudir a las sesiones de espiritismo, descubrir quiénes son los dolientes y acercarnos después a hablar con ellos. Porque no hay nadie más que pueda hacer este trabajo.»

De hecho, los magos llevan siglos dedicándose a arrancar supersticiones y desenmascarar a los falsos videntes —si bien sus motivos no siempre han sido puros, y a menudo han vacilado en sus convicciones—. Houdini encarnó esa contradicción más plenamente que cualquier otro mago en la historia moderna. «Los magos van siempre a por los mentalistas», se lamentó Bob Cassidy, quien afirmó que la motivación principal de Houdini en su cruzada contra los videntes era «mantener su nombre en los papeles». Sean cuales fueran sus razones, Houdini pasó gran parte de su vida combatiendo y desprestigiando el espiritismo. Y, sin embargo, si bien él no fue espiritista, siempre creyó en la vida después de la muerte. Durante la década posterior a su muerte en 1926, su viuda, Bess, organizaba cada Halloween una sesión de espiritismo con la esperanza de contactar con su marido en el otro mundo. La sesión Houdini se ha convertido desde entonces en un ritual que magos de todo el país llevan a cabo en el aniversario de su muerte. Siguiendo los pasos de Houdini, la Society of American Magicians mantiene un Comité de Investigaciones Ocultistas destinado a comprobar la veracidad de los supuestos fenómenos paranormales. Las directrices generales del comité están encabezadas por una fotografía de Houdini y suenan como si estuvieran sacadas de Los cazafantasmas. Ingresé en el comité en 2009, pero aún no me han mandado a investigar ningún caso.

Hacer que los trucos de magia pasen por milagros es una vieja religión. Los antiguos sacerdotes empleaban turbinas de vapor para que, al encender un fuego en el altar, las puertas del templo se abrieran como por obra de los espíritus. Había estatuas hidráulicas que aullaban a sus adoradores y vasijas presurizadas que hacían manar vino: ritos ancestrales diseñados para meter miedo a las masas.

Si rastreamos la historia de la magia hasta la primera era cristiana encontraremos pruebas convincentes de que el propio Jesús puede haber sido un mago y de que los milagros de los Evangelios —convertir el agua en vino, multiplicar los panes, levitar— fueron trucos escénicos salidos directamente del repertorio del ilusionismo.

De hecho, esa es la imagen de Jesús que imperó hasta algunos siglos después de su muerte, una época en la que el cristianismo aún se consideraba una religión pagana y en la que los apologetas cristianos tuvieron que invertir un esfuerzo considerable en refutar las acusaciones de que Jesús era un charlatán. Y aún encontraremos más pruebas en los paralelismos existentes entre los ritos de los Evangelios (incluidos la última cena y los cuarenta días en el desierto) y una colección de hechizos y rituales egipcios conocida como los «Papiros Mágicos», que fue compilada entre el siglo II a.C. y el siglo V d.C. Unas similitudes que sugieren que Jesús podría haber estudiado las prácticas de los hechiceros y milagreros egipcios durante los dieciocho años de su vida de los que no se hace mención en los Evangelios (de los doce a los treinta años).

Si bien los hechos relacionados con la vida de Jesús son, en el mejor de los casos, poco claros, a partir de los Evangelios y de otras fuentes contemporáneas sí queda claro que durante su vida a Jesús se le consideró principalmente un hacedor de milagros. Y fue precisamente a causa de ellos, algunos de los cuales fueron considerados como el cumplimiento de las profecías hebraicas, que atrajo tantos seguidores y que resultó finalmente ejecutado. Los milagros fueron su salto a la fama. Y las pruebas arqueológicas apoyan esta conclusión: en 2008, científicos del Centro de Arqueología Marítima de Oxford descubrieron en el gran puerto de Alejandría una vasija de cerámica de dos mil años de antigüedad en la que está grabada lo que muchos expertos creen que es la primera mención de Jesús. El grabado de la vasija dice, simplemente, CRISTO, EL MAGO.

Irónicamente, más adelante las autoridades eclesiásticas convertirían en anatema todas las formas de la magia, junto con los malabares y las acrobacias, como obra de los espíritus malignos. Durante siglos, los magos fueron perseguidos por ser amigos de Satán y la prestidigitación fue condenada como un pasatiempo diabólico. Los magos temía morir y, ciertamente, muchos de ellos cayeron víctimas de alguna de las frenéticas cazas de brujas que barrieron Europa regularmente durante los principios de la edad moderna. El primer manual inglés de prestidigitación, el Discoverie of Witchcraft, de Reginald Scot, publicado a finales del siglo XVI, fue escrito con la intención de salvar la vida de los hechiceros desmitificando sus trucos. En una época en la que los magos corrían el peligro de acabar ardiendo en una pira, este tipo de exposición —que hoy en día pondría los pelos de punta a los practicantes consagrados del oficio— constituía precisamente una estrategia para esquivar la pira. En el Discoverie, el mago enmascarado isabelino Reginald Scot construye la defensa de sus colegas ilusionistas de los cargos de hechicería sobre la explicación de los métodos seglares que sustentan las artes oscuras. («¿Ven? No es magia, es solo un truco. Suelten las antorchas.») El libro enfureció de tal modo al rey Jacobo I, un matabrujas y vendebiblias de primer orden, que ordenó que se quemaran todos los ejemplares. Pero alguno sobrevivió y durante los doscientos años siguientes el libro reinó como el texto mágico estándar del mundo anglófono.

Numerosas figuras religiosas modernas han usado también los trucos de la prestidigitación para atraer a sus seguidores. Algunos faquires hindúes y curanderos africanos han sido pillados in fraganti haciendo pasar por obras divinas algunos trucos sacados del Tarbell Course in Magic, una enciclopedia en ocho volúmenes, y Joseph Smith, el fundador de la Iglesia mormona, empezó su carrera como cazador de tesoros asegurando que podía localizar minas de plata y el oro perdido de los españoles con una vara de adivinación (y lo que hacía era hacerse con un trozo de mineral y plantarlo en el terreno que iba a rastrear). Smith acumuló una frondosa hoja de antecedentes penales antes de descubrir que podía ganar más dinero (y tener más esposas) en el negocio religioso. Pero de esas minas de oro, ni rastro.

Uri Geller afirma haber reunido su fortuna de una manera similar, actuando como zahorí para empresas petroleras y de explotación minera. «Mi dinero no lo conseguí doblando cucharas —contó a un público de doscientos magos en la Convención Internacional de Magia de Londres, donde recibió el premio de la Fundación Berglas por su servicio a la magia—. Labré mi fortuna encontrando petróleo y oro.»

Aunque el mentalismo tiene al menos dos mil años de antigüedad, el primer registro de un espectáculo de mentalismo celebrado con fines de entretenimiento data de 1572 y corresponde a un número de un caballero italiano llamado Girolamo Scotto que se convirtió en el ilusionista favorito del sacro emperador romano. En una actuación para el archiduque Fernando II, Scotto escogió de entre una colección de monedas la misma que la archiduquesa había elegido mentalmente. Después procedió a localizar en un libro una palabra pensada por el público —un «test del libro», en la jerga del mentalismo— y a duplicar desde otra habitación lo que escribía el archiduque. El número de Scotto era brutal.

El mentalismo moderno surgió en el siglo XIX y su popularización coincidió con el auge del espiritismo. La palabra «telepatía» fue acuñada en 1882, la época en la que los científicos aprendían a mandar señales sin cables a través del aire. Era el amanecer del vodevil, la radio, la teosofía, los gabinetes espiritistas, los magos con turbantes y el teléfono. Inspiradas por el descubrimiento de las ondas electromagnéticas y el advenimiento de las telecomunicaciones, las teorías sobre la transferencia del pensamiento y la «telegrafía mental» se pusieron de moda entre muchos pensadores de pro. Si era posible desarrollar una forma de comunicación intangible, razonaban, ¿por qué no iban a serlo otras? Y durante algún tiempo, los ejecutivos de las compañías telegráficas temieron que la telepatía significara la muerte de sus negocios.

En un intento de capitalizar esta tendencia, muchos artistas empezaron a añadir números de mentalismo en sus funciones. En París, a mediados del siglo XIX, el ilusionista francés Jean-Eugène Robert-Houdin inventó uno de los números de clarividencia o transmisión de pensamiento más antiguos que se conocen, una rutina de mentalismo que se realiza entre dos personas y en la que se emplea un código secreto para simular poderes telepáticos. Robert-Houdin se paseaba entre el público examinando algunos objetos de los espectadores, mientras su hijo Emil permanecía en el escenario con los ojos vendados. «He aquí un objeto interesante —decía Houdin—. Sí, por favor, muéstrelo. Le pido que se concentre en él.» Y su hijo identificaba el objeto desde el escenario. El código, que les llevó años perfeccionar, consistía en incluir la información en la forma en la que Houdin pedía el objeto al espectador. La frase «Déjemelo, ¿qué es?», por ejemplo, podía indicar que el objeto en cuestión era un reloj. Se podía añadir mayor especificidad insertando algunas palabras extra en la frase. «Déjemelo, por favor, ¿qué es?» podía significar, por ejemplo, que se trataba de un reloj de oro, mientras que «Déjemelo, obsérvenlo bien, ¿qué es?» podía significar que era de plata. Cualquier sistema de pistas similar servía para comunicar letras, números, nombres, fechas y casi cualquier objeto común. Cuarenta años después, el ilusionista de Yorkshire Charles Morrit y su acompañante, Lilian, mejoraron el número de Robert-Houdin empleando una técnica llamada «transmisión silenciosa de pensamiento» en la que las pistas se encontraban no en las propias palabras, sino en el patrón de los silencios entre ellas. La longitud de una pausa entre dos sílabas, por ejemplo, indicaba el color de un objeto o la denominación de una moneda. Estas rutinas clásicas de códigos han inspirado a los mentalistas desde entonces.

También existen ejemplos de cómo las herramientas del mentalista se han infiltrado en el ámbito de la política. En la época de Boss Tweed, unos encuestadores corruptos a sus órdenes amañaron las votaciones usando unas herramientas encubiertas de escritura llamadas «uñiles», que también emplean los mentalistas para simular dotes de precognición. En la década de 1920, los mentalistas empezaron a aparecer entre los artistas que figuraba en la lista de embarque de los cruceros, y el mentalismo radiofónico se convirtió en un elemento habitual del entretenimiento popular. En 1930, tras el éxito de The Jungle, Upton Sinclair escribió Mental Radio, un libro en el que hablaba de los poderes psíquicos de su segunda esposa y para el que Albert Einstein escribió un halagador prefacio.

Uno de los artistas más populares y mejor pagados de la época del vodevil fue un adivino con una bola de cristal llamado Claude Alexander Conlin, que empezó su carrera como uno de los integrantes de la milicia de timadores de Soapy Smith y que más tarde se dio a conocer como Alexander, The Man Who Knows (El Hombre que Sabe). El número que le hizo amasar una fortuna fue su rutina de las preguntas y respuestas. Ataviado con una túnica oriental, Alexander conseguía responder a las preguntas del público, anotadas en trozos de papel convenientemente sellados, con solo sostenerlas contra el tercer ojo invisible de su frente, y empleando en sus respuestas un lenguaje de espíritu «barnumesco». También ganó millones haciendo lecturas privadas para personas de la alta sociedad.

El hombre que se considera que estableció las bases del mentalismo contemporáneo fue Joseph Dunninger, un neoyorquino que se hizo popular como artista radiofónico y que llegó a leer la mente de seis presidentes y de un papa. «Jamás he presenciado algo tan incomprensible o tan aparentemente imposible», afirmó Thomas Edison del número en el que Dunninger leía el pensamiento. No solo Edison, también muchos otros magos fueron engañados, junto con millones de profanos que escuchaban su programa radiofónico semanal y que posteriormente lo siguieron por televisión. «Para quienes creen —decía— no es necesaria una explicación; para quienes no creen, ninguna explicación será suficiente.»

El momento álgido de Dunninger en las décadas de 1940 y 1950 significó el final de lo que bien podría llamarse la segunda ola del mentalismo. La tercera ola llegó en la década de 1970, cuando Uri Geller empezó a aparecer en televisión doblando cucharas y arreglando relojes rotos. La llegada de Geller a Nueva York a mediados de la década de 1970 fue, según afirma Bob Cassidy, «una gran revolución». El mentalismo se incluyó oficialmente como categoría de las Olimpiadas de la Magia en 1979 y las fiestas de doblar cucharas, un clásico de esa década, se han perpetuado aun hasta hoy. El parapsicólogo de la Universidad de Arizona, Gary Schwartz, celebró una juerga psicoquinética en fecha tan reciente como 2001.

Para conseguir doblar mentalmente una cuchara, el secreto no es, como se sugería en The Matrix, darse cuenta de que no hay cuchara, sino, por el contrario, darse cuenta de que lo que tienes que hacer es doblar la cuchara con tus propias manos cuando nadie te esté mirando. A menos que uses un sofisticado aparato magnético para doblar metal llamado sistema PK, el procedimiento estándar consiste en doblar ligeramente la cabeza de la cuchara antes de que empiece el truco, disimulando la acción tras la cortina de humo de la misdirection. Una vez doblada la cuchara, la sostienes por la punta del mango en vertical de cara al espectador —y mejor si no tienes nadie a los lados—, entonces empiezas a inclinarla gradualmente hacia abajo, en dirección al público, al tiempo que la haces girar también sobre el eje vertical. Si esta maniobra se ejecuta correctamente, la cuchara parece licuarse visiblemente en tus manos. La ilusión es tan potente que hasta te engañarás a ti mismo.

El mejor doblador de metal del mundo es un mentalista con un talento feroz llamado Banachek, también conocido como El Hombre que Engañó a los Científicos. En 1979, siendo aún un adolescente, Banachek (de nombre Steven Shaw) y el mago Michael Edwards engañaron a un equipo de científicos de la Universidad de Washington en Saint Louis haciéndoles creer que podían doblar cucharas, llaves y otros objetos de metal con la mente. Después de ciento veinte horas de pruebas que se realizaron en unas instalaciones de investigación de última generación, supervisadas por un físico y que costaron quinientos mil dólares —sufragados por la McDonnell Douglas Corporation—, los científicos quedaron convencidos sin asomo de duda de que Shaw y Edwards tenían poderes telequinéticos. El infame fraude, llamado «Proyecto Alpha», se hizo público a principios de 1983, cuando Shaw y Edwards confesaron que todo el tinglado había sido una farsa orquestada por el escéptico James Randi.

Hoy, el interés en el mentalismo está repuntando de nuevo debido en parte a la recesión económica. Cuando el mercado se hunde, el interés por el mentalismo se eleva, pues la gente busca solaz y una escapatoria fácil de sus problemas. Como la industria de las armas, del alcohol, del juego y de la lotería, la del mentalismo es una industria contracíclica que mejora en tiempos de crisis. Estos días, muchos magos se están inclinando hacia el mentalismo como seguro contra las amenazas de un futuro tenebroso. Y, mientras tanto, ha asaltado las ondas toda una nueva cosecha de espectáculos paranormales. «Ahora mismo la recompensa económica es mucho mayor haciendo mentalismo que magia —aseguró en marzo de 2009 Docc Hilford, un lector de mentes de Miami, a un grupo de magos que se encontraban en la tienda de magia Ronjo de Long Island—. Tan solo el destello, el mínimo parpadeo de una posible esperanza en algo, cualquier cosa, es suficiente ahora mismo para que la gente pague por ello.» Hilford es famoso por ser un lector en frío endiabladamente bueno. Hace algunos años, el mago Simon Lovell y él se quedaron encallados y sin un duro en una convención de magia. Hilford le dijo a Lovell que no se preocupara y se encaminó a una peluquería local a hacer algunas lecturas. «Dos horas después —cuenta Simon— volvió con seiscientos dólares en efectivo.» («Es un feriante nato», decía Wes de Hilford.)

Un dependiente de una tienda de magia de Los Ángeles con el que mantuve una larga charla sobre el atractivo del mentalismo, resumió la tentación que presenta con estas palabras: «¿Por qué molestarme en hacer números de magia cuando puedo ganar tres veces más haciendo lecturas para jubiladas?», se preguntaba. La única respuesta que se me ocurrió fue que yo no soy ese tipo de embustero.

El último día de la MINDvention fui a cortarme el pelo en una barbería cercana al Palace Station. Junto a ella había un dojo de kárate y un establecimiento donde se leía la mano. Llámalo destino. Nunca había ido antes a un vidente y como ahora sabía algo de mentalismo sentía especial curiosidad. Así que entré y pagué cuarenta dólares por una lectura.

La vidente se llamaba Stephanie, era de mediana edad y tenía algo de sobrepeso, el cabello y los ojos oscuros y la cara minada de cicatrices de acné. Me condujo hasta una habitación atestada de cachivaches bíblicos: querubines con arpas, ángeles danzantes y un Jesús de plástico con las palabras MILAGRO DIVINO impresas en él. Las paredes estaban cubiertas de dibujos del tarot y me di cuenta de que hacía meses que no le había dado la vuelta a la hoja del calendario. Me senté ante una enorme mesa de cristal, y me preguntó mi nombre y la fecha de mi nacimiento.

—Buen chico —dijo con voz ronca—. Ahora pide dos buenos deseos.

Lo hice.

—Buen chico. Veamos tu mano derecha.

Se la tendí.

—Buen chico.

Tomó mi mano y me dijo que percibía movimiento. A lo largo de los últimos dos años las cosas se me habían puesto patas arriba. Parecía que en todo lo que emprendía daba tres pasitos para adelante y cuatro para atrás. No dormía bien. Tenía un sueño muy agitado. Me preocupaban un montón de cosas que estaban ocurriendo en mi vida. También tenía un pronto malhumorado, aunque nunca me duraba mucho. Era de buen corazón y me gustaba ayudar a los demás. Pero, a veces, cuando quien necesitaba ayuda era yo, no había nadie alrededor de quien pudiera depender y tenía que arreglármelas por mi cuenta.

Tengo que admitirlo: en su mayor parte había dado en el clavo.

También había alguien en mi familia que estaba enfermo (cierto), pero no se veían fallecimientos en el horizonte inmediato. Yo mismo tenía una larga vida ante mí. Me habían roto el corazón en el pasado y estaba harto de jueguecitos (cierto). Después de todo, no me estaba haciendo más joven cada día (¿y quién sí?). Era hora de asentarse y de empezar una familia (bueno, ¿por qué no?). Había viajes en mi futuro (ya lo creo), inversiones rentables (¿me lo juras?), y una visita de un antiguo amigo o de un familiar en el horizonte (¿te refieres a Nick?).

—¿Ves a menudo cosas por las que la gente debería preocuparse? —pregunté.

—Sí —suspiró.

Alcé las cejas, mirándola.

—¿Quieres saberlas?

Asentí. «Sigue, por Dios.»

—Veo que algunas personas están hablando mal de ti —me dijo—. No sé por qué. No has querido hacerles nada malo. Pero simplemente les gusta hablar mal de ti.

¿Quién sería esta gente?, me pregunté con un estremecimiento. ¿Qué andarían diciendo? Segundos después, el lado racional de mi cerebro entró a trompicones en acción y, como un duro entrenador de boxeo, me amonestó por bajar la guardia. Disciplinando mis pensamientos decidí desviar el foco de la conversación de mis asuntos y enfocarlo sobre Stephanie. Por lo menos quería saber cómo había entrado en el negocio del mentalismo en primer lugar.

Le pregunté cómo había descubierto su don y se encogió de hombros.

—Es algo con lo que naces —me dijo—. Tenía unos ocho años. Vi a una anciana que iba andando y le dije a mi madre que presentía que iba a pasarle algo malo. Mi madre se acercó a la mujer y se lo dijo y, ya sabes, ella no se lo creyó. Así que la señora, mi madre y yo seguimos andando por la calle y pasó un camión y casi se la lleva por delante pero mi madre la agarró. Es un don con el que naces. Se llama «el tercer velo». Naces con una capa más de piel en la cara, como una malla muy fina. Mi madre lo tenía y mi abuela también.

Cuando terminamos me hizo pasar a una habitación en la que había una camilla de masaje y un bol tibetano para limpiar los chacras. Le di las gracias y le estreché la mano.

—Buen chico —me dijo—. Ya estás listo para marcharte.

Ese mismo día, un poco más tarde, me encontré dándole vueltas a lo que me había dicho Stephanie —esto es, hasta que recordé cuál era la fuente y aparté esos pensamientos a un lado—. Y sin embargo, no importa cuánto intentara sacármelos de la cabeza, estos tenían una forma inquietante de regresar a mi conciencia. Parecía que mi memoria me estaba haciendo una jugarreta. ¿Le había dicho yo de dónde era o lo había adivinado ella? (me había preguntado por mi vida en Nueva York). ¿Y cómo supo que mi madre estaba enferma? El sesgo selectivo se hizo fuerte, reforzando los aciertos —lo que ella había adivinado— y descartando los errores. Me había dicho que iba a viajar pronto y recordé que esa misma tarde embarcaba en el avión de vuelta a Nueva York. Mientras permanecía despierto aquella noche, recordé que ella me había hablado de mi insomnio.

Una de las cosas que da más miedo del mentalismo es que, aunque comprendas cómo funciona, aún parece creíble. Experimentos posteriores de Forer han demostrado que, en los casos de descripciones falsas de la personalidad, la consideración sobre su acierto se dispara cuando las lecturas se adscriben a fuentes místicas como la astrología o la lectura de manos. La gente quiere creer.

En 1988, en Australia, un joven artista llamado José Alvarez alcanzó el estrellato haciéndose pasar por médium espiritista. Invocó a cuatro espectros en la televisión nacional y mostró el don de lenguas en la Sydney Opera House. En el proceso atrajo un culto de seguidores masivo. Poco más tarde ese mismo año, Alvarez anunció públicamente que se lo había inventado todo; de hecho, el asunto había sido una nueva burla gestada por el farsante en serie James Randi, el del proyecto Alpha. Y aun así muchos de los fans de Alvarez siguen insistiendo en que todo era cierto.

Hace algunos meses, haciendo magia en una cena en casa de un amigo, tuve una experiencia similar. Después de unos cuantos trucos de magia y hurtos de relojes de pulsera, salió el tema de la lectura mental y mencioné que estaba haciendo mis pinitos en las artes de la videncia. Inmediatamente, una de las invitadas, una escritora de unos veintiocho o veintinueve años que acababa de conocer me pidió que se lo mostrara.

Al principio titubeé. Después de mi experimento inicial había abandonado el asunto de la lectura mental. Era un poco espeluznante. Pero la chica no dejaba de insistir y al final accedí. ¿Qué es una lectura más? Pensé. Escribió un nombre en un trozo de papel y lo dobló mientras yo apartaba la mirada. Después lo rasgué en pedacitos. El nombre era Julia.

—No será un miembro de tu familia, ¿no? —pregunté, detectando algunas pistas negativas sutiles—. No, no es un miembro de tu familia —proseguí—. Pero como si lo fuera.

Aquí estaba usando una técnica llamada «desaparición de la negativa». Al formular la negación como una interrogativa con una inflexión ambigua («No será un miembro de tu familia, ¿no?»), independientemente de cuál sea la respuesta termina pareciendo que he acertado. Si percibo que va a ser sí, prosigo con un «Sí, es lo que pensaba». Y si la respuesta es no, simplemente reformulo la pregunta como una frase declarativa: «No, no es un miembro de tu familia», y añado, «pero como si lo fuera». Y, de nuevo, lo bueno es tener razón solo el 85 por ciento de las veces.

—Creo que es eso lo que estoy percibiendo —dije—. Siento un vínculo casi maternal entre vosotras.

Se sonrojó ligeramente. Me estaba acercando.

—Es una amiga muy cercana de la familia, ¿sí?

Sonrió y descruzó los brazos.

—Su nombre empieza por J… Judy o Julie.

—¡Julia! —exclamó, exultante—. Es mi tía. Bueno, no es mi tía, pero como si lo fuera. Es la mejor amiga de mi madre desde el instituto. La conozco de toda la vida.

—Puedo verla. Es aproximadamente de tu altura, con el pelo más oscuro.

Asintió con entusiasmo.

—Tiene muy buena disposición, es leal y su sentido del humor es muy cálido. Las dos os parecéis, lo veo.

Tendemos a creer que nuestros amigos y, en menor medida, la gente a la que apreciamos, son o bien exactamente iguales que nosotros o bien el contrario absoluto.

Se lo estaba tragando todo.

—También siento cierta distancia… emocional o geográfica. ¿Vive cerca Julia?

Negó con la cabeza.

—Vive en Inglaterra.

—Eso pensaba. No habrás tenido noticias suyas hace poco, ¿no?

Como es de esperar, la persona en cuestión es habitualmente alguien que les ha estado rondado recientemente por la cabeza.

—¡Pues, sí! Justo recibí un correo electrónico suyo el otro día.

Empecé a sentirme muy orgulloso. A lo mejor era vidente de verdad.

—Julia tenía una noticia que darte, ¿a que sí?

—Madre mía, ¡pues sí!

—Algo bastante importante.

—Sí que lo era.

—Muy importante.

—Sí.

—Quería decirte que… —y aquí es cuando me extralimité— que está embarazada.

Apretó la mandíbula y me miró recelosa.

—Hmmm… no —me dijo con un tono inexpresivo—. Tiene cáncer.

La palabra «cáncer» pareció resonar por la habitación como un disparo, y un murmullo de estupefacción recorrió la mesa. Nadie pronunció una palabra. Mis amigos me dijeron después que estaban pensando lo mismo que yo, solo que esperaban que no lo dijera. Pero mi boca ya estaba en piloto automático y la frase me salió disparada.

—Bueno —dije, rascándome la frente—. Es como estar embarazada, pero con un tumor.

«¡Uups!»

Afortunadamente, la chica tenía buen talante y no se lo tomó mal. De todos modos me sentía muy culpable, me disculpé profusamente y le expliqué todo el truco en detalle.

—Vale —me dijo ella quitándole importancia—. Ya pillo el truco del papel. Pero ¿no crees que hay algo más?

—¿Qué quieres decir? —le pregunté, francamente confundido.

—No sé —me dijo—. ¿No crees que hay algo en todo esto? ¿Que hay parte de ello que es real? Quiero decir, ¿no te crees nada de esto?

Incapaz de dar con una respuesta satisfactoria, recordé lo que el mago Ricky Jay había dicho una vez cuando le preguntaron si alguna vez había visto a un verdadero lector de mentes.

—No —respondió—. Pero he visto a uno muy bueno.