5
El chanchullo
Un hombre enjuto con una gastada chaqueta de North Face y un gorro de lana negro estaba haciendo juegos de manos sobre una improvisada mesa fabricada con cajas de cartón. Cruzando y descruzando los brazos como en el charlestón, entremezclaba dos jokers negros y una reina roja de una baraja Bee. «Yo la escondo y tú la encuentras. Yo la escondo y tú la encuentras.» Un círculo de viandantes —tres hombres y dos mujeres de distinta procedencia étnica— hacían sus apuestas, chasqueando la lengua y lanzando exclamaciones en el curso de la acción, mientras otro par de tipos hacían guardia a ambos lados. La policía había aparecido ya un par de veces para dispersar a la gente en lo que parecía una danza perfectamente coreografiada. Pocos minutos después se reagrupaban y el juego se animaba de nuevo. Alguno de ellos estaba compinchado.
Era una fría tarde de marzo en Nueva York, aunque metido entre la multitud que rondaba por Canal Street regateando en la compra de falsificaciones de joyas, CD piratas y pashminas de contrabando se estaba un poco más calentito. Una mujer china diminuta y energética gritaba con voz aguda en la esquina de la calle «¡Devede, devede, devede!». La acera estaba mugrienta con toda clase de rastros humanos: colillas, comprobantes del cajero automático, pinchos de carne a medio comer de los puestos callejeros, cajas de cartón pisoteadas. Y habían sido estas últimas lo que me había dado la pista para llegar hasta ellos.
Después de mis encuentros con operadores de las cartas como Richard Turner —y de mi propio flirteo con las trampas— sentía que me iba acercando a la delgada línea que separa la magia de la delincuencia. Finalmente, decidí dar el paso e investigar esa turbia zona donde la magia y la corrupción se encuentran, y donde la prestidigitación trabaja al servicio de fines ilegales.
Había empezado a visitar Canal Street unos meses antes gracias a una pista que me había dado David Roth, un nativo de Nueva York y el más grande mago de numismagia del mundo. (Roth también me contó que entre 1978 y 1988 había sigo comercial de artículos de magia de FAO Schwarz, lo que significa que probablemente fue él quien vendió a mi padre el juego de magia que inició mis pasos por este camino.) Diez años antes, contaba Roth, el hogar del trile de tres cartas —el clásico timo callejero en el que es imposible ganar y que requiere el uso de tres naipes y de unos enormes cojones[*]— era Times Square, un antiguo barrio rojo que durante la cruzada por la calidad de vida de Rudy Giuliani se destiñó hasta quedar en un tono rosa tenue. Durante un tiempo pareció que el trile había desaparecido por completo. Pero los tahúres simplemente reemergieron cincuenta manzanas más al sur, en lo que demostró ser un edén para ellos. Ni siquiera entre la lujuria de neones del viejo Times Square se encontraba el trilero tan en su elemento como en el paraíso del incauto con dinero en efectivo que es la zona de Canal Street al oeste de Bowery. «Algunos de los mejores trileros que haya podido ver están en Nueva York —me dijo Roth con un deje de orgullo en la voz—. Son muy muy buenos.»
Mis investigaciones habían demostrado que él estaba en lo cierto. Según mis estimaciones, una sola banda de trile puede llegar a hacerse hasta con diez mil dólares en efectivo en el curso de una tarde. Después de varios meses haciendo rondas de reconocimiento por Canal Street decidí que era hora de entrar en contacto con ellos. Quería ver si podía abordar a los trileros y ganarme su confianza como colega practicante de magia. Después de todo, ¿no hablábamos todos el mismo idioma, el lenguaje del embaucador? «Ni se te ocurra hacer eso —me dijo Roth por teléfono—. Es muy peligroso.» Wes también fue de esta opinión cuando se lo mencioné en la pizzería. Los grupos de trileros, me dijo, eran miembros de bandas violentas, a menudo con un doctorado en la cárcel. El trile no era para ellos más parecido a un juego que el robo a mano armada o el tráfico de drogas. Si llegaban a albergar la más mínima sospecha de que yo podía suponer un peligro para su operación, podría acabar acuchillado o incluso con una bala. Pero yo ya estaba decidido.
Llevaba cinco minutos observando la acción cuando se acercó un tipo con el pelo pincho engominado, gafas de sol de D&G, del brazo de una chica. Inmediatamente, la piña de gente les hizo sitio. Se le acercó un hombre canoso con un cigarrillo sin filtro entre los labios. «Acabo de ganar doscientos dólares —dijo—. Pero el tipo ya no me deja jugar más.» Siguieron una serie de apuestas de los demás jugadores y, de pronto, el que manejaba las cartas volvió la cabeza. Mientras no estaba mirando, uno de los que estaba allí observando el juego hizo una gran doblez en la esquina de la reina roja. ¿Un error? Con esa marca sería bien fácil seguir la carta ganadora. Todas las apuestas estarían aseguradas. O al menos eso parecía.
—Dos negras y una roja. Gana la roja, solo la roja, nunca las negras —el trilero mareó las cartas—. Señálala y ganas. —El primo señaló la carta con la doblez y el trilero levantó la cabeza—. ¡Has ganado! ¡Es tuya! ¿Tienes el dinero? ¿Cien dólares?
Abrió su cartera.
—Solo tengo veinte.
—Para jugar tienes que tener cien —miró a la chica—. Apuesto a que ella tiene ochenta.
El primo cuadró los hombros y miró a su novia como si estuviera a punto de proponerle matrimonio.
—Acabo de adivinar dónde estaba la maldita carta roja, cariño. Dame dinero.
Ella sacó su cartera a regañadientes y contó los billetes de veinte. Él los cogió y estampó el fajo sobre la caja de cartón. En un abrir y cerrar de ojos, la carta estaba boca arriba. No era una reina roja, sino un joker negro. Se puso lívido.
—¡Doble o nada! ¡Doble o nada!
Se envió al primo de camino a un cajero automático cercano —la pandilla de trileros se había ubicado convenientemente frente a una oficina de Citibank— y regresó pocos minutos después con ansias de redimirse. Quise detenerle, pero sabía que no debía hacerlo. En menos de un minuto había perdido quinientos dólares.
—Voy a vomitar —dijo la chica tapándose la boca.
Encendido de cólera, la víctima intentó agarrar el dinero, pero los gorilas le bloquearon con rapidez. Se irguió ante ellos para hacerles frente hinchando el pecho y por un momento pareció que aquello terminaría en violencia.
—Vámonos, cariño —le dijo su novia, agarrándole del bíceps—. Cariño, vámonos.
Y de pronto alguien gritó «¡Aguaaa!» —la policía— y el grupo se dispersó. Esa era mi oportunidad, pensé. Seguí al manipulador y a uno de sus compinches, un musculoso afroamericano en vaqueros y botas de trabajo.
—Oye, tío —dije, dándoles alcance—. ¿Haces magia?
Se volvieron y me miraron como si estuviera chalado.
—¿Qué has dicho?
—Soy mago —le dije y desenfundé mis cartas.
—¿Ah, sí? —El manipulador se frotó la nariz y miró a su alrededor—. Bueno, yo también soy mago. —¡Lo sabía!
—Lo sé, te he visto trabajar —dije, intentando transmitir frialdad—. Eres bueno.
Mi plan, tal como lo había formulado en mi mente antes de salir tras él, era ver si podía emplear la magia para ganarme su confianza. Pero cuando su socio se cruzó de brazos y me miró amenazante empecé a preguntarme si no había cometido un terrible error.
—Esto… dime una carta —dije débilmente intentando no mostrar miedo.
—¿Cómo? —me preguntó mirándome receloso.
—Dime una carta —repetí—. Dila en alto.
—¿Quieres que la diga en voz alta?
Asentí y él miró primero a su socio, después a mí.
—La reina de tréboles —dijo.
—Genial. ¿Quieres que lo haga rápido o despacio?
—Mejor deprisita, que me tengo que ir —dijo, mirando hacia la esquina donde la gente había empezado a reagruparse.
—Pues deprisa —agité la mano sobre la baraja y, con el corazón palpitándome a toda velocidad, ejecuté un pase para subir la reina hasta arriba. Durante un segundo pensé que la había liado. Di la vuelta a la carta y —menos mal— allí estaba la reina. El manipulador me miró, después volvió a mirar la baraja y luego me miró otra vez. La tensión de su cara desapareció y sonrió, descubriendo una fila de dientes de oro.
—¡Joder! ¡Este chico es bueno! —se rio y me tendió la mano.
Se la estreché y sonreí.
—Quiero aprender tu juego —le dije, apretando aún la baraja con mi mano izquierda.
Ladeó ligeramente la cabeza y entrecerró los ojos.
—No quieres aprender esto. La peña va a la cárcel por hacer esta mierda.
La primera vez que vi a unos trileros en acción fue a los once años, en España, mientras estaba visitando a unos familiares. Iba paseando por La Rambla, el bulevar situado en el corazón de Barcelona, cuando vi a un gran grupo de gente apiñado en torno a un hombre con pinta desastrada que vestía un gastado traje azul. Tenía el pelo grasiento y un bigotito fino, y estaba mezclando unas cartas sobre una superficie de cartón aplanado. A su alrededor todo el mundo gritaba y agitaba dinero en el aire. Parecían estar divirtiéndose. Pronto me vi atraído por el grupo y me encontré entregando mi paga de enero entera a lo que yo creía que era la reina. De hecho, estaba seguro de ello porque la esquina de la carta estaba claramente doblada. Había visto cómo uno de los mirones la doblaba un momento antes.
En mi imaginación ya estaba gastándome las ganancias. Había decidido que iba a usar el dinero para comprarle a mi madre un brazalete que ella quería. Estaba impaciente por decírselo a mi padre, que estaba comprando los periódicos en un quiosco cercano. Iba a estar muy orgulloso de mí. Ese era nuestro día de suerte.
Cuando le di la vuelta a la carta y en vez de una reina me encontré un joker, se me encogió el estómago y a mi alrededor todo pareció silenciarse. Miré al hombre que estaba tras las cartas. Ahora sus ojos eran fríos y amenazadores, y sus dientes brillaron en una sonrisa siniestra cuando agarró el dinero. Me alejé tambaleándome sin decir una palabra, parpadeando para contener las lágrimas y aterrorizado ante la reprimenda que sin duda estaba a punto de recibir.
Fue una lección muy cara, pero lo único que hizo fue avivar mi curiosidad. Para mí, el trilero era un personaje irresistible, un embaucador intemporal que había cambiado poco desde los días de las cantinas y los ferrocarriles de la frontera estadounidense. Era un delincuente, sin duda, pero también era un mago excelente que empleaba la prestidigitación para robar a su público. Y el mejor truco de todos, el plato fuerte, es que el público jamás llegaba a sospechar que él fuera un mago.
El trile ha sido una constante del submundo criminal de la ciudad de Nueva York desde hace más de un siglo. El New York Times informó por primera vez de la existencia de este timo en 1870, advirtiendo de que Coney Island se había infestado de trileros «dotados de un pico de oro» que se dedicaban a timar a los pipiolos recién llegados al muelle de atraque del barco de vapor. El artículo describía en detalle cómo un adinerado visitante había perdido su reloj en este juego y el autor hacía la siguiente observación, que sigue siendo hoy tan válida como lo era entonces: «No cabe duda alguna de que cualquiera que se las vea con ellos será engañado y estafado».
Entonces ¿cómo puede ser que casi más de un siglo y medio después, en una época de robos de identidad y fraudes de alta tecnología, un timo como el trile —uno de los trucos más antiguos que existen— mantenga su buena salud? Está claro que lo que le otorga su poder de seducción no son los propios movimientos, sino la psicología del timo, la inquietante forma en la que el timador aguijonea nuestras inseguridades y adula nuestra inteligencia, espolea nuestra avaricia y nubla nuestro juicio, inflando nuestra confianza y elevando al tiempo nuestras expectativas.
Esta habilidad, por supuesto, no es más típica de Canal Street que de Wall Street. La vemos asomar en televisión, en los centros comerciales, en las tiendas de coches de segunda mano, en Washington y en las campañas electorales. Es la misma forma de prestidigitación psicológica —la publicidad engañosa, los rumores falsos o darte mal el cambio— que se emplea para inflar artificialmente los valores de la bolsa, esconder la deuda de los accionistas, vender guerras al Congreso y convencer a los consumidores de que sus vidas necesitan cosas como el ThighMasters o una consulta a un adivino telefónico, y de que los Choco Krispies realmente son parte de un desayuno nutritivo.
«Para todo aquello que deseamos, sea lo que sea —afirma el abogado Steve Weisman—, existe un timo.» Weisman, experto en fraude bursátil y robo de identidad, ha estudiado todo este tipo de estafas, desde los robos de bancos a los esquemas Ponzi y el fraude hipotecario. Pero ya se trate de timos de poca monta o de fraudes de grandes empresas, me contó, casi todos los esquemas de estafa comparten ciertos elementos universales. «El artista del timo apela a nuestro deseo de encontrar una solución rápida y fácil para los problemas de nuestra vida. Azuzan nuestra avaricia y a veces explotan ese pequeño rincón deshonesto que todo el mundo tiene. Y cuando las personas se vuelven avariciosas, se convierten también manipulables.»
La palabra trile, timo que se puede realizar con cartas y con cubiletes o cáscaras, se usa a menudo como metáfora genérica para cualquier tipo de estafa. Pero el trile es más que una metáfora, es todo un modelo, una receta para persuadir a una persona de que tome en consideración una propuesta que supone un riesgo o que puede ser incluso de ética dudosa, ya se trate del timo nigeriano —que en sus diversas variantes cuesta a los ciudadanos estadounidenses en torno a los doscientos millones de dólares anuales— o del esquema Ponzi de sesenta y cinco mil millones de dólares de Bernie Madoff. «Aunque el tipo que está en la calle ejecutando el trile de tres cartas esté haciendo una cosa diferente de lo que hacía Bernie Madoff, la psicología del timo es la misma —afirma Weisman—. Madoff supo usar los mismos principios que emplean los magos. Usó la misdirection para desviar la atención de la gente. Usó el forzaje para orientar sus elecciones. Cuando las personas van a un espectáculo de magia, quieren ser engañadas. Y en un esquema Ponzi, cuando algo es demasiado bueno para ser verdad, quieren creerlo.» En otras palabras, si entiendes el trile, comprenderás no solo cómo funciona un gran truco de magia, sino también la arquitectura básica de todos los timos.
Lo más probable es que el trile con cartas llegara a Europa a través de los gitanos provenientes de los Balcanes que durante el siglo XIV se dispersaron por el continente con sus hatillos llenos de estos jueguecitos del despiste que, en el caos de las calles y plazas medievales, les reportaban algún pequeño beneficio. Para el siglo XVII el trile ya había arraigado en la mayor parte de Europa occidental. Pueden encontrarse referencias a este clásico timo callejero en la literatura española de ese período y en algunas obras francesas de la época de Luis XV. En París, a mediados del siglo XIX, el timo se había convertido en un problema con entidad suficiente para merecer un bando municipal imponiendo su prohibición. En 1861 Jean-Eugène Robert-Houdin, el padre de la magia moderna, escribió un tratado sobre los timos con el título de Les Tricheries des Grecs Dévoilées —típico de los franceses, le echaba la culpa a los griegos— en el que ofrecía una detallada descripción del trile, que veía ejecutar diariamente en las calles adoquinadas, y de los timadores que se dedicaban a pescar a los incautos «haciéndose pasar por campesinos» —es decir, fingiendo ineptitud e ignorancia—. Hoy como entonces, esa pequeña táctica es el corazón del timo.
Pero fue en Estados Unidos donde el trile con cartas llegó a su verdadera mayoría de edad. Tan plenamente, de hecho, y con tanto afán, que prácticamente merece que le den la ciudadanía estadounidense. No hay timo del viejo mundo que pueda igualar las artimañas del gran artista del timo estadounidense, en cuyas manos el trile con cartas y cáscaras se transfiguró en los cimientos de los primeros grandes imperios criminales, los antecedentes de la mafia moderna. En lo tocante a iconos estadounidenses, el trile se merece un hueco en la vitrina junto a la tarta de manzana, el McDonald’s, Elvis, el revólver niquelado y el crack. Estados Unidos será por siempre el hogar espiritual del estafador. Esta estafa es tu estafa. Esta estafa es mi estafa. Esta estafa está hecha para ti y para mí.[*]
La primera vez que el trile apareció en suelo estadounidense fue a principios de la década de 1830, en Nueva Orleans, y pronto se abrió camino hacia el norte a bordo de los barcos de vapor que remontaban el Mississippi (allí al trile se le llamó «monte», adaptando el nombre de un popular juego de cartas mexicano, una estrategia que se empleó para hacer que el timo sonara más legal). Fueron épocas de grandes marcadores. A principios de la década de 1850, una banda de cuatro trileros consiguió limpiar el equivalente a lo que hoy serían veinticinco millones de dólares durante un período de tres años de trabajo a bordo de los barcos fluviales. El líder de la banda, un gigantón glandular llamado George Devol que empezó desplumando a soldados en la guerra entre Estados Unidos y México, llegó a amasar durante su carrera una fortuna que ascendió a más del doble de esa cantidad, aunque después lo despilfarró todo y murió sin un centavo. Uno de los protegidos de Devol, un afroamericano llamado Pinckney Pinchback, empleó sus ingentes fondos procedentes del trile para financiar una carrera política que le llevó, finalmente, hasta un escaño del Senado de Estados Unidos (aunque debido a su raza nunca se le permitió sentarse en él).
Cuando se agotó el chanchullo de los barcos de vapor, durante la guerra de Secesión, los trileros siguieron el trazado del ferrocarril hacia el oeste y diseminaron así el timo por toda la frontera de Estados Unidos. Hacia mediados o finales del siglo XIX, los campamentos mineros desde Colorado hasta Alaska estaban infestados de bandas de trileros, existían empresas de artículos de juego que ofrecían equipos preparados de trile a los aspirantes a timadores y en los vagones de tren hubo que instalar a agentes de la agencia nacional de detectives Pinkerton para proteger al pasaje de las artimañas de hombres con nombres como Rattlesnake Jack McGee, Slim-Jim Foster, Louis Posey Jeffers, Clubfoot Hall, Jew Mose, Doc Baggs, Dad Ryan, Cowboy Tripp y, mi favorito, Big Alexander.[*]
Y también estaba el despiadado Benjamin Marks, un antiguo correo de la guerra de Secesión que en 1867, a los diecinueve años, viajó desde Iowa hasta Wyoming trabajando el trile, para lo que empleaba una tabla de madera que llevaba colgada del cuello. A base de timos y turbios tinglados comerciales, Marks, un predecesor del jefe mafioso moderno, llegó a construir un pequeño imperio. Tuvo un infame casino y burdel llamado Elks Grove, del que aún pueden verse algunos restos, que erigió justo sobre la línea fronteriza entre dos condados, de modo que para zafarse de las redadas policiales solo había que desplazarse a una habitación que estuviera en la otra jurisdicción.
Pero el más grande legado de Marks fue una idea que llegaría a revolucionar el mundo del timo y, de paso, cambiaría para siempre el rostro del comercio al por menor. El concepto se le ocurrió en 1870, después de haber llegado a Cheyenne con el sueño de dar un gran golpe y descubrir que los tenderetes de juego al aire libre estaban llenos de timadores rivales. Marks necesitaba encontrar una forma mejor de pescar a sus víctimas, así que alquiló un pequeño local comercial y llenó su ventanal de objetos de lujo que se ofrecían con descuentos ridículos. Lo llamó La Tienda del Dólar. Una vez dentro, a los cazadores de gangas se les alejaba rápidamente del ventanal y se les pastoreaba hacia el fondo de la sala, donde se desarrollaba un juego de trile sobre un barril de madera. «Puesto que ningún cliente salió jamás del trile con dinero alguno —señala un historiador—, nunca se vendió ninguna de las mercancías.»
El negocio insignia de Marks fue un enorme éxito y dio lugar a un sinfín de imitadores. Empezaron a surgir tiendas de dólar por todo el país. Al final alguien llegó a darse cuenta de que se podía hacer tanto dinero vendiendo baratijas como desplumando ilegalmente a los clientes y así se pasaron al lado legal.
La tienda de dólar de Marks fue también el prototipo de los sofisticados timos de establecimientos falsos que florecieron a principios del siglo XX: las falsas oficinas con la caja fuerte de cartón piedra, el inversor que desaparece de un día para otro, el tinglado de la sala de apuestas falsa. En estos grandes timos superelaborados —inmortalizados en películas como El golpe, Los timadores, La trama y El informador— se engatusa el buen juicio de un primo mediante el uso de prolijos escenarios y de un elenco de señuelos con su papel bien aprendido. Aunque hoy son menos habituales que en el pasado, este tipo de timos aún siguen existiendo.
He oído decir que en California solo hay cuatro cosas que uno deba temer: la tierra, el aire, el fuego y el agua. El día que me tocó conducir por la 101 hacia el norte, en dirección al Magic Castle de Hollywood, lo que había que temer era el fuego —y, en menor medida, el aire— que se dedicaba a sembrar el caos por la costa oeste. El gobernador Schwarzenegger, me informó una voz por la radio, había declarado el estado de emergencia en Los Ángeles, Santa Bárbara y el condado de Orange a medida que el azote de los incendios asolaba el sur de California atizado por los secos vientos de Santa Ana, carbonizando miles de hectáreas de tierra y tragándose cientos de hogares. Era el primer incendio que sufría Los Ángeles desde 1970.
Encontré rastros de ceniza sobre el coche en la oficina de alquiler y durante un momento pensé que alguien había sacudido la ceniza de un puro sobre el capó (¿quizá el propio gobernador?). Pero no, había sido la naturaleza que, saltándose la prohibición de no fumar y usando Los Ángeles como cenicero, disparaba hollín y ascuas ardientes hacia la cuenca de Los Ángeles y cubría el ancho regazo del valle con una amenazante niebla gris. Un fuerte olor a carbón impregnaba el aire como un mal hábito.
En todo caso, si yo había viajado hasta Los Ángeles era para aprender a no dejarme engañar. Tras observar a los trileros de Nueva York ejecutando su simple timo en las aceras abarrotadas, estaba convencido de que cualquiera podría ser víctima de una estafa. Y, además, tampoco es que aquellos tipos estuvieran ganando cuatro duros. Podían ingresar más o menos el equivalente de la minuta de un abogado, y eso, mintiendo solo la mitad que ellos.
Yo había hecho algunos progresos estudiando a las bandas de Canal Street y practicando por mi cuenta, pero necesitaba profundizar. Quería entender el corazón del timo. ¿Cómo consigue el timador controlar tus pensamientos? ¿Cómo es capaz de atrapar tu atención? ¿Cómo llega uno a dominar estas poderosas tácticas de influencia social y a desarrollar una sensibilidad para el timo? Y lo más importante, ¿cómo podría emplear yo estos principios para hacer que mi magia fuera mejor?
Había decidido que seguir rondando a los trileros de Canal Street probablemente no fuera tan buena idea después de todo, así que en vez de ello me apunté a una clase de timos callejeros a casi cinco mil kilómetros de mi hogar, en el Magic Castle de Los Ángeles. Las clases tenían lugar los lunes de cuatro semanas consecutivas y ese era mi tercer viaje al oeste en el mismo mes. El curso estaba impartido por un grupo de magos y antiguos artistas del timo que se llamaban a sí mismos The School for Scoundrels, «la Escuela de Sinvergüenzas», y eran sin duda alguna los mayores expertos mundiales en el timo de poca monta.
El lema de la escuela era «Inspirando confianza en todo el mundo».
Erigido sobre las ruinas de una antigua mansión victoriana, el Magic Castle tiene la pinta exacta que tú esperas que tenga un castillo encantado. Es inquietante, extraño, un poco gótico, como de dibujos animados, y se cierne sobre la colina como un inhóspito afloramiento de torres, almenas, gabletes ornamentados y empinados chapiteles con remates de zinc y balconadas a su alrededor. Un cimbreante camino bordeado de cipreses asciende la colina y te deja ante unas puertas de caoba sobre las que descansa un friso labrado de acero y cristal.
El interior del Magic Castle, tenuemente iluminado por unas antorchas sacadas de decorados antiguos de la MGM, es un gabinete de curiosidades, un pastiche tan denso que termina cayendo en el burlesque. Unos retratos «harrypotterescos» siguen tus pasos con la mirada. El mobiliario parece cambiar de posición a su antojo. La altura de los taburetes del bar varía mientras te encuentras sentado en ellos. Junto al bar del salón principal, un espectro llamado Irma toca el piano para los huéspedes, e incluso acepta peticiones. Las habitaciones son oscuras y están decoradas con vidrieras de iglesias en ruinas y puertas de mansiones abandonadas.
Cuando entras por primera vez en la antecámara del castillo de color rojo, parece que te encuentras en un callejón sin salida. Hasta que alguien se planta delante de un búho dorado y dice «Ábrete Sésamo», lo que descubre un pasadizo secreto oculto tras la librería de una de las paredes. Los ojos del búho brillan con una luz roja anunciando tu entrada. El Magic Castle cuenta también con su propio hotel, pero es algo caro, así que yo me alojaba en un lugar más económico un poco más abajo en la misma calle.
La primera vez que había entrado en el Castle en mi vida había sido unos veinte años atrás, con mi padre, y sigue siendo uno de mis recuerdos más preciados. Al regresar tantos años después podía sentir cómo brincaban los impulsos de excitación de una a otra de mis sinapsis. Tenía la carne de gallina. Y los bulbos pilosos de mis brazos tenían, a su vez, la carne de gallina.
El taller de timos se desarrollaba en una de las salas más al fondo del castillo, en una zona llamada el Círculo Interno, junto a la biblioteca. El curso se ofrecía a auspicios de la Universidad Mágica del Castillo y la ironía de que para asistir a él tuviera que faltar a mis clases en la Universidad de Columbia no me había pasado desapercibida.
Este sector del castillo albergaba también una sala de baile reservada para acontecimientos especiales, un bar que apareció en la película Hello, Dolly y todo un baúl de los recuerdos completo. Adornaba la entrada un anuncio enmarcado de una actuación de Charles Carter, un ilusionista de principios del siglo XX también conocido como Carter el Grande. Junto a él colgaba un cartel de Alexander, un mentalista tocado con un turbante que fue una estrella del vodevil actuando bajo el nombre de El Hombre Que Sabe. En una vitrina de cristal había un modelo a tamaño real de una levitación de Harry Kellar. Y había también una caja negra con un fantasma de Pepper —una de las primeras ilusiones ópticas— y, en la pared oeste, un extraño retrato de Charlie Miller, una leyenda de la magia de cerca y el maestro moderno de los cubiletes.
Éramos diez alumnos en total. El aula, con sus fluorescentes, sus sillas plegables de plástico y sus mesas plegables individuales, tenía un inequívoco aire de escuela de adultos. Exceptuando a Whit Haydn, nuestro profesor, todos parecían haber venido directamente del trabajo. Junto a mí se sentaban un hombre de mediana edad que llevaba una corbata con dibujos de monedas de oro, y un matrimonio de Temecula que asistía a clase en equipo. La familia que tima unida permanece unida, supongo.
Whit «Pop» Haydn, el apuesto granuja con pico de oro que dirige la Escuela de Sinvergüenzas, vestía una levita negra hasta la rodilla con un corte de espalda ancha y cintura estrecha, un chaleco brocado de color gris plomo con botones de perlas, una corbata de seda encarnada atada con un nudo simple y un bombín negro. Todo en él era redondo: su rostro, sus ojos, su torso. Tenía el cabello de color pajizo engominado hacia atrás sobre una cabeza perfectamente redonda. Sobre la curva de su barriga colgaba una cadena doble de reloj de bolsillo estilo Príncipe Alberto, centrada con una piedra ovalada. Era redonda hasta su voz, suave y pausada con ese acento reposado del Sur. Escucharle hablar era como beber un té dulce en un frasco de conservas u observar un pastel enfriándose en el alfeizar de una ventana. Tranquila y apaciguadora, te arrullaba hasta dejarte en un estado de complacencia.
Las únicas líneas rectas que mostraba eran las verticales de su bigote, disciplinado como una columna de soldados o como las hileras de la cosecha, y con los extremos encerados tan puntiagudos que podrían haber hecho explotar un globo. Lo imaginé atusándolo con un peine de barba de ballena o de jade. Tenía en la mano derecha un enorme anillo de oro con un signo de interrogación labrado. «Representa el dilema de la magia —me dijo cuando más adelante le pregunté por ello—. En la magia nunca debes conocer las respuestas. Todo debe ser siempre una pregunta.»
Las preguntas y los timos han sido desde siempre la especialidad de Haydn. Antes de convertirse en un mago hecho y derecho (un fullero honesto, como a él le gusta expresarlo) se dedicaba a marear cáscaras como trilero en las calles de Nueva York. En 1996, Haydn fundó la Escuela de Sinvergüenzas junto a Chef Anton, mago y campeón de billar, y ambos iban a ser esa noche nuestros profesores. Entre los demás miembros del cuerpo docente estaban Bob Sheets —el hombre del sombrero de copa baja que había visto en las Olimpiadas de la Magia haciendo una demostración de trile con cáscaras— y el mago callejero británico Gazzo, quien en tiempos había formado parte de la famosa banda de trileros de Cracker Parker, en Londres, que estuvo dedicada al timo desde principios de la década de 1950 hasta finales de la década de 1970. Antes de que un infarto le privara parcialmente del uso de su mano izquierda, Gazzo había sido uno de los mejores manipuladores de cartas del mundo.
Estudiando al público, Haydn sacó de su chaleco un reloj de bolsillo de oro y miró la hora: las 19.30, hora de empezar. Se aclaró la garganta. «¿Cómo podemos afinar nuestro sentido del embaucamiento?», empezó, mirándonos de reojo con su rostro rubicundo (por «sentido del embaucamiento» se refería al truco que utiliza el timador para infiltrarse en la mente de los demás). Esa era, por supuesto, la pregunta del millón. Y la respuesta, según Whit, era: estudiando a los clásicos.
Hay tres timos callejeros clásicos: la lazada imposible (el fast-and-loose), el trile de tres cartas y el trile de la bolita. La lazada imposible es un timo primitivo que se remonta a la Edad Media y que hoy en día sobrevive únicamente en los libros (Shakespeare se refiere varias veces a él en sus obras). Habíamos hablado de ella durante las primeras clases y ahora estábamos profundamente sumidos en el trile con cartas.
Whit y Chef nos repartieron unas cartas y nos fueron enseñando uno por uno a hacer los movimientos. Aprendimos cuál es la forma adecuada de mezclar las cartas y cómo dar el cambiazo de la reina por un joker. Practicamos un movimiento para deshacer subrepticiamente la doblez de una carta mientras doblamos la esquina de otra. Aprendimos cómo hacer que la reina y el joker parezcan dos jokers. Aprendimos cuáles son las tres formas de combar las cartas en el trile. La que yo había visto en Canal Street, me dijo Whit, se denomina «la combadura de la serpiente». Whit nos enseñó a cubrir los ángulos con mala visión (el peor de ellos está directamente a tu izquierda, a las nueve en punto). Aprendimos a hacer la famosa maniobra charlestón de Gazzo, un cambio falso diseñado para hacer que el incauto pique. Aprendimos distintas formas de tirar las cartas y de mezclarlas, y diferentes patrones de movimiento. Nos centramos especialmente en la maniobra óptica de Dai Vernon y en el engañoso efecto «monte slide» de John Scarne.
Bajo la atenta mirada de nuestros profesores, que nos iban dando indicaciones, practicamos varias formas de intercambiar las cartas en el momento de volverlas boca arriba. Por extraño que parezca, esta maniobra no está pensada para dar el cambiazo a la carta ganadora cuando el primo acierta al elegirla. Cuando hay dinero en juego, ello conlleva demasiados riesgos. Por el contrario, se usa, como nos explicó Whit, para hacerte creer que has acertado cuando en realidad has elegido la carta equivocada. Supongamos que el primo se echa para atrás justo antes de apostar una fuerte suma de dinero. El timador no quiere que piense que hubiera perdido, así que da el cambiazo y pone a la reina en el lugar del joker. La clásica frase para terminar de engatusarlo es: «Tienes el ojo, amigo, pero no el corazón». Chef nos explicó:
Al realizar un truco de magia, para hacer que sea realmente potente, para dejar al personal realmente pasmado, tienes que entender lo que están pensando en cada momento. Y entonces tienes que asegurarte de que van por el camino que tú quieres, el que los lleva hasta el precipicio. Y eso es exactamente lo que hace un buen timador. Sirve para todos los trucos de magia. Si quieres atrapar la atención de la gente, les haces pensar que están al tanto de lo que ocurre. Les das una pista para que crean que te están siguiendo. Entonces querrán demostrar que lo han pillado. Y ya los tienes enganchados para la próxima.
El trile, en esencia, es más que un timo, es una forma de teatro. El reparto incluye una gran cantidad de actores y cada uno tiene su papel. La interpretación está perfectamente guionizada, coreografiada con precisión; la ejecución, bien orquestada. Los actores tienen que conseguir congregar a un grupo de gente, captar su atención y mantenerlos pendientes. Y todo tiene que ser lo bastante fluido para que la víctima no se dé cuenta de que es una actuación, ni de que le toca ser el desafortunado protagonista. «Quienes aún practican estas viejas formas de engaño tienen mucho que enseñarnos —dijo Whit—. Estudiar los timos callejeros puede llevarnos a comprender mejor qué es lo que estamos intentando conseguir como magos y cuál es la mejor manera de hacerlo.»
Una operación típica de trile con cartas requiere una banda de unos ocho compinches que desempeñan distintos papeles: el operador, o trilero propiamente dicho,[2] que es el encargado de mezclar los naipes y ejecutar los movimientos del juego de manos; un par de hombres bien fornidos que se apostan a cada lado y se encargan de vigilar la llegada de la policía, llamados «visteros» o «aguas»; y cuatro o cinco compinches, llamados «ganchos» —preferentemente de razas y sexos variados— que se encargan de atraer y engatusar a las víctimas. A veces también hay otra persona que se encarga de suavizar el golpe después de que hayas perdido. Las bandas que había visto en Canal Street eran de manual y cada uno de los integrantes desempeñaba su papel al pie de la letra.
Cuando se aproxima una posible víctima, primero la banda la evalúa para averiguar si tiene pinta de ser alguien con dinero. Si es así, abren un pasillo y le permiten acercarse al juego; después se cierran en torno a ella, como una ameba tragándose a su presa. Una vez la víctima queda aislada del rebaño, la banda empieza a realizar una serie de jugadas bien ensayadas, como un equipo de fútbol americano. Cada una de estas jugadas hace que la confianza de la víctima vaya en aumento y sus escrúpulos en decrecimiento, dejándola lista para el hundimiento final.
Al empezar cada ronda de apuestas, el trilero enseña las tres cartas y las tira boca abajo en hilera sobre la mesa dejando la ganadora (habitualmente una dama) en el medio. Los otros dos naipes serán bien un par de jokers o bien un par de cartas bajas. Una vez están los naipes en la mesa, el trilero empieza a intercambiarlos de posición, generalmente con movimientos muy rápidos, como intentando despistarte. En realidad, se asegura de que sea fácil seguir el movimiento de la dama. La forma de mezclar los naipes solamente parece un truco. El truco real, el que te engaña de verdad, es una maniobra imperceptible que realiza al tirar las cartas sobre la mesa. Este pase letal, donde está el verdadero chanchullo, se reserva para el momento en que la víctima esté preparada para arriesgar una gran cantidad de efectivo.
Para hacer que bajes la guardia aún más, el operador habitualmente simula cierta ineptitud. A veces aparenta estar medio ciego, borracho, drogado o directamente no ser muy listo. Igual que el pájaro que finge estar herido para llevar a los depredadores lejos de su nido, el estafador atrae a su víctima hasta el cepo haciéndose el tonto. En la banda londinense de Cracker Parker, el trilero llevaba unas gruesas gafas y un audífono. En Canal Street, su atuendo harapiento y sus caóticos movimientos le daban un aire de temeridad alcohólica.
Para poner el juego en marcha, uno de los ganchos hace una apuesta y gana, y otro de ellos pierde, aparentemente confundido por la forma de mezclar las cartas del trilero. Por su parte, el incauto no tiene problemas para seguir la acción. Puede que en ese momento alguno de los ganchos se dé la vuelta y, dirigiéndose a la víctima, diga algo así como: «Ya no me dejan jugar más porque estaba ganando». Y entonces tal vez saque su dinero y le pida al primo que apueste por él. Si accede, el trilero le dejará ganar. Ahora el primo ya ha sentido el tacto del dinero en sus manos y la emoción de la victoria. Su codicia empieza a burbujear.
En ese momento el trilero finge sufrir un tropiezo. Puede dejar caer las cartas o desviar la vista de ellas por la razón que sea, y cuando está distraído, uno de los ganchos levanta las cartas y todo el mundo ve dónde está la dama. El gancho tramposo apuesta y gana. Intenta hacer trampas de nuevo, pero esta vez el trilero le pilla. En vez de plantarle cara, sin embargo, espera a que el tramposo se distraiga y cambia la dama por otro naipe. Todo el mundo lo ve, salvo el tramposo que, cuando pierde, no se lo puede creer. Por supuesto, todo esto es una farsa.
El mayor mito sobre el trile de tres cartas es que si funciona es porque el primo no se da cuenta de que es un timo. De hecho, el trile depende de que la víctima sepa que es un timo y quiera participar de él. El estafador halaga la inteligencia de la víctima, afianzando su seguridad acerca de que el juego está amañado. La víctima, convencida de que está viendo todos los ángulos, llega a pensar que puede batir al estafador en su propia estafa. Como un viejo timador me dijo una vez: «Todos los timos son siempre la historia del cazador cazado».
Otra idea falsa acerca del trile de tres cartas es que el trilero te va a dejar ganar primero una o dos veces para engatusarte y que hagas una apuesta alta. Esto no pasa casi nunca. Si por casualidad alguna vez llegas a apostar por la reina, uno de los ganchos entrará rápidamente con una apuesta mayor y te dejará fuera. «Solo veo la apuesta más alta», argüirá el trilero, y el gancho reclamará su dinero. O quizá el gancho pierda. En cualquier caso, termina apuntalando tu confianza y haciendo que la apuesta suba. A veces, si uno de los ganchos supera tu apuesta, tu «amigo» —el que anteriormente te pidió que apostaras por él— se te acercará y te susurrará al oído: «Esos dos están compinchados». El número del timador bueno y el timador malo es una estrategia común de las estafas. Una forma popular de atracar una joyería, por ejemplo, es aquella en la que un falso policía pretende arrestar al ladrón y confiscar la mercancía como prueba.
Para cerrar el trato, a veces el operador lanza al primo un insulto velado, lo que se conoce como un «anzuelo para egos», para irritarle y hacerle sentir que tiene que demostrar algo. «Cuando yo me dedicaba al trile de la bolita en las calles de Nueva York allá por 1960 —nos contó Whit al desarrollar el tema de los anzuelos para egos—, mi acento sureño parecía resultarles especialmente irritante: “Mira, ya te he levantado cuarenta pavos. ¿Por qué no te relajas y te quedas mirando un ratito, le coges el tranquillo al juego y me dejas jugar con estos chicos portorriqueños?” Dios mío, cómo se cabreaban.» Hizo ademán de estampar sobre la mesa un fajo invisible de billetes. («Te hacen falta cien para jugar —había dicho el operador de Canal Street a su víctima, que por cierto tenía toda la pinta de ser de fuera de Manhattan, antes de mirar a su novia y añadir—: Apuesto a que ella tiene ochenta.» Uuuh ¡Zas!)
En marketing y ventas se usa a menudo este mismo tipo de técnica. Cuando los vendedores de coches hacen sentir su desdén a ese cliente potencial que menciona su intención de consultarlo con su esposa antes de firmar el contrato de venta diciéndole «¿Tiene que pedir permiso a su mujer?», están usando un azuelo para egos. En el trile no es muy diferente. El timador despierta la rabia de la víctima y aguijonea sus inseguridades al tiempo que le ofrece una manera fácil de aplacar ambos sentimientos. Mientras tanto, el dinero revolotea en verdes remolinos a su alrededor, lo que inflama la avaricia de la víctima. Está contra las cuerdas. Es el momento del golpe final.
Aun haciéndose el tonto, el trilero vuelve su cabeza una vez más y uno de los ganchos —probablemente tu «amigo»— agarra la dama y le dobla la esquina (lo que se llama una orejeta). Y después te mira y te hace un guiño. «Ahora le tenemos.» Cuando el trilero vuelve a mirar no se da cuenta de la obvia doblez de la carta. Tira las cartas igual que antes, solo que esta vez hace un cambiazo, doblando la esquina de otra carta y alisando la de dama en un instante imperceptible. Es un movimiento invisible hasta para el ojo entrenado, así que el operador indica a sus compinches donde está la dama con un código secreto, como un catcher que le hace señales al pitcher. Si la dama está a la derecha, puede decir por ejemplo «gana la carta distinta», si se encuentra en el medio «yo la escondo y tú la encuentras» y si está a la izquierda «cuando pierdo no me enfado». Todas estas son frases típicas que podrías oír en Canal Street.
Lo más difícil para la víctima, en ese momento, es no apostar. «Está convencido de que lo ha pillado», nos explicó Chef. Normalmente saca su dinero raudo y veloz. Cree que lleva ventaja. Está segregando jugos sin parar. Cree que juega sobre seguro (una frase que, a propósito, surgió con los tahúres callejeros).
Pone el dedo sobre la carta doblada y entrega el dinero; en Nueva York la apuesta mínima son cien dólares, pero he visto a gente llegar a soltar hasta quinientos. Esa es la única vez que el operador le permitirá tocar las cartas. «Dale la vuelta tú mismo», le dice, retirándose del juego, para que nadie sospeche de un cambiazo de última hora. La víctima le da la vuelta pero, para su consternación, se encuentra a un joker que le mira sonriente, burlándose de su falta de juicio. «¿Y ahora quién es el tonto?»
Al ver la carta, la víctima habitualmente emite un lamento como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago. Chef lo llama el «momento de la esquina doblada». «De todas las cosas que hay en el trile de tres cartas —contó— es la esquina doblada la que te proporcionará la mayor alegría.» La realidad empieza a imponerse cuando el dinero desaparece en manos del operador. El mundo de la víctima se derrumba, pero antes de que tenga tiempo de reconstruir la cadena de acontecimientos que le han conducido a esta calamidad, alguien grita «¡La poli!» y el grupo se evapora como una nube de humo. ¡Puf! Adiós.
¿Qué recurso le queda a la víctima en este punto? Desafortunadamente, la ley no tiene mucho que ofrecerle en el departamento de justicia. Los maderos de la unidad de delitos de estafa saben que la víctima fue timada mientras intentaba aprovecharse de otra persona a la que creía medio ciega, idiota o pedo. «La poli no suele tener gran simpatía por estas víctimas —nos explicó Whit—. Saben mejor que nadie que estaban tratando de aprovecharse injustamente de otro tipo.»
Las únicas veces en que la policía suele actuar es cuando los dueños de los comercios cercanos —por ejemplo, una tienda de todo a un dólar— se quejan de que los trileros están bloqueando la acera o quitándoles posibles clientes. Para asegurarse de que la víctima no denuncie el asunto a la policía, aparece el aplacador, una persona amigable que le dará unas palmaditas en el hombro, diciendo: «Vaya, tío. ¿Te han arruinado a ti también? Así es el juego, ya sabes. Y encima no puedes ir a la policía». Esto se conoce como «enfriar al primo».
El pobre incauto no puede echar la culpa a nadie más que a sí mismo y generalmente lo sabe. He visto a las víctimas jurar en arameo, llorar o incluso reírse, pero es muy raro que respondan con violencia (y si se organiza una tangana, no tardan en aparecer los vigilantes cachas). La mayoría de las veces, el primo se aleja aturdido. Todo el nervio le abandona en el momento en que ve a ese joker sonriéndole.
Desarrollar el timo completo, desde cero a la banca gana, lleva menos de diez minutos. La banda espera a que la cosa se calme y después se reagrupa. Un solo equipo de trileros puede desplumar en una tarde a decenas de víctimas y normalmente hay dos o tres bandas que trabajan en una manzana concreta. Aunque pueda parecer un anacronismo, la banda de trileros es una pequeña empresa muy eficiente. Muchos jefes de bandas hasta ofrecen a sus empleados transporte gratis para desplazarse al trabajo.
No se me entienda mal, no estoy intentando dar una idea romántica de la delincuencia callejera ni hablar elegíacamente de los timadores como si fueran nobles ladrones. Son unos intrigantes, a menudo sin escrúpulos. Pero también existe una razón por la que los artistas del timo —como ha señalado el experto en timos Steve Weisman— son los únicos delincuentes a los que nos referimos como «artistas». Una cosa es robar una cartera a punta de pistola o dar un tirón de un bolso. Otra muy distinta es convencer a una persona para que vacíe su cartera y se vaya sin poner una denuncia. Esto requiere un toque considerablemente más sutil.
Cuando nos soltaron de la clase de trile, me decidí (sin rastro de sentimiento de culpa) a pasar unos días en Las Vegas y ver algo de magia. Mientras atravesaba el desierto en dirección al este no podía sacarme los timos de la cabeza. Allá donde miraba veía chanchullos. ¿Por qué te insisten tanto las agencias de alquiler de vehículos para que contrates el seguro suplementario cuando en la mayoría de los casos uno ya tiene un seguro personal o una tarjeta de crédito cuyo seguro cubre cualquier daño? ¿Por qué es más cara la crema de tratamiento para la tiña inguinal que la del pie de atleta si son la misma cosa? ¿Es porque las farmacéuticas saben que pueden cobrar un plus por un producto que da más vergüenza comprar? ¿Por qué gastan los estadounidenses ocho mil millones de dólares en agua embotellada cada año cuando las dos marcas líderes en ventas (Aquafina y Dasani) proceden de fuentes municipales? ¿Por qué tantos inversores adquieren fondos de inversión cuando la mayoría rinden muy poco en los mismos mercados en los que deberían ser productos aventajados? (Hay más fondos que bolsas, piénsalo por un momento.)
En la interestatal 15 encontré una señal en la que se leía LÍMITE DE VELOCIDAD 70 MPH. VIGILANCIA AÉREA y me pregunté si esto también era un engaño. ¿Qué iban a hacer si lo superaba, dispararme un misil? Me compadecí de esos pobres primos que se enrolan en el ejército con el sueño de pilotar un F-14 o un portaaviones y terminan vigilando el tráfico en medio del desierto. «Lo siento, hijo, pero la autopista hacia la zona de combate es literalmente una autopista, y la zona de combate es en realidad una zona de velocidad limitada. Los anuncios de reclutamiento hacían bien en ocultar esa parte.»
Me di cuenta de que normalmente uno se encuentra este tipo de señales en zonas de carretera desoladas o sin arcenes, donde los coches patrulla no tienen dónde ocultarse. ¿Podría ser que los cuerpos de vigilancia del estado estuvieran empleando estas señales como si fueran espantapájaros, dejándolas ahí clavadas en lugar de patrullar por los puntos negros, publicitando una vigilancia de alta tecnología en zonas en las que en realidad no pueden cazarte? ¿Era todo una gran estafa de autopista?
Las unidades locales de los cuerpos de seguridad reciben incentivos por expedir cuantas más multas mejor, de forma parecida a como las compañías de las tarjetas de crédito buscan a clientes con un historial de pagos tardíos, porque terminarán pagando un riñón en intereses (lo sé bien, soy uno de ellos). Las multas de tráfico son un gran negocio que genera unos ingresos municipales y estatales muy necesarios. En Estados Unidos se expiden más de cincuenta y cinco millones de notificaciones de violaciones viales que suponen aproximadamente el 50 por ciento del total de los casos judiciales de todo el país. Según estimaciones, las multas por exceso de velocidad suponen unos ingresos de seis mil millones de dólares anuales.
No es ningún secreto que las autoridades alteran sus prácticas de orden público como respuesta a las presiones financieras y a los incentivos. Las investigaciones han demostrado que la policía expide más multas de tráfico en los años que siguen a un descenso en el presupuesto del gobierno local. Cuando en 2010 se le preguntó al jefe de policía de Canton, Ohio —la capital americana de los radares de tráfico y sede de la Batalla Internacional de Magos anual—, cuál era la razón por la que ese año sus agentes habían puesto más del triple de multas que el año anterior, este contestó con una sinceridad que quizá en otros tiempos hubiera sido motivo de escándalo pero que ahora se agradece por su refrescante falta de argucias. «Podría decirse que el hecho tiene su origen en la situación de deterioro económico —afirmó ante los periodistas—. Nos veíamos ante la necesidad de efectuar unos cuantos despidos e intentar buscar soluciones no convencionales. Seré muy franco: hemos salvado algunos puestos de trabajo. Fue pan comido.» Y si bien un descenso en los ingresos del gobierno local conduce a un festival de multas, un aumento de las muertes, sin embargo, no lo hace (y esta tendencia no se limita solo al ámbito de las multas de tráfico: el porcentaje de operaciones antidroga sobre el número total de arrestos aumenta un 20 por ciento cuando a las unidades encargadas de las operaciones se les permite quedarse con los bienes que incauten, ya sean coches, dinero o armas).
Solo un 3 por ciento de las multas de tráfico se impugnan judicialmente, y eso que hay un 75 por ciento de probabilidades de que el agente que puso la multa no se presente en el juzgado, en cuyo caso la balanza de la justicia se inclinará muy probablemente en tu favor (y si te denuncian desde el radar de un avión tendrían que presentarse en el juzgado tanto el poli como el piloto.) De todos modos, reclamar una multa es una pesadilla. Y si vives lejos de la jurisdicción en la que se expidió, puede que no resulte factible en absoluto. Pero, por desgracia, el pago de una multa equivale a una admisión legal de culpabilidad y contribuirá a inflar la prima de tu seguro. A nadie le gustan más las multas de velocidad que a las compañías de seguros. De media, una sola notificación puede hacer que tu prima se encarezca novecientos dólares en el curso de tres años. Según una estimación, las aseguradoras automovilísticas acumulan treinta y siete mil millones de dólares anualmente debidos a multas por exceso de velocidad. No es de extrañar que la aseguradora Geico donara pistolas de radar a los departamentos de policía.
El premio universal al atraco de las autovías le corresponde a una diminuta mota de polvo sobre el mapa llamada New Rome, en Ohio. Población: sesenta. El radar más infame de América, el rey del timo de tráfico de los pueblos pequeños. Explotando una vertiginosa y bien escondida reducción del límite de velocidad de 72 a 56 kilómetros por hora durante el tramo de trescientos metros de la calle principal, la fuerza policial de catorce hombres de New Rome expidió miles de notificaciones cada año y llegó a recaudar en multas unos cuatrocientos mil dólares anuales, gran parte de los cuales, por otra parte, terminaban en manos de los agentes locales. Esta floreciente bonanza de dinero rápido funcionó a la perfección durante años, llenado las arcas locales y enriqueciendo a la minúscula fuerza del orden local. Tan épicas eran las hazañas de la ciudad que llegaron a salir en las noticias nacionales. Pero todos los imperios tienen su caída y, al final, New Rome se derrumbó bajo el peso de sus ambiciones imperiales. En 2004, alegando una corrupción incontrolable, un juez disolvió legalmente la villa, aplastándola sobre el mapa con el golpe de su martillo. ¡Paf! Desaparecida.
Pero el espíritu de New Rome pervive en la Gran República. Tras la crisis de 2008, las principales jurisdicciones del país se enfrentaron a una disminución de los ingresos públicos y, espoleados por un ataque de furia fiscal viaria, tomaron nota del manual de uso del pequeño pueblo con la esperanza de que las multas y las tasas judiciales lograran poner en marcha el motor oxidado de la prosperidad económica. Al borde de la insolvencia, California, que ya era el cuarto estado más amigo de los radares del país, impuso un suplemento de 39 dólares en todas las multas de tráfico con el objetivo de sufragar la renovación de 41 juzgados. Para hacer frente a su déficit presupuestario, Arizona instaló cámaras de control de la velocidad, que se esperaba que llegaran a generar unos ingresos de noventa millones de dólares (y que más tarde, entre el clamor de las protestas ciudadanas, tuvieron que ser inutilizadas). Y en 2009, Colorado, que andaba falto de fondos, duplicó las multas por exceso de velocidad en zonas de obras con las esperanza de ingresar tres millones extra trimestrales.
Durante mi estancia en Las Vegas asistí a nueve funciones de magia y, la última noche, fui a un acto llamado Wonderground, un espectáculo de magia, música y performance que lleva celebrándose mensualmente desde hace diez años, presentado por un tipo que se hace llamar El Hombre de las Mil Máscaras, quien no es otro que el amante de los kimonos y fundador de la Mystery School, Jeff McBride.
Llegué hacia medianoche. En escena, el célebre faquir Zamora estaba a punto de demostrar ante una sala repleta de rostros con los ojos como platos cómo se le llegó a conocer como «El Rey de la Tortura». Delgado, musculado, descamisado y sudoroso, blandía en la mano un largo pincho de metal. «Lo que estoy a punto de mostrarles puede resultar demasiado intenso para algunos» —advirtió, al tiempo que sacudía su canosa cola de caballo, flexionaba su bíceps izquierdo e insertaba el pincho en la carne del brazo. Algunos grititos agudos y graves gemidos ahogaron la música trance del DJ y Zamora siguió empujando el pincho más profundamente en su músculo, hundiéndolo en la carne hasta que apareció por el otro lado. Lo sujetó por ambos lados y tiró de él adelante y atrás como si fuera hilo dental. «¡Ah, vete a tomar por culo!», gritó un hombre de la tercera fila, y estoy casi seguro de que lo decía literalmente.
Zamora, vanguardia del resurgimiento contemporáneo del número circense, tragaba fuego, se tumbaba sobre una cama de cuchillos y andaba sobre cristales rotos. Una vez se clavó en el cuerpo 106 alfileres. «Podía haber llegado al doble —afirma— pero el cámara se desmayó.»
Al terminar la actuación de Zamora, la luz se hizo más tenue y empezó a sonar una música tribal, un torrente de ocarina sobre un fondo de tambores de agua. Se retiraron todas las sillas y apareció Jeff McBride vestido como el jefe de una tribu. Situado en el centro de la sala, McBride encendió un pequeño cáliz de fuego sobre un velador cubierto con una tela roja. Entonces dijo: «Lo que hacemos aquí es algo muy ancestral y muy tribal —dijo con solemnidad, la luz titilando en sus ojos—. Algunos llevamos haciéndolo desde hace miles y miles de años. Bienvenidos a la comunidad». Sin embargo, nada de anillos.
Entró un bajo electrónico y empezó la fiesta. Todo el mundo daba palmas al unísono. En una gran pantalla se proyectaban imágenes psicodélicas. En el techo danzaba una escena puntillista de luz. Los asistentes llevaban capas y maquillajes blancos, botas negras y ropa de vinilo. En un pequeño stand, una melancólica chica con rastas vendía artesanías. Un hippy con una larga coletilla hacía trucos con monedas en una mesa cercana. Vi también a un hombre larguirucho con una holgada chaqueta gris y un sombrero de ala ancha que se parecía a William S. Burroughs en la época de El almuerzo desnudo. Había un enano borracho. Una nube de humo procedente del escenario esparció esencias de sándalo sobre un aroma más suave de incienso. Me encontré con Jeff McBride en la pista de baile y le pregunté por qué en Nueva York, sede de dos fraternidades de magos, nunca se celebraban fiestas como estas. «Ellos son viejos y aburridos», me respondió, volteando su bastón, y se marchó revoloteando con una sonrisa.
Con la cabeza aún dándome vueltas después del viaje a Las Vegas —sin llegar a ser Miedo y asco, sí resultó bastante friqui— volví corriendo a Los Ángeles para el último día de mi clase de timo. Nuestra última lección iba sobre el trile de la bolita, un viejo timo en el que se desafía al primo a encontrar una bolita del tamaño de un guisante bajo uno de los tres cubiletes. Igual que el trile de tres cartas, este juego se puede encontrar por todo el mundo. En la calle lo veréis a menudo ejecutado con cáscaras de nuez, tapones de botella o cajas de cerillas y con bolitas de papel o del aluminio de los paquetes de cigarrillos.
El juego de la bolita es, básicamente, la versión trilera del truco de magia de los cubiletes —el más antiguo del que se tiene constancia, que se remonta hasta unos antiguos ilusionistas romanos llamados acetabularii (literalmente «coperos»)— pero es una versión sin florituras que solo tiene un objetivo: quedarse con el primo. Como el trile de tres cartas, el de la bolita se extendió por la Europa medieval de manos de los charlatanes gitanos e, igualmente, se generalizó durante el Renacimiento, cuando los timadores empezaron a usar dedales y guisantes secos en vez de los más pesados cubiletes y bolas, convirtiendo así el timo en algo más portátil. «La ventaja es que no te veías obligado a andar cargando con elementos pesados de un lado a otro —nos explicó Whit—. No tenías que instalar un tenderete en la plaza del mercado, podías entrar simplemente en la taberna local y ya está». Durante el siglo XVIII, en Inglaterra, el trile de la bolita estaba por todas partes y Robert-Houdin relató, en su libro de 1861, Card-Shapers, que en Francia vio a un mago desplumar a una taberna entera con tres cuencos de sopa y un cuscurro de pan. (Robert-Houdin llamaba afectuosamente a este tipo de timos «pequeñas hazañas de la ciencia de la astucia».)
Muchos de los artistas del timo estadounidenses empezaron mareando cubiletes. Durante la fiebre del oro de California, un tipo sanguinario llamado Lucky Bill Thornton hizo una fortuna desplumando a los buscadores de oro con tres cubiletes de latón en forma de cáscaras de nuez y una pequeña bolita de corcho que manipulaba con sus larguísimas uñas. Thornton recorría la disputada frontera en una caravana de carretas, con una bandeja colgada de los hombros y un par de niñas de trece años que había secuestrado por el camino. Cuando el padre de las chicas finalmente les dio alcance y amenazó con matar a Thornton, las dos hermanas, que aparentemente habían sucumbido al hechizo del timador, le rogaron que perdonara la vida a su asaltante. El padre, que por su parte tampoco era trigo limpio, le ofreció a Thornton perdonarle la vida si a cambio se casaba con alguna de las dos hermanas. Obligado a elegir entre la muerte y el matrimonio, Lucky Bill puso pies en polvorosa tan rápido como pudo. Pero su suerte se agotó finalmente y en 1858 fue acusado de cuatrero y asesinato y ahorcado.
Junto con el trile de tres cartas, el timo de la bolita también contribuyó a financiar los primeros sindicatos del crimen estadounidenses, maquinarias de corrupción que devastaron ciudades enteras. El mayor trilero de todos fue Soapy Smith, un antiguo tirador y pastor de ganado que aprendió a ejecutar el timo de la bolita a los veinte años, instruido en sus artes por un peón de circo llamado Clubfoot Hall (después de que este le desplumara del salario de todo un mes). Smith utilizó los timos de poca monta, como el de la bolita, para construir un imperio criminal que se extendía de Denver a Alaska y que empleaba a cientos de expertos timadores. Smith fue el forajido más rico y más temido de su época.
Para los magos modernos como Whit Haydn, Soapy Smith destaca como el mayor artista del timo que se le haya jugado jamás a un primo con una vitrina portátil que se colocaba sobre un trípode y que se conocía como «tripe and keister». «Fue un verdadero maestro del juego —nos dijo Haydn—. Tenía a un montón de bandas haciendo lo mismo por ahí, sacándole a la gente solo un poco de dinero cada vez, nada de grandes golpes. Y así nació el primer gánster americano.»
Cada año, el 8 de julio, el bisnieto de Soapy Smith, un viejo amigo de la Escuela de Sinvergüenzas, acarrea la lápida de su bisabuelo hasta el Magic Castle para la fiesta anual de Soapy Smith, una noche al estilo de los antiguos casinos donde los ganadores se llevan un kit de cáscaras de nuez de plata de ley. Junto a la puerta del aula del Magic Castle, en la que ese día sus discípulos se disponían a enseñarnos cómo se ejecuta de verdad el trile de la bolita, cuelga un retrato de Soapy Smith —barba oscura, traje gris, rifle Winchester— pintado en 1898, poco antes de que una víctima del trile le matara de un disparo a plena luz del día.
«Todo el mundo sabe cuál es el secreto de este juego —nos dijo Whit, poniendo los ojos en blanco—. Y eso es lo que de verdad los convierte en unos primos de tomo y lomo.» Tomó un trago de vino —siempre tenía a mano una copa de vino blanco— y se quitó la chaqueta, dejando al descubierto una camisa de puño francés, abotonada con unos gemelos de oro y ópalos, y adornada con una liga de brazo de cachemira a juego con el chaleco. Sacó una pequeña bolsita de piel de ciervo, la puso sobre la mesa y extrajo de ella un conjunto de brillantes cáscaras de plata. «Llevo realizando este juego tanto tiempo —dijo, y una discreta sonrisa hizo que las puntas de su bigote se alzaran— que he hecho que me labren las cascosas de las bolas en plata.» Entrechocó dos de las cáscaras y repicaron vivamente. Diiing.
En esencia, la psicología del juego de la bolita es idéntica a la del trile de tres cartas —con el mismo elenco de compinches y las mismas maniobras corruptas—, solo que el chanchullo no está en el cambiazo o en la orejeta. Lo que hace el operador es dejar ver «accidentalmente» el guisante bajo uno de los cubiletes y sustraerlo subrepticiamente en el momento en que el primo está dispuesto a apostar un montón de pasta. Igual que ocurre en el caso de las cartas, solo se está apostando aparentemente. En realidad, no puedes ganar.
Cuando era niño, hacia los diez años, tenía un equipo de cubiletes en forma de cáscaras y solía hacer una versión muy básica del juego para los amigos y la familia. Sabía hacer uno de los movimientos: empalmar el guisante y cargarlo después en otra cáscara distinta (y al menos a mi padre sí conseguía engañarlo). Desde entonces lo he visto en acción en las calles muchísimas veces. Pero jamás había visto nada como lo que nos enseñó Whit. Tras haber conseguido engañarnos a todos varias veces, puso el guisante bajo una de las cáscaras y la cubrió con un vaso de trago corto puesto boca abajo. Entonces pidió a la mujer de Temecula que colocara el dedo encima del vaso. Esperé a que él hiciera su movimiento, un pase diestro, un amago, pero no hizo nada. Whit ni se acercó al vaso. Y aun así, cuando lo levantamos, el guisante no estaba. «No os sintáis mal —dijo Whit con una sonrisa—. Con este pica todo el mundo.»
Cuando llevábamos una hora de clase, entró Chef luciendo nuevo corte de pelo y nos repartió a todos los alumnos cáscaras de nuez. Los equipos que usamos habían sido confeccionados especialmente por la Escuela de Sinvergüenzas pensando en el timador exigente. Tenían un buen agarre, un manejo fácil, una suspensión afelpada y una capa de barniz brillante en el interior. Gracias a una hendidura en el borde inferior trasero de las cáscaras conocida como Chanin dip, una especie de difusor, la bolita entraba y salía de ellas deslizándose silenciosamente y sin hacer que se tambalearan adelante y atrás. Whit había inspeccionado una fanega entera de nueces hasta que encontró la cáscara perfecta para hacer el molde. Aunque se diseñó originalmente para uso de los magos, el juego de cáscaras de la Escuela de Sinvergüenzas —que está disponible en plástico, plomo, bronce y plata de ley de primera— se ha visto también en manos de auténticos timadores callejeros por medio mundo. Y para Whit ese era el homenaje definitivo.
Empezamos a practicar los movimientos básicos mientras Chef se paseaba por la clase dándonos consejos.
«No pongáis el dedo sobre la cáscara —nos dijo mientras movíamos nuestras cáscaras de un lado a otro como si fueran coches de choque—. Intentad acostumbraros a asirlas un poco de uno de sus lados, como a las dos en punto, de modo que dejéis ver tanta parte de la cáscara como sea posible.»
Nos enseñaron cómo sisar y cargar en el mismo pase y cómo dar la vuelta a las cáscaras y mostrar las dos manos vacías mientras sujetamos secretamente la bolita. Aprendimos métodos inspirados por Soapy Smith en los que se usan varios guisantes. Al contrario de lo que se pueda pensar, esta táctica es bastante letal porque te permite dividir la atención del personal. «Soapy Smith sacaba tres cáscaras y un guisante, pero tenía oculto en la mano disimuladamente otro más», nos explicó Whit.
Aprendimos una maniobra llamada «la absolución de Sheets», por Bob Sheets, que consistía en dejar que se viera el guisante bajo una de las cáscaras, enseñar las otras dos vacías y luego soltar disimuladamente el guisante de más en una de las cáscaras vacías. «Esta es una idea pérfida —dijo Whit riendo—. Todos los magos pican.»
Nos enseñaron anzuelos y maniobras, y aprendimos también que existen cáscaras magnetizadas y bolitas con un pequeño núcleo de hierro y algunos trucos para esconder guisantes extra como unas fichas de póker que son huecas por dentro, los bolígrafos vacíos o los puros magnéticos, y al final del taller me sentía todo un experto. Estaba listo para despedirme de Villa Rectitud y dedicar el resto de mi vida a tangar a la gente. Le compré a Chef un juego de cáscaras de plástico (él era el comerciante y Whit el académico caballeroso). Pase lo que pase, pensé, nunca me moriré de hambre.
Al día siguiente me largué a Malibú a ver las antigüedades del museo Getty Villa. Tras dar un paseo por el peristilo y dedicar un buen rato a la introspección observando el océano desde la balconada, me encontré en una galería en la que se exhibían cientos de cuencos y vasijas ceremoniales. Me pregunté si algunos de aquellos cuencos habrían sido usados por los acetabularii de antaño junto a las murallas del Coliseo o en medio del clamor del Foro.
Después conduje hasta la costa y paseé por la playa. Eran poco después de las 17.00 y el sol de última hora de la tarde brillaba con la luz granulada de las fotografías antiguas. Me incliné al borde del agua y miré cómo bailaba la luz sobre la superficie de las olas. En la distancia aparecía el rastro de una afloración de rocas. Algunas gaviotas planeaban con el viento a favor.
Llevaba bastante tiempo sintiendo como si me estuviera alejando del mundo real y acercándome a los márgenes de la sociedad. No hacía mucho había tenido un buen empleo y había estado atado a un trabajo fijo y a mi pequeño cuadrante de espacio en la oficina. Después había llegado la vida más relajada y polirrítmica del estudiante universitario, pero incluso eso parecía algo estructurado en comparación con donde estaba ahora, saltándome las clases de Columbia, viajando entre Las Vegas y Nueva York durante todo el último mes, viviendo en lo que parecía la periferia de la vida adulta.
Seguía recibiendo correos electrónicos que anunciaban fiestas universitarias, encuentros con conferenciantes, fiestas de partículas, seminarios sobre partículas y mensajes del laboratorio de nanotecnología en el que había dejado de trabajar para poder dedicarle más tiempo a la magia. Aún seguía intentando mantener un pie en ese mundo —apareciendo por clase de vez en cuando, cuando podía encajarlo en mi agenda cada vez más apretada de mago en ciernes, empollando como un loco para los exámenes—, si bien ese mundo nunca me había parecido tan distante. Llevaba eones sin ver a mis colegas de física y antes quedábamos casi cada día. Tenía una sensación extraña. Y cuanto más me adentraba por ese camino, más extraño se volvía todo y menos probable me parecía regresar alguna vez.