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La mezcla perfecta

La primera vez que vi a David Bayer —o, en todo caso, parte de él— fue en 2001, en una película. Ese año lo vio mucha gente, aunque entonces la mayoría, igual que yo, no lo supiera. Esto fue debido a que solo llegaron a ver una pequeña parte de su anatomía: sus manos. Su cuerpo, su rostro y su voz —todo el resto de él— pertenecían a Russell Crowe. Pero las manos eran de Bayer.

Bayer era el doble de las manos de Russell Crowe en Una mente maravillosa, la película sobre el matemático John Nash. Eran las manos maravillosas de Bayer las que garabateaban aquellas fórmulas enigmáticas en las pizarras y las ventanas del Princeton de ficción de la década de 1940. Los productores de la película querían que todas las matemáticas que hubiera en ella fueran de verdad, no como en el cuento de hadas de El indomable Will Hunting (¿recuerdas el problema que había en la pizarra del pasillo del MIT y que supuestamente los matemáticos habían tardado dos años en resolver? Resulta que era un ejercicio básico de teoría de grafos que los «mateatletas» del público resolvían en los pocos segundos en los que este permanecía en pantalla). De modo que los productores de Una mente maravillosa contaron con Bayer como asesor y, más tarde, como actor, y hasta hoy aún percibe ingresos derivados de su actuación manual. Ahora que lo pienso, en mi vida he conocido (y estrechado) un montón de manos famosas: Simon Lovell, que hizo de doble de Ed Norton en las dadas de abajo de Rounders; Dave Buck, el maestro de la manipulación extrema de cartas cuyos dotadísimos dedos hacían florituras al servicio de Jeremy Piven en Ases calientes; Christopher Hart, el mago y actor cuya mano derecha hacía de Cosa en las películas de La familia Adams. Y ahora la de Bayer.

Su clase empezó a las seis en punto de un fresco atardecer de octubre en un pequeño seminario del segundo piso de Milbank Hall, el edificio más antiguo del campus de Barnard, justo frente a Columbia. Bayer apareció en el seminario vestido con vaqueros y camiseta. Después de una breve introducción, sacó una baraja de cartas de su maletín de cuero. Nos la entregó para que la inspeccionáramos y nos pidió que la mezcláramos tres veces. En calidad de experto en naipes del lugar, me encargué yo de barajar. Bayer me pidió entonces que cogiera una carta al azar y la metiera en medio del mazo, después tomó la baraja y fue pasando los naipes, mirándolos. Un momento después, sacó una carta y la sostuvo en alto para que todos la viéramos. «¿Es esta? —preguntó sonriendo—. ¿El as de corazones?» Por supuesto que lo era.

Quizá no fuera tan espectacular como levitar, pero para mí era un truco impresionante. Era lo de barajar lo que no me cuadraba. ¿Cómo podía haberme dejado mezclar las cartas no una, sino tres veces? ¿Tanta mezcla no debería haber hecho que la carta se perdiera para siempre? Era imposible que hubiera usado una carta guía, una orejeta, una señal pintada o una baraja marcada. Y estaba claro que tampoco había empleado sofisticadas tácticas de tahúr del estilo de Richard Turner. Era un profesor de matemáticas, no un mago. No había de por medio ni prestidigitación ni trampa alguna. Incluso si hubiera memorizado el orden de los naipes de antemano, al barajarlos, este se habría deshecho. Tenía que haber un truco, y este, como explicó Bayer, tenía que ver con las propiedades matemáticas del propio hecho de barajar.

El efecto que acabábamos de presenciar era la versión modificada de otro anterior ideado originalmente por el mago estadounidense —y dueño de una granja de pollos— Charles Jordan, que vivó en la California rural de principios del siglo XX. Jordan nunca actuó en público —en vez de ello prefería ganarse el sustento vendiendo trucos, criando pollos y ganando concursos de acertijos por correo— pero inventó un gran número de maniobras de prestidigitación con naipes, entre ellas dos cuentas falsas que aún hoy se usan ampliamente.

Su legado más perdurable, sin embargo, fue la llamada «lectura mental a larga distancia», un truco de magia que ejecutaba por correo. En la versión original de Jordan, el mago envía una baraja de cartas al «espectador», quien la corta por la mitad, mezcla los dos montones juntos, vuelve a cortar y extrae una carta de una de las dos pilas. Tras apuntar la carta, el espectador vuelve a colocarla en el otro montón de la baraja y se la envía de vuelta al mago. Y este identifica la carta unos días después a vuelta de correo.

En primavera de 1916, Jordan publicó un pequeño anuncio del truco en la contraportada de Sphinx, la principal revista de magia de la época. Entonces pasó desapercibido, quizá debido a la lentitud del correo. Durante un siglo permaneció casi completamente olvidado, perdido en la ciénaga de la historia, como un tesoro enterrado a la espera de ser descubierto.

Hasta que apareció Persi Diaconis.

El truco de Jordan le llamó la atención porque sugería algo contrario a cualquier asunción acerca de barajar. Principalmente, el hecho de que ese recurso para mezclar las cartas no funciona tan bien como pensamos la mayoría. Diaconis, que era un mago y experto tahúr de corazón —sus dadas en segundas, según tengo entendido, son insuperables—, quería entender el funcionamiento del acto de barajar desde un punto de vista matemático. Si al mezclar la baraja el orden de las cartas se convirtiera de verdad en algo aleatorio, razonó, el truco de Jordan sería imposible, porque no habría forma sistemática de localizar la carta seleccionada una vez mezclada la baraja. El hecho de que fuera posible significaba que la consideración tradicional que se tiene de barajar tenía que estar equivocada.

Durante su época en Harvard, Diaconis formó equipo con Bayer, entonces un becario posdoctoral, y juntos se dispusieron a comprobar esa hipótesis. Su tarea consistía en determinar cuántas veces hay que barajar para mezclar adecuadamente un mazo de cartas de modo que no quede ni rastro del orden original. Solo después de resolver esta incógnita serían capaces de descifrar el misterio del truco de lectura mental de Jordan.

Su mejor pista fue un informe técnico redactado en 1955 por un matemático de Bell Labs, la rama de investigación de AT&T, llamado Edgar Gilbert. El informe esbozaba el primer modelo matemático útil para barajar las cartas y sentó los cimientos de todos los trabajos posteriores sobre la materia.

¿Por qué podría la mayor compañía de teléfonos del mundo estar interesada en las mezclas de cartas? Su interés tenía que ver con la probabilidad. La compañía telefónica emplea teorías complejas de probabilidad para diseñar la capacidad de sus centralitas. La red telefónica conecta a personas de todo el país y por tanto tiene que ser extremadamente dispersa, pero también debe tener la capacidad de gestionar variaciones en el volumen de llamadas; de otro modo, un pico en el número de llamadas podría sobrecargar la red, igual que sucedió cuando a la muerte de Michael Jackson el aumento repentino de búsquedas internáuticas provocó la caída temporal de Google News. «Como necesitan poder diseñar todos estos procesos azarosos, se interesan por la probabilidad —nos explicó Bayer—. Y el funcionamiento del acto de barajar las cartas tenía mucho que ver con lo que estaban haciendo.»

La compañía de teléfonos estaba interesada también en el modo en que puede transmitirse información por canales estáticos. En 1948, otro matemático de Bell Labs, Claude Shannon, fundó con un artículo emblemático el campo de la teoría de la información, una rama de las matemáticas que se ocupa de medir y cuantificar la información. Lo que empezó como una investigación teórica sobre el procesamiento de señales terminó teniendo profundas consecuencias. Ahora los biólogos emplean la teoría de la información en el estudio de los códigos genéticos y los físicos la usan para comprender el sistema digestivo de los agujeros negros. En la medida en que definió un conjunto formal de reglas para el almacenamiento y la transmisión de datos, la teoría de la información —junto con su descendiente, la teoría de códigos— estableció el marco matemático de la era digital.

El informe de Gilbert de 1955 acerca de las mezclas de cartas analizaba el problema a través de la doble lente de la probabilística y de la teoría de la información. Puede considerarse que una baraja contiene una cantidad de información cuantificable. Piensa en cada carta como en un número o una letra: dependiendo de cómo organices la baraja puedes formar mensajes diferentes. Y, por tanto, al barajar se borra el mensaje. Es el ruido estático en la red.

En términos generales, barajar representa la entropía, esa testaruda tendencia de la naturaleza hacia el desorden. La entropía es la razón por la que es posible convertir un huevo en una tortilla pero no una tortilla en un huevo. Es la razón por la que la temperatura se transmite de los objetos calientes a los fríos pero no al revés. Es la razón por la que el hielo se derrite. De acuerdo con la segunda ley de la termodinámica —que en realidad no es tanto una ley como un imperativo estadístico—, en el universo la entropía está siempre en aumento. Y esta es, en último término, la razón por la que barajar tiende a desorganizar un mazo de cartas.

Hay muchas maneras de barajar, por supuesto, pero el método más común —el que se usa habitualmente en los casinos— es la mezcla por hojeo, también llamada mezcla americana o mezcla riffle. Para hacerla, empiezas por cortar la baraja en dos montones aproximadamente iguales. Después tomas cada uno en una mano y vas soltando las cartas con tus pulgares desde abajo de los dos montones alternativamente, entrelazándolos. En teoría existen tantas combinaciones posibles de 52 cartas como partículas hay en la Vía Láctea, pero en la práctica no es probable, ni posible, que unas pocas mezclas por hojeo den como resultado todas esas combinaciones.

En aras de la simplicidad, supongamos que tenemos solo ocho cartas, del as al ocho de picas. Cortamos la baraja en dos montones iguales —A♠ 2♠ 3♠ 4♠ y 5♠ 6♠ 7♠ 8♠— y las mezclamos barajando a la americana. Después de esta mezcla la baraja podría quedar más o menos así: 5♠ A♠ 6♠ 7♠ 2♠ 3♠ 8♠ 4♠. Los números ya no están en orden, pero aún se pueden distinguir las dos secuencias originales. La mezcla americana entrelaza las dos secuencias, pero no desordena las cartas dentro de cada secuencia. El as precede siempre al dos, el dos siempre precede al tres, el tres siempre precede al cuatro y así en adelante. Una sola vuelta de mezcla americana podría producir la secuencia 5♠ 6♠ A♠ 7♠ 2♠ 3♠ 8♠ 4♠, pero nunca 3♠ 7♠ 8♠ 4♠ A♠ 5♠ 2♠ 6♠.

Al barajar solo una vez se dobla el número de las llamadas «sucesiones crecientes». Estas son secuencias que siempre van en aumento, por ejemplo 5♠ 6♠ 7♠ 8♠. Barajar una vez produce una combinación de al menos dos sucesiones crecientes, y cada vez que se vuelven a mezclar las cartas como mucho se dobla dicho número. Si barajas dos veces, por ejemplo, la combinación resultante contendrá como mucho cuatro sucesiones crecientes. Después de barajar tres veces obtienes un máximo de ocho, y así en adelante. No siempre se duplica, porque por el camino se pierden algunas aleatoriamente, pero nunca podrás terminar con más del doble de sucesiones crecientes que en el momento anterior. Esto es siempre así sin importar el número de cartas que emplees, ya sean ocho u ocho millones. Como resultado, el número de sucesiones crecientes que existan es como un barómetro que te indica el nivel de minuciosidad con el que se ha mezclado una baraja.

Por tanto, ¿cuántas veces tienes que mezclar de media una baraja antes de que las cartas aparezcan de verdad en un orden aleatorio? Esta era una pregunta a la que nadie podía dar respuesta hasta que aparecieron Diaconis y Bayer, y era la cuestión que articulaba el misterio de Jordan. Empleando punteras teorías estadísticas y de análisis de probabilidad, Diaconis y Bayer convirtieron el concepto original de Bell Labs en un nuevo y sofisticado modelo que Bayer testeó mediante simulaciones por ordenador que mezclaban barajas virtuales miles de millones de veces y después analizaban los resultados.

Lo que encontraron después del subsiguiente análisis teórico fue una sorpresa. Mezclar una baraja requería una media de siete mezclas, mucho más de lo que cualquiera hubiera anticipado. «Los números eran extremadamente convincentes —afirmó Bayer—. Y, con los datos empíricos, eso es muy raro.»[5]

Cuando Bayer nos hizo el truco en clase, había usado una baraja de cartas que estaba en su orden original, así que sabía cómo empezaba la secuencia de las cartas. Puesto que barajar tres veces dispone la baraja en ocho series ascendentes como máximo, solo con mirar las cartas podía saber cuál estaba descolocada.

Para comprender exactamente cómo funciona esto, consideremos una versión simplificada usando nuestra baraja de ocho cartas. Las cartas empiezan en orden secuencial: A♠ 2♠ 3♠ 4♠ 5♠ 6♠ 7♠ 8♠. El espectador baraja una vez, toma una carta al azar y la coloca en una posición diferente. El mago examina las cartas y las encuentra, supongamos, en la siguiente configuración: 5♠ 6♠ A♠ 7♠ 3♠ 8♠ 4♠ 2♠. ¿Sabrías cuál es la carta elegida? Está claro que el dos está descolocado, porque debería aparecer antes del tres, no después. Ergo, es el dos de picas.

Charles Jordan, el mago que puso el anuncio en Sphinx, había dado con este principio hace casi cien años y es el que explotaba en su milagro por correo. El truco de Jordan era ligeramente distinto, porque el mago solo puede ver la mitad de la baraja, pero este es el gran quid. O bien hay una carta fuera de la sucesión, desordenada, o bien falta una carta de la sucesión, dependiendo de qué mitad de la baraja se devuelva por correo al mago.

Antes de que Bayer y Diaconis publicaran sus resultados, lo normal en la industria internacional de los casinos era barajar tres o cuatro veces antes de empezar el juego, incluso en los casos de grandes apuestas. Nadie dudó jamás que esto fuera lo adecuado. Pero con su trabajo, los dos matemáticos descubrieron un enorme fallo de seguridad en los casinos.

En los primeros días del conteo de naipes, en una época en la que en Nevada eran comunes las partidas de blackjack con una sola baraja y en la que no se mezclaba ni mucho menos escrupulosamente, era relativamente fácil tener ventaja sobre la banca y obtener grandes recompensas. De hecho, las primeras generaciones de contadores de naipes ganaron millones. «En aquel momento era prácticamente como ir de pesca a Terranova —afirmó Bayer—. Podías hacer tu agosto en Las Vegas con manos de una sola baraja.»

Poco después de que apareciera el artículo sobre las mezclas de cartas, Bayer fue abordado por un abogado que representaba a un grupo de jugadores profesionales imputados por hacer trampas jugando al blackjack en Atlantic City. Bayer fue contratado como testigo experto para construir una defensa basada en la afirmación de que las dudosas ganancias de la banda se podían achacar a unas mezclas nada escrupulosas y a la llamada «secuenciación de cartas» —esto es, memorizar las series de cartas sin mezclar— y no derivaban de unas trampas en toda regla. Bayer demostró que podías ganar a la banca legalmente mediante la explotación de una persistente falta de aleatoriedad en las cartas, resultado de haber mezclado pocas veces. En teoría, estas pruebas exculpatorias deberían haber sido suficiente para absolver a la banda, pero el caso se resolvió mediante negociación y nunca fue a juicio.

Más llamativa aún que el número de veces que es necesario barajar para que el orden de las cartas del mazo resulte verdaderamente aleatorio es la forma en la que las cartas quedan finalmente mezcladas. En vez de ser un proceso incremental en el que el grado de aleatoriedad va aumentando gradualmente, barajar resulta ser un proceso enormemente no lineal. Piensa en cómo se congela el agua. A medida que desciende la temperatura ambiente, el agua se va enfriando pero sigue en estado líquido —a diez grados, a uno e incluso a una millonésima de grado celsius— hasta que el mercurio llega a cero y, ¡voilà!: el agua se convierte en hielo.

Del mismo modo, se aprecia muy poca diferencia entre barajar una vez o cinco, o entre barajar siete veces o cien. Dos mezclas no hacen que el orden sea más aleatorio que una y cuatro no son el doble mejor que dos, como uno podría esperar. Incluso después de seis mezclas aún se pueden distinguir los huecos claros no aleatorios. Pero justo a la séptima mezcla, ¡voilà! Las cartas se desordenan inmediatamente. La aleatoriedad se congela de pronto y la baraja queda sometida a lo que se llama un «cambio de estado».

Si compones un gráfico comparativo de la cantidad de orden, o de información, de la baraja y del número de mezclas, el resultado parece un abrupto acantilado que cae a un valle. Hasta la sexta mezcla, la línea es básicamente plana (la cima del acantilado), entre las mezclas sexta y séptima cae abruptamente (el acantilado), y después se hace de nuevo plana (el valle). El punto de inflexión son siete mezclas, cuando la aleatoriedad se precipita y la baraja cae exponencialmente en el caos.

Resulta que este tipo de mezcla no lineal ocurre por doquier. Cuando amasas pan, por ejemplo, la masa se amalgama de forma bastante abrupta después de un cierto número de pliegues. O, si mezclas chocolate líquido con la masa de un pastel, verás espirales de chocolate mientras mezclas hasta que de pronto desaparecen y la masa queda uniformemente mezclada. Después de ese momento, seguir mezclando no surte mucho más efecto, salvo quizá el de arruinar la masa, igual que mezclar muchas veces termina por deteriorar una baraja.

Las compañías farmacéuticas en particular observan este fenómeno con mucha atención. Cada remesa de medicamentos tiene que estar adecuadamente mezclada, pues no conviene que una persona reciba todo el antihistamínico y otra todo el analgésico. Pero, por otro lado, mezclar demasiado puede desnaturalizar los componentes químicos y arruinar la remesa, así que corresponde a los Ricitos de Oro[*] de la empresa —que pueden ser licenciados en estadística o ingeniería química— determinar la estrategia óptima de mezclado.

«Toda la realidad puede verse como si esta estuviera conformada por la teoría de la probabilidad», nos dijo Bayer al final de su charla. De hecho, lo que empezó como una investigación en cierto modo esotérica de las propiedades estadísticas de un viejo truco de magia, condujo al descubrimiento de un modelo para un tipo de sistemas muy extendido. «Se sabía que este tipo de fenómeno del límite ocurría como proceso aleatorio en muchas situaciones —me dijo—. Pero, antes de él, no había un modelo que demostrara que efectivamente sucedía.»

El Conjuring Arts Research Center, una de las mayores bibliotecas de magia del mundo, se encuentra en un edificio descolorido en la calle Trece Oeste, a unas pocas manzanas de otro punto de referencia mágico: Tannen’s. En mi primera visita no sabía bien qué esperar —un dintel masónico, el ojo de Horus en el arquitrabe, el león de Gryffindor— pero no era así en absoluto. En la guía de teléfonos aparecía una compañía de alfombras y unas pocas viviendas, nada que sugiriera que tras aquellas puertas se encontrara el repositorio definitivo del conocimiento mágico arcano.

Tomé el ascensor hasta la quinta planta y me encontré en un largo y oscuro pasillo que terminaba en una única puerta. Solo unos pocos carteles de temática mágica colgados en las paredes me indicaban que estaba en el lugar correcto. Un momento después, la puerta se abrió y vi a una joven que se dirigía hacia mí con paso rápido. «Usted debe ser Alex —me dijo en tono formal—. Pase por aquí.»

Se llamaba Alexis y era la bibliotecaria jefe. El Conjuring Arts Research Center no es una biblioteca pública. Para entrar hay que pedir cita con al menos una semana de antelación, así que me estaban esperando. Tampoco es una biblioteca en la que uno pueda hojear los libros por su cuenta, pues los visitantes están bajo supervisión continuamente.

Seguí a Alexis a un salón sin ventanas decorado con pesados muebles de roble, calaveras, cortinajes de terciopelo rojo, vitrinas llenas de enigmas, útiles mágicos, barajas hechas a mano, planchas de impresión, esposas, ganzúas y diagramas de fugas originales de Houdini, todo ello rodeado de estanterías que iban del suelo al techo repletas de libros, algunos de los cuales parecían antiquísimos. Era, pensé, la biblioteca de Alejandría de la magia.

Después de la clase de Bayer, había decidido que quería ver el número original de Sphinx en el que apareció el misterio de la lectura de mentes de Charles Jordan. El único sitio que conocía que tuviera unos archivos con materiales tan antiguos era el Conjuring Arts Research Center. Ya que estaba allí, pensé que también podría dedicar algún tiempo a contemplar la historia y filosofía de la magia, ocupación que Jeff McBride asocia con los dominios del sabio. Y quizá, solo quizá, me encontraría por casualidad con algunos secretos antiguos que me ayudarían en la construcción de mi rutina.

En realidad esa es una táctica muy común. Los magos están continuamente desenterrando viejos materiales y haciéndolos pasar por nuevos. Una gran cantidad de los primeros efectos de David Blaine, por ejemplo, fueron saqueados de textos antiguos. Uno de ellos está inspirado en un papiro egipcio que se conserva en un museo de Berlín y que muestra al mago Dyedi, de la ciudad de Dyede-Seneferu, cortándole la cabeza a un ganso mientras el rey Keops, afanoso constructor de pirámides, lo mira asombrado. Dyedi vuelve a colocarle la cabeza al ganso y el ave vuelve a salir andando. Cuatro mil quinientos años después David Blaine ejecutó este mismo truco en el debut de su especial televisivo (salvo que en lugar de un ganso empleó un pollo).

Mi motivación se veía reforzada además por algo que el experto en el juego Jason England me dijo en uno de mis muchos viajes a Las Vegas. «Si quieres embaucar a los magos —me dijo—, no lo conseguirás con ninguna maniobra nueva, sino con algún principio matemático de más de cien años de antigüedad. Olvídate del último pase de moda. Ve en otra dirección. Ve a desenterrar algo de algún libro antiguo —hizo una breve pausa y añadió—: Ve a la biblioteca.»

Esta opinión era compartida por uno de los parroquianos habituales de Rustico II, Bob Friedhoffer, aunque este tenía una manera distinta de expresarla. «Conoce la historia —me dijo un día—. Lo digo en serio. Apréndela o para mí estás muerto.»

El Conjuring Arts Research Center alberga aproximadamente quince mil libros y revistas junto con raros manuscritos inéditos, cartas, documentos efímeros y textos manuscritos que se remontan hasta el siglo XV. Posee más de mil volúmenes impresos antes de 1900 y algunos cientos de ellos anteriores a la fundación de nuestro gran país. Mientras fijaba los ojos en un largo estante lleno de libros de matemáticas y magia me pregunté si quizá mi efecto soñado no se encontraba oculto en algún lugar entre aquellas páginas.

Me moví entre las pilas de documentos, cada uno de mis pasos bajo la sombra de una Alexis vigilante. Al barrer con la mirada las torres de estanterías de pared a pared vi que había libros acerca de la psicología del engaño, la teoría del ilusionismo, la manipulación de masas y los enigmas. Había un estante dedicado a la historia de los naipes de juego, y una fila entera de libros de forzaje, útiles mágicos diseñados para forzar unas palabras o frases determinadas en los espectadores. Había manuales de trucos con monedas, de fugas, de ventriloquia, de malabarismo, de taumaturgia, de psicoquinesia y de levitación. Al pasar por la sección de juego, alargué la mano para coger un libro que trataba de cómo hacer trampas en el póker y Alexis me sujetó la muñeca.

«No lo toque —dijo con tono áspero. Me explicó que los libros eran frágiles y tenían que ser tratados con delicadeza—. ¿Qué necesita?»

Acobardado, le señalé al libro y lo deslizó de la estantería sin tocar la empastadura.

Alexis me condujo entonces a otra sala más pequeña ubicada al fondo de la biblioteca que contenía, entre otras cosas, un buen número de documentos desclasificados de la CIA. En la década de 1950, durante los días de la chifladura de la Operación MK-Ultra, la CIA contrató al mago John Mulholland para que entrenara a sus espías en el arte del engaño. La iniciativa se apoyaba en la asunción de que, como lo expresó el subdirector de la CIA John E. McLaughlin, a su vez mago aficionado, «la magia y el espionaje son en realidad artes gemelas».

El hombre responsable de esta asombrosa colección era William Kalush, un ricachón maestro de los juegos de manos y uno de los grandes barones de la industria de la patata, que había trabajado con David Blaine en varios efectos, entre ellos uno en el que Kalush disparaba a Blaine una bala con un rifle y este la cogía con la boca. Muchos de los objetos de la biblioteca procedían de la colección privada de Kalush y estaban allí en préstamo semipermanente. Kalush, un tipo adinerado y con buenos contactos, era colega de Blaine (a la sazón, miembro de la junta) y de la estrella de las cartas Ricky Jay. Por su parte, Jay-Z, conocido de Kalush y fan de la magia, había donado las estanterías.

Los mayores tesoros de la biblioteca se custodiaban en la parte de atrás protegidos bajo llave. No se me permitió entrar en esa sala, pero he oído que en ella se guarda un libro inglés sobre microscopia en el que se describe a los escupidores de agua, magos capaces de regurgitar los líquidos que habían ingerido; un libro de cocina sueco del siglo XVIII que incluye una sección de trucos de magia posprandiales; un texto legal belga de trescientos años de antigüedad que explica varios métodos para hacer trampas a los dados, y una edición original del Discoverie of Witchcraft, el libro que Reginald Scott escribió en 1584. En esta sala de los tesoros había secretos escritos en neerlandés, francés, alemán, italiano, japonés, portugués, ruso, español y sueco. (La biblioteca tiene contratado a tiempo completo a un traductor entre cuyas anteriores ocupaciones se incluye una temporada como traductor oficial de Juan Pablo II.) Una de las adquisiciones más recientes en exposición en los estantes era una primera edición de 1902 del libro de S. W. Erdnase El experto en la mesa de juego. Casi me desmayo.

Encorvado sobre una pequeña mesa en la sala principal de la biblioteca contemplé el documento que Alexis me había entregado. Parecía brillar en la suave calidez amarillenta de la lámpara de lectura. La cubierta estaba impresa con letras rojas egipcias y en la parte superior había un dibujo de una esfinge. Estaba fechado en mayo de 1916. Sphinx es probablemente la revista de magia más influyente de todos los tiempos. Los números originales son tan valiosos como raros. Este era el primero que veía de cerca.

Abrí la revista: las páginas tenían manchas, estaban desgastadas y olían ligeramente a moho, a polillas y —juraría— a tónico capilar. En su interior encontré actas de reuniones que habían tenido lugar poco antes, una lista de nuevos miembros elegidos y otros detalles sueltos. Eché un vistazo a la primera página.

La reunión regular mensual número 156 se celebró en el Magical Palace, sito en el número 493 de la Sexta Avenida, ciudad de Nueva York, a fecha de sábado […] El comité de admisiones declaró apto al candidato cuya solicitud de admisión se recibió el pasado mes y, tras la oportuna votación, fue declarado debidamente aceptado […] Se celebraron los misterios en forma resumida en honor de E. D. Robinson de Rutland (Vermont), quien quedó muy complacido con la ceremonia […] El presidente Dick mostró la forma mejorada de su truco de los cuatro ases y varias creaciones de cartas más, marcando el ritmo con su ceja izquierda, lo cual fue del agrado general.

Hojeando la revista, imaginé una época en la que los caballeros ilusionistas tenían una sala de reuniones propia, aislada de los rigores de la vida urbana, en lugar de verse relegados a las reuniones en pizzerías, taquerías, hospitales y residencias de veteranos. Ah, cómo han caído los valientes…

Finalmente encontré lo que estaba buscando en la antepenúltima página. Enterrado entre diagramas de aparatos y mecanismos mágicos, instrucciones para construir una caja basculante y ofertas de nuevos efectos, se encontraba el más modesto de los anuncios:

NOVEDADES EN EL HORIZONTE MÁGICO

LECTURA MENTAL A LARGA DISTANCIA: Se envía por correo una baraja ordinaria de naipes a cualquier persona, pidiéndole que baraje y seleccione una carta. Debe barajar una vez más y devolver solo LA MITAD del mazo sin confesar si este contiene o no el naipe elegido. A vuelta de correo se adivina la carta seleccionada. Precio: 2,50 dólares.

NOTA. Al recibo de cincuenta centavos me prestaré a hacer una demostración. Si después se desea acceder al secreto se enviarán solo dos dólares.

LA FUERZA ASOMBROSA: Lo que siempre ha deseado. El espectador mezcla el mazo y elige una carta mientras la baraja está en sus manos. Antes de la ejecución sabe usted qué carta va a tomar. No requiere baraja trucada, es un secreto superior que podrá usted usar en cualquier hazaña que requiera forzar uno o más naipes. Precio: un dólar.

No se aceptan sellos.         Correspondencia solicitada.

Charles T. Jordan

Apartado núm. 61          Penngrove, California

Observando el anuncio de Jordan empecé a pensar en los improbables caminos que pueden dar origen a los grandes descubrimientos. Me pareció bastante poético que este viejo truco hubiera inspirado un gran descubrimiento matemático moderno, puesto que algunos de los trucos de magia más antiguos de los que se tiene constancia aparecen en un libro del siglo XV escrito por un matemático toscano que casualmente era íntimo amigo de Leonardo da Vinci y que le ayudó a pintar La última cena. El libro, titulado De viribus quantitatis («Sobre el poder de los números»), contiene instrucciones para tragar fuego, sumergir las manos en plomo fundido, escribir en un pétalo de rosa, hacer flotar en el aire arriba y abajo una moneda o un huevo movidos por fuerzas invisibles, y leer las mentes empleando técnicas de mentalismo que se usan aún hoy (y la mayoría de estos trucos funcionan de verdad, como os confirmará Bill Kalush). El libro incluye también las primeras noticias escritas sobre la cartomagia. De viribus quantitatis no se publicó nunca, permaneció oculto en los archivos de la Universidad de Bolonia durante quinientos años hasta que un matemático británico que había encontrado algunas referencias a él en otras obras lo sacó a la luz. Y la única traducción al inglés que existe se encontraba en la sala de libros raros del CARC, a pocos metros de donde yo me encontraba.

El segundo volumen más antiguo de la biblioteca es el seudoepígrafo medieval en latín El libro de los secretos de Alberto Magno, una de las obras más populares de la Edad Media. En él, el autor —probablemente uno de los discípulos de san Alberto Magno— describe cientos de propiedades extraordinarias de las plantas, animales y minerales, algunas de las cuales pueden emplearse para hacer magia. Incluye, por ejemplo, un método para resucitar a una mosca ahogada enterrándola en cenizas, lo que al inocente público le parece milagroso incluso hoy en día. El secreto reside en la circunstancia de que los insectos respiran a través de diminutos poros en sus exoesqueletos. Al sumergir a una mosca en agua, se interrumpe su suministro de oxígeno y esta se desmaya. A su vez, las cenizas la secan, permitiendo a la mosca respirar de nuevo y causando su aparente resurrección. Así, este truco hace también las veces de experimento entomológico primigenio.

El libro de los secretos pertenece a un tipo de literatura vernácula que fue popular en Europa durante el siglo XV y hasta bien entrada la época isabelina. A medida que Europa emergía de los años oscuros y que las imprentas se esparcían por el continente, los llamados libros de secretos —extrañas mezclas de magia, bestiario,[6] metalurgia, recetas, elixires y tinturas, además algunos datos científicos reales— se hicieron populares. Desde nuestro aventajado punto de vista moderno, es fácil desdeñar la mayor parte de esas cosas tildándolas de sandeces. Pero es de esos revoltijos de donde nació la ciencia empírica.

Hoy tendemos a ver la magia y las ciencias como polos opuestos, la superstición en un extremo y la racionalidad en el otro. Pero esta separación es relativamente reciente. Durante siglos, la magia y la ciencia fueron consideradas como caminos paralelos hacia la sabiduría. Newton escribió más sobre ciencias ocultas que sobre ningún otro tema, y estudiaba en secreto tratados alquímicos que, de haber salido a la luz, hubieran dado con sus huesos en la cárcel porque la Iglesia consideraba la alquimia como obra de Satanás. Después de su muerte, la Royal Society ocultó las vergonzantes pruebas y durante años esos papeles permanecieron ocultos, conocidos solamente por unos pocos elegidos. Redescubiertos a mediados del siglo XX, los papeles revelan el asombroso punto hasta el que las leyes de Newton —la roca madre de la física— adquirieron su forma a partir de las teorías sobre la atracción y la repulsión expuestas en los libros de cocina alquímicos de su época. Gottfried Leibniz, coinventor del cálculo, empezó como alquimista en Nuremberg. Robert Boyle, fundador de la química moderna, pasó la mitad de su vida buscando la piedra filosofal, la sustancia legendaria que convierte el plomo en oro. Jan Baptista van Helmont, el filósofo del ocultismo que a principios del siglo XVIII expuso la primera teoría útil de los gases, lo hizo a través del prisma de una cosmovisión profundamente mística. Prácticamente todos los grandes pensadores de la revolución científica tenían interés por la magia.

La curiosidad técnica y cierta inclinación al jugueteo hicieron que ciencia y magia siguieran vinculadas durante el siglo XIX, solo que de una forma que tenía algo más los pies en la tierra. En líneas generales, los iconos de la magia del siglo XIX eran tipos edisonianos que se dedicaba a jugar con artilugios elaborados en sus laboratorios y estudios privados. El propio padre de la magia moderna, Jean-Eugène Robert-Houdin, era un consumado científico que llevó a cabo algunos experimentos incipientes con el electromagnetismo e inventó un gran número de mecanismos para regular corrientes eléctricas. (Desde mediados del siglo XVIII, las exhibiciones de fenómenos electromagnéticos —que se presentaban variadamente como experimentos científicos o como manifestaciones espirituales— se convirtieron en un elemento común de los espectáculos de magia.) Robert-Houdin construyó también figuras mecánicas y autómatas, incluido un pequeño androide que vendió a P. T. Barnum, y diseñó la primera alarma eléctrica antirrobo del mundo. Su famoso naranjo mecánico, que daba fruta de verdad, es un clásico de la ingeniería mágica. Usando sus conocimientos de magia y de física, cierta vez sofocó una rebelión tribal en la Argelia francesa deslumbrando a los jefes locales con sus poderes divinos (misión por la que recibió una condecoración real).

Un mago aficionado amigo de Robert-Houdin inventó los trucos fotográficos y creó las primeras películas con efectos especiales. (La magia desempeñó un papel fundacional en el desarrollo y expansión de la tecnología cinematográfica.) Otro ingeniero del siglo XIX, Henry Dircks, inventó el fantasma de Pepper, una incipiente ilusión teatral que inspiró dos de los episodios más famosos de La aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, la del gato de Cheshire y la de «Cerdo y Pimienta». (Lewis Carroll, ávido fan de la magia, presenció la ilusión durante una función de magia a la que asistió con nada menos que Alice Liddell, la inspiradora de las historias de Alicia.) Los magos también inventaron el paracaídas, las primeras máquinas de escribir sin cinta, los candados que funcionan con monedas y las máquinas expendedoras.

La tradición del mago-científico persistió incluso durante gran parte de la historia reciente. Hasta muy avanzada la década de 1930, los espectáculos de magia se presentaban como pasatiempos científicos o maravillas de la filosofía natural. Y hasta hace tan solo unos pocos años la Academy of Magical Arts, una de las tres fraternidades mágicas de Estados Unidos, se denominaba la Academy of Magical Arts and Sciences.

Para los héroes de la revolución científica, la ciencia y la magia eran fuentes gemelas de asombro. Más de cinco siglos después de que los primeros textos sobre ilusionismo vieran la luz, el arte y la ciencia de la magia se encuentran en un momento más vibrante y misterioso que nunca. Y científicos de todos los tipos —ya sean psicólogos, neurobiólogos o matemáticos— continúan observando la magia como fuente de inspiración.

Según se acercaba el día de la competición de la IBM, empecé a buscar cada vez con mayor urgencia el truco perfecto. Lo que ahora llevaba encima para leer en el metro eran oscuros artículos de matemáticas, antiguas columnas de Martin Gardner y libros sobre teoría de la probabilidad y de la información que había sacado de la biblioteca de matemáticas. Conseguí encontrar el informe original de Gilbert para Bell Labs de 1955, que resultó ser tan raro como los números de Sphinx. No se había publicado nunca y de los diez o doce matemáticos con los que contacté —tipos que en un momento u otro habían trabajado acerca del problema de las mezclas de cartas— ninguno había visto nunca una copia, Bayer incluido. Tras una minuciosa investigación, localicé finalmente al propio Gilbert. Estaba jubilado y vivía en Nueva Jersey. Le abordé a la antigua —por teléfono— y muy amablemente me envió una copia.

Me convertí en una presencia habitual en las horas de tutoría de Bayer. Hacía juegos de cartas para él y para sus alumnos, cosa que a Bayer parecía divertirle, aunque en más de una ocasión me preguntó si alguna vez había pensado en someterme a tratamiento psiquiátrico. Empezó a extenderse el rumor de que había un mago loco merodeando por los pasillos del departamento de matemáticas. Una tarde en la que me dirigía a un simposio vi a Bayer dar un codazo al profesor que había junto a él y susurrarle «Ese es el mago». Los rumores viajan deprisa.

Si Persi Diaconis es el mago más fascinante del mundo, Bayer está en una cercanísima segunda posición. Es un hombre ingenioso y efervescente de cincuenta y cinco años que viste siempre vaqueros y a menudo va descalzo, tiene un fino pelo gris lacio y desgreñado, y unos ojos verdes que miran con curiosidad. En su tiempo libre, Bayer corre maratones, toca el ukelele y escala montañas. En un campo lleno de cardos (dice un viejo chiste que un matemático extrovertido es aquel que mientras te habla no mira sus pies, sino los tuyos), Bayer resulta notablemente abierto.

Escucharle hablar es un ejercicio de agilidad mental, el equivalente intelectual a subirse en un toro mecánico. Sus pensamientos se mueven, giran y repliegan con tanta rapidez, frecuentemente a media frase, que no caerse por la borda supone todo un esfuerzo. Un día me dio un curso acelerado de teoría de la información y empezó con una historia acerca del bajista de los Grateful Dead, Phil Lesh. (En aquel momento tenía todo el sentido pero ahora me sería complicado repetirla. Aunque usar una regla de cálculo aparentemente se parece mucho a tocar un bajo sin trastes.) Un sistema para hacer trampas al blackjack terminaba convirtiéndose en una acusación contra Wall Street. ¿Por qué nadie puede superar a la Agencia de Seguridad Nacional rompiendo códigos? ¿Por qué hay tan pocas potencias nucleares? ¿Por qué cayeron los Giants en una racha perdedora después de unos intercambios aparentemente sensatos? Todo estaba conectado por las fórmulas que iba escribiendo en la pizarra. Cada vez que se sumía profundamente en sus pensamientos —como cuando le mostré mi rutina de la carta ambiciosa— giraba la lengua dentro de la boca y fruncía los labios como si estuviera chupando un caramelo.

A cambio de este entretenimiento, Bayer me explicó cosas sobre su investigación y chismes sobre Russell Crowe, y me entretenía con historias sobre las hazañas de Diaconis. Uno de esos relatos era sobre un truco que Bayer le vio hacer nada menos que en una conferencia de ciencias de la computación. Al entrar en el gran auditorio donde debía dar su conferencia, Diaconis sacó una baraja de cartas y anunció al desconcertado público que estaba a punto de mostrarles algo de magia. Ató una goma elástica en torno a la baraja y la lanzó por el auditorio. «Fue un buen lanzamiento —recuerda Bayer—. Aterrizó en el centro de una mesa al otro lado de la sala». (Bayer también me dijo que la baraja parecía extrañamente ligera.) La persona que estaba más cerca de la baraja la cortó una vez y otras cinco personas cogieron cartas de la parte superior. «Si tienen una carta roja, levántense», les indicó Bayer. Un momento después adivinó las cinco cartas en orden desde el otro lado de la sala.

Después de dejar pasmado a un auditorio entero de ingenieros informáticos con ese truco, procedió a dejarlos aún más perplejos con una abstracta charla que trataba de una cosa llamada «teoría de los campos finitos». «Era álgebra moderna profunda —me dijo Bayer—. Quiero decir, podías haber estudiado un año entero de álgebra y tenerla como segunda especialidad y no entender la charla. Yo no la entendí, y soy el profesor de esa clase.»

El truco que presenció Bayer era una versión de algo llamado la baraja lanzada, un clásico de los trucos del mentalismo con cartas en el que se tira una baraja al público, se eligen unas cartas y el mago las adivina en circunstancias aparentemente imposibles. Es un efecto bonito porque implica a varios espectadores y porque el acto de tirar la baraja al público parece muy justo por la distancia que pone entre el mago y la magia. Igual que con la carta ambiciosa y los cubiletes, muchos grandes magos han montado su propia versión de la baraja lanzada y hoy existen decenas de métodos.

Pero casi todos los métodos tienen al menos dos fallos. Primero, la baraja no soportaría un examen minucioso, a no ser que le des el cambiazo después de hacer el truco. Segundo, el mago necesita pescar algunas pistas para centrar la diana en las cartas. («Siento una carta alta. ¿Es un siete o mayor? ¿Es impar?») En unas manos expertas, estos son detalles menores, pero no obstante son fallos.

La versión de Diaconis era impecable. Aparte del hecho de resultar un poco ligera, la baraja no estaba amañada, quiero decir que no había cartas repetidas ni tenían marcas en el dorso. Es más, no había sonsacamiento por ningún lado. Diaconis no hacía ni una sola pregunta antes de nombrar las cinco cartas. Solamente indicaba a las personas con cartas rojas que se levantaran. ¿Cómo podía identificar las cartas solo a partir de esta información? Era demasiado bueno para ser verdad. Si yo pudiera aprender a hacer ese truco sería un dios entre los hombres. O al menos un hombre entre niños pequeños.

Resultó que el secreto, hundía sus raíces en un oscuro principio matemático conocido como la «secuencia de De Bruijn», por el matemático holandés Nicolaas Govert de Bruijn. Una secuencia de De Bruijn es una secuencia de caracteres —letras, números o lo que sea— en la que cada posible subsecuencia de una longitud dada aparece una vez y solo una vez. Veamos, por ejemplo, la siguiente cadena de ocho letras: RRRNRNNN. Esta es una secuencia binaria de De Bruijn de orden 3. Binaria significa que el alfabeto a partir del cual se compone la secuencia contiene solo dos elementos (R y N) y es de orden 3 porque cada una de las posibles subsecuencias de tres letras —RRR, RRN, RNR, NRN, RNN, NNN, NNR, NRR— aparece una vez y solo una vez. Por ejemplo, la secuencia de tres letras RNR, que empieza con la tercera letra de la cadena y termina con la quinta, no aparece en ninguna otra parte de la secuencia.

También se dice que esta secuencia particular es cíclica, porque cuando llegas al extremo derecho, das la vuelta hacia el extremo izquierdo como si golpearas el carro de una máquina de escribir. En otras palabras, la subsecuencia NRR empieza con la última letra de la derecha (N), continúa por el extremo izquierdo (R) y termina en la segunda letra desde la izquierda (R). Para entenderlo, ayuda imaginarse un círculo:

La secuencia de De Bruijn más antigua que se conoce está en sánscrito y aparece en un fragmento de poesía védica de tres mil años de antigüedad. Hoy los ingenieros usan las secuencias de De Bruijn para construir robots más inteligentes, los neurocientíficos para estudiar cómo codifica el cerebro un flujo continuo de estímulos sensoriales, los programadores lo aplican al diseño de juegos y los ciberdelincuentes la emplean para hackear cierres electrónicos protegidos por códigos cifrados numéricos, como los que tienen muchos coches de lujo.

La secuencia de De Bruijn también se puede usar como arma para crear trucos de magia apabullantes. Imagina que la R es una carta roja y la N una negra y que tengo un montón con ocho cartas en el orden siguiente: Q♥, 3♦, A♥, 4♣, 2♥, 3♠, 2♠, 7♣. Esto corresponde a la secuencia de color que muestra el círculo, con la reina de corazones a las doce en punto. Ahora, digamos que extraigo tres cartas consecutivas de este montón de ocho cartas. Todo lo que necesito decirte es la secuencia de color y sabrás cuáles son las cartas que he cogido. Si, por ejemplo, te digo que los colores son rojo, negro y rojo, sabrás inmediatamente que las tres cartas que he cogido son A♥, 4♣ y 2♥, porque es la única secuencia de rojo, negro y rojo de la cadena. Y como la secuencia es cíclica, la baraja se puede cortar tantas veces como se quiera. Todo lo que hacen los cortes es cambiar el punto en el que empieza el círculo.

Si se hace solo con ocho cartas no parece un truco muy potente, pero imagina si lo hago con un montón. Persi Diaconis usaba un mazo de 32 cartas, de ahí la «baraja ligera» que observó Bayer. Seguía siendo impresionante, pero yo decidí que quería llevarlo al siguiente nivel y hacerlo con una baraja completa reglamentaria que pudiera ser examinada sin problemas. Evidentemente, nadie lo había hecho antes. Esto significaba que si era capaz de romper el código de este efecto en particular, sería la única persona del mundo capaz de hacer el truco.

Formé equipo con una estudiante llamada Nava que conocí a través de Bayer y a quien también le interesaba la magia, y escribimos un programa de ordenador para buscar la secuencia de 52 cartas apropiada. Después ordené una baraja según este patrón de color. El siguiente paso era memorizar el orden de las cartas. Si suena como si fuera una barbaridad de memorización es porque es así. El truco es mentalmente extenuante, pero ese es el precio que hay que pagar por un truco perfecto (como les gusta decir a los magos, cada milagro tiene un precio). Además, en su defecto está su virtud, porque esta complejidad ayuda a disfrazar el método. Incluso si alguien llegara a descifrar el principio que sostiene el truco —y eso ya es un buen trecho—, a la mayoría de la gente probablemente le costaría imaginar que haya alguien capaz de aprenderse tal cantidad de información de memoria. Quizá sea esta la razón por la que los magos llevan empleando barajas amañadas y sistemas mnemotécnicos desde el siglo XVI. Como bien lo expresó Jamy Ian Swiss: «Uno de los secretos mejor guardados que tenemos como magos es que los profanos nunca imaginarán lo duro que trabajamos para engañarlos».

Incluso si no hubiera fumado tanta marihuana en la universidad, memorizar tal cantidad de información sin algún tipo de ayuda tecnológica habría sido igualmente inabordable, así que consulté con Joshua Foer, el antiguo campeón de la memoria estadounidense, experto en técnicas nemotécnicas y autor del libro Los desafíos de la memoria. Me enseñó una técnica alucinante, llamada «el método de los loci (lugares)», que puede dotar hasta al cerebro más flojo con poderes memorísticos sobrehumanos. La técnica se basa en las profundidades casi sin límite de la memoria espacial. Al contrario de la creencia popular, la memoria fotográfica no es solo prerrogativa de los savants. Todo el mundo tiene una memoria fotográfica. Lo único es que la mayoría de la gente no sabe cómo acceder a ella. El método de los loci te lo enseña.

La idea básica consiste en archivar los recuerdos en forma de imágenes en un lugar imaginario llamado el «palacio de la memoria». Para memorizar una baraja de cartas, por ejemplo, asocias primero cada carta con una imagen, habitualmente una persona, un objeto o una acción. Yo elijo siempre personas. El cuatro de tréboles, por ejemplo, era Penn Jillette (los cuatro cuatros eran magos). El cinco de diamantes era Richard Feynman (los cincos eran científicos). El ocho de tréboles era Shaquille O’Neal (los ochos eran deportistas).

Después de asignar una imagen a cada carta, instalas las imágenes en distintos lugares (loci) a lo largo de un recorrido predeterminado por tu palacio de la memoria. Cualquier lugar servirá, aunque es mejor usar uno que te sea familiar, como tu casa o tu oficina. Yo elegí la casa en la que crecí. También tienes que elegir una ruta que luego te resulte fácil repetir. Yo decidí seguir la línea de la pared izquierda desde la entrada hasta el comedor, pasando por la cocina, el dormitorio de mis padres, entrando después en la sala de estar, el estudio de mi padre, mi habitación y al final el garaje.

Al colocar las imágenes en tu palacio de la memoria, estás codificando efectivamente el orden de las cartas como una serie de relaciones espaciales dentro de tu mente. Más tarde, cuando quieres recordarlas lo único que tienes que hacer es volver sobre tus pasos en este mundo virtual. Por extraño que parezca, las imágenes aparecen en tu mente casi sin esfuerzo. Este sistema es también notablemente sólido. Una vez que las imágenes quedan fijadas en tu palacio de la memoria tienden a permanecer allí hasta que tú las expulses conscientemente.

Quizá suena como un enorme trabajo —¿por qué memorizar más cosas de las que necesitas?— pero lo que pasa con la memoria, al contrario de lo que pueda parecer a primera vista, es que a menudo resulta más fácil recordar más cosas que menos. La memoria es en gran medida un proceso asociativo y cuantas más asociaciones hagas —en particular visuales— más fácil será para los recuerdos ganar adherencia en tu cerebro.

Una vez que has hecho el trabajo preliminar necesario, aprenderse de memoria una baraja es un juego de niños. A mí, un completo novato, me llevó tan solo una pequeña parte de una tarde. Los mejores mnemonistas del mundo pueden memorizar mazos barajados de cartas en menos de un minuto. El actual récord del mundo son 21,9 segundos, menos tiempo de lo que le lleva a la mayor parte de la gente repartir las 52 cartas. Y esto no funciona exclusivamente con cartas. La misma estrategia se puede aplicar a palabras, letras números o cualquier cosa. En 2006, el campeón mundial de la memoria la utilizó para memorizar una serie de 1.040 dígitos aleatorios en media hora. Otro de estos individuos centrados llenó su palacio de la memoria con los primeros 65.536 dígitos del número pi.

Además de memorizar el orden de las cartas también tenía que saber a qué secuencia de color correspondía cada grupo. En el ejemplo de las ocho cartas expuesto antes, por ejemplo, tienes que recordar que rojo, negro y rojo corresponde a A♥, 4♣, 2♥. La mejor manera de recordarlo es convertir la subsecuencia rojo, negro y rojo en un número (empleando un código binario), e instalarlo después en tu palacio de la memoria junto a la primera carta del grupo (en este caso A♥). El número te dice efectivamente dónde tienes que mirar en el palacio de tu memoria.

Para memorizar los números utilicé otro truco de la memoria llamado «el método fonético-numérico», que convierte los números en palabras. El número 36, por ejemplo, es la palabra mash (machacar), porque en el método fonético-numérico el 3 = m y el 6 = sh (las vocales las rellenas a tu gusto). Después de convertir todos los números en palabras, los emparejé con las cartas para formar nuevas imágenes. Así, por ejemplo, el cuatro de tréboles junto con el número 36 se convirtió en una imagen de Penn Jillete (4♣) viendo un capítulo de la serie MASH (36).

Échale la culpa a la naturaleza humana, pero es bien sabido que nuestros cerebros privilegian los recuerdos truculentos por encima de los que son más mundanos. Con esto en mente, y siguiendo los pasos de Foer, el campeón de la mnemotecnia, convertí mi palacio de la memoria en el escenario de una película de Pasolini. En la entrada, David Duchovny (2♥) consume sus propios excrementos (9 = popó). El físico Richard Feynman (5♥) le está dando una calada a un porro (19) en la mesa de la cocina. Tom Cruise (10♦) se está desangrando a causa de una herida provocada por un cuchillo (28) en el garaje. En el armario de las sábanas tienen lugar actos innombrables. Al terminar mi viaje virtual había profanado el hogar de mi infancia. Más o menos como aquella vez, durante mi último año en el instituto, en la que mis padres se marcharon fuera y me dejaron al mando durante el fin de semana.

Una vez preparado el truco lo que se veía era más o menos esto. Se tira al público una baraja mezclada de 52 cartas. La persona que está más cerca de donde cae la baraja corta tantas veces como quiera y seis[7] personas toman las cartas de la parte de arriba. «¿Adivino primero las cartas rojas o las negras?», pregunto, como sin darle importancia. Y, por supuesto, no importa. «Bien, si tienen una carta negra, por favor, levántense.» Tan pronto como veo la configuración de color, ya las sé todas.

Quiero poner tanta distancia psíquica como sea posible entre el momento en que de verdad descubro cuáles son las cartas —es decir, cuando se levanta la gente que tiene cartas negras— y el clímax, cuando digo en alto cuáles son esas seis. Si nombro las cartas directamente, se sugiere que hay un vínculo entre la secuencia de color y las cartas. Así que me aplico en el desvío de atención, haciéndoles algunas preguntas estúpidas. «¿Cuál es tu signo?», pregunto, señalando a uno de los voluntarios. «¿De pequeño tenías una mascota?» Me fijo en uno de los espectadores varones: «¿Bóxers o slips?».

En todo gran truco de magia, la forma sigue a la función. Esta tontería demuestra que claramente no estoy intentando sonsacarles pistas y al mismo tiempo desvía su atención del secreto: todo ello impide que puedan conectar los puntos. Una vez les he hecho algunas preguntas bobas, pido que se levanten todos los que tienen una carta. Y después nombro todas las cartas por orden, señalando a cada una de las personas, de uno en uno, como un tirador haciendo prácticas de puntería.

Y mis dianas son sus ojos como platos.

Este efecto es el sueño de cualquier embaucador. El método era elegante. El impacto era enorme. Funciona tanto con los muggles como con los magos. Se convirtió en mi recurso preferido para cuando tenía que dejar frito a algún colega del gremio. Con él engañé a algunos de los magos más listos de Nueva York: los viejos tipos de la pizzería, el presidente local de la IBM, los parroquianos de Tannen’s y de Fantasma… Era la kriptonita del ilusionista. Nadie lo pillaba. Y por supuesto todo ello desataba un tsunami de placer embaucador que recorría mis venas. Jason England tenía razón. «Si quieres embaucar a los magos —me dijo—, no lo conseguirás con ningún movimiento nuevo. Lo harás con algún principio matemático de más de cien años de antigüedad.» Sus palabras resonaban en mi mente como una profecía.

Mi arma de destrucción matemática fue tan bien recibida (y provocó tantos intentos de descifrarla), que Joshua Jay, mago virtuoso y editor de Magic, me ofreció publicarla en su columna mensual. Mi invención quedaría consagrada para siempre en la revista de magia más leída, junto con las obras de Vernon, Houdini, Marlo, Tamariz y Wes James. Aún no había publicado ni un solo artículo en una revista científica, pero de alguna forma había logrado realizar una hazaña similar en la magia. La vida, supongo, también tiene su manera de hacerte trucos.

Al hombre que tiene un martillo el mundo entero le parece un clavo. Incapaz de pensar en nada más que formas de barajar, matemáticas y magia, me convencí de que los secretos del universo se encontraban dentro de un mazo de cartas.

Para empezar, hay un curioso simbolismo codificado en una baraja de cartas. Hay dos colores (rojo y negro), que simbolizan el día y la noche, cuatro palos —picas, corazones, tréboles y diamantes—, uno por cada estación (o por cada una de las estaciones del ciclo de vida del mago, si prefieres). Las doce figuras se corresponden con los meses del calendario gregoriano. Cada palo tiene trece cartas, por los trece ciclos lunares. Hay 52 cartas en la baraja, que son las 52 semanas del año. Y si sumas el valor de los 52 naipes, incluido el joker, da exactamente 365. Si a esto añadimos lo de las siete mezclas y el sorprendente alcance del modelo Bayer-Diaconis —el modo en que barajar las cartas imita el comportamiento de tantas otras mezclas, desde las químicas hasta la de la masa del pan—, los naipes empiezan a parecer de verdad instrumentos cósmicos.

Y si consideramos las propiedades de una mezcla perfecta, o mezcla faro, la cosa llega mucho más lejos. En el caso de Bayer y Diaconis, obtuvieron su resultado empleando un modelo mecánico aplicado a la forma imprecisa y desorganizada en la que la gente baraja normalmente: no se corta el mazo de cartas exactamente por la mitad, se mezclan por hojeo a la buena de dios, etcétera. Y, al final, resulta que la esencia de una buena mezcla es precisamente una cierta cantidad de descuido. Solo a través de la imprecisión puede filtrarse verdaderamente el azar e irse acumulando hasta llegar a ahogar finalmente el orden por completo.

Por otro lado, una mezcla faro —en la que el mazo de cartas se divide exactamente por la mitad y estas quedan perfectamente entremezcladas una a una— no es aleatoria en absoluto. De hecho, es completamente predecible. Ocho mezclas perfectas devolverán una baraja de 52 cartas a su orden original: cada uno de los naipes recorre todo el ciclo hasta su posición inicial. Y esto no funciona solo con una baraja de 52 cartas. Cualquier baraja de cualquier tamaño regresará finalmente a su orden inicial después de una secuencia finita de mezclas faro, aunque el número mágico no sea siempre ocho.

Se puede deducir una fórmula general que rige la relación entre el número de cartas que hay en la baraja y el número de mezclas faro necesarias para completar un ciclo completo. Resulta que la correlación no es ni mucho menos intuitiva. Si tienes, por ejemplo, 25 cartas, reiniciar la baraja te llevará 20 faros, mientras que si tienes 32 naipes solo necesitarás 5. Tienes que mezclar una baraja de 104 cartas 51 veces para devolverla a su orden original, pero solo necesitas 36 mezclas faro si tienes 1.000 cartas. Con un millón de cartas, el número de mezclas faro para hacer un ciclo completo se dispara a 180 y para mil millones de cartas alcanza las 667.332 mezclas.

La mezcla faro, una maniobra de prestidigitación intimidante, también se denomina a menudo el santo grial de la magia. (Claro que hay un montón de santos griales, según a quién le preguntes). Durante más de un siglo existió únicamente como concepto, como constructo teórico, y su mecanismo no se entendía muy bien. No había nadie que pudiera ejecutar esa maniobra y numerosos magos consideraban que simplemente era imposible hacerlo. Era la milla en cuatro minutos de la magia. La naturaleza circular de la mezcla faro se conocía ya, en términos teóricos, a principios de 1900, y en el libro de Erdnase hay referencias a las «correas faro», pero estos tratamientos primigenios están plagados de errores.

El verdadero punto de inflexión se produjo a mediados de la década de 1950, gracias al trabajo del experto en cartas de Chicago Edward Marlo y al científico computacional británico Alex Elmsley. Este último fue el primero en escribir la fórmula general de la mezcla faro. En sus experimentos con esta maniobra descubrió también numerosas aplicaciones interesantes, incluido un procedimiento para desplazar una carta a cualquier posición de la baraja empleando una secuencia de mezclas perfectas. (El procedimiento sacó a la luz una conexión profunda entre la mezcla faro y el sistema digital binario, el lenguaje universal de la programación moderna).

La notable propiedad circular de la mezcla faro es una de las facetas de la teoría de grupos. En términos generales, la teoría de grupos es el lenguaje matemático de la simetría. Esto es importante porque, de arriba abajo, la naturaleza adora la simetría en la misma medida que detesta un vacío. La teoría de grupos tiene aplicaciones en biología, química y, más notablemente, en física, donde proporciona el marco matemático para el modelo estándar de física de partículas, la teoría general de las fuerzas y partículas elementales que explica prácticamente todo fenómeno natural conocido.

Así que, en cierto sentido, una baraja de cartas sí contiene todos los secretos del universo.

El método más común para hacer la mezcla faro es el que se ejecuta entre las manos más que sobre una mesa. Primero divides la baraja exactamente en dos (esto requiere algo de práctica). Después apoyas uno contra otro los bordes cortos de los dos montones y los presionas entre sí manteniendo las dos mitades perfectamente cuadradas, y con suavidad haces que las cartas encajen, entremezcladas alternativamente.

En los últimos cincuenta años, la técnica ha progresado enormemente y, aunque se sigue considerando una maniobra avanzada, la mezcla faro es hoy bastante habitual entre los yonquis de la prestidigitación. Un pequeño número de personas puede hacerlo con una sola mano. Aún más exiguas son las filas de quienes han llegado a dominar la mezcla faro sobre una mesa, que se mire como se mire es la maniobra más difícil en toda la magia. La mezcla faro sobre la mesa es un movimiento heroico, pues no se hace entre las manos, sino sobre una superficie plana, postura que permite un control mucho menor sobre las cartas y lo convierte en un verdadero acto de fe. Solo hay un puñado de gente en el mundo que pueda hacerlo y uno de ellos es Richard Turner, el tahúr ciego (que consigue hacerlo en poco más de un segundo). Turner también puede hacer lo que informalmente se conoce como «mezcla faro volitiva», cuando en lugar de embutirse las dos mitades por presión, se mezclan a la americana, liberando las cartas con los pulgares en orden alternativo —una de la izquierda y una de la derecha— hasta que las 52 quedan entrelazadas. Turner puede mezclar una baraja entera de esta forma en 8,1 segundos. «Si crees que es fácil —señala el veterano y experto prestidigitador Jon Racherbaumer— intenta hacer el amor de pie sobre una hamaca a la vez que haces malabares con siete helados de cucurucho.»

La mezcla faro común entre las manos es una maniobra sutil a la que hay que cogerle el tranquillo, pero no es imposible, siempre y cuando estés dispuesto a sacrificar gran parte de tu vida social. Después de haber mantenido una relación íntima con las cartas durante tanto tiempo que habían empezado a convertirse en un apéndice extra, finalmente vi llegar el día en que, para mi asombro, fui capaz de hacer la mezcla faro con la suficiente consistencia.

Llegar al punto en el que fui capaz de hacer como churros ocho mezclas faro perfectas bajo fuego enemigo me llevó un montón de práctica. Con el tiempo que dediqué a perfeccionar esta habilidad podía haber aprendido francés. Pero el francés se habla solo en unos pocos rincones del mundo y la magia es un lenguaje universal. Y no solo eso, sino que el francés tampoco me habría hecho aproximarme mucho más al dominio de uno de los más grandes efectos de cartas de todos los tiempos, el truco que se convertiría en mi cierre.

Imagina algo así. Un mago sorprendentemente guapo pide a un voluntario que escriba en un papel el nombre de alguien que conoce y que doble el papel sin revelar lo que ha escrito. El mago rasga el papel e intenta esbozar la cara de la persona con un rotulador negro en un bloc de dibujo de gran tamaño. Después de dos intentonas fallidas pero hilarantes —primero dibuja una cara sonriente y después una triste— saca una baraja de cartas y las extrae de la caja. En los bordes de la baraja se ven una serie de marcas azules distribuidas aleatoriamente. El mago hace un abanico para mostrar al público que las cartas están mezcladas.

«Los puntos son como un test de Rorschach —explica el mago—. Pueden convertirse en cualquier cosa que tu imaginación proyecte sobre ellos.» Entonces pide al voluntario que elija una carta y la vuelva a poner en el mazo.

Empieza a mezclar la baraja y, como por acción de una fuerza misteriosa, los puntos van formando un patrón, ordenándose visiblemente para formar el nombre de la carta que ha seleccionado el voluntario.

Pero, espera, que la cosa aún se pone mejor.

«Ahora quiero que concentres toda tu energía mental en el nombre que escribiste en el papel —dice, dedicando un mirada seria al voluntario—. Es alguien que significa mucho para ti, ¿verdad? ¿Alguien que ha desempeñado un papel importante en tu vida?»

El espectador asiente.

«Y no le has dicho a nadie quién es.»

Mirando los rostros ansiosos del público, el mago baraja una vez más —un total de ocho mezclas, pero tampoco es que nadie las esté contando— y, como una imagen que aparece entre las interferencias en la señal de imagen, los puntos se ordenan para formar el nombre que el voluntario escribió en secreto al principio del truco.

Hay pocos milagros auténticos en este mundo: el del nacimiento, el Big Bang, el bombo de John Bonham en «Good Times, Bad Times», la racha de cincuenta y seis partidos consecutivos de Joe DiMaggio… y esto.

Se me apareció como una alucinación una tarde febril. Lo vi en su forma completa, como la famosa visión del anillo bencénico que tuvo el químico August Kekulé. Junto con mi baraja lanzada, tenía dos efectos asombrosos que me garantizaban diez minutos ininterrumpidos de magia epatante. Ambos hacían uso de elegantes principios matemáticos. Ambos tenían un toque de mentalismo. Ambos estaban sólidamente sustentados por todas las habilidades que había ido adquiriendo por el camino —el centro roto, la lectura en frío, las mezclas falsas, la mezcla faro—, eran obras magistrales del engaño. Mi número estaba completo.

Había encontrado mis trucos.