Las cuatro esquinas… del ataúd

Y, efectivamente, cuando el señor Fliegenschneider volvió diez minutos después estaba irreconocible. Una capa blanquecino-verdosa de crema y polvos de talco le cubría la cara, llevaba todo el pelo de punta y sus ojos parecían enormemente grandes porque estaban cercados por gruesos trazos negros.

Además llevaba una camisa marrón oscura y unos pantalones negros.

Henning se fue corriendo al equipo de música. Se lo habían prestado aquella tarde en la parroquia… ¡por absoluta necesidad, ya que en la granja escolar no tenían más que una antiquísima gramola y encima estaba rota!

Además, la gente de la oficina de la parroquia le había dejado una maleta llena de buenos discos de rock and roll.

—Declaro inaugurada la fiesta de vampiros —anunció Henning. Y riéndose burlón añadió—: ¡El señor Fliegenschneider y la señora Nusskuchen tienen el primer baile!

Se oyeron los compases iniciales de un frenético rock and roll. El señor Fliegenschneider puso la misma cara que si le dolieran las muelas. Pero la señora Nusskuchen le cogió del brazo y le llevó hasta el centro del comedor.

—¡Viva el baile de los vampiros! —exclamó ella riéndose.

El señor Fliegenschneider, resignado, se encogió de hombros y empezó a bambolear de una forma muy rara los brazos y las piernas. Algunos se rieron, pero sólo tapándose la boca con la mano.

Anton vio que Ole se dirigía a Viola y se inclinaba ante ella. Sonriendo dulcemente ella le siguió a la pista de baile.

Henning, que estaba de pie junto al equipo de música, les miró con cara de fastidio. Cuando la canción se terminó, desconectó el tocadiscos y gritó:

—¡Ya está bien! ¡Ahora vienen los juegos!

—Eh, no eres quién para decidirlo —protestó Tatjana.

Y Sonja dijo furiosa:

—Pero yo soy el responsable del equipo de música —replicó Henning desde arriba— y puedo decidir cuándo necesita una pausa el tocadiscos.

—¡Aquí el único que necesita una pausa eres tú! —exclamó indignada Tatjana.

—Bueno, si tú lo dices… —dijo Henning fingiendo no inmutarse—. ¡Pero entonces os quedaréis sin música, porque el tío de la oficina de la parroquia me ha dicho que nadie excepto yo debe tocar el equipo de música!

—Bueno, venga, si de todas maneras íbamos a empezar con los juegos —intervino el señor Fliegenschneider. (Seguramente se alegraba de no tener que seguir bailando).

—Juegos… —gruñó Sonja.

—Espera y veras todo lo que hemos preparado —se esforzó por mediar también la señora Nusskuchen—. ¡Emocionantes juegos de vampiros!

«¿Juegos de vampiros?», pensó escéptico Anton.

Y, efectivamente, no eran más que los mismos juegos conocidos por todos, y más bien aburridos; solo que la señora Nusskuchen los llamaba de otra manera.

La «piñata» se llamaba ahora «llamar a la tapa del ataúd»; la «gallinita ciega» era «pobre murciélago ciego», y en lugar de «las cuatro esquinas» había que decir «las cuatro esquinas… del ataúd».

«¡Que dechado de originalidad», pensó suspirando Anton, pues tampoco el «juego de las sillas» —ese estúpido juego de correr alrededor de unas sillas puestas en circulo y dejarse la piel para conseguir un sitio— se volvió mas interesante por llamarse ahora «el sitio en Transilvania».

Así pues, Anton no hizo ningún esfuerzo por conseguir una silla y le eliminaron a la segunda. Viola siguió su ejemplo.