Prólogo

PRÓLOGO

Desde la muerte del general Franco, una de las preguntas más frecuentes de periodistas extranjeros respecto a la España actual ha sido ¿por qué la Guerra Civil española sigue siendo un motivo de crispación política y no un campo de investigación histórica? En este año, el septuagésimo aniversario de su estallido, siguen preguntando ¿por qué el interés apasionado por la contienda no se ha desvanecido? En la España consumista, hedonista, próspera, supermoderna de hoy no es de extrañar que suscite tanta curiosidad la continua candencia del tema. La inmensa mayoría de la población ha nacido después del final de la Guerra Civil y una parte muy sustanciosa después de la desaparición de la dictadura. Un pilar de la democracia actual ha sido el llamado «pacto del olvido». La transición a la democracia sin otro conflicto civil fue posible gracias al hecho de ser la consecuencia de una negociación entre los elementos más progresistas de la dictadura y la oposición democrática de izquierdas.

Como es bien sabido, subyaciendo la transacción había un miedo a una nueva guerra civil. El deseo colectivo de garantizar la restauración y la posterior consolidación de la democracia se manifestó en una renuncia a la venganza y quedó consagrada en una amnistía política que abarcaba no solo los delitos cometidos por elementos de la resistencia a la dictadura, sino también a los culpables de crímenes contra la humanidad cometidos al servicio del régimen. La renuncia a la venganza se materializó en un pacto tácito de silencio o del olvido, o como lo describía recientemente el hispanista Sebastian Balfour, «el pacto de la no instrumentalización política del pasado». El texto de la amnistía del 14 de octubre de 1977 recibió el apoyo de la mayor parte del espectro político. Para grandes sectores de la población, los recuerdos de la Guerra Civil y de la terrible represión ejercida desde los primeros momentos de la misma seguían presentes, pero se aceptaba que la salud de la democracia exigía un extremado cuidado para evitar que volvieran a abrirse viejas heridas.

A pesar de esta manifestación de sentido común y realismo, y en cierto sentido, patriotismo, quedaba como importante asunto pendiente para muchas familias la localización de los muertos para enterrarlos y llorarlos como es debido. Para los partidarios de Franco, dicho proceso quedó terminado hace más de sesenta y cinco años. Los recursos del Estado fueron puestos a disposición de la tarea de la identificación y localización de las víctimas de crímenes en la zona republicana. Así, sus familias pudieron llorarlas y recordarlas. Muchas veces, veían sus nombres grabados en placas de honor póstumo en las paredes de las iglesias, con cruces o indicaciones de dónde habían muerto, o incluso, en algunos casos, se daba su nombre a una calle. El hecho de que hace tan poco se siguiese negando esta posibilidad a los familiares de los republicanos es una de las razones por las cuales la Guerra Civil continúa despertando pasiones.

No solamente eran los restos físicos de las víctimas que quedaban sin reconocimiento sino también la memoria de lo que realmente había significado la II República española, sus logros sociales y educativos, todo lo que había hecho que explicaba por qué millones de españoles se dedicaron a defenderla de 1936 a 1939. Durante casi cuarenta años la propaganda del régimen vencedor, producida en gran parte por policías, sacerdotes y militares, presentó una versión violenta y criminal de la República para justificar el golpe militar de 1936, la matanza que desencadenó y la cruel dictadura que institucionalizó la victoria golpista. Por medio de la prensa y la radio del Movimiento, el sistema de enseñanza y los púlpitos de las iglesias españolas se difundió una monolítica interpretación de los orígenes, el curso y las consecuencias de la Guerra Civil. Esta visión única del pasado impuesta por la dictadura se desvanecía con cierta rapidez a partir de 1977, pero, oficialmente como mínimo, la otra memoria tardaba en salir a la superficie. Había muchos otros recuerdos ocultos y reprimidos y miles de familias querían saber lo que les había sucedido a sus seres queridos y si, como se temían, habían sido asesinados, dónde yacían sus restos.

A pesar de la cortina de silencio con la que se intentaba cerrar el pasado, una legión de historiadores han seguido investigando el impacto de la Guerra Civil y la represión región por región, provincia por provincia, pueblo por pueblo. Una auténtica montaña de libros elaborados desde distintos punto de vista pero con mucha seriedad y dedicación han construido una visión muy crítica de los golpistas militares de 1936 y de su posterior comportamiento. Dicho sea de paso que uno de los pioneros en este movimiento espontáneo historiográfico fue el autor del presente libro, Alberto Reig Tapia, con su libro innovador, Ideología e historia: sobre la represión franquista y la guerra civil (Akal. Madrid, 1984). Ni que decir tiene que la divulgación de esta y otras obras y la cada vez más generalizada conciencia de la escala de represión de los nacionales causaba cierta incomodidad en algunos sectores de la sociedad española todavía nostálgicos de la dictadura de Franco.

Paralelo a la aparición de muchos libros de historia local detallada, empezó a surgir un movimiento popular que reclamaba la recuperación de lo que ha venido a llamarse «la memoria histórica». Lo que fue al principio una tendencia tímida se ha convertido en los últimos tiempos en una red masiva de organizaciones y asociaciones dedicadas a fomentar la investigación y promocionar la grabación de los recuerdos de los supervivientes. Hay muchos factores que han empujado este movimiento pero me atrevería a decir que quizás el más importante ha sido el hecho de que existe una generación que ha vivido y que se ha formado enteramente dentro de la democracia y que no padece las inhibiciones de sus padres. Ésta es la generación que ahora hace las preguntas inquietantes. Piensan que por mucho que el pacto del olvido fuera imprescindible para la transición a la democracia, ahora la democracia seguramente estará lo suficientemente consolidada para admitir un debate serio sobre la Guerra Civil y sus consecuencias. Con la urgencia del hecho biológico de que los testigos están desapareciendo, se ha acelerado el proceso, pasando ya de los libros, los documentales de televisión —mayormente de las televisiones regionales y no estatales— hasta la excavación de fosas comunes.

Como quizás era de esperar —por algo hubo un pacto del olvido— el resultado ha sido que a los setenta años de su comienzo la Guerra Civil española y sus secuelas han vuelto a ser motivo de amargas y enconadas discusiones. Los libros, los artículos, los documentales, las noticias sobre las excavaciones han molestado a mucha gente y no solamente a los verdugos supervivientes y sus familiares. El malestar ha llegado por supuesto a los que todavía añoran al desaparecido dictador pero se ha extendido también a algunos sectores de la sociedad que aprecia más los beneficios económicos del régimen de Franco que sus costes humanos y morales. La indignación de este público está animada por una serie de polemistas de gran éxito comercial. La motivación política y el valor intelectual de sus libros, artículos y programas de radio es el tema de este minucioso estudio del doctor Reig Tapia.

En un lenguaje muchas veces soez, estos escritores y figuras de la radio, la televisión e Internet gritan que los sufrimientos de las víctimas republicanas han sido insensatamente exagerados y que, además, los mismos republicanos tienen la culpa de todo. Por lo tanto, en este momento, la Guerra Civil española se está luchando todavía sobre el papel. Luciendo el autopremiado título de «revisionistas», insultan a los historiadores gracias a quienes se han logrado los inmensos avances historiográficos de los últimos treinta años, diciendo que sus trabajos, con todo su pluralismo ideológico y metodológico, son el fruto de una conspiración siniestra. Lo que llaman «la cofradía de la checa» parece abarcar virtualmente a todos los historiadores, tanto los profesionales como los aficionados, desde conservadores y clérigos hasta liberales e izquierdistas, así como nacionalistas regionales. Lo que ha llegado a ser un amplio consenso estaría distorsionado, tergiversado y presentado como un complot para imponer una interpretación monolítica y políticamente motivada de la historia de la Guerra Civil española y de la consiguiente dictadura. Lo que indica que poco han leído de dicha producción historiográfica.

En un brillante libro reciente, Historia militar de una guerra civil Estrategias y tácticas de la guerra de España (Flor del Viento. Barcelona, 2006), el historiador Gabriel Cardona hace un comentario muy pertinente al respecto. Dice: «La Guerra Civil ya es historia, pero muchas de sus grandes cuestiones aletean todavía en nuestro entorno, como sombras maléficas. La peor herencia de las guerras civiles es el odio y, aunque para la mayoría de los españoles todo es agua pasada, todavía subsiste una minoría empecinada en revivir las antiguas maldiciones». O sea hay que preguntarse si el llamado «revisionismo» tiene la finalidad de aclarar el pasado o de hacer resurgir sus odios.

Respecto a la utilización del término «revisionista», el profesor Reig Tapia muestra, con su habitual erudición, que el conocimiento histórico es necesariamente acumulativo, y por lo tanto la Historia se revisa constantemente. Cualquier historiador serio sería revisionista permanente en la medida en que repiensa las interpretaciones consagradas a base de nuevos datos empíricos y nuevos análisis. En cambio, no sería exacto emplear el término de «revisionista» para los que niegan la existencia de la masacre de los judíos por parte del Tercer Reich o los panfletos propagandísticos que niegan o matizan la evidencia respecto a la represión durante la Guerra Civil española.

En este respecto, es fascinante el análisis que hace el profesor Reig Tapia de los elogios que el distinguido hispanista estadounidense Stanley G. Payne ha dedicado a Pío Moa, a quien considera «revisionista» de alto valor. Por supuesto, muchos hispanistas hemos quedado perplejos al ver el entusiasmo con que el profesor Payne ha despachado la historiografía española contemporánea entera a la vez que alaba las publicaciones del señor Moa, diciendo que «constituyen el empeño más importante llevado a cabo durante las dos últimas décadas por ningún historiador, en cualquier idioma, para reinterpretar la historia de la República y la Guerra Civil». Igualmente, nos ha extrañado el hecho de que el profesor Payne diga que el otrora terrorista ha sido víctima de «persistentes exigencias» para que sea «silenciado» o «ignorado», afirmación que difícilmente cuadra con la libertad con que parece que el señor Moa vende cientos de miles de libros o con la frecuencia de sus apariciones en los medios de comunicación. Como indica el profesor Reig Tapia, difícilmente se encontraría cualquier historiador profesional alemán, o de cualquier nación, dispuesto a reivindicar públicamente la figura de Hitler. Esta reflexión le lleva a especular que, si el profesor Payne se resiste a elogiar a Franco directamente, quizá se está permitiendo hacerlo indirectamente a través de las obras de Pío Moa.

Puesto a desvelar misterios del fenómeno revisionista, el profesor Reig Tapia indaga, aunque no podría solucionar, uno de los más intrigantes de ellos, el milagro de la producción literaria del tres veces doctorado César Ignacio Vidal Manzanares. Dejando pasmados a los escritores corrientes, sean historiadores o novelistas, el doctor Vidal ha publicado más de 124 libros desde 1987, un promedio de uno cada dos meses. En los últimos dos años, parece que el promedio es uno por mes. Aunque se tratara de textos producidos simplemente a base de copiar de la guía telefónica, tal producción sería pasmosa. Apenas puede haber tenido tiempo para teclearlos sin pensar en echar una hojeada a algún libro o documento. Frente al fenómeno de una persona con tanta afición a publicar y tantos doctorados en su haber, el profesor Reig Tapia no puede reprimir la pregunta de ¿cómo se ha inhibido de publicar sus tesis doctorales? No hay explicación científica de una persona capaz de escribir diccionarios de religión, historias de reinas, de papas, de sectas, de la masonería, del cabalismo, del esoterismo, del Talmud, de Jesucristo y los Evangelios, del cristianismo o del nazismo de Guernica, de Paracuellos, del Quijote, de las checas de Madrid, del Holocausto, de la Revolución rusa, del estalinismo y de las Brigadas Internacionales, además de biografías de Buenaventura Durruti, Isabel la Católica, Francisco Franco, José Antonio Primo de Rivera, Abraham Lincoln. El profesor Reig Tapia formula la pregunta de cómo ha sido posible, pregunta de la que todos quisiéramos saber la contestación. La solución tendría que ser sobrenatural porque la contestación fácil, o sea que todos estos libros no los escribe su supuesto autor, es imposible, porque, si fuera así, el doctor de teología lo diría abierta y honestamente, ¿verdad?

El desfase entre la gran erudición y la brillantez intelectual dedicadas por el profesor Reig Tapia al análisis de distintos elementos del fenómeno «revisionista» y la pobreza intelectual de éste es muy notable. Después de todo, en el libro anteriormente citado, Gabriel Cardona comenta atinadamente: «La Historia ya ha desvelado los mitos de la Guerra Civil y existe al respecto un notable consenso académico. Ajeno a los panfletistas que resuciten las viejas falacias como si fueran sus hallazgos personales. Los verdaderos estudios históricos no pueden evitar que existan semejantes embaucadores, dedicados a engañar a quienes lo desean. Del mismo modo que los progresos de la medicina tampoco acaban con los curanderos y con los brujos, para solaz de su tropilla de crédulos».

A fin de cuentas, el propio autor de este libro plantea la misma pregunta —y a continuación intenta contestarla— al decir: «Tratamos de razonar en contra de alguien con quien no estamos de acuerdo, no nos convencen sus ideas ni nos parece que sus palabras o escritos tengan relevancia alguna o se sostengan sobre una base empírica mínimamente contrastable, lo que indefectiblemente lleva a considerar que no tienen la menor relevancia epistemológica. Y, como cualquier otro profesional de la enseñanza, como docente universitario preocupado por la cultura política ciudadana que, en definitiva, es el más firme sustento de nuestro sistema político democrático, creemos tener el deber ineludible de denunciar críticamente a la ciudadanía todo aquello que no se ajusta a la verdad y cuestiona las raíces de nuestra civilización política. Porque todo intento de elogiar, exaltar, justificar o legitimar a un dictador y a su dictadura sobre la base de engaños y manipulaciones es, se diga o no, se reconozca o se niegue tal pretensión, un intento de denigrar, envilecer, rechazar o deslegitimar la democracia».

En este sentido estamos ante un libro sumamente ético, hecho en nombre de la profesión de historiador —universitario o no—. Muchos historiadores piensan que es mejor hacer caso omiso de los insultos e inexactitudes de los «revisionistas», pero el profesor Reig Tapia cree con pasión que no se puede permanecer impasible ante el ataque permanente que sufre la propia dignidad del oficio de historiador. Se indigna de que la valiosa aportación investigadora, el trabajo profesional y la ingente labor desplegada por sus colegas durante años de paciente y sacrificado esfuerzo, se vean mancillados. Al respecto, cita las palabras de Cicerón: «No hay nada tan rápido como la calumnia; nada se lanza con más facilidad, se acoge con más presteza y se difunde tan ampliamente» y «así pues, cuando la acusación carece de argumentos, se recurre al ataque personal».

Ver resumidos los esfuerzos de los revisionistas de retroceder el reloj de los progresos historiográficos hacia la propaganda de la dictadura, esfuerzos apoyados por redes de prensa, emisoras de radio y televisión y sitios web, produce un efecto deprimente. Lo resume mejor de lo que yo podría el profesor Cardona al decir «la perversidad humana sobrevive y sobrevivirá a las personas que, generación tras generación, se esfuerzan desde diversos campos en hacer del mundo un lugar más honesto y habitable». Sin embargo, Alberto Reig Tapia es precisamente una persona que se esfuerza en hacer del mundo de los historiadores un lugar más honesto y habitable. Por lo tanto, como miembro de su profesión, le agradezco el esfuerzo que ha hecho en reivindicar los valores de la misma. Escribe en aras de la consolidación de la democracia actual y nos recuerda con este libro excepcional que la Guerra Civil nunca dejará de ser un fantasma malévolo en el banquete de la democracia hasta que se hayan deshogado los resentimientos y los odios asociados con ella.

PAUL PRESTON