4. El neófito y sus mitos

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EL NEÓFITO Y SUS MITOS

Hace ya mucho tiempo que los cuentos enseñaron a los hombres, y siguen haciéndolo hoy a los niños, que lo más aconsejable es oponerse a las fuerzas del mundo mítico con astucia e insolencia.

WALTER BENJAMÍN

A pesar de la polisemia de la palabra «mito», que puede decir tanto una cosa como su contraria, en realidad ha acabado por perder su significación religiosa, altamente positiva, para desembocar en el equivalente de falsedad, tergiversación, fábula, leyenda y, por consiguiente, ausencia total de realidad histórica. Aristóteles, en una de sus obras esenciales, demostraba tenerlos en su más alta consideración y decía que, el que ama a los mitos es en cierto modo filósofo, pues el mito se compone de elementos maravillosos[1]. Aristóteles despliega su esfuerzo intelectual en aras de mostrar la trascendencia divina, trata sistemáticamente del Ser Supremo, de Dios, de lo que como el propio título indica está más allá de la física, fuera de la realidad. Como los mitos mismos. Así que, como vemos, de acuerdo con la autoridad del mismísimo Aristóteles, no seremos nosotros quienes le enmendemos la plana a Moa por amar los mitos por encima de todas las cosas si bien hemos de reconocer que nos resulta más atractivo el planteamiento previo de Walter Benjamin.

Nos parece evidente que es por eso por lo que uno de los libros más celebrados de Pío Moa, y el que sin duda más ha contribuido a su popularidad, es aquel en el que pretende tratar de ellos. Pero, contrariamente a su evidente intención desmitificadora de los referidos y generados en torno a la Guerra Civil española, como le correspondería hacer a un pretendido historiador, en realidad se muestra como un filósofo o teólogo, puesto que se afana, y a fe que exhaustivamente, en componer él mismo los suyos propios[2].

Se trata del libelo esencial de Pío Moa, pues resume todos los anteriores y los que aún están por venir dada la mina que ha descubierto. Su esfuerzo se encamina a mostrar la pretendida inconsistencia historiográfica existente sobre la Guerra Civil en su conjunto aunque, en realidad, no sea otra cosa que una ristra de supremas trivialidades sobre las que ya había escrito anteriormente y que, como el propio título indica, tales mitos estarían más allá de la ciencia, fuera de la más recalcitrante realidad.

Pareciera que los mitos de la Guerra Civil no existieran hasta que vino él a descubrírnoslos. En cualquier caso se convirtió a partir del momento de su publicación en un auténtico éxito de ventas que alcanzó varias reimpresiones en un brevísimo espacio de tiempo, lo que no suele ser frecuente, salvo casos en verdad muy excepcionales, con los libros de Historia. No es de extrañar tampoco demasiado, pues leído atentamente el libro es un perfecto compendio de los tópicos esenciales de la «historiografía» franquista debidamente adaptados desde el punto de vista formal a los nuevos tiempos. ¿Qué lector de hoy en día, incluso el predispuesto de antemano a validar las esencias fundamentales del franquismo, admitiría desde una perspectiva liberal, que todos sin excepción dicen profesar, la vieja retórica de la raza y del imperio? Ninguno. Hay pues que reelaborar el discurso y lanzarlo de nuevo al mercado con un nuevo envoltorio y debidamente etiquetado. Ésa es la gran aportación de Pío Moa. Lo demás son campos de soledad, mustio collado…

El libro se sitúa en las antípodas de los métodos y técnicas propios de la historiografía como todos los que produce este autor a un ritmo verdaderamente trepidante. Es el caso que sobre todos, absolutamente todos los temas elegidos para componer su libro existe una amplísima bibliografía científica que nuestro autor muestra desconocer de modo absoluto. Hasta entonces Pío Moa era un perfecto desconocido salvo para la policía, los jueces y una minoría de expertos en violencia política y terrorismo. Fueron sus Mitos los que llamaron más la atención del público lector y de algunos especialistas sorprendidos por la rápida popularidad alcanzada por un autor por completo fuera del círculo de los especialistas en la política y la historia de la España contemporánea, lo cual era de una lógica aplastante ya que su supuesta obra historiográfica es un desafío al mero sentido común. Que lo que tan incontinentemente produce Moa no es historia resulta evidente no ya para cualquier iniciado sino para cualquier persona con un mínimo de criterio, aunque paradójicamente ya sabíamos que el sentido común es con frecuencia el menos común de los sentidos.

Veamos. Moa es un publicista sobre temas más o menos históricos, que es cosa bien distinta. Haciendo abstracción de la primera edición de sus memorias de terrorista arrepentido publicada con anterioridad, su vocación de historiador es más bien tardía. Arranca en 1999 ya plenamente instalado en la edad madura (como le ocurriera también a su ilustre antecesor y «Gran Maestro») con la publicación de un libro[3]; en el 2000, publica otro[4]; en el 2001, dos[5]; en el 2002, uno, aunque es la reedición de sus precoces memorias[6], de las que cabe esperar en el futuro una segunda parte que bien podría titular El terrorista arrepentido, ésta ya centrada en su nueva trayectoria vital de incontinente publicista correspondiente básicamente al período 1931-1975 de nuestra historia al incorporar a Franco a su repertorio; en el 2003, publica ya tres[7]; en el 2004, se supera a sí mismo y lanza al mercado cuatro[8], y en el 2005, tres[9]. Pero esto no significa en absoluto una disminución de su capacidad reproductora, dado que sus compromisos sociales se han ido multiplicando. Además, cabe esperar de su asombrosa «fertilidad» escritora que a lo largo de este 2006, año en que se conmemora el 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil sobre la que tanto escribe y el 75 de la proclamación de la II República de cuyo asalto y destrucción por las izquierdas tanto sabe, no menos de media docena de nuevas y originales aportaciones historietográficas destinadas de nuevo, al igual que las anteriores, a tratar de cuestionar todo lo que la historiografía aporta con abundancia documental e incorporación de nuevas fuentes, con la lentitud, premiosidad, tardanza, densidad, precisión y profundidad propias de los historiadores profesionales que, lógicamente, no pueden seguirle en su frenético ritmo publicístico, pues no lleva el mismo tiempo hacer historiografía que hacer historietografía.

Ante semejante panorama no hace falta insistir en lo obvio y en lo que salta a la vista no ya del especialista sino de cualquier persona mínimamente culta: los libros de historia dignos de tal nombre no se hacen como los churros. Para hacer lo que hace Moa no hace falta sumergirse en archivos y bibliotecas, dominar la bibliografía sobre la materia, pensar, reflexionar y escribir, basta con ponerse sobre el teclado del ordenador y contar unos cuantos cuentos archisabidos.

1. LOS MITOS GUERREROS

Ciertamente los mitos guerreros, los asociados a la lucha y al combate, son los más antiguos que conoce la Humanidad. El hombre común gusta de historias fantásticas que le ayuden a sobrellevar mejor su destino ineluctable. Por eso, Fernando García de Cortázar dice que:

El mito corrompe la Historia, aísla los hechos del mundo, los deja hundidos en un marasmo teológico, en un sueño agónico de vencedores y vencidos, sin relación más que consigo mismo. Eco y espejo, el mito contamina el presente de viejos fantasmas, de fábulas y leyendas. Queda entonces el ruido y la furia, el enfrentamiento de siglos o el victimismo agresivo, de ahí que las sociedades más sanas sean aquellas que, libres de furores absolutos, pulverizan con el pensamiento científico y el debate las manipulaciones mitológicas[10].

Eso es lo que hay que hacer efectivamente con ellos, libres de furores absolutos, pulverizar sus manipulaciones científicamente, pero a Moa tal empeño le excede de manera manifiesta.

La declaración de intenciones de Moa a sus mitos promete mucho y no da nada. Dice, y dice bien, que los mitos son «relatos inspiradores de sentimientos y conductas religiosas o éticas, que también refuerzan la identidad comunitaria» y que responden «a una necesidad psicológica». Dice y dice bien, que «la publicidad y la propaganda crean sin tregua mitos, generalmente triviales». Dice también, con no menor fundamento, apuntando ya al corazón de sus propósitos, que el mito es un «simple fraude urdido ex profeso para motivar adhesión política» y que parte de ellos «se desmontan con sólo recurrir a la lógica, otros requieren ahondar en los datos y en los argumentos» y que «no rara vez el afán desmitificador juega con cartas marcadas, o concluye en un banal y estéril escepticismo, o refuerza otros mitos inconsistentes»[11]. No podemos estar más de acuerdo con él. Pero aquí se acaba el acuerdo.

Dice la solapilla que su trilogía sobre la República y la Guerra Civil española —citamos— «ha supuesto una revisión en profundidad de muchos tópicos sobre nuestra historia reciente, habiendo encontrado extraordinario eco tanto en el mundo profesional de los historiadores como en el público común». Falso. ¿Quién dice tal? ¿De dónde se saca todo eso? Sólo lo último es cierto: haber vendido mucho al «público común» (sobre lo que no para de presumir). Todo lo demás es una ristra de ensoñaciones.

De «revisión en profundidad», nada de nada. Mera repetición de lo dicho por la propaganda franquista. De desfacedor de «tópicos», nada de nada. Revitaliza a los franquistas que ya andaban un poco mustios. Lo de «extraordinario eco» en el «mundo profesional de los historiadores» es otra falsedad. Salvo para Carlos Seco Serrano, Stanley G. Payne y algún otro tímido patrocinador como José Manuel Cuenca Toribio que, si lo que les irrita en el fondo de sus conturbadas almas son las insuficiencias, limitaciones, desenfoques y errores de determinados autores, lo que deberían hacer es escribir sobre ello para suplirlos, superarlos, enderezarlos y rectificarlos, y no dar la callada por respuesta (salvo Payne) y no legitimar con sus declaraciones a autor tan absolutamente irrelevante para la historiografía de la contemporaneidad española como el que, aparentemente, patrocinan y jalean. Incluso alguno, como Cuenca Toribio, lo hace con reticencias.

La obra de Moa ha suscitado el rechazo firme y unánime de la comunidad historiográfica nacional e internacional. Afirmación obvia, además, que él mismo recoge doliente en sus numerosos artículos autopropagandísticos en Libertad Digital. ¿De qué eco estamos hablando? ¿Del que generan los propios secuaces y sus supuestos patrocinadores? ¿Del que él mismo se provoca a base de no parar de gritar Moa, Moa, Moa, Moa como el Eko, Eko, Eko, Eko de nuestra infancia? Si ya se arranca así en su presentación de credenciales se comprenderá que no es difícil imaginar lo que un lector crítico e informado va a encontrarse dentro del libro mismo. ¿O es que el pobre Moa es sujeto de una conspiración universal, tipo Código da Vinci, que trata por todos los medios de ocultar una verdad… de la cual él posee el código definitivo? ¿Acaso los historiadores y especialistas del mundo entero (la Iglesia) son los malos y él el bueno que posee la Gran Verdad descifrada, ya inocultable, por cuya difusión lucha como un jabato?

El grueso volumen no responde a la estructura propia de los libros académicos al igual que ninguno de los otros que tan febrilmente fabrica. De donde no hay no se puede sacar. Hay ciertamente autodidactas tan brillantes que no les hace falta ningún maestro que les inicie por los arduos caminos de la investigación y el análisis intelectual. Los hay a decenas. Pero no es el caso de nuestro autor, al que para su desgracia se le nota demasiado su evidente orfandad teórica y metodológica. Poco importaría ser huérfano si para el caso se poseyera algo de talento innato o adquirido. Hay libros sugerentes que pueden en cierto modo paliar tales limitaciones y orientar a cualquier individuo brillante con ganas de trabajar de verdad. Por ejemplo, aunque investido (ad cursum honorem) por el «Gran Maestro» como su destacado delfín, el señor Moa no es doctor, no ha hecho doctorado alguno, ni real ni figurado, no ha hecho pues el meritoriaje preceptivo que faculta para aprender a arar en los difíciles campos de investigación que tan pródigamente nos ofrece la feraz Clío. Formalmente no importaría lo más mínimo si al menos se hubiera documentado debidamente, lo que no deja de ser paradójico en quien dice haber frecuentado tanto archivo y biblioteca. ¿Y qué hacía allí? Si se hubiera tomado la molestia de leer al menos el clásico de Umberto Eco que cualquier estudiante aventajado se procura presuroso antes de iniciar su particular anábasis intelectual, sus déficits metodológicos serían menos visibles[12]. Pero no hay que pedirle nunca peras al olmo.

Sus mitos se dividen en dos partes. En la primera, largamente introductoria (11 capítulos), nos presenta a una serie de personajes de la República sobre los que ya había hablado anteriormente[13] con esa gran capacidad que tienen los escribidores profesionales para estar permanentemente rescribiéndose y repitiéndose constantemente, lo que les permite multiplicar sus libros y asombrar al profano de sus irrelevantes capacidades autorales. ¿Qué pasa, que todos sus elegidos estaban mitificados por unos y por otros y él nos los va a desmitificar?

Vuelve así sobre el primer presidente de la República Alcalá Zamora o Azaña, y se dedica a dar pinceladas periodísticas sobre Largo Caballero, Companys, García Oliver o José Díaz y se olvida de otros no menos relevantes como Besteiro, Durruti, Nin o Dolores Ibárruri, que no considera importante abordar monográficamente. A Negrín le parece más útil demonizarlo en la segunda parte, que no titula ni se sabe muy bien qué va a tratar de hacer en ella en medio del batiburrillo que nos ofrece. Del otro lado se ocupa de José Antonio Primo de Rivera, Calvo Sotelo, Gil-Robles y Franco y decide olvidarse de Mola o Serrano Suñer, que no fueron precisamente triviales. Ni siquiera resulta lógica y mínimamente coherente la justificación previa que nos ofrece de sus propósitos, pues dice haber preferido abordar la figura de García Oliver a la de Durruti sobre la base de la mayor importancia del ministro, ignorando así a uno de los personajes más mitificados del bando republicano, lo que en un libro que se supone va a abordar los mayores mitos de la Guerra Civil resulta cuando menos sorprendente por incoherente.

En la segunda parte se supone, pues nada aclara, que se van a abordar ya las grandes cuestiones, los grandes enigmas, las grandes mitificaciones de la Guerra Civil. Hechos, acontecimientos, no personajes. Pero no la titula como sí hace con la primera, no explica el contenido ni con qué criterio se dispone a analizar qué mitos y por qué. No se vislumbra en el libro tesis ni metodología alguna, de tal modo que no ofrece el menor tratamiento sistemático sobre lo que pretende denunciar, desmontar, o no se sabe muy bien qué. En cualquier caso el listado es amplio (17 capítulos) pero con una considerablemente mayor dimensión por lo que respecta a los supuestos mitos republicanos. El desequilibro es más que patente, lo que no deja de ser curioso teniendo en cuenta que en el bando vencedor nos encontramos con una verdadera mina de mitos que aquí ni siquiera se mencionan. A lo mejor es que no se trataba de abordar una desmitificación sería y rigurosa de la Guerra Civil en su conjunto, equilibrada, ponderada, analítica, sino en arremeter contra una de las partes contendientes, es decir, contra media España. Es legítimo que cada «autor» elija su objeto de estudio, pero hay que explicarlo. En su caso habría sido más honesto haber titulado: Los mitos de la Guerra Civil según la historiografía española actual Una crítica sistemática a la luz de la fuentes primarias. Pero claro, eso no puede ser y además es imposible. Entonces, más que silencio habría merecido una unánime carcajada general porque es precisamente la historiografía la que ha avanzado sobre la base de la expurgación de fuentes y él el que se limita a volver sobre lo ya expurgado sin introducir la menor novedad crítica.

El análisis (glosa) de Moa se hace siempre en función de lo que vino después. Dentro de esta personal selección de sus personajes se diferencia claramente entre quienes son los radicales y desestabilizadores y quienes los moderados y patriotas sin que a cualquier lector mínimamente informado pueda caberle la menor duda de quién es quién en tan ponderado reparto.

Los mitos de Moa no son tales sino un apresurado repaso con tesis preconcebidas sobre cuantos errores e inexactitudes cree él hábilmente descubrir en la bibliografía española y extranjera sobre estos asuntos, ignorando por completo estudios e investigaciones fundamentales sobre el conflicto con los que es preciso contar para poder hablar con fundamento sin dar muestras a cada paso de todo aquello de lo que muestra no tener ni noticia. Sobre todos los temas y personajes sobre los que escribe Moa sin la menor novedad se han venido sucediendo en los últimos treinta años infinidad dé libros que ya habían puesto de manifiesto cuanto ahora dice y debidamente contextualizado, cosa que nuestro autor no hace jamás porque, simplemente, no ha estudiado lo suficiente.

¿Cuáles son las tesis que se traslucen del contenido de la obra y que su autor no para de repetir y reproducir en todos y cada uno de sus libros? Que la II República fue un régimen espurio que predeterminaba la Guerra Civil y que desapareció el mismo 19 de julio. Que la Guerra Civil la inicia de hecho la izquierda en Asturias, y en Cataluña los nacionalistas en 1934. Que en consecuencia la rebelión de 1936 no sería sino la continuación de una guerra ya desencadenada para abortar la revolución bolchevique que se inicia a partir del resultado electoral del 14 de febrero de 1936, cuyo líder no era otro que Largo Caballero. Que los comunistas o los bolchevizantes, los marxistas o los socialistas revolucionarios lo que buscaban en realidad era imponer una dictadura al modo soviético con el apoyo manifiesto de Stalin. Por consiguiente las derechas siempre reaccionan en defensa propia ante los desafueros de las izquierdas. El «Alzamiento» no es el llamado «Nacional» de los que se sublevan sino, curiosamente, el de las clases profesionales y liberales, el proletariado y los revolucionarios que se defienden. La República es ese ente deletéreo e inasible que incumple su propia legalidad y, por consiguiente, se transforma de inmediato en un régimen espurio que hay que liquidar por el bien superior de la Nación. La gran masa del país (católica) y sus instituciones más prestigiosas (Ejercito e Iglesia) apoyan al bando que legítimamente se apresta a defenderse y salvar lo más preciado de la secular Nación española y de nuestra civilización cristiana que, por lo visto, nada tiene que defender en instituciones espurias ajenas a nuestra tradición como el Parlamento, La Organización de Justicia, los partidos políticos, las libertades y derechos individuales que la República misma establece y garantiza. Todo ello no cesa de repetirlo en todos y cada uno de sus libros.

La etapa histórica anterior a la República (la monarquía de Alfonso XII y XIII) sería un período próspero y apacible en el que el país creció sin grandes problemas ni conflictos irresolubles (así se escribe la historietografía). ¿Sabe Moa algo de la Restauración? ¿Ha leído al menos a su sponsor Carlos Seco Serrano que sí que sabe de ella? Desde luego que no. Los conflictos sociales que se producen durante la República caerían así llovidos del cielo sin comprenderse las causas que realmente los originan. Por consiguiente, una vez más, las fuerzas conservadoras no hacen otra cosa que salir al paso de la agresión permanente de la izquierda. El anticlericalismo y la persecución de la Iglesia, los conflictos de clase, el problema agrario, el educativo y cultural, la cuestión nacional, el malestar del Ejército, se incluyen en el mismo saco y no son sino la manifestación de una violencia siempre latente en la izquierda absolutamente determinada a desencadenar la revolución e implantar la dictadura del proletariado o la del comunismo libertario, que tanto da. ¿Para qué entrar en análisis, diferenciaciones, matizaciones y divagaciones? Soviéticos, poumistas o anarquistas, republicanos radicales todos en tropel y debidamente amalgamados. Comunistas revolucionarios todos, al fin y al cabo, de acuerdo con la tradicional perspectiva analítica de la propaganda franquista y autores de «referencia» como su maestro De la Cierva.

El cansancio que provoca este argumentario ha sido ya señalado reiteradamente. Moa ignora toda la bibliografía académica de los últimos años, entre la que se encuentran nombres señeros de la historiografía contemporaneísta española y del hispanismo más acreditado dentro y fuera de nuestras fronteras, que han hecho importantes contribuciones a nuestro conocimiento del pasado en todas sus perspectivas y capítulos sobre la sólida base de un trabajo serio en los archivos y un análisis bibliográfico convincente, como Alpert, Aróstegui, Bernecker, Blinkhorn, Borkenau, Brademas, Brenan, Broué, Cabanellas, Cardona, Carr, Castells, Coverdale, Elorza, Gibson, Jackson, Juliá, Malefakis, Montero Gibert, Preston, Raguer, Rama, Ramírez, Southworth, Thomàs, Témine, Tuñón de Lara, Tusell, Vilar, Viñas, etc. Mencionamos únicamente a algunos de los nombres más significativos de los seniors y de sus inmediatos continuadores y discípulos obviando ya nombres de las nuevas generaciones de historiadores que harían el listado literalmente interminable.

Moa es naturalmente selectivo en sus breves referencias de autoridad, apenas cita a los comúnmente consagrados, sobre todo para descalificarlos cuando no convienen a sus tesis. Cuando cita a algunos de ellos porque le vienen bien para sus planteamientos previos, como Burnett Bolloten (de quien dice que ha hecho aportaciones decisivas), lo hace apenas un par de veces en una obra de más de 500 páginas, lo que en un libro destinado a demoler a la izquierda y siendo Bolloten una verdadera bomba anticomunista no deja de ser curioso. Es decir, no se sirve de él. ¿De dónde le viene la ciencia entonces a Moa si para criticar las posiciones comunistas y estalinistas ignora al principal de ellos, Bolloten, y al mismo Payne, que apenas utiliza? Al mismo tiempo, tampoco se sirve de los historiadores profesionales más acreditados donde podría encontrar argumentos sobrados para esa crítica a la izquierda que pretende. De ellos solo cita a Paul Preston, a Herbert Southworth, a Manuel Tuñón de Lara o a Ángel Viñas, pero para desautorizarlos en lo que no le conviene, claro, con la mentecata cantinela de ser «marxistoides» (?), lo que al parecer le exime a él, polémico por naturaleza, del análisis textual preceptivo, del análisis comparado y su consecuentes conclusiones. Hace lo mismo que su maestro De la Cierva, desecha a priori. ¿Con qué y con quién polemiza? Apenas vagas alusiones sin aparato crítico. Da nombres, pero no estudia y analiza sus obras. De los que pudieran considerarse suyos (?) apenas lo hace con los hermanos Salas Larrazábal y con Payne en otros aspectos subsidiarios, ignorando también toda la información válida que de las obras de estos autores citados y otros muchos puede ciertamente obtenerse. Sin embargo, no para de citar o aludir a uno de los «historiadores» más desprestigiados de España y sin la más mínima proyección internacional, tal cual Ricardo de la Cierva (como creemos haber mostrado ya suficientemente), dando por bueno todo lo que dice. Que se trata de un error, de «un inmenso error», es una afirmación sobre la que no creemos necesario insistir más sobre la base de lo ya anteriormente expuesto.

Hay que ver cuánto partido saca Moa de sus personajes y particularmente no de las memorias del propio Azaña, sino del libelo de Arrarás que tan torticeramente se sirvió de ellas y otros glosadores parecidos. Son todos ellos personalidades del máximo interés cuya simple glosa crítica de lo que Moa hace con ellos nos exigiría un tiempo absolutamente inútil. Veamos, a modo de muestra, algunos de los que nuestro singular mitógrafo aborda con singular desparpajo, dispuesto siempre a enriquecer nuestros parcos conocimientos en la materia.

2. AZAÑA, EL CRUEL JACOBINO

El propósito de Moa al abordar la figura de Manuel Azaña no es otro que destruir la imagen de moderado y reformista que le ha consagrado la historiografía del período. Y a tal empeño le consagra el capítulo 2. «Azaña: la inteligencia jacobina y los gruesos batallones populares[14]». Magna tarea la de inaugurar un nuevo paradigma sobre una figura y un período tan estudiado. Empieza Moa glosando la controvertida personalidad de Azaña para enmarcarle al lector tan importante figura refiriéndose (apenas aludiendo) en dos breves páginas tanto a quienes le mostraron mayor «aversión» (Arrarás) como los que lo han hecho con más «abierta simpatía» (Aguado, Tusell y el primer Jiménez Losamos). Juan Marichal, Manuel Tuñón de Lara, Santos Juliá, Javier Tusell y Genoveva Queipo de Llano serían, según él, «ditirámbicos» (es decir, rechazables), y José María Marco, Federico Jiménez Losantos y Fernando Suárez más «analíticos» (es decir, asumibles).

¿Y de qué fuentes se sirve para afirmar con semejante ligereza todo esto? ¿Qué obras y qué pasajes de los mentados autores justificarían las aversiones y las abiertas simpatías, los comentarios «ditirámbicos» (negativos) y los «analíticos» (positivos) de unos y de otros respecto a Manuel Azaña? ¿Cómo fundamenta tan descarado juicio de valor? Pues apenas con una cita de ¡un artículo del ABC del 16 de enero de 1997! Tal es la «documentación probatoria» que aporta y de la que desconocemos título y autor de la misma. Tal es «la fuente» historiográfica única que cita. ¿Fuente de qué? ¿Sobre qué? ¿De quién? ¡De él mismo! No sabemos.

Tras citar las palabras de Azaña del 28 de septiembre de 1930: «Todos cabemos en la República», y que ésta «será pensada y gobernada por los republicanos», le reprocha que se trata de una idea «jacobina, no democrática» (?). Es decir, para ir situando al lector, Azaña fue «un jacobino» y no «un demócrata», es decir, un excluyente para quien no fuera republicano (¿todos los monárquicos eran fervientes demócratas?), que es la idea base a la que consagra todo el capítulo sacando frases de su contexto para dar a entender lo que a él le interesa dar a entender. Sin embargo es evidente que el concepto de república y republicano no tenía entonces la misma significación ni el mismo alcance que tienen ahora. Entonces no había, como ahora, monárquicos demócratas, todos los grupos monárquicos eran abiertamente autoritarios y aquellos republicanos que provenían de sus filas se hicieron republicanos por liberales y demócratas, como Alcalá Zamora, Melquíades Álvarez, Manuel Azaña o Miguel Maura, que abandonaron las filas monárquicas desengañados de su incapacidad para adaptarse a los nuevos vientos democráticos. ¿Eran demócratas acaso los monárquicos alfonsinos, los carlistas, los de Renovación Española? Como no había manera de hacer evolucionar a la Monarquía hacia un genuino constitucionalismo capaz de fundamentar un régimen democrático en España, justamente por eso los verdaderos liberales y demócratas se hicieron republicanos. Por tanto, entonces, los demócratas no eran otros que los republicanos. José Sánchez Guerra, que declaró claramente tras abandonar la Monarquía no ser sin embargo republicano en un famoso manifiesto, como mejor muestra del desprestigio alcanzado por la Corona, dijo citando los conocidos versos del duque de Rivas pronunciados ante el cadáver de doña Isabel, como mejor muestra de su rechazo monárquico, pero no prorepublicano y que produjeron estruendosos aplausos en el auditorio: «No más abrazar el alma / en sol que apagarse puede / no más servir a señores / que en gusanos se convierten»[15]. La República no nació excluyente salvo para quienes decidieron excluirse desde su mismísima proclamación, no porque no fueran republicanos sino porque no eran demócratas. Así que si se quiere «revisar» algo lo primero es no crear confusión sobre los conceptos más elementales que, como todo historiador sabe, hay que contextualizar, pues su significación nunca está definitivamente dada, pero, no puede sorprender que un historietógrafo los confunda.

El concepto de república era entonces simplemente sinónimo de democracia. Hoy no. Por eso, nada menos que Santiago Carrillo, secretario general del Partido Comunista de España y genuino y natural republicano, declaró en plena transición que la cuestión ante el debate sobre la forma de Estado no era entonces monarquía o república sino dictadura o democracia, y que si la monarquía (Juan Carlos de Borbón) la impulsaba, ellos, los comunistas, no serían beligerantes con la forma de Estado pues lo que de verdad importaba era consolidar las instituciones democráticas. Es decir, justo lo contrario que en 1931, que de lo que se trataba es de que no se consolidaran y volver así a la monarquía autoritaria cuanto antes. Las izquierdas de 1976 aceptaron la monarquía como forma de Estado y los monárquicos de 1931 (no digamos los de 1936) no aceptaron la república ni como forma ni como contenido, nunca, y coherentemente se pusieron a conspirar desde su misma proclamación despreciando la legalidad y la legitimidad republicanas. La bibliografía científica sobre el antirrepublicanismo, los movimientos y conspiraciones antisistema desde la proclamación de la República es más que notable por más que Moa se empecine en ignorarla[16].

Azaña no fue un jacobino en el sentido apuntado y, por descontado fue un demócrata. Revise Moa lo que le plazca, pero si quiere jugar a historiador debería de empezar por utilizar correctamente los conceptos. Al llamar a Azaña jacobino, suponemos que no quiere llamarle «dominico», primera acepción del DRAE; la tercera es «demagogo partidario de la revolución». ¿Fue tal don Manuel Azaña? Así que sólo le queda la segunda, que rápidamente pasamos a comentar con independencia de que el término esté bastante generalizado hoy en día para referirse a un radical, a alguien sectario que apoya ideas revolucionarias extremas. La segunda acepción del DRAE es la histórica, a la que sin duda se refiere nuestro experto historiador. Históricamente, durante la Revolución francesa, los jacobinos sumieron a Francia en el terror, exigieron la ejecución del rey, marginaron a los moderados y guillotinaron a miles de sus adversarios reales o supuestos acabando por guillotinarse entre ellos mismos. ¿Qué tiene Azaña en común con ellos? Nada. Los jacobinos eran fuertemente centralistas y Azaña lideró la opinión pública de izquierdas (que era más bien reacia) para que aceptara el Estatuto de Autonomía catalán siendo recibido en Barcelona, tras su aprobación en las Cortes, con gran entusiasmo popular. Los catalanes congregados en una atiborrada plaza de Sant Jaume le vitorearon con gran fervor hasta el punto de que Azaña, dirigiéndose a ellos, les dijo que ahora (por entonces) Cataluña ya era de España y los catalanes enfervorizados allí presentes bramaron ¡¡¡sí!!!, ¡¡¡sí!!! ¿Azaña jacobino? ¿Azaña un furibundo centralista?

Azaña fue un reformista moderado, el aliado «objetivo» (el más realista) de la contrarrevolución, el único que podía reconducir parlamentariamente las reformas que la sociedad española necesitaba imperativamente para modernizarse. Azaña era la mejor garantía contra la revolución pero su posición abiertamente reformista, modernizadora, resultaba excesiva para el bloque oligárquico cuyos propagandistas se empecinaron siempre, y ahora absurdamente insisten, en presentarlo como un radical e incluso como un revolucionario. «Eso» es precisamente lo que le hacía más peligroso que cualquier otro planteamiento revolucionario. El proyecto de Azaña era factible. Solo un frívolo ignorante o un renovado propagandista puede decir que Azaña era un jacobino, como Largo Caballero un comunista radical, un bolchevique o un revolucionario pelele de Stalin. Conviene además ir un poco más allá de cierta palabrería política de cara a la galería muchas veces inducida por la utilizada por sus radicales adversarios políticos y centrarse o profundizar en las respectivas actuaciones políticas reales de unos y otros antes de caer en determinados estereotipos o tópicos ya muy manidos y sólo aptos para los convencidos e inconvencibles de antemano[17]. Por otra parte conviene aclarar también, por más innecesario que sea hacerlo, que negar las distorsiones que se hacen sobre un personaje histórico como Azaña, así como sobre cualquier otro, no significa sacralizarle o mitificarle, sino poner las cosas en su sitio.

Azaña no sólo no apoyó las ideas revolucionarias extremas sino que se opuso a ellas. Se enfrentó a las revueltas que le surgieron por la derecha y por la izquierda, como lo demuestra el abortado golpe del general Sanjurjo por un lado o los intentos de proclamar el comunismo libertario en el Alto Llobregat o en Casas Viejas por otro, igualmente abortados con contundencia por él mismo (bajo su responsabilidad de gobierno), no obstante lo cual la derecha se cebó en el asunto para desgastarle políticamente. No participó en la revolución de 1934 por más que las derechas se empeñaran en implicarlo, pues querían verlo en la cárcel a cualquier precio. Salió absuelto de semejante acusación con todos los pronunciamientos favorables, por lo que su pretendida participación en dicha revolución provocó que él mismo diera a la imprenta su irónico testimonio, que ha sobrevivido con mucho a las acusaciones de sus enemigos[18].

Sin embargo, el gran historiador Moa nos dice ahora como gran novedad que Azaña en realidad era un conspirador y que persistió en «un plan golpista para imponer un gobierno evidentemente ilegal y fraudulento desde Barcelona, arropado por la Esquerra, que debía apoyar el PSOE con una huelga general». Azaña no era pues «un parlamentario liberal y demócrata» sino un feroz jacobino cuyo «radicalismo» no cesó de aumentar a lo largo de 1935, un conspirador y un desestabilizador de las instituciones democráticas.

Azaña no sólo no sumió al país en el terror sino que se opuso abiertamente a él, abolió la pena de muerte e indultó al general Sanjurjo tras el intento de golpe de Estado de 1932 que precedió a la rebelión asturiana y catalana. Por consiguiente no «guillotinó» tampoco a nadie y es sobradamente conocida su oposición a ejecuciones y fusilamientos. No sólo no marginó a los moderados sino que intentó por todos los medios gobernar con ellos, incluido su intento de acercarse a la masonería para así poder atraerse a alguno de los prebostes republicanos a su terreno, el posibilista y reformista. Igualmente es de sobra conocida su voluntad de haber nombrado al socialista Indalecio Prieto jefe del Gobierno para reforzar el reformismo republicano y contener así a los sectores de izquierda más extremistas.

Resulta igualmente falaz asignar a ese jacobinismo español que encarnaría Azaña la voluntad de «imponer su poder en toda circunstancia, y a aliarse con las fuerzas más extremistas». ¿Prieto? Insiste en la pretensión de hacer de Azaña un golpista y bate el récord establecido por Ricardo de la Cierva de contradecirse en el menor espacio posible. Moa afirma que Azaña «apoyó, sin duda, el plan de imponer la república por medio de un pronunciamiento», para decir en el siguiente renglón «si bien no tuvo parte alguna en la llegada del nuevo régimen». Y en la misma línea de su maestro, al que copia sin la cortesía de citarle, reproduce otra de las falacias más persistentes atribuidas a Azaña al hacerle decir: «Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano». ¿De dónde la toma? ¿De Ricardo de la Cierva? ¿De Arrarás? Y éstos, ¿de dónde? Además cita mal hasta de oído, pues la apócrifa cita habla de «uña» no de «vida». Como lo de «trituraré el Ejército» (Azaña se refirió a la necesidad de acabar con la organización caciquil del Ejército para poder modernizarlo; que no es lo mismo). ¿Esto es lo que cree Moa que es hacer historiografía? Verdaderamente no resulta ni muy académico, ni muy historiográfico, ni muy científico insinuar siquiera, ¿sobre qué base?, aquello que es manifiestamente falso en plena coherencia con la metodología propia de la historíetografía más insolvente.

Azaña, por lo que se ve, continúa siendo denigrado (como ahora lo es Rodríguez Zapatero) hasta niveles difícilmente comprensibles desde nuestra mentalidad y perspectiva[19]. Parece que la historia se escribe según conviene. En la primera legislatura aznarista tocaba elogiar a Azaña ya que la derecha conservadora española o, por mejor decir, parte de sus élites, trataban de conquistar el centro político y para ello no sólo había que reivindicar su figura sino que había que arrebatársela a la izquierda democrática a la que el mismo Azaña pertenecía pretendiendo apropiárselo políticamente (?) y además con carácter excluyente[20]. Tan pobre es su caladero ideológico de verdaderos demócratas que tienen que acudir a los ajenos. En la segunda legislatura, una vez perdidos los complejos y tras alcanzar la mayoría absoluta, ya se le pudo meter a Azaña de nuevo en la hornacina después de haberlo sacado a pasear un rato en procesión. Y ahora, por lo que se ve, de la mano de Moa, ya podemos empezar a volver sobre la degradación del personaje a batir: el reformista (revolucionario) Zapatero. Se empieza por «jacobino» y se acaba diciendo las barbaridades que le profirió Joaquín Arrarás a Azaña en su día, cuyo testigo ha sido brillantemente tomado por Federico Jiménez Losantos y demás excitados voceros.

Moa prosigue en su incansable labor de descubrirnos la pólvora y, a propósito del famoso discurso de Azaña de 13 de octubre de 1931 que le catapultó directamente a la presidencia del Consejo de Ministros y que ha sido analizado del derecho y del revés y debidamente contextualizado por numerosos expertos, nos dice ahora esta luminaria que Azaña empeña «todo su vigor dialéctico en proscribir la enseñanza religiosa», recurriendo una vez más a la famosa frase de «España ha dejado de ser católica» sin referirse a la manifiesta intencionalidad de todo el discurso, que apunta al hecho incontrovertible de que España había dejado de ser «oficialmente» católica al establecer la separación entre la Iglesia y el Estado, cosa bien distinta y que efectivamente alcanzaba los seculares intereses de la Iglesia española en el «control ideológico» de la enseñanza. Y el asunto (el de la separación real) aún colea después de treinta años de democracia y «oficial» (constitucional) separación de la Iglesia del Estado.

A continuación, el esfuerzo se encamina a mostrarnos un Azaña amante de la violencia sobre la base del conocido método de espigar cuatro frases sacadas de su contexto para llevar el agua a su molino. Y en esa línea no podía faltar la alusión a la «famosa» supuesta orden de «¡los tiros a la barriga!» para reprimir la revuelta libertaria de Casas Viejas que desembocó en la trágica muerte la madrugada del 12 de enero de 1933 del famoso Seisdedos y 13 personas más. La frase fue manejada hasta el delirio por la propaganda para desestabilizar al gobierno de Azaña, que de hecho quedó seriamente «tocado» y llevó a la pérdida de las elecciones de noviembre de ese mismo año, que ganaron las derechas. Y ahora, por lo que se ve, la manipulación persiste. Nuestro insigne «historiador» nos ilustra diciendo que: «La acusación puede ser muy bien falsa» y se queda tan ancho, cuando cualquier historiador de verdad, mínimamente familiarizado con el período y con la trayectoria de Azaña, sabe perfectamente cuál es el origen de semejante patraña. No «puede», es falsa. Fue el capitán Bartolomé Barba Hernández, que así lo declaró en la comisión de investigación que se abrió para esclarecer los hechos, pues, para «cargarse» a Azaña, todo era lícito incluido el falso testimonio. Barba fue un miembro destacado de la UME (Unión Militar Española), que agrupaba a los militares parafascistas más antirrepublicanos de entonces, y que desempeñó un papel fundamental en la organización de la conspiración contra la República.

Quien se encargó de la brutal represión fue el siniestro capitán Manuel Rojas, que fue el jefe de la compañía de Guardias de Asalto que operó por su cuenta y con total autonomía del Gobierno. Azaña, literalmente, no se enteró y en ese contexto dijo para salir del paso aquello de que: «En Casas Viejas no ha pasado más que lo que tenía que pasar», pues no sabía lo que había pasado. Rojas, posteriormente, de acuerdo con su demostrada vocación de matarife, se distinguió haciendo lo mismo que tan eficazmente sabía hacer, matar, en la sanguinaria represión andaluza de 1936 bajo las órdenes del no menos sanguinario José Cuesta Monereo bajo la batuta del virrey general Gonzalo Queipo de Llano, «El liberador de Andalucía». Los historiadores anarquistas, como no podía ser de otra manera, por ejemplo José Peirats, dada la responsabilidad de la CNT en la organización de la revuelta, alimentaron también la leyenda sobre la misma base y por motivaciones bien opuestas pero igualmente convergentes en el objetivo: cargarse a Azaña. ¿El feroz Azaña ordenando disparar a la barriga? Ya no se lo creen ni ellos mismos. ¿Cuál es «la fuente» de Moa para seguir propagando («la acusación puede ser muy bien falsa») esa patraña, ya que no cita nada, como de costumbre?, pues Joaquín Arrarás sin duda, aunque quizá no se haya molestado ni en consultarlo teniendo a mano a De la Cierva, que sirve para todo, pero Moa lo oculta para poder así seguir defendiéndose de que no tiene nada que ver con semejantes autores y semejante publicística cuando él mismo pertenece a ella por pleno derecho. Y con todos los honores. Arrarás es siempre «una fuente» de indudable solvencia, y más tratándose de Azaña[21], que acredita a quien la usa aunque no la cite. Y, si no, ¿cuáles son sus fuentes? Lo de «los tiros a la barriga» es una de tantas calumnias que la simplicidad del vulgo y los propagandistas que la alimentan atribuyen a determinados personajes públicos contrarios a sus intereses para desacreditarlos por aquello de «calumnia que algo queda[22]». El gran historiador Moa nos dice ahora que «alomojó»[23] («puede ser») la acusación es falsa pero que es coherente con la línea azañista de «máxima violencia». Qué nivel.

Pero aún hay más, como el famoso affaire del estraperlo que: «según muchos indicios [lo] organizaron él, Prieto y un chantajista holandés llamado Strauss. En la trama terminó colaborando Alcalá-Zamora…». Una auténtica conspiración de Estado, pues, para cargarse al pobrecito Lerroux y su partido… «casi el único elemento de estabilidad persistente en la República». («¡Toma nísperos!», que diría Jaime Campmany). Las izquierdas que ganan las elecciones en febrero de 1936 «pensaban impedir un nuevo triunfo de la derecha, la cual quedaría reducida a elemento testimonial y justificador de un régimen que en realidad dejaba de ser democrático», nos explica Moa. Lo que en realidad ocurre es justo lo contrario: las derechas no se resignan a la derrota electoral y no dispuestas a ninguna travesía del desierto hasta las próximas elecciones se lanzan abiertamente a la conspiración y desestabilización del régimen.

Se conspira abiertamente contra la República, es decir, contra la democracia, y la izquierda, por lo visto, siempre obligada a ser seráfica, y más habida cuenta de lo que había pasado en Italia, Alemania y Austria, donde los regímenes democráticos se habían reforzado ante los embates del Ordine Nuovo de Mussolini, el III Reich de Hitler y el régimen «social cristiano» de Dollfuss…, tenían, por lo visto, la obligación de salir a la calle llenas de entusiasmo gritando «¡Jefe, Jefe, Jefe!», fuera éste Gil Robles, Calvo Sotelo, J. A. Primo de Rivera o el general Fran-co, Fran-co, Fran-co u otro salvapatrias cualquiera.

De nuevo refulge el método De la Cierva, y tras decir que Azaña busca «perennizarse en el poder» (¿cómo Felipe González cada vez que ganaba unas elecciones?), unas líneas más adelante dice que «abandonó en mayo la política inmediata para refugiarse en la presidencia del Estado». Y ya para culminar su deslumbrante análisis sin más fin que desprestigiar a Azaña como liberal y demócrata insiste en que era un golpista («intentó dos golpes de Estado al perder las elecciones») o «que se mostró partidario de fusilar sobre la marcha…» (él, que abolió la pena de muerte y se negó a militarizar los tribunales durante la Guerra Civil precisamente para impedirlos). El estrambote final lo pone nuestro historiador de referencia afirmando que los juicios y enfoques sobre Azaña de los «historiadores afines» incurren en dos errores básicos: «identificar el liberalismo con su manifestación extrema jacobina, y prestar demasiada atención a ciertas frases, bien escritas, de Azaña, y muy poca a los hechos». Voilà!

Las apelaciones al jacobinismo no son inocentes y tienen su correspondiente correlación en la corte mediática que apoya a Moa y demás tropa. Ayer le tocaba a Azaña, hoy es el turno de Rodríguez Zapatero. En uno de sus habituales sermones dominicales («Carta del Director»), Pedro J. Ramírez se sumaba al perverso paralelismo entre la izquierda española actual (al igual que con la reformista de la II República) y los más feroces jacobinos de la Revolución francesa[24]. El actual presidente del Gobierno español, aunque no lo dice expresamente pues para eso es un periodista de tronío y el lector no es idiota, sería el mismísimo «incorruptible». El dibujante Ricardo Martínez, que ilustra el artículo de su jefe, ya se encarga de hacerlo suficientemente explícito. Los inminentemente guillotinados ya suben al cadalso ante un complaciente Robespierre con cara de… con la cabeza bajo el brazo. Son las de Bono, Rodríguez Ibarra, Francisco Vázquez, Manuel Chaves y Alfonso Guerra. ¿Cabe tontería mayor que la de pretender hacer «víctimas del terror jacobino» (zapateril) a ministros del Gobierno, presidentes de Comunidades Autónomas, alcaldes, embajadores de España, presidentes del partido, de la Comisión Constitucional del Congreso y de la Fundación Pablo Iglesias? ¿Cabe mayor manipulación histórica? ¿Es decente —cuestión ésta sobre la que no deja de insistir paradójicamente tan ilustre periodista— manipular el conocimiento de la Historia para distorsionar de tal modo la realidad al servicio de los propios, personales e inequívocos objetivos políticos perseguidos? Es decir, ¿«tumbar a Zapatero» cueste lo que cueste? ¿Semejante sectarismo partidista es la tarea propia del periodismo independiente del que tanto se presume? ¿Responde a la ética de la libertad de crítica, a la ética inherente al pensamiento humanista, a las reglas objetivas del conocimiento histórico calificar a Azaña de «jacobino», como hace Moa y el mismo Pedro J. Ramírez, o insinuar abiertamente y sin tapujos, tras aludir al terror revolucionario del «incorruptible» Robespierre, que en un año escaso guillotinó a unas 3000 personas, que Rodríguez Zapatero sería nuestro Robespierre? ¿Es «ilustración histórica» aludir a que «la virtud» y «el terror» son las bases del gobierno popular, y que el terror se vuelve desastroso sin la virtud, y la virtud se convierte en impotente sin él terror citando a Robespierre en el contexto político español actual? ¿Es ésa la responsabilidad del intelectual y la del periodista que juega a historiador?

Creemos que ha quedado suficientemente claro que quien no tiene ni idea de lo que significa ser o actuar como un jacobino es Moa. Y lo de prestar más atención a las palabras que a los hechos es justamente lo que hace con verdadero tesón manipulándolas y sacándolas de su contexto. Demuestra ignorar por completo los hechos, que apenas evalúa sobre fuentes secundarias pues las primarias las desconoce de modo absoluto. La corroboración de esta afirmación es de lo más sencilla y extensible a cualquiera de sus últimos escritos, que pretenden vivir del cuento sobre la base de la «documentación» aportada en sus anteriores publicaciones… Según se van leyendo sus libros, y crece exponencialmente nuestra sabiduría y conocimiento…, podemos empezar a señalar la insolvencia «marxistoide» de los historiadores que denuncia y su inanidad metodológica frente a los deslumbrantes resultados obtenidos gracias a su único e inimitable «método».

Azaña es un personaje lo suficientemente rico, complejo, ilustrativo y atractivo con sus errores y defectos como para que resulte espurio tratar de liquidarlo con un par de naderías reconstruidas y reelaboradas sobre la única base de una publicística completamente denigratoria con su figura. Por descontado que su personalidad y actuación pública ofrecen flancos débiles y susceptibles de crítica. Crítica profusamente recogida en la bibliografía especializada si no se espigan las citas sesgadamente y se manipula la intención del autor al que se alude a la ligera, pero lo que no se puede hacer es banalizar al personaje reproduciendo los más manidos tópicos de sus más feroces adversarios. Como hombre público, Azaña vivió intensamente el conflicto entre la ética de la convicción, propia del intelectual, del hombre de ciencia y la ética de la responsabilidad, propia del político, del hombre de acción, pues acaban por resultar prácticamente incompatibles y terminan por entrar en colisión la razón teórica y la razón práctica provocando, en definitiva, «la destrucción de la razón»[25].

Azaña se hundió con la Guerra Civil[26]. Semejante «tragedia» le sumió en una profunda depresión hasta el punto de que constituye una clara frontera ideológica y política a la hora de analizar su trayectoria. El Azaña anterior al 18 de julio nada tiene que ver con el posterior a esa fecha. Sin tomar en consideración estas circunstancias humanas no podemos entender a Azaña al completo[27].

Hombres tan dispares en su trayectoria política como alejados en su sensibilidad generacional (antifranquista el uno profranquista el otro), como Felipe González y José María Aznar, declararon en diversas ocasiones leer a Azaña con placer y aprovechamiento. En tal caso, Azaña, su obra, su ejemplo, deberían ser no sólo un referente para todos los españoles de derechas, de centro y de izquierdas sino también un consecuente, y no parece ser el caso dada la patente traición de su memoria[28].

Es lógico que Azaña sea un personaje controvertido, pero intereses políticos partidistas aparte está claro que su vocación y actuación política no tuvieron más norte que tratar de modernizar España[29]. Para quien quiera honradamente informarse existe ya una amplísima bibliografía de lo más solvente[30]. Para «desmontarla» e inaugurar un nuevo paradigma hace falta algo más que enlazar unas cuantas naderías sin fundamento por mucho que no cesen de repetirse en cada nuevo libelo.

3. EL PATRIOTA, EL PROTOMÁRTIR Y EL LEGALISTA

Moa se ocupa en su galería de personajes de los tres mosqueteros de la derecha pura y dura de la República, José Antonio Primo de Rivera, José Calvo Sotelo y José María Gil Robles, sin más fin que justificarlos frente a los de izquierdas que siempre se llevan la peor parte. A… D’Artagnan (¿Franco?), le dedica una insustancial glosa que abordaremos en el siguiente epígrafe para no repetirnos innecesariamente, pues bien se lo merece el caudillo salvador y su nuevo hermeneuta el señor Moa, que acaba de dedicarle su último libro. Para la propaganda franquista, Primo de Rivera ha sido el gran patriota inmolado por los rojos, Calvo Sotelo, el protomártir por antonomasia, es decir, la primera víctima o la más principal de lo que no fue una guerra civil sino una cruzada de liberación de los cristianos (católicos) contra los ateos (la izquierda librepensadora) y, José María Gil Robles, el líder posibilista de la derecha conservadora respetuosa con el orden constitucional republicano. El objetivo manifiesto de Moa no es otro que tratar de salvar los trastos positivizando al máximo tales personajes y esforzándose lo indecible en negativizar los contrarios como si le fuera la vida (la credibilidad) en ello. Y a fe que lo consigue. Su credibilidad es inexistente precisamente donde a él le gustaría tanto tenerla. Con gusto donaría una parte importante de sus ingresos de autor a alguna ONG para que se le concediera una poca, pero la credibilidad precisamente, no puede comprarse. Se tiene o no se tiene y, a la vista de lo visto, eso sería Misión Imposible IV.

Como de costumbre, no sabemos a título de qué dice lo que dice, pues, como ya resulta cansino reiterar, no explica nada de lo que se propone hacer ni de lo que realmente hace. ¿Nos va a desmontar el mito del José Antonio Primo de Rivera «fascista» en el que se empecina esa historiografía pretendidamente «marxistoide» que no cesa de descalificar a los salvadores y mártires de la patria en la gran cruzada? Evidentemente, no. Frente a las manifiestas responsabilidades conspiratorias de Calvo Sotelo que acabaron por desembocar en la Guerra Civil, Moa escurre el bulto, responsabilidades que José Antonio Primo de Rivera tuvo al menos la grandeza de reconocer poco antes de ser ejecutado. ¿Nos va él a desmitificar ahora la figura del protomártir generada por la propaganda de los vencedores, o nos va a demostrar que no tuvo nada que ver en la conspiración antirrepublicana? ¿Acaso pondrá todo su empeño en mostrarnos la firme voluntad de mantener la paz por parte de Gil Robles por más que él mismo dijera que no fue posible, o más bien nos demostrará su indiscutible sesgo «demócrata cristiano»? Obviamente, tampoco. ¿Qué hará pues? Pues lo de siempre: emborronar papel reiterando lo mil veces dicho en sus libros anteriores, como lo seguirá haciendo en los posteriores, y dar una de cal (justificaciones a la derecha) y otra de arena (descalificaciones a la izquierda). Más de lo mismo.

La verdad es que no entendemos lo que ha querido hacer con la figura del patriota, es decir, del líder indiscutible del fascismo español[31]. Una trivialidad por aquí, que Falange era un grupo menor que no consiguió ni un solo escaño en 1936. Otra trivialidad por allá, el anticapitalismo retórico de José Antonio Primo de Rivera que, sin embargo, aceptaba gustoso su financiación para que sus matones mantuvieran a raya a las izquierdas revolucionarias. Al parecer, ni él ni las «nuevas corrientes espirituales» que representaba J. A. Primo de Rivera y la Falange influyeron para nada en las derechas españolas de la CEDA (que no obstante corrieron en masa a las filas de Falange en cuanto los militares sublevados hicieron saltar por los aires al Gobierno y al Estado republicano que habían jurado defender). Dado tan espontáneo trasvase masivo de militantes y simpatizantes de uno a otro partido cabe deducir que alguna fascinación habrían generado las doctrinas de Falange Española y de su líder en la CEDA y su masa social de apoyo. Pues no. Según la fina percepción de Moa: «La masa derechista, aunque cada vez más asustada y ajena a la república, buscaba una salida pacífica y aceptable dentro del régimen»[32]. ¿Ajena a la República pero «pacífica» y sin embargo dentro del régimen? (Átame esa mosca por el rabo, que dijo el clásico). ¿Régimen que su mismo líder financiará para derribarlo y poder así construir uno nuevo de acuerdo con el signo de los tiempos?

La «Falange de la sangre» se creó naturalmente para replicar a los atentados de las izquierdas (que siempre dan primero) y se vio «obligada» a actuar a la defensiva frente a la agresión primera de los bolcheviques. Moa, tan experto en terrorismo, no se toma la molestia de realizar una estricta cronología en paralelo del mismo en la agitada España de los años treinta, lo que indefectiblemente le llevaría a plantearse la metafísica cuestión de qué fue antes: ¿el huevo o la gallina? Tampoco, por supuesto, le interesa una explicación que pueda hacer de verdad comprensible al joven lector de hoy que sus compatriotas no estaban todos locos. La locura se estaba sembrando en esos mismos momentos en Europa a carretadas y algunos irresponsables se afanaron en importarla a cualquier precio. Eso sería lo verdaderamente esencial. ¿Quiénes eran los locos? ¿Los comunistas incendiando el Reichstag como dijeron los nazis mismos que lo incendiaron?

¿Quién inicia la acción política violenta? La característica común de los grupos fascistas desde su mismo origen es la propia de la dialéctica de los puños y las pistolas con el resto de los grupos políticos. Así lo afirmaban sus propios jefes. Onésimo Redondo funda las JCAH (Juntas Castellanas de Acción Hispánica) en agosto de 1931 y Ramiro Ledesma Ramos hace lo propio con las JONS (Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista) el 4 de octubre de 1931. Este pronuncia una conferencia, «Fascismo contra Marxismo», en el Ateneo el 2 de abril de 1932. Pero los fascistas no actuaban sólo contra el marxismo sino contra el liberalismo mismo. Siendo pocos buscaban imponerse por el miedo y la violencia. Dichos grupos, ya fusionados ambos, se unirían a la FE (Falange Española) de José Antonio Primo de Rivera el 29 de octubre de 1933. Eran tan minoritarios como violentos (tenían un pardo espejo en el que mirarse), y sus jóvenes y ardorosos militantes tiraban de pistola a las primeras de cambio, hostigaban a los líderes sindicales de izquierdas (al igual, desde luego, que éstos lo hacían con ellos) y estaban dispuestos incluso al atentado personal. En el año 1933 controlaban la universidad y asaltaron las oficinas de los «Amigos de Rusia» vejando y golpeando al dirigente comunista Wenceslao Roces, que pensó que lo mataban. Naturalmente la izquierda se dispuso a hacerles frente en el mismo terreno, pero la violencia callejera y el hostigamiento a los líderes sindicales de la izquierda la iniciaron ellos. Mucho antes de la radicalización del sector caballerista del PSOE (¿por qué?), desde la primavera de 1934, José Antonio Ansaldo, el conocido piloto monárquico que sobrevivirá a Sanjurjo en el famoso accidente que le costó la vida al líder honorario de la rebelión de julio de 1936, se apuntó a la Falange para organizar comandos terroristas. Esto no lo dice Moa, pero es igual porque, aunque lo dijera, siempre diría que era una contestación o una elemental medida defensiva frente al terrorismo socialista, ya que como todo el mundo sabe tanto el PSOE como la UGT nacieron terroristas (a diferencia de Falange Española, que lo hizo con una blanca paloma en la mano) y estaban dispuestos a imponer su ideario a sangre y fuego entonces, después y mañana.

¿Qué fue la victoria electoral del PSOE en 2004 sino «un contubernio» de los socialistas con ETA, con Al Qaeda, con los servicios secretos marroquíes, con los altos mandos de la propia Policía Nacional por ellos manipulada, infiltrada y controlada? Los socialistas son comunistas disfrazados (el hombre del saco). Son los mismos de siempre. No ha cambiado nada entre 1934 o 1936 y 1982 o 2004. Sólo se ponen la piel de la ovejita lucera para engañar y manipular a las buenas gentes.

Todo el capítulo es de tal trivialidad que somos incapaces de desentrañar lo que ha querido aclararnos tratándose de desmitificaciones al por mayor. Al final ocurrió lo que tenía que pasar, aunque Moa no nos lo diga, que partido tan falto de base electoral, tan contradictorio, tan confundido ideológicamente y con jefes tan lunáticos o tan irrelevantes, desapareció del mapa, fue absorbido por los militares, transformado y subsumido en una amalgama tan curiosa como llamativa: el franco-falangismo (algo así como la contrarrevolución revolucionaria). O sea, nada. Humo. Para ser coherentes con sus supuestos fines «revolucionarios» los falangistas se tendrían que haber enfrentado con el capitalismo que tanto decían abominar, pero les financiaba (y qui paga, mana, con perdón), con la Iglesia (¿cómo, queriendo ser monje?) y con el Ejército (¿cómo, queriendo ser soldado?), instituciones sin las cuales la derecha no es nada. Como eran cualquier cosa menos coherentes caídos en la incoherencia, los más destacados camisas viejas de Falange (Raimundo Fernández Cuesta, José Antonio Girón de Velasco, etc.,), es decir, los más listos, los más oportunistas o los más pragmáticos, se apuntaron a toda prisa a la «revolución que España tiene pendiente» de la mano del nuevo señorito al puro y simple franquismo (un simple maridaje de casino, sacristía y cuartel), que evidentemente dejaría la revolución permanentemente pendiente. ¿Cómo iban a sobrevivir si no «legitimando» a Franco, sin el cual no eran absolutamente nada?

Por lo demás, «las fuentes» utilizadas (¿archivos nuevos?, ninguno, ¿documentación nueva?, ninguna, ¿obras de la época?, ninguna) en que se ha basado nuestro historiador para escribir tan enjundioso capítulo sobre la dialéctica joseantoniana de «los puños y las pistolas» se reducen a una breve antología del patriota y a unas referencias a Payne, a De la Cierva, Rodríguez Jiménez y poco más. De los demás «especialistas» (sólo consideramos tales obviamente a Payne y a Rodríguez Jiménez) en el estudio del fascismo español y la extrema derecha (Herbert Southworth, Ricardo Chueca, Raúl Morodo, Joan María Thomàs, Julio Gil Pecharromán, Javier Jiménez Campo, Sheelagh Ellwood, Ismael Saz, etc.), nada de nada. Para qué.

Las fuentes que utiliza para escribir sobre Calvo Sotelo son, si cabe, aún más irrelevantes, pero no por los pocos autores de los que se sirve (o al menos cita) si no porque no se han ocupado directamente de esta cuestión. Ni se sirve de las propias obras de Calvo Sotelo (no es su vida, ni su trayectoria, ni sus ideas, sino su muerte lo que le interesa resaltar), ni tampoco de la amplia bibliografía existente, que desconoce, sobre la acción política y el pensamiento de las derechas españolas desde diversas perspectivas[33]. Incurre además en errores, que aún considerándolos producto del típico lapsus mentalis, resultan significativos, como rebautizar a uno de los líderes más destacados del carlismo, Víctor Pradera, como Javier Pradera[34]. Su obsesión en contra del diario El País, que sensatamente no entra al engaño de hacerle de altavoz de sus naderías (no va a echar por la borda de un plumazo treinta años de acumulado prestigio nacional e internacional), le induce sin duda a semejantes patinazos. Tras trazar la habitual semblanza biográfica de su figura se centra, como era de esperar, en la famosa sesión parlamentaria del 16 de junio de 1936. Es tan incompetente que cita como textuales supuestas frases de Calvo Sotelo que habrían sido pronunciadas con tal ocasión. El sabrá de dónde las toma, pues aunque las entrecomilla no cita de dónde lo hace, con lo cual trasladaría así al menos la responsabilidad de los errores a terceros por más que mostrase, de esta manera, su propia irrelevancia e incompetencia al abusar de las citas indirectas, que es siempre el recurso del que habla por boca de ganso. En cualquier caso es patente la ausencia absoluta de las fuentes nuevas que tanto dice manejar. Así, le hace decir a Calvo Sotelo lo que nunca dijo sino por aproximación… Y cuando se quiere «revisar» y «reescribir» la Historia hay que ser de un rigor extremo, pues si no se hace el ridículo.

Tras dar la de cal…, «Calvo incitó a la rebelión militar», da la de arena…, «Debía de tener contactos con los conspiradores en el ejército…»[35]. ¿O sea que no está claro? El uso de determinados verbos y no otros y sus respectivos tiempos no es inocente. Un testigo de la época y uno de los muchos agentes de que dispuso el general Mola en la conspiración confirma su firme compromiso con la trama golpista[36]. Las investigaciones historiográficas confirman la participación de Calvo Sotelo en la conspiración plenamente, hecho éste que fue sistemáticamente negado incluso por Gil Robles («fuente», como sabemos, que siempre hay que poner en cuestión dada su manifiesta y sistemática voluntad exculpatoria), que no creía verosímil lo que decían al respecto historiadores como Manuel Tuñón de Lara y Gabriel Jackson hace ya bastantes años[37]. «Naturalmente», dirá Moa, refiriéndose a éstos, ya que sus afirmaciones no pueden tener el menor valor tratándose de historiadores marxistoides, que mienten por sistema. Y con el aval añadido de Gil Robles además, claro. Desechémosles, pues, ante tan singular como demagógico argumento («la verdad es la verdad la diga Agamenón o su porquero»). Pero es igual. Vayamos a otros. El admirado Stanley Payne, por ejemplo, que tanto patrocina a Moa y que éste toma cuanto dice por ley cuando le conviene y cuando no con no citarle asunto concluido, afirma que Calvo Sotelo estaba informado de los planes del general Mola, a los que prestó todo su apoyo[38]. Otro muchísimo mejor. Su admirado Ricardo de la Cierva (al que suponemos que no negará como el apóstol Pedro a su maestro) lo considera igualmente el puntal de la rebelión y dice que cuando los «desmandados del Frente Popular lo eliminaron sabían muy bien lo que hacían y a dónde apuntaban»[39].

Bien, pues nosotros sin embargo sí que negamos a ambos, no por lo del «apoyo» ni por lo de «desmandados», que es obvio, sino porque queda claro en cualquier caso una vez más que ni De la Cierva ni Moa saben nada sustantivo del asunto. A Calvo Sotelo no le asesinaron los «incontrolados» del Frente Popular por su compromiso con la conspiración sino por una trágica jugada del destino. Los asesinos que querían vengar al teniente Castillo fueron a por Gil Robles, como está documentalmente probado, y al no encontrarle en su domicilio (prudentemente se había quitado de en medio yéndose a Francia), decidieron sobre la marcha ir a por Calvo Sotelo, que vivía cerca, y para su infortunio allí lo encontraron. Todo esto está, repetimos, perfectamente historiado, pero el señor Moa no se ha enterado todavía (como no lee) y se pone a revisar no se sabe bien qué ni sobre qué base. Como no se toma la molestia de consultar lo que tiene que consultar, sigue citando mal como de costumbre y sin decir de dónde como siempre.

Para citar frases controvertidas de políticos si se pronunciaron en el Congreso es evidente que las propias fuentes del Congreso de los Diputados son las mejores. Sabemos que del Diario de Sesiones de las Cortes se hacía retirar aquello que rompía la cortesía parlamentaria (exactamente igual que hoy), pero no mediando insultos al menos garantiza al investigador riguroso su literalidad, en contraposición a cualquier otra fuente que, careciendo de la capacidad técnica de hacer transcripciones ad pedem litterae, como los periodistas de entonces que no podían hacer otra cosa que glosarlas con mayor o menor acierto, resumiéndolas e interpretándolas mejor o peor según la capacidad del periodista y su mayor o menor sectarismo político. Las referencias de prensa por profesionales que fueran los cronistas parlamentarios no podían ser reproducciones textuales de todo lo dicho en el hemiciclo por razones obvias; además, los periódicos podían ofrecer versiones distintas según su orientación ideológica o la misma censura recortar o eliminar frases enteras, aunque tampoco siempre y, por consiguiente, hay que saber utilizarlas viéndolas en su conjunto y contextualizándolas debidamente. No digamos la versión dada por los propios políticos, cuando las dan.

Cita Moa frases del debate entrecomilladas (supuestamente literales), entre ellas la célebre frase de Casares Quiroga, presidente del Gobierno, que toda la propaganda franquista tanto ha utilizado como si se tratara de una amenaza de muerte (?). Se cita la famosa contestación de «la vida podéis quitarme» sin que se sepa qué fue exactamente lo que la provocó y su contexto. Se entremezclan dos momentos de la intervención de Casares, así: «De cualquier cosa (sic) que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, Su Señoría sería el responsable con toda responsabilidad»[40]. Pues bien, la frase textual es: «De cualquier caso (sic) que pudiera ocurrir, que no ocurrirá, haré responsable ante el país a S. S.»[41].

No es lo mismo caso que cosa ni menos obviar lo de «ante el país». Casares Quiroga considera que Calvo Sotelo está incitando a la comisión de nuevos desórdenes (se está debatiendo sobre la cuestión del orden público) y por tanto es «caso», no «cosa». No es matiz baladí pues parece querer darse a entender, de acuerdo con la tradición propagandista del franquismo, que se trata de atentar contra su persona si se produce la «cosa». ¿Una rebelión en la que esté implicado Calvo Sotelo? En cualquier «caso» el presidente del Gobierno, Casares Quiroga, jamás amenazó de muerte a Calvo Sotelo. Dijo que «contra el fascismo» él era «beligerante», pero era una afirmación genérica que ninguna persona honesta, salvo que sea fascista, dejará de suscribir. No le pareció mal al tribunal de Nuremberg ni le habría parecido mal a la mismísima ONU. Es cuestión ciertamente trivial o formal la puntillosa literalidad de una o dos frases dentro del contexto si no se analizan todas ellas en su totalidad, pero denota la ligereza con que escribe el gran revisionista (¿para revisar qué?), que incomprensiblemente no acude a las fuentes directas ni por asomo para «revisar» nada.

Y por lo que se refiere a lo que verdaderamente importa, el asesinato de Calvo Sotelo, es capaz de referirse a esta tan debatida cuestión, él tan amante de los archivos, sin acudir al Histórico Nacional (AHN), donde justamente se encuentra toda la documentación de la Causa General relativa al caso[42]. Como siempre, La Verdad verdadera le desciende a Moa directamente desde el Altísimo. Raro prodigio este de escribir sobre algo sin utilizar además ninguna de las monografías que más se han ocupado del asunto y que simplemente ignora[43]. En estas condiciones, ¿qué va a decirnos de nuevo?, pues nada.

Sobre el famoso debate parlamentario y el enfrentamiento entre Calvo Sotelo y Casares Quiroga que anticiparía su trágico final han corrido ríos de tinta[44] y, sin duda, dicho debate pone en evidencia el clima áspero, violento y crispado que ciertamente vivía el país. Más que las amenazas directas o indirectas de muerte proferidas por Dolores Ibárruri «Pasionaria» y Ángel Galarza, en el hemiciclo o en sus pasillos, aquel mismo día u otro, con ser cosa gravísima, aún nos parecen más graves los mutuos deseos de muerte que unos diputados y otros se intercambiaban de continuo sembrando así la cizaña de la Guerra Civil en un «campo» como el español que, por su subdesarrollo económico, sus injusticias sociales, su analfabetismo educativo y su absoluta ausencia de cultura política, iba a producir rápidamente unos efectos no deseados por nadie. ¿Por nadie? ¿Todos fueron igualmente culpables? Ante el motín, la revuelta, la conspiración, el atentado directo o indirecto inducido o pagado y financiado, o la simple rebelión, a la hora de explicarlas y de entender las motivaciones de unos y de otros, ¿es baladí que tuvieran el estómago vacío, portaran alpargatas y apenas supieran firmar con el dedo o portaran reloj de oro en el bolsillito del chaleco con la botonadura a punto de reventar, fueran catedráticos de universidad o llevaran zapatos de tafilete?

Con ser deprimentes los hechos, aún nos parece más lamentable que tantos años después de aquello (ya setenta) un pretendido historiador insinúe todavía, sobre «la base» de un supuesto comentario de Gil Robles del 7 de julio (antes de ser asesinado Calvo Sotelo), que el Gobierno pudiera estar detrás del atentado (la escolta habría recibido «la consigna», dice nuestro «ejemplar historiador» señor Moa), de «inhibirse en caso de atentado. Y así ocurrió exactamente…»[45], corrobora él. Es sencillamente despreciable lo que este individuo transmite o «enseña» (?) a sus desorientados lectores, no por horrible que sea sino por falso o manipulado, cuando en la mayor parte de los casos no se sabe aún distinguir, por falta de medios, tiempo o simple información, el trigo de la paja. ¿Es suficiente la enseñanza de la Historia que reciben las nuevas generaciones en colegios e institutos o la que transmiten los medios de comunicación? ¿Es un sinsentido, según determinados sectores políticos, el proyecto de ley de Memoria histórica que prepara el Gobierno a la vista de lo visto? ¿De que servirá dicha ley si después no se es consecuente y no se arbitran los medios para que sea cultural y educativamente eficaz?

Así, aquel Gobierno, el republicano, estaría manchado de sangre, implicado en semejante «crimen de Estado», como se deduce de tan ejemplar y digno escribidor y tal como decía y escribía en su momento su maestro, que confundía «crimen político» con «crimen de Estado» (no nos atreveríamos a decir si por mala fe o simple ignorancia). Claro que él no es catedrático de Derecho Político como lo era Gil Robles. Si «todo» apunta a que el Gobierno sí estuvo más o menos implicado en semejante crimen, según los Moa y demás tropa, si los regímenes y gobiernos democráticos anteriores al que hoy disfrutamos eran criminales, ¿por qué no va a haber algo oculto, raro, inconfesable, detrás de los atentados del 11-M? ¿No hay mochilas «probatorias» que «inducen» a pensar que policías y jueces actúan criminalmente bajo ordenes del Gobierno? ¿No hay respetables periodistas que así lo dan a entender y que dada su trayectoria profesional y personal cabe considerar como hechos probados todo lo que dicen o insinúan? ¿Acaso no entró Rodríguez Zapatero en vanguardia cual general Pavía en el Congreso de los Diputados, sólo que en vez de con guardias civiles armados, como Tejero, con los trenes de la muerte de Atocha atiborrados de bombas? Así lo declaró un diputado del PP de cuyo nombre no queremos acordarnos, que a lo mejor un día escribe sus memorias políticas y, a su vez, otro sesudo «historiador» utilizará pro domo sua o de acuerdo con las instrucciones recibidas del jefe de turno para «revisar» la manipulada historia de la democracia actual. Tanto el nuevo «historiador» revisionista del futuro como «su fuente», el memorialista político citado (si es que sabe escribir y llega a hacerlo mañana, y uno de los payasos más patéticos del parlamento español actual), serán acreedores exactamente del mismo desprecio.

Tales insinuaciones son sencillamente deleznables. Y estamos midiendo y aquilatando nuestras palabras para no contradecir nuestra previa declaración de intenciones. Pero es que no estamos tratando con un colega siempre respetable que, sobre la base de estudios serios y rigurosos, nos obligue a revisar o matizar nuestras posiciones previas, sino con un auténtico falsario que lo manipula y revuelve absolutamente todo. El aludido Gil Robles, en la sesión de la Diputación permanente de Cortes celebrada el 15 de julio, ya asesinado Calvo Sotelo, dijo que no estaba en su ánimo «pretender que el Gobierno esté directamente mezclado en un hecho criminal de esta naturaleza»[46]. Esto, que es absolutamente crucial, lo oculta Moa. Nosotros no acudimos a «otras» fuentes que las supuestas de Moa. Utilizamos la misma (Gil Robles), sólo que él dice «según», sin fuente que lo avale, que podamos testar, y nosotros la consignamos dando la referencia exacta para quien quiera tomarse la molestia de comprobar la textualidad de la nuestra. En su caso, no se había producido el atentado, en el nuestro ya se había cometido el brutal asesinato con la consiguiente e inevitable carga emocional implícita en cualquier tipo de testimonio sobre este lamentable suceso. Juzgue el lector sobre la base de la suya, que no cita (una simple alusión que suponemos se refiere a sus memorias, No fue posible la paz), y sobre la nuestra, el Diario de Sesiones donde quedaban reflejadas las palabras pronunciadas taquigráficamente, a efectos simplemente «probatorios». El propio Gil Robles dijo lo que dijo en sede parlamentaria. Lo que no le ha impedido ni impide a la propaganda referirse al asesinato «político» de Calvo Sotelo como un crimen «de Estado», es decir, programado y ejecutado por el Gobierno de la nación.

Los «historiadores» franquistas llegaron a decir en su locura que la orden de asesinar a Calvo Sotelo había provenido del mismísimo presidente de la República, Manuel Azaña. Algunos incluso no tuvieron empacho en dejar por escrito que la decisión de asesinar a Calvo Sotelo la tomó la masonería en la logia correspondiente y ésta trasladó la orden (sic) al Consejo de Ministros, que la habría aprobado por unanimidad. Eran otros tiempos, claro, tiempos oscuros en los que se presentaba, ante la enmudecida opinión pública española de la dictadura, al Gobierno de la República como una recua de viles asesinos. Pero, nuevos tiempos, nuevos métodos. Ahora sus continuadores no «dicen» tales barbaridades, sólo «insinúan…». Tal es su ejemplar «revisionismo» histórico.

Ante ejemplos como el citado sólo cabe decir que si la historia fuera simplemente el resultado del libre ejercicio de una profesión liberal como otra cualquiera, para cuyo ejercicio se exigiera una licencia para evitar el intrusismo y la falta de preparación técnica (licencia que sólo podría haber obtenido Moa si el encargado de concederlas fuera Ricardo de la Cierva), Moa seguiría intentando obtenerla sine die desde su honorable puesto de bibliotecario del Ateneo madrileño, puesto que damos por descontado que desempeñaría sus funciones con ejemplar competencia. ¿Apelaciones a censuras e inquisiciones del pasado, a reivindicaciones de corporativos numerus clausus, o simple lucha contra la incompetencia profesional y el intrusismo en defensa de los derechos del consumidor y el prestigio y garantías de cualquier profesión liberal, tal como se hace hoy en día?

La mala historia se combate sencillamente con buena historia. Ya lo sabemos. Nosotros no somos tan necios de autoalabarnos y considerarnos el Oráculo de Delfos o la mamá de Tarzán. No tenemos con estas páginas otra pretensión, como hemos reiterado por exceso, que la de la firme denuncia documentada y razonada ante la opinión pública de lo que nos parece un fraude intolerable. Y en este país de picaros y estafadores (hoy toca Afinsa como ayer tocó Matesa, por no retrotraernos a los fenicios), convendría empezar de una vez por todas a apelar a la medicina preventiva antes que recurrir a la paliativa, tarde y mal. Además, es socialmente mucho más barato.

A su vez, el «legalista» Gil Robles era el líder indiscutible de la derecha mayoritaria española de aquellos años. Era de cajón que Moa nos lo iba a presentar como una figura inequívocamente democrática y moderada como la propia Historia no puede menos que corroborar de forma indubitable… Aunque el tema ha sido estudiado en profundidad, parece que como de costumbre el revisionista no ha tenido mucho tiempo para revisar lo que tiene que revisar aunque dice haberlo revisado todo. Lo que pasa es que a él le basta con consultar los conocidos vademécum sobre Historia contemporánea de España de lo reputados científicos tipo Arrarás y De la Cierva.

El tema estrella del capítulo de Gil Robles es la revolución de 1934, sobre la cual sólo cita un único estudio monográfico, pues para todo lo demás le basta con las memorias del propio Gil Robles sin ni siquiera contraponerlas con las de Joaquín Chapaprieta, publicadas además con un amplio estudio de su respetado Carlos Seco que parece ignorar[47]. Moa concede una excesiva credibilidad al hábil e inteligente Gil Robles a la hora de eximirse de sus propias responsabilidades y proyectarlas siempre sobre sus adversarios políticos, y a Moa le viene tal fuente de perlas como suele acostumbrar para utilizarlas a su antojo y llevar el agua a su molino. La CEDA legalista y demócrata planeaba la

reforma de la Constitución, y de una ley electoral «mussoliniana», en opinión de Gil-Robles, que primaba exageradamente a los ganadores y concedía un poder legislativo y ejecutivo desmesurados a una pequeña mayoría, o incluso a una minoría en ciertas condiciones; etc[48].

Tales reformas no apuntarían a abrir la senda del «fascismo» (el Nuevo Estado) sino, evidentemente, a reforzar «la ley y la democracia», reforzamiento impedido por la mano artera de don Niceto Alcalá Zamora, que no dudaba en recurrir a «argumentos izquierdistas» para justificar sus trapacerías políticas negando a Gil Robles su legítimo acceso a la presidencia del Consejo de Ministros. ¿Cuáles serían los izquierdistas argumentos del presidente de la República? El mismo Alcalá Zamora los ha dejado por escrito. Si Gil Robles aspiraba a dirigir el Gobierno debía hacer «inequívocas declaraciones republicanas, sin reserva alguna. Además, convenía que se impusiera al núcleo fascista de su partido [parece que no sólo la izquierda enloquecida veía veleidades fascistas en la moderada CEDA], el más ruidoso y el más mimado hasta entonces por él». ¿No era Gil Robles un demócrata cristiano moderado y es la historiografía estalinista la que insiste en sus veleidades profascistas? ¿Entonces por qué un católico conservador como Alcalá Zamora hizo lo que pudo para cerrarle el paso al poder en vez de favorecérselo? ¿Coqueteaba Gil Robles con el fascismo? ¿Lo hacía apenas para provocar a la izquierda y tener así la oportunidad de aplastarla? ¿La necesitó en Austria el «social cristiano» Dollfuss, el espejo en el que se miraba Gil Robles, para hacerlo?

Lo decisivo, según Moa, lo historiográficamente relevante, sería el comportamiento nada democrático de Alcalá Zamora. Además, nos dice sabiamente Moa, no hay que fijarse en «los gestos» sino en «los actos» de las Juventudes de la CEDA, que al parecer eran buenos chicos y no replicaban a las provocaciones de los malos chicos de las izquierdas, como extrañamente no señalan historiadores buenos de derechas, que no cita, y olvidan sin embargo consignar historiadores malos como Santos Juliá o Javier Tusell, que sí cita, por lo que cabe deducir que entran en el lote de peligrosos marxistoides. Para colmo, se lía con sus propias citas, y así la nota 20 para una breve referencia de Portela a Gil Robles, que lógicamente habría de corresponder a las memorias de Portela[49] tal como se expresa, nos da sin embargo como referencia, como «fuente» (?), las que Rivas Cherif escribió sobre su cuñado Azaña citando las páginas 671, 675 y 667 de las mismas[50], que corresponden al epistolario mantenido por Azaña con él. ¿Adivinan? Efectivamente, no tienen absolutamente nada que ver con lo que cita y con lo que está diciendo. La nota 21 está duplicada en el texto, la primera correspondería a Azaña tomada del epistolario citado y…, ¿adivinan?, tampoco tiene nada que ver ni se corresponde con lo que dice y pretende avalar con no se sabe qué, la segunda es de Gil Robles y corresponde a las palabras que pronunció en la Sesión de la Diputación Permanente de Cortes (esto lo sabemos nosotros, porque él no cita la fuente de donde lo toma pues, como siempre, abusa de otros), obviando un dato fundamental de dicha intervención al que ya hemos aludido (nota 46), pues a Moa no le interesa resaltar que el propio Gil Robles eximiera de responsabilidad al Gobierno por el asesinato de Calvo Sotelo en las mismísimas Cortes, pues, por lo visto, no es ése el dato relevante de no se sabe qué mito que trata de desmenuzar.

La conclusión de Moa es la de siempre, que la CEDA era un «partido moderado» que «fue empujado por la violencia revolucionaria a entrar en la sublevación y apoyarla fervientemente una vez en marcha»[51]. Toda la historiografía contemporánea se equivoca en cuestionar que esas derechas mayoritarias representadas por el partido de Gil Robles fueran moderadas y legalistas. Su líder empezó por declararse «accidentalista» en materia de formas de Gobierno y consiguió una amplia coalición de todas ellas. Para Carlos Seco Serrano, el líder de la CEDA fue también un moderado, un demócrata cristiano[52]. Moa compone su Gil Robles sin conocer sus discursos parlamentarios ni asomarse al estudio que su admirado Seco ha consagrado al asunto. Ambos, Seco y Moa, tienen una visión parcial de lo que fue en verdad la CEDA. Seco Serrano, con motivo del 50 aniversario de la revolución de octubre de 1934, se atrevía a calificar de «falaz» (como ahora dice o insinúa Moa) la acusación «montada sobre supuestos indemostrables» de que:

la CEDA trataría, desde el poder, de reproducir en España lo que Hitler en Alemania o el canciller Dollfuss en Viena habían consumado en centroeuropa para liquidar el socialismo. Nadie ha podido aducir jamás la menor prueba documental para respaldar esta gratuita imputación[53].

El académico de la Historia, dixit y el «historiador» de moda que aquél elogia, reafirma. Ya sabemos que Gil Robles y su partido no eran fascistas sensu stricto, para eso ya estaba el patriota y su partido, pero se parecían tanto sus modos, dichos y maneras, empezando por las camisas pardas de sus juventudes y sus jaleos al líder de ¡Jefe!, ¡Jefe!, ¡Jefe!, en las explanadas del Monasterio de El Escorial, que no es de extrañar que alguno se confunda. No podemos sorprendernos de que las masas izquierdistas y asustadas tuvieran esa percepción. Percepción que no era muy descabellado poseer a la vista de lo que los nazis hacían en Alemania gritando enfervorizados a Hitler: ¡Führer!, ¡Führer!, ¡Führer! El paralelismo no puede calificarse apenas de atrabiliario. No es necesario insistir en lo que hizo Hitler, que de seguro hasta los más jóvenes de las nuevas generaciones lo saben, incluso las que beben en las historias de Moa (no por él sino porque presumimos que no son sordos ni ciegos), pero quizá no estén tan al tanto de lo que hizo el canciller austríaco, el mentado social cristiano Engelbert Dollfuss, referente político, como ya hemos señalado, del «cristianodemócrata» Gil Robles, quien disolvió el Parlamento en 1933, aplastó a los socialistas y disolvió los partidos a excepción del Frente Madre Patria. ¿Eran ésos los proyectos que Gil Robles iba a acometer de la mano de sus proyectos de leyes más democráticas? Pues bien, y en contra de la contundente apreciación del profesor Seco, existe una amplísima bibliografía que le contradice sobre la base de amplias y profundas investigaciones académicas que han analizado la actuación de Gil Robles y su partido en los convulsos años republicanos[54].

¿Si Largo Caballero «el revolucionario», el «Lenin español», el auténtico «iniciador» de la guerra según estos cuentistas era tan revolucionario por qué no desencadenó la revolución? ¿Si estaba esperando el momento oportuno por qué no lo hace cuando llega la hora de la verdad, cuando unos militares traidores a sus juramentos se rebelan contra el orden constitucional y el Gobierno legítimo de la nación? ¿Qué mejor ocasión que aquélla? ¿Y qué hizo? Nada, coger el tranvía e irse al Palacio Nacional a ver qué medidas tomaba el Gobierno frente a la rebelión militar, como mejor prueba de que no estaba preparando asalto revolucionario alguno al poder como se esfuerzan absurdamente en tratar de demostrar —¡a estas alturas!— estos historietógrafos de medio pelo. ¿Por qué no lo hizo transformado el golpe en guerra civil? ¿Por qué no hizo el «Lenin español» lo que le correspondía transformando, como hizo su admirable líder bolchevique, la guerra civil en guerra revolucionaria? A ver si va a resultar que no era tan fiero el león como se empeña Pío Moa en pintarlo, pues se le desmoronaría el tenderete igual que ya se le desmontó en su día a su maestro con todos sus documentos de la primavera trágica encima de la mesa.

¿Qué hace Gil Robles el demócrata-cristiano? ¿Tratar de reorganizar su partido, de reforzarlo, de preparar un programa inequívocamente legalista, cristiano, liberal o simplemente democrático? ¿Acaso tan gran legalista, todo un catedrático de Derecho Político, se ofrece para mediar en el conflicto que se está desatando para pararlo a cualquier precio, para evitar que paguen santos, el pueblo, por «inocentes» como él? Pues no. ¿Por qué? Lo que hace es quitarse de en medio despejando el camino a los militares que él mismo nombró para los puestos clave, apoyar la conspiración y donar 500 000 pesetas, (de las de entonces, claro) para sufragar dicha rebelión, sustraídas de los fondos electorales de su partido[55]. Efectivamente tiene razón Moa: no hay que fijarse en «los gestos» sino en «los hechos». La izquierda insurreccional y la derecha golpista ya habían fracasado en España en 1936. El golpe de Estado de 1936 lo fue contra el reformismo de izquierdas, no contra ninguna revolución en marcha.

El 18 de julio no es una defensa de la revolución que se preparaba sino un preventivo de las reformas que se emprendían de la mano de la izquierda parlamentaria (la que había), y que la derecha parlamentaria (la que había) no estaba dispuesta aceptar, y como perdió las elecciones decidió que ya estaba bien de oposición parlamentaria y que los «nuevos tiempos» exigían «nuevas soluciones» extraparlamentarias. Esa cosa de la democracia estaba ya obsoleta, no garantizaba que la izquierda no pudiera volver a ocupar el poder y transformar la sociedad y el propio Estado. Y dada la división del país, sólo unos militares audaces y eficaces podían sacarle las castañas del fuego que ella misma se había encargado de echar con su política reaccionaria en un país atrasado en todos los órdenes que exigía sin dilación reformas eficaces para desactivar la revolución, que como la propia historia demuestra sólo fructifica allí donde las injusticias sociales (hambre, analfabetismo y represión) han abonado previamente el terreno. La mejor contrarrevolución es siempre el reformismo social. Pero a los hambrientos se les decía que si tenían hambre que comieran República y cuando cualquiera de los suyos pretendía apenas alguna tímida reforma social apelando a la doctrina social de la Iglesia, si es que había tal, amenazaban con hacerse cismáticos. Las izquierdas extremistas serían todo lo revolucionarias que se quiera, pero tenían hambre, que no es lo mismo que tener apetito o engordar un poco más todos los días. Y llega un momento que el hambre no puede esperar más. Pero tratar de paliarla mínimamente significaba que el comunismo soviético o el comunismo libertario estaban ya a la vuelta de la esquina. Así que claro, había que defenderse de eso porque lo otro no interesaba en absoluto a la derecha española realmente existente en 1931 y en 1936. «O el Parlamento se somete o le hacemos desaparecer». El «legalista» dixit.

A la vista de los hechos parece que «el Patriota» no era tan patriota, puesto que con su acción y sus doctrinas contribuyó considerablemente a abonar el terreno de la Guerra Civil. Sin embargo tuvo la dignidad de reconocerlo así. Calvo Sotelo dijo con buen criterio que prefería una España «roja» a una España «rota», pero fue víctima inocente de una trágica casualidad. Y el legalista nadó y guardó la ropa lavándose las manos de lo que él mismo tanto había contribuido a desencadenar.

4. FRANCO, EL REPUBLICANO REPRIMIDO

A la hora de afrontar «el mito Franco», de acuerdo con el título del libro, el autor pierde de nuevo otra oportunidad y las páginas que Moa le dedica a Franco son tan insustanciales como previsibles. Se limita a glosar lo mil veces dicho y ya archisabido, si bien, como no podía ser de otra manera, esforzándose con su habitual habilidad (más bien tosca) en dar gato por liebre al lector sin información previa. Sus consabidas paletadas de cal y de arena se inclinan indefectiblemente del lado que corresponde: Franco, sería lo que fuese, más o menos sincero o no, poco importa eso, dice, pero fue leal a la República (sic) y sólo empezó a dejar de serlo cuando la situación era objetivamente insostenible y el patriotismo menos exigente clamaba ya por un golpe de fuerza. Nada que él mismo no hubiera dicho antes en sus libros precedentes. Otra vuelta de tuerca más.

Moa niega la imagen más o menos establecida, según dice que dicen los demás: Franco fue un militar desleal a la República y dispuesto a destruirla a las primeras de cambio, idea naturalmente difundida por las izquierdas como baldón y por las derechas como mérito, con lo cual él se situaría en el «centro», esa región mítica donde sólo reside la verdad. Franco habría sido honesto en sus declaraciones de lealtad y Moa nos dice: «No hay, pues, razón para dudar de su sinceridad. Con todo, el criterio decisivo será, una vez más, el de los hechos»[56]. Pero la Historia que pretende «revisar» Moa ateniéndose únicamente a los hechos no es un simple relato de los mismos sino también interpretación de lo que sucedió, pues de otro modo no se escribe historia sino que se hace simple crónica de sucesos sin comprender por qué se produjeron. Además, sobre la base de unos mismos hechos, aun cuando se consideren incontrovertibles, pueden extraerse conclusiones abiertamente contradictorias. Pero lo verdaderamente curioso es que del mismo suceso se extraigan unas u otras consecuencias según a él le conviene. Las explicaciones de lo que sea, aparte de fundamentarse en hechos incontrovertibles (que además escasean), lo que tienen que ser es mínimamente coherentes. Y lo que hay que explicar hay que explicarlo, además, bien, pero él ya dispone de la explicación a priori siempre y, lógicamente, no tiene por qué molestarse en otra cosa. Para qué.

El mismo Franco reconoce en unos apuntes personales[57] que desde el principio mismo del régimen republicano los que se quedaban, como él mismo, y todos los que no se acogieron a la ley Azaña que ofrecía a los militares la posibilidad de retirarse con la paga completa, lo iban a «pasar mal». ¿Por qué?, pues porque eran monárquicos, porque no eran demócratas, porque quedándose dentro cual caballo de Troya podían ser mucho más útiles evitando que se produjeran procesos revolucionarios. Todas las referencias existentes al comportamiento de Franco durante la República, algunas de las cuales el mismo Moa cita, no ponen en evidencia una firme lealtad al nuevo régimen pacíficamente establecido como él se esfuerza en dar a entender. No denotan un acatamiento sincero a las nuevas instituciones, como nos dice, sino su desconfianza de que no triunfase el golpe que se promoviera para acabar con ellas. Lo que Franco tiene es un prudente temor a que fracase, bien por la incompetencia de sus propios promotores, viejos compañeros monárquicos, conspiradores ineficaces o de poco fiar, o bien a que lo haga por la capacidad y eficacia para abortarlos de las nuevas autoridades republicanas. Pero Moa dice que su conducta no habría sido en ningún caso ni «hipócrita» ni «retorcida», ni «maquiavélica».

Franco más que temer a la revolución descontrolada lo que de verdad temía era al reformismo republicano controlado o, como decimos, que no triunfara el golpe de fuerza correspondiente activado desde las derechas o desde el puro y simple autoritarismo. Franco era monárquico y profundamente autoritario y particularmente «contrario a ese sistema» como él mismo reconoció y recoge historiador tan poco dudoso a los efectos ditirámbicos de su biografiado como el mismo Arrarás[58]. Pero a Moa no le interesa reflejar «eso» porque la tesis preconcebida es que «acepta el sistema» y se sale de él cuando no le queda más remedio y violentamente inducido por los izquierdistas. Franco, tan violento, tan despótico y tan dispuesto a matar al primero que desafiara su autoridad («¡Que le peguen cuatro tiros!», ordenaba en Marruecos que se aplicara a los legionarios indisciplinados), tan amante de la jerarquía (del mando), no podía ver con buenos ojos la instauración de una régimen republicano, simplemente democrático. Sin embargo Moa se esfuerza en demostrarnos a estas alturas que Franco aceptaba la democracia siempre y cuando se ajustara a una evolución legal. Vamos, que las izquierdas no le dejaron desarrollar sus firmes principios democráticos al pobrecito caudillo. A veces es peor lo que se insinúa que lo que simplemente se distorsiona.

Franco llevaba el autoritarismo en la sangre. Antes de pretender a Carmen Polo «acosó» en 1913 a una jovencita melillense de 15 años (es propio de inmaduros emocionales cortejar a niñas) durante seis meses, Sofía Subirán, hija del comandante de la plaza. Le mandó cerca de 400 cartas y unas treinta postales, algunas de las cuales salieron a subasta en 1997, pero nadie pujó por ellas y revertieron a la familia. En una de ellas podemos apreciar de su puño y letra la prístina prosa del futuro caudillo y sus artimañas románticas para enamorar a dicha jovencita, más bien desgarbada y con un exótico acento cubano: «Le ordeno a usted de que me quiera»[59]. Vamos, que no se reprimía nada en aras de la consecución de sus objetivos. Si la hubiera conseguido le habría escrito algo parecido a aquello después tan famoso de: «En el día de hoy, cautiva y desarmada la infeliz doncella… he alcanzado mi último objetivo militar. El acoso ha terminado. Melilla…, etc, etc., Día de Mi Victoria».

Alguien también tan poco dudoso, pero historiador, y cuyo sincero esfuerzo de neutralidad y de distanciarse de lo que narra es digno de elogio, como Luis Suárez, ha dicho taxativamente que «el Jefe del Estado» (como él opta por calificarlo frente a «Caudillo», que sería «un mero calificativo») actuó bajo «tres negativas absolutas: hacia la democracia de partidos [¿existe otra?], hacia el comunismo [17 diputados de 476] y hacia la Masonería [cuatro gatos en relación con Francia por ejemplo]. Son tres constantes en la conducta política de Franco, las cuales pueden ayudarnos a comprender los juicios radicalmente negativos que se formulan acerca de su persona y de su obra»[60]. Efectivamente. Si tenemos en cuenta que con tales principios irrenunciables, fijos y constantes, se deja fuera del espectro político desde liberales a la extrema izquierda, la conclusión no puede ser más evidente de que jamás fue un demócrata ni amago de intentarlo, puesto que ser demócrata implica aceptar la pluralidad política e ideológica que él firmemente niega. Franco se construye, se inventa a sus enemigos para así poder asumir la grave responsabilidad de salvarnos a los demás de ellos.

Franco, evidentemente, no fue un republicano reprimido sino un monárquico reprimido y jamás un demócrata, ni potencialmente ni en acto. Ah, y un romántico. Sin embargo, las excepcionales circunstancias internas y externas que le tocó vivir iban a permitirle llegar más lejos de lo que nunca hubiera podido soñar con la Monarquía. Tenía en muy alta estima su carrera militar, que era lo único que podía ayudarle en su desmedida ambición, que se le irá desarrollando cual metástasis imparable a medida que se le van despejando obstáculos en el camino. Dotes intelectuales destacadas no tenía y su formación cultural se reducía a cuatro tópicos mal asimilados, lo que no quiere decir en absoluto que fuera tonto como los propios tontos acusan de decir que se dice ante el supuesto carácter irrefutable del aserto. Era mucho más listo que la mayor parte de sus compañeros de promoción, que le sobrepasaron holgadamente tanto en el ingreso en la Academia General como una vez graduado como oficial, como por otra parte los hechos se encargaron de demostrar sobradamente, pues les toreó a todos. Era intelectualmente un mediocre, le guste o no a Moa y seguidores, y aunque insulten a quienes avalan con algo más que palabrería lo contrario. Astuto y prudente lo fue sin la menor duda, por lo que no puede sorprender demasiado que adelantara rápidamente a todos sus compañeros, más frívolos, más volubles políticamente y menos fríos y calculadores que él. Pero eso no merma un ápice lo dicho. Cuando se le fue despejando el camino hacia el poder ya no era cuestión de liberar sentimientos monárquicos más o menos reprimidos a la fuerza, sino de dejar explotar en todo su esplendor su más firme vocación autocrática. Cualquier intento de limar, matizar o complementar tan sencilla y elemental ambición, incluso las que se hagan con mayor honestidad y profesionalidad, no podrán, precisamente por ello, negar la premisa principal.

No la sublevación sino el fracaso, como le dijo a Sanjurjo, otorga «el derecho a morir», negándose a defenderlo. Así que había que ser en extremo prudente y calculador. Como le dijo a un compañero, y según recoge Gil Robles en sus memorias: «Cuando yo me subleve, será para ganar»[61]. Ésta es la característica fundamental de la personalidad de Franco, la más singular y definitoria, que Moa naturalmente ignora. No son las razones de la sublevación las que le importan, «ésas son cosas de abogados», como le dijo a José Bergamín cuando vino a proponerle que se sublevara. Claro que el régimen a derribar entonces era la Monarquía, no la República. Lo que de verdad importa es el triunfo, la victoria, la conquista. Ésa es su «filosofía» de la vida. Y después, como igualmente no se cansó de repetir a sus interlocutores, fueran Sainz Rodríguez o José María Pemán o cualesquiera otros, el poder no había que tomarlo provisionalmente, como se equivocó en anunciar el general Primo de Rivera. Había que ocuparlo para siempre, siempre y cuando él estuviera naturalmente al mando. Ésa es la realidad meridiana y transparente de Franco que Moa voluntariamente ignora, oculta o elude.

Pero siempre es posible mejorarse y el summun lo alcanza Moa esta vez afirmando sin enrojecer que Franco nada tuvo que ver con la represión de la revolución de Asturias en 1934, pues él era sólo el «coordinador» general y no se movió de Madrid… ¡Cómo si para mandar matar fuera necesario hacerlo sobre el terreno! Franco, después del ministro Diego Hidalgo, que le concedió poderes absolutos, es el máximo responsable de todo lo que ocurrió en Asturias tras la rebelión, para bien y para mal. Y la represión bajo sus órdenes fue espantosa. Suya fue la idea de traer a la Legión y a los Regulares a Asturias para que hollasen con sus botas sarracenas las tierras del mítico rey cristiano don Pelayo. A algún que otro viejo cristiano y cristiana asturianos debieron de abrírseles literalmente las carnes históricas. Los contactos que establece como jefe del Estado Mayor del Ejército, nombrado por Gil Robles, con la clandestina UME (Unión Militar Española), que agrupaba a buen número de militares monárquicos nacionalistas y parafascistas, y que desempeñaría una importante función de coordinación en la sublevación de 1936, no son para desarticularla sino, como el mismo Franco dice y Moa da por bueno, para evitar que no se produjeran ni «conspiraciones de vía estrecha ni pronunciamientos militares»…, antes de tiempo, claro. Es decir, para que no se queme a deshora dicha organización que tan eficaz puede ser cuando a él le convenga. La República fue muy injusta no erigiéndole un monumento en vida ya que, al fin y al cabo, salvó a la República, dice Moa, en 1934. Y otro monumento al lado del anterior por justamente lo contrario puesto que, con su brutal y salvaje represión, alimentó el odio social que explotó en 1936 ante la rebelión militar. La crueldad fría e implacable de Franco contrasta muy mucho con la prudencia desplegada por el general Batet, que desobedeció sobre el terreno, en Asturias, las órdenes que le daba su sanguinario «coordinador» en Madrid.

No tiene Moa más remedio que reconocer que el acatamiento a la legalidad de Franco se acaba en el mismo momento de la victoria del Frente Popular en febrero de 1936. ¿Por qué? ¿Ya estaba la revolución en la calle? No, pero, por si nadie se había dado cuenta, las justificaciones para la guerra preventiva de Bush, Blair y Aznar (el trío de las Azores) cuentan con antecedentes históricos relevantes. Si hoy se toma como excusa para «intervenir activamente» la amenaza del terrorismo (que, efectivamente, ahí está, más o menos latente y en permanente estado de incubación), que nos facultaría para invadir países y provocar males mayores que los que se trataba de evitar, entonces ocurrió exactamente lo mismo, se tomó el espantajo de la revolución, que también estaba más o menos latente e incubándose, por distintas o parecidas causas que acaban por remitir a la injusticia, a la pobreza, a la ignorancia y al fanatismo. Y el resultado mil veces peor que lo que se trataba de paliar. Los salvapatrias de turno de antaño decidieron asaltar el Estado. Resultado: una guerra horrible, unas pérdidas humanas de 600 000 personas, 50 000 ejecutados después de 1939, una dictadura implacable de 36 años y 20 de atraso económico, político y cultural. Bingo.

Así que el salvador de la Patria en ciernes, el general Franco, empezó a moverse «febrilmente» para «obtener la declaración del estado de guerra» que Alcalá Zamora (el malvado irresponsable que le cerró el paso a Gil Robles) llegará a firmar parcialmente y el Gobierno inmediatamente revocaría[62].

Pero con ser grande la deslealtad con que actúa a partir de febrero de 1936, donde la irresponsabilidad de Franco se hace más manifiesta, cosa sobre la que naturalmente Moa pasa por alto siendo como es absolutamente decisiva, es que en todos sus contactos conspiratorios Franco constata que el Ejército está dividido, no obstante lo cual prosigue con ellos junto a otros compañeros generales conjurados dispuestos a reventar todos en unión la República, no la revolución. Ésa es la realidad. Si el Ejército está dividido, la posibilidad de que una sublevación fracasada o parcialmente fracasada (como ocurrirá en julio) derive en guerra civil y se produzcan males muchísimo más graves y terribles que los que se trataba de evitar, aumenta exponencialmente. Pero no le interesa a nuestro autor derivar su «análisis» por esos derroteros, así que:

Al margen de contradicciones momentáneas o secundarias, la conducta de Franco se ofrece clara: acatar la ley, desconfiar del posible curso revolucionario del régimen, prepararse para tal eventualidad y actuar sólo en caso de extremo.

El estrambote final, que como de costumbre no podía faltar, lo rubrica brillantemente Moa diciendo que:

Dejando a un lado lucubraciones y análisis psicológicos más o menos arbitrarios y que a menudo no pasan de simple cotilleo, llegamos a la conclusión ya dicha de que obró con más coherencia y respeto a la Constitución que, desde luego, el propio Azaña. Conclusión chocante, pero inevitable frente a una masa de historiografía lastrada por la necesidad de moldear los hechos para encajarlos en tesis preestablecidas[63].

Más que «chocante», como reconoce, que ciertamente lo es, nos atreveríamos a calificarlo de verdaderamente espectacular. Franco más demócrata y constitucionalista que Azaña. Pero «conclusión inevitable», ¿por qué? Pues porque lo dice él en unas breves páginas acompañadas de un par de docenas de notas insustanciales frente a una auténtica «masa de historiografía», como él mismo admite, pero toda esa masa es inservible para él pues, por lo visto, parte en su conjunto de tesis absurdas que después jamás pueden confirmarse, a diferencia de las suyas, como él ha tenido la deferencia de demostrárnoslo de una forma indubitable. En definitiva, que Franco fue en realidad un «republicano reprimido», otra tara psicológica más con que cargarle al pobre. Un demócrata, vamos.

No obstante, debió de saberle a poco la enjundiosa aportación a la visión general de Franco en tiempos de zozobra de este capítulo y vuelve sobre él a modo de colofón en el último de todos ellos, El enigma Franco[64]. No tiene más objetivo en esta especie de colofón, aunque después aún nos sirve un par de epílogos a modo de guindas del pastel sobre los cuales, mucho nos tememos, nos va a seguir bombardeando. Por si no lo hubiera dejado suficientemente claro a lo largo de tanta página, lo que pretende en éstas es reducir al máximo el patente juicio negativo que la historia le ha otorgado y otorga a Franco. Dice una cuantas tonterías hasta culminar en la última de todas ellas, como calificar a Santos Juliá de «indisimuladamente panfletario» (ya podemos irnos preparando) al referirse éste con todo rigor a la evaluación ponderada de las víctimas de la Guerra Civil tal como hoy las conocemos en un libro coordinado por él frente al cual Moa destaca que «la valía científica y ecuanimidad» de Ramón Salas Larrazábal es «muy superior» a la de Juliá. A diferencia de éste, Moa no sabe lo que dice ni de lo que habla. Se le ha parado el reloj en 1977, fecha de publicación del libro de Salas al que alude pero no cita para desautorizar (?) un libro de expertos sobre el asunto, puesto al día y publicado en 1999, veintidós años después del de Salas, una encomiable aportación en su momento, pero hoy absolutamente superada. A la vista de lo visto no caben medias tintas, ni lenguaje políticamente correcto. Moa miente, miente a conciencia para agradar a su público y concluye su monumental panfleto afirmando que los dirigentes contrarios a Franco (a los que se forzó a defenderse) fueron más crueles y responsables que Franco, que empezó matando a diestro y siniestro declaración de guerra en mano, para lo cual saca otra vez a colación a Stalin como burda artimaña. ¿Tenía razón Franco haciendo lo que hizo?, se pregunta retóricamente este singular falsario. «Si los datos (sic) expuestos en esta investigación (sic) son correctos, como confío, no puede haber la menor duda (sic) de que la tenía»[65]. No ha habido datos debidamente expuestos ni contrastados, ni menos investigación alguna digna de tal nombre, así que le recomendamos que no se abandone a la confianza pues es muy mala consejera.

5. EL CAUDILLO SALVADOR

Salvarle un poco los trastos a Franco ante la historia se ha convertido en un provecho y lucrativo negocio. Jamás pudimos imaginar que de sus despojos pudiera sacarse tanto aprovechamiento. Pero hay que rendirse a la evidencia. ¿No hizo exactamente lo mismo el yernísimo? ¿Acaso el inefable marqués de Villaverde, casado (negocio del siglo) con la única hija del dictador, no se hinchó a sacar fotos (para la historia, dijo) de los despojos de su suegro que después vendió por una sustanciosa cantidad de dinero a una de esas revistas de vísceras (nunca mejor dicho) dispuestas a publicar simple carroña apelando en cada caso al evidente interés informativo, gráfico o histórico, de tales reportajes? Pues, ¿por qué no iba a hacerlo Moa con el mismo derecho? En una sociedad libre, ferozmente competitiva y sin más Dios que el dinero, cada uno se prostituye como quiere en uso de su libertad. ¿No? El historiador más capaz, según su patrocinador Payne, preguntado sobre cómo valoraría la figura de Franco, responde: «Cuanto más la estudio, más positiva me parece. No fue golpista»[66]. Sus lectores están pues en las manos más capaces según el perspicaz Payne. Así que el «balance histórico» de Franco promete ser deslumbrante. Franco nos salvó de todos los males que nos afligían.

Aprovechando pues el treinta aniversario de la muerte del salvador de la patria, Moa ve una nueva ocasión con la que aumentar su cuenta de resultados, y mientras dure la racha ha decidido dar el do de pecho sobre el personaje de sus amores ofreciéndonos, nada menos, que «un balance histórico» de la singular figura de Franco en un ensayito tan breve como previsible[67].

Moa se plantea las cuestiones clave —nos dice— suscitadas en torno al personaje y nos ofrece, según la solapilla, «una visión nueva y original» sobre Franco. Pues sí, efectivamente, han acertado ustedes. Ni nueva ni original. Además, podemos tener la casi completa seguridad de que muy en breve (no en vano la experiencia es la madre de la ciencia) nos regalará un «nuevo» (añoso) y «sustantivo» (irrelevante) refrito sobre la Guerra Civil cocinado a base de todas las suyas anteriores dadas las fechas conmemorativas en que nos encontramos en este 2006. Es más que capaz de atreverse a titularla, audacia como hemos visto no le falta, en la misma senda que su singular maestro: La Guerra Civil española. Todas las claves, o, ¡de nuevo!, Un balance histórico, con lo que podría perfectamente ahorrárnosla pues el mentado maestro ya lo ha hecho en múltiples ocasiones y estar siempre leyendo lo mismo aburre hasta a la ovejas. Pero ya lo hemos dicho, nuevos tiempos exigen nuevos libelos. ¿Por qué no La Guerra Civil española. Una visión neofranquista debidamente remasterizada de las aportaciones propagandistas más vetustas? Quizá no vendería tanto pero empezaría por ser más preciso, como el oficio de historiador exige.

Da un poco de vergüenza que apenas en la primera página de su texto ya haya que empezar por corregirle su particularísima hermenéutica. A lo mejor las maldiciones de Neruda a que alude conseguían, precisamente por «retumbantes», más que provocar «perplejidad» despertar el interés por un poeta tan sinceramente herido por la acción del siniestro general. También da un poco de vergüenza, situados ya en la segunda página, tener que recordarle a este singular escritor («historiador y periodista») que «Felipe» es el segundo nombre que jamás utilizó el poeta al que cita ni nadie lo ha utilizado o utiliza para referirse a él y, por tanto, nadie le identificaría bajo semejante apelación. Forma parte indisociable del nombre compuesto por el que es universalmente conocido y del cual se sirve para sus propios fines. Cita Moa: «El general había dejado a su adversario, dice Felipe, “desnudo y errante por el mundo”»[68]. ¿Quién reconocería a León Felipe Camino Galicia de la Rosa bajo la denominación de «Felipe»? ¿Se referirá con cierto abuso de confianza al señor González Márquez o al Príncipe de Asturias? Serán las prisas… o quizás ignorancia. ¿Suya o del correspondiente «negro», colaborador, editor, preparador de edición o lo que sea?

Esta «obra» sobre Franco puede ser calificada de mil maneras a gusto de él, del editor o del público al que está destinada o se pretende torticeramente captar para la causa neofranquista a la que con tanto fervor e intensidad sirve, pero lo que corresponde es calificarla de simple opereta bufa. El subtítulo con que amplía o desarrolla el principal no es otro que «Un balance histórico», nada menos. Simplemente risible. No será porque no haya libros de Historia en el mercado con semejante subtítulo para que Moa, fijándose un poco, eso sí, hubiera aprendido lo que tenía que hacer antes de atreverse a hacer un uso tan fraudulento del concepto.

En esta malhadada ocasión, Moa parece haber rebasado todos los límites imaginables de un mínimo código ético profesional. Se nos pone poético y a modo de introducción y para ir abriendo boca, después de León Felipe le toca el turno al mentado Pablo Neruda, al que hay necesariamente que apuntillar. Lo hace sobre la base de las palabras a que hemos aludido reproduciendo sin venir a cuento un conocido poema suyo de combate para demostrar hasta qué punto fue Franco un personaje odiado y cuán injustos fueron los poetas con el pobrecito injuriado. Después les toca el turno a Antonio Machado y a Carlos Castilla del Pino. Pero lo mejor de sí mismo se lo dedica al poema de Neruda. Nos cuenta que se reprodujo y difundió por toda España de la mano (su mano) del GRAPO en el que él mismo militaba, como se ha encargado de repetir a sus lectores en el convencimiento de que, mostrando su locura anterior, ha de quedar científicamente probada su cordura actual y, por tanto, su plena posesión de la verdad y su competencia historiográfica. Ayer enfermizamente antifranquista, hoy sanamente objetivo con Franco. Ayer lo hubiera matado sin pestañear si hubiera podido (o menos lobos, o sea que no), y hoy nos lo rescata de las fauces de los poetas y los historiadores estalinistas tratando de devaluar la imagen en este caso de uno de los más grandes poetas en lengua castellana del siglo XX, como es el caso (con panfletos y sin ellos) de Neruda. Reproduce varios fragmentos del poema para mostrar a las nuevas generaciones que ignoren la literatura de combate del poeta, y tantos otros que clamarán siempre con justa indignación contra los tiranos que les toca padecer, cuán perversos y retorcidos pueden llegar a ser los poetas comunistas. Los fascistas ya son otra cosa. Hay como otro señorío, hay más clase, qué narices. Pero aún es mejor que le reproche al poeta chileno que denuncie los crímenes de Franco y no haga lo propio con Stalin, cuya barbarie ya nadie podía desconocer salvo que «cerrase deliberadamente los ojos». Es de notar que la oda de Neruda a que se refiere Moa y que tanta satisfacción debió de producirle su lectura en 1975, es de 1952, mientras que el informe de Kruschov que «no pillaba a nadie de nuevas» es de 1955. Cinismo se llama la figura. ¿O es que él era completamente tonto (sordo, mudo y ciego) en diciembre de 1975, cuando muere Franco, habiendo participado él mismo en los asesinatos del 1 de octubre de 1975 que cometió su banda terrorista? ¿De modo que él, uno de los dirigentes del GRAPO, brazo armado del disidente (¿por flojo?) partido comunista reconstituido de inspiración maoísta, que dejó chiquito a Stalin en cuanto a capacidad criminal, aún no había tenido tiempo suficiente de enterarse de los crímenes masivos cometidos por sus más grandes iconos ideológicos y, consecuentemente, denunciarlos a sus coleguillas y abjurar todos juntos y en unión, en tiempo y hora, de semejante sarampión y/o empanada ideológica consiguiente? Sin embargo, el perverso fue el poeta Pablo Neruda, 23 años antes, por no haberse enterado o no haber querido enterarse y denunciarlo, como le reprocha este singular moralista de perra gorda.

Pero por duros y resentidos que fueran algunos poetas como el mismo Neruda con la figura del pobrecito Franco, tan injustamente vituperado (¿sin razón alguna?, cuando él mismo vio la sangre de los niños del barrio de Argüelles, donde vivió, correr por las calles simplemente como sangre de niños), nunca lo serían lo suficiente. ¿Acaso psiquiatras más que reconocidos, como Castilla del Pino, que se ha ocupado toda la vida de curar a las mentes verdaderamente alucinadas o enfermas estarían locos ante tales muestras de resentimiento? Sin embargo, ninguno de ellos habría podido serlo tanto como algunos militares felones evidentemente lo fueron. Normalmente los poetas no tienen la opción de poner en movimiento divisiones acorazadas para masacrar a su propio pueblo, ni suelen aplicar técnicas de razia de guerra colonial para reprimir a sus propios compatriotas, ni pueden mandar matar fríamente sin que les tiemble el pulso al primer legionario indisciplinado, ni importarle un pimiento la vida de quienes no piensan como él. Franco tiene sobre sus espaldas, no ya la parte alícuota de muertos que le corresponde por el desencadenamiento de la guerra civil sino la directa de cerca de 50 000 asesinatos en tiempos de paz. No está mal ¿Quién está hoy en las mejores páginas de la Historia y quien tiene el deshonor de ocupar las más sangrientas y criminales? Neruda tiene su sitio en la historia de la literatura al igual que Solzhenitsin tiene el suyo, como Stalin y Franco el que les corresponde en la historia universal de la infamia. Y Moa ocupará el suyo en el de la historia de la propaganda neofranquista. Una nota a pie de página al menos creemos que ya se la ha ganado. Cada uno en su casa y Dios en la de todos.

Tan «espectacular» arranque literario le permite situar desde el principio al toro donde a él le place para poder torearlo a su gusto y estoquearlo y apuntillarlo a placer en el momento que mejor le parezca. Ya puede atacar (con todas nuestras bendiciones) a Stalin y al estalinismo, faltaría más, para, por contraste, salvar a Franco (con todas nuestras admoniciones), pues sin él, nos dice tan singular nuevo Rappel (el adivino), hubiéramos tenido en los colegios no los retratos de Franco y José Antonio Primo de Rivera, como hubieron de padecer los niños de su misma generación, sino los de Stalin y Mao, que él voluntariamente debía ponerse en su zulo revolucionario para recibir un poco de inspiración cada día antes de lanzarse a la calle con la pistola en la ingle (como la tartera bajo el brazo los obreros por los que el joven Moa hacía la revolución), a «luchar por Dios y por España». ¿Babearía ante tales retratos? Porque lo demás no hay quien se lo crea. No, eso no habría ocurrido jamás como tampoco habría ocurrido (habría durado dos minutos) si él y sus enloquecidos compinches de aquellos años hubieran podido hipotéticamente conquistar el poder. ¿Qué compinches, por cierto, los de verdad o los de mentirijillas? No cabe duda de que Moa es un verdadero experto en poemas estalinistas antifranquistas que debió de devorar en sus tiempos con voraz apetito, lo que le permite hoy reproducirlos con placer de auténtico sibarita. ¿Para qué? Para rellenar las primeras páginas de su melifluo nuevo libelo y poner así en éxtasis desde el principio a sus secuaces más elementales. Moa induce a sus fans a que se hagan poco más o menos esta reflexión final (que me permito inventar para ustedes) tras paladear golosamente los primeros trocitos del pastel que va a ofrecerles:

«Sí, Franco, hay que reconocerlo, se pasó un pelo. Esa idea predominante no parece tener remedio dados los perversos historiadores estalinistas que, condicionados desde su juventud por los aún más perversos poetas estalinistas que les comieron el corazón, no desperdician ocasión para repetirlo y comerles el coco a la mayoría idiotizada y manipulada por este Gobierno de rojos y separatistas [a ver qué se inventan ahora tras la salida del poder catalán de Carod Rovira y los suyos]. Pero Franco hizo lo que hizo porque no había otra alternativa y lo hizo sin mala intención, sin el apasionamiento con el que mataban los rojos. Venían unos malos malísimos (sádicos criminales) que nos hubieran sacado las uñas en vivo a las buenas gentes de bien y, claro, hubo que actuar con energía, lo que no le perdonan sus enemigos. Y eso fue lo que hizo el general, salvarnos a todos (con cierta inevitable contundencia, claro) y, así, gracias a él, podemos disfrutar hoy de las libertades y derechos que graciosamente nos otorgaron los franquistas arrepentidos».

También aquí, tras un brevísimo y arbitrario apunte sobre algunas obras dedicadas a Franco, pasa Moa a descalificar tramposamente a quienes le tildarían de mediocre o de imbécil (sic), que de eso sabe él un rato largo, sin explicar como de costumbre en qué sentido y quiénes lo hacen o dicen y dónde, no vaya el lector curioso a ir a comprobarlo por su cuenta y riesgo y quede así plenamente convencido de las razones, argumentos o datos de semejantes lunáticos. La conocida técnica De la Cierva. Nos aclara que no se trata de una biografía sino de «un ensayo sobre la significación histórica de Franco» con la pretensión de ofrecer «un balance global en torno a las cuestiones clave». Y, para tan ambicioso plan… (¡tachín, tachín!) va a seguir «el método de exponer sucesivamente las cuestiones más discutidas en relación con el personaje y tratar de clarificarlas mediante un análisis crítico»[69]. ¿Como el que utiliza para contarnos el cuento del poema de Neruda, el perverso Stalin y el tonto —es un decir— que no se enteraba de la fiesta?

Vuelve con la misma constancia y perseverancia de su maestro sobre lo mismo, repitiendo de nuevo los mismos manidos argumentos sobre la misma y única base, tan fútil e inconsistente, de sus anteriores publicaciones, repitiendo incluso las mismas citas y aplicando la misma «metodología» que expusiera el ministro de Propaganda de Hitler y verdadero creador de la propaganda de masas moderna, el mismísimo nazi Joseph Goebbels: «Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad». Mismamente, que diría Moa.

Así Moa a lo largo de su libelo nos demostrará otra vez que la guerra empieza en 1934, y que su origen es ése y no la sublevación preventiva y defensiva de Franco y demás compañeros en 1936, que fue un gran estratega militar durante la guerra, que tenía una gran capacidad como analista político de altos vuelos (como cuando dijo que los aliados tenían la guerra definitivamente perdida), que efectivamente nos libró de la guerra mundial hábilmente a pesar del empecinamiento de Hitler por arrastrarnos a ella, que lo del «páramo cultural» se ha exagerado (como la legendaria sensibilidad y preocupación de Franco al respecto nos demuestra), que la represión de Franco fue muy inferior a la de las izquierdas durante la guerra y que, en definitiva, se pongan como se pongan los que ya todos sabemos a estas alturas, Franco nos regaló el mayor período de paz y prosperidad de nuestra historia e hizo posible, al sentar las bases para ello, la feliz transición a la democracia.

5.1. El salvador de sí mismo

Franco, sobre todo, se salvó de sí mismo. Era evidente que la República no le convenía pues nada podía garantizarle que siempre gobernaran los suyos, así que lo primero era acabar con un sistema capaz de impedirle estar siempre en lo más alto o atajar, como sólo él sabía hacer, cualquier veleidad revolucionaria. El capítulo I, Franco ante la República, es un nuevo refrito de lo dicho anteriormente. Esta vez cita una carta de Ramón a su hermano Francisco, que toma del reputado francólogo Ángel Palomino (que cita de oído)[70] y fuente de referencia segura y acreditado prestigio, para insistir en que 1934 es ya una guerra civil, lo que él ha «estudiado con detenimiento» en sus anteriores obras, así que no merece la pena entrar aquí «en detalles» ya que lo que dice «está fuera de toda duda razonable». Hilari Raguer es «un fraile de Montserrat aficionado a estudios de historia, apasionado nacionalista y antifranquista», así que no cabe tomar en consideración nada de lo que tan solventemente viene diciendo sobre la Guerra Civil desde hace muchos años. Por su parte «la derecha había demostrado su disposición a respetar la Constitución» y «los guerracivilistas y golpistas» denunciaron «supuestas atrocidades de la represión derechista en Asturias».

Vamos, que a Franco, como republicano leal, le habría gustado disolver la UME (Unión Militar Española), una organización ejemplar de militares patriotas que no hacían otra cosa que conspirar, así que aprovechó su puesto de jefe del Estado Mayor Central del Ejército, nombrado por Gil Robles, para perseguirla… Nooo, para reforzarla (¿entonces?), para que no se quemara antes de tiempo, para que no se arriesgara inútilmente con intentonas poco preparadas condenadas al fracaso de antemano. Él mismo lo dejó dicho por escrito: sus mandos «un día habían de ser los peones de la cruzada de liberación». Pasa como sobre ascuas sobre las resoluciones del VII Congreso de la Internacional Comunista (celebrado en agosto de 1935, y no en julio como dice él con su precisión habitual), pues sus resoluciones se compaginan mal con la idea revolucionaria que se empeña en presentar. En definitiva, Franco no estimaba la República pero tampoco se opuso a ella y mantuvo «una escrupulosa conducta legalista mucho más escrupulosa que la de los políticos, empezando por Azaña», etc., etc. Ése es «el balance histórico» al que «debe atenerse el historiador si busca comprender y hacer comprender la realidad, sin dejarse desviar por detalles secundarios y menos aún por lucubraciones más o menos arbitrarias».

El capítulo II, «¿Hubo en España un proceso revolucionario?», responde como era fácil de colegir a otro refrito de lo anterior, con las mismas citas, contradiciéndose él mismo. Discute (es un decir) a Malefakis, que fue catedrático de Historia de Europa de la Universidad de Columbia de Nueva York y experto en los años treinta, su aserto (coincidente con la mayoría de los expertos) de que Azaña hubiera controlado ese hipotético proceso revolucionario, que Moa y los suyos se obstinan en presentar como en curso e irrefrenable, y hubiera actuado como un Giolitti hizo en Italia con Mussolini o un Ebert en Alemania antes que como un Kerenski frente a los bolcheviques en Rusia. Y, como carga de la prueba nos cita a… Ricardo de la Cierva y sus trágicos documentos. Vuelve a contradecirse y confundirse pues según su conveniencia la Komintern dicta o condiciona la política del PCE o no la condiciona, pero nos cita a Franco, que sabía mucho del asunto pues estaba abonado a boletines anticomunistas de gran enjundia teórica y es también referencia de autoridad intelectual para entender la actuación de las izquierdas revolucionarias en aquellos turbulentos años.

Los vencedores de 1936 eran los mismos que los de 1934 y ya se sabe lo que hicieron, así que la deducción (escolástica) es de cajón. Nos cita los testimonios anticomunistas de Madariaga, que serían concluyentes, y repite textualmente sus ya conocidos argumentos sin más referencias que sus obras anteriores, añadiendo ahora a Payne. Azaña y Prieto no son moderados pese a Malefakis y la «republicanización» seguirá «su curso subversor de la legalidad». Los revolucionarios izquierdistas descabalgan al presidente de la República en una maniobra política cien veces descrita y mejor analizada por otros autores, sin embargo nunca nos cuenta por qué las derechas se abstuvieran ante esa perversa «maniobra» de las izquierdas. Reconoce que «algunos derechistas, para azuzar a la gente, hicieron circular unos supuestos planes comunistas para desatar la revolución en breve plazo». Franco se lo creería de buena fe y, además, ello «no significa que no hubiera estrategias revolucionarias, como hemos visto» (?). Las derechas seguían aferradas a la legalidad, las izquierdas subvierten la Constitución y aspiran a crear un nuevo régimen tipo PRI (Partido Revolucionario Institucional) mexicano. No hay constancia, dice Moa, de que los republicanos quisieran parar los pies a los izquierdistas, Calvo Sotelo «se dio por amenazado de muerte», «la policía operaba como una organización terrorista más, en conjunción con las milicias revolucionarias», etc., etc.

¿Y qué significa todo esto? Nuevo «balance histórico». Pues que «nadie puede negar en serio la existencia de un proceso revolucionario cada vez más inminente». La diferencia entre 1934 y 1936 es que la izquierda se subleva contra un Gobierno legítimo y la derecha lo hace en 1936 contra un Gobierno de legitimidad «dudosa». Así que Franco se enfrenta «sin duda a un doble movimiento revolucionario y subversivo muy avanzado, que llevaba al país a una profunda descomposición institucional y en todos los órdenes».

El capítulo III, «¿Peligro revolucionario o promesa revolucionaria?», es como un curso de marxismo y revolución para niños, lo que explica que esta vez haya sido aún más parco en sus ya de por sí escasas notas, si bien las dos que hace son de tal entidad que bastan y sobran todas las que pudieran añadirse como complemento o apoyo de lo que se pudiera decir. Una del pensamiento político de… ¡Franco! Y otra que es un ibidem de la misma página de tan singular experto en las izquierdas revolucionarias… Por consiguiente ya nos ha quedado perfectamente claro lo de los peligros y las promesas revolucionarias. Balance histórico: Franco era el más listo de la clase y se dio cuenta antes y mejor que nadie del inminente peligro revolucionario comunista, como nos «documenta» ahora este singular polígrafo citando al mismo Franco. Queda claro, ¿no?

El capítulo IV, «Una guerra muy azarosa: del golpe fracasado a la guerra corta», es otro cúmulo de manifiestas ignorancias condensadas en tres paginitas acompañadas de una cita de Prieto que toma de Díaz Plaja y otra de Carrillo. Tal cual. El ejército de África era «pequeño (unos 23 000 soldados)», dice. Por lo que se ve no ha leído ni a Ramón Salas Larrazábal, que dobla holgadamente esa cifra, pues, cuando le cita, cita de otros que sí le han estudiado con más provecho que él. Pero ni siquiera es cuestión de número. El puente aéreo que permite el traslado masivo de ese ejército «pequeño» (que, a todos los efectos, era el único ejército realmente operativo entonces), una auténtica fuerza de intervención inmediata, se debe al genio de Franco, que empezó trasladando a unos pocos hombres, y no a los aviones de transporte que le enviaron rápidamente sus amigos Mussolini y Hitler. Franco, listo donde los haya, no conquista Madrid porque se da cuenta de que es una trampa para osos y por eso se va al Alcázar, convencido de que «su ventaja más auténtica era de orden “psicológico” [sus antecesores propagandísticos decían “espiritual”, todo un avance epistemológico] y de que cualquier derrota podía resultar desastrosa». La conquista de Madrid hubiera determinado más que probablemente el final de la guerra, pero los hechos de Moa… «desmienten versiones muy corrientes, según las cuales habría buscado alargar innecesariamente la lucha (no sólo ello habría sido innecesario, sino suicida), o habría actuado con gran torpeza en el orden militar. Sin embargo, la consideración objetiva de los hechos indica justamente lo opuesto», nos dice. ¿De que consideración objetiva de los hechos habla? La tal fundamentación se desarrolla en una extensa bibliografía que Moa no se digna tomar en consideración porque, con toda lógica, no le toma a él en la menor consideración.

El capítulo V, «La prolongación de la guerra», es otra manifiesta prueba de ignorancia, como insistir en que el bombardeo de Guernica «fue realizado sin órdenes de Franco». Moa no sabe sino moverse entre tópicos y simplezas que adereza ahora un poco para que puedan seguir colando dentro de determinado público. De nuevo surgen las originarias tesis de De la Cierva, quien empezó por suscribir la autonomía de la autonomía de la Legión Cóndor en España, que habría actuado puenteando la suprema autoridad de Franco. Grotesco. Ni siquiera ha seguido las sucesivas correcciones de su maestro, siempre acorralado por las evidencias empíricas de quienes sí investigan y analizan documentos concluyentes. «Al final se trataba de elegir entre la sumisión a Franco o a Stalin, y los conspiradores [el coronel Casado y la izquierda anticomunista] prefirieron a Franco» (sic). Ni siquiera cita bien el famoso último parte de guerra de Franco. Y así va tejiendo su habitual trenzado de pura opiniología hasta el final sin el menor aval documental o argumentativo lo suficientemente sólido en donde fundamentar tan sagaz y novedoso «balance histórico». Moa esta vez se supera a si mismo y aporta dos citas. ¿De expertos en historia militar de la guerra como el mismo Salas Larrazábal, Martínez Bande o Gárate Córdoba y otros historiadores militares (aunque sin formación académica en Historia) más o menos afines a sus tesis? No, ni una. ¿De un experto militar de carrera que sí es historiador, como Blanco Escolá, que fue profesor de Historia Militar e Historia Contemporánea en la Academia General Militar de Zaragoza y ha escrito sobre la incapacidad militar de Franco[71]? No, claro, puesto que Blanco Escolá se centra en demostrar justamente lo contrario de lo que él defiende. Así que tampoco le sirve de apoyo. ¿En qué se basa pues para decir lo que dice, en qué estudios se fundamenta? Ni se sabe ni nunca se sabrá. Como es de cajón, pertenece al secreto del sumario.

Podría haberse nutrido de lo mucho que Gabriel Cardona sabe del asunto en tanto que profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Barcelona, experto historiador del Ejército, de conflictos armados, de Franco y sus generales, de las operaciones militares de la Guerra Civil española[72], etc., pero nos imaginamos que la habitual condición de… ¿marxistón o marxistoide?, de la que se sirve Moa para desechar lo evidente lo hace inutilizable. A ver si le han soplado a Moa que Cardona es «menorquín» y él ha entendido «marxistín» y, claro, no ha tenido más remedio que no tomarlo en consideración por si acaso. Sin embargo, si le hubiera leído ya antes de esta su última obra que citamos, que es una excelente síntesis que se echaba a faltar sobre la Guerra Civil desde el punto de vista estratégico, dado que Cardona viene publicando desde hace veinte años estudios y análisis de historia militar y particularmente de la Guerra Civil, no diría tanta trivialidad como dice. Quizás entonces habría tenido algo más claro el concepto de que: «No siempre ganan las guerras los mejores generales ni siempre las pierden los peores (…). No basta saber quién vence, sino cómo lo hace y qué resultados obtiene de su victoria»[73].

Si Moa leyera algo más de lo que insinúa que lee, si frecuentara algo más que la literatura obsoleta sobre la que construye sus libros, si estuviera verdaderamente al día, aprendería por ejemplo de este último libro de Cardona que es un tópico lo de la superioridad republicana y que contaran con más medios que los rebeldes, ya que de inmediato se quedaron los leales sin mandos intermedios, sin soldados y sin capacidad para organizados. Por el contrario, los sublevados dispusieron desde el principio de un pequeño ejército, tal cual era el de África, muy operativo y eficaz, sobre el que pudieron ir superponiendo los medios y recursos de que rápidamente pudieron disponer. También, si conociera algo los aspectos internacionales de la guerra, estaría en mejores condiciones de entender muchas cosas que no entiende respecto a la ayuda exterior militar recibida por ambas partes contendientes, las circunstancias en que las recibieron y las posibilidades reales de hacer uso de ellas. También se enteraría de las ventajas de una unidad territorial rápidamente conseguida por los rebeldes y de las dificultades reales sufridas por el bloqueo naval y la actuación del comité de no intervención en beneficio de unos y en perjuicio de otros. Se habría enterado también de que la ayuda italoalemana fue más continua que la soviética y que Franco dispuso de una arrolladora superioridad de medios. La batalla del Ebro, que se prolongó durante cuatro meses, y fue la mayor carnicería de la guerra, tuvo que afrontarla la República con la frontera francesa cerrada sin recibir un solo cartucho. Se habría enterado de por qué la guerra duró tres años pudiendo haber acabado en poco más de uno. Se enteraría también de la falta de coherencia de la estrategia de Franco, de sus saltos de objetivo en objetivo sin causa aparente, y de las magníficas oportunidades que desperdició con la manifiesta y documentada irritación de sus asesores españoles y extranjeros. En definitiva, se enteraría de que el bando franquista contó con un ejército considerablemente superior al republicano, por lo que el famoso «cálculo político» no sería en absoluto descartable sino manifiestamente sostenible. Alargó la guerra para afianzarse mejor en el poder y prolongar su jefatura cuanto pudiera.

A la hora de su correspondiente «balance histórico», no diría que la conducción de la guerra por Franco fue «en líneas generales excelente» ni caería innoblemente en la miseria moral de decir que la capacidad de «resistencia de sus tropas [las de Franco] en condiciones desfavorables puede calificarse de heroica en bastantes ocasiones, a lo cual rara vez llegaron las del Frente Popular». Como las sucesivas conquistas y reconquistas del Pingarrón en la batalla del Jarama, por ejemplo, y tantos y tantos ejemplos de heroicidades y de cobardías también que pueden esgrimirse por ambas partes contendientes. ¿O es que el valor o la cobardía de los españoles dependían de en qué bando se luchaba? ¿Es que acaso la miseria moral de algunos depende del color político de las sucesivas camisas que se van poniendo a lo largo de la vida? A lo mejor va a ser que no, que no tiene nada que ver con la camisa sino con la camiseta que no se ve. Todas estas miserias y otras, cuyo mero enunciado resulta ya cansino enumerar, trata de avalarlas Moa con un paupérrimo o inexistente aparato crítico. Su tan admirado y citado de oídas Ramón Salas, aunque vehemente y de talante autoritario, era un caballero que escribió siempre con respeto sobre los republicanos. Pero como no lo ha leído, ni siquiera se le ha pegado el estilo. Su concluyente documentación para todo el sustancioso capítulo se reduce a una cita del propio Franco descalificando y amenazando a sus enemigos. Otra de Besteiro, apenas referida a la consabida maldad bolchevique, y otra de un comentario de Negrín tomado de Cantalupo. De pena y de vergüenza ajena.

El capítulo VI, «Dos evoluciones políticas», es de una inanidad insultante para cualquier inteligencia media. Para componer este alucinante capítulo se ha fundamentado en un número de El Cultural (el suplemento literario del diario El Mundo), en una antología del pensamiento político de Franco por la que le cita como luz iluminadora, y en una referencia de Fernández de la Mora para uncirse, él también, con el aval teórico de tan brillante pensador como trivial politólogo, a que lo de Franco no fue «una simple dictadura personal». Para el «análisis» de la evolución política de la otra zona no le hace falta nada más. Se basta y se sobra él solito con su caletre para componer tan deslumbrante pieza que nos aclara definitivamente los entresijos del poder en ambas zonas durante la guerra, su evolución y transformación.

5.2. El salvador de la Patria

Siempre es difícil ante tanta inanidad destacar cuál de entre todas ellas lo es más, pues mérito de Moa es sin duda superarse a sí mismo capítulo tras capítulo, por lo que cuando nos convence de que no es posible llegar más alto en tan singular carrera hacia la nada más absoluta siempre nos demuestra cuán equivocados estábamos en nuestra evidentemente errónea percepción previa. La firmeza del caudillo evitando muertes inútiles es lo mejor de lo mejor. El capítulo VII, «La represión de posguerra», y el VIII, «Franco ante la guerra mundial», son sencillamente de «borre y siéntese». Esa cruel mordacidad con la que el cura de turno castigaba moralmente a tanto muchacho con la cabeza a pájaros y ausente de sus disquisiciones teologales. Era la despedida profesoral desde el estrado de la víctima de turno con la que se le devolvía a ésta a su refugio salvador. Sobre la mente ausente del pobre infante elegido había resbalado inútilmente la docta sapiencia eclesial. Era duro quedarse in albis ante la negra pizarra y mostrarse incapaz de trazar cuando menos el blanco triángulo metafísico del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Qué angustia. Transcurrían unos segundos que parecían horas hasta que «el pater» se recuperaba de su melancolía para lanzar tal escarnio, cuánto más doloroso ante el silencio sepulcral del resto de la clase que rezaba desesperadamente a Dios Todopoderoso para que se olvidara de su existencia al menos hasta que tocara el timbre salvador del recreo que nos liberaba, de momento, del infierno de la humillación pública: «Borre y siéntese». Pues eso.

Pero es el caso que Moa emborrona la pizarra una y otra vez cual avezado pintamonas con una perseverancia y una fe que sinceramente nos conmueve por su absoluta inutilidad. Por lo que a la represión se refiere, digamos apenas ahora muy brevemente que dice lo que dice sin el menor apoyo documental o crítico. Desde la más evidente de las ignorancias a la referencia obligada del general Ramón Salas Larrazábal añade ahora a Martín Rubio, nuevo icono de las derechas para estas cuestiones. Empieza por decir una obviedad: «hoy podemos hacernos una idea bastante precisa» del asunto (no precisamente gracias a Salas o a Martín Rubio), y una pretendida maldad que es más tontería y falsedad que otra cosa: «Desde hace casi veinte años numerosos estudiosos izquierdistas, normalmente respaldados con dinero público, han emprendido lo que llaman “recuperación de la memoria histórica”, tratando de cuantificar provincia a provincia las víctimas de la represión de los nacionales y olvidando las de los “republicanos”». En su desvarío, no puede decirse de otra manera, dice que el mentado Martín Rubio «ha expuesto la diversidad y poca consistencia de los criterios empleados en esas tareas, que retrotraen la historiografía al nivel de la propaganda anterior a los trabajos de R. Salas». Tal cual. Sinceramente, cinismo se llama la figura.

Ramón Salas tuvo ciertamente el mérito indiscutible de hacer un estudio serio, aunque incompleto, de la represión desde la perspectiva de los vencedores, incapaces de generar entre todos un solo libro de historiografía digno de tal nombre. Salas les salvó los trastos entonces. Pero eso es todo, ha llovido mucho desde Salas, pero Moa no es que no se entere, es que no le interesa, ni quiere enterarse. Es tan simple como para no comprender que si no se investiga tanto la represión republicana como la franquista es por la sencilla razón de que la primera fue «investigada» durante cuarenta años y la segunda fue debidamente ocultada durante los mismos cuarenta, razón sobrada para empezar por tratar de saber con certeza lo que sucedió en la zona del honor y de la caridad cristiana, porque lo que ocurrió en la del deshonor y el crimen ya nos lo habían dicho por activa y por pasiva. Además, tampoco es cierto. Son más los «izquierdosos», que también han estudiado la represión frentepopulista que los «derechosos» que han estudiado la franquista. Es más, éstos brillan por su ausencia. ¿Por qué será? ¿Quién busca la verdad y quién se afana en ocultarla?

Lo del respaldo del dinero público es otra de las miserias de este pobre de espíritu poniendo una vez más de manifiesto su ignorancia y falta de honorabilidad. Precisamente, la mayor parte de esos trabajos «izquierdistas» a los que alude no han sido «respaldados» por dinero público de ningún tipo y algunos de los historiadores más destacados, bien conocidos y respetados entre los colegas y especialistas por su vocación, persistencia, entrega y resultados, los han sacado adelante pagándose los desplazamientos a archivos y bibliotecas, los hoteles y comidas con dinero de su propio bolsillo. Claro que no ofende quien quiere sino quien puede.

A estas alturas ya va siendo una evidencia que la consideración previa de Vicente Espinel que tomábamos como hipótesis de trabajo antes de entrar a analizar la base ideológica de Moa ha superado ya holgadamente la consideración de tal para constituirse en una tesis más que plausible. No ya desde el punto de vista historiográfico, lo que es evidente, sino, por lo que vamos viendo, desde el deontológico también.

Resulta bastante difícil no irritarse ante la inaceptable actitud de este individuo descalificando a toda la historiografía profesional sobre el asunto diciendo que la represión franquista «está por estudiar seriamente» y que los numerosos libros al respecto «no rebasan el nivel de una propaganda pedestre». Se refiere despectivamente a que la historiografía «es mendaz», rechaza «los bulos» de «presuntos libros de Historia» (¿qué bulos?, ¿qué libros?), mostrando él mismo que no sabe de lo que habla. Rechaza la comparación entre la represión de posguerra en Italia, Alemania y España pero, como de costumbre, no cita de qué comparaciones está hablando y muestra desconocer las cifras de dicha represión proporcionada por la propia historiografía italiana y alemana, que, suponemos, es tan mendaz como la española. La represión de posguerra, con ser «brutal», concede, no fue más sino «menos que la que tuvo lugar en otros países europeos de la época». Naturalmente no cita estudios que lo avalen. Y, como siempre, las izquierdas habrían sido peores. Y así, cómo no, para «ilustrar» la represión de posguerra de Franco nos «ilustra» con los robos y saqueos izquierdistas durante la Guerra Civil. Concluye diciendo que «está claro que la despiadada persecución de posguerra constituye la peor mancha del régimen franquista, como observábamos al principio». Vamos, que nos lo ha descubierto él ahora.

Tome nota la «historiografía mendaz». Lo que hizo Franco es lo habitual, lo corriente. Semejante represión es la propia del siglo XX y de las que presenciamos ahora mismo, concluye. Es cierto, desde la noche de los tiempos el número de asesinos, fríos, calientes, masivos, selectivos, es infinito. Y Franco tiene el discutible honor, la dudosa gloria, de pertenecer a tan selecto club en el que sólo ingresan los matarifes más grandes de la Historia. Puestos a establecer escalafones, Franco, como en la Academia, no figuraría en dicho ranking entre los primeros puestos de su promoción, desde luego, pero, a diferencia de lo que le ocurrió al licenciarse, que estuvo entre los últimos, ahora figuraría bastante más arriba. Por lo que a España se refiere, ¿hay algún otro gobernante español de nuestra historia, partamos de Atapuerca o no, al que pueda atribuirse tanta muerte, tanto enfrentamiento, tanto dolor, tanto crimen?

Respecto a la actitud de Franco ante la Segunda Guerra Mundial, el tema estrella de la propaganda franquista que este indocumentado se empecina en seguir tergiversando, se arranca a modo de excusa con una cita que corresponde a las últimas palabras de las conclusiones de uno de los estudios historiográficos más recientes sobre la materia, debido a uno más de esos historiadores mendaces a que se refiere cuando no le gustan sus conclusiones, como es el caso: «El mito de la prudente neutralidad de Franco durante la segunda guerra mundial hace tiempo que necesitaba ser definitivamente enterrado». No incluye nuestro glosador las que son verdaderamente las últimas: «Este libro pretende haber contribuido a ello»[74]. Es la conclusión final de un profesional como Ros Agudo, doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, que, tras cinco años de estudio invertidos en los National Archives de Washington, el Public Record Office de Londres, el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (Madrid), el Archivo General de la Administración (Alcalá de Henares), el de la Real Academia de la Historia, el de la Marina, el Histórico del Aire (Villaviciosa de Odón), el Servicio Histórico del Estado Mayor de la Armada, el Servicio Histórico Militar, el Archivo Militar (Ávila), el de la Presidencia del Gobierno, el de Pedro Sainz Rodríguez y el de la Fundación Francisco Franco, ha plasmado el resultado [¿de sus mendacidades izquierdosas?] en 331 densas páginas, apoyadas en 789 notas, 145 títulos y 115 artículos, tras los cuales cree modestamente haber contribuido en parte (importante parte) a liquidar el mito. Así es aunque Moa prefiera seguir no dándose por enterado, pues se trata del mito más contumaz del franquismo, de la «única» página de gloria que le quedaba al general ante la historia. Al menos, se consuelan sus admiradores, no podrán negarnos eso los «rojos», su sagacidad, su perspicacia, su patriotismo, que libró a los españoles de otra carnicería. Eso, como que los niños vienen de París, ya sólo se lo creen los niños, los obtusos, los fieles adoradores de Franco y los interesados como Moa.

El mismo año (2002) en que se publicaba el libro de Ros aparecía también la versión española de otra importantísima aportación historiográfica que proporciona datos y argumentos concluyentes a favor de la demolición de semejante mito y del que Moa no tiene ni noticia. Nos referimos a la del profesor Norman J. W. Goda, publicada originariamente en 1998[75]. Goda, para componer su tesis, trabajó en los archivos norteamericanos, alemanes y españoles (los nacionales de Washington, el Politisches Archiv des auswärtigen Amtes de Bonn, el Bundensarchiv/Militärararchiv de Friburgo, el de Asuntos Exteriores español, el de la Presidencia del Gobierno y el General de la Administración). El resultado, ¿izquierdoso o marxistón?, del historiador norteamericano quedó plasmado en 318 sustanciosas páginas, apoyadas en 989 referencias, 275 títulos y 114 artículos.

¿Y qué dice el gran Moa, pues dice: «No tengo la impresión de que lo hayan enterrado [el mito] Ros ni tantos otros (Viñas, Tusell, Blanco Escolá, Preston, etc.), empeñados en realizar tal proeza». Menos mal que sólo es una «impresión». La verdadera proeza es la que a continuación nos ofrece nuestro agudo y perspicaz historietógrafo sensu contrario. Como no tiene ni idea y habla de oídas, como siempre, no sabemos por qué incluye a Blanco Escolá en el lote de expertos sobre este asunto y se olvida de otros muchos que han ido roturando el camino, como Donald Detwiler[76], Charles B. Burdick[77] o Mathias Ruiz Holst[78], aunque entendemos perfectamente que no es obligatorio saber alemán o incluso inglés, aunque, si todo está equivocado y tergiversado y hay que revisarlo todo…, conviene saber al menos de qué va lo que pretendemos desmontar. La tesis de Klaus-Jörg Ruhl sí está traducida[79] y para entender a Víctor Morales Lezcano[80] no necesita poseer el don de lenguas.

Pero todo esto es ya para nota o para curso de doctorado. Nuestro revisionista total no tiene por qué conocer la obra de los expertos alemanes no traducidos al español, pero muchos de nuestros mejores hispanistas alemanes hablan y escriben perfectamente nuestro idioma, y nada le impide, para abrir boca, empezar por familiarizarse con alguno de los que conocen bien la España contemporánea, como Walter L. Bernecker[81].

La mayor parte de los expertos suelen dar a conocer el resultado de sus investigaciones en revistas científicas e incluso en la prensa diaria, que está al alcance de cualquiera, cuando el tema es ciertamente novedoso y cuestiona lo hasta entonces sabido o ignorado. Y Moa, parece ser un experto en prensa, así que bien habría podido leer al menos con aprovechamiento lo que Antonio Marquina Barrio, catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Complutense, publicó sobre este particular poniendo en cuestión el gran mito urdido por Franco y su propaganda. Los expresivos títulos con que los publicó levantaron auténticas ampollas no sólo en Serrano Suñer, que se veía con las vergüenzas al aire después de tanto escribir sobre la titánica resistencia que él y Franco le opusieron a Hitler, sino en todo el conjunto de los mitógrafos de Franco[82]. Posteriormente Marquina, que como es bien sabido es un marxista convicto y confeso, publicó un libro básico que le editó la propia editorial del Ejército español, que, como también se sabe, siempre muestra especial interés en promocionar literatura izquierdista y marxistoide[83].

Moa no sabe absolutamente nada sobre este asunto. Le basta su mucha ciencia al respecto y una breves referencias, la citada de Ros para negarle y dar a entender que conoce la obra pero que a él no va a engañarle, otra de Preston tratando de contradecirle (que empieza a ser a Moa lo que Tuñón de Lara era a Ricardo de la Cierva)[84], cuatro de Luis Suárez, cuyo título cita mal por variar (tanto va el cántaro a la fuente…), así que cabe colegir que le habrá copiado simplemente las citas porque tanto descuido ya no es posible si se trabaja con la profesionalidad inherente a todo historiador, es decir, con el libro o fuente que manejamos ante nuestros ojos, dos de Paul Schmidt (que estuvo de segundo intérprete de Hitler, no el principal, en la famosa entrevista de Hendaya), cuatro de Jesús Palacios, dos de Franco, una de su Gran Maestro y otra, la mejor con diferencia, que dice textualmente («véase comentario Ciano»), en la que naturalmente no se ve nada pues hay que entenderla como un «¡vaya usted a consultarla!». Se trata de una fuente básica para comprender el papel de Franco en la Segunda Guerra Mundial ya que se refiere al famoso dolor de muelas que el Führer preferiría padecer antes que volver a entrevistarse con su lugarteniente para el sudoeste europeo, el caudillo Franco. Lo de las muelas se lo dijo a Mussolini, que se lo dijo al conde Ciano, que a su vez lo escribió en sus diarios, y de donde a su vez Moa (?) tomará la referencia de no sabemos dónde, y por eso nos manda a nosotros a consultarla ¿Para? ¿Para que veamos que lo del dolor de muelas no se lo inventa él? Se trata de un apunte decisivo para entender la controvertida neutralidad de Franco.

Sobre tan contundente apoyo archivístico y bibliográfico nos traza una síntesis «definitiva» sobre la verdad verdadera de los entresijos de la política de Franco durante la Segunda Guerra Mundial y no las lucubraciones habituales de esos izquierdosos que mienten y tergiversan por sistema y le niegan a Franco el pan y la sal. No hace falta hacer el primo, pues, pelándose las cejas como Ros o Goda en archivos y bibliotecas de aquí y de allá tratando de aprender, entender y explicar. Desde casita Moa nos ofrece su perspicaz, novedoso e irrebatible balance histórico. ¿Adivinan? Hitler el maligno presionaba sin pausa y nuestro esclarecido caudillo salvador resistía sin más pensamiento que librar a la Patria (¿consideraría alguna vez que tal lo eran todos los españoles?) de otro horror después del nuestro. Tanto le había importado y preocupado la sangre derramada durante la Guerra Civil (preocupación sobre la que disponemos de abrumadoras pruebas documentales) que no estaba dispuesto a que se vertiera ni una sola gota más, ni una, de ese bravo pueblo español que tanto le admiraba y tan fervientemente le sostenía (después de tres años de sangre y fuego). ¿Y a Franco?

Los argumentos de Hitler para involucrarnos como fuera en el conflicto (España y su potencial militar eran determinantes para el dominio de Europa, como es sabido), eran concluyentes. Así se le garantizaba a Hitler el salto seguro hacia la conquista de América con la retaguardia bien cubierta por nuestro perspicaz caudillo que, sin embargo, ya sabía entonces que Hitler tenía la guerra perdida[85]. Por eso, el preclaro salvador de España permaneció siempre impasible a sus demandas, plenamente consciente de los intereses superiores de la Patria. Nos dice Moa: «El asunto parece bastante sencillo. Franco no estaba seguro de la victoria hitleriana y no quería comprometer a España en la contienda». Preston es arbitrario por descartar el testimonio del barón de las Torres sobre la famosa entrevista de Hendaya, pero el testimonio del barón, dice Moa, es coincidente con el de Paul Schmidt (que no fue además el intérprete alemán principal del encuentro) y el de Serrano Suñer (que ha mentido siempre sobre esta cuestión y además se llevó los papeles sobre el asunto del Ministerio cuando le cesó Franco) para dárselos a Moa y que él nos contara ahora «la Verdad» verdadera[86]. Preston sostiene que la neutralidad española no se produjo por «una gran habilidad o intuición» (que es precisamente el gran mito), lo que le hace exclamar a Moa: «¡Modo retorcido y contradictorio de entender la realidad!». Además de rojazo es un retorcido este Preston. Y balance histórico final:

En resumen, el hecho definitivo en el balance es que el general mantuvo al país al margen de la guerra, frente al empuje de Hitler y de los aliados, y que la entrada habría complicado las cosas a los aliados y provocado cientos de miles de nuevas víctimas en España[87].

¿No es deslumbrante? De lo que cabe deducir que fue Franco quien consiguió mantener neutral a España, que fue Hitler quien deseaba fervientemente nuestra entrada en la guerra, a diferencia de Franco, que se resistía como gato panza arriba y no sabía cómo quitarse de encima al pesado teutón. «Esa resistencia» obedecía a la voluntad de no complicar las cosas a los aliados, y (la más genial) se trataba de evitar víctimas españolas a toda costa, como corresponde a todo un salvador de la Patria. ¿Que no se lo creen? ¿Y eso? Lean a Moa.

Ros y Goda escriben a la altura de 2002, después de haberse embarcado en investigaciones serias, profundas y sistemáticas, mostrando todos los preparativos de Franco para entrar en la guerra, su firme compromiso, sus sueños de imperio, que sencillamente ni interesaron ni le convenían a Hitler. Franco estuvo decidido y presto a intervenir en la guerra al lado de Hitler hasta diciembre de 1940, dos meses después de la famosa entrevista de Hendaya, y aun se volvió a plantear entrar en guerra en mayo de 1941 ante el avance aparentemente incontenible de Rommel hacia el canal de Suez, pues, con su control, él podría ya atacar tranquilamente Gibraltar[88]. Franco, según Goda, consideró un alineamiento permanente con el bando alemán, en virtud del cual España defendería el sudoeste con la ayuda material y financiera de Alemania estando dispuesto a aceptar la posibilidad de una guerra más larga y un gran compromiso a cambio de Marruecos[89]. Fueron el mismo Hitler y Mussolini, los británicos y la operación Barbarroja (invasión de la URSS que le hizo a Hitler olvidarse del sur) los que acabaron con los sueños intervencionistas e imperiales de Franco, no su resistencia a las presiones de Hitler y mucho menos seráficos sentimientos de evitar más derramamientos de la sangre de sus compatriotas, lo que le dejó siempre absolutamente indiferente.

El asunto central del gran mito quedó razonablemente dilucidado en 1978, que ya ha llovido. Que la propaganda franquista, neofranquista y los historietógrafos de ayer y de hoy sigan sin querer enterarse ya es otra cosa. Entonces escribió Marquina: «Son Hitler y Mussolini quienes no quieren la beligerancia de España que Serrano Suñer y Franco querían. Hitler no pide en Hendaya a Franco entrar en guerra»[90]. Ésa es la realidad historiográfica fundamental a los efectos del mito que desde hace casi treinta años los nuevos estudios de los especialistas españoles y extranjeros ratifican, amplían y matizan, y que libelos insustanciales sin el menor fundamento, escritos por oportunistas ignorantes y jaleados por los fieles creyentes en la divinidad de Franco, no pueden alterar lo más mínimo. No van a consentir que unas cuantas sólidas investigaciones monográficas les amarguen el culto al mito.

Moa ni siquiera presta atención a las revistas de Historia que podrían evitarle decir más tonterías de las inevitables. La famosa entrevista de Hendaya tiene mucha menos importancia de la que los mitómanos le conceden. Lo que allí quedó claro es que Franco se apuntaba al desfile triunfal y era tan lerdo que pensaba que Hitler por su «trascendental» aportación le iba a dar un buen trozo de la tarta de la victoria a costa de los intereses italianos o franceses. Lo fundamental ya lo habían decidido Hitler y Mussolini antes de Hendaya y desde luego la historia de que su habilidad nos libró de la guerra es pura hagiografía[91]. ¿Será David Solar también un masonazo o marxistón agazapado siempre presto a denigrar al gran salvador? Franco firmo allí un protocolo secreto en cuyo punto primero se decía textualmente: «Decisión española de entrar en la guerra de inmediato»[92]. Ésa es la realidad histórica le guste o le disguste a Moa y compañía. Al igual que está documentalmente probado que Hitler decide apoyar a Franco el 25 de julio de 1936, dos meses antes de que Stalin decidiera hacer lo propio con la República, lo que no empieza a hacerse efectivo hasta octubre. La primera ayuda extranjera, el primer intervencionismo, es el nazi, bastante antes que el soviético. ¿Qué podía hacer la República? ¿Entregarse a los patrióticos salvadores de la Patria?

Si Franco quiso entrar en la guerra, como quiso, es evidente que le importaba un rábano la nueva sangre española que hubiera de verterse en el inicio de la reconquista imperial. Se empieza por Marruecos o Perejil y se acaba por no ponerse el sol en nuestros dominios. ¿Cómo se puede seguir pretendiendo a estas alturas que el gran caudillo, el perspicaz estratega, el santo cristiano, fuera el campeón de la neutralidad, el digno pastor que antepuso a cualquier otra consideración evitar verter la sangre de sus propios corderos y queridas ovejas? Cuando se madura intelectualmente, cuando se hace uno mayor, cuando no se es un falsario propagandista a sueldo, cuando se lee y se estudia un poco, resulta imposible seguir creyéndose los cuentos chinos, tártaros, los del mismísimo y venerable Calleja o el de Caperucita roja y el lobo feroz… que si no supiéramos que lo escribió Charles Perrault muy bien se lo podríamos atribuir a este nuevo y fantástico cuentista.

En el resto del «libro», Moa quita importancia a la obsesión antimasónica de Franco, exagera su benévola actitud respecto a los judíos, el bloqueo internacional y la lucha contra el maquis de la que no tiene ni idea. ¿Para que tomarse la molestia de leer a un experto como Francisco Moreno que ha publicado sobre el particular una investigación exhaustiva que, obviamente, le interesa ignorar[93]? Moa considera que el maquis es cosa más propia de bandidos que auténtica guerrilla, tal como «historiaban» los mandos de la Guardia Civil que escribían sobre el asunto en tiempos del oprobioso. Trata de confundir la realidad económica y social de la posguerra, se esfuerza por presentar al grueso de la oposición como mayoritariamente comulgante con el marxismo, el régimen sería mayoritariamente aceptado por la población (lo que no dejará de ser una incógnita puesto que no había elecciones —por si acaso— que permitieran comprobarlo). No explica con un mínimo de solvencia los factores que determinan el desarrollo español a pesar de la abundante bibliografía especializada, que desconoce, pues para explicar aquellos años, como él ya estaba crecidito y era ferviente opositor al franquismo, nos traza «el balance histórico» correspondiente sobre la base de su amplia experiencia, conocimientos y memoria personal. También nos da las claves de la transición sobre la base del pensamiento de Franco, el suyo propio y algunas opiniones del famoso general Vernon Walters, para acabar con un capítulo sobre «La enfermedad del antifranquismo retrospectivo», cuestión sobre la cual puede escribir con evidente competencia. Aquí ya asume todo el protagonismo y nos lo cuenta todo en primera persona, aunque admite que en sus comentarios pueda haber algo de subjetividad. Constata con absoluta pertinencia que todos los antifranquistas se han multiplicado por cien desde la muerte de Franco y que si todos fueran tan demócratas como se creen las libertades no correrían peligro alguno; sin embargo, se malicia que la mayoría de ellos, si sobreviniera una dictadura, se acomodarían sin dificultad y harían carrera en ella. ¿Como él se acomodó a la democracia? Es evidente que el antifranquismo no generaba automáticamente una cultura política democrática —¡si lo sabrá él!—, tanto sabe que asocia al antifranquismo todos los males de la patria.

Si miramos la situación con sentido crítico percibimos fácilmente que los mayores peligros para la democracia, como el terrorismo, el separatismo, la corrupción masiva o la degradación demagógica de las libertades, provienen de… los antifranquistas.

Según Moa, ha sido la derecha, la derecha franquista, la auténtica portadora de las libertades… (hombre, si era franquista no iba a «portar» las libertades y si no lo era no sería ya tan franquista, ¿no?). La tesis de que Franco había aplastado la democracia es «una leyenda» (sic).

Por consiguiente, las interpretaciones históricas izquierdistas y balcanizantes han dominado en los ámbitos universitarios y en los medios de masas[94].

El diario El País (que no le dio cancha para su autopromoción) no podía irse de rositas ya situados en el profundo análisis de la realidad más próxima. Nos cuenta que de la mano de su primer director «se convirtió en avanzadilla de un antifranquismo intransigente y chillón, en rudo contraste con un muy socialdemócrata respeto por el comunismo e incluso el terrorismo, hacia el que propugnaba una política de comprensión y acuerdos negociados». ¿No es fascinante? ¿Qué habría sido de él sin «una política de comprensión»? ¿O es todo una farsa? «La democracia actual procede del franquismo y no de la República»[95]. Ésta, en ningún caso, sería antecedente ideológico o político del actual sistema político que consagra las mismas libertades y derechos fundamentales que la República estableció.

Ya situado en las conclusiones finales, dice que «un juicio histórico aceptable» sobre Franco no puede atenerse a «criterios materialistas o marxistas, tan hegemónicos durante décadas e incluso ahora, sólo pueden ocasionar distorsiones». Además, tan opresivos criterios para la historiografía «han producido bibliotecas enteras de títulos de muy escasa enjundia», así que él, después de dicho lo dicho afirma tras toda «la enjundia» demostrada que los aspectos positivos de Franco son muy superiores a los negativos.

En resumen, tres son las verdaderas y más auténticas hazañas de Franco: a) haber derrotado a la revolución en 1934, en 1936-39 y en 1944-1949, b) haber librado a España de la guerra mundial que habría causado tantas víctimas y un golpe durísimo de los aliados, y c) haber dejado un país próspero y políticamente moderado gracias a lo cual han sido posibles los treinta años de democracia que llevamos. Su nota final nos advierte que su libro necesariamente choca con «una industria antifranquista sumamente poderosa» [y nosotros que creíamos justamente lo contrario] y se reduce a un mero desahogo personal cargando contra quienes le critican sin haberlo leído y quisieran verle reducido al silencio. Tales «talantes» no pueden ser sino calificados de «fanáticos» [y nosotros con estos pelos]. Y cierra brillantemente, con gran «enjundia», por supuesto, su balance histórico reproduciendo el testamento de Franco, que no comenta [mejor] y glosando sectariamente la visita que el Nobel ruso Alexandr Solzhenitsin hizo a España en 1976. Ciertamente el escritor ruso recibió ataques personales absolutamente improcedentes, pero Moa no explica nada que pueda hacer verdaderamente comprensible a las nuevas generaciones por qué se producían a la salida de 37 años de dictadura ese tipo de visceralismos que él estaría en mejores condiciones de explicar que nadie. ¿O no?

Moa proyecta su sectarismo derechista resentido sobre una izquierda inexistente hoy pero que, «teóricamente», fue la suya entonces. Con lo cual su propio ciclo evolutivo se cierra con la coherencia propia de quien no se ha movido jamás de sitio: del sectarismo de izquierdas más radical y enloquecido al sectarismo de derechas más bufo y ridículo conocido. Pero la pregunta clave es: ¿quién le financiaba entonces y quién le apoya y le jalea ahora?