6. La jaula de los grillos
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LA JAULA DE LOS GRILLOS
No hay nada tan rápido como la calumnia; nada se lanza con más facilidad, se acoge con más presteza y se difunde tan ampliamente.
CICERÓN
Antes de que en cualquier guerra convencional avance la infantería dispuesta a ocupar el terreno, media la consabida preparación antiaérea y la aterrorizadora labor de la aviación en la retaguardia enemiga. Pero ahora no nos referimos al allanamiento del territorio ajeno por el que habrán de avanzar nuestras tropas sino al embotamiento de las mentes que produce la guerra mediática en que nos hallamos inmersos, donde la calumnia, la tergiversación y la mentira campan por sus espetos provocando efectos sociales verdaderamente perniciosos, las palabras que se lanzan como verdaderos obuses sin más fin que hacer todo el daño que sea posible y, como bien sabemos, la guerra de palabras precede siempre a la de los cañones.
La actual situación española empieza a ser preocupante y puede acabar desembocando en fracturas sociales o políticas que sólo reconocidos descerebrados pueden seguir empeñándose en provocar. De momento sólo es una remota posibilidad, pues sólo hay un beligerante que no cesa en su irresponsable actividad incitadora para que se ahonde un conflicto político que piensan —en su desvarío— que sólo a ellos puede beneficiar, para poder jugar de nuevo a salvadores de la patria. Primero se incendia la casa y después se presenta uno de bombero. Exactamente lo mismo que pretendían los conspiradores le 1936 bajo la batuta del «Director», el general Emilio Mola, como demuestra fehacientemente el punto 3.º de su Informe reservado del 18 de julio de 1936 con vistas a la sublevación del 18 de julio.
Las circunstancias y el contexto son, obviamente, muy distintos par; nuestra fortuna, pero hay ciertas concomitancias que saltan a la vista. El Bloque Nacional perdió las elecciones en febrero de 1936 y, no estando dispuestas las derechas que lo componían a una travesía del desierto (hacer oposición parlamentaria y aguardar a la próxima convocatoria electoral para tratar de recuperar el poder), se lanzaron a la desestabilización del Gobierno mediante toda una amplia serie de calumnias y acciones ilegales. Como que las elecciones no habían sido limpias (fueron acatados sus resultados por la oposición en sede parlamentaria), que el programa del Frente Popular era revolucionario (se limitaba a retomar el programa reformista del primer bienio republicano paralizado por el gobierno de las derechas), que el Gobierno era marxista (únicamente estaba compuesto por miembros de partidos republicanos; ni el PSOE, ni e, PCE aportaron ministro alguno a la composición del Gobierno), que los desordenes públicos los provocaban las izquierdas revolucionarias (muchos eran inventados o sobredimensionados, y otros respuestas, dentro del perverso mecanismo de acción-reacción-acción, a sus propias provocaciones y atentados), etc., etc.
Para nuestra fortuna, ni la situación económica, ni la estructura social, ni el contexto internacional (factores ciertamente decisivos) tienen nada que ver con los que tuvo que lidiar la II República española, que se encontraba verdaderamente asediada[1]. Pero el fondo del asunto es exactamente el mismo: las izquierdas (junto con los nacionalismos internos, exactamente igual que entonces) nos llevan al desastre, al despeñadero, a la fragmentación o «balcanización» del país. El recuerdo de los horrores padecidos en la antigua Yugoslavia (recuérdese la pacífica convivencia en aquellos territorios de diversas etnias, culturas, lenguas e ideologías antes de que apareciera en escena el gran patriota Slobodan Milosevic) no puede por menos que mover a reflexión sobre la manera tan veloz en que una situación razonablemente estable puede pudrirse y degenerar en un «conflicto» tan desgarrador y, por consiguiente, quiénes son los principales responsables de semejante catástrofe y sus terribles consecuencias.
Porque las víctimas son siempre las mismas y los salvapatrias parecidos en todas partes: siempre hacen más daño del que supuestamente tratan de paliar. Por consiguiente conviene afirmar con contundencia nuestra cultura política democrática y aislar a los aprendices de brujo, a los pirómanos y a los irresponsables políticos que roturan tan peligroso camino, privándoles en las urnas de cualquier atisbo de legitimidad democrática que pueda facultarles, con los mecanismos de acción que el poder otorga, la prosecución de su enloquecido empeño de enfrentarnos a unos ciudadanos con otros ciudadanos. En vez de tratar de «salvarnos», una vez más, se mostrarían muchísimo más patriotas dejándonos simplemente convivir en paz de una vez por todas.
Sin «enemigo» no hay guerra (de cualquier orden) posible. Afortunadamente, por mucho que uno se empeñe dos no riñen si uno no quiere. Lo que si que padecemos es un auténtico guirigay extraordinariamente molesto y que ya empieza a resultar ensordecedor. Lamentablemente no parece haber más alternativa que el tratar de aislarse del ra-ca-ra-ca de los grillos y concentrarse en el discurso articulado, algo más noble, propio del homo sapiens. Claro que no todo el mundo es como Jesucristo y está dispuesto a poner la otra mejilla cuando le abofetean, le insultan o le calumnian.
Los grillos que no cesan de hacer ruido mañana, tarde y noche privándonos del necesario descanso son ya legión y se reproducen con una fertilidad verdaderamente asombrosa. No obstante, en esta vida siempre hay quien destaca por méritos propios entre los demás. Hay un grillo mediático que a pesar de su liviano tamaño es el que más ruido hace con diferencia y que resulta ya verdaderamente irritante. Además se hace cada vez más omnipresente en los medios de comunicación pues siempre acaba por conseguir que se hable de él. Naturalmente no está solo y le acompaña con fervor todo un ejército de fieles seguidores, de devotos grillos, que le secundan entusiasmados en su ra-ca-ra-ca habitual. Nos estamos refiriendo naturalmente a Federico Jiménez Losantos y compañía, que de momento son los únicos verdaderamente beligerantes. La guerra no ha estallado. No hay réplicas equiparables. De vez en cuando alguien balbucea algo a la contra como tratando de justificarse o defenderse siendo de inmediato escarnecido sin contemplaciones, pero, llevado el caso al límite, ¿será posible mantener la neutralidad, el distanciamiento y el sosiego a la vista de lo visto y de lo que nos queda por ver?
El objetivo supremo al que se consagran Jiménez y demás combatientes obedece a lo siguiente. Como se han encontrado (él y sus huestes) de repente con un nuevo «escenario», es decir, con una situación política nueva, no saben qué hacer[2]. Efectivamente, se trata de una situación nueva no prevista: la pérdida de las elecciones (2004). Los que perdieron se han puesto histéricos pues el poder es el opiáceo más adictivo que se conoce de todos los conocidos para determinadas personalidades, y cuando se pierde no hay cura posible hasta que no se recupera, al igual que el toxicómano no halla la paz hasta que se inyecta de nuevo la dosis correspondiente. Lo más prudente y sensato es acudir a una clínica especializada en desintoxicación de drogodependientes. Lo que tristemente no practican todos los atacados por tan grave padecimiento.
En consecuencia, de lo que se trata es de remover la historia todo lo que se pueda para demostrar que la maldad de la izquierda, la perversión de los socialistas en el poder, no es de hoy, ni de ayer, sino de siempre. Como el big bang nos queda a todos ya un poco lejos, se remontan a la revolución de Asturias de 1934 o a la proclamación de la República en 1931, llegado el caso, como prueba irrefutable de que allí comenzó la Guerra Civil, ergo los socialistas, como principales inspiradores de aquella rebelión, serían los responsables de la inevitable sublevación de julio de 1936, la cruel guerra, la inevitable dictadura y la traidora transición, que obligaría cuanto antes a hacer una segunda transición «definitiva» y «auténtica», de la que naturalmente se encargarían ellos, para que las cosas volvieran a su cauce natural. ¿Cuál es dicho cauce «natural»? Que gobiernen ellos siempre, «naturalmente». ¡Ah, qué placer les proporciona ahora a tanto crítico de la acción del actual Gobierno llamar con rabia «tonto solemne» a su presidente, que es el suyo, aunque no lo hayan votado…! Deben de ser los mismos (o sus hijos naturales o espirituales) que con la misma justa rabia y santa indignación salían a la calle a gritar en nombre de la justicia «¡Franco, asesino!», aunque los reos tampoco fueran de los suyos…
Es decir, se trata de imponer un «franquismo» sin Franco, un gobierno «de autoridad», formalmente democrático —qué remedio— pero debidamente vaciado de contenido, sirviéndose de toda la discrecionalidad posible que el poder siempre otorga (dentro, al límite o al borde de la ley), cuánto más si se gana por mayoría absoluta y no se dispone de un mínimo de autocontrol democrático. Y resulta que, justo cuando se aprestaban a proseguir tan encomiable tarea con renovado entusiasmo bajo el firme liderazgo del sucesor del sucesor del refundador, que tan eficazmente había preparado el terreno crispando a medio país en el infausto 2004 (ERC pasó bajo el gobierno del PP de 2 a 8 diputados, por ejemplo), ¡zas!, van y les birlan la ocasión nuevamente histórica los malos malísimos de la izquierda, los trileros de los sociatas en contubernio con los separatistas. ¡Como en el 36! Total, la izquierda siniestra y sus compañeros de viaje, la Anti-España de siempre, el melifluo «Zapatitos» (antes Azaña era «el verrugas» y otras lindezas), sus socios invertidos y resentidos son los máximos responsables de todos los males de la patria actuales y pasados al menos desde 1934 (desde Adán y Eva, ya puestos) hasta hoy mismo, con la salvedad del precario interregno de 1996-2004, cuando en España empezaba de nuevo a amanecer. Es decir, del golpismo socialista de octubre de 1934 al de marzo (días 12, 13 y 14) de 2004.
1. LA SUPERNOVA MEDIÁTICA
De entre los numerosos altavoces mediáticos de que dispone Pío Moa para colocar sus obras en el mercado del libro, convertido en un producto de consumo más en cualquier sociedad mínimamente desarrollada, destaca de entre todos ellos uno en particular (o dos, incluyendo a César Vidal). Se trata de una auténtica supernova, es decir, una estrella de luminosidad cegadora, de esas que sólo surgen cada cuatro siglos… por galaxia. Se trata obviamente del gran (es una manera de hablar) Federico Jiménez Losantos, convertido en el guardaespaldas ideológico de la actual derecha española, posición ideológica y defensa política tan aceptable o respetable en principio como su contraria, aunque resulta un tanto sorprendente dada la forma y fondo de su discurso observarla en quien tanto presume de «liberal». («Dime de qué presumes y te diré de qué careces», sentencia el Refranero). Suponemos que no se pretenderá a estas alturas hacer del liberalismo una filosofía de la equidistancia política, ideológica o moral… Pero, aunque así fuera, es obvio que si por sus actos (o palabras) les conoceréis, el señor Jiménez no encaja dentro de tan amplia y acogedora filosofía política ni con calzador. Nada más alejado de él que la «equidistancia» crítica en materia política o cultural; moral, quizá.
Si le style c’est l’homme, que decía Buffon, y es cierto que la cara es el espejo del alma, poco más cabría añadir para trazar su semblanza en beneficio de quien la ignore (lo que resulta poco menos que imposible a no ser que se sea ciego y sordo). Dado su peculiar estilo nos vemos tristemente obligados a elevar ligeramente el listón irónico-sarcástico de nuestros comentarios. Es ese tipo de personas que como no saben hablar quedo sino que tienen siempre el diapasón disparado obligan a cualquiera de sus contraopinantes que pretenda hacerse oír (escuchar sería completamente inútil) a elevarlo también. Es un hombre incapaz de debatir sobre ideas sin calumniar y personalizar sus desahogos biliares (Roviretxe, Zetapé, zetaperinos, masonazos, chequistas, zerolos, polanquistas, estalinistas, maricomplejines…). Como bien dijo Cicerón: «Así pues, cuando la acusación carece de argumentos, se recurre al ataque personal». Tal es siempre el gran argumento de Jiménez Losantos. La razón nunca ha necesitado imponerse a base de gritos e insultos, cae por su propio peso. A la vista de lo visto, oído y leído, no cabe sino constatar que es un auténtico impresentable como él mismo pone de manifiesto en cuanto empuña el micro o la pluma como si de una navaja cabritera se tratara para descuartizar a cualquiera que se le ponga a tiro.
No son de recibo nunca, ni siquiera en nombre de la libertad de crítica, su ilimitada capacidad de ofensa gratuita y su sectarismo patológico, impropios de un pretendido intelectual, escritor o periodista que se declara independiente e incomprensible en un ser humano al que presumimos mínimamente civilizado, por mucho que quiera vendernos sus segregaciones biliares este genuino cantamañanas bajo banderas o «principios liberales». «Eso» sí que no. No en nuestro nombre. «¡Aparta tus sucias manos de Mozart!»[3].
Jiménez Losantos se ha convertido por derecho propio en el gran mamporrero de la radio de los obispos, quienes, muy coherentemente con sus prédicas tradicionales, le renovaron no hace mucho su sustancioso (suponemos) contrato. Se lo merece. Pues qué hace Jiménez si no, de acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia, apelar día tras día a la bondad humana, a la necesidad de entendimiento entre nuestros congéneres, a la inevitable contingencia de las obras humanas, al imperativo cristiano de amarse los unos a los otros y de respetar al diferente, al pobrecito desnortado que no pide sino que aquellos más sabios que él le orienten en su triste y oscuro caminar. Qué hace sino mostrarse generoso con el más débil, más torpe o simplemente equivocado, e indicarle amorosamente el camino de la Verdad y la Vida insuflándole la luz cegadora que se desprende de su deslumbrante inteligencia y enciclopédica cultura, como corresponde a una genuina supernova. Qué hace sino ilustrar al iletrado y poner ejemplarmente la otra mejilla ante los agravios recibidos, devolviendo bien por mal y enseñando al que no sabe. Es todo un modelo, es más, todo un arquetipo. Un verdadero referente cristiano. Los obispos que le pagan deben de sentirse absolutamente satisfechos de cómo pastorea a su manada.
Frente al no sabemos si cristiano pero siempre recomendable suaviter in modo, fortiter in re, «el gran liberal» Jiménez Losantos se aplica con obtusa devoción a semejante divisa… Eso sí, dándole completamente la vuelta: «Siempre inane y banal de contenido pero cada vez más bufo y zafio de expresión». A su vez, su jefe, «el gran liberal» o aperturista o lo que sea, monseñor Ricardo Blázquez, sustituto de Rouco Varela, no se siente preocupado por la deriva agresiva, manipuladora, ofensiva y grosera de la COPE, pues es, según tan ejemplar obispo, muestra de la «pluralidad social» (sic) e incide en aspectos en los que otras emisoras no inciden…, nos dice. Desde luego. Los gritos entusiastas de «¡COPE!, ¡COPE!, ¡COPE!», y los aún más entusiastas de «¡Federico!, ¡Federico!, ¡Federico!», en la Puerta del Sol madrileña para festejar… ¡la Constitución!, nos recuerdan inevitablemente otras concentraciones no precisamente convocadas para enaltecer los valores del constitucionalismo, como los de «¡Fran-co!, ¡Fran-co!, ¡Fran-co!», de la igualmente madrileña Plaza de Oriente («¡Duce!, ¡Duce!, ¡Duce!», o «¡Führer!, ¡Führer!, ¡Führer!», en otros lares y en otras épocas). ¿Acaso vuelve el intelectual orgánico? ¿El Partido? ¿El Gran Hermano? Suponemos que no, pero lo parece. ¿Se imaginan ustedes concentraciones equivalentes gritando «¡SER!, ¡SER!, ¡SER!», o «¡Carles!, ¡Carles!, ¡Carles!»? Impensable. ¿Por qué?, pues precisamente por eso, porque no existe hoy en España, afortunadamente, un extremo opuesto a esta extrema derecha que se empecina en agitar y dividir a los españoles de distintas ideologías y opiniones. La decencia y la ética del periodista, como la de cualquier otro servidor público, al igual que la de cualquiera que se sienta ciudadano y no simple borrego, no sólo se deben dar por supuestas sino que es exigible que se hagan manifiestas. El primer paso sería tratar de apelar a la inteligencia y al raciocinio del ciudadano que nos escucha o del lector que nos lee, y no a las tripas o a ese lugar donde la espalda pierde su santo nombre de los simples secuaces.
Que el presidente de la Conferencia Episcopal española nada menos confunda el culo con las témporas…, el sagrado derecho de opinar con el «pluralismo» y la liberticida actitud de insultar y ofender sin medida, con decir «cosas» que otros no dicen, nos parece grave. El fin, por lo que parece, justifica los medios, lo que no obsta para que la Iglesia católica se siga rasgando hipócritamente las vestiduras ante la sola mención de Nicolás Maquiavelo, al que, por otra parte, aún no ha entendido, y ya ha llovido. La Iglesia, aunque apela a la bondad de puertas afuera, pues tal manda la doctrina oficial (Evangelios, catecismos y demás textos sagrados), se aplica religiosamente a la cínica manifestación de que una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo. Todavía no se ha enterado de que la maldad (aunque nos beneficie) es un fracaso de la inteligencia[4]. No digamos de la moral cristiana o de la simple ética que con tanto afán le exige a su adversario, siempre demonizado, de acuerdo con su peor tradición e incapaz por supuesto de actuar con nobleza o desinteresadamente, como parece que exige la doctrina cristiana que tanto predican desde sus púlpitos.
Hubo unos siniestros tiempos en que a los «rojos» (cualquier discrepante o indiferente) se les hacía comulgar a cristazo limpio. Por lo visto, hoy los obispos consideran que el mejor método de evangelización para con el adversario político, convertido por ellos en feroz y sanguinario «enemigo» contra el que todo vale, no es otro que el exabrupto desabrido y la chocarrería inherente al disminuido o acomplejado. ¿Pero no habíamos quedado en que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios? ¿No hay que predicar con el ejemplo? ¿No es por los propios actos como habremos de reconocernos los unos a los otros? Pues no. Todo vale en nombre del Señor, del Señor de los Ejércitos, del bendecidor de cruzadas, no del infinitamente justo y misericordioso que predican pero que traicionan a diario.
La COPE, muy coherentemente con su mandato divino de servir ante todo a «la Verdad» trascendente de los asuntos mundanos, no cesa de incorporar colaboradores de reconocido prestigio en su ámbito profesional. Como Miguel Ángel Rodríguez, el famoso MAR, como cariñosamente se referían a él su legión de admiradores cuando, como portavoz del primer Gobierno de Aznar, pasara lo que pasara, jamás dimitió de ofrecer una información transparente, objetiva y veraz, lo que le hizo adquirir merecido prestigio como gran comunicador. Así, una vez que dejó de prestar sus importantes servicios al entonces presidente del Gobierno y futuro Señor de las Azores, pudo ganarse unos dinerillos (vamos, que se hizo millonario a la velocidad de la luz) desde su empresa de publicidad con especial dedicación a las campañas del Partido Popular o a las provenientes de la sala de máquinas monclovita, que requería de continuo sus impecables servicios profesionales, considerablemente superiores a los demás colegas, cuya consabida incapacidad profesional es más que manifiesta, como lo prueba que no paren de acaparar premios en todos los certámenes internacionales de publicidad. Felicidades, pues, a la exigente audiencia de la COPE por su fichaje. Otra reciente y brillante adquisición ha sido la del célebre psiquiatra Aquilino Polaino, que muy coherentemente con el ideario de la emisora se responsabiliza de un programa dedicado a la educación y a la familia, aparte de proseguir su consultorio sobre sexo dentro del programa vespertino La tarde con Cristina. De nuevo felicidades a la audiencia de la emisora de los obispos por la incorporación de un primer espada de reconocido prestigio y proyección internacional cuya obra no deja de ser citada en todo tipo de institutos avanzados y centros de investigación sobre la mente humana de todo el mundo. Con el refuerzo «cultural» de uno de los grandes genios de este milenio (César Vidal) ya puede ponerse toda la audiencia en trance de ver a Dios.
Por eso, ante el acoso que el pobre don Pío (de equivalente autoridad científica y reconocido prestigio internacional en materia histórica) estaba recibiendo de la piara rojinegra, el señor Jiménez, como buen cristiano, ha acogido y dado paternal protección a este incomprendido historiador calumniado y perseguido por los jabalíes izquierdistas, y lo jalea a la menor ocasión que se le presenta. Por la tarde ya cuenta con la artillería pesada del teólogo especialista en ocultismo César Vidal, que no puede privarse del púlpito correspondiente de todo cura vocacional, desde donde aleccionan a la plebe ignara que los contempla o los oye ensimismados o aburridos. Jiménez se encuentra entregado en cuerpo y alma, desde su programa cotidiano «La Mañana de la COPE» y desde su columna diaria de El Mundo, a la muy noble causa de denunciar a los principales responsables de todos los males de la Patria y, por extensión, del mundo mundial. Reparte cera incontinentemente al Gobierno socialista y a cualquiera que lo defienda o aparente tener la menor concomitancia ideológica con Ferraz (sede del PSOE) o la Moncloa (Presidencia del Gobierno). Basta escuchar al señor Jiménez unos breves minutos cualquier mañana camino del trabajo o leer frente al croissant y el café con leche matinales una de sus columnas en un día inspirado para, efectivamente, tomar plena conciencia de que nos encontramos ante una auténtica supernova.
Cadena COPE, 09.00 h. del lunes 2 de mayo de 2005. «Podríamos decir…», tratando de imitar su ejemplar estilo y el no menos brillante del señor Zaplana, recientemente puesto en circulación en sede parlamentaria a raíz del desgraciado accidente de un helicóptero en Irak, que The King of the Hooligans of the Spanish Waves, Mister Bishop’s Gnome… («pero no lo decimos ni lo vamos a decir nunca», ésta es la aportación estilística del portavoz parlamentario del PP). Diremos que el rey del periodismo radiofónico hispánico y simpático señor de los obispos se refería tal día, hablando de Martín Villa, presidente de Sogecable, con motivo de la concesión del premio «leonés del año» otorgado a José Luis Rodríguez Zapatero, a «esa alianza de civilizaciones» (no explica la gracia). ¿Los dos apellidos de los susodichos? No; no debe de ser eso pues menciona rápidamente a su bestia negra (Polanco, ya saben, el presidente del grupo Prisa) y cabe inferir de ello que por ahí (?), dado el cargo actual de Martín Villa, debe de ir la cosa civilizatoria (?).
Un colaborador del programa le va soplando al… (podríamos decir pero no lo decimos ni lo vamos a decir nunca) señor Jiménez la estancia del presidente José Luis Rodríguez Zapatero por tierras leonesas con motivo del galardón concedido que glosa con malicia y retintín. Se conoce que hacer leonés del año a un caballero que, aparte de ser paisano, acaba de ganar unas elecciones generales que le han catapultado a la Presidencia del Gobierno es una lamentable alcaldada. El gran periodista aprovecha para hacer befa y mofa de la paridad femenina defendida por el Gobierno pues, tal como aludió el mismo Rodolfo Martín Villa, también leonés, en el acto, de los 33 premiados hasta ahora sólo uno es mujer. Ahora, comentan jocosos tan ejemplares profesionales de las ondas sonoras, que al pasar a votar Rodríguez Zapatero en el próximo premio como miembro del jurado, podrá éste empezar a invertir la tendencia machuna del voto. Se conoce que el presidente del Gobierno tendrá facultades especiales para premiar a quien le dé la gana y empezar a imponer la paridad de género defendida en su programa electoral. Así que es lógico que se irrite la supernova, que se encuentra verdaderamente inspirada y dice que por qué no le dan uno (un premio de ésos se sobreentiende) «a Sonsoles» (sic). Al parecer debe de cenar con frecuencia con la mujer del presidente del Gobierno y se permite ese trato tan franco, para equilibrar algo el intolerable asunto paritario.
No sólo el señor Jiménez estaba inspirado ese día. El resto de ejemplares «profesionales» de la radio que siempre acompañaba a este gigante mediático (discúlpennos el exceso metafórico) y le corean sus gracias están a la altura informativa requerida de distanciamiento, objetividad, mesura y buena crianza y aluden a que el presidente emocionó a su padre cuando dijo que él había pasado de ser el hijo del capitán Juan Lozano a ser el padre de Rodríguez Zapatero, y que a él le pasará lo mismo con sus hijas Laura y Alba. Intolerable. Tales comentarios no pueden quedar impunes, así que en uno de sus característicos rasgos de ingenio (The King of the Apes of the Yellow Waves podríamos decir pero, como se ve, no lo decimos ni lo diremos nunca) dice que el presidente piensa instaurar una dinastía y que, dada la dificultad de gobernar a pares, mejor fuera que una de ellas ingresara en el PSOE y la otra en el PP y así no habría problemas de gobernabilidad y, gran ventaja, todo quedaría en casa. (¡Já, já, já!, para troncharse de la risa, vamos).
A continuación le siguen soplando que el presidente regresará ya para comer a la Moncloa y, en otra nueva y cegadora muestra de las celebradas ocurrencias que caracterizan a nuestro indiscutible «rey» (de la selva mediática, podríamos decir, pero no lo decimos ni lo vamos a decir nunca) de la radio matutina, va y dice que cómo no se detiene el presidente a comer botillo con «su amigo» (amigo de él, con fuerte retintín) Luis del Olmo. («Si la envidia fuera tiña, ¡cuántos tiñosos habría!», nos sigue ilustrando el Refranero). La verdad es que le comprendemos, Luis del Olmo no sólo es un gigante de la radio sino que, evidentemente, le mira al King de arriba abajo en todos los órdenes y eso siempre escuece, sobre todo cuando se refiere a Jiménez apenas como un «pequeño talibán de sacristía». Sólo escuchar a Luis del Olmo y a continuación cambiar de dial para oír a Jiménez nos produce la misma sensación que pasar de la ensoñación de un Stradivarius a la ensordecedora realidad de una carraca de feria.
Un último ejemplo, pues el papel es caro. Cadena COPE, 09.05 horas del miércoles 9 de noviembre de 2005. El señor Jiménez y sus contertulios comentan, no jocosamente sino enfurecidos esta vez de santa indignación, unas declaraciones del entonces ministro de Defensa señor Bono lamentándose de que los obispos apoyen las manifestaciones contra el Gobierno y no sigan el ejemplo del obispo de Palencia, que abandonándolo todo se ha marchado a vivir a una comunidad de desheredados del mundo para compartir con ellos la fe cristiana y a ayudarles en lo que pueda, ejemplo que a él como cristiano y socialista le conmueve. ¡Un!, ¡dos!, ¡tres! ¡Segundos fuera! Empieza la juerga. Toma la voz y la palabra (que me perdone el poeta) el señor Jiménez para insultar (sic) sin el menor respeto ni contención al ministro por tales declaraciones (al parecer de juzgado de guardia), tras lo cual afirma que por qué no renuncia (el ministro) a «sus mansiones» (sic), coches, salarios y demás y sigue la senda de tan ejemplar obispo. Demagogia se llama la figura. Dice Jiménez que lo que querría Bono es que hicieran lo mismo todos los obispos españoles, ya que así él, en plan llanero solitario, podría aspirar a cardenal… ¡No!, rectifica [ya que hay que ser sacerdote para tal y a tanto no alcanza el ministro], ¡a Papa! [que, paradójicamente, se puede ser teóricamente no siendo ni siquiera sacerdote]. Gracioso, ¿no? Y adivinen qué otro epíteto (el más suave de todos los que entre tanto hipido profiere sin descanso) le endilga a continuación al ministro. «Demagogo». Sí, demagogo (orador que intenta ganar influencia mediante discursos que agiten a la plebe, según el DRAE). ¡Y lo dice él!
La COPE, precisamente por ser lo que es, debería tener más presente que cualquier otro medio de comunicación lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio o lo de predicar con el ejemplo. Como bien dice su publicidad apelando a la fe (creer en lo que no se ve): «Nosotros no crispamos, sólo informamos» (sic). Tal cual. Evidente. Obvio. Indiscutible. Pero no queda ahí la cosa. A continuación, entre risas y burlas aluden Jiménez y el resto de conmilitones mediáticos que le acompañan en debate de tan alta enjundia intelectual y política a que el alcalde de Madrid, Ruiz Gallardón (otra de sus bestias negras), y el ministro se han puesto de acuerdo para no postularse para el mismo cargo y que, naturalmente, semejante contubernio es cosa de la masonería y, concretamente, de la logia matritense donde el alcalde y el ministro se confabulan secretamente para repartirse los cargos futuros… (tú, a la Comunidad de Madrid, y yo, a la alcaldía madrileña…). Semejantes masonazos son de distintos partidos pero de la misma logia…, así que ya se arreglarán entre ellos. Según estos patrióticos comentaristas, se empieza por ahí y, como antaño, esta conspicua ralea acabará como las aves carroñeras disputándose entre ellas los últimos despojos de la desmembrada Patria. Definitivo. Ruiz Gallardón ha acabado optando por querellarse contra la supernova ante las vilezas que le prodiga, que no conocen el menor límite (como acusarle de querer hacer carrera política sobre los cadáveres del 11-M). Ejemplar, señor obispo, ejemplar. Hay que destruir al alcalde madrileño. ¿Por qué? Porque es el arquetipo de la falsa imagen que Jiménez trata de proyectar de sí mismo. ¿Cuál? Su destacado, declarado y manifiesto «liberalismo». Él, Jiménez, sería el auténtico y más genuino representante de tan manoseada ideología. Tiene la exclusiva, el monopolio. Ni siquiera Mariano Rajoy (ese «maricomplejines») puede ser calificado de tal. (Cada vez parece más cierto). Así que cuidado con pisar mi finca. Aquel que ose ocuparla (Gallardón simplemente está, y desde bastante antes que él, que es de origen izquierdoso) debe ser eliminado sin contemplaciones. En realidad, Jiménez practica la típica autopunición del penitente, se impone un ratito el liviano cilicio con el que los clérigos hipócritas tratan de alcanzar el perdón de sus pecados. También pudiera ser apenas un síntoma más de la paranoia aguda que aflige a nuestra supernova mediática. No hay más que mirarle la cara.
A raíz de las obligadas escuchas «coperas» de lo que antecede casi nos estrellamos ante el ataque de risa continuado que nos produjeron en tan breve tiempo los sobresalientes rasgos de ingenio de este cantamañanas superlativo de las ondas sonoras matutinas y su profesional tropa de apoyo logístico. ¿O fueron ganas de vomitar? Y sólo en cinco minutos. Pinchamos en ambos casos el buscador del dial radiofónico a toda velocidad por mero sentido de la responsabilidad para no seguir poniendo en peligro la seguridad vial. Nos amenazan las autoridades con multar a quienes conduciendo hagan uso del móvil. Bien hecho, pero ¿no la pone en un riesgo muchísimo mayor el conductor que escuche a este individuo? ¿Y qué me dicen de la propia salud mental, el bien más preciado a preservar de los muy escasos de que disponemos, si nos mantenemos expuestos a las radiaciones sonoras del señor Jiménez más de cinco minutos? Que tomen nota las autoridades correspondientes para prevenir terminantemente del grave riesgo sanitario que conlleva escuchar mientras se conduce «éstas son las mañanitas…» que canta (the King of the Apes of the Yellow Waves, que podríamos decir, pero no lo decimos ni lo diremos nunca). Aparte de que podríamos provocar un accidente y perder de golpe y porrazo los 12 puntos del nuevo carné de conducir, hemos consultado con nuestro médico de cabecera si podría resultar dañino para nuestra salud escuchar o leer al señor Jiménez y, algo alterado, nos ha prohibido terminantemente seguir incurriendo en semejante deporte de alto riesgo neuronal si no queremos hacer saltar por los aires nuestra tensión arterial y estrellarnos o acabar perdiendo la sesera. Nos ha asustado, la verdad, así que pensamos obedecerle a rajatabla. La seguridad vial y la mental de la ciudadanía, empezando por la propia, ante todo.
Pues sí, señoras y señores, este tipo es uno de los más distinguidos supporters, si no el que más, de Moa Rodríguez. Este «pájaro pinto hertziano» (podríamos decir, pero no lo decimos ni lo diremos nunca) es uno de los más firmes avales intelectuales de nuestro nuevo gigante de la historietografía. Claro que Dios los cría y ellos se juntan. ¡Polanco! ¡Polanco! ¿Dónde estás? Si este hombre —Polanco— es la representación del Mal Absoluto para este tipo de gente, está claro que más que el Anti-Cristo debe de ser el verdadero Dios, así que puestos en semejante tesitura nos apuntamos de cabeza a la recua polanquista… Poniéndola a parir este individuo como la pone, día tras día, mañana, tarde y noche, de viva voce o por escrito, y habida cuenta de quién es él, a los intereses que sirve, y los métodos que utiliza, la conclusión parece lógica: si no suele ser tan fiero el león como lo pintan, tampoco debe de resultar tan siniestra la banda de Polanco. Debe de ser, por simple contraposición, la mismísima corte celestial amorosamente guiada por el padre de Dios vivo: el Sumo Creador. Por lo visto tenemos, sin que nos hubiéramos dado cuenta, nada menos que al impoluto y níveo arcángel San Gabriel anunciando nada más que buenas nuevas, de un lado, y del otro, al mismísimo Belcebú resoplando plomo fundido y azufre por sus inmensas narizotas y hediondas fauces. Que no nos pongan a lectores y oyentes en tan dramática disyuntiva, que nos perdemos…, si no estuviéramos ya «definitivamente» perdidos.
Ciertamente hay intereses mediáticos duramente enfrentados que llevaron a Leopoldo Calvo Sotelo a decir en sus memorias: «Qué penosa situación / la situación en que están / los que huyendo de Cebrián / fueron a dar en Ansón»[5] (hoy Anson). O en Pedrojota, claro. Pero la comparación de Calvo Sotelo, normalmente hombre ponderado y de juicio sereno, no resiste el análisis, puesto que sitúa en extremos contrapuestos valores y concepciones que, de tan heterogéneos, imposibilitan la comparación, pues aunque los extremos más extremosos acaban pareciéndose tanto que parecen los mismos, no es el caso. No se trata de los extremos políticos polares de Churchill que resultan indistintos para morir de frío en el Ártico o en el Antártico sino de optar vivir entre hielos permanentes o en cualquier zona templada donde, de acuerdo con el político británico, la vida se hace más llevadera[6].
¿Qué tiene que ver la SER con la COPE o La Razón o El Mundo con El País o la «canela fina» o los «comentarios liberales» de Anson, Ussía o Jiménez con cualquiera de las columnas o artículos de Pradera, Aguilar, Ramoneda o Juliá? ¿Qué tiene que ver Francisco, antes Gabilondo, con Jiménez o Vidal? Todavía hay clases. Lean, escuchen y comparen. Y elijan, por supuesto. También se dijo en algún momento de la transición o de la pretransición por alguna esclarecida luminaria de entonces que entre la revista Triunfo (vivero demócrata infestado de progresistas opositores a la dictadura franquista en peligro de cárcel o cierre permanentes) y el periódico El Alcázar (órgano de expresión de la extrema derecha golpista con patente de corso siempre dispuesta a golpear las cabezas ajenas y cerrar el paso a cualquier veleidad «aperturista») existía un plácido «centro» al que tan lúcido hermeneuta decía apuntarse. Qué vista, qué aberración comparativa. En materia informativa si se presume de independiente, el distanciamiento crítico, la objetividad analítica y las buenas formas son siempre planta de obligado cultivo, pero voluntaria, claro, y tan escasa como la inteligencia misma.
Carmen Rigalt, colaboradora en el mismo periódico que Jiménez, decía tratando de entender tan singular fenómeno mediático que:
El dinero no conoce la fidelidad ni la vergüenza. Cuando hay dinero, enseguida salen babosos dispuestos a poner el culo.
Federico Jiménez Losantos (de ahora en adelante, simplemente Federico) reparte leña y también la recibe. Tanto da, tanto cobra. El fenómeno Federico surge como respuesta a los abusos socialistas. Ahora el abusón es él. Hace un uso desmedido de la palabra y la gente se excita con sus exabruptos. Cada vez son más los que lo buscan a él en el dial. Unos para cabrearse, otros para regocijarse, y el resto para despertarse. Federico es el mensajero que le faltaba a la derecha: inteligente, faltón y seguramente ateo[7].
Es demasiado amable, y además se equivoca. Jiménez es el indiscutible campeón de campeones. Nadie insulta como él. Al menos con la misma zafiedad. Por el camino que lleva acabarán escuchándole únicamente aquellos que necesitan alimentarse de odio diariamente para poder subsistir. Ni para cabrearse, ni para regocijarse, ni para despertarse, sino para poder odiar mejor. Todo un placer odiar al otro pues, como bien expresivamente dijo Sartre: L’enfer c’est les autres. Cualquiera que no sea de los míos, cualquiera que no comulgue «uncido» a mis ideas y planteamientos debe ser condenado, expulsado o precipitado a los infiernos. «¿Por qué escuchas a Jiménez?», podría ser una pregunta de una macroencuesta del CIS para proporcionar a psiquiatras y sociólogos un rico material documental de estudio y análisis. La respuesta acabará por ser: «Para poder odiar un poco más». Ésa es la razón suprema de su pobre existencia, sin la cual la vida al parecer no tiene sentido. Un gran comunicador «social» este señor Jiménez que no sabe sino apelar por sistema a lo más bajo (sin ánimo de señalar) del ser humano, ya que evidentemente, ahora, no nos referimos a los pies sino a la zona media (anterior y posterior) de la anatomía humana…
Así empiezan todas las guerras civiles… La nuestra surgió de la confluencia de varios factores entre los cuales la pobreza, la ignorancia y el odio (de clase, político e ideológico) fueron probablemente determinantes. De los tres hemos conseguido los españoles zafarnos de los dos primeros poco a poco en medio de grandes dificultades y contando con la buena voluntad de la inmensa mayoría de los españoles. Para librarse del último, gracias a tan esforzado patriota y otros como él, parece que habrá que esperar algo más. Pobre diablo. Hay algunos feos y bajitos que, aun inteligentes, son incapaces de aceptar las dos primeras consecuencias de la jugarreta que les ha hecho la naturaleza, y ponen la tercera al servicio del odio más fervientemente militante de su propia causa para compensarse de sus propias carencias. O bien acaban matándose entre ellos (en cuyo caso hay que tener mucho cuidado con los daños colaterales) o se suicidan mordiéndose la lengua, es decir, clavándose el propio aguijón, en medio de cualquiera de sus enfebrecidos paroxismos. Si no se produce ninguna de esas alternativas no hay más salida para la gente normal y corriente con un poco de sensatez que armarse de paciencia, pues tales personajes son un problema irresoluble en una sociedad democrática y civilizada, y los demás no podemos permitirnos el lujo de perder los nervios.
2. UN LIBERAL DE TRONÍO
Como pasar del maoísmo al fascismo verbal sin estadías intermedias es un poco fuerte, nadie que realice semejante viaje en una u otra dirección admitirá jamás haber llegado a la estación término, pues sería una manera de reconocer que seguimos estando donde siempre hemos estado, ya que los extremos se tocan. Si se ladra, da igual hacerlo en do que en re. Y si se puede seguir barbarizando, que es lo que de verdad resulta excitante, mejor que mejor, se le da la vuelta al carné y ya está. Como esos nazis que no saben ni cómo es la esvástica que, sin embargo, asumen como símbolo de su ausencia de pensamiento y la giran a la izquierda cuando pintarrajean semejante monigote en las paredes, o aquellos nuevos falangistas rojinegros provenientes del anarquismo más brutal por lo que ni siquiera tuvieron que cambiar los colores de su bandera. Así que lo que hacen estos tránsfugas de la política de principios tan volubles es afirmar por activa y por pasiva que ellos lo que de verdad han sido siempre y son es liberales de tronío… ¿Quién no ha cometido algún pecadillo radical en su juventud? ¿Quién no se ha extralimitado dogmatizando sobre un par de ideas simples recién cogidas con alfileres? El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Así que todos liberales hasta los tuétanos o hasta las cachas. Pero hechos son amores y no buenas razones…, y hay biografías biodegradables y otras absolutamente desagradables.
Todas las comparaciones son odiosas pero algunas más que otras y especialmente injustas. No hay que restarle méritos a Jiménez respecto a su proverbial y acreditado liberalismo, que tiene sobradamente acreditado. Ganará siempre por goleada. No hay equivalencia posible. Habría que ponerse a su nivel y tal es francamente difícil pues en su caso hay que bajar tanto que podríamos resbalar y abrirnos la cabeza. No existe contraejemplo que oponerle de similar proyección mediática. Respira liberalismo, tolerancia y ponderación por todos y cada uno de los poros de su cuerpo:
Es difícil encontrar una mezcla tan acertada de estulticia y obcecación como la del Presidente del Gobierno (…) Es difícil interpretar los vaivenes casi epilépticos del pensamiento zapateril (…) es un aliado de los enemigos de Occidente (…) tiene tanto miedo como poca vergüenza[8].
Un lenguaje limpio y transparente muy propio de un liberal de tronío.
El liberal Jiménez, suponemos que en su calidad añadida de «historiador», participa plenamente de la opinión del «Gran Maestro» y del destacado discípulo cuando dice: «La izquierda manda por completo en la historiografía e impide que haya una visión real de la Guerra Civil»[9]. Como puede apreciarse, forma este grupo al que venimos aludiendo un todo ideológico perfectamente coherente. Repiten como loros lo mismo en todas partes aunque no prueban nada de lo que dicen. ¿Y dónde dice Jiménez tal?, pues en el seno de un curso de verano de la Universidad Complutense (una de las tantas universidades sectarias y/o masónicas denunciada por Cierva, Moa y adscritos), menos cuando se le encarga a él que dirija alguno celebrado en El Escorial. Y lo dice nada menos que en su calidad de director de uno de ellos dedicado a «Las siete muertes de la República», asistido por su fiel edecán en funciones de secretario, José María Marco, otro liberal de tronío, y otros destacados especialistas y fervientes admiradores de Franco como Ricardo de la Cierva y el general Rafael Casas de la Vega, o el filósofo Gabriel Albiac, o el exlíder del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista) y conocido escritor Víctor Alba. Un «equipo», como se ve, completamente liberal aunque un tanto heterogéneo y contradictorio si de lo que se trata es de poner a parir o demonizar a la II República desde esa derecha e izquierda extremosas que, indefectiblemente, acaban por juntarse. Así tan compacto equipo puede, desde las más plurales perspectivas, despacharse a gusto y, dada su más que demostrada eficacia, certificar no ya la muerte sino el asesinato de la II República española. No cabe duda de que saben de lo que hablan. Por lo que se ve no es tan fiero el león como lo pintan ni tan desmesurado el «control» universitario de la izquierda sobre la Guerra Civil como para que el liberal Jiménez Losantos venga a insuflarnos un poco de sano liberalismo y no pueda montarnos su happening guerrero particular con un apoyo intelectual «franco-filosófico-poumista» (que ya es simpática la combinación) de altura en los cursos de verano de la primera universidad del país, «controlada» por esa izquierda sectaria que tanto denuncia y que, naturalmente, no puede soportar al verdadero liberalismo que él y su equipo tan dignamente encarnan.
A pesar del genuino liberal que pretende ser, a Jiménez no le gusta nada la crítica que pueda hacerse a sus aportaciones historiográficas, algo consustancial al mundo académico, por más que estén más que fundadas y provengan de especialistas en la materia de cuya solvencia profesional no caben dudas (Javier Tusell o Santos Juliá, por ejemplo, a propósito de su libro sobre Azaña). Pero nuestro liberal, coherente siempre con su propia ideología, sólo admite el halago fervoroso. Caballero él donde los haya, se aprovecha del privilegio de disponer de una columna de prensa diaria para disparar a discreción desde su privilegiada atalaya, al igual que hacía el nazi loco de La lista de Schlinder. Lo hace sobre cualquiera que a él le peta y que no dispone de similar arma o, simplemente, si dispone de ella, se niega a usarla indignamente como hacen los jugadores de ventaja. Les insulta y les denigra hasta que se aburre o le da su real gana sin dejar pasar ocasión de aplicarles el correspondiente rejón de castigo.
Nuestro gran liberal, a raíz de la publicación de un libro de su jefe sobre la figura del conde de Barcelona, que la proverbial tontería de Anson se empeña siempre en rebautizar como Juan III, como si don Juan hubiese sido alguna vez coronado (salvo la corona de espinas que siempre le impuso el general superlativo), arremetía con su pretendido gracejo contra «Fray Tusell», al que calificaba de «frailecico democristiano» (nada más propio de un liberal que mofarse de un cristiano demócrata), pero no porque criticase a Anson sino porque lo había criticado a él y así le servía de excusa para, aparte de un poco de peloteo al jefe que nunca viene mal, soltar un par de regüeldos de paso, de los que es incapaz de privarse. Uno de ellos especialmente dedicado a la «cuadra de Polanco». El otro se centraba en la «fechoría» [criticar con fundamento su libro] perpetrada por Tusell, del que decía que le tenía inquina, en forma de «puñalada en El Mundo con el estilo sacristanesco, presuntuoso y cobardón que le permite su prosa. Nada importante. Salvo él y el escriba felipista Santos Juliá» [al que dice reservar para otra ocasión], «Tusell añade a su condición retorcida la de avaricioso y pesetero». Caramba. Meros ataques personales, desahogos biliares, pero argumentos ni uno. Lo que se dice un intelectual de pura cepa, un liberal de tronío.
Todo ello a modo de «Comentarios liberales», tal como titula sus colaboraciones predicadas desde el liberal ABC[10], que pronto transportaría al no menos liberal El Mundo para excitación de sus nuevos lectores liberales, pues no creemos que ningún columnista haga periódico y se lleve a sus admiradores detrás de él cual nuevo flautista de Hamelín. Son los periódicos los que generan sus propios intelectuales orgánicos, hasta que se salen del guión. Su proverbial independencia de criterio puede comprobarse en los sucesivos halagos dedicados a sus correspondientes señoritos. Ayer, Luis María Ansón (hoy Anson), en el mentado ABC y, al día de la fecha, Pedro José Ramírez en el acogedor El Mundo. No queremos ni pensar lo que podríamos llegar a leerle u oírle del hoy perverso Polanco si éste le ofreciera comprar o alquilar su independiente pluma y lengua para ponerlas a su servicio. Debidamente tasado (si lo hiciera a su altura moral real no se arruinaría), demostraría fehacientemente que quien sirve para un roto vale también para un descosido. Como puede apreciar cualquiera que le oiga (escucharle es más difícil pues enseguida se alborota y eleva el tono) o le lea (sin babear más de la cuenta ante su preclara pluma), sumido en todo su esplendor, podrá comprobar su particular «cruzada liberal» dando palos de ciego (más que dialécticos, simplemente demagógicos y abiertamente calumniosos) a quien decide poner en su punto de mira. Por ejemplo:
Entre los barones, la falta de lecturas y la basura ideológica que debe de estar suministrándole la cofradía de la checa —Aróstegui, Reig Tapia, Casanova, Santos Juliá— lleva Zapatero ya una larga temporada dando tumbos en materia de Historia, ideas y política. Ya sabemos que para los Haro Tecglen de guardia (ayer guardia de Hitler, hoy de Stalin y, a ratos ya, guardia de ETA) todo crimen con intención genuinamente roja o revolucionaria no es crimen, sino propaganda por la acción, sacrificios inevitables para hacer saber al mundo que ha llegado la hora de la verdad. Su verdad[11].
Sorprendente. Debe de haber algún error en su información dado su rigor documental, su reputada capacidad hermenéutica de analista riguroso y desapasionado, ejemplarmente comedido y templado en sus juicios aunque, esta vez, ha elevado «ligeramente» la retahíla habitual de sus siempre bien construidos y fundamentados argumentos. Nosotros no pertenecemos ni hemos pertenecido a cofradía alguna, nunca. Tampoco suministramos nuestra propia basura a nadie sino que la depositamos cívicamente para su debido reciclaje en los contenedores correspondientes, grises, azules, verdes y amarillos, que los ayuntamientos ponen al servicio del ciudadano (podría él aprender), ni hemos detectado jamás —si se nos disculpa esta alusión tan íntima— el menor impulso sádico o criminal propio de los «chequistas» reales o imaginarios que pretende denunciar ni siquiera en sueños (el inconsciente es muy sabio), ni hemos asesorado jamás desde nuestra irrelevancia política a nadie tan principal como el entonces líder de la oposición y hoy presidente del Gobierno, al que no hemos tenido siquiera la ocasión de saludar en la distancia cual intrépido reportero de «Caiga quién caiga». Tampoco nos apuntamos en tiempo y sazón como tantos que lo hicieron, y con verdadera ejemplaridad, al PCE, ni siquiera para ser más eficaces contra Franco tratando de establecer un mínimo de coherencia intelectual entre nuestra concepción de mundo, nuestro compromiso político y nuestra adscripción ideológica, por lo que malamente hemos podido vivaquear en las lindes del estalinismo sin previamente haber abrazado la síntesis marxista leninista del gran Lenin, después adobada con un poco del Libro Rojo del Gran Timonel, Mao Ze Dong, como otros mucho más listos (donde va a parar) que nosotros sí hicieron.
Jiménez, sin embargo (y es que siempre ha habido y habrá clases), bajo los pliegues de la bandera roja de la hoz y el martillo («pensamiento Mao Ze Dong», como lo escribían entonces sus iluminados seguidores) a lo mejor hizo algún cursillo fundamentalista de «chequismo» teórico o práctico para destacarse (ya hemos dicho que no da la talla) de sus esforzados compañeros de partido y soñó con poder someternos a sus irreverentes contradictores al potro de la tortura.
Con todo, lo mejor suyo fue la… ¿basura ideológica o comentarios liberales? (llámelos el lector como quiera) que él personalmente le estuvo suministrando día tras día a El Señor de las Azores (con el que seguro que ha hablado catalán en la intimidad más de una y más de dos veces), con vistas a la derrota felipista y el previsible triunfo del aznarismo, cuyo inmarcesible líder no tuvo a bien, cuando accedió al poder, concederle a este personajillo melifluo la más liviana canonjía. Se dijo que iba para ministro de Educación. ¿Se imaginan? ¡Qué horror, que inmenso horror!, da sólo pensarlo. Gracias, señor Aznar, rendidas y sinceras gracias por habernos privado de semejante experiencia.
Y es que hasta para ser miserable hay que tener cierta altura de miras. Pero comprendemos que tal resulte imposible hasta para Jiménez Losantos, que aun dotado de tan buena vista no alcanza a ver más allá de las puntas de sus zapatos. Tras la muerte del escritor y periodista Eduardo Haro Tecglen, que pasaba de él olímpicamente, este caballero, este genuino liberal, le dedicó una de sus columnas, indignado ante la noticia de que el alcalde de Madrid Alberto Ruiz Gallardón (que, como pueden imaginar, también salió calentito del envite) iba a dedicarle una calle. Ya sin poder contestarle con el silencio de su desprecio, Haro Tecglen debió de mirarle inevitablemente de arriba abajo cuando se refirió a él, una vez más, aun muerto, como «la Momia» y uno de los ideólogos guerracivilistas más feroces del imperio de Polanco, por lo que «a la Momia no le pueden dedicar una calle sino una zanja, y eso nos acerca mucho a la fosa, homenaje adecuado para un chequista de vocación. Y ya puesto, Gallardón puede dedicarle otra fosa, ésta común, a Carrillo»[12]. Verdaderamente ejemplar, señor obispo.
Federico Jiménez Losantos se ha autoconstituido en el Gran Pope ideológico de la derecha más agresiva bajo los pliegues de un supuesto liberalismo que, a la vista está, brilla por su ausencia. Es uno de los más destacados representantes de los «críticos» que ridiculizan por sistema el mero enunciado de cualquier planteamiento verdaderamente liberal y progresista apenas hijo del «analfabetismo progre que domina la vida intelectual española». Es más, «el pensamiento único», con esa capacidad de manipular los conceptos y hacerles decir lo contrario de aquello para lo que fueron creados, sería en realidad el que se hace…
desde las cátedras del pensamiento y la comunicación dominantes en el mundo occidental, que son las de la izquierda. Nunca en la España del siglo XX, ni durante la Segunda República, ni en la Guerra Civil, ni en el conjunto del exilio o del franquismo se ha producido una conjunción de unanimidades como la de ahora en torno a lo que políticamente se debe pensar, que es una especie de izquierdismo sentimental, con un chorrito de cristianismo, unas gotas de ecologismo, su pizquita de liberalismo de mercado y un respeto religioso, no exento de terror, para con el tribalismo nacionalista[13].
¿Se puede hacer más demagogia en menos espacio? Difícil. Este controvertido periodista y destacado «intelectual orgánico» del PP se sirve hasta del concepto de «hegemonía» de Gramsci para afirmar que el «pensamiento correcto» real es el de la izquierda y que tal panorama de «idiocia intelectual» le habría «repugnado» al mismísimo Gramsci. En realidad lo de la izquierda es «despensamiento» (de «despensa», dice, con el ingenio que le caracteriza), y anuncia «un pacto descomunal, el pacto de los pactos que cancelaría todas las hipotecas morales del pasado» (Filesas, Gales, etc., se entiende). En definitiva, «un indulto de la ética, bendecido por la Paz Digital… O sea, el piensamiento [no es errata, piensa en el pienso alimenticio de la izquierda] único». Es decir, más de lo mismo. Como cuando se anunciaba la conspiración para asesinar a Baltasar Garzón o a Luis Roldán para que, respectivamente, no instruyeran o hablaran.
¿Dónde están los verdaderos liberales dispuestos a defender su digno nombre y la noble ideología de la que todos se reclaman? Calladitos, muy calladitos, no vaya a fijarse en ellos Jiménez y les aplique el tratamiento gallardón. ¿Tendremos que ser acaso los «estalinistas» y «chequistas» convictos y confesos quienes tengamos que salir en su defensa? Pues sí.
Francisco J. Laporta, expresidente del Senado, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, y socialista, y que como tal bien puede decir lo que dijo Indalecio Prieto y tantas veces se repite: «Soy socialista a fuer de liberal», así lo hacía en un ejemplar y sintético artículo. En él denunciaba varias cosas. Primero, el vacuo usufructo que hacen del liberalismo quienes nunca lo han sido ni lamentablemente aprenden a serlo. Segundo, un rápido repaso a sus contenidos esenciales e irrenunciables sin atenerse a los cuales es indecente proclamarse como tal. Tercero, una obligada práctica de la tolerancia y de la racionalidad, que no pueden dar cabida al improperio, a la manipulación de datos y a la excitación de los resortes irracionales (sentimentales) del individuo. Cuarto, los liberales deben ser veraces, independientes, imparciales y limpios (éticos). El verdadero liberal…
Jamás denigra a nadie, ni desliza sugerencias que puedan minar la dignidad de los demás. No juega con trampa para ensalzar a nadie o socavar su reputación. Presenta hechos y argumentos procurando siempre que el razonamiento, aunque sea adverso a alguien, no toque siquiera la piel de la persona. No imputa gratuitamente delitos ni vehicula insidias que puedan destruir la imagen de aquel de quien habla. Y por supuesto se esfuerza siempre en no pasar de contrabando sus opiniones haciéndolas parecer informaciones.
No se es, por ello, liberal, cuando se piensa que es lícito mover a las personas mediante manipulación, catequesis, indoctrinación o lavados de cerebro.
Concluía Laporta su oportuno artículo citando una breve lista de señeros liberales de nuestra historia (Blanco White, Larra, Giner de los Ríos, Azcárate, Unamuno, Ortega y Gasset, Caro Baroja), que ninguna mente equilibrada podría asociar a «nuestra zafia derecha contemporánea», eludiendo dar nombres de unos cuantos liberales vivos por más que, según íbamos leyendo el artículo, no pudiéramos dejar de pensar en uno del que, justamente, estábamos celebrando sus primeros cien años en ese momento y que Laporta, finalmente y con toda justicia, dice no poder dejar de citar:
Francisco Ayala, pero no vayan a proponerle que se afilie al Partido Popular porque lo matan del susto, y muchos deseamos que viva cien años más[14].
¿Cabría poner entre los nombres que discretamente elude Laporta para no ser acusados de ninguneadores y parciales los de los políticos Aznar, Rajoy, Zaplana, Acebes, Martínez Pujalte, Aguirre… o entre los escritores Anson, Ramírez, Campmany, Vizcaíno Casas, Palomino, Ussía, San Sebastián, Ricardo de la Cierva, Pío Moa, José María Marco, César Vidal…? Respuesta obvia.
3. EL ESPECIALISTA
Cuando nos referimos a Jiménez como «el especialista» no estamos pensando obviamente en la película protagonizada por la estrella hollywodiense Sylvester Stallone, donde éste interpreta a un natural born killer (asesino a sueldo, pero con principios, eso sí, como los verdaderos patriotas), sino a la mentada supernova mediática de las hispánicas ondas aún más boquirroto que aquél pues, en él, no es defecto físico como en el actor sino facultad del alma, y casi tan ejemplar historiador como don Ricardo y don Pío, en perfecta coordinación ideológica con tan deslumbrante tándem. Ya casi tenemos un nuevo y brillante trío, si no del nivelazo del de las Azores sí del de Génova / carrera de San Jerónimo (Acebes, Zaplana y Martínez Pujalte), una verdadera Santísima Trinidad. Rajoy («maricomplejines», según la supernova) sería el convidado de piedra, como antes su jefe fue el caballero de Onésimo o el insultador enmascarado de la FAES (Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales), que preside el ya hoy profesor de Georgetown University José María Aznar López. Todos ellos nos regalan a diario los oídos con sus sabias y bien ponderadas opiniones en su ejemplar ejercicio de oposición política democrática.
A Jiménez, aparte del ejercicio diario de la demagogia desde su micrófono de la COPE o encaramado en lo alto de su columna de El Mundo, desde donde imparte doctrina urbi et orbi, le gusta tanto la Historia, y muy particularmente la de la República, la Guerra Civil, el franquismo y la transición, que no se limita a regalarnos los oídos con sus siempre atinados comentarios radiofónicos o periodísticos. Su generosidad, su doctrina del interés bien entendido (Tocqueville), le lleva a sacrificar siempre una parte de sus intereses particulares para salvar así el resto del interés común. En coherencia con el profesor aspirante a intelectual que un día pugnó por llegar a ser, nos ofrece de vez en cuando algún libro o ensayo donde su deslumbrante inteligencia, enciclopédica cultura y legendaria finesse d’esprit brillan aún más si cabe por su ausencia hasta dejarnos literalmente patidifusos. Tales incursiones intelectuales le permiten ofrecernos en todo su esplendor el despliegue completo de sus talentos literarios e historiográficos, siempre encaminados a enseñar a sus contemporáneos, con su palabra y su ejemplo, que lo útil jamás es deshonesto. La particular circunstancia de ser la voz cantante de un programa de gran audiencia le permite a su vez acceder como escritor a un público ávido de poseer algo, un pelo, un botón (¡un libro!) de su estrella mediática, de su icono político e ideológico. A nuevos santos nuevas reliquias.
Pues bien, este nuevo maître à penser decidió ofrecernos un ensayo sobre la base de una rigurosa y novedosa «investigación histórica», dedicado a la figura de Azaña, que viniendo de quien venía se anunciaba deslumbrante. Hay que gritarlo de nuevo: «¡Aparta tus sucias manos de Mozart!». Pues sí, resulta que al igual que el señor Moa pretende ser especialista en la revolución de Asturias de 1934, este señor presume de saber de Azaña más que nadie. No hay derecho. Pobre Azaña. Debe de estremecerse en su tumba cada vez que este personaje hace un uso tan procaz de su nombre[15].
Nuestro intelectual presume de conocer muy bien la obra de Azaña pero, en contra de lo que suele ocurrir cuando se estudia exhaustivamente a un personaje y su obra, no se detecta en él el menor síntoma de padecer el síndrome de Estocolmo. Por lo que se ve ha asumido algunos de los defectos del intelectual, del político, del hombre que fue Azaña, pero desgraciadamente ninguna de sus virtudes. Debe de leer en diagonal o sesgadamente. Veamos someramente cómo se las gasta este caballero cuando decide desasnar a ignorantes y sentar cátedra por su cuenta y riesgo.
Resulta que para la derecha española más radical que estos escribidores inspiran, Azaña fue el «gran responsable» de la tragedia española del siglo XX, y como tal había sido despeñado a los infiernos de la memoria y allí se encontraba sufriente y crepitante entre sus llamas hasta que —asómbrese el que leyere— el señor Jiménez, autopresentado como azañólogo de primera hora y entonces jugando a portavoz de la derecha centrada (¡lo que va de ayer a hoy!), vino a rescatarlo y a restituirle el nombre que tan injustamente se le había escamoteado. Menos mal que en España nunca falta un Quijote dispuesto a desfacer entuertos.
O sea que en este país nadie sabía quién era Azaña y lo que éste significaba y representaba hasta que el historiador Jiménez vino a descubrírnoslo. Vagábamos sumidos en la oscuridad más absoluta y, de pronto, se hizo la luz. Con tan noble fin reivindicaba, con toda justicia, la recuperación para la villa de Numancia de la Sagra de su histórico nombre aunque, tal como se expresaba, pudiera pensarse más bien que la izquierda había sido la verdadera responsable de semejante marginación. Evidentemente el fondo del asunto no respondía a un mero interés filológico o al afán de hacer justicia al denostado expresidente de la II República española sino más bien a servirse de Azaña con fines partidistas a propósito de su topónimo[16].
Jiménez Losantos quiso entonces mostrarse más papista que el Papa, como suele ser habitual en las mentalidades curiales, y abandonando su pretendido papel de intelectual independiente se pasó al campo político del sol que más calienta. Se trataba entonces de recomponer un poco el yermo campo del pensamiento político de la derecha marchosa un tanto maltrecho desde los tiempos de Donoso Cortés y, por lo visto, debió de creerse que él podía desempeñar ahí un papel destacado.
Se trataba de inventarle a la derecha española a la que estaba presto a servir un pasado centrista que la hiciera presentable ante los nuevos tiempos. Magna tarea. Había que legitimar históricamente un pasado yermo de demócratas con los actuales políticos demócratas de la derecha «centrada». Consecuentemente, empezó nuestro hombre por echar mano de una figura política prestigiosa tratando de arrebatársela a la izquierda democrática. Y para ello no era mal comienzo reivindicar, henchida su alma de ánimo justiciero, la recuperación para Numancia de la Sagra de su histórico nombre: Azaña. Pero era una añagaza. No era ése el fondo del asunto. No se trataba de un comentario inocente sobre la toponimia de Azaña, cuyo nombre no guarda la menor relación con el político alcalaíno. El extremoso columnista (entonces de ABC) decía querer rescatarlo del infierno de la «antipatria» en el que la vieja derechona española le tenía recluido, cuando en realidad lo que pretendía era convertirlo en bandera política en sintonía con el Partido Popular y su entonces pujante líder y futuro Señor de las Azores, al que no cesaba de halagar hasta el punto de concederle cualidades carismáticas y sobresalientes capacidades de estadista, lo que le convertía en inevitable candidato al oculista, aunque le hacía acreedor de alguna compensación por tales servicios.
Un supuesto experto en Azaña como él[17] no debiera haber sucumbido a su peor influencia[18] (su incontinencia verbal), cuando tan nobles enseñanzas pueden extraerse de una obra que el articulista, con la suya, hace impropia de aquélla. El autor del Premio Espejo de España (1994) se arranca así en su «filológico» artículo:
Tengo que dedicar dos o tres comentarios a las bobadas que este verano han venido dedicando los plumíferos del felipismo a mi libro sobre Azaña y a refutar las trolas que sobre el propio Azaña y el nacionalismo catalán han escrito algunos secuaces de los que hace pocos años sabotearon la «operación Roca» o intentaron meter a Pujol en la cárcel.
«Bobadas», «plumíferos», «felipismo», «trolas», «secuaces», además de saboteadores manifiestos y carceleros vocacionales. Ante semejante muestra, representativa de todo un estilo, cabe remitirle a los consejos de una de las mejores inteligencias de la derecha española radical, ya desaparecida, y Premio Espejo de España (1995), cuando decía:
Siempre he afirmado que la crítica filosófica, la artística y la política deben hacerse con respeto a las personas, con voluntad de comprensión y con exquisitos modos. Y millares de páginas dan fe de mi intento de ser consecuente con este imperativo lógico y ético. Cantaba el salmista que la boca expresa lo que rebosa del corazón. Cuando lo que brota del ánimo es hiel, el escritor ha de disciplinarse y verterlo en lugares excusados, por buen gusto y para ahorrárselo a sus lectores. Y quienes postulamos tal deontología literaria, aunque sea muy de tarde en tarde, hemos de señalar, cortés y objetivamente, algún contraejemplo para meditación de aquellos jóvenes cuyo estilo esté todavía en formación y puedan salvarse de la insistente tentación a la corrupción literaria[19].
Pero no merece la pena predicar en el desierto. La irritación de Jiménez Losantos no obedece sino a la hiriente circunstancia de que su obra sobre Azaña[20] no tuvo una gran acogida entre la crítica especializada, lo que para una «estrella» mediática es siempre una colleja en su fatua vanidad. Dicha crítica no cuestionó su capacidad, pues nadie le negó buena pluma y conocimiento del pensamiento de Azaña. Nadie se metió específicamente con él, nadie personalizó su crítica sino que ésta se encaminó a destacar la manifiesta inoportunidad o inutilidad del libro mismo, puesto que no aportaba nada que cualquier hombre culto no supiera, ni nada podía justificar (operaciones comerciales aparte) el Premio Espejo de España (1994), debidamente amañado, que por él obtuvo, así como la inutilidad de sus propósitos: la instrumentalización política de la figura de Azaña y de paso llenarse los bolsillos, lo que nunca viene mal a nadie, incluidos los fervientes defensores del «espíritu» (las derechas) frente a los defensores de la vil «materia» (las izquierdas). Money, money, moves the world!, cantaba lúcido y jocoso el maestro de ceremonias de Cabaret (Bob Fosse, 1972), capaz de transformar en un santiamén los bastones de fiesta en fusiles de asalto.
Echar balones fuera y hacerse la víctima de conspiraciones e inquinas provenientes de sectores que no serían historiográficos (¿como Tusell y Juliá?) sino torticeramente políticos (en permanente contubernio contra este pobre «liberal»), y tan amplios que abarcan desde frailes, democristianos, sociatas, felipistas… ¡y estalinistas!, hasta «polanquistas» (que son con mucho los más feroces y sanguinarios), no puede sino movernos a conmiseración.
Naturalmente sus críticos, Javier Tusell[21] y Santos Juliá[22], decían bobadas, eran unos plumíferos o servían a lo que la derecha belicosa, o simplemente las plumas demagógicas, llamaban «felipismo» con torpe analogía intentando así asociarlo a caudillismo o franquismo y, desde luego, con manifiesta ignorancia desde los estrictos parámetros de la Historiografía y la Ciencia Política[23].
Si se trataba de Azaña y su obra, ¿a qué venía esa «politiquilla» que él mismo denunciaba? A nada. Pero nada puede hacer que se asimile lo que uno lee y se obre en consecuencia. Era evidente que tan «audaces» comentaristas no escribían «trolas» ni eran «secuaces» de nada ni de nadie. La única manera de eludir semejantes calificativos no era entonces otra que, aparte de decirle que había escrito el más grande estudio sobre Azaña hasta la fecha, cantar a diario la bondad y rectitud del Partido Popular o destacar el cegador carisma de su entonces jefe de filas[24], hoy mundialmente conocido como el Señor de las Azores y ya afortunadamente jubilado… «¡Lagarto, lagarto!», que decía el Gran Federico (este sí) García Lorca.
Respecto a su incursión «historiográfica» (?) sobre los últimos días de Azaña podemos afirmar, sin riesgo de equivocarnos, que no quedará nada, por más que su modesto autor diga de su libro que se trata «en primer lugar, de un trabajo de historia» [apreciación más que discutible], se ha atenido «escrupulosamente a las fuentes» [eso sí; quiere decir: sin escrúpulos, puesto que las copia sin citarlas con eficacia y precisión benedictinas], o crea haber «cumplido con los mínimos [al fin un rasgo de modestia] de rigor que la empresa requería»[25]. Tampoco. Si a ello añadimos que entró a saco en la obra que Cipriano de Rivas Cherif escribió sobre su cuñado Manuel Azaña para «componer» la suya ya tenemos completo el cuadro de nuestro gran azañólogo[26]. Ahora se comprende algo más la lógica irritación del entonces columnista de ABC para con sus críticos. Si hubiera sido mínimamente coherente con la honradez que tanto reclama a los demás habría repartido los beneficios crematísticos del Premio Espejo de España que obtuvo por su libro así como los derechos de autor derivados de su venta con los herederos de Rivas Cherif. Pero una cosa es predicar y otra bien distinta dar trigo. El gran azañólogo es un vulgar copista y, para más INRI, pone el cazo. Qué decepción.
Jiménez, en un capítulo de título claramente excesivo, «Mi (sic) vida con Azaña», se escandaliza del silencio que merecieron la publicación de sus antologías de los Ensayos y Discursos de Azaña, y clama, irritado, que «rescatar» (sic) «la ingente obra de un escritor maldito, de un político proscrito, de un símbolo español de nuestro siglo, la almendra o fruto escogido de su pensamiento y su palabra», no mereciera «ni siquiera una mirada de soslayo». Ya lanzado, se lamenta de «esos años malditos… [¿1982 y 1983, en que aparecen sus textos sobre Azaña?], cuando escribir sobre Azaña en Madrid era arriesgarse a que te llamaran fascista. Ahí están las hemerotecas para comprobar cuanto digo» (!)[27]. Evidentemente el victimismo, por no decir la pura y simple mentira, están más repartidos de lo que pueda parecer. Las hemerotecas no sólo no confirman sino que desmienten explícitamente lo que tan descaradamente afirma nuestro experto especialista.
Resulta una auténtica manipulación hacer tan insólitas aseveraciones como: «entonces, de Azaña no se acordaba nadie salvo para ningunearlo, a él y a los que lo reivindicábamos»[28]. Al menos ya incluye a algún sufrido anónimo en la ciclópea tarea del «rescate» y la «reivindicación». Pero no puede por menos que mover a conmiseración su pretendida reivindicación de Azaña, quien debe de sentirse francamente violentado en su plácido descanso en suelo francés.
En el siguiente capítulo, en abierta contradicción con lo que acaba de decir, afirma que «el aperturismo tras la época de Fraga [1962-1969] (…) permitió publicar mucho material sobre la guerra civil y acabó con el tabú sobre el nombre, la obra y la figura de Manuel Azaña Díaz», y ya se permite alguna tímida y breve referencia a otros estudiosos, a los que el reputado experto califica de «universitarios primerizos»… (Mainer, Tusell, Juliá, Aragón…). Hay que tener cuajo, ya que por muy precoz que fuera el escribiente azañista Jiménez, los susodichos universitarios le aventajan en edad y contaban con estudios singulares en sus respectivas especialidades. En cualquier caso nunca lo serían por las razones aludidas ni frente a su sólida obra intelectual… Para cualquier historiador que se precie, el respeto a la cronología de los hechos es básico si es honesto. Jiménez Losantos se presenta como protoazañólogo, lo que es un verdadero despropósito, y después alude como de pasada a los «primerizos» que, mucho antes que él, andaban investigando, enseñando, escribiendo y reivindicando la figura y la obra de Azaña[29]. Hay algunos súper-egos que resultan francamente patéticos y piden a gritos el sofá del psicoanalista.
Ciertamente crecido en su desconcertante insistencia o fatua vanidad (¡con lo cortas que tienen las patas las mentiras!), se refiere a «los malditos años ochenta, en los que citar a Azaña era una antigualla fascistoide» (!)[30]. Por lo visto nadie se había ocupado de Azaña hasta él. Baste recordar que, con anterioridad a sus aportaciones a la bibliografía sobre Azaña (1982), habían aparecido no sólo meritorias obras como las de Marichal (1968), Espinalt (1971), Aguado (1972), Rojas (1973), premio Planeta, y (1977), Alba (1977), Montero (1979), Espín, Carabias, Rivas Cherif, Serrano y San Luciano (1980) (libro «en el que sobre todo —según su cualificada opinión— se reúne el florilegio [sic] de autores anteriormente citados, con el frontispicio [?] lírico de Jorge Guillén y el colofón inevitable [!] de Tuñón de Lara»)[31], sino también textos del propio Azaña. ¿Qué querrá decir con «florilegio», «frontispicio» y «colofón inevitable»? Qué difícil es seguir intelectualmente a esos maîtres à penser.
Aparte de sus Obras completas publicadas en México en la editorial Oasis por Juan Marichal entre 1966 y 1968, pero perfectamente accesibles en España y perfectamente consultables en todas las bibliotecas públicas y universitarias del país, podía disponerse libremente de sus Obras escogidas en Afrodisio Aguado (1976-1978), los tres primeros tomos y, en 1981, el cuarto, los Ensayos sobre Valera de Alianza (1971), la edición de La velada en Benicarló de Manuel Aragón en Castalia (1974), Plumas y palabras en Crítica (1977), El jardín de los frailes en Alba Literaria (1977), Los españoles en guerra en Crítica (1977), las Memorias políticas y de guerra en Crítica (1978), año en que aparece el primer artículo de Jiménez Losantos dedicado a Azaña…, las cartas de Azaña (sobre todo las de 1934 y 1936) aparecidas como apéndice a Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, Grijalbo (1979).
Esos «malditos años ochenta» (!) a que alude nuestro impreciso, por no decir mendaz historiador, viven una auténtica marea editorial de estudios sobre Azaña, en los que citarle, lejos de ser «una antigualla fascistoide», era emblema de la renacida España democrática. Por consiguiente, pulcritud de cronista mayor del reino y precisión erudita a espuertas es lo que nos muestra tan poco edificante «historiador». El señor Jiménez, como puede apreciarse, se cree la mamá de Tarzán («igualico, igualico…») y como se dice en los ambientes taurinos, aunque ya no se estile, hay que tener un poco de vergüenza torera y, si no, no te vistas de luces.
Cualquier persona de cultura media, universitaria, estaba familiarizada muchísimo antes que Jiménez viniera a salvarnos de nuestra enciclopédica ignorancia fascistoide con la obra y significación política y cultural de Azaña, gracias a los estudios y ensayos de intelectuales o especialistas como Aragón, Becarud, Betegón, Cano, Caudet, Espín, Garagorri, García Escudero, Garosci, Gutiérrez Inhalan, Juliá, Madariaga, Marco, Morodo, Payne, Ramírez, Ramos Oliveira, Romero, Sanz Agüero, Thomas, Tuñón de Lara…, etc, etc.
Una verdadera legión. Prosigue en su descarada autoalabanza afirmando que ha querido «recordar todos estos pasos previos para que nadie confunda oportunismo y oportunidad». Empezando por él mismo, claro está. Previendo la justa crítica a su «Azaña» [«no la hagas y no la temas», aconseja la sabiduría popular], dice doliente:
No tengo la menor duda de que esta lectura, reflexión o recuperación de Azaña, a pesar de venir de tan lejos, será criticada con virulencia directamente proporcional a la militancia ideológica o partidista de los que hoy se consideran albaceas o administradores de la izquierda española, aunque no la hayan servido en época de Franco ni la conozcan en sus obras más que por el forro. Pero viviríamos en otro país si las cosas sucedieran de otro modo[32].
Jiménez, como puede apreciarse, ya se ponía la venda antes de la herida; ya se curaba en salud ¿Por qué? Excusatio non petita, accusatio manifiesta, dice y dice bien la sabiduría jurídica, o lo que es lo mismo, acusación apriorística infundada, acusación explícita manifiesta. Sobre todo cuando se escribe deprisa y corriendo entrando a saco en la obra ajena y chupando del esfuerzo de otros para llegar a tiempo, cumplir los plazos de entrega y así embolsarnos el dinerete de un premio al que se nos ha «invitado» gentilmente a concursar… Y, mira por dónde, ¡vamos y lo ganamos! ¡Así le ponían las carambolas a Fernando VII!, que debía de ser tan buen jugador de billar como «redentor» de las Españas y «deseado» por los españoles de entonces… (94% de analfabetos). Qué cosas.
A estas alturas del curso está claro que la verdadera especialidad del señor Jiménez es la virulencia política, la militancia ideológica, partidista, sectaria… Es todo un referente, aparte de experto albacea o administrador de relevantes verdades. Ése es su indisimulable talante, que ni siquiera trata ya de ocultar. De ahí la perplejidad que nos producían entonces sus paradójicamente titulados Comentarios «liberales» y ahora, bajo el mismo título, sus diatribas e insultos desde El Mundo y desde la COPE. El señor Jiménez tiene todo el derecho del mundo a opinar y a publicar el resultado de sus sesudas y sobre todo ponderadas a la par que iluminadoras cavilaciones, pero su moralina política, sus ínfulas intelectuales y sus pretensiones de historiador, a la vista de todo lo que antecede, resultan simplemente ridículas.
El señor Jiménez se asemeja más a un cura trabucaire que a otra cosa. No dejaba entonces de ser sorprendente, ni tampoco ahora que va «crecido», que uno de los grandes adalides de la inobjetable «campaña anticorrupción» fustigara sin piedad con su flamígera pluma las llagadas carnes de los políticos del PSOE desde las alturas de su columna de prensa diaria, y mostrara así tal grado de inconsecuencia lanzando semejantes pedruscos sobre los tejados ajenos teniendo el suyo del más puro cristal de Bohemia. El señor Jiménez no habla o escribe, no razona; grita, dispara a todo lo que se mueve a su alrededor. Durante los años 1996-2004 en que gobernó el PP, sus indignadas denuncias antaño (gobiernos del PSOE) brillaron por su ausencia hogaño (gobiernos del PP).
Debió de quedarse transitoriamente mudo tan espléndido orate una vez desaparecidos por arte de birlibirloque los «mecanismos totalitarios» del malvado «felipismo»[33] que tanto degradaban nuestra atribulada democracia en los sombríos tiempos del «dictador» González… Nuestro hombre, ante la llegada del «liberador» Aznar al poder, se quedó de golpe y porrazo con la pólvora del insulto completamente mojada y la trocó por el ungüento pringoso. Eso sí, coherente él, cuando vio que el Señor de las Azores no le recompensaba con alguna buena canonjía por los servicios prestados, trucó los halagos y peloteos previos con las consecuentes críticas para que quedara constancia de que él, «intelectual» independiente donde los haya, no se casaba con nadie[34]. ¡No hombre, no! Lo que ocurre es que el novio, Aznar, a pesar de la evidente belleza de la novia, no se quiso casar con ella pues, hay que admitirlo, siempre hay una más atractiva o más de fiar donde elegir y, como cualquier otra despechada ante el mismísimo altar, pasó a maldecir a pretendiente tan veleta como taimado padrino. Novia repudiada o esposa abandonada, tanto da. La vida misma.
Pero, en fin, toda esta «politiquilla» de bajos vuelos y baja estofa resultaría trivial si no anduviera por en medio don Manuel Azaña, su significación política y el puesto que le corresponde en la Historia, en la Historia de la izquierda democrática y reformista en cualquier caso, y de la que el señor Jiménez abomina. No digamos en la historia literaria y cultural. Así que debería ser coherente y olvidarse de reivindicar a Azaña, quien no necesita para nada de semejantes abogados pues se defiende solo, leyéndole, de la misma manera que Jiménez se condena él solito en cuanto abre su inmensa bocaza o empuña la emponzoñada daga con la que escribe sus lamentables panfletos pretendidamente liberales. Como «periodista» radiofónico, un auténtico hooligan y, como «historiador», un copiador compulsivo, un pobrecito infatuado.
Historiográficamente, Jiménez tomó el nombre de Azaña en vano. De tal modo que ese aparentemente liviano pecadillo a la vista de los métodos empleados y los resultados obtenidos ha sido un verdadero sacrilegio. Aparte de llevarse un dinero a costa del esfuerzo ajeno, nos ha demostrado que él mismo no es el san Francisco de Asís que pretende de sus adversarios. Ha caído en lo más bajo en que puede incurrir un escritor digno de tal nombre: el robo intelectual y, además, con fines partidistas. Por consiguiente, de acuerdo con Max Weber, ni científico (historiador), ni político: copista incontinente, pesetero y corrupto. Manos mal que le han subido el sueldo en la COPE, porque si no la Sociedad de Autores en su lucha contra el fraude y firme defensa de los creadores se hubiera echado a temblar ante esta nueva modalidad del llamado «top manta» intelectual.
Jiménez debería intentar empezar por autorregenerarse primero (al menos el estilo)[35], antes de lanzarse cual renovado regeneracionista a la sacrificada vocación de la conversión de infieles («masones», «rojos» y «nacionalistas periféricos»). Está muy bien eso de ir por la vida predicando y es tarea muy propia de sacerdotes, moralistas, maestros e intelectuales con pretensiones como él, si enseñara con el ejemplo, aunque, vistos los tiempos que corren, más bien parece que ha optado por la conseja del cínico: «haz lo que yo diga, no lo que yo haga». Como no creemos que asuma tal escuela filosófica, de persistir en el empeño, sus encendidas catilinarias de la mano de su ya degradada escritura (o de su verbo incendiario) más que revitalizar a la sufrida sociedad española pudieran confundirla y provocarle el desprecio generalizado o la indiferencia más hiriente. No hay como oírle un rato para apreciar la delectación pringosa con que se escucha. Y no hay como leer uno de sus ensayos para comprobar que se cree la mamá de Tarzán. Eso sí que produce risa y no prisa. Le convendría recordar a Jiménez unos sabios consejos parlamentarios de su admirado Ortega y Gasset, que le vienen como anillo al dedo tanto para su oratoria como para su prosa: «Nada de estultos e inútiles vocingleros, violencia en el lenguaje o el ademán [aún los apreciará más por su transmisor dada la admiración que le profesa], hay sobre todo tres cosas que no podemos venir a hacer aquí: ni el payaso, ni el tenor ni el jabalí»[36].
Jiménez debe de sufrir mucho, y el que sufre necesita sobre todo piedad, esa noble virtud cristiana de amor, lástima, misericordia o conmiseración para con el prójimo de la que él, pobre, carece de modo absoluto, olvidando siempre que sus discrepantes intelectuales o adversarios políticos reales o imaginarios no son necesariamente tontos solemnes, frente a los manifiestamente naturales, simples, evidentes de que disponemos en nuestras propias filas y nos jalean con estúpido fervor. Los de distinta filiación política o ideológica también son sus prójimos, sus compatriotas, y no repugnantes alimañas a las que sólo cabe pisotear con la vehemencia y el sectarismo propios de un loco atrabiliario.
4. PATROCINADORES Y ADSCRITOS
De la misma manera que antes en la Historia hubo polites, metecos e ilotas, patricios, romanos y esclavos, reyes, señores y siervos hasta llegar a la simplificación de Marx de burgueses y proletarios («esclavos», de uno u otro orden, los ha habido siempre y los seguirá habiendo), hoy también, simplificando, podríamos distinguir entre patrocinadores y adscritos o entre pagadores y paganos, compradores y vendidos o alquilados. La muestra es rica y variada, como corresponde a una sociedad pluralista. Dentro de la parafernalia propagandista que jalea a Pío Moa y otros distinguidos revisionistas nos encontramos con un amplio elenco de ellos, si bien los patrocinadores son más bien exiguos dentro de los que pudiéramos llamar los sponsor del bluff mediático, y otra, ciertamente numerosa, de adscritos o seguidores o partícipes de la misma fe o de los mismos intereses.
Entre los primeros, y para nuestro asombro, nos topamos con algunos historiadores profesionales, que por mor de una pretendida objetividad histórica (?), confunden la velocidad con el tocino (las causas y los efectos queremos decir). Se apuntan a la «teoría de la equidistancia» (como algunas mentes seráficas hacían ante el «conflicto vasco» y ahora se apuntarán, valientes, al sol que más caliente), es decir, al sacrosanto «centro», eso sí, estableciendo unos falsos extremos previos, con lo que su centro «de gravedad» no cae por su propio peso ni a tiros. Se empeñan en patrocinar, recomendar y sancionar con su bien ganada autoridad vinos intragables, imbebibles, avinagrados, es decir, avalan como obras historiográficas la abundosa publicística de estos incontenidos escribidores de los que Pío Moa o César Vidal son sus más significativos representantes. Para los gustos se hicieron los colores dirá alguna luminaria. Por supuesto. Con su pan se lo coman.
4.1. Los avalistas con pedigrí
Por ejemplo, entre los avalistas, aunque con cierta tímida discreción, nos encontramos con José Manuel Cuenca Toribio, que debe de ser el catedrático de Historia Contemporánea de España más antiguo en activo de toda la Universidad española y que nos viene a justificar a Moa como necesaria compensación por «el unilateralismo de la producción historiográfica dominante en torno a las raíces inmediatas del presente». Sin embargo, no puede torcer la verdad, y aunque Moa le cita como uno de sus distinguidos avalistas agradeciéndole no sabemos el qué, dada la escasez de historiadores profesionales que se apuntan a semejante despropósito, conviene resaltarlo. Pero el mismo Cuenca afirma que «si se ha producido una invasión del recinto del profesionalismo [por consiguiente no le considera a él, a Moa, un profesional sino un invasor], es porque los gansos del Capitolio se durmieron»[37]. Nos asalta la duda de a qué «gansos» pueda estar refiriéndose nuestro más añejo catedrático de la contemporaneidad española. José Manuel Cuenca, aparte de singular avalista, es un eximio escritor que ilumina aún más si cabe de la mano de su potente y transparente castellano («hodierno», «deturpación», «asfíctica», «repristinar», «enquiciador», «anibiosa», «acezante»…), las «claves» interpretativas de la «obra» de Moa. En cualquier caso no podemos sino suscribir enteramente el comentario de Francisco Espinosa a esa significativa cita cuando se pregunta: «¿No será que algunos “gansos del Capitolio” han preferido que sea un Moa el que diga lo que ellos no se atreven a decir públicamente por temor al ridículo?»[38].
Efectivamente llama la atención semejante patrocinio, aun en su escasez y trivialidad, habida cuenta de la circunstancia de que la banalidad de «la obra» de Moa ya había sido denunciada por los historiadores mismos así como por destacados críticos de medios de comunicación de prestigio[39]. Todo designio político necesita siempre de mamporreros.
Tan increíble apuesta intelectual la argumentan estos patrocinadores sobre la misma base argumental del patrocinado: la existencia de esa supuesta dominación historiográfica sectaria antifranquista. Para tales mamporreros estos historietógrafos estarían acometiendo poco menos que una auténtica revolución teórica, plena de equilibrio analítico y capacidad heurística gracias a su perspicaz y contundente «obra investigadora» (sic) sobre la República, la Guerra Civil y el franquismo. ¿Es que alguien les impide investigar, escribir y hablar sobre lo que les de la gana? ¿Entonces por qué jalean a semejante falsario? ¿No disponen de otra cosa? ¿Es eso todo lo que dan de sí? Estaríamos ante un «revisionismo» verdaderamente fructífero, al que sólo faltaría calificar de «patriótico» para cerrar semejante aportación epistemológica.
Así lo creen historiadores como Carlos Seco Serrano o Stanley G. Payne, que parecen haber encontrado en Pío Moa el transmisor de determinadas «visiones» de nuestra historia más reciente con las que, en el fondo, comulgan, pero que ellos, al fin y al cabo historiadores profesionales, no se atreven a defender y firmar de su puño y letra. ¿Por qué? Resulta más cómodo «jalear» a un oportunista y que sea él quien concentre la crítica historiográfica más contundente, que siempre desgasta y desprestigia, lo que les permite a ellos presumir de «liberales» defendiendo la «libertad de expresión» (de insulto) que ninguno pone en cuestión de cualquier autor, por más que su discurso sea por tan trillado absolutamente banal.
Nos parece muy grave que respetados historiadores que tanto nos ayudaron a empezar a desentrañar algunas de nuestras claves históricas contemporáneas, con importantes aportaciones historiográficas que permitieron demoler la propaganda franquista, se apunten ahora a dar cobertura «científica» (?) al más significativo de los neopropagandistas franquistas del momento. Algo que tampoco puede sorprender cuando semejante actitud había empezado ya pretendiendo otorgar carta de honorabilidad historiográfica a ilustres predecesores como Ricardo de la Cierva, en cuya defensa, no por casualidad, sale ahora Pío Moa. Que le jaleen los Jiménez Losantos, los José María Marco, pase. Que lo hicieran con devoción los ya desaparecidos Jaime Campmany, Ángel Palomino o Fernando Vizcaíno Casas, pase también, puesto que entra en la lógica del asunto. Pero que se sumaran al coro «profesionales» o incluso el «liberal azañista» José María Aznar, entonces presidente del Gobierno de una democracia pretendidamente moderna, haciéndole todavía más el caldo gordo declarando que se llevaba Los mitos de Pío Moa de «lectura de verano», era alarmantemente sintomático, como los hechos se han encargado de poner de manifiesto. De todas formas tampoco hay que extrañarse tanto cuando Stanley G. Payne, ni corto ni perezoso, declaró al periodista David Barba en un reportaje sobre algunos de nuestros hispanistas publicado en B y N Dominical:
No, no, a mí España no me parece romántica. Y menos la República: un régimen de terror que degeneró en un proceso revolucionario no merece el romanticismo con que lo juzgan mis colegas de profesión.
En el mismo reportaje el prestigioso hispanista, siempre ponderado, Gabriel Jackson decía: «Conozco a Stanley desde hace medio siglo y leyendo sus últimos artículos me doy cuenta de que cada vez se vuelve más conservador. El tiempo no pasa en balde». Otro no menos prestigioso y no menos ponderado hispanista como Raymond Carr se refería a él como «un hombre demasiado derechista». No tenemos nada que decir sobre la evolución ideológica de cada uno, sólo faltaría, siempre y cuando no se distorsione la realidad para encajarla mejor en nuestra nueva fe. La cuestión básica a nuestro juicio no es que Pío Moa y sus avalistas sean políticamente más o menos de derechas sino que Moa no aporta absolutamente nada al conocimiento histórico a pesar de los patéticos esfuerzos que hacen hombres como Payne desde fuera o Seco Serrano y Cuenca desde dentro, presentándonoslo como injustamente perseguido y ninguneado por la historiografía española[40]. ¿Le firmaría el profesor Payne una carta de recomendación (con el muy distinto significado que esta práctica tiene en EE. UU.). a Moa para investigar o enseñar en una universidad de prestigio? ¿Le avalarían el profesor Seco Serrano o Cuenca Toribio para entrar en su departamento de Historia en la universidad o estarían dispuestos a defender cualquiera de sus libros en un tribunal de especialistas como tesis doctoral o simple obra relevante o singular? El profesor Payne tenía mucho que decirnos hace 40 años, entre otras razones porque él podía decirlo y, aquí, en España no podía decirse ni escribirse nada que contradijera la «ortodoxia franquista» imperante a cuyo cuidado estaba nada menos que Ricardo de la Cierva. Quizás ahora, con la perspectiva que ofrece siempre el paso del tiempo, podamos entender algo más por qué ambos (Payne y De La Cierva) se jaleaban mutuamente con tanta devoción. Hoy, cuando en España ya no son imprescindibles los Payne de entonces, sencillamente porque hay libertad, nos sale el profesor emérito de Wisconsin-Madison en defensa de la «obra» del libelista Pío Moa, diciendo a propósito de las tesis doctorales sobre la guerra que se hacen en España que:
Se trata casi siempre de estudios predecibles y penosamente estrechos y formulistas, y raramente se plantean preguntas nuevas e interesantes. Los historiadores profesionales no son, a decir verdad, mucho mejores. Casi siempre evitan suscitar preguntas nuevas y fundamentales sobre el conflicto, bien ignorándolas, bien actuando como si casi todos los grandes temas ya se hubieran resuelto.
Ahí queda eso. (Y… entonces llegó Fidel): «Dentro de ese vacíe parcial de debate histórico surgió repentinamente hace cuatro años la pluma previamente poco conocida de Pío Moa…».
Efectivamente, era poco conocida. ¿Qué habría sido de la pobrecita historiografía contemporaneísta española de no haberse producido tan proverbial alumbramiento? Franco, el caudillo salvador, nos libre de los «rojos» el siglo pasado y ahora, entrado el segundo milenio, Moa. el nuevo titán, va a salvarnos de las intoxicaciones de los historiadores profesionales que, como son constitucionalistas y demócratas, son inevitablemente antifranquistas y por tanto «rojos» contumaces, es decir, estalinistas reprimidos. Moa no engaña a nadie solvente, salvo a Payne. A libro al año ya me dirán ustedes…, claro que téngase en cuenta que estamos ante un nuevo titán de la historiografía, según Payne (¿o quiso, decir historietografía?). Payne ya en plan supremo juez de la historiografía española contemporaneísta sentencia sobre los escritos de Moa sin que le tiemble la pluma:
Considerados en su conjunto constituyen el empeño más importante llevado a cabo durante las dos últimas décadas por ningún historiador, en cualquier idioma, para reinterpretar la historia de la República y la Guerra Civil.
Relean por favor las palabras de Payne. En este tiempo en que a la mínima se presenta una denuncia ante el juzgado de guardia más próximo cabe preguntarse: ¿a que esperan los directivos o cualquier miembro de las asociaciones de historiadores profesionales de este país, de los departamentos de Historia Contemporánea de España y centros de investigación especializados para presentar una demanda contra el señor Payne por menoscabo del honor profesional del gremio en su conjunto? Efectivamente, ¿para qué? No estamos en Estado Unidos sino en España, donde la libertad de expresión incluye la mentira y la calumnia.
El profesor norteamericano dice con convicción: «Cada una de las tesis de Moa aparece defendida seriamente en términos de las pruebas disponibles y se basa en la investigación directa o [Inciso. Se da cuenta de que se está “pasando” con lo de la “investigación directa” y “matiza”], más habitualmente, en una cuidadosa relectura de las fuentes y la historiografía disponibles». Ni seriamente, ni pruebas de ningún tipo, ni investigación directa, ni cuidadosa relectura de fuentes… ni nada que se le parezca. Payne, hemos de decir, sin el menor énfasis, falta a la verdad. Una distorsión tan grande de la realidad no puede ser calificada de otra manera. No es evidentemente un comentario inocente o fruto de la ignorancia. Necesariamente hemos de sentirnos ofendidos sus lectores y colegas y replicarle con firmeza. Nos resulta penoso decir esto del profesor norteamericano del que tanto hemos aprendido, pero no hemos encontrado otro más preciso y no encontramos razones suficientes para ser aún más políticamente correctos con un sorprendente —por inesperado— manipulador que demuestra con semejante afirmación que ni siquiera ha hojeado el libro que pretende reseñar. Sea honesto y no pretenda estafar a sus incautos lectores, profesor Payne.
A estas alturas el hispanista norteamericano se dedica a hacer «crítica» ideológica, apriorística, no científica en cualquier caso. Como no se trata de hacer investigación histórica sino de arremeter contra la izquierda en cualquier tiempo y lugar, cualquiera vale. El objetivo primordial no es hacer (más modestamente escribir) historia sino ir, por sistema, contra las interpretaciones constitucionalistas y democráticas de la España de los años 30, que él asocia a izquierdismo. Payne mete a todos los críticos del general Franco —«obviamente» rojos— en el mismo saco, y con ello se pone al mismo nivel que la derecha española más iletrada. Pío Moa, que «pasaba por allí…», desempeña semejante papel a la perfección. Dice Payne de quienes osan descalificar al nuevo titán: «Los críticos adoptan una actitud hierática de custodios del fuego sagrado de los dogmas de una suerte de religión política que deben aceptarse puramente con la fe y que son inmunes a la más mínima pesquisa o crítica. Esta actitud puede reflejar un sólido dogma religioso pero, una vez más, no tiene nada que ver con la historiografía científica». ¿Fuego sagrado? ¿Dogmas? ¿Religión? ¿Fe? Pero ¿de qué está hablando sino del bando franquista y su amplísima corte de apoyo de la que Moa no es sino su mera continuidad? ¿Quién sino Moa y su sponsor pretenden sustituir la historiografía por la propagandística? Payne ha renunciado a hacer historia para hacer política e ideología desde la historia contra todo lo que huela livianamente a posiciones prorepublicanas o antifranquistas por muy documentadas que estén. Y ni siquiera ese posicionamiento político puede avalar a un personaje como Moa.
Aquí no hay más fuego sagrado, más dogmas, religión o fe que la que hacen Moa (demuéstrenos lo contrario, profesor Payne) y quienes le jalean, por mucho que algunos, no Payne, se queden escondidos detrás de la barrera. Que cite a los autores y a sus obras y extraiga de ellas los párrafos correspondientes que avalarían semejantes comentarios desdeñosos. Payne ha perdido el norte, al menos en este asunto, y demuestra también desconocer por completo el estado de la cuestión de la historiografía española contemporánea a la que ha ofendido en su conjunto como si aquí las tesis y obras de investigación que sanciona la Universidad y los centros de investigación especializados se dedicaran a avalar o promocionar mera literatura trivial mientras que él, desde Wisconsin, no hace sino iluminar la historiografía española sobre la materia. Como sus resultados contradicen sus prejuicios ideológicos, no ya contra la izquierda sino contra simples liberales y demócratas (en su ignorancia o sectarismo debe de pensar que a Franco sólo se le opusieron o le critican izquierdistas revolucionarios), se agarra al primer propagandista que pasa para aferrarse a un muy hispánico «sostenella y no enmendalla». Cuando tantos españoles empiezan a desprenderse del pelo de la dehesa, hete aquí que don Stanley se nos hace cada vez más ibérico, más reacio a la racionalidad, al sentido común y a los mismos fundamentos empíricos, que son la base de la ciencia que dice cultivar. Clama por una «historiografía científica» y nos pone como «modelo» a un vulgar propagandista de Franco. Al parecer, situados, ya fuera de la Historia y entrando de lleno en el campo de la política, Franco fue «necesario» para los españoles pobres, ignorantes y peligrosamente revolucionarios que ponían en peligro el orden social tradicional, pero no para los norteamericanos acomodados, universitarios o incluso liberales como él en su día, pero hoy fervientes reaccionarios. Pues que conste que si hubiéramos tenido la menor opción, ya que tanto le gusta el «caudillo» a don Stanley, se lo habríamos cambiado con mucho gusto por Roosevelt, que no era un peligroso izquierdista… ¿o también? A Joseph McCarthy se lo dejamos todo para él.
La Revista de libros le concede el honor de presentar su escrito como artículo destacado. ¿Por qué? ¿Cría fama y échate a dormir? Se han equivocado. Naturalmente hacen bien en acoger las opiniones de Payne o de cualquier otro que sea capaz de fundamentar las suyas con un mínimo de competencia. Al fin y al cabo no deja de ser un historiador. Pero no es ahora el caso. Hubo un tiempo en que Payne lo hacía con solvencia, pero por lo que se ve se le ha parado el reloj al menos en este tema. El mentado número de la revista acoge al final de sus páginas en letra menuda una carta del profesor Moradiellos sencillamente demoledora de las pretensiones historiográficas del señor Moa, limitándose por razones de espacio a un único tema: la intervención extranjera. La revista debería haber invertido los formatos de Payne y Moradiellos, puesto que lo del primero, avalando a su protegido Moa, es insustancial y lo del segundo desmontándolo, verdaderamente sustantivo. Compare el lector los contundentes argumentos de Moradiellos tomando un caso concreto (la intervención extranjera en la Guerra Civil) frente a la fanfarria de Moa y las divagaciones del profesor norteamericano.
Qué puede esperarse del profesor Payne cuando para seguir elogiando a Moa apela a referencias de pretendida autoridad (¿para quiénes?) como la siguiente: «Uno de los más distinguidos contemporaneístas de la actual historiografía española, Carlos Seco Serrano (conocido por su objetividad y ausencia de partidismo), ha tildado las conclusiones en uno de los libros de Moa de “verdaderamente sensacionales”». Pues eso, que no puede esperarse ya nada.
Carlos Seco Serrano es un distinguido profesor emérito que fue muchos años catedrático de Historia Contemporánea de España en la Universidad de Barcelona y después en la Complutense madrileña. Decidido defensor de la ponderación y el equilibro ha arremetido justamente tanto contra los «separatistas» (nacionalistas esencialistas catalanes y vascos) como contra los «separadores» (nacionalistas esencialistas españoles). Ha apelado siempre al seny frente a la rauxa catalanes pretendiendo con ello «centrar» la tendencia polarizadora de la política española contemporánea. Sin embargo, también se ha obcecado siempre en presentarnos a un Alfonso XIII como irreprochable rey constitucional (¿pretende así halagar al actual monarca?, quien ha demostrado, precisamente, haber aprendido de los errores de su abuelo y de su cuñado Constantino, exrey de Grecia), en contra de toda la investigación puntera al respecto[41]. Es decir, las nuevas investigaciones y aportaciones historiográficas no le hacen la menor mella al distinguido académico. Probablemente las ignora. Él descubrió «la Verdad» en su ya lejana juventud y otros más jóvenes que él no van a venir ahora a enmendarle la plana.
Tan objetivo historiador hace «principal» responsable de la destrucción de la República a Manuel Azaña, que pertenecía, sin la menor duda, al no muy numeroso grupo de demócratas de verdad de aquella convulsa República, como su propia práctica política demuestra. El no tiene estudios específicos sobre Azaña, pero es igual. Sabe tanto de Azaña y de Franco que puede permitirse afirmar que hoy en día asistimos a un proceso de «mitificación» de Azaña similar (sic) al que se practicó con Franco. Relean por favor: Azaña es tan mitificado ahora como antes lo fue Franco. ¿En donde estaba el profesor Seco durante la dictadura para ser ahora incapaz de establecer la diferencia entre la propaganda de ayer y la historiografía de hoy? ¿Acaso era totalmente inmune a lo de Franco y sin embargo es tan sensible a lo de Azaña de ahora? Ahí queda eso. ¿Pero qué lee? ¿Leyó entonces, lee ahora? Ese historiador objetivo, y complaciente con la España de Franco como mejor prueba de su objetividad, puesto que Franco fusiló a su padre, el comandante Edmundo Seco Sánchez por mantenerse fiel a sus juramentos militares a la bandera, es el mismo que tuvo la «ligereza» (¿descuido inconsciente, quizá?) de copiar en uno de sus libros sobre la España contemporánea la bibliografía, incluidas las erratas, del famoso libro de Hugh Thomas como para querer dotar a su pretendido estudio de una supuesta información de bibliografía extranjera y erudición de la que, evidentemente, él carecía, como demostró incontestablemente Herbert R. Southworth.
También intenta imponernos su visión de que la CEDA era un partido de orientación demócrata cristiana contra toda evidencia empírica. Pero, por lo visto, su palabra es la ley…, por mucha tesis doctoral atiborrada de documentación que pueda esgrimirse en contra de semejantes planteamientos ideológicos, que no historiográficos, empezando por la del politólogo José Ramón Montero Gibert[42]. Por si fuera poco, nos «teoriza» de continuo, como hemos señalado, sobre el «centrismo» como la gran panacea de la política confundiendo categorías y conceptos exclusivos de la física, la geografía o la geometría con los propios de la Ciencia Política o de la Historia, de la que es académico… La intención es buena, pero el infierno está empedrado de ellas.
Ante semejante trayectoria y sobre la misma base del profesor Payne (la edad no perdona, en algunos casos; véase Francisco Ayala como mejor contraprueba), cómo no va a calificar nuestro distinguido miembro de la Real Academia de la Historia de «sensacionales» (sic) los comentarios de Moa si parecen una trascripción de sus propios planteamientos. Con semejante tándem de patrocinadores el señor Moa puede descansar tranquilo.
Afortunadamente el campo del hispanismo sigue siendo fértil, y si un día hombres como Payne nos resultaban absolutamente imprescindibles, la mejor prueba de la buena salud y del auge de la historiografía española es constatar que hoy Payne (o Serrano) ya no son imprescindibles, ni siquiera como patrocinadores de la nada. Lo mejor que podrían hacer es volver por sus antiguos fueros profesionales y dejarse de avales políticos, pero por lo que se ve eso les resulta más cómodo y más fácil.
Los patrocinadores y el patrocinado denuncian una situación inexistente. Al parecer habría por ahí una banda de historiadores izquierdistas que no se han enterado de que hemos llegado (por fin) al «fin de la historia». Es decir, en lo que a nosotros respecta, Franco, ya entronizado en los altares, sería un ejemplo histórico mucho más positivo que negativo y su decisiva aportación a la democracia en España mucho más relevante, o tan relevante o más, que el hecho, para ellos incontrovertible, de que nos salvara a los españoles de la revolución y del comunismo soviético y de que España no se convirtiera en un apéndice más del horror concentracionario establecido por Josif Stalin.
Así, Franco no dejaría de ser un referente histórico sobresaliente en el que deberíamos fijarnos para aprender de él y dejarnos guiar por el buen camino que tan sabiamente nos trazó. El triunfo final del Imperio del Bien, gracias a la determinación de George Bush (inspiración divina mediante, como Franco) y con el apoyo decisivo de otros esclarecidos líderes mundiales (Blair, Aznar y cía.), estaría en ciernes, sería cuestión de cuatro días, como la triunfal campaña de Irak ha puesto en evidencia a la espera de la gran victoria final. De momento el país se encuentra desgarrado por una guerra civil larvada entre suníes y chiíes y convertido en un foco de irradiación del terrorismo internacional, circunstancias ambas totalmente inexistentes antes de la intervención norteamericana en ese país. No obstante, por lo que a España respecta, el desalojo del poder del aznarismo vía electoral habría supuesto un lamentable inconveniente e inevitable retraso en ese imparable proceso de salvación o redención de España y del Mundo…
Es lo que tiene la democracia, que, a diferencia de las dictaduras, nada, incluidas las salvaciones eternas, es para siempre y no puede impedir que el pueblo se equivoque. Toda la corte mediática del aznarismo (Jiménez, Moa, Anson, Campmany, Vidal, Pedrojota, Urdaci, Marco, Ussía…) se ha quedado completamente frustrada ante tan imprevisible vuelco electoral, pero, hombres de fe, no cejan de arremeter día y noche contra los primeros y principales responsables de semejante desaguisado: masones, republicanos, izquierdistas, estalinistas, nacionalistas, independentistas, intelectuales, profesores, historiadores, periodistas… ajenos a su propia cuadra…, con la irreductible perseverancia no ya de las termitas sino de los más aguerridos perros de presa ante los cuales el más fiero pitt-bull pasaría por pacífico golden retriever.
4.2. César Vidal, el más listo de la clase
Después de tan distinguidos «patrocinadores» hay que hacer referencia aunque sea mínima a uno de los adscritos más abracadabrantes: César Ignacio Vidal Manzanares. No, no es un torero. Si acaso, lo sería de la Historia tipo Manuel Benítez el Cordobés, que revolucionó la ortodoxia del arte de Cuchares con su célebre «salto de la rana», suerte torera que sería algo parecida a «la copia histórica» que el mentado César Vidal, el más listo de la clase, practica sin complejos a la hora de componer las publicaciones que llevan su inconfundible rúbrica. Vidal es uno de los genios más llamativos no ya de toda la tropa historietográfica que nos invade, sino de nuestro tiempo, y merece (?) por ello un mínimo apunte, ya que su genio es muy particular: es uno de los más incontinentes escribidores de tan incontinente gremio y, probablemente, del mundo mundial, al menos en su «especialidad». ¿Cuálas? (sic), que diría el otro, pues todas. El listón, siempre alto, él lo supera una y otra vez con pasmosa facilidad. El currículo de Vidal resulta, por decirlo sólo en dos palabras, «sen-sacional» (sic), como diría el simpático Jesulín de Ubrique o enfatizaría un presentador de circo. Sus méritos falseados no hacen sino poner en evidencia sus manifiestas carencias. ¿Quién de nuestros obispos más esclarecidos, con José María Blázquez a la cabeza, hubiera podido imaginar que un protestante nada menos como Vidal les iba a sacar las católicas castañas del fuego o, por mejor decir, no iba a cesar de echar petardos a la mismísima hoguera para animar aún más el ruido mediático que a diario (mañana y tarde) tan gentilmente nos ofrecen desde las ondas de la COPE? Resulta enternecedor oírle predicar y decir con esa voz curil que le caracteriza que en dicha emisora jamás ha recibido la menor instrucción o insinuación sobre lo que tiene qué decir. Elemental. ¿Es que si le hubiese contratado Pravda o Radio Liberty en aquellos «gloriosos tiempos» de guerra fría habría tenido la menor duda de qué es lo que procedía decir y contra quién? Podremos pensar de él cualquier cosa menos que sea tonto o ignore las reglas elementales de la propaganda.
César Vidal es otro «revisionista» compulsivo que aún nos adorna más el currículo que su «colega» Pío Moa. ¡Un triple doctor en Teología, Filosofía e Historia y licenciado en Derecho! ¿Hay quién dé más[43]?. No es de extrañar pues que (según nos informan las solapas de sus libros o su propia autopromoción), aparte de haber ejercido la docencia en diversas universidades de Europa y América, sea «catedrático de Historia» (?) nada menos que de la «prestigiosa» Logos University (?) de los Estados Unidos de Norteamérica…, una especie de universidad virtual, según parece, que aún no ha entrado en el sancta sanctorum de las diez más prestigiosas de EE. UU., pero que debe de estar al caer la nominación contando en su staff (?) con «catedráticos» de la talla y proyección internacional de Vidal[44].
Tanto título, haber dado alguna clase de catequesis en Estados Unidos y predicar desde las ondas de la COPE por las tardes es un currículo sin duda brillante. A lo mejor da las clases por videoconferencia desde las oficinas de la emisora de los obispos mientras predica por la tarde urbi et orbi a sus fieles oyentes y aprovecha los descansos para pasar a impartir doctrina a sus discípulos o catecúmenos del otro lado del Atlántico. O quizá, como el mismísimo Dios, posee el don de la ubicuidad. También se ha puesto en alguna solapilla ser «catedrático» de la UNED, pero en dicha universidad «ni está aquí ni se le espera…». ¿Y quién es él? Pues un «profundo conocedor del mundo oriental y de la sabiduría cabalística» (y tanto) que ha publicado más de un centenar de libros (sic) de investigación histórica (sic), así como ensayo, novela y literatura infantil y juvenil… Premios, ni se sabe; artículos, por centenares; colaboraciones, en los más diversos y variados medios; conferencias, incontables… ¿Dedicará algún tiempo a la lectura previa que exige la escritura responsable o nació con ciencia infusa? Cabe suponer que para escribir y prepararse sobre tantas cosas sobre las que habla y escribe deberá dedicar algún tiempo a leer y tomar notas, aunque a lo mejor le gusta, contrariamente a don Jacinto Benavente, que no le gustaba nada, «hablar a tontas y a locas» (se lo decía a las chicas del Frente de Juventudes de Falange que le pedían una conferencia). ¿Y él a quién se las endilga? Y sólo tiene 47 años. Casi, casi como Mozart o Lope de Vega. Lo dicho, un auténtico supergenio.
Se trata pues de otra deslumbrante supernova. Estamos ante una especie de intelectual «total», de filósofo-rey platónico, de superman cultural cuya variopinta obra tanto le da para escribir diccionarios de religión como historias de reinas, de papas, sectas, cabalismo, esoterismo, el Talmud, Jesús y los Evangelios, el cristianismo o el nazismo, Guernica, Durruti, Paracuellos o Katyn, Isabel la Católica, Franco, José Antonio Primo de Rivera, Lincoln, los masones, la Guerra Civil, El Quijote, las checas de Madrid, el Holocausto, la Revolución rusa, el estalinismo, las Brigadas Internacionales («inspirado» en el clásico de Andreu Castells)[45] y considerado por Stanley Payne, aunque se centre obsesivamente en la Komintern, como el mejor libro escrito sobre el tema[46], a pesar de no haber pisado para escribirlo una fuente tan decisiva e ineludible como el archivo sobre las Brigadas Internacionales de Moscú y otros archivos imprescindibles sobre el asunto (?). ¿Qué viene entonces a renovar? Sin comentarios. Aquellos que de verdad estén interesados aprenderán mucho más leyendo libros serios de profesionales, como los de Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo[47], que fueron de los primeros investigadores españoles en trabajar en los archivos de Moscú, o el de Rémi Skoutelski, una tesis exhaustiva sobre el asunto que maneja todo género de fuentes[48]. Claro que si se trata de descalificar cualquier estudio por la orientación ideológica de sus autores (ignoramos la de Skoutelski) y no por su contenido, método, fuentes, hipótesis y resultados, pues nada.
¿Qué credibilidad puede ofrecernos «autor» tan variopinto cuando tratando de un tema tan delicado como el de las matanzas de Paracuellos[49], sobre la que ya había libros tan solventes como el de Ian Gibson[50] o Javier Cervera[51], cuyas aportaciones Vidal demuestra desconocer o ignorar, queda manifiestamente probada su voluntad de manipular y tergiversar los hechos? Vidal reproduce un inexistente texto de un diario madrileño (La Voz, 3 de noviembre de 1936) en el que se llama a «fusilar en Madrid a cien mil fascistas camuflados, unos en la retaguardia, otros en las cárceles» y que hay «que darles el tiro de gracia antes de que nos los den ellos a nosotros». Pura invención, una mentira sin paliativos. Gibson, que es un historiador serio, afirma haber comprobado personalmente, repasando toda la colección de La Voz, que es falso. No existe tal texto. La cita se la inventa. Gibson, en su nueva edición citada de su libro sobre las matanzas de Paracuellos del Jarama, abunda en otras manipulaciones y engaños de este individuo que le descalifican automáticamente como pretendido historiador.
Estos «autores» se dedican a la mera opiniología sectaria. Sus «obras» están llenas de erratas, de errores de transcripción y de traducción, de omisiones, de ataques personales, contradicciones, plagios, referencias de segunda mano, citas indirectas o incompletas y sesgadas, manipuladas o inexistentes, sin metodología visible y mostrando, en definitiva, una ignorancia supina sobre las técnicas historiográficas más elementales. Ya sabemos que la cultura ya no es lo que era. Antes era un coto distinguido para ciertas élites y hoy se ha trivializado hasta límites increíbles. Hay quienes han comprendido que es una magnifica tapadera (para incautos) para hacer su agosto bajo el palio de la honorabilidad. Francamente, no cuela.
Se ha montado una verdadera industria del libro en que éste ha dejado de ser (sigue siendo, por supuesto) un producto individual fruto del esfuerzo y del talento propios para convertirse en una manufactura en la que intervienen toda una corte de transtexualizadores, copistas, redactores, «negros»… Se crea una nueva marca y, a continuación, el equipo y los equipos que trabajan para ella se ponen a su exclusivo servicio, se ocupan de todo lo demás hasta alcanzar el último eslabón de la cadena de «montaje». Efectivamente de eso se trata, de simples «montajes», de corte y confección. El «genio» pone su firma, el consumidor mira la marca, y si es la que le gusta, le sienta bien y gusta en su club de amigos, se echa mano a la cartera, paga y ya está.
No hace mucho que el escritor Javier Marías, tan sorprendido como nosotros mismos de la descomunal productividad de este individuo, llegaba a la lógica conclusión de que necesariamente el contenido de la misma sería absolutamente insustancial y que, por tanto, dado que el tiempo es oro, lo mejor era abstenerse por completo de ella. Se refería Marías al premio que acababan de concederle a este distinguido miembro de la abundante saga de titanes españoles de los que podemos estar legítimamente orgullosos. Acababan de concederle al señor Vidal, pues también es novelista, el Premio Ciudad de Torrevieja 2005 (dotado con 360 000 euros), el mejor dotado de los premios literarios españoles después del Planeta, por su novela Los hijos de la luz. Por mucho que tratáramos de forzar nuestra capacidad de síntesis e información nunca podríamos decir lo que queremos decir mejor que el propio Javier Marías. Así que con sus palabras ponemos punto final a este breve apunte de patrocinadores y adscritos que acompañan al señor Moa en su particular cruzada en defensa de los más vetustos tópicos del franquismo.
Según el registro editorial legal, ha publicado, entre 2004 y 2005, la insólita cantidad de veintisiete obras (algunas de considerable volumen). Veintisiete. Más de una al mes, se darán cuenta. Como yo llevo publicando desde los diecinueve de edad, y sé lo que cuesta escribir un solo libro que uno juzgue aceptable —y uno es su juez más benévolo—; y como sé asimismo el tiempo que lleva teclear páginas, aunque se esté solo copiando —pasando a limpio—, sólo me cabe pensar en tres opciones: o el nuevo Premio Torrevieja tenía los cajones abarrotados de textos viejos, redactados a lo largo de una no corta vida, que los editores del país han decidido publicarle al unísono tras decenios de rechazárselos; o bien es un prodigioso caso de dedos rápidos y hay que llevárselos sin tardanza a los laboratorios, así como convencerlo a él para que los done en su día al Museo de las Ciencias; o bien no escribe solo sus piezas, que a este paso dejarán pálido al Tostado. Sea como sea, lo que sé es que no perderé el tiempo con una novela quizá escrita a la vez que otros veintisiete libros, por muy dotada que esté, económicamente hablando[52].
Apostillemos que una «novela» o novelita de quiosco puede escribirse de corrido con mayor o menor fortuna y mayor o menor pulcritud formal, como las escribía Marcial Lafuente Estefanía sin más apoyatura que la propia imaginación, y con mayor o menor rapidez y solvencia, o como nuestro Eduardo de Guzmán, brutalmente represaliado por el franquismo, que le privó de su carnet de periodista con el que se ganaba la vida y tuvo que sobrevivir durante la época de las catacumbas escribiendo al por mayor novelitas del Oeste bajo el seudónimo de «Edward Goodman». Hay muchos grandes escritores torrenciales, como el mismo Honoré de Balzac o Lope de Vega, pero estos casos son palabras mayores y aquí estamos refiriéndonos a auténticos usurpadores literarios. No obstante, Vidal bate todos los records mundiales. Un libro «de historia» es otra cosa. No es posible escribirlos de corrido por muy versado que se esté en el tema (todos en su caso). Hay que releer, agotar las fuentes disponibles, acudir a archivos y bibliotecas, contrastar información con los propios especialistas que trabajan en nuestros mismos temas, transcribir textos y documentos, cotejarlos con otros, etc., etc., si no sólo pueden escribirse historietas y cuentos tártaros.
No parece que haya muchas posibilidades de que este género de denuncias (morales, claro está) sobre semejantes «autores» resulte efectiva. Es más, estamos absolutamente convencidos de su inutilidad. Vivimos en un mundo en el que, paradójicamente, cuanto más avanzamos científica y tecnológicamente y por tanto estamos en mejores condiciones de investigar y llegar a saber cómo se desarrollaron exactamente los hechos que tratamos de entender y de analizar, mayores dificultades nos encontramos para desvelar su significado real y alcance social. Asistimos a una auténtica explosión de la «historia-ficción», con lo que en vez de saber más que antes en realidad sabemos menos. La maraña informativa que nos invade a todas horas del día en la que actúan diligentemente las técnicas más sofisticadas para ocultar, deformar y manipular los datos nos lleva a una situación en la que lo que aparentemente sabemos es precisamente lo que más ignoramos. Se nos llama la atención no casualmente sobre «grandes descubrimientos» o «aportaciones científicas decisivas» que después resultan ser falsas o irrelevantes, pero no se nos informa de ello con el mismo despliegue de medios con el que excitaron previamente nuestra curiosidad o interés los medios informativos interesados en su difusión.
Todos los días los medios de comunicación nos agobian con novedades de última hora repitiéndonoslas incansablemente hasta la extenuación. De esta manera el supuesto «conocimiento» se va nutriendo de «noticias», vaguedades, aproximaciones, inexactitudes, tergiversaciones y manipulaciones, que ahí quedan. Sobre las que se vuelve sin reparo una y otra vez cual martillo pilón. Y cuando alguien se toma la molestia de investigarlas y verificarlas en profundidad y consigue mostrar su absoluta falacia más allá del círculo restringido de los especialistas, se menosprecian los resultados obtenidos que las desmienten taxativamente, pues la mayor parte de las personas gustan más de las leyendas y las fábulas que del rigor inherente al verdadero espíritu científico.
Todo resulta así bastante desalentador, pues aunque los cuentos y patrañas que en su día se nos presentaron como «definitivos» queden al descubierto (cuando quedan) las voces verdaderamente autorizadas, los auténticos expertos en el asunto, jamás alcanzan la repercusión mediática, ni retienen la atención del gran público, ni obtienen mayor crédito (ya que al parecer todo es opinable y todas las opiniones son igualmente respetables) que las que esta colección de charlatanes y de falsificadores profesionales llegan a alcanzar, porque, para más INRI, no cejan de sembrarlas día tras día, no con la sugerente reiteración del Bolero de Ravel sino con el monocorde redoblar de los tambores de Calanda, con la única finalidad de dejarnos a todos completamente sordos.