8. «Zapatero a tus zapatos»
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«ZAPATERO A TUS ZAPATOS»
No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo.
VOLTAIRE
Como bien apostilló Alfonso Guerra glosando esta conocida frase de Voltaire, él estaba dispuesto a «dar media vida» para que su oponente pudiera defender sus posiciones, pero añadía estar igualmente dispuesto y determinado a emplear la otra media en cuestionarlas. En tan vasto campo como el de la historia, de contornos muchas veces mal definidos, hay de todo como en botica. Tan variado conjunto merece todo nuestro respeto pues forman parte de él historiadores prestigiosos de los cuales hemos tenido el gozo de aprender y nos permiten la mayoría de ellos poder seguir aprendiendo. Es un club amplio y generoso que no expende carnés de militantes, ni de simpatizantes, ni de aficionados pero, naturalmente, no entra todo el que quiere sin acreditación previa.
La máxima volteriana la hicimos nuestra desde que la oímos por vez primera, apenas adquiridas las primeras luces políticas, así que no sabemos por qué insiste tanto el buen Moa (debe de tener complejo de persecución) en el sentido de que a sus críticos nos obsesiona la idea de taparle la boca. No para de aludir a pretendidas persecuciones y exigencias de que se le calle o se le encarcele (?). Nosotros las desconocemos por completo, y como nunca cita nada no podemos ni corroborarlo ni desmentirlo. Probablemente es lo que a él le habría encantado hacer en sus buenos tiempos revolucionarios, ¿o eran contrarrevolucionarios? Al fin y al cabo, «tanto monta, monta tanto…» ser de la policía como del GRAPO. De la policía ideológica neofranquista queremos decir.
Primero fue (allá por el Pleistoceno) don Ricardo, sobre el que hemos tenido que volver muy a nuestro pesar, y ahora, ya en pleno tercer milenio, don Pío y demás tropas de apoyo. Es agotador. En el Epílogo, «Veinte años después», que Moa escribió para sus memorias guerreras y políticas escritas entre 1979 y 1981, quedaba patentemente clara la cruzada ideológica que se disponía a emprender después de su azarosa experiencia de revolucionario o contrarrevolucionario (según se mire) profesional. En ella se encuentra firmemente comprometido desarrollando un esfuerzo verdaderamente inútil, pues los hechos, como suele decirse en estos casos, son contundentes y, por muchos esfuerzos que se hagan en distorsionarlos y en ponerlos al servicio de determinados planteamientos previos, al final, la Historia, la Historia con mayúsculas, acaba por imponerse incluso entre los que declaran ser los más fervientes defensores de «la Verdad». Dice Moa:
La historiografía deberá reconocer finalmente que aquel régimen [el Franquismo], con todas sus faltas e incluso crímenes, salvó ciertamente a España de la revolución, y luego de la guerra mundial, y desarrolló el país y la sociedad desde casi todos los puntos de vista. Es más, me atrevo a decir que lo que tiene de estable la democracia actual se lo debe a la herencia franquista, y lo que tiene de inestable (terrorismo, chantaje separatista, oleada de corrupción mejor o peor superada, degradación del poder judicial, formación de verdaderos cacicatos en distintas comunidades, semidestrucción de la democracia en el País Vasco, etc.) mantiene claramente el sello del antifranquismo, el cual ha evolucionado harto menos de lo deseable[1].
Pero ¿cómo va a reconocer la historiografía justo lo contrario de lo que tiene establecido sin el menor fundamento para ello? Resulta difícil tergiversar más en menos espacio. Esto ya roza lo «subversivo», y téngase en cuenta que es palabra que por ser tan apreciada por Franco, que la utilizaba hasta el delirio: todo era subversivo, todos sus oponentes y discrepantes lo eran, tratamos siempre de eludirla por simple temor a caer en el mismo ridículo en que él caía de continuo. Moa despliega exactamente los mismos lugares comunes de la propaganda franquista que pertenecen al exclusivo campo de la historietografía. Pretender ahora presentarlos como una gran novedad historiográfica pone de manifiesto un superego cuya descripción haría palidecer las muchas páginas dedicadas al respecto por el doctor Freud.
La revolución y la contrarrevolución ya habían fracasado en España como alternativas políticas antes de 1936, lo que vino a continuación fue ya otra cosa dadas las circunstancias internas y externas del país. Franco no salvó a España de ninguna «revolución» pero organizo su propia «contrarrevolución» a sangre y fuego para perpetuarse en el poder sine die, y lo que hizo sin la menor sombra de duda «desde casi todos los puntos de vista» fue parar el reloj de la Historia durante veinte años. Resulta sencillamente grotesco a estas alturas seguir sosteniendo el gran mito del franquismo: la sagacidad de Franco oponiéndose a comprometer a España en la Segunda Guerra Mundial, cuando ardía en deseos de entrar en ella y beneficiarse del Nuevo Orden que Mussolini y Hitler estaban imponiendo en Europa. Franco no desarrolló nada por su cuenta y riesgo o debido fundamentalmente a su iniciativa o a su perspicacia económica. Los españoles se desarrollaron por sí mismos con su encomiable sacrificio y esfuerzo a pesar de sus preclaras directrices económicas mientras él entregaba su vida al servicio de la Patria concediendo audiencias a sus conmilitones militares y prebostes agradecidos, cazaba perdices, pescaba atunes, pintaba naturalezas muertas, fotografiaba a la familia tan bien instalada, veía muchas películas, mucha tele y… jugaba al golf a todas horas para descansar un poco de sus desvelos patrios que tanto le agotaban. Lo de la corrupción de Moa, con no ser cuestión trivial en un régimen democrático, suena a «coña marinera» (con perdón) en relación con la de una férrea dictadura en la que la censura impedía tener siquiera noticia de lo que de verdad ocurría: licencias de importación para los adictos, negocios de locomoción para el yernísimo, aceites de Redondela para el hermanísimo, especulación inmobiliaria para los viejos leones, matesas para los más espabilados y fidelísimos nacionalcatólicos reciclados, etc., etc., son, sin duda, herencias e inestabilidades provenientes de la nefasta República. Lo de la «degradación del poder judicial» y los «cacicatos» mejor lo dejamos, añorantes de la independencia de la justicia y la autonomía, libertad y transparencia del Gobierno y su Administración de Justicia en tiempos del oprobioso…
Respecto al terrorismo y al nacionalismo, la mayor inestabilidad, la más perversa herencia del franquismo, no de la democracia, ha sido el terrorismo etarra y el permanente chantaje nacionalista a él ligado, pero, aparte de las respuestas simples de los historietógrafos simples, el historiador profesional tiene la obligación de plantearse algún que otro pertinente interrogante: ¿habría surgido ETA sin Franco?, ¿se habrían exacerbado los nacionalismos esencialistas sin su férrea dictadura y su férreo centralismo?, ¿habría aumentado el peso electoral de ERC en Cataluña, como lo hizo durante el mandato de Aznar, sin su política permanente de bloqueo a cualquier posibilidad de diálogo sobre el desarrollo estatutario y el constitucional que él mismo —reforma del Senado— había comprometido en su programa electoral y se apresuró a bloquear?
Como puede apreciarse y hemos tratado de mostrar en estas páginas, hay una plena continuidad y coincidencia ideológica y metodológica (ausencia de) entre Pío Moa y su antecesor Ricardo de la Cierva, como la había entre éste y los que le precedieron: fray Justo Pérez de Urbel, Joaquín Arrarás, Manuel Aznar, Eduardo Comín Colomer, etc, etc. Todos ellos brillantísimos historiadores, académicos de prestigio, deslumbrantes escritores que han grabado su nombre, como todo hombre culto sabe, en el más elevado altar… ¿de la historiografía? No, en el de la propaganda. Y, hay que reconocerlo, con letras de oro.
Desde la perspectiva de la historiografía, la producción bibliográfica e influencia real de Moa y adscritos es un fenómeno irrelevante, un sarampión que pasará. El movimiento por la recuperación de la memoria democrática que implicaba la evocación de la República, el recuerdo de sus fundadores y defensores y el de las víctimas del franquismo probablemente contribuyeron al resurgir de un neofranquismo a la defensiva y la correspondiente historietografía que lo acompaña. El tema de la memoria, sobre el que se lleva debatiendo ampliamente en los ámbitos propios de los especialistas, parece haber excitado a buen número de personas desde el momento en que el presidente Rodríguez Zapatero anunció una ley de la memoria histórica. La reacción no ha sido únicamente desde sectores de la derecha más reacia a que se revise públicamente el pasado franquista, sino también desde otros sectores inequívocamente demócratas o profesionales temerosos de que… el infierno esté empedrado de buenas intenciones…, es decir, temen, no sin fundamento, que con la excusa de recuperar la memoria democrática (que debería limitarse a la historiografía según ellos), de dignificar a los represaliados por defender la República u oponerse al franquismo, puedan surgir nuevos enfrentamientos civiles. Ven con reticencia la ya famosa ley antes de ser promulgada, aun ignorando cuál pueda ser su contenido, pues a su juicio contribuiría a que se reabriesen las heridas del pasado y se pusiese en peligro el tan traído y llevado consenso constitucional que habilitó la transición. ¿Por qué no hacen públicas las pautas que desde su valioso punto de vista evitarían semejante peligro para que tan peligrosos desestabilizadores volvieran a su sano juicio, que no puede ser otro que decir siempre Amén a sus propuestas? No creemos que nadie razonable pueda negar la justicia de la intención, y si Camus estaba dispuesto a optar por su madre si le ponían en la tesitura de elegir entre ella y la justicia (como cualquier otro ser humano que tenga corazón en vez de una válvula de bombear sangre), nosotros, entre «la inoportunidad política» (siempre es inoportuno, nunca es llegado el momento) y «la justicia», elegimos la justicia, que jamás puede ser inoportuna.
¿Es que no asistimos a diario a bufas broncas en el Parlamento por otras cuestiones que no por ello dejan de abordarse? ¿Acaso gozamos de un inequívoco consenso constitucional que suscriben sin pestañear todas las fuerzas políticas españolas? ¿Quién atenta verdaderamente contra él? ¿Acaso las fuerzas políticas y sociales que más decididamente contribuyeron a establecerlo tras la muerte de Franco en 1975 y sobre el cual pudo hacerse y consolidarse la transición? ¿Después de treinta años no es tiempo suficiente todavía para hablar públicamente (sirte ira et studio, claro) de nuestro pasado y actuar en consecuencia? ¿No gozamos los españoles de una cultura política equiparable (según todos los politólogos expertos en la materia) a la de los países democráticos de nuestro entorno? Entonces, ¿por qué aún no sería conveniente poder hablar con claridad de estas cuestiones y sacar las lógicas deducciones de todo ello homenajeando a todos aquellos que lucharon por la libertad y los derechos que hoy la Constitución consagra? ¿Qué eso es política? Claro, y de la buena. ¿Cuándo será llegado el momento de ampliar los fundamentos del consenso mismo? ¿Es que es posible ampliar y profundizar la democracia sin semejantes reconocimientos? ¿Acaso porque una fuerza política cada vez más irreductible y unos inevitables grupúsculos políticos alberguen objetivos menos seráficos que la prosecución de la justicia hay que seguir negando el pan y la sal a cualquier tipo de iniciativa de este tenor? ¿Hay que volver a desempolvar la conocida inmovilidad del Movimiento de otros tiempos no ciertamente gloriosos? El tema podrá ser complejo, implicar consecuencias políticas o efectos no deseados pero, en cualquier caso, no por ello dejará de ser una cuestión de humana reparación. La justicia no puede ser nunca oportunista. Es ciega. Los crímenes contra la Humanidad no prescriben, pero en España ninguna de las víctimas de 1936 y lo que vino después quiere venganza. Quieren reparación moral fundamentalmente. Quieren equidad. Justice as fairness, tal y como exponía con absoluta convicción uno de los tratadistas más importantes del siglo sobre el tema y no precisamente un marxistón[2]. Sin justicia con el pasado no puede haber consenso para construir el futuro.
Dada la importancia de esta cuestión conviene tener claras las ideas y los conceptos sobre un tema que no por complejo, y aún admitiendo todas las implicaciones políticas y sociales aludidas, puede seguir postergándose ad calendas graecas[3]. Además, hay un hecho incuestionable, a diferencia de otros procesos políticos iniciados sin consenso y sin que hubiera una manifiesta demanda social para ponerlos en marcha que han provocado duros enfrentamientos políticos, y es que el 66% de los españoles, según una encuesta del CIS de noviembre de 2005, reconocían que no había habido un reconocimiento equiparable entre vencedores y vencidos.
Según un sondeo del Instituto Opina con motivo del 70 aniversario del comienzo de la Guerra Civil (14 de julio de 2006) el 64,5% quiere que se investigue todo lo relativo a la Guerra Civil, se descubran las fosas comunes y se rehabilite a todos los afectados, frente a un 25,6% que no. Como vemos, el pueblo es mucho más sabio de lo que muchos sabios están siempre dispuestos a reconocer. Por consiguiente, tal circunstancia (vox populi, vox Dei) obliga a tramitar dicha ley, obliga a revisar los expedientes de personas sancionadas de acuerdo a leyes de excepción antidemocráticas y que fueron arbitrariamente procesadas y condenadas. Inevitablemente hay que dar satisfacción a cuantos familiares quieran recuperar los restos de algún familiar que fuera ignominiosamente asesinado (con mayor, menor o inexistente cobertura «jurídica») y arrojado como un apestado a fosas comunes de cal viva. ¿Si verdaderamente la guerra acabó en 1939, es de recibo que en 2006 aún no haya verdaderamente concluido? ¿Hasta cuándo habrá que esperar a darle el carpetazo definitivo? ¿Alguna vez se entenderá que es absurdo tratar de poner puertas al campo? Todavía no se ha enterado quien corresponda de que aunque se esperara a que se muriera la última víctima o familiar de la represión nunca se zanjará el problema hasta que haya reparación moral. Los muertos del pasado permanecen vivos en la memoria del presente y no enmudecerán definitivamente hasta que no se les haga justicia. Si se ignoró a los hijos, y ahora no se atiende a los nietos, es previsible que después vengan los airados y justos gritos de los biznietos.
1. EL MITO DE 1936
La esencia ideológica primera y última de la dictadura, de la guerra que la provoca y de sus bien limitados antecedentes se resume en una apelación emblemática: ¡18 de julio de 1936! Resulta que todo este fenomenal revuelo historietográfico y mediático está apenas destinado a lavarle la cara al mito del «Alzamiento Nacional», al mito de la «Cruzada de Liberación Nacional». Como en la guerra de independencia contra el francés, la totalidad del noble pueblo español se habría alzado espontáneamente en armas contra un Gobierno (reyes indignos entonces) ilegítimo y revolucionario apenas sostenido por una minoría de fanáticos al servicio de Stalin. Toda esta hojarasca propagandística está apenas destinada a sostener, en contra del catón inherente a la historiografía (establecimiento de hechos probados y no especulaciones indemostrables), que lo que venía por parte de la izquierda era considerablemente peo: que lo que efectivamente produjo la derecha. Toda esta parafernalia publicística no tiene mayor objetivo que legitimar un golpe de Estado ilegal e ilegítimo, que abrió la senda de la Guerra Civil, no se olvide, y que ha significado y significa la más honda tragedia que puede abatirse sobre un pueblo, como dijo el poeta, lingüista, jurisconsulto, economista, filósofo e historiador hispano-árabe Ibn-Jaldun.
Ahora Moa nos «renueva» el mito de 1936 adelantándose con el oportunismo que le caracteriza a los libros que previsiblemente abordarán el estudio del comienzo de la Guerra civil con motivo del 70 aniversario de su inicio. Nos presenta una nueva inanidad (vaya una novedad) para «demostrarnos» que julio de 1936 fue en realidad un acto de defensa de las fuerzas de orden ante el asalto previamente desatado de las fuerzas revolucionarias de izquierda[4]. Es decir, la Historia al revés. No es la República la que es asaltada por un grupo de militares golpistas que traicionan sus juramentos constitucionales dispuestos a liquidar las instituciones democráticas que la República amparaba como demuestra inequívocamente la documentación generada por los propios golpistas (insistimos, documentación generada por los propios golpistas no por especulaciones de historiadores «marxistoides»). La historietografía nos enseña ahora de forma inequívoca, según este sesudo historietógrafo y en contra de lo que nos dice dicha documentación, justamente lo contrario. Es decir, se nos pide un simple acto de fe: creer en lo que no vemos. «¿Quiénes asaltaron la República?», se interroga la banda publicitaria que envuelve la portada de la nueva novedad de Moa. La respuesta: «Hablan los periódicos de la época». ¿Qué sugiere la muestra documental de la misma que nos ofrece Moa? No hay que tener mucha imaginación para deducirlo. Por lo visto a nadie se le había ocurrido en los treinta años precedentes sumergirse en la hemerotecas para estudiar la prensa del período (total como no hay estudios al respecto…) y nadie se había dado cuenta, hasta él, de la elocuencia con que hablan por sí mismas la miríada de publicaciones de todo tipo (diarios matutinos y vespertinos, de partido e independientes, revistas gráficas y de información general o especializada) que nos dan buena cuenta de la agitada vida política republicana.
De nuevo se nos ofrecen los «Documentos de la primavera trágica» sesgadamente utilizados que ya nos mostrara su «Gran Maestro» hace ya la friolera de casi treinta años, en tiempos de la dictadura, exactamente con el mismo fin: justificar la «Cruzada de Liberación» emprendida por Franco, el salvador de la Patria[5]. Nuevas generaciones ignorantes de la deslumbrante obra de Ricardo de la Cierva al respecto exigen «nuevas aportaciones» deslumbrantes por su «originalidad» de su dilecto discípulo. Eso sí, Moa arranca ahora un poquito antes de la primavera, desde enero de 1936, es decir, desde la convocatoria de las elecciones del 16 de febrero hasta el glorioso 18 de julio que inicia la salvación de España de la dictadura roja en ciernes.
Se lanza Moa decidido a demostrar su tesis volviendo de nuevo sobre lo ya dicho una y mil veces en sus anteriores publicaciones. El libro es una nueva tomadura de pelo. Sin apenas notas y sin bibliografía, «para aligerar la lectura», dice, «y porque el apéndice documental las hace en gran medida innecesarias», aclara. La «nueva novedad» es un simple «refrito» de sus libros anteriores demostrando su autor que no sabe hacer otra cosa que girar y girar sobre sí mismo. Por eso elude las notas, para que el lector crítico no pueda apreciar la simple y reiterativa repetición de lo de siempre, contradecir y negar abiertamente sus pretensiones de perenne novedad. Dice Moa algo tan elemental como que: «Las normas democráticas pueden asentarse paulatinamente si los principales partidos muestran moderación y un básico respeto por la ley». Evidente, pero…
esta condición, a pesar de muchas leyendas seudohistóricas en contra, se daba de forma predominante en la derecha, aglutinada en la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas), mientras que solo existía en sectores muy minoritarios de la izquierda, como el de Besteiro dentro del PSOE. Dicho de otro modo: en la izquierda predominaba la tendencia revolucionaria, y en la derecha la legalista[6].
Sólo Besteiro, pues, se salva de la quema. Prieto, por lo visto, era un radical, lo que no le impedirá a nuestro preclaro autor decir un poco más adelante que: «El sector “moderado” del Frente Popular giraba esencialmente en torno a la asociación de Azaña y Prieto»[7]. Coherencia ante todo se llama la figura. Y Largo Caballero, ya se sabe, con la coletilla permanente del «Lenin» (bolchevique) español, no hace falta meterse en mayores berenjenales analíticos. El famoso revolucionario, en cuanto se le presentó la ocasión soñada, el mismo 18 de julio, todos sabemos que se aprestó a desencadenar la revolución que tenía preparada siguiendo paso por paso los del auténtico Lenin y el partido bolchevique… De nuevo se refiere tan insigne comentarista a esas «leyendas seudohistóricas», y la «tendencia revolucionaria» de la izquierda así como a la evidente derecha «legalista» que representaba la CEDA. Sobre todo «legalista», tal y como tan sabiamente nos «ilustra», como hemos tenido ocasión de comprobar. ¿Qué decir ya que no nos provoque más risa que hastío?
Moa nos niega de nuevo que el programa del Frente Popular fuera «reformista y democrático». Le asombra «la terquedad propagandista de numerosos intelectuales y políticos en presentar la situación del 36 como esencialmente normal y democrática, sólo perturbada por una injustificable sublevación “fascista” o “reaccionaria”». ¿Quién dice lo qué dice y dónde dice lo que dice? No sabemos, como siempre. «Hoy ningún historiador serio ni político honesto puede dudar de que en 1934 los principales partidos de izquierda (…) quisieron, planificaron y llevaron a cabo una guerra civil (…). Los documentos probatorios son simplemente abrumadores», etc., etc. ¿Qué entenderá este buen hombre por «documentos probatorios»? ¿Los artículos de Ussía, Anson o Jiménez Losantos para demostrar la malignidad de Fernando Delgado o la adscripción masónica de Rodríguez Zapatero?
Probablemente dentro de treinta años el historietógrafo de guardia que corresponda nos presentará tales artículos y periódicos como «documentos probatorios» de lo despreciables que pudieron llegar a ser el periodista de la SER y el actual presidente del Gobierno. Tan conspicuo «historiador» prosigue disparando contra la universidad, desde donde, al parecer (¿quién, cómo, dónde?) se pide que se le censure. Clama contra la falta de honestidad intelectual de sus profesores…, etc., etc. «Pero los hechos son tozudos»[8]. Efectivamente, lo son. Para estudiar los años treinta del siglo XX como para hacerlo en el futuro con todo el siglo XXI hay que acudir a otras fuentes más serias y relevantes que aquellas a las que Moa alude de continuo.
La insurrección de 1934 prosiguió con la propaganda «guerracivilista» desencadenada por la izquierda en la campaña electoral[9]. Desecha para ello los análisis de historiadores profesionales como el estudio clásico de Tusell sobre dichas elecciones o el de Avilés Farré sobre los terribles jacobinos revolucionarios (reconocido «marxistoide» el primero y, el segundo, discípulo suyo, ergo marxistoide también, habríamos de suponer, sino fuera porque semejante recurrente banalidad esta vez no encajaría ni a martillazos). Desecha a ambos porque sostienen que la campaña electoral de la izquierda fue moderada al menos en términos comparativos con la desarrollada por las derechas[10], y él, claro, ante tales afirmaciones, se queda «pasmao» (sic) y pasa a sostener lo contrario en plena coherencia discipular con su «Gran Maestro». Hasta las izquierdas republicanas «burguesas» coincidían en «la exaltación de los avances soviéticos»… «a veces con verdadera extravagancia». Caramba. ¿Enanos infiltrados habemus? Los líderes y programas de las izquierdas son «poco fiables» o «contradictorios», los de izquierda no los juzga, apenas los describe. Los insurrectos de 1934 toman el poder. Azaña hace desplantes y se divierte, como le corresponde al frívolo, autosatisfecho y alucinado que pretende mostrarnos y que evidentemente nunca fue. Y así llegamos a «los planes de las izquierdas», que son siempre previos, como es natural, a la lógica «reacción de las derechas». Azaña echaba «leña al fuego», la Iglesia «sufría un hostigamiento enconado», «el gobierno colaboraba permitiendo las tropelías» pues «había abierto puertas y ventanas a un proceso revolucionario. Proceso caótico —pero no espontáneo (sic), sino promovido activamente por los partidos— porque en él confluían estrategias diversas, como ya quedó indicado». Claro. Todo está indicado, todo está documentalmente probado, toda afirmación va acompañada de la referencia textual correspondiente… Lógico. No va a ser incoherente con «su método» historiográfico ya cumplidamente descrito y al que se aferra con ejemplar coherencia.
«A menudo se ha dicho… [¿quién, cómo, dónde?] que el PCE de entonces buscaba consolidar la república a fin de aislar al fascismo. Tal pretensión choca absolutamente con los hechos conocidos e ignora el carácter de las doctrinas y estrategias comunistas…»[11]. Hay una «cierta historiografía, influida por la propaganda estalinista y muy difundida en estos años» consistente «en omitir las declaraciones de los propios comunistas o pretender que no querían decir lo que evidentemente decían»[12]. Pues va a ser eso. Da igual las resoluciones de la Komintern (¿no era el PCE esclavo de las ordenes de la Internacional Comunista?) votadas en sus congresos, la política moderada de colaboración con los partidos burgueses llevada a cabo por el propio PCE, que llevó a convertirlo en el «paraguas» de la «gente de orden» durante la guerra en la zona republicana. Da igual. «Los hechos son tozudos», según Moa, es decir, sus pretensiones son tozudas. El, «historiador independiente», se «queda literalmente pasmado ante las exposiciones seudohistóricas difundidas en los últimos veinte años por una historiografía de raíces marxistas, según las cuales la república y la democracia se mantenían sin mayor problema básico que las conspiraciones de la derecha»[13].
Después de la malignidad de las izquierdas viene el cuento de la derecha seráfica, «legalista», «moderada». Recurre Moa en su refrito una vez más al informe de Calvo Sotelo sobre el orden público para inducir de tan irrebatible fuente el carácter destructor de las izquierdas y meramente defensivo de las derechas:
Hasta entonces, la CEDA, aunque protestando, había soportado mansamente un cúmulo de arbitrariedades y agresiones, replicando con protestas formales perfectamente inútiles. (…) el aparato del Estado (…) estaba ahora en manos de las izquierdas, las cuales tenían muchísimos menos escrúpulos que las derechas a la hora de emplearlo contra la oposición. El Gobierno, amparando el proceso revolucionario en lugar de frenarlo, empujaba a las derechas a elegir entre someterse a una destrucción en marcha, o rebelarse, con la casi seguridad de sufrir una derrota definitiva[14].
Tras esta burda reescritura de la Historia intenta presentarnos una vez más a un Franco neutro, respetuoso de la ley, defensor de la República, únicamente dispuesto a salirse de ella si se desencadenaba la revolución…, pero a la siguiente página no puede ocultar, o no se da cuenta de la evidente contradicción con lo que acaba de decir, el hecho incuestionable (aunque no lo dice con estas palabras) de que desde el mismo momento en que se conoce el resultado electoral adverso a las derechas, Franco hace todo lo que puede para que se declare el estado de guerra, como le corresponde a un militar neutro, respetuoso de la ley y muy preocupado por la consolidación del régimen republicano… «Vista la situación… —nos dice Moa—, parece haberse reunido con otros generales, entre ellos Mola, el 8 de marzo (sic) a fin de preparar “un movimiento militar que evitara la ruina y la desmembración de la patria”»[15]. El estrambote final refiriéndose ya a la preparación del golpe bajo la dirección del general Mola lo pone simplemente faltando a la verdad, con una audacia impropia del historiador que se pretende:
El general propugnaba, en efecto, un golpe de carácter republicano, que estableciera una dictadura militar transitoria encargada de aplastar la agitación revolucionaria y realizar algunas reformas para volver luego a un régimen constitucional[16].
No contento con la defensa republicana y constitucional del cabeza pensante de la sublevación sin el menor documento probatorio, tiene que insistir en lo de siempre para deslizar al lector a la justificación del golpe.
Los revolucionarios comprendían, por supuesto, los efectos inmediatos del desorden, pero veían en él el preludio de la toma del poder que alumbraría una nueva sociedad emancipada de toda opresión, una sociedad de tipo soviético o libertaria, según preferencias[17].
Así se va gestando la idea de que la toma del poder revolucionaria, «tipo soviético o libertaria, según preferencias»…, es inminente y, claro, hay que defenderse. Basta ya, último taxi para Tobruk, nacionalistas vascos y catalanes al quite, «un ejército minado o dominado por las extremas izquierdas garantizaba los avances de la subversión»[18] y hacían posible al golpe de gracia a la República con el asesinato de Calvo Sotelo y el intento de lo mismo con Gil Robles. En esa tesitura tenía que fracasar el golpe militar y… reanudarse la guerra civil que ya había estallado en 1934.
Vaya «cacao mental» (con perdón). Es lo que tiene escribir deprisa corriendo o revisar a uña de caballo resúmenes o síntesis, o simples refritos, que acaba uno haciéndose un lío sin saber lo que dice, ni por qué lo dice, ni dónde dice lo que dice incurriendo así en repeticiones y flagrantes contradicciones para llegar a tiempo antes de que cierren la caja. La «guerra» había empezado en 1934, pero el «golpe» de 1934 de las izquierdas nada tiene que ver con el de las derechas de 1936. ¿Adivinan? Las izquierdas lo hicieron contra un Gobierno «legítimo y democrático» y las derechas contra uno «despótico y deslegitimado». «El mero relato imparcial de los sucesos aleja, en cualquier persona sin prejuicios, todo rastro de duda al respecto»[19]. En medio de tanta retórica tan añeja como falsa y aburridamente repetitiva se le desliza alguna verdad de las de a kilo: «La falsificación del pasado termina por envenenar el presente y comprometer el futuro». Ya situados en la recta final de tan deslumbrante ensayo, «el historiador independiente» se quita la careta y concluye (para que aprendamos de la Historia) ofreciéndonos su mejor muestra de solvente analista político y al servicio de quien escribe:
Así, tan pronto las izquierdas perdieron el poder en 1996, hicieron del ambiente social previamente creado en torno a la República y la guerra un arma para acorralar a las derechas: en definitiva, éstas eran las herederas de aquellos «fascistas» que habían destruido la maravillosa República y asesinado a tantos de sus preclaros defensores. Argumento del mayor efecto, por cuanto la derecha, siempre pusilánime ideológicamente, rehuía aclarar las cosas, y ella misma había llegado a aceptar buena parte de las interpretaciones izquierdistas del pasado. Interpretaciones —cabe precisar— de carácter marxista, esto es, antidemocrático siempre. Ese relato de la derecha permitió que, en ocasiones como la marea negra del Prestige y sobre todo la guerra para derrocar a Sadam Hussein, calara fácilmente entre millones de personas la propaganda izquierdista y separatista que pintaba al Gobierno de Aznar como despreciativo de los intereses del «pueblo», belicista, proimperialista y «asesino». ¡Qué más natural, viniendo ese Gobierno de donde venía[20]!
Les ahorramos la continuación para no fatigarles ni fatigarnos más. Revestido de nuevo de la púrpura de historiador preclaro, nos dice Moa sentenciosamente, ya para concluir definitivamente, que:
En dos palabras, asistimos a la reedición de la vieja alianza entre las izquierdas, los separatismos y el terrorismo. Si de algo sirve el conocimiento de la Historia, debe hacérsenos evidente que nos hallamos de nuevo ante un peligro muy serio[21].
De nuevo la conexión De la Cierva-Moa se hace evidente. Respecto a la alusión del republicano y constitucional Mola no hay como repasar sus propias instrucciones para el «Alzamiento» para corroborarlas… En la base 6.ª de la Instrucción reservada número 1 dictada a finales de abril de 1936, decía:
Conquistado el poder, se instaurará una dictadura militar que tenga por misión inmediata restablecer el orden público, imponer el imperio de la ley y reforzar convenientemente al Ejército, para consolidar la situación de hecho, que pasará a ser de derecho.
El objetivo final era diáfano. En el documento El directorio y su obra inicial redactado por él mismo el 5 de junio de 1936 queda perfectamente clara la voluntad de derribar al presidente de la República y a su Gobierno así como proceder a la «suspensión de la Constitución de 1931», pues no se trataba tras el éxito de la rebelión de hacer unas reformitas (como nos dice nuestro «historiador») para volver enseguida a un régimen constitucional, sino que el declarado propósito de los conjurados que él coordina es instaurar una dictadura militar que «ejercerá el Poder con toda su amplitud». Y, respecto a la tan traída y llevada cuestión del orden público que tan sesgadamente utiliza a lo largo de su singular refrito, el Informe reservado firmado en Madrid el 1 de julio resulta de lo más elocuente. Su punto 3.º es suficientemente explícito:
Se ha intentado provocar una situación violenta entre sectores políticos opuestos para apoyados en ella proceder, pero es el caso que hasta este momento —no obstante la asistencia prestada por algunos elementos políticos— no ha podido producirse, porque aún hay insensatos que creen posible la convivencia con los representantes de las masas que mediatizan al Frente Popular[22].
Resulta cuando menos sorprendente observar esta actitud en un republicano constitucionalista, destacado jefe del Ejército, que ve con complacencia los preparativos del incendio a los que él colabora con entusiasmo tratando de provocar situaciones de violencia entre diversos sectores (desestabilización se llama la figura), para luego erigirse él mismo en apagafuegos forzado, es decir, en estabilizador de lo que previamente ha desestabilizado. Sorprendente sentido de la responsabilidad de un general que califica de insensatos a quienes tratan de evitar el drama mientras él se apresta gustoso a desenvainar su sable para quitar hierro al asunto[23].
¿Qué fue y qué significa en verdad el 18 de julio de 1936? Supone efectivamente, como indica el título del libro de Moa, el asalto final a la República, pero no por parte de quienes él pretende sino de aquellos que con su obra trata siempre de justificar: los golpistas reales, no los imaginarios. El 18 de julio fue en primer lugar un golpe de Estado que fue inmediatamente rechazado. Como en una ocasión le dijo Manuel Tuñón de Lara a Eloy Fernández Clemente: «Jamás te avergüences de España: es el único país, con Vietnam, que resistió tres años un golpe de Estado»[24]. Dicho golpe fue el inicio del intento de implantar en España un Nuevo Estado, es decir, una dictadura parafascista en la misma senda de los regímenes totalitarios que apoyaron la sublevación de los militares que se conjuraron para liquidar la República, porque no se trataba de restablecer el orden público sino de acabar con el régimen republicano. Y para conseguirlo necesitaron una guerra de tres años. Todo totalitarismo sucumbe de lleno al mito de «lo nuevo» y el franquismo, por mucho que se le quiera limitar su conceptualización a simple autoritarismo, hará exactamente lo mismo que sus regímenes políticos hermanos. El 18 de julio pretendió ser el inicio de un nuevo resurgir, de un nuevo amanecer. Es una fecha fundacional, con un fuerte componente tanto mítico como simbólico. Significará un «antes» y un «después». El franquismo, como cualquier otro totalitarismo, también pretendió partir de cero marcando específicamente un pasado y un futuro de su gloriosa revolución-contrarrevolución.
Aunque el franquismo sea considerado sobre todo una dictadura de corte tradicional —como tan sagazmente supo adelantar Manuel Azaña—, incurrirá de lleno en un exaltado adanismo político muy propio del fascismo. El 18 de julio marcara el inicio del resurgir patrio, y resultaba mucho más eficaz su utilización como inicio de una nueva época que la mera evocación de un pasado glorioso que, al fin y al cabo, también conllevaba su penosa decadencia, mientras que el futuro siempre está abierto en la mente de sus arúspices y puede diseñarse a voluntad. Por ello el «Régimen del 18 de Julio» intentó presentarse ante sus contemporáneos como una auténtica novedad revolucionaria que inauguraba —Primer Año Triunfal—, junto con los países hermanos, el Portugal de Salazar, la Italia de Mussolini o la Alemania de Hitler, una nueva época histórica, una nueva era a la que, rápidamente, habrían de sumarse el resto de las naciones más avanzadas de Occidente frente a los ya inoperantes, vetustos y decadentes sistemas políticos demoliberales, sobre los cuales habría de caer rápidamente el polvo de la Historia.
¿Qué significa ese 18 de julio de 1936? Significaba para sus exaltadores de ayer y para los propagandistas de hoy que tratan de justificarlo el inicio de un nuevo amanecer para la gloriosa Nación española, un pueblo de los más antiguos del continente, uno de los primeros estados modernos, el primer Imperio de la Era Moderna en cuyos dominios jamás llegaba a ponerse el sol, que iba a dejar definitivamente atrás las ideas disolventes que abrieron el paso a la decadencia española. Tal fecha va a significar el resurgir del pueblo español, de nuevo convocado para emprender grandes empresas, para desplegar de nuevo sus estandartes victoriosos en los campos de batalla y forjar un nuevo Imperio sobre la base de un «Nuevo Estado»[25].
A la construcción del gran mito de la Cruzada de 1936 contribuyó decisivamente la jerarquía eclesiástica santificándola. La Iglesia no tuvo mayores prevenciones morales en redefinir la cruel guerra civil que se iniciaba en el tórrido verano de 1936 como «Santa Cruzada». Santa Cruzada de «liberación» añadieron todos los que se sumaron a ella más o menos al unísono: cruzada de liberación del liberalismo mismo y de la masonería que había traído la nefasta República; de liberación de los ateos y demás impíos; de los republicanos, socialistas, comunistas y anarquistas, todos englobados en la genérica definición de «rojos», todos ellos convertidos en el denominador común de la «Anti-Patria», que había que extirpar de raíz para la salvación de España.
Curiosamente, las más altas jerarquías del llamado «Régimen del 18 de Julio» intentaron presentar sus orígenes —la cruzada liberadora— sobre la base de un riguroso, imparcial y desapasionado examen cuya fundamentación remitía a unos hechos que se querían fehacientemente probados a la luz del correspondiente dictamen de sus más ilustres juristas[26]. No obstante su evidente falacia, gracias al vigor, constancia y persistencia de los aparatos propagandísticos del Régimen, que se mantuvieron a pleno rendimiento durante cuarenta años, semejante mito político desempeñó una eficaz e importantísima función legitimadora, básicamente fundamentada en la «legitimación de origen», que corresponde al legítimo y espontáneo levantamiento nacional del 18 de julio de 1936, y a la llamada «legitimación de ejercicio», es decir, a la legitimidad diferida por haber propiciado el desarrollismo económico y el llamado Estado de obras a partir de los años 60. El Nuevo Estado que había de concurrir a la construcción del Nuevo Orden fascista europeo pretendía responder así a sus críticos afirmando una legalidad y una legitimidad que serían incuestionables a pesar de haber echado sus cimientos sobre mares de sangre.
Por lo que parece, nunca se acaba 1936. Antonio Elorza ya se adelantó en septiembre de 2005 en describir y resumir el panorama que se nos avecina en estas vísperas conmemorativas del 70 aniversario:
Los preliminares anuncian una clara polarización en los juicios, y sobre todo una detestable deriva de signo demagógico, inclinada a los intereses y a la sensibilidad de la extrema derecha. En los años que siguieron a la muerte de Franco, los nostálgicos se conformaron con los libros de Vizcaíno Casas. Ahora el panorama es más grave. El PSOE en el Gobierno hizo muy poco por fomentar la memoria histórica (…) No se ocupó de fomentar la explicación a los españoles de la grandeza que en su fracaso representó la democracia republicana (…), el revisionismo no surgió de la pluma de historiadores, sino de la acción panfletaria de un pequeño grupo de publicistas que desde hace unos años viene vendiendo con éxito una visión apocalíptica de nuestros años treinta, orientada a encandilar a la derecha. No encontraron obstáculos[27].
La conmemoración del 18 de julio de 1936 es probablemente el mejor ejemplo posible de esa fuerte resistencia de los mitos a desaparecer, pues es la fuente primigenia de toda la mitología política de los vencedores de la Guerra Civil, en tanto que se presenta un pronunciamiento militar como un «Alzamiento Nacional», y la guerra civil misma que provoca como una «Cruzada religiosa (santa) de Liberación». Alzamiento y Cruzada que vendrían justificados por un supuesto desorden público de proporciones dantescas y la defensa de una tradición, genuinamente española, puesta en gravísimo trance de desaparecer. Ambos supuestos carecen de validación empírica, como hemos tratado de mostrar en otro lugar[28].
La pretensión de confundir la propaganda y la mitología con la historiografía está destinada al fracaso. El dictamen de ésta por lo que se refiere a semejante fecha no puede ser más contundente[29]. Como bien resalta Francisco Espinosa:
La particularidad de la sublevación del 36 frente a las anteriores, que tardó en ser percibida incluso por muchos de quienes la apoyaban, fue su firme decisión de exterminio inmediato del oponente. El ciclo de violencia abierto por los sublevados no respondía a ninguna violencia previa sino a su oposición frontal al proyecto republicano y a los resultados de las elecciones de febrero de 1936, que dieron la victoria a los partidos agrupados en el Frente Popular[30].
La bibliografía testimonial y científica que desmonta el mito de unas masas revolucionarias desatadas y violentas que «justificarían» la necesidad e inevitabilidad de la contrarrevolución, y por tanto emprender la inevitable cruzada sanadora, es literalmente abrumadora. Es la contrarrevolución lo que paradójicamente provoca la revolución, como ha sido explicado exhaustivamente antes y ahora mismo[31]. Tales supuestos crímenes generalizados «justificarían» la sublevación militar y la dura e inevitable represión que no sería sino contestación a la previamente desatada por el Frente Popular. Frente a los inoperantes intentos propagandísticos que periódicamente renuevan tal género de simplificaciones para tratar de seguir justificando el 18 de julio de 1936, se levanta ya una abundante masa de estudios empíricos académicos algo más sofisticados que impiden avalar semejantes hipótesis y que, de momento, no encuentran la menor contraprueba en dicha literatura[32].
El 18 de julio de 1936 fue en primer lugar un acto ilegal e ilegítimo. Ilegal porque no estaba entre las competencias de los jefes de División del Ejército declarar la ley marcial. Ilegítimo porque tanto el resultado de las elecciones (cuya limpieza se cuestionó por los sublevados sólo a posteriori) como el Gobierno de la Nación surgido de ellas habían sido sancionados jurídicamente, y políticamente aceptados por la propia oposición parlamentaria tal y como quedó reflejado en el mismo libro de sesiones de las Cortes por boca del líder más destacado de ella, José María Gil Robles, que no los cuestionó entonces pudiendo haberlo hecho, lo que desmonta los inútiles intentos posteriores, que aún persisten, de cuestionar el resultado electoral y el Gobierno surgido del mismo como importante justificación para su rebeldía anticonstitucional. Por consiguiente no puede argumentarse en modo alguno que el Gobierno republicano en julio de 1936 hubiera sucumbido a una ilegalidad e ilegitimidad que hiciera inevitable la ilegalidad e ilegitimidad de la oposición para defenderse.
La legalidad y legitimidad del Estado republicano el 18 de julio de 1936 es incuestionable a la luz del derecho español y del derecho comparado a pesar, como decimos, de los renovados intentos justificativos que no dejan de producirse a estas alturas sobre la base de una pretendida documentación inexistente o a la luz de fuentes secundarias sin relevancia historiográfica alguna, como el mentado último libelo de Moa pone una vez más en evidencia. Desde el punto de vista jurídico, el argumentarlo del Nuevo Estado franquista quedó plasmado en un famoso Dictamen «oficial» donde quedaban fehacientemente despreciados los principios fundamentales del Derecho[33]. Estos epígonos no hacen sino volver sobre aquellos viejos argumentos, apenas con una mayor pulcritud formal, más adecuada a la cultura mayoritariamente democrática de los nuevos tiempos.
Por su parte, de acuerdo con la legalidad internacional que deriva de la ONU, la ilegalidad del régimen franquista es evidente, como lo prueba su alzamiento en armas contra el gobierno legítimo de la República, vulnerando el orden jurídico vigente. La Resolución. Res. 39 (I), adoptada por unanimidad de la Asamblea General el 9 de febrero de 1946 consideró que el régimen de Franco fue impuesto por la fuerza al pueblo español y no lo representaba. Y, de acuerdo con los principios de la propia ONU, el franquismo cometió crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la Humanidad. Aún hoy, de acuerdo con la Resolución, Res. 1996/119, de 2 de octubre de 1997, en España siguen sin cumplirse en relación con las víctimas y sus familiares de la represión franquista el derecho a saber, el derecho a la justicia y el derecho a obtener reparación.
Tampoco es cuestión baladí que significadísimos rebeldes al orden constitucional republicano en julio de 1936, entre los que cabe destacar al político Ramón Serrano Suñer, «el amadísimo» nada menos, el más importante constructor jurídico del Nuevo Estado franquista, o el general Ramón Salas Larrazábal, auténtico cabeza de fila de la historiografía franquista que combatió como voluntario en el bando sublevado, así tuvieron que acabar por reconocerlo muchos años después. El primero, afirmando que la rebeldía estaba jurídicamente en los autoproclamados nacionales que montaron una parodia de justicia, una «justicia al revés»[34], y el segundo, reconociendo que en 1936 «el Estado no estaba ni secuestrado ni inválido»[35]. ¿De qué «justa», «lógica», «necesaria» rebelión estamos entonces hablando? ¿Si el Estado republicano no estaba ni secuestrado ni inválido por qué se sublevaban contra él?
El 18 de julio de 1936 al derivar en guerra civil inicia un puro y simple genocidio, por más que este vocablo despierte reticencias en determinados autores a la hora de aplicarlo al franquismo, por ser generalmente utilizado para referirse al exterminio del pueblo judío que emprendieron los nazis. No se trata obviamente de establecer paralelismos históricos entre el genocidio judío de los nazis y el genocidio de rojos «y demás ralea», como alguno de estos publicistas atribuyen a sus críticos, sin citar como siempre el qué, el cómo y el cuándo, para que no pueda apreciar el que leyere la falsedad de sus demagógicas y manipuladas referencias. Sencillamente, por los resultados que produjo el 18 de julio fue un crimen contra la Humanidad, tanto en la significación que otorga al concepto la Real Academia Española como en el propiamente técnico de la jurisprudencia internacional. Desde ambos puntos de vista, Franco y el régimen que alumbra el 18 de julio fueron más criminales que Augusto Pinochet o Slobodan Milosevic. No estamos pues oponiendo un juicio de valor a otro juicio de valor sino que hacemos un juicio de hecho sólidamente sustentado sobre toda una abrumadora base documental y empírica, interna y externa, historiográfica y jurídica, sobre la cual la verborrea de Moa y de su prologuista penado, el señor Javier Ruiz Portella, que cree hablar en nombre de la Historia nada menos, resulta irrelevante.
Nos encontramos ante los mismos tópicos, las mismas falacias de 1936, repetidos 35 años después a conveniencia de su emisor. «El mito del 18 de julio» mantenía inconmovible su voluntad legitimadora sustentándose en cimientos de liviana arcilla. Desde el mismísimo principio y hasta el mismísimo final no dejó de reivindicarse nunca la «legitimidad de origen» y, después, la «legitimidad de ejercicio» del 18 de julio, por más que fuera un acto agresivo y brutal que rompía violentamente la legalidad vigente formalmente acatada por la oposición política parlamentaria y de un acto esencialmente ilegítimo.
El último presidente de Gobierno de Franco, Carlos Arias Navarro, meses después de la muerte de su añorado caudillo y mientras su jefe de Estado, el rey Juan Carlos, y su ministro de Asuntos Exteriores, José María de Areilza, iban anunciando por el mundo la democracia española que se pretendía construir para cancelar definitivamente el pasado franquista, no paraba de referirse con evidente nostalgia al «gran capitán desaparecido», a la necesidad de mantener vivo «el espíritu del 18 de julio» de 1936.
Por aquel entonces las viejas asociaciones de excombatientes sintieron de nuevo el hervor de la sangre ante la imparable marea democrática que legalizaba a los conspicuos enemigos de la España del 18 de julio, «los rojo-separatistas», y, consecuentes hasta el fin, dejaron caer su «ex» de combatientes jubilados para retomar otra vez en toda su significativa expresión la vieja denominación de «combatientes» de nuevo por la salvación de la Patria. De nuevo se respiraban aires de cruzada y de nuevo se abría el banderín de enganche y se renovaban los viejos juramentos para lanzarse a defender a pecho descubierto, como en el 36, las esencias patrias puestas en almoneda por el pérfido Borbón, primero, y el traidor Suárez y sus acólitos, después. Pero, en ningún caso, estuvo en el «espíritu» mayoritario de los alzados el 18 de julio restaurar al Borbón ni a ninguno de sus sucesores en el trono de España… que el general Franco se aprestaba a ocupar sine die.
En la mitología política franquista, el poder autocrático de su caudillo necesitaba protegerse de la puesta en cuestión de su poder arbitrario, de su pretendida legitimidad de origen: un pronunciamiento militar parcialmente fracasado y territorialmente limitado contra el orden constitucional legítimo y reconocido en sede parlamentaria por la propia oposición política mayoritaria perdedora de las últimas elecciones legislativas.
La defensa «ideológica» de semejante mito por los renovados neofranquistas responde a la lógica elemental de que quien resiste vence, de que quien cede pierde. Por eso quien revisa, cuestiona o niega el mito despierta de nuevo a la enemiga más decidida en su contra, aviva las fuerzas más ancestrales que dieron vida a la Dictadura del general Franco. Estos propagandistas, estos historietógrafos, aun siendo numerosos, no gozan de otra reputación que la de verse apenas reducidos a la condición de mitómanos. No pueden permitirse la menor fisura en el desprestigiado universo ideológico cuyos muros ceden indefectiblemente al mero paso del tiempo y frente al avance de la historiografía contemporaneísta por mucho que sea su esfuerzo en sentido contrario. Ante ella, Moa, cual renovado propagandista con pretensiones de historiador, trata ahora de salvar lo principal de «El Gran Mito de 1936» y del general superlativo con una retórica más adecuada a los nuevos tiempos pero no por ello menos insustancial.
Se trata de mantener incólume el fundamento de la vieja y rancia ortodoxia historiográfica franquista reafirmándose inconmovibles en los mitos más añejos de la vieja patrística y de sus continuadores, ahora reforzada por libelistas como Pío Moa. Si se hace la más mínima concesión «al enemigo», rápidamente quedará desvelado que la sagrada unidad de destino fue fraguada por la sangre y el fuego, en las trincheras, primero, a partir del 18 de julio, y firmemente mantenida, después, a partir del 1 de abril, sobre las base de un sistemático terrorismo de Estado, de una represión implacable, estado de excepción tras estado de excepción.
Como hemos tenido ocasión de insistir muy recientemente, el 18 de julio de 1936 es toda una completa pero simplista creación mítica, una manifiesta tergiversación de la verdad, un desmedido intento de presentar como verdades absolutas falsas evidencias sobre la base de un lenguaje elemental, de un discurso político retórico, banal y grandilocuente, que pudiera ser capaz de movilizar a sus partidarios dotándoles de una justificación ideológica que fuera capaz de dignificar y dar sentido a su existencia. Una existencia perteneciente a un pasado remoto, antiguo, primitivo, definitivamente ido, y firmemente anclado en el mito, la fábula y la leyenda. Y el notable esfuerzo de esta pléyade de historietógrafos, con Pío Moa a la cabeza, absurdamente empeñados en torcer el dictamen de la Historia, caerá inevitablemente en el saco roto donde acaban por ir a parar las trivialidades e inconsistencias que cada época inevitablemente genera al servicio de un pasado que jamás existió tal como ellos pretenden mostrárnoslo[36].
Moa, por lo que se ve en su basurilla virtual, no tiene ya empacho en incurrir en la bajeza de introducir en sus particulares polémicas la biografía política del padre de alguno de sus críticos y a cuyas suelas jamás podría llegar este pigmeo moral. Críticos a los que no duda en atribuir «complacencia» (!) «con la oleada de incendios de iglesias, periódicos y centros políticos de la derecha», así como «con los cientos de asesinatos» perpetrados por «el terrorismo de las milicias izquierdistas» (!). El experto en estos horrores no es otro que él. De nuevo la proyección típica del paranoico, ya que tan terrible descripción es justo lo que hacen los terroristas políticos como él mismo fue y, por lo que seguimos viendo, reciclados ahora como terroristas «culturales» (?) a sueldo de intereses privados poderosos frente a algunos críticos, historiadores, profesores universitarios de natural pacífico, que le critican y están naturalmente pagados con fondos públicos, lo que les otorga el privilegio de la libertad y la independencia de criterio ganados en concursos de méritos y oposiciones competitivas frente a tanto mercenario de la pluma a sueldo del mejor postor como anda suelto por ahí. Como siga mintiendo tan insistentemente le va a crecer la nariz más que a Pinocho, pues no calumnia ni ofende quien quiere sino quien puede y, en este sentido, no para de hacer pública su manifiesta y patética impotencia. Pobre diablo.
2. MÁS DE LO MISMO
Resulta verdaderamente penoso que tras más de treinta años de historiografía rigurosa que ha podido desarrollar su trabajo no sin dificultades pero ya en libertad y habiendo alcanzado un nivel de desarrollo más que notable con aportaciones de mérito, volvamos a encontrarnos con más de lo mismo: la rancia propaganda del franquismo, aunque maquillada convenientemente para hacerla digerible a las nuevas generaciones.
No hay historiador profesional, no hay especialista de renombre que torne en la menor consideración los escritos de esta abundosa publicística empecinada en desentrañar los antiguos mitos de la Guerra Civil e incluso descubrirnos alguno nuevo.
La Historia ya ha desvelado los mitos de la guerra civil y existe al respecto un notable consenso académico. Ajeno a los panfletistas que resuciten las viejas falacias como si fueran sus hallazgos personales. Los verdaderos estudios históricos no pueden evitar que existan semejantes embaucadores, dedicados a engañar a quienes lo desean. Del mismo modo que los progresos de la medicina tampoco acaban con los curanderos y con los brujos, para solaz de su tropilla de crédulos[37].
La historiografía tout court, es decir, sin adjetivos, los profesionales de la Historia, no pueden en modo alguno reconocer o aceptar que el franquismo salvó a España de la revolución, primero, y de la Segunda Guerra Mundial, después, en contra de lo que muestra toda la masa documental española (a pesar de las destrucciones documentales perpetradas) y extranjera ya disponible a cualquier investigador, y en la que han bebido abundantemente nuestros mejores historiadores. Naturalmente el señor Moa no la ha pisado, lo que no le priva de enmendarles la plana a los que lo hacen por sistema. Ni tampoco puede argumentarse seriamente sobre la misma masa empírica que fueran las «concretas», «especiales», «particulares», «específicas» o «esenciales» características de aquel régimen (su propia naturaleza inmodificable e inamovible según sus propios textos sagrados) las que propiciaran el desarrollo de la sociedad española en casi todos sus aspectos. Ni que la estabilidad democrática se deba fundamentalmente a la herencia franquista y su inestabilidad a los residuos antifranquistas que aún perviven en su seno. Y muchísimo menos que detrás de todo ello estuviera el genio político de Franco, lo que le convertiría poco menos que en el más grande estadista español de todos los tiempos. Semejantes pretensiones desafían toda la masa documental y empírica con la que vienen trabajando los historiadores profesionales desde siempre. Y mucho más a medida que se han ido abriendo archivos y recuperando documentos antes clasificados o inalcanzables en España o en el extranjero.
Para poder sostener mínimamente tan atrabiliarias tesis, el señor Moa tendría que haber desempolvado una masa documental hasta ahora inédita que no ha desempolvado porque sencillamente no existe. ¿O pretende que su declarada, pero evidentemente falsa, relectura sesgada de algún papelito es suficiente para contradecir las líneas maestras roturadas por la historiografía y el conjunto de especialistas españoles y extranjeros que han investigado de verdad año tras año, coloquio tras coloquio, congreso tras congreso en todas clase de archivos y centros de investigación?
Las pretendidas «tesis» del señor Moa no son sino los mejores tópicos y clichés franquistas apenas resumidos y reescritos por el sucesor del viejo titán. La verdad sea dicha: en esto hay que reconocerle su absoluto éxito. Todo un proyecto ideológico, que no es de extrañar que haya concitado tanto entusiasmo en los sectores más reaccionarios o simplemente desorientados del país. «¡Al fin nuestra añorada melodía justamente reivindicada y debidamente pasada por el tamiz formal inevitable de los nuevos tiempos!» alcanza una justa repercusión social. O se creen lo de las mentiras institucionalizadas y verdades ocultadas de los izquierdosos marxistizantes y que nuestro particular Dan Brown del Código (Moa y sus mitos) les desvela todas las claves de «la verdadera historia» de Jesucristo. Dichos sectores, herederos al fin y al cabo del régimen franquista anterior a la Democracia o hijos de la ignorancia o de la desinformación, y de todos los que tan decididamente les apoyan desde todas sus plataformas mediáticas, pueden sentirse legítimamente satisfechos de la eficacia desplegada por su agente historietográfico frente al «rojerío irredento», es decir, «comunistas, judíos y demás ralea», como se decía en los buenos viejos tiempos de Franco. No son ni conscientes del enorme error político que ello supone y hasta qué punto se equivocan. Nada verdaderamente sólido puede sustentarse sobre simple propaganda. Como la Historia misma se encarga de demostrar, cuanto más se tarda en aceptar la realidad, más gravosas resultan las consecuencias de semejante empecinamiento, que no trae otras consecuencias que las derivadas siempre de escupir al cielo.
Ahora, se habla de la «marea roja» o del férreo «control» ideológico que la izquierda mantiene sobre la República, la Guerra Civil y el franquismo. El fondo argumentativo es exactamente el mismo. ¿Pero de qué nos están ustedes hablando? ¿Se han asomado a la ventana? ¿Han visto caer el muro de Berlín? ¿Se han enterado de la desmembración de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? ¿Dónde están los adoradores de Cuba o Corea del Norte? ¿Dónde está la literatura estalinista o proestalinista o siquiera leninista o marxista que tanto conturba, en su patente delirio, a estos desnortados neocruzados del tercer milenio?
En todos los tópicos y manipulaciones neofranquistas se ha abundado suficientemente a lo largo de estas páginas y quedan debidamente relegados al lugar que le corresponde de la propaganda política. No porque lo digamos nosotros sino porque así lo muestran los investigadores, especialistas y estudiosos en que nosotros nos hemos fundamentado sin mirarles el color de la camisa o a qué partido político pertenecen, sin que nos importe cómo piensan y si fueron franquistas o antifranquistas o si ideológicamente se sienten ahora más próximos del conservadurismo puro y duro, del centrismo equidistante, del liberalismo, de la izquierda moderada o de la radical, si vuelven por donde solían o van hacia donde ya estuvieron, sino porque tienen sobre sus espaldas una acreditada obra de investigación que, hoy por hoy, es la más relevante y destacada en sus respectivos campos de investigación. Eso es todo. Decimos «obra de investigación», y así lo reiteramos, porque es completamente inexistente en el caso del señor Moa, que se limita a glosar y comentar las rancias tesis neofranquistas debidamente depuradas de la vieja retórica fascista que hoy chirriaría incluso en los oídos de los predispuestos de antemano.
El señor Moa es un simple comentarista. No ha hecho investigación de primera mano. ¿O es que una canita al aire (con perdón) tal cual visitar un archivo, por pascua florida, en peligro de muerte y si se ha de comulgar, habría de concedernos la condición de comulgantes de pro? Aún así, son las propias obras las que acreditan o desacreditan a un autor. ¿Nos acreditaría a nosotros un fugaz paso por el conservatorio como reputado trompetista por más que apenas fuéramos capaces de arrancar algún sonido equívoco de tan magnífico instrumento?
El señor Moa no es ni siquiera un revisionista. No revisa nada. Reproduce la misma cantinela de siempre, que si bien a las generaciones más jóvenes les parece nueva o novedosa a los más talluditos nos sabe ya demasiado a rancio. Los historiadores de verdad, no los oportunistas, son siempre revisionistas. La renovación es constante y viene de la mano de ellos mismos puesto que son, en su natural esencia de historiadores, verdaderamente «revisionistas» de sus propios textos y aportaciones previas por su propio interés y por la propia dignidad de su oficio.
El profesor Julio Aróstegui, refiriéndose sobre todo al antecesor del sucesor, no pudo referirse más acertadamente al panorama historietográfico que hemos tratado de esclarecer en estas páginas cuando refiriéndose a los «plumíferos» que no paran «de pontificar sobre cosas sabidas», sabiamente concluía:
Lo peor es que en este tema tengamos todavía que referirnos a gentes con la suficiente estulticia y con la infinita, provocativa y cómica petulancia de creer que pueden tener «todos los problemas resueltos» acerca de cualquier Historia. Se trata, sin duda, de quienes tienen la pretensión de creer que la Historia, con mayúsculas, les pertenece. Y así insisten en que «no nos la robarán», en que todos los demás, menos ellos, la falsifican, en que están en condiciones de ofrecer, por ejemplo, sobre la entrevista de Hendaya entre Franco y Hitler el «punto final» y, en definitiva, que pueden ofrecernos sobre la guerra civil «todos los problemas resueltos». Estos que acostumbran a poner «puntos finales» acaso asienten a las «soluciones finales»… De la Cierva ha publicado ya una «historia definitiva» de la guerra y ahora nos obsequia con una «esencial», que lo es seguramente porque resuelve todos los problemas… Pero es tan imposible una insensatez mayor, un mayor cinismo mercantil, como grave que estos libros se vendan bien, aunque no sepamos que se lean (no sabemos de nadie que los cite).
La Historia naturalmente no podrá sino tener por blasfemo a quien se atreve a decir que «La Ha Resuelto», dado que lo único que, pobres de nosotros, podemos hacer humildemente es intentar arrancarle un nuevo secreto cada día en la certeza de que siempre, siempre, nos velará alguno[38].
La cita es larga pero merece la pena, pues refiriéndose al «Gran Maestro» es extensible a las nuevas generaciones de historietógrafos que nos inundan y conecta perfectamente con otra de sus consideraciones de las que tantos participamos plenamente en relación con este singular fenómeno: la guerra que no cesa, la imposibilidad de relegar el estudio y la reflexión de la Guerra Civil (ya una categoría historiográfica) al ámbito que le es propio, la academia, la universidad, los centros especializados de investigación, los congresos y coloquios que convocan a los especialistas, donde empiezan por exponer el resultado de sus investigaciones primarias, a quienes tienen verdaderamente algo nuevo que decir y que aportar. Pero no, seguimos con un guerracivilismo que parece no querer cesar nunca, con la Guerra Civil como arma de combate y, por extensión, sus antecedentes, la II República, y sus consecuentes, el franquismo, convertidos de nuevo en un instrumento político de agitación social de la mano de una literatura completamente trivial al servicio, en definitiva, de la legitimación de una guerra horrible y de una dictadura brutal y mezquina.
Era previsible que las humoradas del escritor Fernando Vizcaíno Casas[39] al final acabaran corporeizándose en pretendidos libros científicos. Era cuestión de tiempo. Una cosa es dejar volar la imaginación y alimentar espiritualmente a las bases sociológicas del franquismo con literatura de evasión, y otra muy distinta pretender sancionar historiográficamente las bondades perdidas del franquismo…, un régimen político que aún con sus defectillos e incluso crimencitos, faltaría más, fue francamente positivo, valioso, salvable, elogiable, ¿recuperable?, para España.
Pío Moa es a la historia lo que Fernando Vizcaíno Casas era a la literatura. Una nota a pie de página. Un fenómeno sociológico, en ningún caso literario o historiográfico. Es una auténtica pérdida de tiempo abordar científicamente lo que por sí mismo se sitúa al margen de la historia. Moa no es un historiador, como no lo era Ricardo de la Cierva. Ninguno de los dos ha aprendido a serlo. Son dos extraordinarios epifenómenos historiográficos. La escritura de Moa tiene una finalidad muy concreta: edulcorar el papel que ha desempeñado la derecha antidemocrática en la historia de España. Como ha sido la principal protagonista ocupa sin duda alguna el papel más destacado.
La justificación del papel histórico desempeñado por «esa» derecha (para nada nos referimos a lo largo de estas páginas a la antes llamada «civilizada») implica necesariamente la degradación sistemática, continuada y persistente, en cualquier ámbito y situación, de la izquierda. Es la técnica del gota-gota que va horadando la roca más firme para que acabe calando en toda la sociedad: la izquierda (toda ella) es siempre antidemocrática o, en cualquier caso, más antidemocrática (históricamente) que la derecha misma, que actuaría siempre (respondería) en defensa de sus intereses (naturales o legítimos) frente a los medios (contranatura e ilegítimos) de las izquierdas. Aprendan ustedes de la historia (la que escriben ahora Moa, Vidal y compañía) y no se dejen engañar por los cantos de sirena. Vean a Zapatero, el peor, pues envuelto en buenas maneras (el muy hipócrita), hasta el punto de que sus propios compadres le llaman o llamaban «Bambi», esconde en sus entrañas su verdadera alma de chacal (seguro que se ha ido de tapadillo a Perpignan para pactar con ETA el fin de España como Nación).
El «caso español» ha dejado de ser una excepción, sin embargo este revival es singular. No por lo que pretende, el «negacionismo» y el «revisionismo» por el que otros países que padecieron el fascismo han pasado ya, sino porque a diferencia de Alemania o Italia, tales tesis han recibido el apoyo del Gobierno cuando el Partido Popular estaba en el poder y el de poderosos grupos mediáticos que lo han convertido en un gran negocio, lo que en modo alguno ha ocurrido en Alemania, Italia o Francia.
Tras su paso a la oposición y las pretensiones del Gobierno de Rodríguez Zapatero de cancelar en justicia debida los restos de la Guerra Civil y de la dictadura franquista, los herederos ideológicos de la victoria y los neocons que no hacen ascos a sus tesis se han lanzado de nuevo al ataque con la vehemencia propia de los movimientos extremistas. No hay razones historiográficas sino políticas. La memoria histórica como «reparación» a las víctimas, que no se entiende por qué no habría de admitirla sin ninguna prevención la derecha democrática, no puede admitirla la extrema derecha ya que ella hizo lo que hizo («Alzamiento Nacional», «Cruzada de Liberación» y después «Autoritarismo desarrollista») en evitación de males mayores: la criminal implantación del gulag estalinista y la inevitable balcanización de España.
Por consiguiente había que empezar por reactualizar todos y cada uno de los mitos de «la cruzada» (ahora ya guerra civil) como importante factor de legitimación y machacar de nuevo sobre las mentiras de los «rojos» (ahora ya republicanos e izquierdistas) a propósito del desarrollo político, económico y social iniciado bajo la II República, que habría establecido el caos, la anarquía y desatado la lucha de clases. El desarrollo económico y social fue obra del clarividente y añorado caudillo Franco, que, aún más clarividentemente, designó a su sucesor para que concluyera tan ciclópea obra. Y… «fin de la historia».
3. LA POBRE VÍCTIMA
Según parece, la «obra» del señor Moa no ha merecido el reconocimiento que él, de natural modesto, cree merecer. Hacerse la víctima ha sido siempre el recurso fácil de aquellos que no disponen de argumentos mínimamente sólidos en defensa de sus atrabiliarias tesis. Ciertamente todo hombre de bien elige ser víctima antes que verdugo, ser Abel antes que Caín. Pero sólo aquellos que son incapaces de defender sus posiciones sobre la base de argumentos de peso y no pueden probar fehacientemente lo que dicen, pues son plenamente conscientes de que no responden a la verdad, acuden a trucos de trilero de bulevard o tratan de provocar adhesiones sentimentaloides inquebrantables presentándose como ferozmente perseguidos por inexistentes inquisiciones.
Ya desde niños nos gustaba más hacer de ladrones que de policías, y el perseguido, objeto de sañudo acoso, por muy ladrón que fuera, merecía nuestro apoyo inmediato por el mero hecho de ser perseguido frente a sus policías perseguidores tan pesados e insistentes en mantener la ley y el orden. El perseguido «siempre» es inocente, víctima propiciatoria, y su acosador, verdugo. El éxito mundial de la serie de televisión «El fugitivo» no obedece a otro código moral que el del beneficio de la duda del espectador en favor del prófugo, no del policía que, en definitiva, cumple con su obligación persiguiéndole, provocando paradójicamente con ello nuestra animadversión. De las motivaciones de su huida y de su hipotética inocencia o culpabilidad la Justicia procederá en su día a la vista de las pruebas disponibles. El ingenuo espectador confunde la función policial con la judicial y es poco dado a disculpar los errores propios de ambos cuerpos por más que sean inherentes a la propia condición humana. Muchos lectores y aficionados a la historia, al igual que los que ignoran la división de poderes propia de los sistemas democráticos, confunden también la historiografía con la politiquería que se hace en su nombre.
El papel de víctima obviamente es más agradecido que el de victimario. Como las «ideas» o posicionamientos ideológicos de la supuesta víctima no resisten el debate intelectual ni la confrontación de ideas con la realidad empírica de los hechos, estos personajes arribistas tratan de suscitar lástima, adhesión o piedad entre el común, siempre generoso con el incomprendido o perseguido como desconfiado y hostil con el poderoso o prepotente. Estos personajes se presentan ante su público como víctimas de rojos, comunistas e izquierdistas en general, que son, precisamente, las verdaderas víctimas, que han padecido persecuciones por oponerse a la dictadura franquista y luchar por la recuperación de las libertades democráticas.
Las verdaderas víctimas, sabiendo más que nadie del asunto, tienen forzosamente que sonreírse antes tales denuncias de estos pobres nuevos perseguidos (con absoluta y libérrima libertad de expresión-degradación y las cuentas corrientes a rebosar) a los que nadie persigue. Nadie de los que critican con justa y legítima dureza han mostrado, muestran ni mostrarán, la menor pretensión de convertirse en victimarios de quienes tienen una amplia experiencia en el asunto. Se cree el ladrón que todos son de su condición. Como algunos de ellos han sido rojos-rojísimos (del GRAPO, del Felipe, próximos al PT o la ORT) antes de emprender su correspondiente camino de Damasco, saben bien como sacar sustanciales beneficios de su supuesta condición de perseguidos. Dicen sufrir marginación intelectual, descalificación política y verdadera persecución cuando no agresión (?), por lo que no es sino la crítica y el rechazo fundamentado a la banalidad y trivialidad de sus abundosos escritos. O se aceptan y asumen sus obsoletas posiciones dándolas por buenas y veraces o se presentan como víctimas propiciatorias de persecuciones sólo existentes en sus calenturientas mentes e hipersensibles, o coriáceas —según se mire—, epidermis. Y su tropa de apoyo y sus fans más romos se aprestan con gusto al insulto a los críticos mostrando abiertamente su faz más fascista y su evidente impotencia mental.
Una cosa es la ironía o incluso el sarcasmo en el libre ejercicio de la crítica y otra cosa bien distinta el puro y simple regüeldo de los secuaces más obtusos, incluso amparándose en el anonimato propio de los cobardes, que se ponen así al mismo nivel de su admirado polígrafo, que, por otra parte, tiene medios más que sobrados para defenderse él solito.
En el fondo se trata de un simple ejercicio de cinismo. Estos oportunistas saben perfectamente que no saben pues saben muy bien lo que son, pero su juego opera sobre la evidente ventaja de que las mentalidades más simples y menos inquisitivas están siempre en mayoría y suelen mostrarse más predispuestas a aceptar los discursos más elementales y menos elaborados que estos publicistas les entregan sin descanso. Como los publicitan a bombo y platillo los medios más ruidosos y la gente del común tiene la noble aspiración de salir de su ignorancia, acuden prestos a este género de tratamiento de choque a base de píldoras milagrosas sin acabar de comprender que no se hizo Roma en cuatro días. El camino del conocimiento es ardua tarea que no concluye nunca en un libro sino que la lectura de uno verdaderamente interesante y estimulante apenas marca el inicio de una siempre inacabable travesía.
Podrá el señor Moa seguir haciéndose la víctima todo lo que quiera, pero la única realidad es que ni es historiador ni sus libros pueden encuadrarse dentro de los parámetros propios de la historiografía. Su despliegue publicístico y la cobertura mediática que le acompaña obedecen claramente a una finalidad política, no historiográfica.
Se trata de contrarrestar los crecientes movimientos en pos de la recuperación de la memoria que el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero se ha comprometido a apoyar. Y esa recuperación implica de alguna manera poner encima de la mesa que la II República era un régimen democrático, que su asalto fue ilegal e ilegítimo, que la guerra civil que vino fue un auténtico horror como cualquier guerra en la que las primeras y las últimas víctimas son siempre inocentes, y que la dictadura fue un régimen de oprobio impuesto al pueblo español por la fuerza de las armas. Y el mejor sistema es insultar la memoria de las víctimas ensalzando las actuaciones y el régimen bajo el que se ampararon sus victimarios.
El señor Moa se dedica a predicar por cielo, tierra y mar que la Guerra Civil española la empezaron en 1934 los socialistas, así que lo que hicieron los buenos en 1936 fue defenderse de la que les estaban preparando los malos («ataque preventivo», pues, fue lo del 18 de julio de aquel primer año triunfal). ¿Les suena? Que esté historiográficamente desmontada desde hace la intemerata la tesis de que Asturias es el inicio de la Guerra Civil y de que en 1936 se estuviera fraguando un golpe «comunista», primero «marxista» y después (para englobar al PSOE) socialista sólo y, a continuación o para concluir ahora, «de izquierdas» (incluido nada menos que Azaña, que fue absuelto entonces de semejante infamia con todos los pronunciamientos favorables), poco o nada importa. La verdad (es decir, las modestas aproximaciones a esa diosa esquiva) que van construyendo a trocitos los historiadores profesionales es la que dimana de las fuentes historiográficas y los estudios académicos y no la que tratan de transmitirnos directamente desde el Altísimo estos renovados propagandistas.
Es evidente que detrás de todo este pugnaz movimiento «revisionista» confluyen diversos intereses políticos y empresariales. Para determinadas mentes simples la libertad de expresión es equivalente no ya a la libertad de decir tonterías (de la que ningún humano está exento) sino también a la de, en nombre de esa misma libertad, poder rebatirlas so capa de ser inmediatamente acusados por ello de ser unos perversos linchadores de cándidas e ingenuas palomas que aunque nos estén cagando encima hay que respetarlas en nombre de la bondad intrínseca de la naturaleza…
La última infamia de este pretendido escritor, su último y deleznable libelo, es una recopilación de las excreciones cotidianas que deposita en Libertad Digital con ínfulas intelectuales de analista político veraz; pura farfolla propagandística para incondicionales sin el menor interés historiográfico o ensayístico febrilmente recopilada bajo formato de libro para seguir chupando del bote un poco más mientras dure la racha[40]. La infamia empieza por la foto de portada, probablemente un montaje o una foto retocada, en la que se ve al presidente Rodríguez Zapatero como abstraído o ajeno a algo que le indica el presidente Chirac que le señala con el dedo en otra dirección, remarcando así «inocentemente» esa «bobería solemne» con la que la leal oposición de Su Majestad se empeña en ridiculizar al presidente del Gobierno de España que tanto dicen amar, expresión que cualquier foto podría mostrar de cualquiera, incluido el mismísimo Einstein («un gilipollas», según la acreditada opinión de Coto Matamoros), que como todos sabemos fue un bobo solemne por esa famosa foto en la que se nos muestra haciendo un gesto histriónico, en este caso voluntario. Esta vez la bazofia en papel impreso se centra sobre todo en el presidente del Gobierno, pues por lo que se ve, denigrarle vende mucho entre la masa que sigue a estos escribidores, debidamente acompañada de «otras plagas», es decir, de otras andanadas dirigidas, como siempre, a la izquierda gobernante, a la masonería, a ensoñadas practicas totalitarias de Rodríguez Zapatero («el hombre vacuo de la vacua sonrisa»), su partido y su Gobierno, que va adquiriendo, al parecer, formas inquietantemente estalinistas, demagogias indignas, insistiendo en las «falsedades en torno a una catástrofe» (los atentados del 11-M), sencillamente risibles cuando no ya de juzgado de guardia por calumniosas, cuando el propio Gobierno ha ofrecido una batería de 200 (doscientas) respuestas a todas las dudas que el Partido Popular se viene empeñando en mostrar a raíz del atentado. En ellas se desmonta la tesis conspiratoria según la cual ETA pudo participar de algún modo en la matanza. En este sentido, el sumario resulta inequívoco. También se insiste en otras execrables calumnias del tipo «¡Pues claro que estaban con Sadam!». Toscas arremetidas sin la más mínima tabla de sustentación contra historiadores como Josep Fontana o Santos Juliá, para que no decaiga la fanfarria historietográfica con que se alimenta y alimenta a sus fans, siempre necesitados de enemigos hacia los cuales canalizar su odio ignorante, etc, etc. Toda este material de desecho va precedido de un prólogo lamentable en el que Moa se hace de nuevo la víctima, mintiendo otra vez con obsesión paranoide sobre los supuestos acosos, agresiones y apelaciones a censuras y cárceles con que se amenaza a la pobre víctima, que nos muestra una autoconmiseración verdaderamente patética. ¿Quién, cómo, dónde, tanto le persigue, calumnia y agrede? ¿Dónde están las pistolas salvo modestos signos gráficos negros puestos sobre blanco? Insinuaciones nada más, el método Moa, antes De la Cierva. Pero es igual, calumnia que algo queda.
Hace ya algunos años (1984), a propósito de cómo reaccionaban con violencia las derechas más asilvestradas ante la recuperación de la memoria histórica que tímidamente se iniciaba entonces desde la televisión pública, titulamos nuestras reflexiones con la conclusión que de tales circunstancias extraíamos[41]. Releídas ahora nos asombra su actualidad y que pueda parecer que no han pasado 22 años. Nos lo acaba de confirmar el profesor Josep Fontana, catedrático de Historia Contemporánea y director del Instituto Universitario de Historia Jaume Vicens Vives de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, quien en un reciente artículo de igual título se hacía una tan sustanciosa como desgraciadamente breve reflexión sobre tan extraño temor. Concluía citando una pertinente reflexión de Arthur Schlesinger Jr., que, salvo algún insensato, toda persona de sentido común no podría dejar de suscribir.
Las concepciones del pasado están muy lejos de ser estables. Las revisamos continuamente a la luz de las urgencias del presente. La historia no es un libro cerrado o un veredicto final. Siempre está en proceso de hacerse. Dejad que los historiadores prosigan la búsqueda del conocimiento, por equívoca y problemática que pueda ser. La gran fuerza de la historia en una sociedad libre es su capacidad para la autocorrección[42].
A diferencia de Moa, como es natural, nosotros nos sentimos orgullosos de uncir nuestro nombre al del profesor Fontana aunque sólo sea a modo de expiación por haber cometido la imprudencia, tontería, pérdida de tiempo de, a través de estas páginas, relacionar nuestro nombre con el del señor Luis Pío Moa Rodríguez.
4. VIDAS PARALELAS
Creemos que para concluir estas páginas cuya tesis principal no ha sido otra que la irrelevancia historiográfica de la «obra» del señor Moa y el considerable poder de los medios que le apoyan, puede resultar ilustrativo referirnos a un caso que alcanzó cierta repercusión mediática. Todo el mundo conoce el «caso Aquilino Polaino», por sus opiniones homófobas (contrarias a la homosexualidad) que ya vienen de antiguo, y con el que podrían establecerse algunos paralelismos con el bluff Moa, y no ciertamente por que éste sea también un «experto» en la materia que le hizo saltar a Polaino a las páginas de los periódicos[43], sino para dejar al menos claramente establecidas, a modo de conclusiones, las razones del rechazo intelectual que la «obra historiográfica» de Moa suscita en los medios profesionales afines a la Historia, al igual que las suscita Polaino entre sus pares del vasto e inextricable campo de la mente humana.
Aquilino Polaino-Lorente fue el experto llevado al Senado el lunes 20 de junio de 2005 por el Partido Popular para defender sobre una base pretendidamente científica sus posiciones políticas y morales en contra del matrimonio entre homosexuales. Por su parte, Pío Moa es considerado el gran experto en Historia contemporánea española y sus opiniones no dejan de ser elevadas a los espacios mediáticos interestelares, más bien celestiales, de la COPE para defender las posiciones políticas e ideológicas de la derecha española más extremosa. De no haber sido derrotado el PP en las últimas elecciones legislativas le habríamos visto, más que probablemente, convertido en un auténtico faraón historiográfico. Habría sido coronado en los altares más excelsos de la intelectualidad orgánica de la España eterna finalmente renacida y de nuevo triunfante. Sus fútiles opiniones sobre nuestro pasado reciente habrían sido impuestas, poder mediático y político mediante, como auténticos dogmas de fe. En ello estaban pero vino, para su infortunio, el malhadado 11M en vísperas electorales (14 de marzo de 2004), que actuó, según su obcecada opinión, a modo de coitus interruptus cambiando el curso natural de la Historia… al impedir la consagración de la primavera de un nuevo triunfo del Partido Popular que habría alumbrado una Nueva Era para España.
Las opiniones de Polaino, así como su pertenencia al Opus Dei, ya eran sobradamente conocidas con anterioridad, habiendo sido «denunciado» ante los medios por sus opiniones al respecto vertidas en alguno de sus manuales universitarios[44]. Igualmente sabemos que Moa perteneció al GRAPO, una organización de extrema izquierda terrorista, pero éste ha mostrado público arrepentimiento de ello y siguiendo el protocolo habitual de todo converso (falso o verdadero) que abjura de su pasado cada dos por tres, pues «pelillos a la mar». No hay que hacer caso de algunos maledicientes que afirman, con cierta ironía, a decir verdad, que su actual «terrorismo cultural» tomando el nombre de la Historia en vano es aún más dañino que el anterior (como el chiste ese que invoca al Todopoderoso para que George Bush vuelva a la bebida, pues su dipsomanía era menos dañina para la Humanidad que su abstemia gracias a la cual y with a little help of my dady pudo alcanzar la presidencia del Imperio). No parece que haya dudas de que resulta más letal para el planeta sobrio que sumido en los vapores propios de su antigua adicción al alcohol. ¿Cabe alguna duda de que Moa resultaba más benéfico para la cultura política de este país colocando libros en la Biblioteca del Ateneo que inundando el mercado con el resultado de sus cavilaciones? Somos así (o éramos): exageramos por la izquierda o por la derecha, miramos arriba o abajo y nos cuesta un poco «centrarnos». El exceso vende siempre más que la contención. Será cosa del clima o quizá de una pretendida idiosincrasia «española» tan tópica como falsa su pretensión de «cientificidad».
El señor Polaino, tres días antes de su comparecencia en la cámara alta había sido invitado por el Partido Popular para participar en unas jornadas sobre las reformas del Código Civil, en las que se refirió a la homosexualidad como un «transtorno emotivo» producido por un «déficit emocional», por lo que resultaba meridianamente clara la intencionalidad del Partido Popular de apoyarse en la opinión de tal experto para reforzar así sus opiniones en contra del llamado «matrimonio gay». Sus declaraciones suscitaron un gran revuelo. Dijo en concreto el experto que la homosexualidad «es un transtorno psicopatológico que sufren personas educadas por un padre hostil, violento o alcohólico, o bien por madres sobreprotectoras, frías y muy exigentes». Pero, quizás, aún irritó más que dijera que a los homosexuales se les podía curar con «terapia reparativa», entre las cuales figuraba una sobreabundante ingesta de pastillas, electroshocks, etc., según declaraciones de alguno de sus pacientes que se habían visto sometidos a tales prácticas «terapéuticas», hoy totalmente abandonadas por la psiquiatría moderna. Ante la repercusión mediática alcanzada por tales afirmaciones y consciente del daño político (resta de votos procedente de las diversas heterodoxias sexuales) que podía provocarle, el Partido Popular optó por desmarcarse de su particular experto. Fueron a por lana y salieron trasquilados, actitud que fue criticada por el cardenal Antonio María Rouco Varela, que consideró que el profesor Polaino estaba siendo objeto de un «linchamiento» público inadmisible. El vicepresidente del Foro Español de la Familia, Benigno Blanco, calificó de «aberrante» el trato que estaba recibiendo el asunto y exigía que se respetase (sic) la «libertad de expresión». Igualmente se unió a la condena la CONCAPA (Confederación Católica de Padres de Alumnos), que expresó su «firme y decidido apoyo» a quien estaba siendo objeto de un «linchamiento político».
Si traemos el «caso Polaino» a colación es por el paralelismo evidente que a nuestro juicio tiene con el «fenómeno Moa», aunque con una diferencia sustancial: Polaino calla y deja que hablen los demás y Moa no para de hacerlo, o de lloriquear, según se mire, lamentándose de que no se le toma en la consideración debida. Ambos disponen de sectores sociales dispuestos a defender sus respectivas posiciones con toda claridad y sin complejos y resulta tan risible considerar que se limita la libertad de expresión del profesor Polaino, manifestada por activa y por pasiva en sus numerosas publicaciones y en cuantas reuniones acude a exponerlas y que, a su vez, son recogidas por los medios de información, como que se hace lo propio con las de Moa, que incluso invade también los amplios espacios virtuales de Internet y se ha convertido en un fenómeno de ventas. Y he aquí la diferencia sustancial entre ambos. Uno es un académico, muy controvertido ciertamente, pero un académico que dice y escribe lo que cree y considera oportuno. El otro es un amateur, un aficionado, que se pretende académico extramuros de la Academia y poco menos que exige que se le reconozca como tal. Y, con tal fin, no duda en promover sus propias polémicas, porque en el fondo debe de pensar, proviniendo de donde proviene, que la ciencia o la verdad o el prestigio no se imponen por sí mismos, sino a base de mucho ruido. Cuanto más, mejor.
El profesor Polaino es licenciado en Medicina y en Filosofía y se especializó en Psiquiatría y Psicología Clínica. Hizo su preceptivo doctorado e inició su carrera académica, que culminó como catedrático de Psicopatología y director del Departamento de Psicología de la Universidad San Pablo-CEU de la Asociación Nacional de Propagandistas Católicos, pero antes lo fue de la misma Universidad Complutense, cuyo Departamento de Personalidad, Evaluación y Tratamientos Psicológicos de la Facultad de Ciencias de la Educación también dirigió. Ha escrito sobre diversos temas de su especialidad: relaciones familiares, depresión infantil, drogadicción, hiperactividad infantil, autismo, deficiencias mentales, maternidad adolescente, comportamiento sexual, etc. Naturalmente esas circunstancias no le hacen invulnerable a la crítica, ni hace que sus procedimientos y conclusiones hayan de ser tomados como artículos de fe. Es una figura ampliamente cuestionada dentro de su propia área de conocimiento y especialidad, circunstancia bastante común en los ámbitos científicos, donde la defensa de determinadas tesis genera automáticamente sus correspondientes antítesis. La discusión libre forma parte consustancial e irrenunciable del espíritu científico y norma inexcusable en la Academia. Del conjunto de tales debates se beneficia siempre la propia ciencia, que, obvio es decirlo, ella misma propicia. Puede decirse que actualmente se encuentra en una posición profesional claramente minoritaria, pero eso es todo. Ningún espíritu verdaderamente libre y científico aceptaría que algo es para siempre. Albert Einstein, el paradigma máximo de científico, fue muy explícito: «Dos más dos son cuatro mientras no se demuestre lo contrario». Hoy, el conjunto de los colegas desautorizan a Polaino. Pues bien, hoy el conjunto del gremio de historiadores desautorizan a Moa. Ésa y no otra es la realidad historiográfica, no política, del caso.
La evidente sensación que transmite el caso Polaino visto desde el exterior y con un inevitable distanciamiento (doctores tiene la Iglesia…) es que el profesor Polaino se ha quedado anclado en posiciones académicas que han quedado trasnochadas y obsoletas por el propio desarrollo de la ciencia que cultiva.
No es exactamente el caso de Pío Moa, que lo que hace no es mantenerse en posiciones añejas historiográficamente superadas (como Polaino) sino que regresa a viejas y obsoletas posiciones. No sólo desempolva tesis y argumentos franquistas completamente caducados sino que tiene la infatuada pretensión de mostrárnoslos como gran «novedad científica». El profesor Polaino no tiene tales pretensiones. Cuando se siguen manteniendo contra viento y marea opiniones y juicios que ya no responden a la realidad de los hechos, y que si bien fueron firmemente defendidos en el pasado hoy en día son desmentidos por el propio desarrollo científico, pasan simplemente a convertirse en prejuicios. Las opiniones de Polaino, es una evidencia, no eran tan incongruentes hace relativamente pocos años, pero… las ciencias adelantan que es una barbaridad. En el pasado franquista, en la España atrasada de charanga y pandereta, las opiniones de Pío Moa habrían sido muy congruentes, pero ahora no lo son. Es una evidencia empírica. Es una simple y elemental constatación científica.
Tanto el Colegio de Psicólogos de Madrid como los comités ejecutivos de la Sociedad Española de Psiquiatría y de la Sociedad Española de Psiquiatría Biológica han rechazado contundentemente las opiniones sobre la homosexualidad vertidas por el profesor Polaino. Ambas sociedades recuerdan que ninguna de las dos clasificaciones internacionales de enfermedades mentales recogidas por la OMS (Organización Mental de la Salud) y la ASP (Sociedad Americana de Psiquiatría) recogen la homosexualidad como tal, es decir, como una enfermedad, desde 1990. Quiere esto decir que hoy, a la vista del «estado de la cuestión» sobre la materia, no hay reconocimiento alguno de «patología» (enfermedad que requiere tratamiento para su curación) en la conducta homosexual. Naturalmente «todo» es discutible, pero lo que no puede hacerse es seguir presentando las opiniones de un «experto» como sólidamente fundamentadas en un soporte científico indiscutible. Es su opinión y, a la vista de lo dicho, cada uno le concederá la validez que estime oportuno sobre la base de sus prejuicios pero no sobre el estado de la cuestión establecido por dicha ciencia. En este caso tal opinión es bastante limitada pues no estamos hablando de moral, de moral católica, para lo cual el Vaticano tiene toda la autoridad que le corresponde, sino de Medicina y Psiquiatría, materias en las que evidentemente no tiene ninguna la Iglesia católica ni ninguna otra organización metafísica o que simplemente se ocupe del ignoto más allá. También el franquismo consideraba como «patologías» socialmente dañinas la masonería, el liberalismo, el republicanismo, la democracia, el nacionalismo ajeno, el socialismo, el comunismo, el anarquismo, el feminismo, el naturismo… y hoy se consideran todas ellas expresiones legítimas de la libertad del individuo y manifestación saludable del pluralismo social. Y es que las ideas y mentalidades evolucionan también que es una barbaridad…
Dicho lo cual, resulta igualmente ridícula la pretensión de procesar al profesor Polaino por expresar sus opiniones tal y como pretendió Ezker Batua, uno de los tres partidos que sostienen al Gobierno vasco, y la Asociación vasca de gays, lesbianas y transexuales (Hegoak). La denuncia presentada ante el Juzgado de Guardia de Bilbao trata de fundamentarse en el art. 510 del Código Penal que castiga hasta con tres años de cárcel a quienes incitan a la discriminación por raza, religión u orientación sexual. El profesor Polaino no incita a nada, al igual que Moa tampoco incita a nada, salvo a cambiar de lectura en un caso y de psiquiatra en el otro. Expresan sus opiniones y, a su vez, éstas suscitan otras opiniones mejor o peor fundamentadas, más o menos excitantes, y con mayor o menor rigor profesional y soporte empírico. Pretender privar a alguien del derecho a la libre expresión por «su manifiesta falta de todo soporte científico» dejaría muda prácticamente a la totalidad de la población, Moas y Polainos incluidos. Pero, evidentemente, no todas las opiniones expresadas tienen una misma consistencia y validación científica. Y de eso es de lo que estamos hablando aunque algunos demagogos irrelevantes se empecinen en que pedimos o reclamamos el silenciamiento del señor Moa y sus acólitos (repetimos: «Cree el ladrón que todos son de su condición», nos sigue ilustrando el Refranero).
He aquí el paralelismo. El profesor Polaino ha tenido que doctorarse ante un tribunal de doctores, de pares. Ha tenido que presentar una tesis, estudiar, investigar, fundamentarla y defenderla ante un tribunal para poder optar a una plaza de profesor universitario. Pío Moa, no. Polaino ha tenido que desarrollar una carrera profesional presentando comunicaciones y ponencias en congresos y reuniones científicas y, a su vez, ha tenido que concursar y opositar a sucesivas plazas y puestos docentes hasta obtener finalmente su cátedra universitaria. También ha tenido que ser votado por sus propios compañeros de Departamento para poder dirigirlo. No es el caso de Pío Moa tampoco. El profesor Polaino, como cualquier otro investigador riguroso, ha tenido que forjarse en conferencias, comunicaciones y ponencias, en artículos y capítulos de libros científicos, que han ido fraguando sus publicaciones. Pío Moa, no. Porque Pío Moa con meter en la batidora del procesador de textos los tópicos franquistas adecentándolos un poco formalmente para no herir en exceso la sensibilidad del lector del siglo XXI ya tiene bastante. Ésa es la «gran renovación historiográfica» de don Luis Pío Moa Rodríguez. No se molesten en buscar porque no encontrarán nada más.
Ninguno de los títulos y diplomas académicos de Polaino son garantía absoluta de nada, evidentemente, aunque disponer de alguno no viene nada mal pues contribuyen a irse disciplinando mentalmente en cuanto a método y sistema. No es el caso de Moa. Ni método, ni sistema. El mundo está lleno de casos de investigadores y estudiosos rigurosos, aunque no es lo más frecuente, que han descollado por sus solos méritos y al margen de toda institución académica. Por supuesto. Pero para tal hace falta un requisito absolutamente insoslayable que no es otro que su pretendida obra científica sea aceptada y reconocida como tal por la comunidad científica correspondiente. Lo que cuando se da no produce la menor reticencia intelectual. Tampoco ha sido el caso. Como puede comprenderse, los exiguos avales académicos de historiadores tan extraviados como Carlos Seco Serrano y Stanley G. Payne, ahora uncidos al carro de propagandistas históricos como Ricardo de la Cierva, frente al resto de la amplísima comunidad de profesionales de la Historia provenientes de los más variados campos de las ciencias sociales afines (Ciencia Política, Economía, Sociología, etc., etc.), no son suficientes argumentos para otorgar al señor Moa la consideración profesional que cree merecer. Tampoco el señor Polaino está solo o es un caso aislado, y algún colega que otro le apoyará sotto voce y no por eso sus posicionamientos intelectuales sobre la homosexualidad dejarán de estar menos trasnochados.
Polaino es un profesional del estudio de la mente y el comportamiento humano, mejor o peor, con mayor o menor reconocimiento entre sus pares, por más que sus planteamientos sobre la homosexualidad estén completamente obsoletos. ¿Por qué? Porque no hay «estudios científicos» en los que fundamentar sus posiciones. No hay bibliografía académica ni artículos científicos en revistas de prestigio internacional que le avalen, apenas las «opiniones» de otros colegas conservadores sobre la base de sus propios prejuicios y moral particular pero sin la menor apoyatura empírica, científica. Las aportaciones «científicas» no son naturalmente dogma de ley; son y deben ser discutibles siempre de acuerdo con los procedimientos propios de la ciencia. Pero las opiniones no son en modo alguno «respetables» procedan de donde procedan si no se apoyan en una mínima fundamentación empírica. «Eso» de que «todas» las opiniones son igualmente respetables es una de las falacias más hirientes para cualquier cabeza mínimamente amueblada. Las personas que las expresan, sí. Pero nada más.
Pues con el señor Moa lo mismo. Sencillamente no es un profesional de la Historia. Es un bluff mediático. No tiene importancia alguna que no sea doctor. Su gran maestro lo era, aunque en Ciencias Químicas, y a la vista están los resultados. El «Gran Maestro» antes y el dilecto discípulo ahora son meros propagandistas que no dudan en tergiversar y manipular los hechos, cuando los conocen, al servicio de sus tesis preconcebidas, como creemos haber dejado suficientemente claro en estas páginas. No dejan de mancillar «ciencia» social tan bella, ilustrativa y benéfica como la Historia tratando de ponerla al servicio de espurios intereses políticos partidistas (franquistas o neofranquistas) sobre el vetusto y ridículo «argumento» (?) de ver comunistas («marea roja») cuando no «estalinistas» (sic) hasta debajo de las piedras utilizando el viejo lenguaje de guerra de sus ilustres antecesores.
5. CADA UNO EN SU CASA
Y Dios en la de todos es un sabio consejo al que todos deberíamos ajustarnos escrupulosamente con recato y prudencia salvo que carezcamos de escrúpulos. Llegados a este punto, y tras enfrentarnos, no sin esfuerzo, con tan abundosa obra historietográfica, así como con algunas de sus secuelas y el contexto político que la envuelve, creemos que estamos en mejores condiciones que antes de entender lo que hemos llamado «el fenómeno Moa». Hablemos (escribamos) claro. Sinceramente, no creemos que ante un Congreso de Historiografía española contemporaneísta, ni el mismísimo Stanley G. Payne, ni el mismísimo Carlos Seco Serrano, ni el mismísimo José Manuel Cuenca Toribio, catedráticos de Historia los tres y principales avalistas de la obra de Moa, optaran por negar, cuestionar o rechazar de plano lo que sigue y, si es el caso, que esgriman sus razones para nuestro general conocimiento e instrucción. En consecuencia, nos atrevemos a sintetizar aquí algunas de nuestras conclusiones:
1. El «caso Moa», como resulta más que evidente constatar a estas alturas, no es una cuestión de persecución intelectual, ni de acoso político, ni de presión social encaminados a impedir la libre expresión de sus opiniones, como los hechos muestran de forma contundente, puesto que las exhibe sin freno, medida, ni pudor en periódicos tradicionales y virtuales, así como en formato de libro o prédica pública (siempre con público predispuesto o curioso numeroso), donde da rienda suelta incontinentemente a sus «ideas», aunque, dada su insoportable levedad, abusiva reiteración y manifiesta ausencia de originalidad, cabría hablar más bien de pura «opiniología», porque la estructuración y teorización debidas que aquéllas requieren brilla por su ausencia. Su abundosa literatura historietográfica es ampliamente divulgada a los cuatro vientos por la Brunete mediática que le jalea y le envalentona hasta caer de lleno en el ridículo, y también por algún que otro medievalista en el ámbito universitario que, lógicamente, sabe mejor que nadie de lo que habla. Es decir, «De Isabel y Fernando / el espíritu impera…».
2. No se trata de negar el pan y la sal a nadie. Pero cuando se juega a algo, por ejemplo, creernos la mamá de Tarzán, pretender renovar toda la historiografía española actual o inaugurar un nuevo paradigma, tan fatua pretensión se nos antoja simplemente ridícula. Cuando nos exponemos al juicio público, a la consideración de quienes tomamos por «colegas» ignorando reglas, procedimientos, protocolos, normas de convivencia, hay que pechar con las consecuencias que de ello se deriven sin lanzarse a llorar por las esquinas, denigrando a los críticos que nos cuestionan, manipulando sus textos y haciéndoles decir lo que no dicen o reprochándoles su legítimo derecho al silencio. La abstención, desde la perspectiva de la Cultura Política, que llama siempre a la participación, se podrá considerar una opción más o menos cívica, pero nunca ilegítima en un Estado democrático (con Franco, tan por él añorado, era obligatorio ir a plebiscitarle), y menos negarle a uno tan sacro derecho como su contrario: parlotear sin freno ni control sin la menor consideración para aquellos que nos dan audiencia.
3. No negamos la profunda irritación que nos produce la «literatura» de Pío Moa, como a estas alturas le habrá quedado más que claro, transparente, al lector más distraído, pero no creemos que esa particular circunstancia nos nuble el entendimiento. Máximo respeto a su persona, como a cualquier otra, y máximo rechazo a su obra. Eso es todo.
4. Moa era un perfecto desconocido historiográficamente a la altura de 1999, cuando en la España democrática se llevaban ya veinte años investigando, publicando y debatiendo libremente sobre la II República y la Guerra Civil, lo que a su edad resulta sorprendente. Su «explosión» publicística es un hecho curioso por no decir extravagante. Podía perfectamente haberse incorporado al debate académico o intelectual referido a nuestro pasado inmediato. ¿Por qué no lo hizo? Ya había sido expulsado del GRAPO. Ya había dejado la lucha armada o el terrorismo político. Se ofende porque llamemos al pan, pan y al vino, vino. ¿Cómo quiere que nos refiramos a «ese» pasado sin ofenderle, con el cual él trafica de manera absolutamente desconsiderada? Otros muchos revolucionarios o radicales de izquierdas que habían militado en organizaciones igualmente terroristas como ETA se incorporaron al debate intelectual, a los modos democráticos, sin el menor problema, y algunos de ellos han ido tejiendo una obra intelectual, literaria o historiográfica verdaderamente brillante. ¿Es que le habría hecho ascos esa historiografía marxistoide (?) que tanto denuncia por abandonar su sectarismo armado y poner en negro sobre blanco el resultado de sus investigaciones, estudios y cavilaciones? ¿Es necesario poner nombres encima de la mesa de autores que se dieron a conocer y alcanzaron prestigio por sus sucesivas obras? ¿Qué le pasó a él? ¿Incubar e incubar ciencia y más ciencia en la soledad de archivos y bibliotecas sin que nadie se enterara a la espera del Juicio Final?
5. No conocemos otro caso de destreza publicística supuestamente historiográfica. Moa irrumpe en el campo de la «historia» (?) con tres libros seguidos en el breve lapso de tiempo de tres años sobre cuestiones tan polémicas como conocidas sobre las que a estas alturas hay ya en el mercado y en las bibliotecas públicas una bibliografía más que notable. Se trata de los orígenes de la guerra, los personajes de la República y el derrumbe de la misma[45]. No obstante se venden al parecer muy bien. Las razones son puramente extrahistoriográficas (meramente comerciales), es decir, se vendieron o se venden más de lo habitual para ese tipo de libros. Se empieza a hablar más de ellos (por sus «chocantes tesis») desde sectores ajenos a los especialistas, es decir, mediáticos, que desde donde se tendría que hablar. El hecho incuestionable es que por arte de birlibirloque aparecen de repente tres libros seguidos incidiendo en la misma tesis de fondo, que se reitera hasta la extenuación. ¿Conoce alguien un caso equiparable? ¿Nadie se había enterado de que un nuevo «autor» estaba llamando a las puertas de la Historia? Al parecer nadie le vio venir. Y, de repente, nos suelta tres libros seguidos. Caramba. «¿Y cómo es él?» (José Luis Perales). Pues un publicista de fortuna que responde al insólito caso de surgir de la nada. Creacionismo puro. No hay gestación, nacimiento, desarrollo, madurez y venturoso esplendor. De la nada se hizo la Luz y apareció Dios tronante en el Sinaí con las Nuevas Tablas de la Ley de la Historia de España. Los autores de obras con un mínimo de relevancia historiográfica son previamente conocidos por sus ponencias en congresos de especialistas (en los que importa una higa ser becario o catedrático o ir por libre o qué ideología se profese: se manda la ponencia y el comité científico del Congreso la acepta o la rechaza) y por los artículos científicos que, como consecuencia de las mismas, publican para dar a conocer sus aportaciones y contribuciones al resto de especialistas, a un público más amplio o de interesados en general por mantenerse culturalmente al día. Aportaciones iniciales que, normalmente, acaban por culminar en algún estudio monográfico que tras un breve vuelo caerá en el pozo del olvido o se convertirá en una obra de referencia. No es el caso. De repente, de la nada, uno, dos y tres… «Uno, dos y tres / lo que tú no quieras para el Rastro es» (Patxi Andion).
6. El contenido de tales libros no descubren absolutamente nada. No ofrecen nuevas fuentes inéditas que permitan matizar, corregir, revisar, replantear, cuestionar o reformular «el estado de la cuestión» precedente como es obvio, y así lo dicen los autores serios más bien dispuestos con Moa y «su obra». Sobre las supuestas «tesis» de Moa disponemos de una excelente y abundantísima bibliografía que por su variedad de enfoques y conclusiones diversas constituye un corpus importante, pero que, naturalmente, no constituye ninguna Biblia ni Nuevo Testamento, más o menos canónico e inviolable, lo que resultaría inaceptable. Nadie serio estaría dispuesto a defender «ortodoxia» alguna en un foro igualmente serio, pero tampoco la primera «heterodoxia» frívola que le peta a cualquiera tiene por qué ser tomada en consideración. Dichos libros vuelven sobre argumentos y opiniones más que conocidos, archiconocidos, que podrán ser de mayor o menor aceptación en determinados medios de comunicación, sectores sociales, escuelas historietográficas o población más o menos adicta, nostálgica o justificadora de Franco y su régimen, o llamar la atención sobre las nuevas generaciones ansiosas de novedades y atraídas por su carácter polémico y antigubernamental (izquierda realmente existente heredera de la izquierda de ayer realmente existente). Cuestión más política que historiográfica. Por si no ha acabado de quedar claro, no se niega todo lo que dice Moa. Sería absurdo, pues ya se había dicho por otros y se sigue diciendo ahora. A la izquierda, la propaganda franquista simplemente la había denigrado y demonizado, como su contraria, ciertamente, hizo lo propio aunque, una vez entrados en materia, si no quieren decirse más que lugares comunes y trivialidades, es rigurosamente imprescindible distinguir, diferenciar y matizar. La crítica historiográfica de la izquierda, con alguna respetable excepción, la ha hecho y la hace la propia izquierda en primer lugar, una izquierda inequívocamente democrática, y no una sarta de propagandistas izquierdistas cuando no estalinistas emboscados. Contraponer el comunismo y a Stalin, cada vez que se hace la crítica historiográfica del franquismo o de Franco, es un «recurso intelectual» (?) tan pobre que da vergüenza ajena.
7. Toda la «obra» posterior de Moa a su tríada divulgativa es meramente de repetición, alcanzando su momento culminante y su «consagración» definitiva como publicista de éxito con sus famosos mitos[46]. Desde entonces no hace otra cosa que repetirse y repetirse con una insistencia que raya la grosería intelectual. A eso se le llama «vivir del cuento», remitiendo siempre a «su obra anterior» a efectos probatorios o documentales de cuantas simplificaciones de problemas complejos le peta escribir a todas horas y en todas direcciones. No tenemos absolutamente nada contra la divulgación. Todo lo contrario. No cesamos de clamar en su favor. Pero que no pretenda vender como «investigación» lo que no es ni siquiera «divulgación». La buena divulgación debe de ser exquisita con los juicios de valor y calibrar muy bien las descalificaciones, que, sin embargo, Moa no cesa de prodigar siempre en la misma dirección: honestos profesionales, demócratas y de trayectoria intachable, mientras que no deja de exaltar a propagandistas absolutamente irrelevantes para la historiografía española contemporánea. Todo lo que dice en tales obras ya lo habían dicho desde el punto de vista propagandístico Ricardo de la Cierva y sus antecesores, como creemos modestamente haber mostrado (no nos atrevemos a decir, envanecidamente, «demostrado», como él siempre dice con su singular desparpajo).
Las ideas, argumentos, valoraciones, apreciaciones y críticas que sobre el período hace ya habían sido expuestas por ensayistas, historiadores o científicos sociales bien conocidos como Salvador de Madariaga[47], Richard Robinson[48], Stanley G. Payne[49], Santiago Varela[50], Juan José Linz[51] o Carlos Seco Serrano[52], en diversos estudios y monografías, sin que ello presuponga por nuestra parte, pues sería mucho presuponer, que tenga Moa conocimiento directo y específico de todos ellos, pues a algunos no los cita en todo el conjunto de su obra, por más que hayan escrito mucho antes que él, y con indiscutible mayor solvencia, sobre lo que él ahora pontifica, atribuyéndose méritos intelectuales o investigadores que no le corresponden en absoluto. Si los hubiera leído no podría escribir como escribe.
8. La «cuestión ideológica» a la que tanto se aferra y esgrime torticeramente como escudo protector para descalificar a sus críticos no es de recibo. Publica sobre historia pero no hace historia, y «eso» es lo que la crítica especializada le reprocha fundamentalmente. No tanto por el hecho de que tenga una orientación más o menos conservadora o profranquista o antirrepublicana, como por la indudable constatación de que repite lo mismo y se reafirma en la «historiografía» franquista precedente, como resulta obvio a cualquiera que la conozca mínimamente. Si antes (cuando la famosa tríada) no había aportación alguna, menos la hay a partir de entonces. Es una mera constatación empírica. ¿Por qué sus avalistas, los mentados Payne, Seco y Cuenca, no son atacados por sus posicionamientos ideológicos y él sí? Le contestamos con mucho gusto por si es incapaz de responderse a sí mismo. Porque en el ámbito académico se practica la «profesionalidad», la «discreción» y el «respeto», con independencia de la orientación ideológica de cualquier «autor». Es el caso que Moa no es «autor» salvo de refritos nada originales y transtextualidades propias y ajenas. Sus inexistentes resultados, tras estudiarle, son abiertamente propagandísticos, nunca académicos.
9. Sus publicaciones no tienen más destinatario que el gran público con escasa información previa, al que trata de llegar por todos los medios, al igual que hiciera su reconocido Gran Maestro, a través de la manipulación, el escándalo y la polémica que busca enfebrecidamente, pues sin ella no es nadie. «Ésa» es la mejor prueba de su «solvencia» y «seriedad». Ya que no consigue alcanzar el reconocimiento intelectual o historiográfico que tan ansiosamente busca y tanto le desasosiega por los únicos medios legítimos aceptables, es decir, con investigación sustantiva y la discreción inherente al hombre de estudio y de pensamiento si se aspira a ser considerado «historiador», se pone a dar voces, a sentar cátedra, a ofender y menospreciar a autores prestigiosos, y a presumir de «perseguido» por no se sabe qué feroces jaurías de perros de presa «rojos» sólo existentes en su calenturienta imaginación como antes en la de su singular Gran Maestro.
10. Que Moa publica sobre temas históricos y tiene todo el derecho del mundo a hacerlo es una constatación tan banal como inútil sobre la que no merece la pena perder ni un minuto más. Pero eso no le concede patente de corso.
11. A pesar de su absoluta falta de consideración con historiadores consagrados que disponen de una obra científica considerable, uno de ellos, que ya hemos citado, y cuya competencia profesional sólo puede negarse desde el más obtuso de los sectarismos, le contestó con respeto y consideración a su persona. Pero, no vamos a repetirnos, eso no le blinda respecto a sus opiniones e ideas. El historiador aludido, Enrique Moradiellos, le discutió en un tema muy concreto (la intervención extranjera en la Guerra Civil) con una abrumadora base empírica, demoliendo sus fatuas pretensiones de novedad y de sentar cátedra[53]. Moa mostraba desconocer la literatura especializada sobre la materia, mostrando apenas un bufo gregarismo sobre propagandistas célebres que no verdaderos especialistas. Como no había contestación posible se salió por la tangente y se fue rápido hacia el burladero mirando al tendido, aunque de reojillo, como los toreros fanfarrones, pero cobardicas, que no saben cómo tratar al toro que tienen delante. Él mismo y sus secuaces contestaron desabrida y demagógicamente a quien había osado cuestionar sus fantasmagorías académicamente, por lo que el profesor Moradiellos comprendió la inutilidad de tratar de llevar al ámbito académico aquello que por su propia naturaleza pertenece al propagandístico y se retiró de nuevo a sus quehaceres. No obstante lo cual no le impide a Moa reclamar, falsamente, que no se le presta la atención que cree merecer. Es obvio que no tiene abuela. A lo mejor es que no merece ninguna. Cuando algún pasmado observador, ya saturado de tanta demagogia y trivialidad, lanzada día tras día con obcecada persistencia y ante el espeso silencio circundante, le contestó en su propio terreno a modo de relax estival, fue de inmediato zafiamente insultado por alguno de sus secuaces bajo la cobarde cobertura del anonimato. Moa se limita a falsas imputaciones y tergiversaciones adjudicándose él mismo «la Razón» (que ya es ser audaz) sin haber demostrado nada de aquello con lo que trata de polemizar y manipula con rara habilidad para sus potenciales lectores, pero que no engaña a cualquiera mínimamente versado en el tema correspondiente. Moa no acepta ni la discusión historiográfica, académica, ni la esgrima dialéctica. En cuanto le contestan a sus insistentes y molestas perdigonadas con un poquito de fuego graneado (simples balas de fogueo), se hace la víctima, llora un poco por las esquinas cuando no insulta y se queja de que el gremio (profesores, historiadores) es soberbio, infatuado y no le admira como el cree merecer.
12. Moa es la versión española, a la baja naturalmente, del «revisionismo» que ya se manifestó en Francia, Alemania o Italia hace unos años respecto a su propia historia. Supone, salvadas las distancias, una especie de «negacionismo» (el Holocausto fue una invención de los propios judíos), es decir, una corriente de «historiadores» que negaban la Shoá o trataban por todos los medios de demostrar que el nacionalsocialismo o el fascismo no eran intrínsecamente perversos (totalitarios) y criminales, sino que tenían aquellos regímenes mucho de respetables. Su «gran argumento» (?) es decir siempre que Stalin fue peor. Los revisionistas más obcecados, como el británico David Irving, ya no niegan, como en el pasado, la existencia de Auschwitz y reconocen la criminalidad nazi. ¿Quién de esa historiografía a la que tanto alude pero jamás cita entrecomillando niega los crímenes perpetrados en nombre del comunismo? ¿Acaso los crímenes de Stalin hacen buenos los crímenes de Franco? Moa no niega los crímenes de Franco o del franquismo (algo hemos adelantado en cuarenta años), pero se ha entregado a una nueva cruzada «revisionista» consistente en «limitar daños», es decir, hacer algún tipo de reconocimiento previo inevitable, que hoy ya resulta imposible no hacer salvo para los tontos, para a continuación tratar de justificar por todos los medios con un pobrísimo argumentario y sin la menor prueba concluyente que el régimen de Franco no fue tan criminal como pretenden los historiadores «izquierdistas» (todos), cuyo sectarismo es proverbial y está impregnado de un tufillo de propaganda comunista que lo invalidaría todo, y
13. La Historia no es el resultado ni la consecuencia del franquismo o del antifranquismo. Su resultado no tiene que ver con los posicionamientos ideológicos o políticos del historiador profesional honesto. El historiador no tiene que agradar a nadie en concreto para que el resultado de sus investigaciones pueda ser consumido según nos plazca en función de nuestras particulares inclinaciones ideológicas, que naturalmente no son todas igualmente respetables, como los tontos se empeñan en insistir. ¿Es igualmente respetable el intolerante que el tolerante, el tolerante por cuestión de principio que el falsamente tolerante por cuestión de oportunidad, el demócrata por obligación o por convicción o el antidemócrata circunstancial o equivocado que el que jamás creerá ni aceptará la democracia, las ideologías integradoras y agresivas que las disgregadoras y conciliadoras en nombre de la libertad de expresión, de la democracia y del pluralismo? Moa, como cualquier otro publicista, resultará más o menos convincente a la vista de lo que ofrezca y aporte. La alternativa es bien simple: historiografía (con sus reglas, métodos y procedimientos) o propaganda repetitiva y reiterativa. Historia con mayúsculas o simple historietografía de ínfimo vuelo. Que cada uno elija libremente la opción que quiera, puesto que afortunadamente vivimos en un país libre (a pesar del tirano Nerón que nos gobierna como ya insinúan, cuando no dicen abiertamente, los periodistas demagogos), dentro de cada uno de tales apartados, pero que no los confunda. No es una confrontación política izquierda/derecha sino profesionalidad digna/indigna manipulación. Dentro del campo profesional de la historia convive una amplia gama de posiciones ideológicas no excluyentes, pero que por su propia naturaleza tienden a alejarse de todo extremismo y de toda demagogia. Hay reglas y métodos que es obligado cumplir. Cabe desechar o no consumir enfebrecidamente el resultado de la profesionalidad historiográfica que en ocasiones pueda mostrarse demasiado abstracta, demasiado neutra, demasiado densa para el gusto y capacidad del lector no especializado, si bien no faltará quien legítimamente la defienda. No nos cansaremos de repetir a Ortega y Gasset: la claridad es la cortesía de la inteligencia. Pero optar por la mera trivialidad, por el tópico y el cliché más manidos, vengan de donde vengan, no sería ya muestra de libertad ideológica sino prueba manifiesta de obsolescencia mental.
En definitiva, el señor Moa se mantiene inconmoviblemente fiel a los añejos prejuicios de la derecha española, incapaz de ejercer el mínimo «revisionismo» que se impone. Nos parece estupendo que Moa trate de demoler cuantos mitos se pongan a nuestro alcance incluidos, por supuesto, los que ha generado, genera y generará la izquierda, pues es algo inherente a la naturaleza humana producirlos y servirse de ellos al margen de las ideologías que profesamos los humanos, incluidos los que dicen no profesar ninguna. Y ése es un magnífico objetivo para cualquier historiador, para cualquier científico social. Pero al señor Moa le queda muy ancho. Le queda inmensamente grande.
«Lo que no es tradición es plagio» suele a veces contraponerse como argumento a un excesivo afán de innovación poco acorde con los resultados obtenidos. «Ya los clásicos dijeron todo lo fundamental» suele también esgrimirse como justificación de la escasa relevancia de lo escrito…, etc, etc. Pero no hay regla sin excepción ni mal que cien años dure. Incluido el señor Moa. No es el caso desde luego, pues no hay el menor rastro ni de tradición historiográfica, ni originalidad, ni primicia (expurgación de nuevas e inéditas fuentes), ni innovación (nuevas propuestas teóricas), ni metodología plausible, ni siquiera la más leve recreación literaria (glosa de la propaganda anterior) en su abundosa publicística referida a la II República, a la Guerra Civil y al franquismo. Todo lo que escribe tiene un inconfundible olor a rancio, si bien lo maneja con indiscutible destreza, pero en el más generoso de los comentarios, poco cabe añadir al breve y escueto déjà vu de los franceses.
A estas alturas de su vida y habiendo sufrido lo que ha sufrido, entendemos perfectamente que le resulte muchísimo más fácil y sencillo, aparte de inmensamente más rentable en términos puramente crematísticos, escribir compulsivamente al dictado de determinados intereses políticos, de poderosos grupos mediáticos, de grandes grupos editoriales cuya función principal, como la de cualquier otra empresa comercial, es ganar dinero, cuanto más, mejor y, en lógica consecuencia, están dispuestos a invertir allí donde pueden obtener algún tipo de beneficio económico con independencia de si ello reporta también algún beneficio social, lo que obviamente no les importa demasiado, pues de esas cosas ellos no entienden. No somos tan estúpidos como para pretender que un empresario (un editor) tenga que ser Einstein o de madre Teresa de Calcuta.
Moa ha conseguido convertirse en un personaje conocido, «famosillo», dirán algunos. Ya dijo Albert Camus que es muy fácil obtener fama, pero que lo verdaderamente difícil es merecerla. Ganar dinero, mucho dinero fácil y rápidamente antes de que pase la racha, es una tarea mucho más práctica que sumergirse en archivos y bibliotecas con un buen proyecto y unas cuantas ideas en la cabeza, empaparse del polvo sabio que desprenden los viejos volúmenes apilados en sus anaqueles, deshacer la cinta que contienen los deteriorados legajos y examinarlos con la curiosidad de un niño, excitarse, llegado el caso, con el descubrimiento de algún papel relevante no catalogado que pueda llegar a poner en cuestión algo previamente establecido, encerrarse a dialogar con toda esa montaña de documentos, notas, fotocopias, libros de sabios colegas y especialistas prestigiosos, folletos y revistas científicas primorosamente acumulados para, a partir de ahí, dando tiempo al tiempo y actuando bona fide atque sirte ira et studio, ser capaces o incapaces de decir algo nuevo y novedoso, algo mínimamente valioso para la comunidad científica, sabedores de que nuestro granito de arena, frente a los montoncitos de las admirables excepciones que nos sirven de guía, contribuyen algo a ir allanando el pedregoso camino de la Historia del que todos somos tan afortunados paseantes como dignísimos peatones. Es así como los historiadores de verdad hacen historia.
Son muy pocos los que, cual nuevo y esforzado Sísifo, son capaces de empezar cada día la particular anábasis que diferencia a los futuros grandes maestros de los emborronadores de papel impreso. Pues los primeros hacen ciencia y los segundos apenas proporcionan armas ideológicas de confusión masiva para mentes y espíritus simples predispuestos de antemano a recibir el catecismo o la Vulgata que previamente les han cocinado con aires de novedad. Así se sienten confirmados en sus prejuicios cuando se limitan a rellenarles deprisa y corriendo el formulario de un plan urgente de conocimiento (como los planes de embellecimiento en 4 días), con el que aspiran a suplir alguna que otra laguna cultural. El camino del conocimiento no es un camino de rosas que se recorra sin un considerable esfuerzo previo. Cuando se inicia no se tardan ni cinco minutos en asumir plenamente la sabia máxima horaciana: Nec scire fas est omnia («No nos es dado saberlo todo», Horacio, Odas, IV, 4, 22). Y el que se lo cree es que es sencillamente idiota.
Asistimos a diario en este mundo cada vez más dominado por los media a la paradójica injusticia consistente en que se premie socialmente más el engaño, la tergiversación y la banalidad más absolutas que tantas aportaciones relevantes, hijas del esfuerzo, del trabajo y del talento verdaderos. Estas casi nunca alcanzan el reconocimiento de la opinión pública, pues no recurren a métodos espurios como «montar» falsas polémicas alzando mucho el buche y gorjeando sin descanso para así recabar la atención del respetable. Pero tampoco nos preocupa demasiado el asunto, pues se trata de simple ruido, de literatura trivial, de escribidores de ínfimo nivel. Al final, como dijo Azaña, «la escritura» es «la lucha de la inteligencia contra el tiempo»[54]. Y ése es el valioso mensaje que entre tantos otros nos lanzó a todos los españoles, a sus únicos herederos, don Manuel Azaña. Y no nos hablen ni de número de lectores, ni de número de ejemplares vendidos, pues entre el Dan Brown de El Código Da Vinci y el Gabriel García Márquez de Cien años de soledad siempre habrá clases, con independencia de las ediciones y traducciones que cada uno de ellos alcance. Es una hermosa lección también para los no especialistas que se encuentren en proceso de formación y se sientan algo desorientados en medio de todo este revuelo historiográfico en el cual resulta difícil distinguir las voces de los ecos si no se tiene un poco de experiencia y no se toma suficiente perspectiva[55]. Al final, la suma de muchísimas pequeñas verdades prevalecerá sobre todo tipo de pretendidas grandes verdades (o medias verdades aún más cínicas) reveladas en exclusiva por algunos extremosos nigromantes o infatuados genios de andar por casa, capaces de generar una nueva y «decisiva» aportación historiográfica cada mes.
Moa, como no investiga, ni lee a quienes debería leer y estudia lo que tendría que estudiar, pues no sabe. Pero no, no es ésa la cuestión. A este caballero no le interesa saber de verdad nada, ni ir al fondo de los temas polémicos, ni aportar algo al conocimiento de los hechos controvertidos, sino, como creemos que ya a estas alturas ha ido quedando razonablemente claro, todo su afán, su único objetivo, no es otro que legitimar siempre incluso lo más ilegitimable. Se agarra y retuerce cual jabato al tópico más manido o la trivialidad más absoluta de la antigua propaganda para revitalizarla y actualizarla. ¿Verdaderamente se lo cree? En su caso la sagrada causa es la legitimación de las derechas y la descalificación de las izquierdas sin la menor profundidad analítica. Se entrega a ese fin (respecto al pasado y en el presente con vistas al futuro) con absoluta devoción, y le sirve con todos los medios que hoy en día otorgan las sociedades abiertas y democráticas. Hace exactamente lo mismo que la propaganda franquista desplegó en su día: servirse de la mentira, la manipulación y la tergiversación sistemáticas. Moa, verdadero experto en la materia, subvierte a conciencia la realidad. Sus escritos son una verdadera «subversión». Le reconocimos en su momento a su Gran Maestro el bien ganado título de «propagandista máximo del franquismo» (para los años 70-80). Justo es concederle ahora a Moa el más que legítimo de «manipulador máximo», ¿o mejor «subversivo neofranquista supremo»?
Estamos, evidentemente, muy convencidos de la tesis fundamental que hemos desarrollado a lo largo de estas páginas: Moa no es un historiador y lo que escribe no es historiografía. Sus primeros libros, discutibles, apuntaban abiertamente en una dirección excesivamente sesgada para el canon académico. A otros, obviamente, les parecerá que son el summun de la objetividad, el distanciamiento crítico y de la Verdad. Los siguientes son simple refritos de aquéllos. No obstante, como no embarga nuestro ánimo la menor soberbia de creernos en posesión absoluta de «la Verdad», tal y como no nos hemos cansado de repetir hasta resultar tediosos, estamos dispuestos naturalmente a rectificar por aquello que Moa precisamente niega: «Doctores tiene la Iglesia…».
Si la Real Academia de la Historia, las asociaciones profesionales de Historia o especializadas en el estudio de la España Contemporánea, los doctores y licenciados de los departamentos universitarios correspondientes, los miembros de los Institutos de Altos Estudios en la materia y los especialistas extranjeros en Estudios Hispánicos consideraran que nos hemos extralimitado en nuestra consideración de que lo que hace el señor Moa es historietografía cuando lo que hace en realidad sería historiografía, y de que no merece por tanto la consideración de cuentista o historietógrafo que le hemos venido adjudicando, no tienen más que hacérnoslo saber (identificándose naturalmente) a nuestra dirección de correo electrónico de la universidad: <alberto.reig@urv.cat>. Por las mismas razones se ruega que se pronuncien quienes estén a favor. Nos comprometemos en el caso, si ha lugar a ello, de que el cómputo resulte negativo para nosotros, a que en futuras ediciones se sustituyan ambas calificaciones por las de historiador e historiografía sin comillas irónicas de distanciamiento crítico. Es más, como justa penitencia para expurgar nuestros desvaríos, que aquí quedan expuestos a la luz pública, susurraremos por lo bajinis y por tres veces los tradicionales gritos de ritual que se proferían en aquella bendita España de Franco que sufrieron o gozaron nuestros padres y abuelos.
Mientras tanto permaneceremos expectantes a la espera de que se produzca semejante pronunciamiento, que de ser manifiestamente mayoritario acataremos de inmediato. Como no es cuestión política, no procede el sufragio universal sino el voto cualificado procedente de los sectores profesionales aludidos, para lo cual hay que acreditarse. Aquellos que no estén vinculados todavía a ninguna institución profesional, bastará con que remitan resguardo (fotocopia en soporte informático) de matrícula en cualquier licenciatura en Ciencias Sociales o haber publicado por lo menos un artículo, aunque sólo sea de periódico —lo ponemos fácil— sobre un tema histórico relacionado con la España contemporánea. Para el cómputo de la votación, tres quintos o dos tercios del total de votos emitidos, como exige nuestra Constitución (arts. 167.1 y 168.1) para su propia reforma, parece excesivo, así que dada la intrascendencia del asunto bastará con mayoría simple u ordinaria de quienes se tomen la molestia de participar. Nos apresuraremos, entonces, a hacer público el veredicto en el lugar indicado y expondremos los fundamentos del mismo de aquellos que sean los más principales.
Pero en tanto llega ese día, si llega, nos atrevemos a decirle por nuestra cuenta al principal destinatario de estas páginas, don Luis Pío Moa Rodríguez, sin la menor acritud, con la consideración personal debida, después de haber transitado no sin dificultades e ímprobos esfuerzos por sus abundosos, reiterativos y añejos escritos, y sin alzar la voz más de lo estrictamente imprescindible, como exige la buena crianza: «Zapatero a tus zapatos», en vez de lanzarle un más expresivo y contundente: «¡Aparta tus sucias manos de Mozart!» (la Historia), pues no queremos ofenderle, ya que estamos seguros de que se las lava varias veces al día antes de empuñar la plumilla o el procesador de textos con los que acomete las historietas que nos regala incontinente con una persistencia y contumacia dignas de mejor causa. Vale.