Capítulo 7
Topacio.
Gabriel sonrió con un curioso sentido de satisfacción cuando abrió el periódico. Por fin tenía la respuesta de lo que se había convertido en una insistente duda los últimos días. Los ojos de Phoebe tenían el cálido color dorado del topacio. Ella le recordaba los peces brillantes de las lagunas que se formaban en los Mares del Sur. Phoebe era una criatura de colores brillantes y tonalidades refulgentes. La otra noche los candelabros volcaron su luz sobre el cabello oscuro, haciendo que el fuego rojizo allí enterrado se encendiera. El vestido de vívidos colores le había recordado un amanecer en las islas. Y, cuando la tuvo entre sus brazos en la pista de baile, tuvo la plena conciencia de la sensual emoción que ardía en su interior.
La deseaba más que nunca. El hecho de que ella fuera la hija de Clarington no podía alterar aquel sentimiento. Pero tampoco afectaba la situación, se aseguró para sí. Él podría tener tanto a la mujer como la venganza contra aquella familia.
Gabriel hizo un esfuerzo por concentrarse en la lectura del diario. El club estaba tranquilo aquella mañana. La mayoría de esos establecimientos en general estaban tranquilos a esa hora. La mayor parte de sus miembros aún dormía los efectos de la noche anterior y de la prodigiosa cantidad de alcohol. Habían pasado ocho años desde la última vez que estuvo allí, pero poco había cambiado. Esa falta de cambios era la señal de un buen club.
Su mirada recorrió las notas para producciones de teatros, acontecimientos hípicos y casas para alquilar. Se detuvo brevemente a leer la lista de invitados que habían concurrido al baile de la noche anterior y mentalmente los memorizó.
Necesitaba aprender, lo más pronto posible, la forma de penetrar en la intrincada y a veces peligrosa maraña de esta sociedad elegante. No era la misma empresa de aprender a cruzar las traicioneras aguas de los Mares el Sur. Piratas, tiburones y arrecifes escondidos abundaban por aquellos lugares.
Phoebe tenía razón en una cosa. La posición social de ella abría de forma instantánea muchas puertas. Para llevar a cabo su objetivo de venganza, necesitaría moverse en los mismos niveles de la clase alta, entre los cuales se encontraba lord Clarington y su familia.
Una vez que traspasara aquellas exclusivas puertas, reflexionó Gabriel, su título y fortuna le asegurarían una posición invulnerable desde la cual llevaría adelante su asalto al clan Clarington.
—Wylde. Entonces mi hijo tenía razón. Ha regresado.
Gabriel bajó lentamente el periódico, luchando por reprimir una ola de feroz satisfacción. Clarington estaba allí. La batalla había comenzado.
Lo miró con amable resignación, como si fuera la tarea más aburrida del mundo. Se encontraba frente a frente con su antiguo enemigo.
—Tenga un buen día, mi señor. Muy amable de su parte darme la bienvenida a la ciudad.
—Veo que sigue siendo tan insolente como siempre. —Clarington se sentó enfrente de Gabriel.
—No deseaba molestarlo.
Gabriel examinó con curiosidad a su viejo enemigo. Como el club, el conde de Clarington había cambiado poco en los últimos ocho años. Aunque tenía por lo menos sesenta años y algunos kilos de más acumulados en el vientre, aún lucía el aire de pomposa arrogancia que Gabriel recordaba tan bien.
Clarington había nacido y sido educado para el título de nobleza. Había absorbido cinco generaciones de historia y posición social mientras aún estaba en la cuna y estaba decidido a que toda su familia siguiera sus pasos. Gabriel sabía que la meta primordial de Clarington era cuidar que nada ensuciara su título.
El conde era un hombre físicamente imponente. Era alto, casi tan alto como Gabriel. Su nariz en forma de gancho dominaba el rostro que reflejaba una inquebrantable determinación y orgullo. Los penetrantes ojos azules estaban llenos de la aguda inteligencia que caracterizaba a toda la familia. También se llenaron de un disgusto sin fin cuando miraron a Gabriel.
—Lo que digo es que supongo que no ha hecho nada para mejorar mientras estuvo fuera del país —dijo Clarington.
—¿Y por qué iba yo a querer mejorar? Mucho más fácil es escapar con una heredera.
—De modo que de eso se trata el juego. —Clarington pareció tristemente satisfecho al ver que se confirmaban sus más temidos miedos—. Anthony dijo lo mismo. La otra noche lo vio a usted prácticamente arrastrar hacia el jardín a mi hija menor.
—No fue precisamente arrastrarla lo que hice. —Gabriel sonrió levemente—. Por lo que recuerdo, ella fue muy gustosa.
—Usted, señor, se aprovechó de la naturaleza, de alguna forma, impulsiva de mi hija.
—¿De alguna forma impulsiva? No estoy seguro de que se podría caracterizar a Phoebe como simplemente impulsiva. Yo diría que ella posee talento para la imprudencia más pura.
La mirada de Clarington se tornó glacial y sus bigotes se retorcieron.
—Ahora aquí estamos, Wylde. No crea que me voy a quedar tranquilo y dejar que usted se escape con mi Phoebe. No se saldrá con la suya de la misma forma como sucedió cuando trató de escaparse con mi hija mayor.
—Tal vez no desee escaparme con Phoebe. Después de todo, si me caso con ella, estaré a su lado para siempre, ¿no es así? No deseo ofenderlo, señor, pero mi impresión sobre su hija menor hasta aquí es que ella no sería para mí una esposa obediente y dócil.
Clarington contestó con furia.
—¡Cómo se atreve a hacer un comentario personal de esa naturaleza!
—En realidad —continuó pensativo Gabriel—, creo que estaría acertado en afirmar que lady Phoebe sería definitivamente poco para cualquier hombre. No, no tengo para nada la certeza de que yo me tomaría el trabajo de casarme con ella. Pero ¿quién sabe cómo opinaré sobre el tema cuando tenga la oportunidad de considerarlo con mayor detenimiento?
—Maldito sea, Wylde. ¿En qué planes anda?
—Estoy seguro de que comprenderá cuando le diga que no tengo intenciones de discutir mis planes sobre el futuro con usted.
—¡Por Dios que tiene algún plan mezquino entre manos! —Las pobladas dejas de Clarington se arqueaban y volvían a caer por la fuerza de su enojo—. Le advierto que no ponga sus manos encima de mi Phoebe ni sobre su herencia.
—¿Por qué es usted tan hostil, Clarington? Debe admitir que esta vez soy un mejor partido.
—Bah. Pamplinas. Tal vez posea un título, pero no tiene un penique que lo acompañe, ¿no es así? Sé de hecho que no existe fortuna ni propiedad con el título de los Wylde. Ya lo he averiguado.
—Muy visionario de su parte, Clarington. Pero entonces debo convenir que siempre fue un hombre prudente. Debió haber adivinado que me volvería a ver uno de estos días.
Por el rabillo del ojo, Gabriel vio al hijo del conde que entraba al club en aquel momento. Anthony estudió la habitación sin gente, localizó a su padre y a Gabriel y se apresuró a acercarse. Parecía tan enfadado como la otra noche.
—Veo que se lo ha encontrado, señor. —Anthony se dejó caer en un sillón junto a su padre—. ¿Ha tenido oportunidad de preguntarle qué tiene entre sus manos con respecto a Phoebe?
—Sé muy bien lo que tiene entre manos. —Los ojos de Clarington lanzaban destellos de ira—. Piensa que se puede escapar con ella como trató de hacerlo con Meredith. Piensa que de esa forma echará mano a su herencia.
Anthony miró con odio a Gabriel.
—Déjelo, Wylde. Vaya a buscar a otra inocente. Siempre habrá una o más herederas sueltas en la sociedad cuyo padre negociará dinero por un título.
—Lo tendré en cuenta —dijo Gabriel con gentileza. Tomó el periódico y comenzó a leer.
—Maldición, hombre, ¿es sólo dinero lo que desea esta vez? —tronó Clarington con suavidad—. ¿Espera que lo compre? ¿Se trata de eso?
—Bueno, ésa es una idea interesante. —Gabriel no desvió la vista del diario que estaba leyendo.
Si de eso se trata, entonces es usted aún más despreciable de lo que pensaba —dijo Clarington—. La última vez, por lo menos, fue demasiado orgulloso como para aceptar dinero para alejarse de una de mis hijas.
—Un hombre aprende a ser práctico en los Mares del Sur.
—Ah. Verdaderamente práctico. De verdad ha caído a lo más bajo, Wylde. Es una deshonra para su título. Bueno, no va ser la primera vez que le pago a un trepador para que se aleje de Phoebe. Ella desde luego parece atraer a los trepadores de la peor calaña. ¿Cuánto quiere?
Gabriel levantó la mirada, sintiéndose intrigado de inmediato.
—¿A quién más se ha visto obligado a comprar, Clarington?
Anthony frunció en entrecejo.
—Creo que es suficiente con respecto al tema. Es una cuestión de familia y a usted no le concierne.
Clarington enderezó los hombros.
—Mi hijo tiene razón. No tengo intenciones de discutir tales asuntos son usted, señor.
—¿Por casualidad no se trató de Neil Baxter? —preguntó con delicadeza Gabriel.
La expresión furibunda de Clarington fue toda la respuesta que Gabriel necesitaba. Anthony maldijo entre dientes y tomó una botella de oporto que estaba cerca.
—He dicho que no tengo intenciones de hablar de asuntos personales con usted —repitió Clarington con voz de hielo—. Diga su precio, hombre.
—No hay necesidad de decirlo. —Gabriel dejó el periódico, se puso de pie y tomó un paquete que había colocado sobre una mesita al lado de su asiento—. Tenga por seguro, Clarington, que usted no posee suficiente fortuna para comprarme esta vez. Ahora, si me perdonan. Tengo una cita.
—Deténgase, Wylde. —Anthony apoyó su copa y se puso de pie—. Le hago una advertencia. Si usted insulta a mi hermana, lo retaré a duelo, tal como hice la última vez.
Gabriel hizo una pausa.
—Ah, pero esta vez el resultado podría ser considerablemente diferente, Oaksley. Me parece que ya no soy tan indulgente como una vez lo fui.
Anthony se puso rojo de la rabia. Gabriel sabía que el otro hombre recordaba el encuentro de aquel amanecer, hacía ya ocho años. Ése fue el primer duelo del vizconde, pero había sido el tercero de Gabriel.
Impulsado como estaba aquellos días por su sentido inocente de la hidalguía, Gabriel ya había estado involucrado en dos duelos anteriores. En ambas ocasiones había defendido el honor de una dama.
Ganó ambos duelos sin tener que matar al adversario, pero se había comenzado a preguntar cuánto duraría su suerte. También se preguntaba si por una mujer valía la pena el riesgo. Ninguna de las damas en cuestión parecieron apreciar sus esfuerzos. Aquella fría y gris mañana de octubre, de hacía ocho años.
Gabriel llegó a la conclusión de que ya había tenido suficientes duelos por una mujer.
Anthony se había mostrado resuelto, pero también extremadamente nervioso. Se había movido de la marca demasiado rápido aquella mañana. El vizconde disparó con violencia. Fue por pura casualidad, no por buena puntería, que la bala alcanzara el hombro de Gabriel, y ambos hombres lo sabían.
Oaksley también sabía que la única razón por la que hoy estaba vivo era porque Gabriel no había disparado después de recibir la bala. La sangre que le empalaba la camisa blanca y la expresión de horror en los ojos de Anthony convencieron a Gabriel de que tres duelos eran más que suficientes.
Como muestra de disgusto, apuntó la pistola hacia el cielo y la descargó. El honor había sido satisfecho y Gabriel había tomado una decisión. Él jamás permitiría que su anticuado sentido de la hidalguía guiara sus acciones. Ninguna mujer valía esa clase de tontería.
Ahora le sonrío con frialdad a Anthony, observando los recuerdos en los ojos de vizconde. Satisfecho, Gabriel se volvió y salió sin dirigir hacia atrás la mirada.
Detrás de él, pudo sentir a Clarington y a su hijo verlo alejarse llenos de impotencia.
Se sentía bien. Llegó a la conclusión de que la venganza era una sensación extremadamente placentera.
* * *
Lydia, lady Clarington, dejó la taza de té que tenía en la mano y miró a Phoebe a través de un par de anteojos con montura de oro. Ella sólo los usaba en la intimidad de la elegante residencia de Clarington y cuando jugaba a las cartas en la casa de una de sus secuaces. Se habría muerto antes que permitirse ser vista con ellos en público.
Lady Clarington, en los días de su juventud, había sido declarada un diamante de primera calidad. Su cabello dorado ahora se había tornado plateado y su anterior figura de formas redondeadas se había vuelto un tanto regordeta con los años pero era aún una mujer muy atractiva.
Phoebe en privado pensaba que su madre estaba encantadoramente maternal y tiernamente inocente cuando usaba los anteojos. Lord Clarington aparentemente sufría de una ilusión similar y lo había hecho durante los treinta y seis años de matrimonio. El conde jamás había mantenido en secreto el afecto que sentía por su esposa. Hasta lo que Phoebe podría decir, su padre aún no tenía la más mínima conciencia de la profunda pasión que sentía Lydia por las cartas.
Por lo que lord Clarington sabía, a la moderna condesa sólo le gustaba jugar alguna mano de whist en la casa de sus amigas. Las impresionantes cantidades que algunas veces ganaba y la proporción de sus pérdidas eran un tema sobre el que estaba completamente ajeno.
—Supongo —dijo Lydia con el insaciable optimismo de los jugadores inveterados —que Wylde no tuvo el buen tino de amasar una fortuna mientras estuvo en los Mares del Sur.
—No por lo que yo sé, mamá —dijo Phoebe con tono jovial—. No debes engañarte al respecto. Es de esperar que no sea más rico ahora de lo que era cuando abandonó Inglaterra hace ocho años.
—Lástima. Siempre me gusto Wylde. Había algo peligrosamente atractivo en su persona. Por supuesto, no para llegar a hacer lo que hizo con Meredith. La debió de haber asustado hasta la muerte. Y, por supuesto, desde mi punto de vista, él habría sido un yerno completamente inútil.
—Sin fortuna. Sí, lo sé mamá. Tus requisitos para un yerno siempre han sido bastantes simples y directos.
—Uno debe ser práctico en tales temas. ¿De qué sirve tener un yerno sin un penique?
Phoebe escondió una sonrisa cuando recordó el éxito del libro de Gabriel.
—Tal vez Wylde no sea completamente pobre. Creo que él posee un pequeño ingreso de ciertas inversiones que ha hecho hace poco.
—Bah. —Lady Clarington desechó la idea de tal bagatela—. Un ingreso pequeño no sirve. Una debe casarse con un hombre de fortuna respetable, Phoebe. Incluso si yo deseara hacer una excepción, tu padre es de lo más insistente en el tema. Debes formar una alianza adecuada. Se lo debes al nombre de la familia.
—Bueno, no tiene absolutamente ningún sentido estar hablando de las intenciones que Wylde tiene con respecto a mí, mamá. Puedo decirte ahora mismo que él no está interesado para nada en casarse.
Lydia la miró con detenimiento.
—¿Estás segura de eso?
—Muy segura. Es cierto que nos conocimos en la casa de los Amesbury y que descubrimos que teníamos intereses en común, pero somos sólo amigos. Nada más.
—Me temo entonces que nos quedaremos con Kilbourne —musitó Lydia—. Podría ser peor. Un título y una fortuna adorables.
Phoebe decidió aprovechar la oportunidad para quitarle a su madre la idea de la alianza propuesta.
—Lamento decirte, mamá, que encuentro a Kilbourne no sólo pomposo sino también un presuntuoso total.
—¿Qué significa eso? Tu padre también es pomposo y bien capaz de darle lecciones a cualquier presuntuoso de la sociedad. Pero me va muy bien con él.
—Sí, lo sé —dijo Phoebe con paciencia —pero papá tiene sentimientos. Él te ama a ti y a sus tres hijos.
—Bueno, por supuesto que sí. No me habría casado con él si no me hubiese tenido un sensibilidad tan tierna.
Phoebe tomó la taza de té.
—Kilbourne, me temo, no es capaz de tales sensibilidades, mamá. Dudo, por ejemplo, que aprobara pagar las deudas de honor de su suegra.
Lydia se sintió alarmada al instante.
—¿Crees que eludiría la idea de hacerme un préstamo ocasional?
—Me temo que sí.
—Santo Dios. No me había dado cuenta de que era tan presuntuoso.
—Es algo que debemos definitivamente tener en cuenta, mamá.
—Tienes razón. —Lydia frunció los labios—. Por el contrario, tu padre sí lo aprueba y no hay que negar que es un buen candidato. No existe duda alguna de que lo mejor que podemos esperar, ahora que ya tienes casi veinticinco años.
—Me doy cuenta de eso, mamá. Pero no puedo sentir ningún entusiasmo por casarme con Kilbourne.
—Bueno, desde luego tu padre sí puede. —Dijo Lydia radiante—. Y existe la posibilidad de que con el tiempo Kilbourne se ablande con el tema de los préstamos. Tú puedes conseguirlo, Phoebe. Convéncelo de que necesitas una asignación importante para mantener las apariencias.
—¿Y después me doy la vuelta y te hago los préstamos de esa asignación importante? —Suspiró Phoebe—. Dudo de que sea así de simple, mamá.
—De todos modos no debemos perder las esperanzas. Tú aprenderás a manejar a Kilbourne. Eres muy hábil para eso, Phoebe.
Phoebe frunció la nariz con tristeza.
—Gracias, mamá. Wylde dijo lo mismo la otra noche.
Bueno, no hay duda de que tú siempre has sido muy obstinada y controladora, y esa tendencia definitivamente ha aumentado con los años. Las mujeres naturalmente son así, pero generalmente ellas ya están bien casadas cuando tales tendencias comienzan a mostrarse.
—Me temo entonces que ya es demasiado tarde —anunció Phoebe, mientras se ponía de pie—. Mi tendencia al control ya es bastante clara para cualquiera que lo quiera ver. Ahora, por favor, te pido que me disculpes.
—¿Adónde vas?
Phoebe caminó hacia la puerta.
—A la librería Hammond. El señor Hammond me ha enviado un mensaje diciendo que tenía unos libros muy interesantes para mostrarme.
Lydia dejó escapar una pequeña exclamación.
—Tú y tus libros. No comprendo el interés que tienes por esos viejos volúmenes que coleccionas.
—Sospecho que mi pasión por ellos no es muy distinta de la tuya por las cartas, mamá.
—El tema con las cartas —dijo Lydia —es que siempre uno espera con anhelo la siguiente racha ganadora. Con los libros es todo dinero que se arroja por la ventana.
Phoebe sonrió.
—Eso depende del punto de vista con que uno lo mire, mamá.
* * *
El mensaje no era del señor Hammond. Se trataba de Gabriel. Le pedía que se encontrara con él en la librería. Phoebe recibió la nota por la mañana temprano y le envió inmediatamente como respuesta que estaría allí a las once.
Cuando faltaban cinco minutos para la hora, se bajó de su carruaje en la calle Oxford. Dejó a su criada sentada en un banco al sol, fuera de la tienda, y con ansiedad atravesó las puertas.
Gabriel ya estaba allí. No la vio entrar, porque estaba ocupado examinando un viejo libro encuadernado en cuero que el señor Hammond había colocado con reverencia sobre el mostrador delante de él.
Phoebe dudó un instante, al ver atrapada su atención por la forma en que los rayos del sol, que se filtraban por las altas ventanas, hacían brillar el renegrido cabello de Gabriel. Estaba vestido de oscuro, con una chaqueta que remarcaba el ancho de los hombros y su vientre plano. Los pantalones de montar y las botas relucientes resaltaban los contornos de sus piernas.
Por alguna razón, Phoebe se había sentido obligada a pasar una cantidad de tiempo fuera de lo normal eligiendo el atuendo que lucía aquella mañana. Se había encontrado dudando entre dos o tres vestidos de una forma que no era para nada habitual en ella. Ahora estaba contenta de haberse puesto un vestido nuevo de muselina de color amarillo con pelliza de color fucsia. Su sombrero estaba confeccionado con frunces y flores de color fucsia y amarillo.
Como si hubiera sentido su presencia, Gabriel levantó la vista y la vio. Una lenta sonrisa comenzó a dibujarse en su boca, cuando estudió el atuendo de tan vívidos colores. Los ojos de él aparecían muy verdes a la luz de la mañana. Phoebe contuvo la respiración y reconoció para sí que él fue la razón de que pasara tanto tiempo frente al espejo aquella mañana. Había esperado ver exactamente aquella mirada de aprobación en los ojos de Gabriel.
Sin embargo, ante la conciencia de aquello, trató de controlar sus emociones. Gabriel había demostrado, por lo que recordaba del pasado, que tenía inclinación por las rubias de ojos azules, a quienes favorecían los colores pastel en sus atuendos.
—Buenos días, lady Phoebe. —Gabriel cruzó el salón para saludarla—. Parece muy brillante y alegre esta mañana.
—Gracias, lord Wylde. —Phoebe miró a su alrededor rápidamente y decidió que nadie podía oír la conversación—. Tengo su mensaje.
—Puedo verlo. Pensé que estaría bastante ansiosa por recuperar El caballero y la hechicera.
—¿Lo tiene usted?
—Por supuesto. —Gabriel la condujo hacia el mostrador, donde un paquete con forma de libro, envuelto en papel madera, estaba junto al ejemplar que se encontraba examinando—. Prueba de mis habilidades como caballero andante.
—Wylde esto es maravilloso. —Phoebe tomó el paquete—. No puedo decirle lo impresionada que estoy. Sé que será de gran ayuda en mi investigación.
—Haré todo lo que pueda. —Gabriel le indicó el libro abierto que estaba sobre el mostrador y levantó un tanto la voz—. Tal vez esté interesada en esto, lady Phoebe. Un ejemplar muy fino de la historia de Roma a principios del siglo XVI. El señor Hammond dice que hace poco se lo compró a un coleccionista de Northumberl.
Phoebe se dio cuenta al instante de que Gabriel intentaba proporcionar una excusa razonable para que ambos siguieran hablando. Nadie en la librería encontraría extraño que ambos estuvieran estudiando un interesante libro antiguo. Obedientemente inclinó la cabeza para estudiar el libro más de cerca.
—Muy bonito —declaró Phoebe en voz alta, cuando vio al señor Hammond por el rabillo del ojo—. Italiano, puedo ver. No latín. Excelentes ilustraciones.
—Pensé que le gustaría. —Gabriel pasó una página y leyó en silencio un momento.
Phoebe volvió a mirar con disimulo a su alrededor y se inclinó más sobre el libro con el pretexto de leer por encima de su hombro.
Wylde, mi familia está un poco molesta con todo esto.
—Ya me he dado cuenta. —Gabriel pasó otra página y frunció en entrecejo, pensativo, mientras estudiaba.
—Ellos no saben nada de mi investigación, de modo que naturalmente suponen que usted y yo hemos entablado algún tipo de amistad.
—Algo más que una amistad, lady Phoebe. Temen que estemos entablando una relación más íntima. —Gabriel volvió otra página del libro.
Phoebe se sonrojó y volvió a echar una mirada al establecimiento. El señor Hammond estaba ocupado con otra persona.
—Sí, bueno, no puedo explicarles la verdad. Jamás aprobarían que hiciera tal investigación. Pero deseo tranquilizarlo en cuanto a que no debe preocuparse por lo intereses de ellos.
—Ya veo. ¿Exactamente cómo intente asegurarles a ellos que nosotros somos simples conocidos?
—No se preocupe. Manejaré a papá y a los demás. Tengo muchísima experiencia en esta clase de cosas.
—Obcecada —dijo Gabriel entre dientes.
—Perdón, no lo he escuchado.
Gabriel señaló una palabra en la página que estaba leyendo.
—Creo que en italiano obcecado se dice así.
—Oh. —Phoebe estudió la palabra—. No, no lo creo. Estoy segura de que esa palabra se traduce como mula.
—Ah. Por supuesto. Es mi error. ¿Qué es lo que estaba diciendo? —Preguntó Gabriel con amabilidad.
—No debe permitir que las sospechas de mi familia interfieran en sus investigaciones.
—Yo haré todo lo que pueda para estar por encima de opiniones tan bajas, señora.
Phoebe sonrió con aprobación.
—Excelente. Algunas personas se pueden sentir bastante ofendidas por lo comentarios algo dictatoriales de mi padre.
—¿No lo cree así?
—Él a su manera es muy bueno.
—No, no lo sé.
Phoebe se mordió los labios.
—Supongo que por lo que sucedió hace ocho años, usted no puede tener una impresión muy agradable de él.
—No, no la tengo.
—Bueno, como ya le he dicho, no debe prestarle ninguna atención. Ahora vayamos a lo nuestro. Tengo aseguradas unas invitaciones muy buenas para usted. La primera es para el baile de disfraces de Brantley, el jueves.
—¿Debo entender que estoy obligado a ir?
Phoebe protestó.
—Es un asunto importante. Podré presentarle a mucha gente, y así podrá comenzar a hacer sus averiguaciones.
Gabriel inclinó la cabeza.
—Muy bien, mi señora. Sus deseos son órdenes.
—Ése es el espíritu de esto. Por el momento, ¿tiene usted algo que informarme?
Gabriel hizo repiquetear lo dedos en el mostrador.
—Déjeme pensar. Hasta aquí he podido asegurarme una casa para la temporada. Debo acotar que no ha sido una tarea fácil. También he contratado personal. Hice una visita a Weston para comprarme ropa nueva y a Hoby para las botas. Creo que eso lo cubre lo que he hecho hasta la fecha.
Phoebe lo miró con rencor.
—No estaba hablando de ese tipo de actividades.
—Señora, debo cuidar esos detalles antes de poder presentarme en sociedad. ¿Se da cuenta de ello, no?
Phoebe se mordió el labio.
—Tiene razón. No había pensado en el asunto. Pero ahora que me lo ha hecho saber, debo hacerle una pregunta personal.
Gabriel le echó una largo mirada de soslayo.
—¿Cómo de personal?
—Por favor, no se ofenda. —Phoebe se arriesgó a echar otro vistazo al lugar, antes de inclinarse más cerca—. ¿Tiene suficiente dinero como para cubrir sus gastos?
Gabriel dejó de volver las páginas.
—Ésa desde luego es una pregunta personal.
Phoebe sintió que su rostro se le encendía de remordimiento. Gabriel era un hombre muy orgulloso. Ella no había deseado humillarlo. Sin embargo, debía ser firme en esto.
—Por favor, no se avergüence, mi señor. Soy bien consciente de que le estoy pidiendo que entre en círculos muy exclusivos de la sociedad y también sé que para eso se necesita dinero. Como soy yo la que le he pedido ayuda en esta misión, creo que es justo cubrir algunos gastos.
Tengo los ingresos que recibí de la publicación de mi libro —le recordó.
Phoebe hizo un gesto de desinterés.
—Soy consciente de que los ingresos que un escritor principiante recibe por su trabajo no alcanza para financiar una temporada en Londres.
Gabriel mantuvo la mirada fija en el viejo ejemplar que tenía delante de él.
—Creo que puedo manejar mis finanzas sin su ayuda, señora. Por lo menos por el tiempo que me llevará completar esta investigación.
—¿Esta seguro?
—Muy seguro. Me las ingeniaré para salir del paso. —Gabriel apoyó un codo contra el mostrador y se volvió para estudiar a Phoebe con una intensa mirada—. Es mi turno de hacerle una pregunta personal, señora. ¿Con qué intensidad amaba usted a Neil Baxter?
Phoebe lo miró asombrada. Después separó los ojos de los de Gabriel.
—Le dije que Neil y yo éramos amigos.
—¿Como de amigos?
—No veo que importe ahora.
—Me importa a mí.
—¿Por qué? —le preguntó ella agresiva—. ¿Qué diferencia hay? Neil está muerto. Lo único que importa ahora es encontrar al asesino.
—Todas las semanas tenemos asesinos que no son castigados.
—Con éste no será así. —La mano de Phoebe se apretó sobre el mostrador—. Debo encontrarlo.
—¿Por qué? —le preguntó con gentileza Gabriel—. ¿Por qué amaba usted tanto a Baxter que no podrá descansar hasta que se haga justicia?
—No —admitió con tristeza. —Debo encontrarlo porque por mi culpa lo mataron.
Gabriel la miró claramente sorprendido.
—¿Su culpa? ¿Por qué en el nombre de Dios dice usted eso? Ese hombre murió en los Mares del Sur, a miles de kilómetros de Inglaterra.
—¿No lo comprende? —Phoebe lo miró con angustia—. Si no hubiera sido por mí, Neil jamás hubiera partido hacia los Mares del Sur. Fue allí en busca de fortuna para poder regresar y pedir mi mano. Yo tengo la culpa de lo que sucedió.
—¡Cristo! —murmuró Gabriel—. Esa idea carece de toda cordura.
—No es así —dijo Phoebe, luchando por bajar la voz.
—Es una conclusión sin sentido, idiota y totalmente irracional.
Phoebe sintió que se le perforaba el estómago. Buscó el rostro lleno de furia de Gabriel.
—Pensaba que usted, precisamente usted, comprendía esta misión de honor.
—Es una tontería.
Phoebe tomó aire.
—¿Significa entonces que después de todo usted no me ayudará?
—Por Dios, no —dijo Gabriel entre dientes. —La ayudaré a encontrar al dueño de La dama de la torre. Lo que usted desee creer sobre el hombre después de que lo haya localizado es asunto suyo.
—El hombre es un pirata asesino. Con seguridad usted deseará ayudarme a llevarlo ante la justicia.
—No particularmente. —Gabriel cerró el libro que estaba examinando—. Ya le dije aquella noche en Sussex que ya no me interesan los idealismos.
—Pero usted aceptó llevar adelante esta empresa —le señaló Phoebe.
—Me intriga. En ocasiones me divierto con esos acertijos. Pero no suponga que tengo intenciones de ayudarla a castigar al hombre que mató a su amante.
Phoebe deseaba seguir discutiendo, pero en aquel momento una joven vestida a la última moda y acompañada por una criada entró en la librería. Fue directamente al mostrador y esperó impaciente a que el señor Hammond apareciera pronto a servirla.
—Deseo comprar un ejemplar de «La misión» —anunció la dama con tono imperioso—. Todos mis amigos la han leído, de modo que supongo que yo también debo hacerlo.
—Creo que deberá ir a la librería de Lacey —murmuró el señor Hammond.
—Qué molestia. —La joven se volvió hacia Phoebe y Gabriel, mientras el señor Hammond desparecía en la trastienda. Ella miró a Gabriel con unos ojos enmarcados en largas pestañas—. ¿Lo ha leído, señor?
Gabriel se aclaró la voz. Se sintió terriblemente incómodo.
—Ah, sí. Sí, lo he leído.
—¿Qué opina de él? —preguntó con ansiedad la dama—. ¿Es de verdad tan inteligente como dice todo el mundo?
—Bueno… —Gabriel miró indefenso a Phoebe.
Phoebe se dio cuenta de que era la primera vez que ella veía a Gabriel sonrojarse. En realidad se había puesto morado. Le sonrió a la joven y con frialdad se hizo cargo de la situación.
—Estoy segura de que disfrutará e la lectura de La misión —dijo Phoebe—. En mi opinión, representa una clase de novela completamente nueva. Está llena de aventuras e incidentes con caballeros y no se basa en elementos sobrenaturales para lograr efecto.
—Ya veo. —La joven se mostraba insegura.
—El tono es muy afectado —continuó con fluidez Phoebe—. La novela atrapa lo más elevado de la sensibilidad. Un tratamiento muy inspirador del tema del amor. Le gustará especialmente el héroe. Es incluso más emocionante que los héroes de la señora Radcliffe.
La joven se mostró radiante.
—¿Más emocionante que los personajes de la señora Radcliffe?
—Sí, desde luego. Le aseguro que no se sentirá defraudada. —Phoebe sonrió e hizo una pausa de un segundo antes de agregar un toque final—. Como sabe, Byron ha leído «La misión». Él le recomendó el libro a todos sus amigos.
La joven abrió los ojos.
—Ya mismo voy a la librería de Lacey.
Phoebe sonrió con satisfacción. Otra venta para Lacey. Si no hubiera estado en un lugar público, se habría refregado las manos por la dicha que la embargaba.
Tal vez no habría heredado los talentos de la familia por las matemáticas y los negocios, pero sabía elegir novelas de éxito de entre una pila de manuscritos.
Era desafortunado que su familia ni apreciara su peculiar versión del talento familiar.