Capítulo 10
El cochero del carruaje de alquiler conocía el lugar donde estaba Willard Lane. Gabriel le prometió una importante propina si llegaba allí en poco tiempo. Al hombre le alegró poder complacerlo.
Gabriel se sentó en el asiento, con los brazos cruzados, la mandíbula rígida, y pensó en lo que le diría a Phoebe. Cuanto más se acercaba el coche al Willard Lane, más enojado se sentía Gabriel. Vio las lóbregas tabernas y cafés llenas de obreros portuarios y de marineros.
Ésta era la parte peligrosa de la ciudad. Phoebe debería haber tenido más sentido y no haber venido sola hasta aquí. Pero el sentido común no era una de las cualidades fuertes de Phoebe, se recordó para sí. Ella obviamente había sido malcriada por la familia. Se le había permitido hacer siempre lo que se le antojara.
Una vez que fuera su esposa, él pondría punto final a esta conducta imprudente. No habría más escapadas por su cuenta en busca de viejos libros. Si deseaba correr riesgos. Los debería correr con él.
El cochero se detuvo en una calle estrecha. Gabriel se bajó.
—Perdón, mi señor. Es lo más cerca que puedo llegar —le explicó el cochero cuanto tomó el dinero de Gabriel—. Los pasajes no son más anchos que callejones en esta parte de la ciudad. Demasiado angosto para un carruaje. Debería ir hasta allí caminando.
—Muy bien. Espere aquí. Regresaré pronto.
El cochero asintió complacido y buscó la botella que tenía debajo de la caja.
Gabriel vio el carruaje de los Clarington cuando dio la vuelta a la esquina. Pintado de color castaño y adornado con negro era imposible confundirse. Aliviado de verlo, comenzó a cruzar la angosta callejuela.
Estaba a medio camino cuando notó otro carruaje estacionado en la entrada del callejón cercano. Era un vehículo pequeño, elegante y conducido por dos ágiles caballos grises. Estaba tan fuera de lugar en este barrio como el coche de los Clarington. Gabriel mirón con mayor detenimiento y notó que el escudo que estaba en la puerta del carruaje había sido ocultado deliberadamente con una tela negra y que las cortinas estaban cerradas. Puso rumbo hacia él.
Era aquel momento oyó una conmoción en el callejón. Dedos fríos como el hielo se apoderaron de su interior. Había conocido más de una vez esta sensación cuando estaba en los Mares del Sur. Había aprendido a no ignorarla.
Gabriel echó a correr. Sus botas golpearon contra el empedrado a medida que se acercaba al callejón.
Cuando llegó a la angosta entrada, unos insultos acallados y un grito sordo lo recibió. Dos hombres rudos luchaban con un bulto en movimiento que estaba envuelto en una manta.
Al instante Gabriel comprendió lo que sucedía allí y se abalanzó hacia el lugar.
Los dos hombres estaban tan ocupados tratando de dominar aquel bulto que se movía que no se dieron cuenta de la presencia de Gabriel. Tomó al primero del hombro, lo hizo girar bruscamente y le dio un puñetazo directamente en el rostro rubicundo y sudoroso.
El hombre dio un alarido, dejó caer un extremo de la carga que llevaba y cayó contra la pared del callejón.
—¿Qué demonios es eso? —El otro miró un instante y después él, también, dejó caer el bulto. La figura envuelta en el trapo gris cayó al sucio empedrado de la calle.
El otro hombre sacó de su bota un cuchillo. Sonrió con maldad.
—Ven aquí ahora, maldito. Te enseñaré a no meterte en asuntos privados.
Apuntó con el arma a Gabriel que dio un paso a un lado rápidamente. Gabriel se quitó de en medio cuando el hombre embistió y trató de apuñalarlo con fuerza, aumentando la tensión del asaltante. El hombre perdió el equilibrio y cayó. Las botas resbalaron en el empedrado mojado. Se puso de pie buscando a su compañero, que trataba de componerse. Los dos hombres cayeron. El cuchillo salió rodando.
Gabriel sacó de su propia bota el cuchillo que había llevado allí durante casi ocho años. Había adquirido la costumbre durante los primero meses que estuvo en las islas. Las viejas costumbres son difíciles de dejar. Avanzó y con la punta del filo tocó la garganta del segundo hombre.
—Vamos, hombre, no te emociones. —El hombre sonrió suplicante. El efecto de alguna forma se estropeó por una boca que mostraba un agujero oscuro y dejaba a la vista una fila de dientes putrefactos—. Si la quieres a ella, es toda tuya. Íbamos a obtener un buen precio por la hembra de ese tío que está en ese carruaje de juguete. ¿No crees que podemos quedar a mano si nos repartimos la recompensa?
—Largaos de aquí —dijo Gabriel suavemente.
—Sí, hombre, ya nos vamos. Estamos en camino. —Los dos villanos miraron el cuchillo y la forma profesional como Gabriel lo sostenía. Después comenzaron a retirarse hacia la entrada del callejón.
—No hemos hecho nada malo —dijo el primer hombre—. Como dice mi amigo, es toda suya.
Gabriel volvió a colocar el cuchillo en la bota y se dirigió hacia el bulto que estaba allí tirado. No se sorprendió mucho de ver la falda amarilla de muselina. Se agachó y sacó a Phoebe de entre los pliegues de la manta.
—¿Estás bien? —La estudió rápido de la cabeza a los pies, mientras la ayudaba a ponerse de pie. Ella se encontraba desarreglada, pero no lastimada.
—Sí, estoy bien. Oh, Gabriel, me ha salvado. —Phoebe se lanzó a sus brazos.
Gabriel oyó el sonido de las ruedas de un carruaje afuera de la entrada del callejón, justo cuando sus brazos comenzaban a abrazar a Phoebe.
—Demonios. —Dejó a Phoebe y corrió hacia el frente del callejón.
—¿Gabriel? ¿Qué sucede? —Phoebe se apresuró a ir tras él.
Gabriel no la esperó. Vio el carruaje con el escudo que estaba oculto. El cochero iba a azuzar con el látigo a los caballos para salir a todo galope.
—Deténgase —gritó Gabriel con la voz autoritaria que una vez había usado para dar órdenes en los Mares del Sur. El cochero dudó, volviendo la cabeza para ver de quién provenía la orden.
Para cuando el hombre se dio cuenta de que Gabriel lo perseguía, ya era demasiado tarde. Gabriel había alcanzado la puerta del carruaje. Le costó abrirla, entró y tomó con una mano el brazo del pasajero. Luego forcejeó con el asombrado caballero para que bajara a la calle.
Phoebe, apretando la cartera y el sombrero, entorpecido su paso por su pierna enferma, se detuvo Kilbourne.
Kilbourne no la miró. Se deshizo del contacto de Gabriel con un movimiento de desdén y miró furioso con fría soberbia.
—¿Supongo que tendrá alguna explicación para esta conducta injustificada, Wylde?
—Por supuesto. —Gabriel mantuvo una voz mortalmente gentil de modo tal que Phoebe, que estaba quieta a cierta distancia, no lo oyera—. Y me sentiré feliz de batirme a duelo de pistolas a la madrugada. Mis padrinos lo visitarán esta noche.
La compostura de Kilbourne desapareció rápidamente. Su rostro estaba manchado por la rabia.
—¿Qué se piensa usted que está haciendo?
—Me ha salvado de que usted me raptara —dijo Phoebe furiosa cuando llegó al lado de Gabriel. Ella estaba jadeando por la reciente lucha y aún frenética intentaba ajustarse el sombrero—. Sé de qué trata todo esto.
—Phoebe, es mejor que regrese a su carruaje —ordenó tranquilo Gabriel.
Phoebe no le prestó atención; con los ojos brillantes por la rabia mientras miraba con odio a Kilbourne, dijo:
—Mi madre me contó esta mañana que pronto se sabrá en toda la ciudad que usted está arruinado, señor. Sabía que mi padre ya no tendría deseo de aceptar una proposición de matrimonio si se enteraba de que usted no tiene un penique, ¿no es cierto eso?
—Phoebe —dijo grave Gabriel.
—Entonces usted me engañó para traerme hasta aquí con falsos pretextos y trató de raptarme —continuó Phoebe triunfante—. Bueno, no se ha salido con la suya, ¿no le parece, señor? Sabía que Wilde me salvaría. Él es muy bueno en estas cosas.
Gabriel la tomó por los hombros y la hizo mirarlo.
—No quiero oír otra palabra de su boca, señora. Regrese a su carruaje y váyase directamente a su casa. Hablaremos de esto más tarde. ¿Me entiende?
Ella parpadeó.
—Bueno, sí, por supuesto. Usted es muy claro, mi señor, pero primero tengo algunas cosas que decirle a lord Kilbourne.
Por un momento pensó que ella iba a seguir protestando. Gabriel se preparó para la batalla. Luego Phoebe se mostró indiferente y arrugó la nariz demostrando disgusto.
—Oh, está bien. —Le ofreció a Kilbourne otra de sus odiosas miradas—. Usted se arrepentirá de esto, mi señor. —Giró sobre sus talones y se marchó a paso vivo, con el dorado vestido que contrastaba con el gris del paisaje.
Gabriel esperó hasta que ella ya no pudiera oírlo. Después inclinó la cabeza con burlona formalidad.
—Hasta nuestra cita al amanecer, Kilbourne, Estaré esperando con gusto. —Se volvió y miró hacia el cochero del carruaje de alquiler.
—Maldito sea, Wylde, regrese aquí —gritó Kilbourne—. ¿Cómo se atreve a desafiarme?
Gabriel no se volvió para mirarlo.
Cuando llegó al coche, le dio instrucciones al conductor.
—Siga a ese carruaje hasta que llegue a la parte buena de la ciudad. Después regrese a la calle St. James.
—Sí, mi señor. —El cochero volvió a colocar en su lugar la botella y tomó las riendas.
Treinta minutos más tarde, Gabriel regresó aprisa al club y descubrió, para su gran satisfacción, que Anthony y Clarington aún estaban allí. Ambos estaban concentrados en los ejemplares de The Times y The Morning Post.
Se dejó caer en un sillón frente a los dos hombres y esperó a que éstos bajaran los diarios.
—Veo que has regresado. —Dijo Anthony—. ¿Por qué diablos has salido tan aprisa?
—Salí —dijo Gabriel sin emoción— para rescatar a tu hermana de ser raptada por Kilbourne.
Anthony lo miró fijamente. Clarington dejó el ejemplar de The Times en una mesa vecina.
—¿De qué rayos está hablando, señor? Explíquese.
—El mensaje que recibí hace un rato me informaba que Phoebe iba a ver un manuscrito que le había ofrecido un tal A. Rilkins. Cuando yo llegué a la librería de ese fulano, me encontré con que Phoebe estaba a punto de ser sacada de un callejón por dos criminales.
Anthony se mostró azorado.
—Espera un momento. No esperarás que nosotros te creamos ese cuento.
La boca de Clarington estaba abierta.
—Buen Dios. ¿Es ésta una broma, Wylde?
—Le aseguro que no es ninguna broma. —Gabriel entrecerró los ojos—. Kilbourne aparentemente no tiene un chelín. Pronto se sabrá por toda la ciudad. Obviamente él se dio cuenta de que se había descubierto el secreto y no le quedaba tiempo para cortejar a Phoebe, de modo que intentó raptarla.
—Buen Dios —volvió a decir Clarington. Parecía profundamente conmovido—. Ella habría visto por los suelos su reputación si él tenía éxito en la empresa. Yo me habría sentido obligado a consentir el matrimonio.
Los tres hombres se miraban fijamente.
—¿Está bien Phoebe? —Los ojos de Anthony estaban cargado de preocupación.
—Ella está de camino de su casa, sin daño alguno y con su reputación aún intacta. —Gabriel tomó la botella de vino que estaba en la mesa al lado de su sillón—. Aunque uno debe preguntarse por cuánto tiempo. Al paso que va, el desastre es inevitable.
—Maldición —masculló Clarington—, no le permitiré que hable así de mi hija.
—Dado que le he salvado su bonito cuello, hablaré de ella como me plazca. —Gabriel tomó un sorbo de vino—. Permítanme decirles, señores, que considero que todo este lío es enteramente culpa de ustedes.
—¿Culpa nuestra? —Se irritó Clarington.
—La suya en particular —dijo Gabriel—. Como padre, ha permitido que ella sea una imprudente. Esta mujer es una amenaza para sí misma. Mantiene correspondencia con extraños y prepara citas para conocerlos a medianoche en remotos caminos fuera de la ciudad. Se lanza a recorrer los peores partes de Londres, siempre que le da la gana…
—Permítame —interrumpió Clarington.
Gabriel lo ignoró y prosiguió.
—Es demasiado independiente en sus ideas y siempre juega con el desastre. Uno de estos días es seguro que lo encontrará.
—Mire usted esto —gruñó Clarington—. Estamos hablando de mi hija. ¿Qué es esto de que mantiene correspondencia con hombres desconocidos que los cita a medianoche?
—¿Cómo demonios cree usted que la conocí yo? —le preguntó Gabriel.
Anthony lo miraba fijo, asombrado.
—¿Dices que ella mantiene correspondencia contigo? ¿Y que concretó también una cita contigo?
—Correcto —dijo Gabriel—. Y fue pura suerte que fuera yo con quien quedó en Sussex. ¿Qué hubiera sucedido si hubiera sido otro?
Clarington se puso en tensión.
—¿Qué está usted sugiriendo, señor?
—Le sugiero que ninguno de ustedes es capaz de controlar a Phoebe, mucho menos de protegerla de sus propios impulsos. —Gabriel tomó otro sorbo de vino—. Por lo tanto, yo me haré cargo de esta tarea. Obviamente no existe otra opción.
—Usted. —Clarington lo miró fulminante apuntándolo con su nariz ganchuda.
—Yo. —Gabriel dejó la copa vacía sobre la mesa—. Mañana por la tarde los visitaré a las tres para hablar del tema. Deseo que esto quede acordado de inmediato.
—Un momento, por favor. —Anthony levantó una mano—. ¿Está diciendo que tienes intenciones de proponerle matrimonio a Phoebe?
Gabriel lo miró.
—¿Preferirías esperar a que Kilbourne o algún otro cazafortunas intentara raptarla otra vez?
—No sea ridículo. Por supuesto que no deseamos que la rapten. —Clarington suspiró con pesar—. Pero es muy difícil proteger a Phoebe. Tiene más espíritu que sentido común. No escucha los consejos sensatos que le damos. Piensa que ella puede manejar el mundo con los propios. Siempre ha sido así, incluso cuando era niña.
—Es cierto —dijo triste Anthony—. Siempre estaba explotando algo y metiéndose en problemas. Cuando más tratábamos de contenerla, más aventurera se volvía. —Miró a Clarington—. ¿Recuerdas el día del accidente?
—Jamás lo olvidare mientras tengo vida —declaró Clarington—. Pensé que la habíamos perdido. Salió corriendo para salvar a un maldito cachorro que se cruzó al paso de un carruaje. El cachorro pudo cruzar a salvo la calle, Phoebe, no.
Anthony meneó la cabeza.
—Era típico de Phoebe. Ha sido una imprudente toda su vida. Pero esa vez los resultados fueron casi trágicos. Los médicos nos dijeron que no volvería a caminar.
—¿Se lo dijeron a Phoebe? —preguntó secamente Gabriel.
Clarington asintió.
—Claro que se lo dijeron a Phoebe. Le dijeron que debería tener cuidado de no hacer esfuerzos. Que quedaría inválida para el resto de su vida. Que debía llevar una vida tranquila.
Gabriel sonrió.
—Pero Phoebe, siendo Phoebe, no quiso escucharlos, supongo yo.
Anthony lo miró.
—Un día, tres meses después del accidente, entro en su dormitorio y me la encuentro de pie, agarrada a las columnas de la cama. Después de eso, no hubo forma de detenerla.
—De todos modos —dijo Gabriel sombrío—, deberían haber tenido más cuidado y protegerla. El diablo los lleve, Oaksley. ¿Se dan cuenta de que casi la rapta un hombre que intentaba obligarla a casarse para echarle mano de su fortuna? Su vida habría quedado destrozada si el ardid hubiera funcionado.
Anthony arqueó las cejas.
—Ahora tú sabes lo que se siente.
Gabriel lo miró fijamente.
—Es suficiente para que un hombre desee cometer un asesinato. —Clarington se sentía realmente conmovido por las noticias de aquello que podría haber sido un desastre—. Dios sabe que es un sentimiento terrible el descubrir que uno ha fracasado en proteger a su propia hija.
Gabriel no pudo pensar en nada que decir. Lo impactó darse cuenta de que la rabia y el miedo que experimentaba en aquel momento eran sin duda las emociones que Clarington y su hijo habían sentido hacia ocho años, en la noche que él intentó escaparse con Meredith.
Por primera vez miraba la situación desde el punto de vista de ellos. Reconoció con triste honestidad que él probablemente hubiese reaccionado de la misma forma de haber estado en su lugar. Clarington y su familia no tenía forma de saber que Gabriel no estaba detrás de la herencia de Meredith. Para ellos él aparecía tan malvado como ahora Kilbourne.
—Comprendo lo que dice, Clarington —dijo finalmente Gabriel.
Los ojos de Clarington se encontraron con los de Gabriel. Comprensión y una curiosa expresión, que podría hacer sido de aprobación, brilló por un momento en la penetrante mirada del conde.
—Creo que por fin usted sí comprende mis sentimientos de aquella vez, señor. —Clarington asintió, como si estuviera satisfecho—. También comienzo a creer que usted siente un afecto verdadero por mi hija.
—Debo confesarle que mi afecto por ella se ve de alguna manera atenuado pro el miedo terrible de que un día me vuelva loco —dijo Gabriel.
Destino ese del que casi no logro escapar yo mismo. —Clarington sonrió—. Con gusto le traspaso la responsabilidad de cuidar de mi hija, señor. Le deseo lo mejor de las suertes.
—Gracias. —Gabriel miró a Anthony—. Necesitaré padrinos para un duelo.
Anthony lo estudió por un momento en silencio.
—¿Has desafiado a Kilbourne?
—Sí.
—Yo soy el hermano de Phoebe. Es mi responsabilidad manejar esto.
Gabriel sonrió con ironía.
—Ya has cumplido tu deber con una hermana. Yo manejaré esto.
Anthony dudó.
—No estoy seguro de permitirte llevarlo a cabo.
—Como el futuro marido de tu hermana, digo que es mi derecho —dijo Gabriel.
—Muy bien, yo seré uno de tus padrinos —dijo Anthony—. Puedo conseguir a otro. Pero debes tener cuidado. Si Kilbourne muere, deberás abandonar Inglaterra y, conociendo a Phoebe, ella probablemente insistiría en irse contigo.
—No tengo deseos de volver a abandonar Inglaterra —dijo Gabriel—. Kilbourne sobrevivirá. Apenas.
Anthony lo miró con detenimiento. Después su boca se torció con dolor.
—¿Lo mismo que yo?
—No —dijo Gabriel—. No así. Sólo tengo intenciones de meterle una bala. Recordará en el futuro que no debe raptar a jóvenes señoritas.
* * *
Tres horas más tarde Anthony regresó al club para informarle a Gabriel acerca de los arreglos para el duelo.
—No tienes suerte —aseguró Anthony—. Kilbourne ha abandonado la ciudad.
—Maldición. —Gabriel estampó su puño sobre el brazo del sillón demostrando su frustración—. ¿Estás seguro?
—Su mayordomo dice que se ha marchado hacia el norte y que nadie sabe cuándo regresará. Desde luego que no será pronto. Los criados tienen instrucciones de cerrar la casa de Kilbourne. Se corre la voz por la ciudad de que no tiene un chelín. Perdió todo en una serie de malas inversiones.
—Maldición.
—Tal vez sea lo mejor. —Anthony se dejó caer en uno de los sillones—. Todo ha terminado. No habrá duelo, y Kilbourne está fuera del camino. Yo, de mi parte, me siento agradecido.
—Yo no.
—Créeme, tienes más suerte de lo que puedas darte cuenta. —Anthony sonrió irónico—. Si Phoebe alguna vez descubriera que tenías intenciones de batirte a duelo por su honor, ella se pondría furiosa. No creo que puedas manejar a Phoebe cuando ella está muy enojada. No es agradable.
Gabriel lo miró, consciente de que él y Anthony estaban formando un vínculo basado en la mutua preocupación por Phoebe.
—Gracias por aceptar ser uno de mis padrinos. Sólo lamente que no puedas tener la oportunidad de cumplir con tu deber.
Anthony inclinó la cabeza.
—Como he dicho, todo ha acabado. Kilbourne ha quedado bien humillado. Que todo siga así.
—Supongo que me veré obligado a aceptarlo. —Gabriel quedó en silencio un momento—. Ahora sé lo que sentiste hace ocho años. Oaksley.
—Sí. Me doy cuenta de ello. Pero te diré algo, Wylde. Me gustas Trowbridge y Meredith parece bastante feliz con él. Pero debo admitir que, si yo hubiera sabido entonces lo que ahora sé de ti, no te habría perseguido aquella noche. Habría confiado cualquiera de mis hermanas a tu cuidado.
Gabriel arqueó las cejas.
—¿Por qué te has enterado de que no soy pobre?
—No —dijo—. Anthony. —Mis razones no tienen nada que ver con tu situación financiera.
Se produjo un silencio entre los dos. Después Gabriel sonrió.
—Permíteme decirte que estoy muy agradecido de que fueras detrás de Meredith y de mí aquella noche. Esa pareja habría sido un error. Es a Phoebe a la que deseo.
—¿Estás seguro de eso?
—Muy seguro.
* * *
A las tres de la tarde del día siguiente, Phoebe estaba sentada intranquila en su dormitorio, mientras esperaba que se la llamara a la biblioteca. La casa había estado tan silenciosa desde los acontecimientos del día anterior que cualquiera podría pensar que había habido una muerte en la familia.
Phoebe sabía muy bien lo que estaba sucediendo. Su madre le había dicho más temprano aquel día que Gabriel haría una oferta de matrimonio y que Clarington la aceptaría. Estaba claro que las objeciones que la familia tenía con respecto a Gabriel habían desaparecido.
Se sentía agradecida por ello, pero no parecía poder resolver sus propias emociones en conflicto. Una parte de ella se regocijaba ante la idea de casarse con el hombre que amaba. Ella deseaba aprovechar la oportunidad. Lo deseaba como jamás había deseado a nadie en su vida.
Pero otra parte de ella estaba intranquila al extremo. No tenía señales aún claras de que Gabriel la amara. Ella tenía mucho miedo de que estuviera haciendo esta oferta de matrimonio por puro deseo de protegerla del tipo de accidente que había ocurrido el día anterior.
Era altamente probable que Gabriel se casara con ella por un mal interpretado sentido de hidalguía.
Cierto era que él sentía cierto afecto por ella, estaba segura. Le dio señales de sentirse físicamente atraído hacia ella. Y también tenía intereses en común.
Pero no se había hablado de amor.
Phoebe echó una mirada al reloj. Era casi las tres y media. ¿Qué diablos llevaban hablando por casi media hora?, se preguntaba.
Se puso de pie y comenzó a pasearse por la habitación. Era ridículo. Una mujer tenía derechos a estar presente cuando se hablaba de su futuro.
Este asunto de quedarse dócilmente encerrada en su dormitorio mientras los hombres manejaban algo tan importante como un matrimonio era agraviante al extremo. Los hombres no comprendían bien estas cosas.
Ellos no comprendían, por ejemplo, que ella no tenía deseos de casarse por las ideas vagas que Gabriel tenía sobre la hidalguía.
Se había prometido hacía mucho tiempo que sólo se casaría por verdadero amor, la clase de amor que guiaba a los caballeros y damas de la leyenda de la Edad Media. Con nada que fuera menos se conformaría ella.
A las cuatro menos cuarto Phoebe decidió que ya había jugado suficientemente le papel de hija obediente.
Salió decidida de su dormitorio y bajó las escaleras hasta la biblioteca.
La puerta de la biblioteca estaba cerrada.
El mayordomo estaba plantado delante de ésta. Cuando vio a Phoebe, su expresión se tornó preocupada, pero mostró determinación.
—Por favor, déjeme pasar —dijo al mayordomo. —Deseo ver a mi padre.
El mayordomo dijo con coraje.
—Perdone, señora, pero su padre me dio instrucciones explícitas de que no deseaba que lo molestaran mientras estuviera reunido con Lord Wylde.
—Psh, Phoebe. —Lydia asomó la cabeza por la puerta de la sala, y nerviosa le hizo señas a Phoebe para llamarle la atención—. No estés ahí. A los hombres les gusta manejar esta clase de cosas solos. Los hace sentir como si ellos tuvieran a su cargo toda la responsabilidad.
Meredith, detrás de su madre, frunció el entrecejo mirando a Phoebe.
—Espera a que te llamen, Phoebe. Papá se enfadará mucho si lo interrumpes.
—Yo ya estoy enfadada. —Phoebe se adelantó un paso.
El mayordomo dudó. Fue toda la oportunidad que Phoebe necesitaba. Abrió la puerta y entró en la biblioteca.
Gabriel y su padre estaban sentados cerca de la chimenea. Ambos tenían una copa de coñac. Los dos hombres levantaron la mirada con expresión amenazante cuando ella entró.
—Puedes esperar fuera, mi querida. Te haré llamar dentro de unos minutos —dijo Clarington con firmeza.
—Estoy cansada de esperar. —Phoebe se detuvo y miró a Gabriel. No podía deducir nada por su expresión—. Deseo saber lo que sucede.
—Wilde está haciendo una oferta de matrimonio —dijo Clarington—. Estamos discutiendo los detalles. No debes preocuparte.
—¿Significa que tú has aceptado esa oferta de parte mía? —exigió Phoebe.
—Sí. —Clarington tomó un sorbo de la copa.
Phoebe miró a Gabriel, interrogante. Éste arqueó una ceja en respuesta. La mirada de ella volvió a su padre.
—Papá, deseo hablar con Gabriel antes de que se hagan ningún anuncio.
—Puedes hablar con él cuando haya terminado de arreglar ciertas cuestiones.
—Pero, papá…
—Déjanos solos, Phoebe —le ordenó Gabriel tranquilo—. Hablaremos más tarde.
—Quiero hablar ahora. —Apretó los puños con fuerza—. Es mi futuro lo que aquí se habla. Tengo algunas ideas sobre el tema. Si los dos creéis que vais a ultimar todos los detalles como si yo fuera un paquete y esperáis que lo acepte sin ningún comentario, estáis muy equivocados.
Clarington la miró.
—Muy bien, querida, ¿cuál es tu principal objeción a todo esto?
Phoebe respiró profundamente, abrió los apretados puños y se secó las palmas húmedas de las manos en la falda de su vestido.
—Siempre he dicho que me casaré sólo por amor. Para dejarlo claro, papá, Wylde jamás me ha hablado de amor. No me casaré hasta que yo esté segura de que existe verdadero amor entre los dos. No me casaré sólo porque el sentido de hidalguía de Wylde lo exige.
—Phoebe —dijo cansado Clarington—, te comportas como una colegiala romántica. Wylde tiene razón. Después de lo que sucedió ayer, tú ya no puedes continuar comportándote de una forma tan impulsiva.
—¿Has dicho eso? —Phoebe miró con odio a Gabriel.
—Sí, lo he hecho y yo estoy de acuerdo con él —declaró Clarington—. Él dice que desea hacerse cargo de ti, y debo decir que estoy agradecido de poder delegarle esa responsabilidad.
Phoebe se sentía ultrajada.
—¿Qué sucede si yo no deseo ser controlada por un marido?
—No conozco mejor forma para que te asientes en la vida y corrijas tu conducta excéntrica que casarte —replicó Clarington—. Es hora de que te cases, jovencita. Por el amor de Dios, tienes casi veinticinco años. El hecho de que seas una heredera te coloca en una posición muy arriesgada. Sólo pienso en lo que sucedió ayer.
—Papá. Lo que pasó ayer no fue por mi culpa.
—Por supuesto que sí. En su mayor parte lo fue —le dijo enojado Clarington—. ¿Quién sabe cuántos otros de la calaña de Kilbourne están merodeando pro aquí? Wylde tiene razón cuando dice que tarde o temprano tus modeles impulsivos te harán caer en una seria situación. Yo deseo verte establecida a salvo bajo la guía y protección de un esposo.
Una sensación de desesperación embargó a Phoebe.
—Papá. Por favor. Debo tener tiempo para pensar en esto. Wylde y yo debemos hablarlo.
Gabriel echó una fría mirada por encima del borde de su copa.
—En lo que a mí concierne, no hay nada que discutir por el momento. Sube y ve a tu dormitorio. Te llamaré pronto.
Phoebe quedó sin palabras. Que el hombre que había considerado un caballero galante la enviara a su dormitorio, precisamente el hombre que en secreto había visto como el compañero del alma, el hombre que ella amaba. Eso era demasiado.
—Mi señor —susurró—, usted no es mejor que Kilbourne.
Se produjo un corto y doloroso silencio.
—¡Phoebe! —gritó su padre—. Discúlpate de inmediato. Wylde no es un cazafortunas.
Phoebe se pasó el envés de su mano por los ojos, que ya tenía húmedos por las lágrimas.
—No quería decir que lo fuera. Pero desde luego es tan engreído y presuntuoso como Kilbourne. —Echó a Gabriel una última mirada de angustias—. Yo pensaba que era mi amigo. Yo cría que comprendía lo que yo sentía sobre el amor y el matrimonio.
Antes que cualquiera de los dos hombres pudiera responder, giró sobre sus talones y salió de la habitación.
En el pasillo pasó corriendo junto a los rostros preocupados de su madre y hermana. Tomó la falda de su vestido y subió aprisa las escaleras. Cuando llegó a la intimidad de su aposento, se arrojó sobre la cama y sucumbió a las lágrimas.
Quince minutos más tarde, la tormenta pasó, dejando en su lugar una calma que no era natural. Se secó los ojos, se lavó el rostro y se sentó a esperar.
Veinte minutos después, cuando finalmente fue convocada a la biblioteca, se mostró con puesta y seria. Bajó tranquila las escaleras, esperó amable a que el mayordomo le abriera la puerta y después entró.
Su padre estaba sentado aún en su sillón. Parecía que había comenzado con otra copa de coñac. Gabriel estaba de pie cerca de la chimenea, con un brazo descansando sobre la repisa. La miró con intensidad cuando ella entró seria a la habitación.
—¿Me has llamado, papá? —preguntó Phoebe con gran educación.
Clarington la miró sospechoso.
—Todo está acordado, querida. Tú y Wylde os casaréis cuando termine la temporada.
El estómago de Phoebe se contrajo, pero pudo mantener una expresión serena.
—Ya veo. Bueno, entonces, si eso es todo, regresaré a mi habitación. No me siento muy bien.
Gabriel juntó las cejas negras con gesto de preocupación.
—Phoebe, ¿te sientes bien?
—Creo que me duele un poco la cabeza, mi señor. —Se volvió y salió de la habitación.
* * *
A la mañana siguiente, poco después de que saliera el sol, Phoebe se puso su vestido de viaje y echó dos maletas grandes por la ventana de su cuarto. Después arrojó una soga hecha con sábanas atadas.
Descendió al jardín, recogió el equipaje y se dirigió hacia la puerta principal.
Se mezcló con vendedores ambulantes y carros de lecheros en el tránsito del amanecer de Londres. A esa hora las calles estaban atestadas de gente del campo con sus carros llenos de productos para el mercado. Nadie le prestó atención.
A las siete en punto, Phoebe abordó la diligencia que la llevaría al corazón de Sesees. Apretada entre una mujer regordeta, que tenía un turbante gris, y un maloliente hacendado que tomaba traguitos de ginebra directamente de una botella, tuvo suficiente tiempo para reflexionar sobre su destino.