Capítulo 22
La segunda noche de vigilia delante de la librería de Lacey, una densa niebla envolvía Londres. Los remolinos grises corrían por las calles como si fuera un desfile interminable de fantasmas. A su paso absorbían la poca luz que provenía de las lámparas de aceite que a intervalos regulares estaban instaladas en pilares de hierro. La nueva luz a gas que iluminaba Pall Mall y St. James aún no había sido instalada en esta parte de la ciudad.
Gabriel no tuvo dudas de que su decisión de permitirle a Phoebe que los acompañara a él y a Anthony mientras montaban guardia había sido un serio error. Pero no había podido resistirse a su lógica y a las insistentes súplicas. Su señora era tan testaruda como él. Era difícil negarle que tenía derecho a estar presente cuando él cercara a Baxter en su trampa.
Por lo menos logró negarle sus muchas y variadas sugerencias de que la utilizara como anzuelo. Algunas ideas habían sido creativas hasta el desconcierto. Pero se había tenido que mantener firme para evitarlas. No tenía intención alguna de arriesgar su cuello para atrapar a aquel hijo de puta que le había causado tantos problemas.
El compromiso al que él y Phoebe llegaron después de numerosas discusiones, súplicas y discursos apasionados fue que a ella se le permitiría observar todo desde el carruaje.
Gabriel le echó ahora una mirada mientras Phoebe estaba sentada a su lado, en el vehículo en sombras. Ataviada con una capa de capucha negra, se la veía misteriosa y etérea como la niebla. Miraba ansiosa la librería Lacey a través de una abertura entre las cortinas de la ventanilla.
Aunque más temprano aquella misma noche se había mostrado en ebullición por la emoción de todo, cuando estacionaron el vehículo en una calle lateral, en las últimas horas se había tornado cada vez más pensativa. La noche anterior había hecho lo mismo, cuando esperaron en vano a que Baxter apareciera. Gabriel se preguntaba en qué pensaría.
Una parte de ella, se dio cuenta de repente, siempre sería para él un misterio. Tal vez siempre sucedía así entre un hombre y una mujer. Tal vez era parte de la magia. El solo sabía que no importaba cuántas veces poseyera a Phoebe, no importaba con qué frecuencia se rieran juntos o se pelearan, jamás conocería sus secretos. Aun cuando él supiera que ella le pertenecía de forma total e irrevocable, también sabía que ella seguiría siendo por siempre su tentadora, intrigante y embriagadora Dama del Velo.
Sabía además con un profundo sentimiento de satisfacción que podía disfrutar de aquel toque de misterio, ya que él confiaba en ella como jamás lo había hecho en nadie más en la vida. Jamás lo abandonaría.
Que así sea, pensaba Gabriel. Todos los escritores necesitan una musa. Phoebe sería la suya. También sería su editora. Aquélla era una idea mucho más inquietante. Pero serviría para que las conversaciones de sobremesa fueran interesantes, reflexionó con una sonrisa ligera.
—Confío en que no te habrás arrepentido de atrapar a Lancelote esta noche —le dijo tranquilo, para romper un poco el largo silencio.
—No. Estoy convencida de que Neil es todo lo que tú dijiste que era y más.
—¿Más?
—Yo no fui la única mujer a la que engañó. El trató a Alice de una manera muy cruel. Le permitió que creyera que la amaba cuando no tenía ninguna intención de rescatarla del infierno.
Gabriel no pudo pensar en nada que decir a eso. Consideró por un momento a todos los hombres que alegremente habían tenido placeres de innumerables Alice y después las abandonaban a la vida infernal de un burdel.
—Baxter era un maestro en ilusiones.
—No, no era un maestro —dijo Phoebe lentamente—. No tuvo éxito en todo lo que intentó. No engañó a mi padre hace tres años. Ni tampoco logró que me enamorara de él, aunque lo intentó. Y no pudo seguir adelante con la piratería de forma indefinida.
—Lo más importante es que no logró seducirte para que creyeras que yo era un sangriento pirata que sólo estaba detrás de tu herencia —murmuró Gabriel.
—Por supuesto que no lo hizo. Siempre supe el tipo de hombre que tú eras. —Ella lo miró por encima de su hombro—. ¿Crees que aparecerá esta noche, Gabriel? No hubo señales de él ayer por la noche.
—Ahora ya sabe que debe moverse esta noche o mañana. Los rumores que inventamos dejaban claro que La dama de la torre entrará en la colección de un importante coleccionista pasado mañana. Las tres noches que el libro debe estar en la librería Lacey son los únicos momentos en que éste será vulnerable.
Se oyó un golpecito en el techo del carruaje cerrado. Gabriel se puso de pie y levantó la trampilla superior. Anthony, todo envuelto en una capa negra y con el sombrero de cochero, estaba sentado en el pescante. Estaba haciendo un trabajo excelente al imitar a un cochero medio dormido.
—¿Alguna señal de Baxter? —le preguntó suavemente Gabriel.
—No, pero me estoy preocupando por Stinton. Él debería haber regresado de su corto paseo por el callejón.
Gabriel miró la calle neblinosa, buscando señales de Stinton. Había despachado al detective para que comprobara el callejón que estaba detrás de la librería.
—Tienes razón. Creo que será mejor que eche un vistazo. Cuida de Phoebe.
—¿Por qué no la encadenas al interior del coche para estar seguros? —le sugirió secamente Anthony—. No deseo que se me culpe si a ella se le ocurre de repente ver lo que sucede.
—Me duele que digas eso —dijo Phoebe detrás de Gabriel—. Acepté seguir las instrucciones. Gabriel hizo un juramento.
—Los dos os quedaréis aquí mientras yo voy a ver qué le ha sucedido a Stinton.
Phoebe le tomó el brazo cuando él abrió la puerta del carruaje.
—Ten cuidado, mi amor.
—Lo tendré. —Le tomó la mano y le dio un beso. Entonces bajó.
Tan pronto como estuvo en la calle, entró en las profundas sombras que rodeaban al edificio. La niebla le era tan útil como también le sería a Baxter, pensó. Se introdujo en una especie de paso bien denso cuando cruzó la desolada calle.
No había señales de nadie más en el barrio. Los establecimientos estaban oscuros y en silencio. Un gato se cruzó delante de Gabriel y después desapareció en la niebla.
Gabriel detectó que algo andaba mal en cuanto llegó a la entrada del callejón. Se quedó allí quieto por un momento, permitiendo que sus sentidos sintieran lo que sus ojos no podían ver. Después buscó en el bolsillo de su sobretodo y tomó la pistola que había traído.
Lentamente entró al callejón, manteniéndose pegado a la pared. Casi no había luz y no deseaba regresar a buscar la linterna al carruaje. Si Baxter estaba cerca, sería advertido por la luz.
Gabriel avanzó otro paso en la oscuridad y se tropezó con algo sospechosamente blando. Miró hacia abajo y vio un bulto de lo que parecía ser ropa vieja.
Había encontrado a Stinton.
Se agachó junto al hombre caído, tomándole el pulso, que indicaba que estaba vivo. Lo encontró. Stinton estaba inconsciente, no muerto.
Había dos posibilidades. O Stinton había sido atacado por un asaltante que apareció en medio de la niebla o Baxter pudo colarse sin ser visto por el callejón y ahora estaba en la librería.
Gabriel cruzó en silencio el empedrado hasta que se encontró en la entrada oscura de la librería. La puerta estaba entreabierta. Se introdujo en el interior, consciente de que había hecho una visita al lugar donde Lacey hacía funcionar su imprenta. Suficiente luz se colaba por las ventanas para dejar ver el contorno de la máquina.
Una profunda y penetrante sensación de peligro se apoderó de todos sus sentidos cuando oyó que una bota se arrastraba contra el suelo, justo detrás de él.
Gabriel se volvió de repente, pero fue demasiado tarde para evitar que una figura se le abalanzara desde la oscuridad. Se cayó por el impacto, rodando con agilidad en un esfuerzo por liberarse de las garras de su atacante. La pistola se le cayó de la mano.
—Maldito bastardo. —El brazo levantado de Neil apuntaba hacia la garganta de Gabriel. Un destello de luz hizo brillar el cuchillo que tenía en la mano.
Gabriel pudo bloquear aquel golpe. Salió de debajo de Neil y se agazapó. Con el pie dio una patada al cuchillo que Baxter tenía en la mano.
—No me detendrás esta vez —gruñó Baxter—. Te voy a degollar.
Dio un salto hacia Gabriel, apuntándolo con el cuchillo. Gabriel dio un salto hacia atrás y se encontró acorralado contra la imprenta de hierro. Se deslizó hacia un lado cuando Baxter volvió a atacar.
—Piénsalo dos veces antes de volver a intentarlo, Baxter. No estoy desarmado.
—He oído que tu pistola se ha caído. —Los dientes de Baxter brillaron en las sombras como si fueran los de un tiburón en las profundidades del mar—. Tienes las manos vacías, Wylde. Esta vez eres hombre muerto.
Neil volvió a lanzarse hacia delante con el cuchillo dirigido hacia la mitad del cuerpo de Gabriel. Gabriel se quitó de pronto la capa y la lanzó directamente a los pies de Neil. Éste rugió con rabia cuando se enredó y tropezó.
Gabriel propinó una ágil patada. El pie fue a dar al muslo de Neil, haciendo que éste perdiera el equilibrio. Neil volvió a gritar y cayó.
Gabriel avanzó pisando con fuerza el brazo de Neil.
—Suelta el cuchillo.
—No, maldito seas.
Gabriel se inclinó y llevó la punta de su propio cuchillo a la garganta de Neil.
—Esto no es Excalibur y yo no soy Arturo. Quiero terminar con esto ahora, y al diablo con las reglas de los caballeros. Suelta el cuchillo, Baxter.
Neil se quedó quieto.
—No lo usarás, Wylde.
—¿Piensas que no?
Los dedos de Neil prendieron la empuñadura. Miró con odio a Gabriel.
—Phoebe jamás te perdonará si me matas y tú lo sabes.
—Phoebe ya no piensa en ti como en el inocente Lancelote. La ilusión que tú le creaste se hizo trizas para siempre cuando Phoebe y Alice se conocieron. Parece que mi esposa no aprueba la forma en que dejaste a tu amante. Se supone que Lancelote rescata a las damas, no las abandona en el infierno.
Baxter lo miró fijamente.
—Tú estás loco. ¿Por qué Phoebe se preocuparía por una puta?
La luz de una linterna cayó sobre los dos hombres.
—¿Por qué? —preguntó una mujer que entró por la puerta que daba al callejón. Ella tenía una pistola en la mano—. Yo no te importaba nada, ¿no es así, Neil? No me dijiste nada sino mentiras. Y yo las creí todas.
—Alice. —La luz amarilla de la linterna iluminó el rostro asustado de Neil—. Alice, por el amor de Dios, haz que deje el cuchillo. Usa la pistola. Rápido, mujer.
—Prefiero usarla contigo, Neil. —Alice levantó aún más la linterna—. ¿Dónde está tu precioso libro?
—Por el amor de Dios, Alice, ayúdame. Te daré el libro, si le disparas a Wylde.
—No tengo interés alguno en matar a Wylde —dijo Alice con calma. —Si tengo que matar a alguien, es a ti. ¿Dónde está el libro?
—No lo sé —dijo rápidamente Neil—. Wylde apareció antes de que lo encontrara.
Gabriel miró a Alice.
—Está en ese escritorio, en el rincón. —Gracias— dijo Alice.
Guardó la pistola, cuando se dirigió hacia el escritorio.
—El segundo cajón —dijo Gabriel. Alice abrió el cajón.
—Ya veo. Es de lo más gentil, Wylde. Aprecio su ayuda.
Fue hacia la puerta por la que había entrado. Volvió a mostrar la pistola.
—Ahora me voy.
—Alice, mi amor, debes ayudarme —susurró con voz ronca Neil—. Eras la única mujer que realmente me importaba. Tú lo sabes.
—Deberías haberme llevado contigo cuando abandonaste Inglaterra con el dinero de Clarington —dijo Alice.
—¿Cómo podría someter a la mujer que amaba a un viaje tan duro a las islas? —preguntó Neil.
—¿Pensabas que a mí me gustaban más las condiciones de un burdel? No estoy precisamente segura de por qué este libro es tan importante para ti, pero, como te obsesionaste con encontrarlo desde que regresaste a Londres, tengo intenciones de averiguarlo.
—Ayúdame y te mostraré por qué es importante —le suplicó Neil.
Alice sacudió la cabeza y retrocedió otro paso.
Gabriel vio que Anthony aparecía detrás de ella en la entrada. Alice retrocedió un paso más y se topó con él. El brazo de Anthony se cerró sobre su cuello.
—Lamento la molestia —murmuró Anthony mientras le quitaba la pistola de la mano—. Deje la linterna lentamente en el suelo.
Alice dudó.
—Hágalo —le aconsejó Gabriel—. Y después márchese. No tenemos interés en usted. Es a Baxter al que queremos.
Alice bajó la linterna. Anthony la soltó y entró a la habitación.
—Ahora el libro, si me hace el favor. —Gabriel lo dijo con suavidad. Vio que la mano de Alice se apretaba sobre el viejo libro. Su mirada la dirigió a Neil.
En aquel momento la figura de Phoebe envuelta en su capa apareció en la entrada. Gabriel profirió un juramento. Debería haber adivinado que no lograría mantenerla al margen de esto.
—Me gustaría que Alice se quedara con el libro —dijo Phoebe.
Gabriel suspiró.
—Muy bien, puede quedarse con el maldito libro. Quiero que salga de aquí.
—No, esperad —gritó Neil—. Ninguno sabe lo que está haciendo. Os diré el secreto del libro si me liberáis. Ese libro vale una fortuna, pero sólo si se sabe su secreto.
—¿Te refieres a las joyas que estaban escondidas en su interior, supongo? —Gabriel sonrió levemente—. No debes preocuparte por su destino, Baxter. Nosotros ya las encontramos.
—Maldito seas. —Baxter miró a Alice con desesperación—. Malditos seáis todos. —Sus ojos desesperados se dirigieron ahora a Phoebe—. Debes escucharme, Phoebe. Wylde es todo lo que te dije que era y peor. Yo sólo trataba de salvarte.
—Vi cómo salvaste a Alice —dijo Phoebe.
—Alice es una prostituta —dijo con rabia Neil—. No es más que una puta.
—Alice es una mujer y yo también. Tú le mentiste y la traicionaste. ¿Qué te hizo pensar que yo confiaría en ti?
—¿No me oyes? Ella no es nada. Una ramera. Una maldita puta.
—Un verdadero caballero no traiciona a aquellos que confían en él —dijo con calma Phoebe.
—Tú y tus interminables y estúpidos cuentos sobre los caballeros y la hidalguía. ¿Estás loca, pequeña perra?
Gabriel aplastó la muñeca de Neil con su bota. Neil gritó de dolor.
—Creo que esto es suficiente —dijo Gabriel. Miró a Alice—. Puede irse. Fuera.
Alice abrazó el libro contra su pecho y se volvió hacia la puerta. Phoebe se interpuso en su camino.
—Un momento, Alice. Deseo que tenga esto. —Phoebe abrió su mano enguantada y dejó ver el prendedor de perlas y diamantes.
Alice miró perpleja.
—¿Qué son esas extrañas piedras plateadas?
—Luz de luna —dijo Phoebe suavemente—. Son perlas que jamás habrá visto. Muy, pero muy raras.
La mirada de Alice se encontró con la de Phoebe.
—¿Era eso lo que estaba escondido en el libro?
—Una de las varias piezas que Neil había robado y escondido en las cubiertas del libro. Wylde me las regaló. Yo me he quedado con las otras, pero deseo que usted tenga este prendedor.
—¿Por qué? —preguntó Alice.
—Porque, aun cuando yo estaba en su poder y usted tenía razones para odiarme, no deseó que yo pasara ni una noche en el infierno.
Alice dudó. Después extendió la mano y tomó el prendedor.
—Gracias. Lo usaré para poder pagar mi salida del infierno —dijo en un susurro. Le dio a Phoebe el libro—. Aquí tiene. No lo necesitaré ahora.
Pasó junto a Phoebe y desapareció en la oscuridad.
Un indescriptible orgullo recorrió a Gabriel. Miró a Phoebe.
—Mi señora, permíteme decirte que tú eres, en palabras de Chaucer, «un caballero gentil».
Phoebe le ofreció una de sus brillantes sonrisas, y Gabriel se dio cuenta de pronto de que la amaba con una intensidad devastadora, que duraría en tanto hubiera vida en su cuerpo. Deseaba decírselo.
Pero aquél no era el momento.
—Será mejor que animemos a Stinton para que pueda custodiar a Baxter —le dijo Gabriel a Anthony—. Ya me estoy cansando de este pirata.
* * *
Dos horas después, Phoebe se encontraba acostada sobre las almohadas de la sólida cama de Gabriel mientras lo observaba quitarse hasta la última prenda. La luz de las velas hacía brillar los fuertes contornos de su espalda y muslos.
—Eres de verdad magnífico, mi señor —dijo ella.
Él rió suavemente cuando se metió en la cama para acostarse a su lado. Extendió los brazos para acercarla y colocarla sobre su pecho.
—Tú sí que eres magnífica, mi amor.
Ella parpadeó.
—¿Qué has dicho?
—Digo que eres magnífica.
—No, después de eso —dijo ella impaciente—. ¿Cómo me has llamado?
Él sonrió.
—Creo que he dicho mi amor.
—Ah, sí. Me gusta cómo suena.
—Es verdad, tú lo sabes —dijo Gabriel—. De verdad te amo. Creo que te he amado desde el día en que abrí tu primera carta.
—Soy feliz —susurró ella.
Él le tomó el rostro entre las manos.
—No te muestras muy asombrada por mi monumental confesión de amor.
Phoebe le propinó un beso en el cuello. Cuando volvió a mirarlo, los ojos eran brillantes.
—Admito que comencé a sospechar que me amabas cuando comenzaste a obsesionarte con mis insignificantes aventuras.
—Debí mostrarme de alguna manera sospechoso —dijo él secamente—. Porque tus insignificantes aventuras no eran para nada ni insignificantes ni accidentales. Tu imprudencia es suficiente como para hacer envejecer a un hombre antes de tiempo.
—Lamento cada uno de esos momentos —declaró con pasión Phoebe—. Y juro que jamás lo haré.
Gabriel se rió suavemente.
—Estoy, por supuesto, encantado de oír eso. —Colocó una mano detrás de su cabeza y la atrajo para tener la boca de Phoebe junto a la suya—. Mientras tanto, sólo sigue diciendo que me amas y prometo que no me preocupará ningún ataque ocasional de imprudencia. En tanto yo cuide de ti, eso es todo.
—Te amo —susurró Phoebe.
—Te amo —dijo Gabriel contra sus labios—. Más que a la vida misma.
* * *
Phoebe programó el gran torneo en el castillo para que coincidiera con la publicación de Una aventura imprudente. Tanto la fiesta como el libro fueron un rotundo éxito.
La noche del baile, el gran salón del castillo estaba atestado de gente disfrazada con trajes medievales. Las columnas con viejas armaduras aparecían muy a tono en medio de la multitud así vestida. La música hacía eco en los viejos muros de piedra. En conjunto, pensó Phoebe con orgullo, el castillo era muy parecido a como debía ser hace cientos de años, cuando los caballeros de la Edad Media y sus damas se reunían aquí para festejar determinados acontecimientos.
—Qué hija más inteligente tengo —dijo Lydia con satisfacción mientras estudiaba el gran vestíbulo—. Tú, mi querida Phoebe, has conseguido dar un golpe brillante desde el punto de vista social.
—¿Te refieres al torneo de fantasía de esta tarde? —sonrió Phoebe—. Eso fue muy inteligente de mi parte, ¿no crees? Sin embargo, no podría haberlo hecho sin la ayuda de Wylde. Debo admitir que él trató la mayoría de los detalles. Me preocupaba bastante que los caballos pudieran chocarse por accidente y hacer que alguien saliera lastimado de la batalla de las hachas. Pero todo resultó perfecto.
Las cejas de Lydia se arquearon divertidas.
—El torneo fue divertido, pero yo no hablaba de ese tipo de golpe social. Tu toque de inteligencia, Phoebe, fue poder presentar en sociedad al autor de La misión. Tu estatura de anfitriona está asegurada de aquí en adelante.
—No fue fácil —le confesó Phoebe—. Wylde estaba en contra de ser identificado como el autor de un éxito literario como ése. Creo que cuando se trata de ese tipo de cosas es bastante tímido. Sorprendente, ¿no te parece?
—De lo más sorprendente —consintió Lydia. Le sonrió a su marido cuando vio que éste se acercaba—. Aquí estás, querido. ¿Te diviertes?
—Mucho. —Clarington tomó un sorbo de su copa de champaña y miró el salón—. Un lugar fascinante. Antes me he entretenido mirando algunas de las armaduras. Hechas con mucho ingenio. ¿Te he dicho que esta mañana Wylde me mostró el trabajo de una máquina fuera de lo común, que tiene allá abajo en las bodegas? Está escondida en una pared, abre y cierra un portón. ¿La has visto, Phoebe?
Phoebe se estremeció al recordarlo.
—Sí, papá, la he visto.
—El sistema de poleas es de un diseño muy avanzado. En especial si consideras que fue creado hace cientos de años.
—Lo sé, papá. —Phoebe se interrumpió cuando Meredith se acercó con su marido.
Meredith estaba radiante como siempre, vestida con un vestido rosa pálido y bordado en plata. Trowbridge, apuesto con su traje tipo túnica, le sonrió a Phoebe.
—Fuera de lo común, Phoebe —dijo Trowbridge—. Muy entretenido. Un éxito, debo decir.
—Sí, de verdad —consintió Meredith—. Como anfitriona has hecho un debut asombroso, Phoebe. Y debo decirte que todos comentan las extrañas joyas que llevas puestas. Eres la envidia de todas las mujeres.
Phoebe sonrió, consciente del peso del collar que le había regalado Wylde.
—¿Te gusta?
—Mucho —dijo Meredith—. No todas pueden lucir esas perlas, pero en ti se ven perfectas. Y van maravillosamente bien con tu vestido rojo.
—Gracias. —Phoebe se miró su vestido rojo escarlata—. Tenía otro vestido rojo que deseaba ponerme, uno que Wylde me compró. Pero él me recordó que no era precisamente de estilo medieval. En lugar de ése, me hice hacer éste.
Anthony apareció entre la multitud.
—Será mejor que busques a tu marido, Phoebe. Desea que lo rescaten de las manos de varias admiradoras. Parece que lo tienen acorralado.
Phoebe se puso de puntillas hasta que vio a Gabriel. Estaba bajo el arco de la entrada, rodeado de varias personas de aspecto ansioso. Vio que Phoebe lo miraba y le hizo un gesto desesperado.
—Perdonadme —le dijo Phoebe a su familia—. Anthony tiene razón. Debo ir a rescatar a Wylde.
Se recogió el vestido y se abrió paso entre aquel gentío, hasta que llegó al lado de Wylde. Él la tomó de la mano.
—Me pregunto si puedo tener una palabra a solas con mi esposa —le dijo al grupo que lo rodeaba.
El pequeño grupo de admiradores comprendieron la indirecta y sin ganas se retiraron. Gabriel se volvió a Phoebe.
—Te dije que ésta era una idea insensata —dijo él—. No me gusta ser un escritor famoso.
—Tonterías —dijo Phoebe—. Aquí, en el castillo, estarás a salvo la mayor parte del tiempo. Seguro que puedes manejar a unos pocos admiradores de vez en cuando, como esta noche.
—Será mejor que las ocasiones sean de vez en cuando —le advirtió Gabriel. Los ojos le brillaban.
—Lo serán —le prometió Phoebe. Ella lo miró feliz—. Y piensa en lo que esto significará para tu carrera. Te apuesto a que deberemos hacer otra edición de cinco o seis mil ejemplares después de que toda esta gente regrese a Londres. Todos aquí no pueden esperar a contarles a sus amigos la verdadera identidad del autor de La misión. La librería Lacey hará fortuna.
—Qué mercenaria eres, querida.
—Lo llevo en la sangre —le aseguró alegre—. En mi caso me llevó más tiempo manifestarlo. —¿Cuándo le dirás a tu familia que eres la socia de Lacey?
—Al final se lo diré. —Phoebe lo miró riendo—. Pero primero hay algo que deseo decirte.
Gabriel la miró preocupado.
—¿Otro secretito que olvidaste mencionarme?
—Un secretito muy pequeño. —Phoebe se sonrojó—. Mi señor, creo que estoy esperando un hijo.
Gabriel la miró durante unos segundos, boquiabierto. Los ojos verdes se tornaron más brillantes y comenzó a esbozar una sonrisa.
—No creía que pudiera llegar a sentirme más feliz de lo que me sentía ahora, mi amor. Pero veo que me equivocaba. —La atrajo entre sus brazos.
—Por el amor de Dios, Gabriel. —Phoebe se sintió asombrada a pesar de sí misma. Miró a su alrededor alarmada—. ¿Qué diablos te crees que estás haciendo? No te atrevas a besarme delante de toda esta gente.
Gabriel miró el lema que estaba grabado sobre la piedra, encima de su cabeza. AUDEO, sonrió.
—Te equivocas, mi amor. Por supuesto que me atrevo. Y lo que es más, tú me devolverás ese beso porque eres tan imprudente como yo.
Le capturó la boca, besándola con todo el amor que había podido acumular en su vida. Phoebe se abrazó a su cuello y lo besó.
—Creo —le susurró— que me gustaría que nuestro primer hijo se llamara Arturo.
—Por supuesto —aceptó Gabriel, con los ojos llenos de una expresión alegre y cálida—. ¿De qué otra manera podría llamarse? Y cuando tengamos a nuestro Arturo, nos dispondremos a formar toda la Mesa Redonda para que lo acompañe.
—Mientras no te moleste el hecho de que algunos de tus jóvenes caballeros sean mujeres —pensó Phoebe en voz alta.
—En lo más mínimo. —Los brazos de Gabriel volvieron a apretarla—. No voy a fingir que no me asusta la idea de tener varias hijas que se parezcan a su imprudente madre, pero espero poder afrontar el desafío.
—Estoy segura de que lo harás, mi señor. Siempre lo haces.
FIN