Capítulo 5

La marquesa de Trowbridge colocó un delicado bordado en el dobladillo de un pequeño vestido de muselina.

—No es necesario que seas tan fría con lord Kilbourne, Phoebe. Estoy segura de que él pronto te pedirá en matrimonio. Tal vez ahora puedas animarlo sin temor de que nadie piense que eres una atrevida.

Phoebe se sirvió otra taza de té e hizo una mueca de disgusto. Su hermana no lo notó. Meredith estaba demasiado ocupada concentrada en la flor que estaba bordando en el diminuto vestido de su hija.

No era la primera vez que se le ocurría a Phoebe que cualquiera que mirara a Meredith vería un paradigma de esposa y madre. Pero poca gente, fuera del círculo íntimo de la familia, tenía conciencia del sorprendente talento para los asuntos financieros y comerciales que yacía bajo aquella superficie sobrecogedoramente perfecta. Además de ser una devota esposa y madre, era asesora de su marido en muchos de los asuntos financieros de la familia.

La inclinación hacia tales asuntos era moneda común en la familia de Phoebe. Su padre, el conde, era matemático y amaba aplicar sus principios tanto en las inversiones como en sus experimentos científicos. Su hermano, Anthony, vizconde de Oaksley, había heredado la capacidad de su padre. Ahora estaba al frente del imperio de los Clarington, liberando al conde para que éste pudiera concentrarse en sus experimentos.

La madre de Phoebe, Lidia, lady Clarington, era también experta en números. Pero, a diferencia de los demás, prefería aplicar su talento en las mesas de juego de sus amigos. La mayor parte del tiempo ganaba. En ocasiones, sin embargo, no era así. En cualquiera de los casos, se cuidaba de no informar a su marido acerca de sus actividades. Clarington se habría sentido sorprendido al enterarse de la inclinación viciosa que su mujer tenía por los juegos de azar.

Phoebe, la menor de la familia, era la única que no había mostrado capacidad en el campo de las matemáticas o inversiones. Desde muy temprano se había hecho evidente a todos, incluida ella misma, que no había heredado los talentos de la familia.

Los demás la amaban con pasión, pero no sabían muy bien qué hacer con ella. Era diferente, y aquella diferencia con frecuencia sorprendía a todos, salvo a su madre, quien en general parecía no preocuparse por el comportamiento de Phoebe.

Phoebe era el desafío de la familia. Los demás llegaban a conclusiones basadas en la lógica. Phoebe utilizaba la intuición. Leía novelas en tanto los demás estudiaban los resúmenes de la bolsa de valores en The Gentleman’s Magazine. Era imprudente donde los otros eran cautelosos. Era entusiasta donde los otros eran desinteresados o no daban su aprobación. Y era, por supuesto, la menor de la familia.

El resultado había sido una actitud sobre protectora hacia la joven, de parte de toda la familia salvo su madre. Todos pasaban gran parte del tiempo preocupándose por su conducta impulsiva. La actitud se intensificó después del accidente que había sufrido, con el resultado de una herida seria en una de sus piernas.

Este accidente ocurrió por el intento imprudente de Phoebe de salvar a un cachorrito de ser aplastado por un vehículo. Fue Phoebe, no el cachorro, la que terminó debajo de las ruedas del carruaje.

Los médicos le informaron a Clarington de la seriedad del accidente, por el cual su hija menor no volvería a caminar. La familia había quedado devastada por el dolor. Todos sufrieron. Todos se preocuparon al extremo. Todos trataron de mantener confinada a la pequeña Phoebe, de ocho años, en la habitación de un enfermo.

Phoebe, siendo Phoebe, había resistido a aquellos esfuerzos de convertirla en una inválida. Desafió a los médicos, enseñándose en secreto a volver a caminar. Hasta ese día, aún recuerda el dolor de los primeros pasos tambaleantes. Sólo su determinación de no quedar postrada en una cama de por vida habían hecho posible ese esfuerzo. Su familia, desafortunadamente, nunca se recuperó de la impresión de aquel accidente. Para ellos fue solo un incidente, entre otros más memorables, en la serie de hechos que probaban que era necesario proteger a Phoebe de su comportamiento imprudente.

—No deseo que Kilbourne me proponga matrimonio —dijo Phoebe. Levantó los pies calzados con pantuflas y los apoyó en un pequeño escabel, mientras distraída se masajeaba la pierna izquierda, que le dolía un poco por el paseo a caballo que había dado aquella mañana.

—Tonterías. Por supuesto que deseas que te proponga matrimonio. —Meredith dio otra puntada. Era dos años mayor que Phoebe y las dos eran opuestas tanto en apariencia como en temperamento, tal como el día y la noche. Rubia, de ojos azules y tan frágil como una pieza de porcelana, Meredith había sido alguna vez una criatura muy tímida y retraída que se estremecía ante la sola idea del abrazo íntimo que encontraría en el lecho matrimonial.

Años antes, cuando estaba a punto de debutar en sociedad, Meredith le había confiado con mucha seriedad a Phoebe que deseaba tomar los hábitos, a fin de escapar a las demandas de un marido. Phoebe coincidía en que ingresar en una orden religiosa podría ser bastante interesante, siempre que una viviera en una abadía antigua y habitada por espíritus. La idea de tener un encuentro con fantasmas ofrecía, desde luego, atractivo.

También fue muy bueno que Meredith no siguiera sus inclinaciones religiosas, pensó Phoebe. El matrimonio había sido bueno para ella. Hoy Meredith era una mujer feliz y contenta, que revelaba adoración por su servicial marido, el marqués de Trowbridge, y el amor de sus tres preciosos y sanos hijos.

—Hablo en serio, Meredith. No deseo casarme con Kilbourne.

Meredith levantó la vista, con los ojos cristalinos de color azul llenos de sorpresa.

—¡Dios mío! ¿Qué rayos me dices? Es cuarto descendiente en línea directa. Y la fortuna de Kilbourne es por lo menos tan grande como la de Trowbridge. Es desde luego igual a la de papá. Mamá está muy entusiasmada con las posibilidades.

—Lo sé. —Phoebe sorbió el té y miró triste el magnífico tapiz con motivo de cacería que colgaba de la pared—. Sería un triunfo para ella si Kilbourne hiciera la oferta. Tendría a otro yerno rico que le sirviera de banquero privado para cuando no la acompañara la suerte en las mesas de juego.

—Bueno, ambas sabemos que casi no puede pedirle a papá que le cubra sus deudas de honor. Él jamás aprobaría esos juegos. Y tú y yo no podemos continuar ayudándola. Nuestras mensualidades no son lo suficientemente grandes como para cubrir alguna de sus pérdidas… Meredith suspiró. —Sinceramente desearía que no estuviera tan enamorada de las cartas.

—En general, gana.

—Sí, pero no siempre.

—Incluso los jugadores más experimentados tienen algo de mala suerte de vez en cuando. —Phoebe mostraba más compresión con el entusiasmo de su madre por el juego que Meredith. Por su propia experiencia en el mundo de los libros extraños, Phoebe comprendía lo que debería representar en la vida el ser maldecido por costosas pasiones.

Meredith se mordió el labio.

—Me temo que Trowbridge se mostró un poco impaciente la última vez que le pedí que la ayudara a pagar las deudas.

Phoebe sonrió con tristeza.

—Por lo tanto, llegamos a la conclusión del deseo ferviente de mamá por casarme con Kilbourne. Pobre hombre. No tiene la más mínima idea de lo que está a punto de llevarse. Tal vez debería hablarle de la debilidad de mamá por el juego antes de que haga su oferta de matrimonio.

—Ni te atrevas.

Phoebe suspiró.

—Esperaba que mamá y papá hubieran dejado de lado esa idea de casarme. Ya me estoy poniendo algo vieja.

—Tonterías. Veinticuatro no son tantos años.

—Sé honesta, Meredith. Estoy cerca de cumplir los veinticinco, y las dos sabemos que la única razón por la que aún atraigo alguna oferta ocasional a mi edad se debe enteramente al tamaño de mi herencia.

—Bueno, no puedes acusar a lord Kilbourne de estar interesado en ti solamente debido a tu fortuna. Él posee propiedades que van desde Hampshire hasta Cornwall. No necesita casarse para tener dinero.

—Ah, sí. Entonces, ¿por qué está interesado por mí cuando puede hacer su cosecha entre las nuevas bellezas disponibles para esta temporada? —preguntó Phoebe.

Se imaginó a Kilbourne, estudiando la imagen con detenimiento, en un esfuerzo por decidir la razón por la cual ella no se sentía particularmente atraída hacia él.

Kilbourne era alto y distinguido, de fríos ojos grises y cabello castaño claro. Debía admitir que era atractivo, de una forma distante y digna. Dada su estatura social entre la clase alta, él representaba un partido que cualquier madre ambiciosa saborearía con deleite. Era también un auténtico pelmazo.

—Tal vez haya desarrollado una especie de ternura hacia ti, Phoebe.

—No puedo ver la razón de ello. Me parece que no tenemos nada en común.

—Por supuesto que sí lo tenéis. —Meredith eligió otros hilos y comenzó a bordar una hoja de la flor que ya estaba haciendo— ambos pertenecéis a buenas familias, os movéis en los mejores círculos y disponéis de fortunas respetables. Lo que es más, él tiene también una edad adecuada a la tuya.

Phoebe arqueó una ceja.

—Tiene cuarenta y uno.

—Como he dicho, una edad adecuada. Tú necesitas a alguien mayor y que sea más estable emocionalmente, Phoebe. Alguien que pueda ofrecerte una guía con madurez. Sabes muy bien que ha habido muchísimos momentos en los que todos hemos estado desesperados por tu naturaleza impulsiva. Uno de estos días te meterás en mayores problemas de los que puedas manejar.

—Hasta ahora he sobrevivido muy bien.

Meredith elevó una mirada llena de súplica hacia el cielo.

—Por la suerte y la gracia del Todopoderoso.

—No es tan malo como lo pintas, Meredith. De cualquier forma, creo que estoy madurando muy bien sola. Sólo piensa, dentro de pocos años, yo también tendré cuarenta y uno. Si puedo mantenerme lo suficiente, seré tan mayor como Kilbourne lo es ahora y no necesitaré su guía.

Meredith no prestó atención al pequeño intento de burla que hacía Phoebe.

—El matrimonio sería bueno para ti, Phoebe. Uno de estos días debes sentar cabeza. Juro que no puedo comprender cómo puedes contentarte con la vida que llevas. Siempre andando de aquí para allá, buscando esos tontos libros viejos.

—Dime con sinceridad, Meredith, ¿no encuentras a Kilbourne un poquito frío? Siempre que le hablo y lo miro directamente a los ojos, tengo la impresión de que no existe sustancia detrás de ellos. Ninguna emoción cálida, si comprendes lo que quiero decir. No creo que después de todo sienta algo muy fuerte por mí.

—¡Qué cosas más extrañas dices! —Meredith frunció el entrecejo con delicadeza—. No encuentro que sea frío. Lo que sucede es que se trata de un caballero muy refinado. Demuestra que encuentra muy agradable esa cualidad. Tu problema es que has leído demasiado esos libros que coleccionas.

Phoebe sonrió con tristeza.

—¿Crees que es así? —Sí. Todas esas tonterías sobre hidalgos y caballeros andantes que se enfrentan a dragones para ganar el amor de sus damas no puede ser nada bueno para tu cerebro.

—Tal vez no lo sea. Pero es divertido.

—No es para nada divertido —declaró Meredith—. Tu gusto por las viejas leyendas no sólo ha activado tu imaginación, sino que te ha dado una visión no realista del matrimonio.

—No creo que sea falta de realismo el desear un matrimonio que se base en el amor verdadero —dijo Phoebe, tranquila.

—Bueno, lo es. El amor viene después de la boda. Si no, míranos a mí y a Trowbridge.

—Sí, ya sé —asintió Phoebe—. Pero yo no deseo correr ese riesgo. Deseo estar segura de que me caso por amor y que puedo retribuir ese amor, antes de comprometerme a algo tan terriblemente permanente como lo es un matrimonio.

Meredith le echó una mirada cargada de exasperación.

—¿No deseas correr el riesgo? Eso resulta bastante cómico viniendo de ti. No conozco a otra mujer que corra más riesgos que los que tú corres.

—Yo trazo una línea ante un matrimonio que me ofrece un riesgo —dijo Phoebe.

—Casarse con Kilbourne no es un riesgo.

—¿Meredith?

—¿Sí? —Meredith dio otra puntada con precisión exquisita.

—¿Nunca piensas en esa noche en que te escapaste con Gabriel Banner?

Meredith se sobresaltó.

—Oh Dios. Me he pinchado un dedo. ¿Puedes darme tu pañuelo, por favor? Rápido. No quiero que el vestido se manche de sangre.

Phoebe dejó su taza de té y se puso de pie. Le alcanzó el pañuelo de lino a su hermana.

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí, estoy bien. ¿Qué decías? —Meredith dejó a un lado el bordado y se envolvió el dedo con el pañuelo.

—Te he preguntado si alguna vez piensas en Gabriel Banner. Él ahora es conde de Wylde.

—Tengo entendido que ha regresado a Inglaterra. —Meredith tomó su taza y sorbió un poco de té—. Y para contestar tu pregunta, trato siempre de no pensar jamás en los desoladores momentos de aquella noche. ¡Qué idiota que fui!

—Deseabas que Gabriel te rescatase del matrimonio con Trowbridge. —Phoebe se volvió a sentar y colocar sus pies en el taburete. Las faldas de su vestido de muselina de color verde lima brillante se levantaron por encima de los tobillos— recuerdo todo muy bien.

—Deberías —dijo con tono cortante Meredith—. No sólo me animaste a tal tontería, sino que me ayudaste a atar las sábanas que utilicé para descender por la ventana de mi dormitorio.

—Fue tan emocionante. Cuando Gabriel llegó al galope en medio de la noche, pensé que era la cosa más romántica que jamás había visto.

—Fue un desastre —murmuró Meredith—. Gracias a Dios que Anthony descubrió lo que había sucedido y vino detrás de nosotros de inmediato. Te juro, jamás me he sentido tan complacida de ver a nuestro querido hermano en toda mi vida, como aquella noche, aunque estaba furibundo. Para cuando llegamos a las afueras de Londres yo, por supuesto, había recuperado la razón, pero Gabriel aún intentaba salvarme de Trowbridge.

—¿Aún cuando tú ya habías cambiado de idea?

Meredith negó con la cabeza.

—Deberías haber conocido a Gabriel para comprender lo difícil que es hacerle cambiar el curso de acción que ya ha elegido. Cuando le pedí que diera la vuelta con el carruaje y me llevara a casa, él pensó que yo me rendía por temor. Supongo que no puedo culparlo por esa conclusión. Era una chiquilla tímida en aquellos días. Aún no puedo creer lo que en realidad consentí hacer, escaparme con él en primer lugar.

—Tú estabas muy asustada de casarte con Trowbridge.

Meredith sonrió ante los recuerdos.

—Tonta de mí. Trowbridge es el hombre más bueno que una mujer podría esperar tener. El problema era que yo en realidad no conocía ese aspecto. Cielos, sólo había bailado con él en una o dos ocasiones y estaba asustada.

—¿De modo que le pediste a Gabriel que te salvara?

—Sí. —Meredith frunció la nariz—. Desafortunadamente su idea de salvarme era algo diferente de la que yo tenía. Gabriel me aclaró después, cuando estábamos en camino, que tenía intenciones de casarse conmigo en Gretna Green. Naturalmente me sentí horrorizada. No me había dado cuenta de que ése era su plan.

—¿Qué pensaste que deseaba hacer cuando él aceptó salvarte?

—Me temo que no había pensado mucho en eso. Casi sólo pensaba en escapar, y Gabriel era el tipo de hombre al que una por instinto le pide ayuda en una aventura. Me dio la impresión de que podía manejar tales asuntos.

—Ya veo. —Gabriel había aparentemente cambiado con los años, pensó con tristeza Phoebe. Él desde luego no manejó bien ese asunto con el ladrón de Sussex. Sin embargo, debía admitir que su aventura con él había resultado de lo más emocionante.

—Pronto me di cuenta de que, al aceptar escaparme con Gabriel, había saltado de la sartén al fuego —concluyó Meredith.

—¿No te arrepientes de haber regresado a casa aquella noche? —preguntó Phoebe con cautela.

Meredith miró la elegante sala amueblada con profunda satisfacción.

—Le agradezco a Dios cada mañana por la vida de la que escapé en manos de Wylde. No estoy totalmente segura de que papá y Anthony tuvieran razón cuando dijeron que él sólo estaba detrás de mi fortuna, pero estoy convencida de que para mí hubiera sido un marido desastroso.

—¿Por qué? —Preguntó Phoebe, incapaz de cerrar la boca.

Meredith la miró con velada sorpresa.

—No estoy muy segura, para ser honesta. Todo lo que sé es que me atemorizaba. No demostraba tener idea alguna de la conducta de un caballero. Me aterrorizó durante aquel horroroso viaje hacia el norte. A los pocos kilómetros, me disgustó por completo. Yo estaba desecha en lágrimas.

—Ya veo. —Phoebe recordó el breve momento que ella había pasado en brazos de Gabriel. Aunque en aquel momento estaba enojada, no había sentido el más mínimo disgusto por la amenaza que representaba su abrazo.

En realidad, considerando toda la situación, el beso de Gabriel debía considerarlo como el momento de mayor emoción de toda su vida. Phoebe había permanecido sin dormir hasta el amanecer, pensando en aquel fogoso abrazo sensual. Los recuerdos aún la perseguían.

—¿Crees que ahora que ha vuelto a Inglaterra y posee un título comenzará a frecuentar los ambientes sociales? —preguntó con suavidad Phoebe.

—Ruego que no lo haga. —Meredith se estremeció—. Durante los últimos ocho años he temido su regreso. La sola idea es suficiente para acalorarme.

—¿Por qué? Ahora estás a salvo con Trowbridge.

Meredith la miró a los ojos.

—Trowbridge no sabe nada de lo que casi sucedió hace ocho años, y debe seguir todo así.

—Ya me doy cuenta —dijo Phoebe impaciente—. Nadie fuera de la familia sabe nada de eso. Papá acalló todo el asunto muy bien. De modo que ¿por qué tienes temor a la sola idea del regreso de Wylde?

—Porque yo lo creería capaz de humillarnos a todos nosotros por sacar a la luz lo que aconteció aquella noche —susurró Meredith—. Ahora que él tiene título, pronto llamaría la atención de los ricachones, si él comenzara a frecuentar la sociedad.

—Comprendo el punto —murmuró Phoebe. Meredith tenía razón. Como conde, incluso como conde sin fortuna, Gabriel no pasaría inadvertido en sociedad. Si decidía hacer correr chismes sobre la esposa el marqués de Trowbridge, habría muchísima gente que lo escucharía.

—No podría tolerar que se molestara a Trowbridge por lo que yo hice hace ocho años —dijo Meredith, tensa—. Por lo menos estoy segura que se sentiría profundamente herido si se enterara de que yo traté de escaparme para evitar el matrimonio con él. Papá se pondría furioso ante el escándalo público. Anthony podría volver a tener la idea de arriesgar el cuello en otro duelo.

—No creo que sería tan malo —dijo Phoebe—. Seguramente Wylde no andaría con cuentos. Después de todo es un caballero. —Se mordió el labio, al acordarse en silencio para sí de que ella ya no podía estar segura de eso. La pura verdad era que Gabriel había cambiado durante los últimos ocho años. Las ilusiones que de él tenía habían recibido un duro golpe la otra noche en Sussex.

—Wylde no es ningún caballero. Sin embargo, debemos ver el lado bueno. —Meredith tomó su bordado—. Dudo mucho de que intente entrar en sociedad. Nunca le gustó mucho, y no posee dinero para hacerlo.

—Su situación financiera tal vez haya cambiado. —Phoebe frunció el entrecejo, pensativa. Ella sabía muy bien que los ingresos que él recibía por La misión no serían suficientes para permitirle frecuentar la sociedad. Pero estaba todo aquel tiempo que había pasado en los Mares del Sur. Y Gabriel tenía un innegable aire de solvencia.

—Todos saben que no existe fortuna que acompañe el título que ha heredado —dijo Meredith con tono áspero—. No, creo que estamos razonablemente a salvo.

Phoebe pensó en la expresión de Gabriel, cuando él la había liberado y de mala gana la separó de su abrazo después de besarla. A salvo no era la expresión que le venía a la mente.

Muy en su interior, temía que él cumpliera su promesa de encontrarla, devolverle el manuscrito y aceptar la investigación. Pero por igual motivo temía que tal vez no lo hiciese.

Meredith la miró con agudeza.

—Hoy estás de un humor extraño, Phoebe. ¿Se debe a que estás pensando en cómo afrontar el ofrecimiento de Kilbourne?

—Ya lo he decidido. Suponiendo que me hiciera uno.

Meredith suspiró.

—Con seguridad después de todo este tiempo no abrigarás esperanzas de que Neil Baxter regrese milagrosamente a Inglaterra con una fortuna y te tome en sus brazos.

—Sé muy bien que Neil ya hace un año que murió.

—Sí, lo sé, pero no has podido aceptarlo, ¿no es así?

—Por supuesto que sí. Pero temo que su muerte estará en mi conciencia el resto de mi vida —admitió Phoebe.

Los ojos de Meredith se abrieron alarmados.

—No debes decir eso. No tienes nada que ver con esa muerte.

—Ambas sabemos que, si no hubiera sido por mí, Neil jamás habría partido para los Mares del Sur en busca de fortuna. Y, si no hubiera ido a las islas, no lo habrían matado.

—Dios mío —susurró Meredith—. Tenía esperanza de que hubieras enterrado tu tonto sentido de la responsabilidad. Neil eligió su propio destino. No debes continuar culpándote.

Phoebe sonrió con pesar.

—Más fácil de decir que de hacer, Meredith. Creo que el hecho de que lo considerara un amigo, no un potencial marido, es lo que hace que todo sea muy difícil. Él jamás aceptó que todo lo que yo deseaba de él fuera sólo amistad.

—Recuerdo cómo se llamaba él mismo tu Lancelote y cómo proclamaba que se había puesto a tu entero servicio. —Había una fuerte desaprobación en la voz de Meredith—. Era algo atractivo. Puedo aceptarte eso. Pero, a no ser por su apariencia, no sé lo que le viste.

—Bailaba conmigo.

Meredith la miró azorada.

—¿Bailaba contigo? ¿Qué quieres decir con eso?

Phoebe sonrió con tristeza.

—Ambas sabemos que muy pocos hombres alguna vez me piden para bailar. Temen que sea una pareja torpe por lo de mi pierna.

—Ellos no desean que pases un mal rato en la pista de baile —dijo Meredith con firmeza—. No te piden para bailar por pura consideración de caballeros.

—Pamplinas. Ellos no desean verse humillados al ser vistos con una pareja torpe. —Phoebe sonrió recordando—. Pero a Neil le importaba un comino lo que podía mostrar en la pista de baile. Me hacía bailar el vals, Meredith. En realidad bailaba el vals conmigo. Y no le importaba que yo cometiera alguna torpeza. En lo que a mí concierne, él de verdad era mi verdadero Lancelote.

La única forma como encontraría paz de conciencia, sabía Phoebe, sería sólo encontrando al asesino de Neil. Le debía mucho. Así, entonces, tal vez podría dejar el pasado en paz.

—Phoebe, con respecto a lo que sientes por Kilbourne, te ruego que esta noche te vistas con un color más tenue. No existe razón alguna para molestarlo con uno de tus vestidos extravagantes.

—Tenía pensado ponerme mi nuevo vestido de seda color verde pálido y naranja —dijo Phoebe pensativa.

—Me lo temía —dijo Meredith.

—¿Por casualidad, mi señor, ha leído usted La misión? —Phoebe levantó la mirada hacia Kilbourne mientras él la conducía con tranquilidad hacia el salón de baile, donde acababan de comer el bufé frío. De puro aburrida, Phoebe se había comido tres langostas y también helado.

—Dios, no. —Kilbourne sonrió con una de sus sonrisas más condescendientes. Estaba tan distinguido como siempre, con su traje de noche de inmaculado corte—. Esos cuentos no son de mi gusto, lady Phoebe. ¿No cree que usted ya es un poco mayor para tales lecturas?

—Sí, y en este preciso instante soy más mayor aún.

—¿Perdón?

Phoebe sonrió rápidamente.

—Nada. Ya sabe, todos han leído ese libro. Incluso Byron y el regente. —Principalmente porque ella había hecho que Lacey les enviara ejemplares, pensó Phoebe con astucia. Se había tomado el atrevimiento de hacerlo, pero tuvo suerte. Tanto Byron como el regente habían leído La misión y dijeron a sus amigos que habían disfrutado con su lectura. Cuando corrió la voz, el libro fue catapultado a las alturas del éxito.

Kilbourne debía ser una de las pocas personas en Londres que no había leído el libro de Gabriel.

Siempre que ella se imaginaba el matrimonio con el aparatoso Kilbourne, vislumbraba una vida de irritantes conversaciones tal como la que mantenían en aquel momento. El matrimonio entre ellos dos jamás funcionaría. Sólo deseaba que él no le hiciera el ofrecimiento; de esa forma, ella no estaría obligada a rechazarlo. Qué tormenta de un grano de arena crearía la situación. Toda su familia estaría anonadada.

—Debo decir que estoy sorprendido por la popularidad de una novela tan ridícula. —Kilbourne estudió el salón de baile repleto de gente—. Uno debería pensar que la sociedad tiene cosas más edificantes que hacer con su tiempo que leer tales tonterías.

—Con seguridad no se podrá quejar del tono cuidado que se usa en La misión. Es una historia de aventuras que está inspirada en las ideas de los caballeros medievales. Versa sobre el honor, la nobleza y el coraje. Y debo decirle que el tema del amor lo maneja de una manera muy inspirada.

—En los temas del amor, me imagino que nuestros ancestros fueron tan prácticos como nosotros —dijo Kilbourne—. El dinero, la familia y la propiedad son factores importantes en las alianzas matrimoniales. Siempre lo han sido. Y, en cuanto al honor y la nobleza, bueno, sospecho que tales ideas fueron considerablemente menos refinadas en la Edad Media que en nuestro tiempo.

—Tal vez tenga razón. Pero me parece que lo importante es la idea de la hidalguía. Tal vez jamás haya existido la perfección, pero eso no significa que la idea no debe ser estimulada.

—Todo es una sarta de estupideces solo adecuada para la mente de jovencitas y niños. Ahora, lady Phoebe, tal vez podamos cambiar de tema. Me pregunto si podría hablar con usted en el jardín. —Los dedos de Kilbourne hicieron presión en el brazo de Phoebe—. Hay algo de importancia que deseo hablar con usted.

Phoebe contuvo un gemido que estuvo a punto de proferir. Lo último que deseaba era una conversación íntima, afuera en el jardín, con Kilbourne.

—En algún otro momento si no le importa, mi señor. Creo que allí está mi hermano. Hay algo importante que debo decirle. Por favor, le ruego que me disculpe.

La mandíbula de Kilbourne se tensó.

—Muy bien. La acompañaré donde está su hermano.

—Gracias.

Como único heredero varón de Clarington, Anthony tenía el título de vizconde de Oaksley y estaba en línea directa al título de su padre. Tenía treinta y dos años y una figura fuerte y atlética. Además de su talento natural para las matemáticas y los negocios, había heredado de su padre el cabello rubio y la fuerte complexión ósea.

Anthony también heredó la fría seguridad aristocrática que provenía de saber que descendía de varias generaciones de hombres ricos, de buena cuna y gran poder.

A Phoebe le gustaba mucho su hermano, pero no podía negar que Anthony podía ser casi tan autocrático y sobre protector como el mismo Clarington. Toleraba ambos aspectos con buen humor, en su mayor parte, pero había ocasiones en las que las actitudes abiertamente sobre protectoras hacia ella era más de lo que podía tolerar.

—Por fin, Phoebe. Me preguntaba dónde estabas. Buenas noches, Kilbourne. —Anthony le saludó con un movimiento gentil de cabeza.

—Oaksley. —Kilbourne inclinó la cabeza con amabilidad—. Su hermana dice que tiene un mensaje para usted.

—¿De qué se trata, Phoebe? —Anthony tomó una copa de champaña, cuando un criado con levita se acercó con la bandeja.

Phoebe pensó rápidamente, buscando algún comentario que pareciera razonable.

—Deseaba saber si tienes planeado ir el jueves a la fiesta de disfraces de los Brantley. Mamá y papá no irán, y tampoco Meredith.

—¿Y tú necesitas un acompañante? —Anthony sonrió comprensivo—. Sé cómo te gustan los bailes de disfraces. Muy bien. Vendré a buscarte a las nueve de la noche. Sin embargo, no podré quedarme. Tengo otros planes para esa noche. Pero no te preocupes, haré arreglos con los Mortonstones para que te traigan en su carruaje. ¿Usted estará allí, Kilbourne?

—No lo tenía en mis planes —admitió Kilbourne—. No me interesan los bailes de disfraces. Si me pregunta, todo ese movimiento de máscara y capa me resulta muy irritante.

Nadie le había preguntado, pensó Phoebe con resentimiento.

—Pero, si lady Phoebe tiene planes de ir —continuó con tono condescendiente— yo, por supuesto, haré una excepción.

—No hay necesidad de que se moleste por mi culpa, mi señor —dijo Phoebe con presteza.

—Será un placer. —Kilbourne inclinó la cabeza—. Después de todo, nosotros los caballeros debemos consentir los caprichos de nuestras damas. ¿No es así, Oaksley?

—Depende del capricho —dijo Anthony. Comenzó a sonreírle a Phoebe y después su mirada se posó en la escalera que descendía hacía el salón de baile, desde el balcón. Su sonrisa se desvaneció al instante—. Bueno, que me maten. —Sus ojos azules se tornaron como el hielo—. Entonces los rumores eran verdad. Wylde está en la ciudad.

Phoebe quedó petrificada. Los ojos volaron hacia la escalera alfombrada de rojo. Gabriel estaba allí.

Casi no podía respirar. Con seguridad no la reconocería. No era posible que hubiera tenido aquella noche en Sussex una visión clara de su rostro a la luz de la luna. No había tenido forma de descubrir su nombre.

Sin embargo, estaba allí. Justo aquí en el mismo baile que ella. Debía ser coincidencia. Al mismo tiempo sabía en lo más profundo de su corazón que no podía ser coincidencia.

Phoebe lo observó con azorada fascinación mientras bajaba las escaleras hacia la multitud. Había una arrogancia peligrosa en toda su persona. El estómago de Phoebe crujió por la emoción. Tal vez no debería haber comido tanta langosta, pensó.

Gabriel estaba vestido todo de negro, con una corbata brillante de color blanco sobre una camisa plisada que hacía contraste. El color blanco le sentaba bien. Realzaba la furia de sus rasgos aguileños y la gracia felina de sus movimientos. Los cabellos color del ébano brillaban bajo las luces de la araña.

En aquel momento, Gabriel recorrió con la mirada el salón colmado de elegante gente y capturó la mirada de ella.

Sabía quién era ella.

La emoción la traspasó. La única razón por la que Gabriel podría estar aquí esta noche era porque había decidido aceptar la misión que ella le había encomendado.

Había encontrado a su caballero.

Existían algunos problemas potenciales para tener la seguridad. A juzgar por su reciente experiencia con él, se vio obligada a llegar a la conclusión de que la armadura de Gabriel necesitaba mucho lustre, por no hablar de sus modales y actitud.

Pero, ante el alivio de verlo, Phoebe no tenía intenciones de amargarse por detalles tan triviales. Los caballeros no abundaban en estos días. Ella trabajaría con lo que tenía disponible.