Capítulo 11
—Lo siento —dijo Monk en voz baja. Estaban sentados en la sala—. Quería estar mejor informado antes de contártelo. Esperaba descubrir lo suficiente para decir que en ningún momento habrías podido hacer nada.
Hester permanecía completamente inmóvil, como si estuviese congelada. Las lágrimas le asomaban a los ojos, y estaba furiosa consigo misma porque podían ser debidas tanto al sentimiento de culpa, al abrumador fracaso, como al dolor por la muerte de Hattie. ¿Tan acostumbrada estaba a ver morir a mujeres de la calle, incluso a muchachas, mucho antes de que perdieran su lozanía y fueran víctimas de las enfermedades? Llegaban heridas, y le constaba que las más de las veces las curas solo serían temporales.
Pero Hattie había confiado en ella. El propio Monk había confiado en que mantuviera a Hattie a salvo.
—Lo siento —susurró Hester—. Tendría que haber sido capaz de protegerla. Me figuro que además eso desmontará la causa y que Ballinger saldrá libre. Sin el testimonio de Hattie habrá lugar para una duda razonable, y Rupert volverá a resultar sospechoso. ¡Oh, maldita sea!
Tenía ganas de llorar sin tapujos, de permitirse sollozar y renegar como había oído hacerlo a los soldados, diciendo palabrotas que Monk jamás había oído y que preferiría que no supiera que ella las había dicho alguna vez, y menos aún que las recordaba.
Sin embargo, no había tiempo para eso, y debía emplear sus energías en asuntos mucho más urgentes. Una de las peores cosas que tendría que hacer sería contárselo a Scuff, porque estaba con ella cuando conoció a Hattie. Ya eran más de las nueve de la noche, pero por la mañana apenas habría tiempo. Tendría que quedarse con él, valorar con mucho cuidado cuánto consuelo ofrecerle. No sabía cómo se lo tomaría. Había crecido en los muelles y sin duda había visto la muerte muchas veces, quizás incluso la de personas a las que conocía. El modo en que reaccionara ella lo marcaría, tal vez de por vida. No debía mostrar miedo, pero tampoco permitir que pensara que no le importaba.
Monk estaba diciendo algo. Hester levantó la vista y vio la inquietud que reflejaban sus ojos.
—Perdona —dijo Hester con ternura—. No te he oído. ¿Qué decías?
—¿Quieres que se lo cuente a Scuff? Tarde o temprano, tendrá que saberlo.
—No —dijo Hester, negando con la cabeza—. Bastante tienes que hacer. Debes descansar. Se lo contaré yo y me quedaré con él. Además, si necesita llorar, podremos hacerlo juntos. —Sonrió y las lágrimas le resbalaron por las mejillas—. Conmigo se atreverá a hacerlo, y todo irá bien.
Se levantó y dio media vuelta para irse.
—¡Hester!
Hester volvió la vista atrás.
—¿Sí?
Pensó que iba a darle las gracias, y no quería que se lo agradeciera. No era como si le hubiese hecho un regalo.
—Te quiero —dijo Monk en voz baja.
Hester inspiró entrecortadamente, haciendo acopio de todas sus fuerzas para no correr a abrazarse a Monk y dar rienda suelta al llanto.
—Ya lo sé. Si no fuese así, ¿crees que podría hacer todo esto?
Y sin aguardar a que respondiera, subió a despertar a Scuff para decirle que Hattie había muerto.
Llamó a la puerta porque siempre lo hacía. Scuff debía tener un lugar donde nadie entrara sin su permiso. Tal como esperaba, no hubo respuesta. Giró el picaporte y entró. La lámpara de la mesilla todavía estaba encendida. Debía tener suficiente luz para ver por si se despertaba. No debía pasar por ese primer momento de pavor al no saber dónde se encontraba, imaginando la sentina del barco de Jericho Phillips, ni siquiera un instante.
—Scuff —dijo Hester a media voz.
No se movió. Hester veía su cabeza en la almohada, el pelo revuelto, todavía húmedo del baño.
—Scuff —repitió, levantando un poco la voz.
Scuff se movió y, cuando Hester le habló por tercera vez, abrió los ojos y se incorporó, sujetando el camisón con una mano.
Hester se acercó y se sentó en el borde de la cama para verle la cara a la luz de la lámpara.
—¿Qué pasa? —preguntó Scuff, fijándose en sus lágrimas—. ¿Qué ha ocurrido?
Scuff percibió la aflicción de Hester al instante y le entró miedo. Hester se dio cuenta, con una aguda punzada de dolor, de hasta qué punto el mundo de Scuff formaba parte del suyo.
—Hattie ha muerto —contestó Hester, para que el chico no temiera que le hubiese sucedido algo a Monk—. La mataron. William acaba de decírmelo. Quería esperar hasta saber cómo ocurrió exactamente, pero hoy se ha hecho público en el juicio.
Scuff pestañeó.
—¿La mataron? —Tragó saliva, luego alargó el brazo y puso una mano encima de la de Hester, tan levemente que ella más que notarla la vio—. No llores por ella —susurró Scuff—. Estaba claro que iba a acabar mal. Así no sufrirá tanto. Deprisa. Como cuando te arrancan una muela porque lo necesitas.
Hester tuvo ganas de abrazarlo, pero eso sería importunarlo en demasía. Los abrazos no le gustaban a todo el mundo.
—Tienes mucha razón —dijo Hester, enojada consigo misma porque le temblaba la voz—. Pero aun así quiero saber cómo se marchó de la clínica y quién la ayudó. ¿Entiendes?
Scuff asintió, sin dejar de mirarla a los ojos, todavía presa del miedo. Si Hester flaqueara, aunque solo fuese ligeramente, las dudas volverían a asaltarlo, minando su valentía.
—¿Crees que alguien se la llevó? —preguntó Scuff.
—No, me parece más probable que la engañaran, que le dijeran que estaría a salvo o que le contaran alguna otra mentira. Quiero saber quién lo hizo, porque no volveré a confiar nunca más en esa persona. —¿Resultaba demasiado extremo, como si nunca perdonara un error? ¿Le haría temer que si cometía una equivocación perdería su amor para siempre?—. Siempre y cuando lo hiciera a propósito, por supuesto —agregó.
—¿Cómo la mataron? —susurró Scuff.
—Deprisa —contestó Hester—. Confío en que ni se enterase de lo que ocurría.
—¿Igual que a Mickey Parfitt?
—Sí, exactamente igual.
—¿Lo hizo la misma persona que acabó con él?
—Sí, estoy casi segura. La encontraron en el agua, igual que a él, y muy cerca del mismo lugar.
—¿No está preso el señor Ballinger?
Scuff se tapó con el cobertor.
—Ahora sí, pero no lo estaba cuando mataron a Hattie. Aunque Rupert Cardew tampoco.
Scuff abrió mucho los ojos.
—¿Piensas que la liquidó él?
—No, en absoluto. Pero es posible que hagan que lo parezca para liberar al señor Ballinger.
—Te cae bien el señor Cardew, ¿verdad?
—Sí. Pero eso no tiene nada que ver. Al menos, no debería.
Scuff se quedó desconcertado.
—¿Dejaría de gustarte si lo hubiese hecho él?
La mano de Scuff seguía apoyada en la suya, como si la hubiese olvidado. Hester puso cuidado en no moverse.
—A lo mejor me seguiría gustando. No dejas de apreciar a las personas, o incluso de amarlas, porque hayan hecho algo horrible. Supongo que antes intentas comprender por qué lo han hecho. Y es muy distinto cuando lo lamentan, cuando se arrepienten de veras. Aunque eso no significa que no tengan que pagar por ello, o enmendarlo en la medida de lo posible. Para ser justos, el bien y el mal deben ser idénticos para todo el mundo.
Scuff asintió.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Descubrir lo que ocurrió.
—¿Mañana?
—Sí. Disculpa que te haya despertado para contártelo, pero por la mañana quizá no haya tiempo… y…
Scuff aguardó, entrecerrando los ojos.
—He querido decírtelo ahora —concluyó Hester.
Scuff apretó los labios.
—Pensabas que iba a llorar.
Estaba a punto de hacerlo, y enojado consigo mismo.
—No —le dijo Hester—. Pensaba que lo haría yo. ¡Y aún es posible que lo haga!
Scuff le sonrió de oreja a oreja, como si fuese algo divertido, y dos grandes lagrimones le resbalaron por las mejillas.
Esta vez sí que lo tomó entre sus brazos. Al principio, Scuff simplemente se dejó abrazar, pero de pronto correspondió al abrazo, estrechándola con fuerza, aferrándose a ella y hundiendo la cabeza en su hombro, entre los mechones de pelo que se le habían desprendido de las horquillas.
Por la mañana Monk regresó al tribunal y Hester y Scuff se dirigieron a la clínica.
—No tiene por qué estar aquí —dijo Squeaky en cuanto Hester abrió la puerta de la habitación donde estaba trabajando, sentado a una mesa cubierta de recibos—. Y tú tampoco —agregó, dirigiéndose a Scuff.
—Al contrario —respondió Hester—. Y Scuff puede ayudarme. —Su tono de voz no aceptaba discusión ni evasivas—. Quiero averiguar qué ocurrió exactamente con Hattie Benson, por qué se marchó de aquí y quién le dijo algo para instarla a marcharse.
Squeaky la miró con desaliento.
—De nada servirá. Tal vez le mintió. ¿Se le ha ocurrido pensarlo?
—Sí, y no creo que fuera así. Ayer salió a colación en el juicio, Squeaky. La asesinaron, exactamente de la misma manera que a Mickey Parfitt; estrangulada y arrojada al río, cerca de Chiswick.
—¡Dios Todopoderoso, mujer! —explotó Squeaky—. ¿Cómo se le ocurre decir algo semejante delante del niño? ¡A veces tiene el corazón más frío que el hielo, la verdad!
Scuff dio un paso al frente con los puños cerrados, fulminando a Squeaky con la mirada.
—¡No te atrevas a hablarle así, maldito gusano! No le llegas ni a la suela de los zapatos…
Hester pensó en retenerlo, pero decidió no hacerlo. No podía arrebatarle el derecho a defenderlos, aunque tuvo que morderse el labio para disimular su sonrisa.
Squeaky retrocedió un poco, inclinándose hacia atrás sin levantarse de la silla.
—No vales ni para… —prosiguió Scuff. Entonces tomó aire y miró a Squeaky con repugnancia—. ¿Crees que soy un niño de teta y que no se me puede decir la verdad? ¿Tienes que fingir si piensas que puedo oírte?
Squeaky lo meditó unos instantes.
—Has acertado de pleno, eres peor que un gato salvaje —opinó—. Me guardaré mucho de defenderos, más bien me protegeré de vosotros dos. —Se volvió hacia Hester con un extraño brillo en los ojos, una especie de humor contenido, como si estuviera contento pero no quisiera que se dieran cuenta—. ¿Y cómo piensa averiguar quién llevó a Hattie hasta la puerta y la echó a la calle, eh?
—Voy a preguntar —contestó Hester—. Comenzaremos por establecer quiénes estaban aquí, cuándo llegaron y qué hicieron, con toda exactitud.
—Igual que la maldita policía —dijo Squeaky con desdén.
Hester agarró a Scuff justo cuando iba a arremeter contra Squeaky otra vez con los puños cerrados.
—Sí —respondió Hester—. Así es. ¿Qué se esperaba? ¿Que primero preguntaría con buenos modales a diestro y siniestro si tendieron una trampa a Hattie para que la asesinaran?
—Me figuro que querrá que lo ponga todo por escrito, ¿verdad? —dijo Squeaky en tono acusador—. No me culpe a mí si todas se enfurruñan y le dan la espalda.
A Hester se le ocurrieron varias réplicas, pero se las tragó antes de soltarlas. Necesitaba su ayuda.
—¿Quién estaba aquí aquel día?
—¿Cree que me acuerdo? —repuso Squeaky.
—Creo que sabrá exactamente quiénes estaban aquí, qué servicios prestaron y cuánto comieron —contestó Hester—. En caso contrario, me llevaría un buen chasco a propósito de su competencia.
Squeaky sopesó aquello unos instantes, dilucidando su verdadero significado. Luego decidió tomarlo como un cumplido, sacó sus libros del cajón del escritorio y buscó la página correspondiente al día de la desaparición de Hattie.
Scuff lo observaba fascinado.
—¿Lo tiene todo ahí, en esos garabatos? —le susurró a Hester.
—Sí. Es maravilloso, ¿verdad? —contestó Hester.
Scuff la miró con el rabillo del ojo. Hester todavía no lo había convencido de que era necesario aprender a leer. Hacía algún tiempo que no le decía nada al respecto. Sabía contar. Consideraba que con eso bastaba.
Squeaky leyó quién estaba de turno y quién llegó aquella mañana y a qué hora. También hizo una lista de las tareas que llevaron a cabo y si, en su opinión, eran merecedores de agradecimiento por sus esfuerzos.
Hester tomó un par de notas en un trozo de papel, pidiéndole prestado el lápiz para hacerlo, y se dispuso a interrogar a cada persona por separado.
Al principio se ponían a la defensiva, figurándose que les censuraban su manera de trabajar y temerosas de perder la seguridad que les conferían la comida y un lugar donde dormir.
Scuff la siguió casi todo el rato, como si estuviera protegiéndola, aunque no sabía de qué.
—Miente —dijo con indiferencia después de interrogar a una muchacha en la lavandería, que iba arremangada y tenía las manos enrojecidas por el agua caliente y el jabón cáustico necesario para lavar las sábanas que las enfermas y las heridas manchaban.
—Lo comprobaremos hablando con Claudine —contestó Hester—. Para ti, la señora Burroughs. Ella sabrá si Kitty estaba aquí o no.
—No estaba —le dijo Scuff—. Apuesto que estaba en la puerta de atrás, haciendo algo que no debía. ¿Vas a echarla?
—No —dijo Hester de inmediato—. A no ser que le hiciera algo a Hattie.
—Oh.
Hester lo miró un momento y vio que sonreía.
Interrogó a otras dos mujeres: pacientes que aún no estaban en condiciones de marcharse, pero capaces de ayudar en la cocina o limpiando. Sus declaraciones contradijeron la de Kitty y la de otra mujer.
Encontraron a Claudine en la despensa, comprobando las existencias. A primera vista parecía que había una buena provisión de alimentos básicos como harina, legumbres, cebada, gachas de avena y sal. Otras cosas, como las ciruelas pasas y el azúcar moreno, comenzaban a escasear.
Claudine sonrió cuando vio el ojo de Hester reflejado en un tarro medio vacío de mermelada de ciruela y luego los de Scuff, abiertos de asombro ante lo que para él representaba un suministro de lujos para toda una vida.
—Después te daré una tostada con mermelada, si te portas bien —dijo Claudine a Scuff.
Hester le dio un golpecito.
—Gracias —dijo Scuff enseguida.
—A no ser que prefieras un trozo de bizcocho con pasas —agregó Claudine. Le brillaban los ojos, como si estuviera conteniendo la risa.
—Sí —dijo Scuff al instante. Enseguida miró a Hester—. Me encantaría, muchas gracias.
Hester refirió a Claudine la discrepancia entre los relatos de quienes estuvieron trabajando en la clínica el día que Hattie despareció.
Claudine ya se había hecho cargo de que era un asunto importante.
—Esto no puede ser —convino con Hester. Se volvió hacia Scuff—. Si vas a la cocina encontrarás a Bessie. Dile de mi parte que puedes tomar un pedazo de bizcocho del tercer bote. No te olvides, el tercer bote. Así ella sabrá que le dices la verdad. Nadie más sabe que está ahí.
Scuff tomó aire y volvió a soltarlo.
—Lo tomaré después —contestó, acercándose un paso a Hester—. Ahora le dirá quién abrió la puerta y dejó salir a Hattie para que la mataran. Tengo que quedarme. Gracias.
Claudine lo miró, y luego miró a Hester.
—¿Lleva razón?
Hester asintió.
—Me temo que sí. Hattie tenía instrucciones precisas de no salir bajo ningún concepto, ni siquiera a las salas principales donde otras personas vienen y van. Sabía que corría peligro y estaba muerta de miedo, por si la mataban de la misma manera que mataron a Mickey Parfitt.
Claudine adoptó un aire compungido.
—¿Y lo hicieron?
—Sí. Claudine, tengo que saber quién la convenció para que saliera.
—¿De qué servirá? —preguntó Claudine—. Ya no hay manera de ayudarla.
—Todo indica que no fue más que un comportamiento estúpido, pero si la hicieron caer en una trampa a propósito, es preciso que ate cabos. El juicio está yendo mal. Da la impresión de que no se va a demostrar nada, y Ballinger saldrá libre de cargos, amparado por una duda razonable. Volveremos a estar donde empezamos.
Se guardó de agregar que el comercio de pornografía se reanudaría exactamente igual que antes, en cuanto el hombre que movía los hilos sustituyera a Mickey Parfitt, aunque temía que callárselo no engañaría a Scuff por mucho tiempo.
Claudine la miró, con ojos súbitamente cansados y amargamente desdichados.
—Entonces será mejor que pregunte a lady Rathbone. Estuvo aquí aquella mañana, trabajando en la lavandería y el cuarto de las medicinas, comprobando las existencias. Ella sabrá quién está mintiendo.
Hester se quedó anonadada.
—¿Margaret estuvo aquí?
La expresión de Claudine era indescifrable.
—Sí.
—¿Cuánto tiempo?
—Más o menos una hora, que yo sepa.
Claudine la miraba de hito en hito. Parecía apenada.
—¿En la lavandería?
—Sí. Hester… dudo mucho que alguna de las mujeres de la clínica le mienta. Dejando aparte gratitud y quizás el miedo a perder el derecho a recibir atención médica en el futuro, ¿por qué iban a hacerlo? Y menos sobre algo así. Mentirían a cualquiera sin pensárselo dos veces para protegerla a usted, pero esto no. Todas saben que quería que Hattie estuviera a salvo.
Hester sabía que era verdad. Era Margaret quien tenía motivos para temer el testimonio de Hattie. Solo que Hester jamás se habría figurado que hiciera algo semejante. De hecho, para que Hattie regresara a Chiswick y acabara en el río, Margaret tuvo que hacer algo más que limitarse a dejarla salir de la clínica.
—¿Lo hizo ella? —preguntó Scuff, mirando a Claudine y a Hester alternativamente.
—Matarla, no —dijo Hester enseguida—. Pero sí, parece que ella se la llevó de aquí.
—Y entonces, ¿quién la mató? —insistió Scuff, con la mirada incrédula.
—No lo sé —contestó Hester—. No sé qué hizo exactamente ni qué tenía en mente que ocurriera. Pero pienso averiguarlo. —Se volvió hacia Claudine—. Gracias. Creo que será mejor que no diga nada a nadie más, aunque pregunten. Por favor.
—Por supuesto que no.
Claudine pareció ir a decir algo más, pero cambió de opinión. Hester supuso que sería alguna clase de advertencia y, a juzgar por la amable preocupación de su semblante, una muestra de solidaridad. Correspondió a su sonrisa sin que fueran necesarias las palabras.
Tras una breve y acalorada discusión con Scuff en la que le dijo que no iba a acompañarla, Hester lo metió en un coche de punto y pagó al conductor para que lo llevara a la Comisaría de Policía de Wapping. Le dio el dinero del pasaje del transbordador para que se fuera a casa y se marchó a los juzgados.
La acera estaba abarrotada de curiosos que aguardaban ansiosos cualquier novedad sobre lo que ocurría en el interior. Gracias a la ayuda de un ujier que la conocía consiguió entrar. La escoltó a través del vestíbulo, haciendo uso de su autoridad, hasta llegar a la puerta de la sala.
No tuvo que aguardar mucho, solo unos pocos minutos de la disertación de Winchester, y entonces el juez levantó la sesión hasta después del almuerzo. Hester fue zarandeada por el gentío que salía de la sala, primero desde el fondo de la galería y, finalmente, desde la parte delantera. Vio a lord Cardew, pálido y como si hubiese envejecido una década en las pocas semanas desde la última vez que lo había visto. La avergonzó sentirse tan aliviada de no ser vista por él. ¿Qué podía decirle para mitigar el sufrimiento que debía de estar padeciendo? ¿Cuánto coraje le costaba salir de su casa para ir a sentarse allí, mientras el horror devenía cada vez más insondable y la duda recomía todo lo que antaño fuera limpio y seguro?
Entonces vio a Margaret y a su madre, la una al lado de la otra, justo detrás de otras dos parejas, pálidas y tensas. No miraban a derecha ni a izquierda, como si no vieran a nadie. El parecido entre las mujeres, la forma de la cara, la curva de las cejas, la llevó a pensar que eran las hermanas de Margaret y sus respectivos maridos.
Pero era con Margaret con quien tenía que hablar, y a solas.
Dio un paso al frente, bloqueando el paso a la señora Ballinger. Fue un gesto descortés, pero no tenía una alternativa mejor.
La señora Ballinger se detuvo en seco, con expresión alarmada. Margaret solo vaciló un instante y, haciéndose cargo de la situación, se volvió hacia su madre.
—Mamá, al parecer Hester tiene que hablar conmigo. Debe de haber ocurrido algo en la clínica…
—¡Eso puede esperar! —dijo la señora Ballinger entre dientes—. Es inconcebible que pueda tener alguna importancia para nosotros, ahora.
—Mamá…
—¡Margaret, por mí como si un incendio ha arrasado la maldita clínica! ¿Acaso espera que acarreemos cubos de agua?
Se volvió hacia Hester y la fulminó con la mirada.
—Se trata de algo relacionado con las pruebas, señora Ballinger —explicó Hester, haciendo un gran esfuerzo para no levantar la voz y ser educada—. Preferiría no informar al señor Winchester, pero no tengo otra alternativa.
Los últimos vestigios de color abandonaron el rostro de la señora Ballinger.
—¿Me está amenazando, señora Monk?
Hester notó que estaba montando en cólera.
—Estoy intentando que me preste atención, señora Ballinger. O, para ser más exacta, que lo haga Margaret. Lo que hay en juego es más importante que sus sentimientos.
Margaret agarró el brazo de su madre un momento.
—Me reuniré contigo cuando comience la sesión, mamá. Ve con Gwen y Celia. —Y sin aguardar la respuesta de su madre, le soltó el brazo y se volvió hacia Hester—. Será mejor que vayamos a las dependencias de Oliver. Sea lo que sea lo que tengas que decirme no hay por qué dar un espectáculo aquí fuera. Ven conmigo.
Acto seguido, caminando con tanto brío como pudo entre la gente que todavía circulaba por los pasillos, la condujo hasta la habitación que el juzgado ponía a disposición de Rathbone durante el juicio, para que guardara sus papeles y hablara con quien fuese preciso. El secretario reconoció a Margaret, a quien dejó pasar sin hacer preguntas, así como a Hester, dado que obviamente iban juntas.
Margaret dio media vuelta en cuanto la puerta se cerró.
—Bien, ¿qué ocurre? Después de las acusaciones de tu marido contra mi padre, supongo que no esperarás que me alegre de verte, ni que crea que tengas presente mi bienestar.
No hacía tanto que habían sido amigas íntimas, compartían anécdotas, sueños, incluso la excitación del cortejo de Rathbone y el anhelo de que finalmente se declarase a Margaret. Nunca lo había dicho abiertamente, pero durante un tiempo Margaret temió que Rathbone siempre fuese a amar a Hester, y que en secreto imaginaba que ella lo habría hecho más feliz. Tardó una temporada en darse cuenta de que no era verdad.
Ahora estaban enfrentadas a pocos metros una de la otra en la pequeña habitación con su mesa, sus sillas y sus librerías, como si estuvieran en otro mundo.
No había tiempo que perder con evasivas, ni intentando allanar el camino para alcanzar alguna clase de entendimiento.
—Estuviste en la clínica la mañana en que Hattie Benson se marchó —dijo Hester.
Margaret estaba muy tiesa y con un leve rubor en las mejillas.
—¿Has venido hasta aquí para decirme eso? —dijo sorprendida—. Habéis perdido a vuestro testigo. Me consta. No testificará para salvar a tu amigo. Aunque la idea de que puedas ser amiga de Rupert Cardew me resulta inconcebible. Por otra parte, no estabas en la sala y eso quizá valga como excusa. Te aseguro que has depositado tu lealtad en quien no la merece.
Toda suerte de réplicas amargas acudieron a los labios de Hester, en concreto sobre la lealtad, pero no las dijo en voz alta. Rompería el frágil hilo de comunicación que existía entre ellas, y necesitaba saber la verdad.
—Quiero saber qué le ocurrió a Hattie, Margaret, eso es lo único que me importa ahora mismo. Prometí cuidar de ella. Quiero saber por qué fallé, dejando al margen lo que podría haber dicho en el estrado.
—Lo que podría haber dicho es que te mintió —contestó Margaret—. Fuiste bondadosa con ella y quiso complacerte. Me figuro que también tenía una idea bastante clara de dónde residían sus intereses con vistas al futuro, si alguna vez caía enferma, resultaba herida o necesitaba tu ayuda para resolver cualquier problema. Y no sería la primera en mentir para complacer a la policía, bien sea por miedo, por sed de venganza o, simplemente, porque es más fácil que oponer resistencia. Sabes tan bien como yo que las mujeres de la calle sobreviven complaciendo a los demás, con frecuencia a quienes más temen. —Esbozó un gesto, medio de compasión, medio de repulsa—. Saben lo que quiere la gente y se lo dan. Ese es su negocio.
Hester meneó la cabeza levemente, como para apartar algo.
—¿Eso es lo que piensas de ella, solo que es alguien que miente para complacer?
—Oh, por el amor de Dios, Hester, no me vengas con pretensiones de superioridad moral. Ha llegado la hora de la verdad. Sí, eso es lo que pienso de las chicas como Hattie. Quizá yo no habría sido mejor si hubiese tenido la mala suerte de nacer donde ellas. Pero no fue así. Tuve buenos padres, buena salud, buenos ejemplos que seguir, y me casé con un buen hombre. Demuestro mi gratitud por todo ello prestando servicios a los menos afortunados, pero el sentimentalismo no me ciega en lo que atañe a su naturaleza o sus debilidades. A veces creo que a ti sí.
Hester fue presa de tal enojo que se quedó atónita. Aguardó un momento, temblando un poco.
—Supongo que ambas pensamos cosas poco favorecedoras de otras personas —dijo casi entre dientes—. O directamente crueles. Quiero saber por qué llevaste a Hattie hasta la puerta y te quedaste viendo cómo salía, cuando te constaba que la tenía en la clínica para que estuviera a salvo y pudiera testificar en el juicio. ¿Por qué lo hiciste?
—Pareces un policía —dijo Margaret, torciendo la boca con desdén—. Te das unos aires que no te corresponden. Cedí parte de mi tiempo a la clínica porque creía en el trabajo que hacías allí. No soy tu criada para responder a tus preguntas.
—O te pregunto yo o lo hará William —dijo Hester con gravedad.
—Pues que lo intente William —le espetó Margaret—. No tengo que rendirte cuentas de adónde fue Hattie, aun si lo supiera.
—No tienes que decírmelo —comenzó Hester, furiosa consigo misma porque le temblaba la voz.
—Es lo que acabo de decir —dijo Margaret.
—¡Porque ya lo sé! —saltó Hester—. ¡Regresó a Chiswick, dónde la estrangularon y arrojaron su cuerpo al río!
Ahora le tocó a Margaret palidecer y tener dificultades para respirar con normalidad.
—A lo mejor ahora comprendes mi preocupación —agregó Hester con aspereza—. Y también por qué es probable que William te pregunte adónde fue y por qué la acompañaste a la puerta.
Margaret recobró la compostura con cierto esfuerzo.
—¡Es obvio que la mató Rupert! Para que no la llamaran al estrado y dijera que había mentido, que ella no le había robado la corbata. Se la quedó él, como todo el mundo supone, y luego estranguló a Mickey Parfitt con ella porque ya no podía seguir pagando el chantaje. Si no estuvieras tan cegada por tus cruzadas, te habrías dado cuenta desde el principio. Lamento que Hattie tuviera que morir para que te enfrentaras a la realidad.
Hester notaba las uñas clavadas en las palmas de sus manos.
—La auténtica realidad es que Hattie era la única persona que podía absolver a Rupert —contestó—. Y tú la condujiste a la puerta y la dejaste salir a la calle, fuera del lugar donde estaba a salvo, y alguien la mató. Tal vez lo hiciera Rupert Cardew, pero, por esa regla de tres, también pudo haberlo hacho tu padre. Era el único a quien su testimonio habría perjudicado. Y fuiste tú quien la echó de la clínica.
Margaret la miró de hito en hito, pálida como la cera, echando chispas por los ojos.
—¿Estás comparando a mi padre, ¡mi padre!, con Rupert Cardew? Rupert es disoluto, débil y pervertido… un… un hombre vil, a quien por algún motivo inescrutable de tu moralidad, tu memoria o tu necesidad, no pareces capaz de ver cómo es realmente.
—¡Claro que sé que es un hombre débil! —Hester levantaba la voz pese al esfuerzo que hacía por no perder la compostura—. No sé cuán disoluto es, y tú tampoco. Pero la lealtad para con tu padre te impide ver que él también podría ser igual de ávido, cruel y, a su manera, disoluto. Quizá no sea de los que disfrutan viendo cómo violan y maltratan a niños de corta edad, pero ¿acaso es mejor si los hace cautivos y facilita que eso ocurra, de modo que pueda chantajear a los desdichados que lo hacen? ¿Acaso es mejor, más noble, corromper al prójimo que ser un corrupto? ¡Yo pienso que es peor!
—Mi lealtad me lleva a saber que no podría ser verdad —dijo Margaret entre dientes—. Pero tú nunca lo comprenderías. Estabas en Crimea haciéndote la noble salvando a desconocidos cuando tu padre más te necesitaba. Murió solo, sumido en la desesperación, mientras tú buscabas la gloria. Y, por si con eso no bastara, ¿quién consoló a tu madre en su duelo? ¡Tú no! Ni siquiera viniste para su funeral.
Hester se quedó sin habla. Le faltaba el aire. Le dolía todo el cuerpo como si le hubiesen dado una paliza.
—No sabes qué es la lealtad —prosiguió Margaret, aprovechando que tenía ventaja para hurgar en la herida—. Antes me compadecía de ti porque no tenías hijos propios, solo a ese golfillo al que recogiste en el puerto para llenar tu vacío. A la hora de la verdad, no sabes qué es una familia. Eres demasiado egoísta, estás demasiado absorta en tu ideal del amor para saber cómo es en realidad.
Inspiró una bocanada de aire, apartó a Hester de un empujón y salió al pasillo, dejando la puerta meciéndose en sus goznes.
¿Era verdad? ¡Solo en parte! Hester no había tenido ni idea de que su padre estuviera en una situación tan apurada, ni idea de que lo hubieran estafado, mentido y traicionado. El correo tardaba semanas en ir y volver de Crimea, y a menudo estaba fuera de Scutari cuando los barcos procedentes de Inglaterra atracaban.
¿Pudo haberlo sabido? ¿Debió haberlo sabido? Su hermano James se lo había ocultado. Su hermano menor había fallecido en acto de servicio. ¿Había alguna otra cosa que tuviese que haber hecho? Para empezar, ¿tendría que haberse quedado en casa?
¡No! No había obedecido solo a su corazón, sino también a sus creencias, cuando se unió al cuerpo de enfermeras en el infierno de Scutari, así como en los campos de batalla empapados en sangre. Había aliviado el sufrimiento, salvado vidas. Y había amado a su padre más de lo que Margaret llegaría a saber jamás.
Y amaba a Monk. Hubiese querido tener hijos para complacerlo, para darle todo cuanto puede dar el amor, pero ella no suspiraba por tenerlos. Sí, amaba a Scuff. ¿Por qué iba a negarlo? Pero lo amaba por ser como era, no para llenar un vacío personal. Monk le bastaba: compañero, aliado, amante y amigo.
¿Había cometido errores, quizás incluso garrafales? Sí, por supuesto. Pero nunca fruto de la indiferencia.
Permaneció inmóvil, mareada y con la visión borrosa, hasta que estuvo lo bastante serena para regresar a la sala y prestar atención al juicio.
Rathbone combatía por la defensa tal como Hester sabía que lo haría. No tenía elección, ni legal ni emocionalmente.
Llamaba a testigos, que uno tras otro iban describiendo el negocio que regentaba Parfitt, así como a sus acaudalados y disolutos clientes, entre quienes señalaba deliberadamente a Rupert Cardew.
—¿Solo ricos? —le insistió a un testigo, un hombre empalagoso de aspecto taimado, muy erguido en el estrado con las manos a los lados.
—Claro —contestó el hombre—. ¡No sirve de nada chantajear a los pobres!
Se oyeron risitas burlonas en la galería, aunque cesaron de inmediato.
—¿Y los elegantes? —prosiguió Rathbone—. ¿Personajes prominentes?
El testigo le lanzó una mirada fulminante.
—No hay por qué pagar si no tienes una posición que perder. Si eres un don nadie, le dices que se vaya a la mierda y que le venda las fotos a quien le dé la gana.
—Cierto —convino Rathbone sucintamente—. Gracias, gracias, señor Loftus. —Se volvió hacia Winchester—. Su testigo, señor.
Winchester se puso de pie. Se movía con la elegancia de siempre, pero Hester reparó en la palidez de su rostro y en que mantenía una mano con el puño cerrado.
—Señor Loftus, parece estar muy bien informado acerca de todo este asunto. Mucho más, por ejemplo, que yo mismo, pese a haber tenido que aprender cuanto me ha sido posible antes de que comenzara este juicio. ¿A qué se debe, señor?
—Oh, conozco a todo tipo de gente.
Loftus se dio unos golpecitos en la nariz, como dando a entender que poseía un olfato excepcional.
—No dudo que así sea, señor, pero ¿por qué? —insistió Winchester. Esbozó una sonrisa—. Por ejemplo, ¿en qué medida está implicado usted mismo?
Loftus tomó aire, pero entonces vio la mirada de Winchester y a todas luces cambió de parecer.
—Bueno… Veo cosas.
—Ve cosas —repitió Winchester con recelo—. ¿Qué clase de cosas, señor Loftus? ¿Hombres bien vestidos que van y vienen de un barco anclado en el río, tal vez?
—Exacto. Entrada la noche, y créame, no salen a pescar.
Volvieron a oírse risas ahogadas en la galería. Un miembro del jurado se llevó la mano a la boca para disimular su sonrisa.
—¿Entrada la noche? —dijo Winchester amablemente—. ¿A oscuras, entonces?
—Pues claro —dijo Loftus con sorna—. No pensará que van a ir por ahí cuando los pueden reconocer, ¿no? No ha estado escuchando, señor. —Exageró ligeramente la palabra «señor»—. No van allí para nada bueno.
—Demasiado oscuro para que los reconozcan. Y, sin embargo, ¿usted sabe quiénes eran?
Winchester le devolvió la sonrisa, enarcando las cejas inquisitivamente.
Loftus se dio cuenta de que lo había atrapado.
—¡De acuerdo! —dijo enojado—. Echaba una mano de vez en cuando. ¡Solo en el exterior! ¡Nunca hice nada a esos niños!
—Ayudaba en el exterior —repitió Winchester—. ¿Por su buen corazón? ¿O le pagaban en especie, tal vez? ¿Unas cuantas imágenes para que las vendiera? ¿Después de haberles echado un buen vistazo? ¿Quizá para vendérselas a los desdichados que aparecían en ellas, pillados en actos que los arruinarían si sus amigos se enterasen? ¿Por eso está tan seguro de que Rupert Cardew estaba involucrado?
Rathbone se puso de pie.
—¿Podríamos oír no más de dos preguntas a la vez, su señoría? Me resultará difícil saber qué respuesta corresponde a cada pregunta.
De nuevo se oyeron risas nerviosas en la sala.
—Lo siento —se disculpó Winchester—. Mi confusión debe de ser contagiosa. —Miró otra vez a Loftus—. ¿La recompensa por su ayuda, señor, en qué consistía?
—¡Dinero! —dijo Loftus indignado—. Dinero contante y sonante, igual que el suyo.
—Usted no tiene nada de mi dinero, señor Loftus —contestó Winchester con una sonrisa—. Pero dado que sabe que el señor Cardew estuvo allí, sin duda sabrá el nombre de otros clientes. ¿Quién más asistía a… esas fiestas?
Loftus hizo un signo cruzando los dedos sobre sus labios.
—Código de silencio, señor. ¿Entiende? Toda clase de caballeros aficionados a la excitación de lo picante. Podría arruinar a medio Londres si hablara cuando no me toca.
—Por no mencionar sus propios ingresos futuros, ni el beneficio del hombre que mueve los hilos de ese negocio en la sombra y que tendrá que buscar a otro encargado, ahora que Parfitt ha muerto. ¿Podría ser usted, señor Loftus?
De repente en la sala no se oía ni una mosca. Nadie se movía lo más mínimo. Casi se oía respirar a los presentes.
Rathbone se puso de pie.
—Su señoría, el señor Winchester está dando por sentados hechos que nadie ha demostrado. Una y otra vez alude a esa presencia oscura que se oculta detrás de Parfitt, pero nadie ha demostrado que ese personaje exista, y mucho menos que vaya a pagar al señor Loftus.
—Su señoría, alguien envió la carta dando instrucciones a Mickey Parfitt para que estuviera solo en el barco la noche en que murió —señaló Winchester—. Alguien puso el dinero para comprar y acondicionar el barco. Alguien encontró, vigiló y luego tentó a los hombres susceptibles de sucumbir a esos placeres. Alguien les hizo chantaje y empujó al menos a uno de ellos al suicidio y, según parece, a otro al asesinato. Y puesto que el señor Loftus ha jurado que Rupert Cardew era una de las víctimas de ese comercio, y que otros testigos nos han descrito muy gráficamente cómo se rebajó, pasando de mero transeúnte a amigo crédulo, acabando como testigo de escenas de una repugnante degradación, no puede haber sido él. Uno no se chantajea a sí mismo.
El juez lo reconsideró un momento y, al cabo, levantó un pesado hombro con un gesto de resignación.
—El señor Winchester parece estar en lo cierto, sir Oliver. Es poco plausible que el señor Cardew hiciera ambas cosas. O bien era el chantajista o bien fue la víctima que contraatacó.
—Su señoría —Rathbone hizo una reverencia—, me parece que no cabe duda razonable alguna en cuanto a que Mickey Parfitt era un hombre vil que proporcionaba un camino fácil hacia la degradación absoluta, una depravación que sin duda repugna a todas las personas decentes. A cambio cobraba a sus víctimas por partida doble: primero para comprarla y, luego, una segunda vez para evitar caer en la desgracia si se enteraban sus amigos y la sociedad en general. Cómo se las ingeniaba para captar a sus futuras víctimas es algo que desconocemos. Cabe imaginar muchas respuestas. Si en efecto existía un cerebro en la sombra, no sabemos quién es. En lo que a mí respecta, me gustaría verlo ahorcado, y me atrevería a decir que a su señoría también. Ahora bien, ¡me repugna que llevados por la indignación demos rienda suelta a nuestra sed de venganza y ahorquemos al hombre equivocado!
Hubo sonrisas de aprobación. Incluso una voz que gritó su conformidad.
El juez miró en derredor, pero no lo reconvino.
Rathbone dejó pasar un momento para que el público se serenara y luego prosiguió.
—Estamos aquí para juzgar a Arthur Ballinger por el homicidio de Mickey Parfitt. Mi opinión es que a pesar de su elegancia y de su magistral exposición de la vil naturaleza del negocio de Mickey Parfitt, el señor Winchester no nos ha demostrado que el señor Ballinger tuviera algo que ver con ello, ni como inversor ni como víctima.
Miró expresamente al jurado.
—En la próxima jornada me propongo demostrarles el violento y engañoso carácter de otros sujetos implicados indirectamente en este negocio, y lo fácil que habría sido para cualquiera de ellos matar a Parfitt. Les presentaré un puñado de motivos por los que podrían haberlo hecho, mayormente relacionados con la codicia. Tal como ha quedado ampliamente demostrado, hay un montón de dinero que ganar o perder con el chantaje. Se destruyen reputaciones, se arruinan fortunas y se siegan vidas. Tales circunstancias alientan el asesinato.
Hester no se quedó a escuchar. Rathbone presentaría con esmero toda suerte de insinuaciones que enturbiarían todavía más el asunto. Probablemente no intentaría demostrar que Rupert Cardew en concreto fuese el culpable, pero no le resultaría difícil inducir al jurado a creerlo posible, de modo que no condenaran a Ballinger. Entonces todo comenzaría de nuevo, tal vez solo para acabar con más dudas.
Salió a la calle ruidosa por el tráfico de última hora de la tarde como si saliera a otro mundo. Procuró no pensar en lo que significaría para Monk que el juicio terminara con la absolución de Ballinger. Margaret no se lo perdonaría. ¿Qué pensaría la Policía Fluvial? ¿Qué había acusado al hombre equivocado o que había obrado correctamente pero había fallado al presentar las pruebas? En ambos casos habría perdido.
Se obligó a recordar que lo importante era ser justo, no parecerlo. Necesitaba saber qué le había sucedido a Hattie. Si Margaret la había llevado hasta la puerta para sugerirle que se marchara, ¿por qué la había obedecido Hattie? ¿Adónde había ido? ¿En busca de quién? ¿Quién había sabido dónde dar con ella y la había matado para que no testificara? ¿Testificar qué? ¿Que Rupert era inocente? ¿O que era culpable?
Ahora nunca sabrían a quién había dado Hattie la corbata, si en efecto la había robado. ¿Era posible que hubiese sido Rupert, después de todo? ¿Por qué le dolía pensarlo? ¿Era meramente el dolor del desengaño? ¿O la humillación de haberse equivocado? ¿O la desgarradora compasión que le inspiraba su padre?
La mañana siguiente llegó temprano a la clínica y volvió a hacer preguntas para determinar con la máxima precisión posible a qué hora se había marchado Hattie. Hacía un día triste, el cielo encapotado anunciaba lluvia cuando salió a la puerta de la calle y miró a izquierda y derecha. Como siempre, pasaba gente. ¿Quiénes lo harían a diario? ¿Quiénes tenían encargos rutinarios que hacer, como ir a la panadería o a la lavandería, o trabajos a los que acudir?
Era demasiado tarde para los obreros de la fábrica de cerveza Reid’s; habrían comenzado la jornada un par de horas antes. Las fábricas y los talleres llevaban abiertos dos horas como mínimo. ¿Había algún vendedor ambulante? Ninguno a la vista.
Se arrebujó con el chal, fue hasta Leather Lane y luego torció hacia el norte. A un centenar de metros había un vendedor de periódicos que voceaba las últimas noticias con el consabido sonsonete. Para su fastidio, Hester lo interrumpió y le preguntó si había visto a Hattie, describiéndosela con tanta exactitud como pudo. No sabía nada.
Volvió sobre sus pasos y se dirigió al sur, llegando casi tan lejos como a High Holborn, pero nadie había visto a una muchacha que respondiera a la descripción de Hattie.
Desalentada al darse cuenta de que habían transcurrido demasiados días, regresó a Leather Lane y enfiló Portpool Lane a la sombra de la fábrica de cerveza hasta llegar a Gray’s Inn Road, en la otra punta de la calle. Se dirigió hacia el norte y estaba casi a la altura de la iglesia de San Bartolomé cuando vio un tenderete donde vendían bocadillos. Se detuvo y compró uno, no porque tuviera apetito, sino a fin de entablar conversación con el vendedor ambulante. Debía de ser sumamente aburrido pasar todo el día de pie, prácticamente solo, intercambiando una o dos palabras con desconocidos, con la esperanza de venderles algo y la necesidad de hacerlo.
Se comió el bocadillo con gusto. Lo cierto era que estaba muy bueno, y así se lo hizo saber.
El vendedor sonrió enseñando los dientes que le faltaban y le dio las gracias.
—Trabajo calle abajo —dijo Hester señalando con la mano que todavía sostenía parte del bocadillo—. En Portpool Lane.
—Sé quién es —contestó él.
Hester se sorprendió.
—¿En serio?
Estaba casi segura de que la había confundido con otra persona.
—¡Claro! Usted recoge a las mujeres de la calle que se ponen enfermas o reciben una paliza.
Hester no supo juzgar por su expresión si pensaba que era algo bueno o malo, pero no tenía sentido negarlo.
—En efecto. Estoy buscando a una que se marchó el martes pasado y que ha desaparecido. Aún está bastante enferma y me tiene muy preocupada. —No sabía cuánta parte de la verdad debía contar. El pánico crecía en su interior y tuvo que combatirlo, negarse a obedecer a los temores a lo que sucedería si fracasaba en su misión. Tal vez tuviera el mismo miedo de lo que averiguaría en caso de tener éxito, cosas que no podría ignorar.
—Yo no me preocuparía, guapa —dijo el hombre de los bocadillos con gentileza—. Volverá corriendo cuando lo necesite.
Hester se encontró sin saber qué decir. Sacó dos monedas de tres peniques.
—¿Me daría otro bocadillo, por favor? El jamón está muy rico.
En realidad no le apetecía; ya había comido suficiente.
El vendedor se lo dio encantado, junto con dos peniques de cambio.
—Dudo que sepa lo enferma que está —improvisó Hester—. Algunas de esas cosas son contagiosas. Podría pegársela a los demás. —La historia se iba volviendo más disparatada a medida que intentaba suscitar su interés—. Quizás a alguien con hijos. Los niños enferman con suma facilidad.
El vendedor meneó la cabeza.
—Bueno, no sé cómo va a encontrarla. La calle está llena de chicas.
—Esta tenía un aspecto poco común. Tenía el pelo muy claro, casi blanco, y una piel preciosa. No era especialmente guapa, pero tenía un aire… inocente. Muy limpia, si sabe a qué me refiero.
Miró al vendedor con esperanza.
—¿El martes, ha dicho?
—Sí. ¿La vio? Sería hacia esta hora, o un poco más temprano.
—¿Con quién dice que iba?
—No lo sé. Otra mujer, tal vez…
—Mayor que ella, ¿eh? Como de aspecto respetable. Más bien regordeta. Pelo castaño.
—¡Sí! Sí, podrían ser ellas. —No tenía idea de quiénes serían, pero no tenía otra pista que seguir—. ¿Las vio? ¿Adónde fueron?
—¿Cómo voy a saberlo? Hacia allí.
Volvió a señalar hacia el norte, más allá de la iglesia.
—¿A la iglesia? ¿A San Bartolomé?
El vendedor puso los ojos en blanco.
—No, corazón, hacia los coches de punto que suelen aguardar por ahí. Es el mejor sitio para encontrar uno.
—Oh. —Hester notó que se ruborizaba—. Sí, claro. ¿Qué aspecto ha dicho que tenía la otra mujer? ¿Lo recuerda? ¿Cómo iba vestida?
—¿Quién se ha creído que soy? Claro que no me acuerdo. No tenía nada de especial, eso seguro. Excepto los guantes. Llevaba puestos unos guantes muy buenos. De cuero. Repujado alrededor del puño, como aquí. —Señaló su muñeca—. Seguro que los había birlado, o que tuvo un cliente con mucho dinero. ¿O a lo mejor los robó él?
—¿Podría describirla un poco más? ¿Cómo tenía la piel? ¿Los dientes?
—¿Qué?
—¿La piel? ¿La dentadura? —repitió Hester.
—¡Yo qué sé! —replicó indignado el hombre de los bocadillos—. Su dentadura era… ¡una dentadura! Aunque bastante cuidada, ahora que lo pienso.
Hester notó que el corazón le palpitaba.
—¿Con los dientes un poco torcidos pero bonitos?
—Sí. Eso es. ¿La conoce? Es una de la suyas, ¿entonces?
—Es posible. —¿Estaba en lo cierto el vendedor, o ella le había sugerido la idea y simplemente intentaba complacerla para librarse de sus preguntas?—. Gracias.
Se terminó el bocadillo y le dio las gracias de nuevo. Luego se dirigió hacia el lugar donde le había indicado que aguardaban los coches de punto.
La descripción que le había dado encajaba con una de las mujeres a las que había visto en el juzgado con Margaret y su madre. O con cualquier mujer de Londres con los dientes bonitos aunque torcidos, y suficiente dinero para comprar guantes buenos. Ahora bien, la hermana de Margaret sería quien las ayudaría a ella y a su padre, llevándose a Hattie Benson… ¿adónde? ¿Lo hizo a sabiendas de que la conducía a la muerte o se imaginó que se trataría simplemente de una casa donde la retendrían hasta que fuese demasiado tarde para testificar?
Le costó el resto del día, y más dinero del que debía gastar en coches de punto, bocadillos, tazas de té y pequeños sobornos, hallar tantas respuestas como iba a encontrar después de tantos días. Dos mujeres que encajaban con las descripciones de Hattie y de Gwen, o de Celia, habían tomado un coche de punto desde cerca de San Bartolomé hasta Avonhill Street en Fulham, que quedaba poco antes de Chiswick, casi media hora después de que Margaret hubiese abierto a Hattie la puerta de la clínica de Portpool Lane.
Unas horas más de tediosas preguntas y excusas inventadas, y cuando comenzó a oscurecer encontró la casa donde Hattie había pasado unas pocas horas.
—Sí —dijo la mujer que abrió la puerta—. ¿Y a usted qué le importa? Esta es una casa respetable y aquí nadie putañea. Fue una dama muy educada quien la trajo aquí y dijo que se quedaría unos cuantos días.
—Pero no se quedó unos cuantos días, ¿verdad? —insistió Hester—. Se marchó en cuestión de horas.
—Pues cambiaría de opinión. Ya me habían pagado la estancia, así que, a mí, ¿qué más me daba?
—¿Con quién se marchó?
Hester notó que tenía la garganta tensa y las manos húmedas.
—Me dijo que se llamaba Cardew, no le vi la cara, pero hablaba muy bien.
Hester le dio las gracias y dio media vuelta para marcharse, chocando contra la jamba de la puerta pero sin apenas sentir el golpe que se dio en la mano.
—Eso no tiene sentido —dijo Monk amablemente cuando descansaban ante el fuego, poco antes de la medianoche. Hester estaba exhausta, y aún tenía frío a pesar del calor que hacía en la habitación—. ¿Por qué iba Margaret a ayudar a Rupert Cardew?
—No lo sé —contestó Hester abatida—. A lo mejor le mintió. —En cuanto lo hubo dicho se dio cuenta de que tampoco tenía sentido. Levantó la vista y la mirada de Monk se lo confirmó—. ¿Y si quien mintió fue Hattie y en realidad no le robó la corbata? Es posible que Rupert le diera dinero para que dijera lo que dijo. Luego la traicionaron los nervios y decidió no seguir adelante con la farsa.
—Eso explica por qué la mataría, siempre y cuando antes hubiese matado a Parfitt —opinó Monk—. Ahora bien, ¿por qué iba Margaret a abrirle la puerta? ¿Lo normal no sería que quisiera retenerla en la clínica y obligarla a desmentir su historia?
—¿Y si Hattie tenía miedo de hacerlo? Quizá solo quería escapar y no decir nada en absoluto…
Monk asintió lentamente.
—Es posible. No podía enfrentarse a ti ni a mí y por eso huyó. En lo que a la defensa de Ballinger concierne, que no apareciera no alteraría el resultado del juicio. Nadie daría crédito a su primera historia. De modo que Margaret la ayuda, y luego probablemente su hermana Gwen. Me parece más plausible que fuese ella, no Celia. Hattie va a una casa donde cree que estará a salvo. Pero de todos modos Rupert la encuentra. ¿Cómo?
—¿Quizá ya se había alojado allí antes? —Hester se tapó la cara con las manos—. William, ¿qué hemos hecho?