Capítulo 6
Hester se sentía incómoda en la escalinata de la hermosa casa de lord Cardew en Chayne Walk a las diez en punto de la mañana siguiente. El día era ventoso y despejado, y el río estaba picado con la marea entrante. Las embarcaciones de recreo cabeceaban con el oleaje; los caballeros se sujetaban los sombreros entre las cintas de colores de las damas al vuelo. Las velas rojizas de las gabarras estaban bien hinchadas y sus cascos escoraban.
No era la primera vez que transmitía la noticia de un fallecimiento o de que un ser querido había quedado mutilado, quemado o desfigurado. Nunca era fácil saber qué hacer ante la aflicción, nada de lo que se dijera la aliviaba. Si se curaba con el tiempo, sucedía desde el interior.
Resultaba difícil hablar con un hombre cuyo único hijo con vida estaba acusado de algo tan espantoso. Si hubiese matado a alguien en una pelea, o en un acto de venganza más a sangre fría, bastante malo habría sido ya. Pero tener vínculos con un hombre tan horrible como Mickey Parfitt, haberle conocido, ser cliente suyo y no haber dicho nada dejaría una mancha indeleble.
Y no obstante parecía inaceptablemente cruel ignorar su sufrimiento, como si careciera de importancia o conllevara un apuro que uno preferiría evitar.
Abrió la puerta un mayordomo cuya expresión era precavida, acusando tensión en la mirada.
—Buenos días, madame. ¿En qué puedo servirle?
—Buenos días. —Hester mostró su tarjeta de visita—. El señor Rupert Cardew ha sido extremadamente generoso conmigo y con la clínica para pobres que dirijo. Creo que es un momento apropiado para ofrecer a lord Cardew cualquier servicio que yo pueda prestarle.
Esbozó una sonrisa para demostrar su buena voluntad.
La actitud del mayordomo perdió tirantez.
—Desde luego, madame. Si tiene la bondad de pasar, informaré a su excelencia de que está usted aquí.
Hester dejó caer su tarjeta en la pequeña bandeja de plata y luego lo siguió a través del vestíbulo con sus exquisitas molduras de yeso en el techo y la repisa tallada de la chimenea. La dejó en la sala de día con sus alfombras descoloridas y las marinas en las paredes, las librerías bien surtidas de volúmenes con letras de oro en el lomo, aunque de tamaños diferentes. Le bastó con un vistazo para saber que se habían comprado para ser leídos, no como mera decoración. La chimenea estaba encendida.
El mayordomo se excusó y cerró la puerta. En otras circunstancias Hester quizás habría mirado los títulos de los libros. Siempre resultaba interesante saber qué leían las demás personas, pero en ese momento era incapaz de pensar en otra cosa. Incluso en el silencio reinante imaginó varias veces que oía pasos en el vestíbulo. Daba vueltas a la cabeza, buscando palabras que no sonaran fútiles ni dieran la impresión de que no sabía qué era el sufrimiento o la tragedia.
Fue de la librería a la ventana otra vez. Estaba contemplando el jardín cuando la puerta finalmente se abrió, pillándola por sorpresa.
—Disculpe que la haya hecho esperar, señora Monk —dijo lord Cardew a media voz, cerrando la puerta a sus espaldas.
—Es muy gentil de su parte que me haya recibido —contestó Hester—. No me habría sorprendido que hubiese rehusado. Sobre todo dado que, ahora que estoy aquí, apenas sé qué decir que tenga sentido: solo que si puedo serle útil, estaré encantada de servirle.
Cardew parecía exhausto. Tenía la piel apergaminada, como si no circulara la sangre por sus venas. Pero fue la desolación de su mirada lo que Hester encontró más doloroso. Transmitía una especie de pánico informe, una desesperación tan grande que lo superaba.
—Gracias, pero dudo que alguien pueda hacer algo —contestó—. Aunque su amabilidad es una pequeña luz en una oscuridad muy grande.
Era un hombre delgado, pero sin duda antaño fue elegante, ágil, como un militar. Le recordó a los soldados que había conocido en el pasado. Ahora la guerra de Crimea parecía ser cosa de otra era. También le hizo pensar en su padre, tal vez solo porque él parecía asimismo mayor de lo que era, como si el peso del fracaso lo estuviera aplastando.
Hester no estaba en su casa cuando su padre más la necesitaba. Había muerto solo mientras ella cuidaba de desconocidos en Sebastopol. Había depositado su confianza donde no debería haberlo hecho; un hombre de apariencia honorable le había engañado totalmente. Su padre fue uno de los muchos así traicionados, pero las deudas que no pudo satisfacer le quebraron el espíritu. Y finalmente creyó que quitarse la vida era la única opción que le quedaba.
Hester tampoco estuvo en su casa para evitar tan triste final, o al menos para consolar a su madre. Nunca habían hablado de lo que podría haber hecho; lo que le dolía era simplemente su ausencia en momentos de necesidad.
—Podemos averiguar qué sucedió realmente —dijo de forma impulsiva—. No puede ser tan sencillo como parece. O bien fue otra persona quien mató a Parfitt y Rupert no sabe quién es, o lo sabe pero la defiende porque cree que es lo correcto. O quizá sí que mató a Parfitt, y por un motivo del todo comprensible.
Aguardó a que Cardew contestara.
Cardew combatía una emoción tan intensa que el dolor que le causaba se hacía patente en su rostro.
—Mi querida señora Monk, pese a toda la ayuda que brinda a las mujeres pobres que recurren a usted con sus dificultades, no puede formarse una idea de la clase de mundo en que habitan los hombres como Parfitt. No puedo ser responsable de que usted se tropiece con semejante abominación, ni siquiera por casualidad. Pero su gentileza me conmueve. Su compasión es…
—Inútil —interrumpió Hester con delicadeza—, si no me permite serle de ayuda como buenamente pueda. He sido enfermera en el campo de batalla. He caminado entre los muertos y los agonizantes después de Balaclava. Estuve en el hospital de Sebastopol rodeada de ratas, hambre y enfermedades. He sido enfermera en un hospital de infecciosos de los suburbios, aquí en Londres, y he trabajado en una casa en cuarentena para contener un brote de peste bubónica. Le ruego que no me diga lo que puedo o no puedo hacer por un amigo que a todas luces tiene problemas.
Cardew no supo cómo contestar. Hester era un compendio de la compasión que idealizaba en las mujeres, y al mismo tiempo rompía el único molde con el que estaba familiarizado.
Hester aprovechó la ocasión para continuar.
—Estoy enterada, al menos en parte, de lo que hacían en esos barcos, lord Cardew. Estuve presente cuando detuvieron a Jericho Phillips y escapó, para luego ser asesinado. Si Mickey Parfitt pertenecía a la misma clase de hombre, hay mucho que argumentar en defensa de quien libró al mundo de un sujeto como él. Pero para defender a Rupert ante un tribunal, necesitamos saber la verdad. No le falta razón al suponer que una persona adecuada para sentarse en un jurado no puede siquiera concebir la existencia de un ser semejante.
—Seguramente, la policía… —comenzó Cardew.
—Su trabajo no consiste en buscar circunstancias atenuantes, solo en demostrar lo que sucedió. ¿Acaso se lo explicó Rupert? Me figuro que no debía de tener muchas ganas de hacerlo.
—Es un poco tarde para no herirme los sentimientos —dijo Cardew secamente, con un atisbo de sonrisa bailando en los ojos—. Me dijo que no mató a Parfitt. Daría todo lo que tengo con tal de ser capaz de creerle, pero… —Miró hacia otro lado y luego de nuevo a Hester. Los ojos se le estaban llenando de lágrimas—. Pero sus decisiones del pasado lo hacen imposible. Lo lamento, señora Monk, pero no acierto a ver cómo podría ayudarme. Preferiría que no se expusiera a ningún peligro, ya sea para su persona o en la forma de la aflicción que tal información podría causarle. Las cosas que uno ve no siempre puede olvidarlas después.
Hester esbozó una sonrisa, como un eco de la que Cardew le había dedicado a él.
—No haré nada contra mi voluntad, lord Cardew. Gracias por la amabilidad que ha tenido al recibirme.
Hester regresó a casa sumida en sus pensamientos, sopesando lo que le había dicho lord Cardew. Anhelaba creer en la inocencia de Rupert, sin embargo, no podía. Tal vez era su miedo lo que se lo impedía, como el vértigo que nos atrae hasta el borde del precipicio y que haría que nos tirásemos al vacío, simplemente para liberarnos del terror que nos inspira, forzando la realidad.
Pero a juzgar por la descripción que Monk había hecho de la corbata anudada, no se trataba de un crimen cometido por alguien presa del miedo o el pánico. Se requieren más que unos pocos segundos para hacer media docena de nudos prietos en una corbata de seda. ¿Quién crearía semejante arma, destrozando tan bonito complemento, salvo si tenía intención de utilizarla? Ningún argumento de defensa propia se sostendría ante esa clase de razonamiento, salvo que Rupert hubiese estado cautivo en alguna parte, pasando largos ratos sin vigilancia y con las manos libres para hacerlo.
Hester se había ofrecido a ayudar, recordando no solo su gentileza, su agudeza, la nada ostentosa generosidad con la que donaba tantísimo dinero. Ahora bien, ¿hasta qué punto lo conocía? Muchas personas podían mostrarse encantadoras. Hacerlo solo requería imaginación, empatía, la capacidad de saber que complace a los demás, tal vez cierto sentido del humor y agilidad mental. No requería ser honesto ni tener la voluntad de anteponer los intereses del prójimo a los propios. Y mirándolo ahora, evocando su imagen, también recordó haber percibido en él inquietud, un repentino apartar los ojos que ella había tomado por incomodidad al encontrarse en un lugar como la clínica. Aunque tal vez se debiera a la vergüenza que le daban sus propios actos, mucho peores que cualquier cosa que hubiesen soportado aquellas mujeres.
Lo que no podía decirle a lord Cardew era que, por motivos personales, necesitaba saber la verdad sobre lo que le había ocurrido a Mickey Parfitt. Si lo había matado una víctima suya como Rupert, el negocio habría cesado. Pero si se trataba de un rival, o incluso del hombre que había puesto el dinero para adquirir el barco, tan pronto como el asesinato de Parfitt se resolviera y el revuelo terminara, aquel repugnante negocio comenzaría de nuevo, exactamente igual que antes. Lo único diferente serían los hombres que lo llevarían para el gigante oculto entre bambalinas y, probablemente, el emplazamiento en el que fondear el barco. Por el bien de Scuff, necesitaba saber que todo había terminado. No se libraría de las pesadillas hasta que viera algo más que a Jericho Phillips o a Mickey Parfitt muertos.
¿Y si Rupert Cardew tan solo era una víctima más, aunque hubiese contraatacado, y fuese a morir por ello?
Cuando llegó a casa encontró a Scuff en la cocina, comiendo una gruesa rebanada de pan untada con mantequilla y un montón de mermelada. Scuff dejó de masticar en cuanto la vio, con la boca llena, sosteniendo el pan con ambas manos.
Hester trató de disimular una sonrisa. Por fin se sentía lo bastante a gusto en casa para coger algo que comer cuando le apetecía. Tendría que estar alerta para que no pasara del pan, como, por ejemplo, a la empanada fría que tenía reservada para la cena de aquella noche.
—Qué buena idea —dijo despreocupada—. Yo también tomaré una rebanada. ¿Te apetece acompañarla con una taza de té? A mí sí.
Pasó junto a él para llenar el hervidor y ponerlo en el fogón.
Scuff engulló. Hester le oyó tragar.
—Sí —dijo Scuff con naturalidad impostada—. ¿Quieres que te la corte?
—Sí, por favor. Pero a la mía ponle menos mermelada, si no te importa.
No se volvió para ver cómo lo hacía, sino que se concentró en la tarea de preparar el té.
—¿Dónde has estado? —preguntó Scuff, fingiendo no estar preocupado. Hester oyó la sierra del cuchillo en la corteza del pan.
Le constaba que Scuff andaba pensando en Mickey Parfitt. Monk le había contado la verdad a grandes rasgos, sin entrar en detalles.
—He ido a ver a lord Cardew —contestó Hester, poniendo la tetera azul y blanca arrimada a la hornilla para que se templara—. Me temo que me he dejado llevar por los sentimientos, y me he ofrecido a ayudarle a hacer algo por Rupert.
Ahora sí se volvió para mirarlo, pues necesitaba saber cómo se sentía al respecto. Vio una mueca de miedo en su semblante, que Scuff borró de inmediato. ¿Tenía miedo por ella, de perder la nueva y preciada seguridad de que ahora gozaba?
—¿Cómo podemos ayudarlo si ha liquidado a Mickey Parfitt? —preguntó Scuff, mirándola de hito en hito—. Lo ahorcarán, por más que a Parfitt tendrían que haberlo tirado al río el día que nació.
—Bueno, tiene que haber un montón de personas a quienes les gustaría ver muerto a Parfitt —comenzó Hester—. Es posible que no fuera Rupert quien lo mató. Pero aunque lo haya hecho, quizás haya algo que haga que no sea tan grave como un asesinato a secas.
—¿Como qué?
Scuff sostenía el pan con las manos, listo para cortar más en cuanto pudiera concentrarse en la tarea.
—No estoy muy segura —reconoció Hester—. Defensa propia, por ejemplo. Y a veces se trata de un accidente, quizás un accidente de verdad, o tal vez seas parcialmente culpable porque has sido descuidado, no tanto porque no querías matar a quien fuere como porque no te importaba.
Scuff la miró, mordiéndose el labio con inquietud.
—¿Pudo haber hecho eso; quiero decir lo de matarlo por accidente?
—No —contestó Hester con franqueza—. Creo que no. En realidad su padre ha dicho que Rupert sostuvo no haberlo hecho. Y seguro que hay muchas personas que odiaban a Parfitt.
—¿Eso significa que le crees?
—No lo sé. Su padre me ha contado que se ha comportado bastante mal en el pasado, aunque nunca había llegado a hacer algo tan malo. Necesito saber más cosas sobre él, tal vez cosas que su padre no sepa porque a Rupert le diera demasiada vergüenza explicarlas. Estaré fuera un buen rato, me parece.
—¿Y a quién piensas preguntar? ¿A otros señoritingos? ¿Te dirán algo sus amigos? Yo no me chivaría de un amigo, y menos a la mujer de un poli. —Enseguida se dio cuenta de que aquello era una tontería—. Solo que me imagino que no les dirás quién eres.
Hester sonrió y cogió el hervidor humeante del fogón y calentó la tetera antes de meter las hojas dentro.
—Por supuesto que no. Primero iré a la clínica y haré unas cuantas preguntas a las mujeres que ahora están ingresadas. Allí, por lo menos, tengo cierta ventaja. Y mañana me tocará ampliar mi radio de acción.
Scuff asintió.
—¿Piensas que a lo mejor ha hecho una cosa buena matando a Mickey Parfitt?
—Yo no llegaría tan lejos —respondió Hester con cautela—. Pero no ha sido del todo mala.
—Tienes razón. —Scuff asintió de nuevo, con más vehemencia—. Tenemos que meter cuchara. ¿Vas a hacer ese té? El agua lleva un rato humeando. Y aquí tienes más mermelada.
Cuando Hester llegó a la clínica comenzó por revisar los libros de contabilidad con Squeaky Robinson.
—Nos va bastante bien —dijo Squeaky con notable satisfacción. Señaló el lugar de la página donde figuraba el balance final. Pese a su lúgubre carácter no podía no estar complacido—. Y no necesitamos gran cosa —agregó—. Solo platos nuevos para reemplazar los que se han roto. Tenemos sábanas, incluso de repuesto para la noche, y toallas. Hay medicinas: láudano, quinina, coñac, de todo.
Hester eludió su mirada.
—Lo sé. Es estupendo.
—¿Y qué piensa hacer, pues? —preguntó Squeaky.
Hester optó por fingir que no sabía a qué se refería.
—Usarlo con sensatez —contestó.
—Sí, más le vale —convino Squeaky—. Ya no podemos contar con esa fuente de ingresos. Según dicen, van a ahorcar a ese pobre diablo. A no ser, claro está, que alguien haga algo al respecto.
—¿Qué tiene en mente, Squeaky?
Hester lamentó de inmediato habérselo preguntado. Seguro que se trataría de algo ilegal. Había sido propietario del edificio y dirigido el burdel que lo ocupaba hasta que Oliver Rathbone se lo birlara con un inteligente ardid absolutamente legal. Le ofrecieron el privilegio de quedarse a vivir allí a condición de que llevara los libros de contabilidad del establecimiento reconvertido en clínica para mujeres de la calle enfermas y heridas. Con grandes dosis de autocompasión e indignación, Squeaky había aceptado. Nunca lo reconocería, pero ahora estaba bastante orgulloso de su nueva posición, no solo acatando la ley, sino mostrándose verdaderamente caritativo.
No había perdido sus contactos en el mundillo criminal, y su carácter tampoco había cambiado, solo sus lealtades. Hester no precisó salir en busca de Claudine Burroughs cuando esta emprendió la alocada aventura que terminó cuando vio a un hombre que creyó que era Arthur Ballinger en un callejón, delante de una tienda donde vendían pornografía. Ballinger estaba mirando una foto tan obscena que Claudine quedó horrorizada, haciéndola huir por el dédalo de callejones hasta acabar totalmente exhausta y perdida. Solo la perseverancia de Squeaky logró dar con ella.
Nunca había sido un héroe hasta entonces, y la experiencia le encantó.
—¿Y bien? —insistió Hester.
—¿Cree que lo han hecho aparecer como el culpable? —preguntó Squeaky, entrecerrando los ojos.
—No lo sé —dijo Hester con franqueza—. Sin duda hay un montón de personas que deseaban ver muerto a Parfitt.
—Sí —convino Squeaky—. Aunque la cuestión es: ¿cómo es posible que no lo supiera? ¿Qué clase de idiota aguarda solo en la cubierta de un barco y deja subir a bordo a un hombre que sabe que lo odia? ¡Yo no lo haría! Y créame, si tienes un buen negocio en el comercio de la carne, siempre sabes quiénes son tus rivales. Estás preparado. Te rodeas de tipos de confianza para que te cubran la espalda, por así decir.
Observaba a Hester atentamente, a la espera de ver cómo reaccionaba.
—Sí, me figuro que es lo normal. De modo que tuvo que atacarlo alguien con quien no imaginaba que corría peligro.
—Sí. Por ejemplo alguien que fuera a pagarle el dinero que le debía por algo que no tardaría en querer otra vez. No muerdes la mano que te da de comer.
Hester soltó el aire lentamente.
—A no ser que tengas un carácter incontrolable y que solo pienses en el presente. Más aún si estás acostumbrado a que siempre haya alguien dispuesto a sacarte las castañas del fuego de modo que te libres de pagar las consecuencias. Me parece que más vale que haga más averiguaciones acerca de Rupert Cardew, si puedo.
—Y ayudarlo —confirmó Squeaky—. No me importa tratar con mujeres que de todos modos quieren estar en el negocio, pero lo de los niños es harina de otro costal. Y el chantaje es malo para el negocio. Cobra un precio justo, y cuando te lo paguen, quedas en paz; así es como yo lo veo.
Hester le dedicó una mirada de cansancio.
Squeaky se encogió de hombros.
—Las cosas claras —replicó—. Usted salve al señor Cardew por el motivo que guste. Yo digo que hay que salvarlo porque de todos modos había que acabar con Mickey Parfitt. Da mala fama al negocio, y el señor Cardew era muy generoso con nosotros. Podríamos acostumbrarnos a vivir así. Hace mucho bien a quien no tiene a nadie más que le ayude.
—Qué piadoso, Squeaky —repuso Hester.
—Gracias —contestó él. En realidad había sido un cumplido más que un sarcasmo, pero el brillo de sus ojos traslucían un claro entendimiento, e incluso una nota de humor.
Llamaron brevemente a la puerta y, antes de que Hester tuviera ocasión de contestar, se abrió para dar paso a Margaret Rathbone. Iba vestida de un elegante verde oscuro, pero su semblante estaba pálido y su mirada era fría.
—Buenos días, Hester. ¿Interrumpo?
—En absoluto —le aseguró Hester—. Estaba a punto de marcharme.
Se sintió más incómoda de lo que podía explicarse, como si estuviera siendo taimada por tener intención de ayudar a Rupert Cardew en la medida de lo posible. ¿Por qué? Aquello no tenía nada que ver con el padre de Margaret, salvo que todavía pensaba que Ballinger podía tener algún interés en el barco, aunque solo fuera para descubrir a hombres vulnerables que lo hubieran frecuentado.
—Yo descartaría la adquisición de más vajilla que la necesaria —prosiguió Margaret—. Mucho me temo que nuestras fuentes de ingresos han quedado drásticamente reducidas.
La expresión de su rostro bien podría ser de piedad, pero para Hester traslucía aversión.
—Soy plenamente consciente de ello —respondió Hester tan inexpresiva como pudo, pero aun así hubo un deje de aspereza en su voz—. Aunque por ahora solo es una acusación. Todavía hay que demostrarlo.
Margaret enarcó las cejas.
—No pensará que el señor Monk esté equivocado, supongo.
Ella también procuraba que su tono no resultara irónico pero, igual que Hester, no lo consiguió del todo.
—No pienso que esté equivocado —replicó Hester—. Pero soy consciente, y él también, de que siempre existe tal posibilidad. Las pruebas pueden interpretarse de maneras distintas. Surgen nuevos datos. A veces resulta que lo que dice la gente no es verdad.
Margaret esbozó una sonrisa forzada.
—Lo siento, Hester, pero se está engañando a sí misma. Entiendo que Rupert le parezca encantador, pero me temo que es un joven muy disoluto. Si pudiera verle tal como es en verdad, dudo mucho que sintiera tanta compasión por él. Eso debería reservarlo para sus víctimas.
—¿Como Mickey Parfitt? —le espetó Hester—. Lamento no estar de acuerdo con usted. —Se volvió un momento hacia Squeaky Robinson—. No obstante, lady Rathbone lleva razón en lo concerniente a los fondos. Por ahora debemos gastar solo lo imprescindible y hacerlo con la debida precaución.
Pasó junto a Margaret al salir, sin preguntarle si había ido a verla a ella o a Squeaky, disgustada consigo por su enojo y por ser incapaz de dominarlo.
Primero fue a la cocina a buscar una taza de té, y luego subió a la primera habitación del pasillo. Dentro estaba Phoebe Weller, una mujer entre los veinticinco y los treinta y cinco años, con una preciosa cabellera de color caoba, un cuerpo lozano y la cara desfigurada por la viruela.
—¿Cómo te encuentras, Phoebe? —dijo Hester para entablar conversación.
Phoebe estaba tumbada en la cama, con los ojos medio cerrados y un asomo de sonrisa en el semblante. No estaba medio en coma, como podría haber pensado un observador poco avezado, sino medio dormida, soñando que siempre podría dormir sola, en una cama limpia, sin nada duro o peligroso que hacer para asegurarse la próxima taza de té o una rebanada de pan con mermelada.
Despertó al oír que Hester pronunciaba su nombre.
—Bueno… me parece que todavía no estoy bien —susurró.
—Probablemente no —convino Hester, medio en broma—. ¿Te animaría un poco tomar una taza de té?
Phoebe abrió los y se incorporó, haciendo caso omiso de la pierna magullada, el tobillo dislocado y el aparatoso vendaje de la herida que la habían llevado allí.
—Desde luego que sí, seguro.
Hester se la dio y Phoebe la cogió con las dos manos. Hester se sentó en la silla que había al lado de la cama y se puso cómoda, alisándose la falda gris, como si tuviera intención de quedarse un rato.
—¡Me estoy poniendo mejor! —exclamó Phoebe con cierta alarma.
—Me alegro de que así sea —dijo Hester afablemente—. Has trabajado en un par de sitios distintos, ¿verdad?
—Sí… —contestó Phoebe un tanto precavida.
—¿En barrios elegantes como Chelsea y otros río arriba?
—Sí…
—¿Has oído hablar de Rupert Cardew, el hijo de lord Cardew? Necesito saberlo, Phoebe, y necesito la verdad.
Phoebe la miró fijamente.
—Solo una advertencia amistosa —prosiguió Hester—. No me importa que la verdad sea buena o mala, pero si descubro que me mientes, la próxima vez que te den una paliza, te verás en la calle y te arrollarán los carruajes antes de que yo te tienda una mano para ayudarte. ¿Entendido? Tengo que saber la verdad.
Phoebe lo meditó, sopesando claramente ambas posibilidades.
Hester aguardó.
—¿Qué quiere saber? —dijo Phoebe por fin.
—¿Conoces a alguna chica que se haya acostado con él por dinero? —preguntó Hester.
—¿Cómo no va a ser por dinero? —dijo Phoebe con paciencia—. Poco importa que sea tan guapo como el mismo demonio, y amable, y que te haga reír; una chica tiene que comer, y tiene chulos que le exigen su parte.
—¿Conoces a alguien que se acostara con Rupert Cardew?
—¡Claro! ¡Ya se lo he dicho! Yo misma lo hice un par de veces.
Hester reprimió su repugnancia. Era una estupidez. ¿Cómo no había imaginado lo que Rupert hacía para conocer tan bien a las mujeres de la calle, hasta el punto de molestarse en donar dinero a quien las ayudaba?
—¿Cómo es de carácter? —preguntó en voz alta.
—¡Cáspita! No estará pensando en…
—No. En absoluto —le aseguró Hester de manera cortante—, pero ¿y si lo hiciera?
—¡No lo haga! —exclamó Phoebe.
—Ya te he dicho que no, pero ¿por qué no?
—Porque es divertido, hace que te partas de risa y nunca es tacaño a la hora de pagar, pero tiene más genio que una rata acorralada.
—¿Alguna vez te ha pegado?
Hester tuvo un escalofrío y se le hizo un nudo en la boca del estómago.
Phoebe abrió los ojos como platos.
—¿A mí? ¡No! Pero le dio una paliza de aúpa a Joe Biggins cuando lo contrarió. Y no solo a él. Es un consentido, diría yo. No está acostumbrado a que le digan que no, y cuando ocurre se lo toma muy a pecho. Me dijeron que casi mató a un maldito chulo que se metió con él. No sé a santo de qué. Otra vez molió a palos a un pobre diablo, otro imbécil de mierda que le hizo de las suyas. Le pagó un montón de dinero para que no armara un escándalo.
—¿Por qué? ¿Acaso lo sabes?
Phoebe encogió sus pálidos y tersos hombros.
—No. Solo sé que le dio una buena tunda. Dejó medio muerto a ese tipejo. Le rompió los brazos y la nariz, y le abrió la cabeza. Ya le he dicho que tiene un genio que una no se imagina en alguien que casi siempre es tan caballeroso. Te trata bien, como si fueras una persona. Gracias por aquí, por favor por allá. Por otra parte, ¡nunca se queda con menos de lo que vale su dinero! Está más sano que un caballo.
Se encogió de hombros y sonrió a Hester de mujer a mujer.
Hester asintió, procurando que su expresión solo demostrara un ligero interés. Había cosas que hubiera preferido no saber. Resultaba particularmente embarazoso.
—¿Bebe mucho? —preguntó.
—Bastante. Aunque los he visto peores.
—¿Conoces a otras chicas que hayan… estado con él?
—Como mínimo, a una docena. ¿De qué va todo esto? ¿Qué ha hecho?
—Lo han acusado de matar a un hombre.
—Si es un chulo, seguramente llevan razón. Es como si se negara a crecer. Pierde la cabeza y rompe cosas, como un niño al que no le han dado una paliza cuando tocaba. Mi padre me daba unas azotainas que me tenían una semana comiendo de pie si me portaba como lo hace él a veces. Lo siento, señorita, pero quería saber la verdad, y así son las cosas.
—¿Se acostaba con muchas mujeres distintas? ¿Por qué lo haría, según tú? ¿Por qué no acudir siempre a las mismas?
—Supongo que por aburrimiento. Esos niños ricos se aburren enseguida.
—¿Alguna vez lo hacía con chicas muy jóvenes, incluso con niñas?
—¿Qué? —Phoebe se quedó pasmada—. Que yo sepa, no. Me extrañaría. En todo caso con mujeres mayores, con más experiencia. Como ya he dicho, gasta un humor de perros, pero también sabe ser amable. Nunca se ha aprovechado de una chica nueva o asustada, hasta donde yo sé. Y siempre te enteras de con quién debes tener cuidado. Tenemos que cuidar unas de otras.
—¿Y chicos?
—¿Qué quiere decir con lo de chicos? ¡Caray! —Parecía sinceramente impresionada—. No me venga con que lo hace con chicos. ¡Demonios, él no! Va contra la ley, aunque eso no para los pies a quienes quieren hacerlo. Pero él no.
—¿Estás segura?
—¡Claro que estoy segura, caray!
Hester le dio las gracias y pidió su opinión a unas cuantas pacientes más. Luego, armada con una lista de nombres, salió a la calle en busca de antiguas pacientes que la conocían de oídas y que, habida cuenta de su reputación, estuvieron dispuestas a hablar con ella.
Casi ninguna había oído hablar de él, pero las que sí lo conocían confirmaron lo que había dicho Phoebe: divertido, honrado, a veces amable, pero con un genio incontrolable del que no parecía responsabilizarse. Creían que era perfectamente capaz de matar cuando montaba en cólera, pero ninguna había oído rumores de que sus gustos abarcaran algo más que a las mujeres: las bien dotadas antes que las delgadas y, desde luego, nunca aniñadas. Apreciaba el buen humor, un poco de espíritu y sobre todo la buena conversación. Y aunque con renuencia, Hester percibió esas cualidades en todas ellas. No tuvo más remedio que creerlas.
Llegó a casa bastante tarde, cansada, hambrienta y con dolor de pies. Había recabado un montón de información, pero no estaba segura de saber mucho más que antes. Rupert sin duda podría haber matado a alguien en un arrebato de ira; de hecho, era una gran suerte que no lo hubiese hecho ya. Pero cuantas más cosas averiguaba acerca de él, menos probable parecía que hubiese tenido un motivo para matar precisamente a Mickey Parfitt. Lord Cardew había pagado sus deudas. Una y otra vez había salvado a Rupert de las consecuencias de sus salidas de tono y su falta de disciplina. Seguro que también había saldado la deuda con Parfitt.
¿O acaso Rupert y Parfitt tenían alguna discrepancia que fuera más allá del dinero del chantaje? Parfitt se ganaba la vida con la prostitución y el chantaje; sabría hasta qué punto presionar a sus víctimas sin que cayeran en la desesperación. Y una vez muerto Jericho Phillips, ¿no habría sido más prudente, optando por la cautela más que por la crueldad? Una víctima de chantaje empujada al asesinato o el suicidio de poco servía.
Monk estuvo callado, sumido en sus pensamientos, durante toda la cena. Solo dijo que aún estaba investigando las actividades del barco para ver si encontraba a algún otro testigo que fuese de utilidad. Bajo la supervisión de Orme, la directora del Hospital para Expósitos había hablado con los niños del barco, pero estaban demasiado asustados y apabullados para decir algo que sirviera, y enseguida había dado por concluidas las entrevistas. Comprendía lo que había en juego, pero su primera preocupación eran los niños rescatados, no las víctimas futuras. Pálida y con un niño en brazos, había pedido a Orme que se marchara.
Orme lo comprendió y se marchó sin decir nada, sumamente angustiado.
Hester recogió la mesa sin mediar palabra. Scuff los miraba preocupado, pero no hizo preguntas. Subió a acostarse temprano.
A la mañana siguiente Monk ya se había ido cuando Hester sirvió el desayuno para ella y Scuff. Había preparado gachas porque sabía que a Scuff le gustaban y que así no tendría hambre hasta el mediodía.
—¿Lo hizo él, entonces? —preguntó cuando hubo rebañado el plato y estuvo listo para dar cuneta de la tostada con mermelada y el té.
Su expresión era seria, sus ojos escrutaban los de Hester procurando descifrar su mirada, buscando algo que pusiera fin al miedo que se iba adueñando de él.
Hester colgó el trapo a rayas con el que había secado los platos y regresó junto a la mesa. Se sentó y se sirvió una taza de té.
—La verdad es que no estoy segura —dijo Hester con sinceridad—. Es muy difícil estar seguro de que sabes todo lo que necesitas saber para estar en lo cierto. Y tampoco estoy completamente segura de lo grave que sería si realmente lo ha hecho. No puedes ir por ahí matando a personas porque son malas, pero a veces es fácil perder los estribos y olvidarlo. Me parece que debo averiguar más cosas.
Scuff asintió lentamente, como si lo entendiera, pero Hester vio en sus ojos que en realidad no era así.
—¿Qué le pasa al señor Monk? ¿Porqué está tan enfadado? —Bajó la voz—. ¿He hecho algo malo?
—No —dijo Hester, procurando que no le temblara la voz—. Todos estamos disgustados porque apreciamos a Rupert y no queremos que lo haya hecho él, pero no podemos dejar de pensar lo contrario.
—¡Ah! —Su expresión devino ligeramente menos sombría—. ¿Lo seguiríais apreciando aunque resulte que tenéis razón y que lo hizo él?
—Sí, por supuesto que sí. No dejas de apreciar a una persona porque haya cometido un error. Pero eso no lo salvará de la ley.
—¿Lo ahorcarán? —preguntó Scuff.
—Seguramente.
La idea era tan espantosa que se le hizo un nudo en la garganta y los ojos se le arrasaron en lágrimas. Trató de apartar la imagen de su mente, pero no lo consiguió.
Scuff respiró profundamente.
—Entonces más vale que hagamos algo, ¿eh? —dijo, mirándola fijamente a la cara.
—Sí, y tengo intención de empezar esta misma mañana.
Scuff se metió el resto de la tostada en la boca y se levantó.
Hester comenzó a decirle que no debía acompañarla porque podía ser peligroso y porque en realidad no podría ayudarla, pero enseguida se dio cuenta de que ambas cosas eran erróneas. De modo que apuró su taza de té y se levantó a su vez. Scuff necesitaba participar en aquello.
Hester ya sabía todo lo que cabía averiguar sobre Rupert, y nada de ello le servía. Ahora tendría que indagar acerca de Mickey Parfitt, de aquel negocio en general y del papel que desempeñaba Parfitt en particular. Su primer instinto fue el de proteger a Scuff de los sórdidos detalles de semejante comercio, pero entonces recordó con abatimiento que estaba más familiarizado con ellos que ella misma. La única cuestión era si refrescarle la memoria empeoraría sus pesadillas.
¿Alguna vez las superaría si siempre miraba hacia otro lado? ¿Cabía que fueran en aumento, alimentadas porque ella creyera que eran demasiado espantosas para hacerles frente?
—¿Por dónde vamos a empezar? —preguntó Scuff, aguardando junto a la puerta principal.
—Ese es el problema —reconoció Hester—. Hay un montón de «quizás» y muy poca certidumbre. Tal vez saquemos algo en claro si hablamos con los amigos de Rupert, aunque dudo que me cuenten algo que los pueda comprometer, y casi todo lo haría.
Scuff torció el gesto con repugnancia.
—Podemos probar suerte con otras prostitutas —sugirió Hester—. A lo mejor ha corrido la voz de que investigaríamos más, pero creo que eso nos llevaría mucho tiempo. Squeaky me dio una lista de nombres por los que empezar.
Scuff la miró receloso.
—¿De qué tipo de gente?
—Personas que le deben algún que otro favor. Y yo también conozco a algunas que están en deuda conmigo; un par de encargados de burdeles, un médico abortista, un boticario.
—Si quieres, yo podría ir a preguntar al señor Crow —se ofreció Scuff.
—En todo caso, podríamos ir —lo corrigió Hester—. Me parece una idea excelente, pero ¿sabes dónde encontrarlo?
—Claro que sí, aunque no es un lugar apropiado para que vaya una dama —dijo, mostrándose preocupado.
—Scuff —dijo Hester muy seria—. Haré un trato contigo…
Scuff la miró con recelo.
—Te vigilaré pero sin protegerte si tú haces lo mismo conmigo.
Le tendió la mano para que se la estrechara.
Scuff lo meditó unos instantes, la agarró con sus dedos menudos y le dio un fuerte apretón.
—Trato hecho —aceptó.
Fueron directamente de Paradise Row al embarcadero de Prince’s Stairs y tomaron el transbordador hasta Wapping, cerca de la comisaría de la Policía Fluvial que estaba a cargo de Monk. Luego giraron a la izquierda enfilando por High Street, siguiendo las indicaciones de Scuff, hacia el Pool de Londres[3] y las dársenas más grandes.
No hablaron. Scuff parecía mirarlo y escucharlo todo. Llevaba la chaqueta abotonada hasta el mentón y la gorra bien calada en la cabeza. En lugar de zapatos disparejos, calzaba un par de botas nuevas. Hester iba reflexionando sobre lo que debía averiguar, sopesando en qué medida podía preguntar sin que ella y Scuff corrieran peligro. La pornografía y la prostitución eran negocios muy extendidos y había mucho dinero que ganar tanto en uno como en otro. Y, por supuesto, existía el correspondiente riesgo de ser perseguido por la ley. No solo el beneficio, sino también la supervivencia dependían de saber qué no decir y, sobre todo, a quién no decírselo.
Pasaron casi toda la mañana entre el ruido y el tráfico, los carros y las grúas, los montones de carga y madera hasta que por fin encontraron a Crow en una casa de vecinos de Jacob’s Street. Quedaba un poco tierra adentro de los muelles de St. Saviour’s Wharf, de nuevo en la ribera sur del río. Era un hombre desgarbado de treinta y tantos años con una buena mata de pelo negro azabache que llevaba peinada hacia atrás, lo bastante larga para que se le apoyara en la nuca. Su rostro era lúgubre hasta que sonreía mostrando una dentadura perfecta.
Lo pillaron por los pelos cuando bajaba por la escalera con su bolsa Gladstone negra en la mano. Iba vestido con una levita raída y pantalones negros que no le cubrían por completo las piernas. Fue patente su alegría al ver a Scuff, a quien miró primero, antes de saludar a Hester.
—¡Hola, señora Monk! ¿Qué hace por estos pagos? ¿Problemas?
—Cómo no —contestó Hester, tendiéndole la mano.
Crow extendió sus largos dedos y los miró con disgusto.
—Voy sucio —dijo, meneando la cabeza. Dirigió la mirada a Scuff otra vez, como para cerciorarse de que el chico estaba bien. Crow había dejado todas sus demás ocupaciones para ayudar a buscar a Scuff cuando lo secuestró Jericho Phillips.
Hester bajó la mano, sonriéndole a su vez.
—¿Se ha enterado de que asesinaron a Mickey Parfitt? —preguntó, poniéndose a su lado mientras recorrían la estrecha calle hacia el río, pisando con cuidado para evitar la alcantarilla.
—Desde luego —contestó Crow—. No se ofenda, señora Monk, pero espero que no encuentren al pobre diablo que lo hizo. Si ha venido a pedirme ayuda, lo siento, pero estoy muy ocupado. Le sorprendería la cantidad de gente enferma que hay por aquí.
Levantó la vista hacia las atestadas casas de vecinos que se alzaban a izquierda y derecha de ellos, sucias de humo y chorreando agua desde los aleros.
Hester lo miró. Había endurecido la expresión y no quedaba ni rastro de su simpática sonrisa. Había tratado con él de vez en cuando desde el primer caso de Monk en el río, casi un año atrás, pero ahora cayó en la cuenta de que solo conocía los aspectos más superficiales de su carácter. Aquel hombre que nunca hablaba de su pasado contaba con una buena formación médica que usaba para asistir a quienes vivían al borde de la ilegalidad —fueran hombres o animales— o bajo la férrea garra de la pobreza. Sus pacientes le pagaban como buenamente podían.
Hester no sabía qué le había impedido doctorarse y ejercer como médico. Su acento no era el de la zona portuaria, pero tampoco conseguía ubicarlo en ningún otro lugar. Se preocupaba por Scuff, y eso era lo único que importaba. Uno conocía a las personas mucho menos de lo que se figuraba. Los padres, el lugar y la fecha de nacimiento y la formación académica decían menos sobre el corazón de una persona que unas cuantas buenas obras cuando el coste era alto.
—Me temo que ya tenemos una idea bastante aproximada de quién lo hizo —respondió Hester al comentario de Crow, con la vista en el suelo para no tropezar con los adoquines rotos—. Estoy intentando encontrar un motivo para sembrar la duda acerca de su culpabilidad, y si eso no es posible, como mínimo para demostrar que no merece la soga.
Crow se sorprendió.
—¿Quiere que se salve?
Hester no lo habría dicho tan claramente y tomó aire para negarlo. Entonces vio a Scuff y se dio cuenta de que Crow quizá tuviera razón y eso fuera precisamente lo que deseaba. Resultaba complicado contestar a su pregunta con sinceridad teniendo a Scuff entre ambos, pendiente de cuanto decían. Tal vez lo mejor sería decir la pura verdad.
—Quiero que ese comercio termine de una vez por todas —dijo—. Por eso tengo que desenmascarar al hombre que está detrás de todo esto, el que pone el dinero. Y preferiría que Rupert Cardew no fuera el chivo expiatorio.
Crow la miró incrédulo.
—¿Le gustaría hacerse con las joyas de la corona al mismo tiempo, para redondear el asunto?
Bordeó un montón de basura y una rata salió corriendo.
—No demasiado —contestó Hester, manteniendo la seriedad de su expresión—. No sé qué uso podría darles. Hay que caminar muy tiesa para que no se te caiga una corona. Me parece que sería incapaz de hacerlo bien.
Scuff se quedó perplejo.
—Está bromeando —le dijo Crow, apoyándole una mano en el hombro—. Al menos, eso espero.
—A medias —concedió Hester. Luego sonrió—. A lo mejor podría hacerlo, pero, si se me cayera algo, todo el mundo tendría que correr a recogerlo.
—Si llevara corona, espero que se sintieran obligados —contestó Crow.
Scuff se rio, pero el miedo de volver a estar perdido, separado de ella, era bien perceptible en su risa y Hester lo oyó tan afilado como la punta de un puñal.
Caminaron unos doscientos metros en silencio, pasando entre más cajas, barriles y montones de madera. Finalmente llegaron a la escalinata del transbordador que los llevaría a la ribera norte. La marea cambiaba y el agua estaba picada. Hileras de barcazas remontaban el río cargadas de carbón, madera y toneles. Pasó una gabarra con todas las velas desplegadas. La luz brillaba en la superficie del agua y el viento rompía las crestas de las olas, esparciendo finos rociones.
—Quiero conocer los detalles que la policía no será capaz de descubrir —dijo Hester a Crow, una vez que hubieron desembarcado en la ribera norte—. Cualquier rumor.
En realidad no sabía a qué se estaba refiriendo. Los hechos decían que Rupert era culpable. ¿Era posible justificar ante la ley que alguien matara a un sujeto como Mickey Parfitt? ¿Cabía convencer a un jurado de que pidiera clemencia? ¿O cuando se enterasen de la brutalidad que vendía, creerían que cualquier hombre que se hubiese metido en aquello, aunque fuese despacio y sin darse cuenta, no era mejor que el propio Parfitt? Sus víctimas eran ricas, pues de lo contrario de nada le servirían. No pasaban hambre y frío, simplemente se aburrían. ¿Eso era realmente una excusa?
¿O todo se debía al afecto que le inspiraba Rupert y a que, por el bien de Scuff, estaba desesperada por descubrir al hombre que había detrás, y de este modo impedirle que reanudara sus actividades contratando nuevo personal? Era importante que Scuff viera que tenían éxito, que creyera que realmente podía suceder, y además hacerlo partícipe de ello.
—Crow… —comenzó Hester—. ¿Piensa que podría tratarse de algo tan simple como una rivalidad comercial? Parfitt debió de ganar mucho dinero con ese barco. Si otro se hiciera con el negocio y la clientela, ganaría tanto o más, ¿no? Me parece que lo más importante es que sepa cómo se llevaba el negocio. ¿Quién se beneficia de su muerte, desde un punto de vista comercial? Olvidémonos del chantaje y de los aspectos morales; centrémonos en el dinero.
Crow asintió muy despacio, sonriendo.
—Deme un par de días. —Ladeó un poco la cabeza—. Supongo que quiere saber todos los pormenores, no solo mis conclusiones.
—Sí, por favor. Mis conclusiones podrían ser distintas.
Crow no respondió a eso, pero una chispa de humor brilló en sus ojos.
—Serán desagradables —advirtió.
—Cuento con ello. Gracias.
Ya no quedaba más que decir, de modo que se despidió de Crow y se marcharon.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Scuff, que para no rezagarse daba un saltito cada pocos pasos—. No vamos a dejar que lo haga todo él, ¿verdad?
Había duda en su voz, y un deje de decepción.
—No —contestó Hester con firmeza—. Vamos a ver si alguien más con interés en los beneficios que daba el barco estuvo allí la noche en que mataron a Parfitt. Scuff se quedó perplejo.
—¿Y cómo vamos a hacerlo?
Hester no le había contado lo que Sullivan había dicho sobre Arthur Ballinger y suponía que Monk tampoco. Si en efecto había algo de cierto en ello, la ignorancia sería su mejor escudo protector.
—Bueno, si se trata de una de las personas que tengo en mente, tendrá que haber ido río arriba desde su casa. Si encuentro a alguien que lo viera, sería un buen comienzo.
—¿Cómo un conductor?
—Creo que empezaré por los barqueros. Los conductores de los coches de punto no suelen ver bien la cara de la gente, sobre todo cuando ya es de noche.
—¡Claro! —dijo Scuff, entusiasta—. Si vas sentado en una barca, el barquero por fuerza te ve la cara, ¿eh? O sea que, si no quería ser visto ni que lo recordaran, remaría río arriba por sí mismo. O si no podía, habría cruzado hasta donde fuera menos probable que llamara la atención.
—Sin duda —confirmó Hester—. Probemos primero con los barqueros de los transbordadores de Chiswick. El camino más corto desde casi todo Londres sería tomar un coche de punto hasta Putney Bridge, cruzar a Barnes Common y coger un transbordador desde la otra orilla hasta el sitio donde estaba fondeado el barco de Parfitt, justo detrás de Corney Reach.
—Sí —dijo Scuff, aunque Hester sabía que no había entendido nada. Scuff conocía el Pool de Londres tan bien como la palma de su mano, pero poco más aparte de eso. Lo que quería decir era que no iba quedarse al margen.
Tardaron hasta bien entrada la tarde en ir desde el este, cerca del mar y de los grandes muelles y dársenas, cruzando la ciudad en ómnibus hasta los barrios señoriales del oeste, para luego adentrarse en la exuberante campiña y cruzar el río hasta la ribera sur. Ninguna línea de ómnibus cruzaba Barn Elms Park hasta el municipio de Barnes, cuya calle principal discurría al borde del agua. Ambos estaban cansados, sedientos y con dolor de pies cuando se detuvieron en la taberna White Hart, pero Scuff no se quejó ni una sola vez.
Hester se preguntó si el silencio de Scuff se debía a que estaba pensando en aquel lugar tan diferente a los que conocía: verde, bien cuidado, casi reluciente bajo la luz que reflejaba el agua. A primera vista se tenía la impresión de que estaba lejísimos del oscuro rincón del río donde Jericho Phillips había tenido su barco. Allí la corriente arrastraba los detritos del puerto, trozos de madera que flotaban a la deriva, pedazos de tela y de cuerda, restos de comida y aguas residuales. Se oía el ruido de la ciudad incluso de noche, el chacoloteo de los cascos de caballo sobre el adoquinado, gritos, risas, traqueteo de ruedas y, por supuesto, siempre se veían las luces, las farolas y los faroles de los carruajes salvo si la bruma lo emborronaba todo. Entonces se oía el lastimero bramido de las sirenas.
En aquel tramo, el río era más estrecho. Había astilleros a lo largo de la ribera norte. Las tiendas estaban abiertas y bulliciosas, de vez en cuando pasaba un carro, los hombres daban voces, pero todo era más pequeño y no había ningún olor a humo de fábrica, sal y pescado, ni se oía a las gaviotas. Una gabarra se deslizaba río arriba con las velas apenas hinchadas por la brisa.
Scuff no podía dejar de mirar los vestidos limpios y de tonos pálidos de las mujeres que paseaban y reían como si no tuvieran nada mejor que hacer.
Hester y Scuff decidieron que primero debían comer: un almuerzo tardío compuesto por empanada fría de carne, verduras y, como capricho especial, una cerveza con limonada.
Scuff terminó su vaso y lo dejó sobre la mesa, se relamió y miró a Hester esperanzado.
—Cuando seas mayor —dijo Hester.
—¿Cuánto tengo que crecer para ser mayor? —preguntó Scuff.
—Siempre estarás creciendo.
—¿Cuándo podré tomar otra de estas?
No iba a darse por vencido fácilmente.
—Dentro de unos tres meses —contestó Hester, costándole disimular la sonrisa—. Pero puedes tomar otro pedazo de empanada, si te apetece. ¿O prefieres tarta de ciruelas?
Scuff decidió apurar su suerte. Frunció el ceño.
—¿Qué tal las dos cosas?
Hester pensó en el mandado que estaban haciendo y en lo que los había llevado a ello.
—Buena idea —aceptó—. A lo mejor yo hago lo mismo.
Cuando no quedó ni una miga en ninguno de los dos platos, Hester pagó la cuenta. Scuff le dio las gracias con mucha seriedad y luego hipó. Bajaron al río y comenzaron a buscar barqueros, pescadores, a cualquiera que matara el rato frente al agua conversando, entreteniéndose con pequeños arreglos en los barcos o los aparejos, por lo general contemplando cómo caía la tarde.
Pasaron más de dos horas, placenteras pero poco provechosas, antes de que encontraran al barquero patizambo que dijo haber llevado a un caballero de la ciudad entrada la noche, la madrugada anterior a que encontraran el cuerpo de Mickey Parfitt en Corney Reach.
—Ay, no sé cómo se llama, señora —dijo con desconfianza—. Nunca pregunto el nombre a los pasajeros. No tengo motivos para hacerlo. Tampoco pregunto adónde van. No es asunto mío. Me limito a ser cortés, a charlar un poco para pasar el rato y a dejarlos en la otra orilla, sanos y salvos. Recuerdo, no obstante, que ese caballero tenía mucha categoría, sabía toda clase de cosas.
Hester notó que se le encogía el estómago y, de repente, la posibilidad de una tremenda tragedia devino real, un dolor que desfiguraba para siempre.
—¿En serio? ¿Qué aspecto diría usted que tenía?
El barquero ladeó un poco la cabeza y la miró, luego miró a Scuff y finalmente de nuevo a Hester.
—¿Por qué quiere saberlo, señora? ¿Le ha hecho algo malo?
Hester supo en qué estaba pensando el barquero y le siguió la corriente sin un ápice de vergüenza.
—No lo sabré hasta que sepa si estuvo aquí —contestó, esforzándose por disimular la comicidad de la situación. Tenía ganas de reír, pero entonces pensó en las mujeres que debían pasar por trances como aquel y el humor desapareció. Se avergonzó de su insensibilidad.
—Creo que no, guapa —dijo apenado, mordiéndose el labio inferior—. Ese tipo era un poco viejo para usted.
—¿Demasiado viejo? —preguntó Hester sorprendida. Tragó saliva. No podía tratarse de Rupert. Él tenía poco más de treinta años; era más joven que ella—. ¿Está seguro? —Estaba ganando tiempo, buscando una excusa para pedirle que se lo describiera con más detalle.
El barquero se mordió las mejillas.
—Quizá no tendría que haber dicho eso. Seguía siendo un hombre apuesto.
—¿Pelo rubio? —preguntó Hester, recordando a Rupert bajo el sol en el umbral de la clínica—. ¿Delgado y bastante alto?
—No —contestó el barquero categóricamente—. Lo siento, señora. Tendría unos sesenta años y el pelo oscuro, casi negro, según pude ver a la luz de las farolas, claro. Pero corpulento sí era, y alto no, como dice usted. Sería de estatura mediana.
Teniendo en cuenta que el barquero era inusualmente bajo, Hester se preguntó qué consideraría como estatura mediana. Ahora bien, quizá se ofendería si se lo preguntaba y, además, necesitaba de su ayuda.
—¿Regresó de nuevo más tarde? —preguntó, cambiando de tema. Se sentía torpe por haber dado a entender que no se trataba del mítico marido que la había abandonado. Entonces se le ocurrió una idea—. Verá, temo que pudiera ser mi padre. Tiene muy mal carácter y… —Dejó el resto sin decir; una sugerencia al aire—. No estaría… herido, ¿verdad?
—Un camorrista, ¿eh? —dijo el barquero, encogiendo los hombros—. Pero él estaba bien. Un poco desaliñado, como si se hubiera peleado, pero más tieso que un ajo. Bajó al embarcadero y saltó a su barca. No se preocupe por él. Y no sé nada sobre el rubio. Nunca lo he visto.
—Quizá no estuvo aquí.
Lo dijo sintiendo un gran alivio. Le constaba que era una tontería. No significaba nada, solo una dificultad menos entre más de un centenar.
—¿Qué significa todo esto? —preguntó Scuff cuando hubieron dado las gracias al barquero y se alejaban por el camino—. ¿Es bueno?
—No estoy segura —contestó Hester. Al menos eso era verdad—. Desde luego no era Rupert. Ni siquiera en plena noche podrías confundirlo con un hombre de sesenta años. Y si iba desaliñado, pudo ser por una pelea que, a juzgar por lo que nos han contado, ganó.
—¿Como asfixiar a Mickey Parfitt y tirarlo por la borda? —preguntó Scuff.
—Como dejarlo fuera de combate, estrangularlo con una corbata de seda anudada y luego tirarlo por la borda —concretó Hester.
Scuff se estremeció.
—¿Había más gente en el barco?
—Esa noche, no, según parece, salvo los niños encerrados bajo cubierta.
Scuff titubeó.
—¿Dónde están ahora?
Hester percibió la tensión de su voz, el vivo recuerdo que traslucían sus ojos.
—Están todos a salvo —le dijo sin vacilar—. Cuidados, limpios y alimentados.
Scuff tardó un momento en darse por satisfecho y creerla. Poco a poco fue perdiendo la rigidez de la espalda y los hombros.
—Entonces, ¿quién fue? ¿El hombre que mató a Mickey Parfitt?
—Es muy probable.
—¿Cómo descubriremos quién es?
—Tengo una idea. Pero ahora nos vamos a casa.
—¿No vamos a buscarlo?
Temblaba ligeramente, procurando mantenerse bien erguido para que no se notara. Se abrochó la chaqueta, aunque no hacía nada de frío.
—Antes tengo que hacer unas cuantas preguntas a William. Dudo que se me presenten dos oportunidades, de modo que debo hacerlo bien a la primera.
—No te dará permiso —advirtió Scuff—. Yo no lo haría, si fuese él.
—Creo que llevas razón. —No se molestó en disimular su sonrisa—. Por eso no se lo pediré, y tú tampoco.
—Ya veremos.
Hester lo miró. No era una amenaza. Tenía miedo por ella. Lo vio en sus ojos: reflejaban sufrimiento. Scuff había encontrado un poco de seguridad por primera vez en su vida, y esta ya se estaba viendo amenazada. Estaba acostumbrado a perder, pero aquello era demasiado profundo para que lo manejara solo, aunque también estaba demasiado acostumbrado a la soledad para ser capaz de compartirlo, demasiado vulnerable incluso para reconocerlo.
—Iré contigo —dijo mirándola a la cara, previendo que ella lo rechazaría.
Su reacción fue precipitada. Quizás ambos lo lamentarían.
—Gracias —aceptó Hester—. Si William se enfada, le diré que solo me has acompañado para asegurarte de que estaba a salvo. No será culpa tuya.
Scuff sonrió y hundió las manos en los bolsillos.
—No, no lo es —respondió, sumamente aliviado.
En verdad, lo que Hester quería saber a través de Monk era lo que le habían dicho acerca del paradero de Arthur Ballinger la noche en que mataron a Mickey Parfitt. La descripción que le había dado el barquero del transbordador encajaba extraordinariamente bien con él, aunque por supuesto también encajaba con la de otros varios miles de caballeros. Detestaba siquiera pensarlo por el daño que causaría a Rathbone y también a Margaret, pero, por el bien de Scuff, era preciso detener a quien estuviera detrás de los barcos de hombres como Phillips y Parfitt, y ahorcarlo por asesinato sería tan eficaz como una cadena perpetua por el secuestro y abuso de niños. Dudaba que alguna vez pudiera demostrarse el chantaje, puesto que nadie se reconocería como víctima. Esa era una de las ventajas con las que contaba el chantajista.
—¿Por qué? —preguntó Monk de inmediato. Estaban de pie uno al lado del otro con los ventanales entornados en la calma del anochecer, y en el aire flotaba el olor a tierra y a hojas húmedas. El sol se había puesto y apenas se oía nada en el pequeño jardín, a excepción del viento en las hojas y el ocasional ululato de un búho que volaba bajo. Seguramente había venido desde Southwark Park, que quedaba a solo un centenar de metros. El cielo estaba totalmente despejado, la última luz del día hacía que el río brillara como una bandeja de peltre. Allí arriba no llegaban los sonidos de los barcos ni los gritos ni las sirenas. Una gabarra de vela latina remontaba el Támesis tan silenciosa como un fantasma.
—¿Por qué? —repitió Monk, observándola.
Hester no tenía la menor intención de engañarlo, solo pretendía reservarse su opinión.
—Porque esta mañana he hablado con Crow por si podía ayudar.
—¿Ayudar a quién? —preguntó Monk en voz baja—. ¿A Rupert Cardew? No puedo echarle la culpa de matar a Mickey Parfitt, pero la ley no lo perdonará, Hester, por más vil que fuera Parfitt. Salvo si fue en defensa propia. Y, sinceramente, eso resulta increíble. ¿Te imaginas a un hombre como Parfitt aguardando a que Cardew se quitara la corbata e hiciera media docena de nudos en ella para luego enrollársela al cuello y apretar?
—¿No le golpeó la cabeza primero? —arguyó Hester—. Si estaba inconsciente, no podía detenerlo. Rupert quizá… —se interrumpió. Era el mismo argumento que estaba exponiendo Monk—. Sí, ya lo entiendo —admitió—. Si estaba inconsciente ya no representaba un peligro para Rupert ni para nadie más.
—Exacto. No puedes ayudarlo, Hester.
Había pesadumbre en su voz, y derrota, y en sus ojos un humor amargo. Hester supo que estaba recordando con ironía cómo habían reñido con Rathbone cuando este defendió a Jericho Phillips ante el tribunal, y en lo seguros que habían estado de ganar, dándolo por sentado al estar convencidos de su absoluta culpa moral.
Hester quería discutir, pero cualquier razonamiento que surgía de su mente devenía un sinsentido cuando intentaba expresarlo con palabras. Todo terminaba de la misma manera: no quería que Rupert fuese culpable. Le caía bien, y le estaba agradecida por el apoyo brindado a la clínica. Lo lamentaba muchísimo por su padre. Sabía perfectamente que no era el poder ni el dinero que había detrás del negocio de Parfitt, y quería acabar con el hombre que lo fuera. Trataba de forzar las pruebas para que encajaran con sus propias necesidades, cosa no solo deshonesta, sino, en definitiva, absurda.
—No, supongo que no —concedió.
Monk le cogió una mano con ternura. No había más que añadir.
Desde que rescataron a Scuff del barco de Phillips, lastimado, asustado y muy débil, había dispuesto de su propia habitación en casa de Monk y dormía allí cada noche. Se trataba de un acuerdo tácito, del que nunca habían hablado. Al principio, interrogaba a Monk y a Hester cada vez que regresaba a la casa; se había empeñado en salir casi a diario, en cuanto estuvo en condiciones de hacerlo, solo para demostrar que seguía siendo independiente y bastante capaz de cuidar de sí mismo. Tanto Monk como Hester se guardaron de hacer algún comentario al respecto.
La tercera noche después de que Hester se hubiese visto con Crow, Scuff llegó mucho antes de la hora de cenar y se plantó en la puerta de la cocina, olisqueando apreciativamente el aroma de una empanada que se estaba horneando. Vio a Hester coger la sartén y ponerla encima del fogón.
—Crow tiene algo para ti —dijo Scuff, la mar de contento—. Me ha pedido que te diga que se reunirá contigo en la orilla de enfrente de la isleta de Chiswick a mediodía, con lo que le pediste. Lo más barato será coger el tren hasta Hammersmith y luego un coche de punto hasta el puente de Hammersmith, cruzar el río y seguir ese camino. Sé dónde está. —Inhaló profundamente—. ¿Eso es tarta de manzana?
Al día siguiente, Hester y Scuff llegaron al lugar acordado con un cuarto de hora de antelación y se quedaron contemplando los barcos en el río. Hester percibió un movimiento con el rabillo del ojo y al volverse vio la desgarbada figura de Crow aproximándose a grandes zancadas por el muelle. El viento le sacudía la levita y le alborotaba el pelo.
Hester echó a caminar hacia él.
Crow miró a Scuff cuando se encontraron.
—¿Se trata de algo que él no debería saber? —preguntó Hester enseguida—. Puedo enviarlo a hacer un recado. Ha insistido en venir. Está… cuidando de mí.
Seguramente no sería preciso dar más explicaciones a Crow.
—El asunto es aún peor de lo que creía —dijo Crow en voz muy baja—. Aunque no sé si le servirá de algo a su amigo. Si hubiese sabido lo que ese cabrón hacía con los niños lo habría matado yo mismo, y no de un golpe en la cabeza. —Su expresión era dura, apretaba los labios—. Le habría practicado una operación quirúrgica que sin duda no habría aprobado, asegurándome de que viera y sintiera cada paso.
Miró a Scuff, y cuando Scuff se volvió para mirarlo a su vez, la ira desapareció de los ojos de Crow. Se obligó a sonreír, dedicando al chiquillo aquella amplia sonrisa tan característica en él.
—¿Tiene algo para nosotros? —preguntó Scuff.
—Por supuesto —contestó Crow—. ¿Crees que habría subido hasta estos confines del mundo si no lo tuviera? Es por aquí.
Y sin más explicaciones los condujo por la calle, con tabernas y barcos en un lado y la empinada orilla del río en el otro.
Al cabo de unos cien metros cruzó la calle, esquivando unos cuantos carros que pasaban, y enfiló la estrecha entrada de un sendero que discurría tierra adentro entre talleres y casas. Después cruzaron un prado y se metieron en un callejón que daba a Chiswick Field. Llamó a la puerta de una de las casas y luego, tras vacilar un momento, volvió a llamar con la misma cadencia.
La puerta la abrió de inmediato una chica de diecinueve o veinte años. Era rolliza y tenía la piel muy pálida, inmaculada, y el cabello tan claro que se veía casi blanco en el oscuro vestíbulo. Al ver a Crow se le crispó el semblante como si tuviera miedo, pero no intentó cerrar de nuevo la puerta.
Crow le dedicó su enorme sonrisa, mostrando sus dientes relucientes, y empujó la puerta hasta que chocó con la pared de detrás.
—Hola, Hattie —saludó alegremente—. No somos inoportunos, ¿verdad? He venido acompañado.
Sin volver la vista atrás, hizo una seña a Hester y a Scuff para que lo siguieran al interior de la vivienda.
Scuff pasó el último y cerró la puerta a sus espaldas, mirando a un lado y a otro, casi pisándole los talones a Hester.
Hattie los condujo a una angosta cocina donde un fueguecito mantenía caliente una hornilla, y en un rincón, la bomba del agua goteaba en un cubo de hojalata.
—¿Qué quiere? —dijo Hattie muy tensa, tragando saliva. Tenía unos grandes ojos azul claro que mantenía fijos en Crow como si no hubiese nadie más en la habitación.
—Cuenta a la señora Monk lo que me dijiste sobre Rupert Cardew —contestó Crow. Su voz era amable, casi persuasiva, pero transmitía una autoridad que desmentía su desenfada expresión.
Hattie volvió a tragar saliva. Hester se fijó en que le temblaban las manos.
—La cogí yo —dijo, no a Hester tal como le habían indicado, sino a Crow.
—¿Qué cogiste, Hattie? —insistió Crow.
La muchacha se llevó la mano a la garganta.
—Su corbata. De todas maneras se la había quitado y, cuando no miraba, la cogí. Iba tan borracho que se marchó sin darse cuenta de que no la llevaba.
—Su corbata. ¿De qué color era, Hattie?
—Azul, con unos animalitos amarillos.
Hizo una especie de garabato en el aire con el dedo.
—¿Por qué?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. ¿Fue Mickey Parfitt quien te dijo que la cogieras?
—¡No! Fue… —Tragó saliva una vez más—. Fue la noche antes de que lo encontraran en el río.
—¿A quién se la cogiste, Hattie?
—Al señor Cardew. Ya se lo he dicho.
—¿Y para quién? ¿A quién se la diste?
Hattie negó con la cabeza y el cuerpo se le tensó hasta dar la impresión de tener los músculos agarrotados.
—No… No sé quién se la quedó. ¡No pienso decir nada más! Me juego la vida.
Crow se volvió hacia Hester.
—Es cuanto he podido sonsacarle. Lo siento.
Hester miró a la chica. Quizá su vida corriera peligro. No era difícil de creer.
—No importa —dijo a media voz—. Lo único importante es que Rupert no la tenía consigo, de modo que no pudo ser quien la anudó y estranguló a Mickey Parfitt. Gracias. Ha sido de gran ayuda.
Sonrió a Crow, y notó que la sonrisa crecía en su semblante. Por descontado, tendría que interrogarla de nuevo para averiguar a quién le había dado la corbata, pero quizá sería posible descubrirlo a través de otras personas. Alguien tuvo que ver a un desconocido. Por el momento, el alivio de saber que Rupert no era culpable era cuanto necesitaba.
El asesinato de Mickey Parfitt y el anónimo propietario de los barcos serían lo siguiente, una cosa después de otra. Sonrió a Hattie y volvió a darle las gracias.