Capítulo 2

A primera hora de la mañana Corney Reach estaba desierto. La espesa neblina confería al río un aire fantasmagórico, como si su tersa y sombría superficie se hubiese extendido hasta el horizonte. Se sentía en la piel y llenaba la nariz con su penetrante olor.

En la ribera sur del Támesis los árboles se inclinaban sobre el agua, y algunos llegaban a rozarla. A cincuenta metros se veían velados, indistintos; a cien no eran más que formas vagas, esbozos de siluetas entre la bruma. El silencio lo engullía todo salvo el ocasional chapoteo de la marea en las piedras y la vegetación de la orilla.

El cadáver estaba inmóvil, boca abajo. El abrigo y el pelo flotaban en torno a él, haciendo que pareciera mayor de lo que era. Pero aun estando parcialmente sumergido, el golpe en la parte trasera del cráneo resultaba visible. La corriente hacía que diera ligeros topetazos contra las piernas de Monk, que tuvo que hacer un esfuerzo para no hundirse en el fango.

—¿Quiere que le dé la vuelta, señor? —preguntó el agente Coburn.

Monk se estremeció. El frío estaba dentro de él, no en el aire húmedo de principios de otoño. Detestaba mirar a los muertos a la cara, aunque aquel hombre quizás hubiese sufrido un accidente. En tal caso, le fastidiaría que le hubiesen hecho ir hasta un tramo tan alto del río, más allá de las afueras de la ciudad. Le habrían hecho perder el tiempo igual que a Orme, su sargento, que se encontraba a unos cinco metros de él, con el agua hasta las rodillas.

—Sí, por favor —contestó Monk.

—De acuerdo, señor.

El agente Coburn se inclinó a pesar del agua que le mojaba las mangas del uniforme, y tiró del cadáver hasta que este quedó flotando boca arriba.

—Gracias —dijo Monk.

Orme se acercó, levantando remolinos de lodo. Miró a Monk y luego bajó la vista hacia el muerto.

Monk estudió el rostro de este. Aparentaba unos treinta años. No podía llevar mucho tiempo en el río porque sus facciones apenas se habían desfigurado. Solo presentaba una leve hinchazón de las partes más blandas, ninguna lesión atribuible a los peces o a otros carroñeros. Tenía la nariz afilada y huesuda, la boca ancha y de labios finos, y las cejas pálidas. El pelo se veía desvaído, aunque resultaría más fácil determinar su color cuando estuviera seco.

Monk le abrió un párpado. El iris era azul, el blanco estaba moteado de sangre. Dejó que el ojo se cerrara otra vez.

—¿Alguna idea sobre su identidad? —preguntó.

—Sí, señor. —El desagrado ensombreció el semblante de Coburn—. Es Mickey Parfitt, señor, un maleante de poca monta. Hacía de perista, de chulo… En general sacaba provecho del sufrimiento ajeno.

—¿Está seguro?

—Absolutamente, señor. ¿Ha visto el brazo derecho?

Monk no reparó en nada, pero la chaqueta cubría el brazo derecho del muerto hasta el comienzo de los dedos. Luego echó un vistazo al brazo izquierdo y advirtió que el derecho era como mínimo diez centímetros más corto. Lo agarró y notó el músculo atrofiado. El izquierdo era delgado pero duro. En vida debió de ser fuerte, quizá para compensar la atrofia del derecho.

—¿Quién lo ha encontrado? —preguntó Monk.

’Orrie Jones, pero está medio chiflado —contestó Coburn, dándose unos toques en la cabeza—. Fue Tosh quien nos avisó. De vez en cuando trabajaba para Parfitt. Suponiendo que eso sea trabajar, claro. ¡Buena pieza está hecho, el jodido de Tosh!

—¿No es alcantarillero? —preguntó Monk con curiosidad, refiriéndose a los hombres que se buscaban la vida recogiendo pequeños objetos de valor que acababan en la cloaca, con inclusión de una notable cantidad de joyas. Si uno se adueñaba de un buen tramo de cloaca, podía conseguir valiosos alijos.

—Lo fue, o al menos eso dice —contestó Coburn—. Pero se cansó. O quizá perdió su territorio.

—¿Qué hacía ’Orrie Jones tan temprano en la orilla del río?

—Lo mismo me he preguntado yo —dijo Coburn, que apretó los labios con una mueca de fastidio—. Dice que estaba respirando un poco de aire fresco antes de empezar su jornada de trabajo.

—¿Usted cree que mató a Parfitt? —preguntó Monk sin convicción.

—No. Es tan tonto como inofensivo. Aunque no me extrañaría que anduviera buscándolo.

—¿Se le ocurre algún motivo? ¿Y por qué esperaría encontrar a Parfitt a orillas del río a las cinco o las seis de la mañana?

Coburn se mordió el labio inferior.

—Buena pregunta, señor. ’Orrie hacía trabajillos para Mickey, como llevarlo en barca de un sitio a otro, realizar algunos recados… Seguro que tenía motivos para saber que lo encontraría por aquí.

—¿Motivos para saber que estaba muerto? —le sugirió Monk.

—Es posible.

—¿Y también quién lo había matado?

Coburn negó con la cabeza.

—Desde luego, es posible. Pero dudo que nos lo diga.

—Siendo así, más vale que busquemos a los amigos de Mickey y a sus enemigos —respondió Monk—. Me figuro que no cabe esperar que fuera un accidente…

—Puede esperar lo que guste, señor, pero no solemos tener la suerte de que los indeseables como Mickey sufran accidentes.

Monk dirigió la mirada hacia Orme, que frunció el ceño. Era un hombre robusto y taciturno, acostumbrado al río y a quienes sacaban provecho de él.

—Me pregunto si lo mató ese golpe —dijo pensativo—. ¿Y qué hacía aquí arriba, a todas estas? ¿Estaba solo? ¿Hasta qué altura remontaría el río?

Monk pensaba en la sangre que había visto en los ojos del muerto. No presentaban el aspecto de los de un ahogado. Se agachó y levantó un párpado otra vez, luego el otro. Con cuidado, sirviéndose de ambas manos, abrió la chaqueta y el cuello de la camisa mojada, revelando un cuello delgado.

Orme soltó un suspiro.

—¡Por Dios! —dijo Coburn con voz ronca.

La garganta estaba hinchada, pero la inconfundible marca de una ligadura penetraba profundamente en la carne. Cada pocos centímetros, en intervalos irregulares, había magulladuras, como si lo que hubieran usado para estrangularlo tuviese nudos que habían lacerado aún más el cuello.

—Es imposible que algo así ocurriera por accidente —constató Monk con gravedad—. Mucho me temo que a este hombre lo han matado. Saquémoslo del agua y a ver qué consigue averiguar el forense. Luego mantendremos una charla con ese tal ’Orrie, que tan fortuitamente lo encontró. Y con Tosh. ¿Cuál es su nombre completo? —preguntó, mirando a Coburn.

—No tengo ni idea —respondió Coburn.

Regresaron a la orilla. Orme y Coburn arrastraron el cuerpo y, entre los tres, lo depositaron en tierra firme haciendo lo posible por mantener el equilibrio, dado que el barro cedía bajo sus pisadas. Lo último que Monk deseaba era caer al agua y acabar calado hasta los huesos. Bastante molesto era ya tener los zapatos empapados y que las perneras de los pantalones se agitaran heladas contra sus piernas.

Una vez que hubieron dejado el cadáver en el carro que Coburn había mandado a buscar, lo siguieron con aire adusto a través de los campos, hasta la carretera. Una vez en esta subieron al carro y fueron sentados el resto del camino.

Monk todavía no se había familiarizado con el régimen de mareas del Támesis, y menos aún tan río arriba. Al principio había supuesto que el cuerpo habría sido arrastrado aguas abajo hacia el mar, pero se abstuvo de decirlo.

—¿Qué distancia piensa que fue arrastrado? —preguntó. Desconocer la marea de un lugar concreto era aceptable. Había muchos factores de por medio: la velocidad, las corrientes y los obstáculos, así como la hora.

—Depende de por dónde entrara —contestó Coburn. Guio el caballo hacia la derecha, enfilando hacia Chiswick—. Puede haber sido arrastrado en ambos sentidos, si no lo ha frenado algún obstáculo de la orilla. Es difícil precisarlo.

—¿Suben muchas gabarras hasta aquí? —inquirió Monk. En todo el tiempo que llevaban allí, y ya era media mañana, solo habían visto dos.

—No muchas —respondió Coburn—. Y por lo general se mantienen tan alejadas como pueden. Nadie quiere toparse con bancos de arena, troncos caídos o basura. Será más fácil averiguar qué hacía en el agua que intentar calcular por dónde entró partiendo del sitio en que lo hemos encontrado.

Chiswick quedaba a menos de dos kilómetros y cuando llegaron lucía el sol. Las calles estaban atestadas de carros, carretas y carromatos de toda clase, y las aceras, de peatones. Había varias gabarras amarradas en los muelles, cargando y descargando mercancías.

El médico forense, que había acudido desde la ciudad, se hizo cargo de los restos de Mickey Parfitt, prometiendo entregar su informe sin tardanza. Parecía que aguardara un desafío, que le exigiesen que se diera prisa, pero no fue así. Monk ya sabía que habían estrangulado a Parfitt después de asestarle un golpe tremendo en la cabeza. No tenía sentido golpear a un hombre muerto. El arma podía ser prácticamente cualquier cosa. Lo que lo había estrangulado resultaba más interesante, pero la forma de las magulladuras lo indicaba con bastante claridad. El forense tendría que cortar la ligadura para averiguar más.

—Quiero ver a ese tal Tosh —dijo a Coburn mientras salían del depósito de cadáveres.

—Sí, señor. Ya me lo le figurado. Lo tenemos en comisaría. Y, cosa rara, se muestra de lo más servicial —agregó, torciendo de nuevo el gesto con desagrado.

Monk no contestó, limitándose a seguirlo al otro lado de la calle hasta la comisaría, donde Tosh aguardaba en la sala de interrogatorios, bebiendo sorbos de té y comiendo un bollo azucarado. Su actitud era apropiadamente sobria, como correspondía a un hombre que acaba de informar del hallazgo de un cadáver. No obstante, Monk percibió cierto viso de satisfacción en su rostro alargado cuando se levantó lentamente, poniendo cuidado en no derramar el té.

—Buenos días, caballeros —dijo con una voz sorprendentemente bien modulada. Era un hombre alto, estrecho de hombros, con la nariz bastante larga y una mata de pelo muy crespo que le cubría toda la cabeza—. Un asunto bien triste. —Se volvió hacia Monk, reconociendo a la autoridad de inmediato—. Tosh Wilkin. ¿En qué puedo servirle?

Monk se presentó.

—Encantado, señor Monk —saludó Tosh con gravedad—. Ha subido desde Wapping, ¿eh? Sin duda se lo toma todo muy en serio.

—Un homicidio siempre es un asunto muy serio, señor Wilkin.

—¿Un homicidio, dice usted? —dijo Tosh, fingiendo una ligera sorpresa—. Y yo que pensaba que solo había tenido mala suerte y se había caído sin más.

—¿De veras? ¿No se fijó en la ligadura que tenía en el cuello?

Tosh adoptó un aire inocente.

—¿La qué?

—La cuerda con nudos que le rodeaba el cuello —explicó Monk. Observó los ojos de Tosh, su rostro, las manos largas y escrupulosamente limpias. Nada lo delató.

—Lo cierto es que no —contestó Tosh—. Aunque también es verdad que solo le eché un vistazo para asegurarme de que ’Orrie no estuviera alucinando. En cualquier caso, era asunto de la policía. No está bien que la gente corriente se entrometa. Mi lema es no tocar. Por eso avisé al agente Coburn.

Vaciló, como si no supiera exactamente cómo proseguir. Solo miraba a Monk, evitando las miradas de los otros dos hombres.

—En realidad, señor Monk, si quiere que le diga la verdad, ’Orrie ha venido en mi busca más temprano, hacia las seis de la mañana. Ha faltado poco para que le rompiera la crisma por despertarme. Pero me ha dicho que había llevado a Mickey a su barco, a eso de las once y media de la noche de ayer. Mickey le dijo que regresara a buscarlo al cabo de una hora. Ahora bien, cuando ’Orrie volvió, allí no había nadie. Me ha dicho que se quedó un rato esperando a Mickey, dando voces, buscándolo, pero que luego supuso que lo había entendido mal y se marchó a casa. Esta mañana, al ver que no aparecía, ’Orrie ha tenido miedo de que le hubiera ocurrido algo malo.

—¿A las seis y media? —repuso Monk con tono de suspicacia.

—Así es —contestó Tosh—. Verá, de entrada no le he hecho caso. Le he dicho que se largara y me dejara en paz. Que volviera a la cama como un hombre civilizado y que se dejara de tonterías. Y se ha marchado.

Monk aguardaba impaciente.

—Luego he empezado a preocuparme —prosiguió Tosh, mirando muy serio a Monk—. De modo que en vez de volver a dormirme me he quedado un rato tumbado hasta que me he levantado, me he vestido y he enfilado el sendero, solo para asegurarme, por así decirlo, y entonces he visto que ’Orrie venía a la carrera, jadeando y rojo como un tomate.

Monk desvió la mirada hacia el agente Coburn para volver a fijarla en Tosh al cabo de un instante.

—¿Dónde está ese barco al que ’Orrie llevó a Mickey anoche? —preguntó.

—Va de un lado a otro —contestó Coburn.

—Amarrado entre aquí y Barnes —dijo Tosh, señalando río arriba con un gesto—. Aunque eso no significa que el pobre Mickey cayera al río allí. Las mareas hacen cosas raras con las cosas que flotan.

—¿De modo que ’Orrie llevó a Parfitt a su barco poco después de las once de anoche y fue a recogerlo una hora después, pero no lo encontró?

Tosh asintió con la cabeza.

—Eso es. Aunque, por supuesto, ’Orrie no suele ser muy exacto con las horas.

—¿’Orrie es un diminutivo de Horace?

Tosh medio disimuló una sonrisa.

—De Horrible. Cuando lo conozca entenderá por qué. No es muy… —Se dio unos toques en la frente, y dejó que el resto se lo imaginara Monk.

Monk recordó el brazo atrofiado del cadáver.

—Me figuro que el señor Parfitt no podía remar. ¿Era ese el trabajo habitual del señor Jones?

—Sí. Se le da bien obedecer, pero sirve para poco más.

—Entiendo. Y a usted, ¿le consta que lo que dice es verdad o se limita a creer lo que le ha contado?

Tosh abrió los ojos como platos, afectando una exagerada sorpresa.

—Le creo porque lo que dice tiene sentido, y además le falta sesera para contar una mentira creíble, y hasta para recordarla.

Monk se abstuvo de contestar.

—De modo que después de que recurriera a usted, hacia las seis de la mañana —prosiguió—, le dijo que volviera a la cama pero, de hecho, ’Orrie siguió buscando al señor Parfitt por la orilla del río…

—Sí, así es —repuso Tosh.

—Resulta notable que en tan poco tiempo consiguiera encontrarlo, ¿no le parece? —preguntó Monk—. El río es muy grande, hay un montón de algas y obstáculos, mareas entrantes y salientes, y tráfico.

Tosh pestañeó.

—No me lo había planteado así, pero por supuesto tiene usted razón. Desde luego es notable, señor.

—Me parece que ya va siendo hora de conocer a ese señor Horrible Jones —observó Monk.

—Ah, claro, señor.

Tosh pestañeó y sonrió, mostrando unos dientes muy blancos y curiosamente puntiagudos.

Encontraron a ’Orrie Jones barriendo el serrín del suelo de una taberna en un callejón que daba a los muelles. Coburn lo señaló, aunque no había necesidad de hacerlo. Era ancho de espaldas y de estatura considerablemente inferior a la media. Y extraordinariamente feo. Su larga y castaña cabellera semejaba las espinas de un erizo. Tenía la nariz ancha, pero sus ojos constituían su rasgo más desconcertante.

—Buenos días, ’Orrie —saludó Coburn con jovialidad, deteniéndose delante de él.

’Orrie apretó el palo de la escoba con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Clavaba torvamente un gran ojo oscuro en el agente, y el otro se desviaba hacia el rincón opuesto. Monk no sabía si ’Orrie podía verlo o no.

—¿Han encontrado al que le hizo eso a Mickey? —inquirió ’Orrie.

—¿Hacer el qué? —repuso Monk, con la intención de averiguar si ’Orrie estaba al tanto del estrangulamiento antes de que Coburn lo mencionara.

—Empujarlo al agua. —’Orrie desvió la mirada, o al menos la mitad de ella.

—¿Sabía nadar? —preguntó Monk.

—Con la cabeza rota, no —contestó ’Orrie. Su expresión era tan ausente que Monk no supo si sentía ira, compasión o desinterés. Eso suponía una inesperada desventaja.

—¿No le sorprende que haya muerto? —le preguntó Monk.

’Orrie dejó vagar la mirada por la estancia. Resultaba imposible determinar qué miraba realmente.

—No me sorprende la muerte de nadie —contestó.

Monk comenzó a irritarse. Era una respuesta perfectamente razonable y, sin embargo, eludía la cuestión de fondo. ¿Sería algo deliberado?

—¿Cuánto tiempo estuvo buscándolo anoche después de regresar al barco y descubrir que se había marchado? —insistió.

—Hasta que di con él —dijo ’Orrie, pacientemente—. No sé cuánto tardé. Luego ya no tenía sentido buscar.

A Monk le pareció que ’Orrie sonreía, pero optó por fingir que no se percataba de ello.

—¿Llegó tarde cuando fue a buscarlo? —dijo con severidad.

Esta vez fue ’Orrie quien pareció inquietarse.

—Sí. Me entretuvieron. Un imbécil no quería pagar y tuvimos que pedirle a las malas que lo hiciera. Crumble le contará.

Monk miró a Coburn.

—Crumble es uno de los chulos de Parfitt —aclaró Coburn.

’Orrie lo miró con desaprobación.

—No debería decir esas cosas, señor Coburn. Crumble solo se encarga de las cosas.

Coburn se encogió de hombros.

Monk lo dejó correr. Seguramente ’Orrie estaba diciendo la verdad, y era muy probable que ninguno de ellos tuviera una idea clara de la hora en que había sucedido cada cosa. Tendría que investigar con mayor detalle las distintas fuentes de dinero a fin de comprobar si Horrible Jones tenía algún motivo de peso para matar a Parfitt o proteger a quien lo hubiera hecho.

Continuaron un rato más interrogando a ’Orrie, pero este no tuvo nada que añadir aparte del dato de que había llevado en bote a Mickey Parfitt hasta su barco, fondeado río arriba de Chiswick Ait, nombre que recibía la isla del lugar, poco después de las once. Había aguardado hasta medianoche para ir a recogerlo, pero entonces se había demorado a causa de una trifulca con un cliente de una taberna que se negaba a pagar varias bebidas. Monk tuvo claro que en realidad se trataría de un burdel, pero para el propósito de esclarecer los movimientos de ’Orrie, lo mismo daba una cosa que otra. Cuando poco antes de la una ’Orrie regresó a remo, no encontró ni rastro de Mickey Parfitt. Dijo que lo buscó hasta que le pareció que lo estaba haciendo en balde, y que luego volvió a su casa y se acostó.

Por la mañana, viendo que Mickey seguía sin dar señales de vida, ni siquiera en su casa, a cuya puerta llamó, ’Orrie se inquietó tanto que fue a despertar a Tosh. Tosh le dijo que volviera a la cama, pero en vez de obedecerlo emprendió la búsqueda de Mickey. Antes de transcurrida una hora, había encontrado el cuerpo.

Monk autorizó a ’Orrie a marcharse, al menos por el momento, y fue en busca de Crumble, quien al parecer no tenía otro nombre. Estaba en el sótano de la taberna, moviendo barriles de un sitio a otro con más soltura de la que Monk habría esperado en un hombre tan menudo. Rondaba el metro y medio de estatura y tenía los ojos redondos y unas facciones tan poco definidas que parecían a punto de desdibujarse, fundiéndose unas con otras. Sus cejas eran hirsutas y su nariz informe, como si se la hubiera roto varias veces. Poseía una voz curiosamente aguda.

—Necesité un poco de ayuda —explicó cuando le preguntaron sobre el retraso de ’Orrie en regresar a recoger a Parfitt la noche anterior—. No nos fijamos en la hora. No puedes dejar que la gente se largue sin pagar, pues entonces correría la voz y todo el mundo lo intentaría. Y es el dinero del señor Parfitt.

Monk tomó nota mental de averiguar de quién sería ese dinero ahora, y tal vez también de qué suma se trataba. El agente Coburn estaría bien cualificado para encargarse de hacerlo.

Repasó la sucesión de los hechos de la víspera una vez más. Luego dio las gracias a Crumble y se marchó.

Ya habían dado las seis cuando Monk y Orme por fin se encontraron remontando el río hacia Mortlake. Habían tomado prestada una patrullera de la policía y cruzado a remo de la orilla norte a la sur. Finalmente se estaban aproximando al gran navío amarrado cerca de las calles de un vecindario tan tranquilo como anodino, a resguardo de la estela de las gabarras que pasaban, e invisible desde la carretera.

La orilla norte de enfrente era pantanosa y estaba totalmente desierta: un lugar donde rara vez iría alguien. No había senderos ni sitio alguno al que amarrar un barco ni razones para hacerlo.

Surcaban el agua resplandeciente. El sol estaba bajo, anunciando el ocaso. Aún no había transcurrido un año desde que Monk cogiera aquel trabajo, pero incluso en ese tiempo la fuerza de sus brazos y su pecho había aumentado enormemente. Apenas notaba el tirón de los remos, y estaba tan acostumbrado a trabajar con Orme que acompasaron sus ritmos respectivos sin mediar palabra.

Monk sabía que a Parfitt lo habían asesinado, casi con toda seguridad a bordo de aquel barco que permanecía inmóvil en el silencio del río. Aun así, el movimiento, el crujido de los escálamos, el susurro del agua contra el casco y el ligero chorreo de los remos poseían una especie de calma intemporal que aflojaba los nudos de su fuero interno, y se sorprendió sonriendo.

Se abarloaron al barco y entraron los remos. Orme se levantó y alcanzó la escala de cuerda que colgaba de una borda sorprendentemente alta. Ataron sus amarras a ella y Orme pasó delante.

Monk subió tras él. El barco era mayor de lo que les había parecido desde la orilla. Tenía sus buenos quince metros de eslora y unos seis de manga en el punto más ancho. A juzgar por la altura de la obra muerta habría dos cubiertas por encima de la línea de flotación y quizás una tercera por debajo, amén de la sentina. ¿Para qué usaba Mickey Parfitt una embarcación de aquel tamaño, amarrada allí arriba, tan lejos del puerto? Desde luego no para transportar mercancías. No había mástiles para velas ni caminos de sirga en la ribera.

Estaban de pie en la cubierta, uno al lado del otro.

Monk lanzó una mirada a Orme.

Orme tenía el rostro vuelto hacia otro lado, pero Monk vio la dureza de las líneas de su mandíbula, los músculos apretados, los hombros en tensión.

—Será mejor que bajemos —dijo Monk. Habían llevado consigo palancas por si resultaba necesario forzar las escotillas.

Se preguntó qué habría sucedido a bordo de aquel barco. ¿Lo habría abordado alguien con sigilo, al amparo de la noche, remando tal como ellos acababan de hacer, para luego acercarse sin hacer ruido y pillar a Parfitt desprevenido? ¿O había sido alguien a quien esperaba, creyéndolo su amigo, hasta que de pronto descubrió horrorizado que estaba equivocado?

Orme se había agachado sobre la escotilla.

—Habrá que forzarla —dijo, frunciendo el ceño—. Lo matarían en cubierta.

—O nunca llegó hasta aquí —respondió Monk.

Orme levantó la vista hacia él.

—¿Quiere decir que a lo mejor no tuvo nada que ver con esto? ¿Por qué contaría ’Orrie toda esa historia de que lo trajo aquí si no lo hizo? Suponiendo que tenga agallas para mentir, sin duda habría dicho que no sabía nada.

Monk cogió la otra barra y trató de abrir el cerrojo de la escotilla haciendo palanca.

—Quizás otras personas sabían que había salido con Parfitt. Podrían haberlos visto desde el muelle.

—¿A las once de la noche? —dijo Orme, un tanto escéptico. Se apoyó con fuerza en la palanca, pero el macizo pasador del cerrojo no se movió.

Monk también aplicó su peso, trabajando al unísono con la otra palanca. Se entendían suficientemente bien para no necesitar palabras.

Al cuarto intento la madera se astilló. Al quinto cedió, arrancando el otro extremo del cerrojo y haciendo saltar los tornillos.

—¿Qué demonios tendrá aquí dentro que sea tan valioso? —preguntó Orme asombrado—. ¿Contrabando? ¿Coñac, tabaco? Tiene que ser un alijo descomunal. A no ser que quien lo mató se lo llevara.

Monk no contestó. Esperaba que eso fuese todo.

—Creo que ’Orrie tiene miedo de alguien, ¿usted no?

Orme enderezó la espalda, tirando de la escotilla para abrirla.

—¿Está dando a entender que Tosh le dijo qué decir? Eso significaría que Tosh sabe muy bien lo que ocurrió en realidad.

El cielo se estaba oscureciendo, la luz se desvanecía. No había más sonido que el ligero susurro del agua en torno a ellos.

—Si no, puede estar protegiendo a un tercero —sugirió Monk. Se aproximó al cuadrado negro de la escotilla; solo la madera nueva que habían dejado los tornillos arrancados mostraba cierta palidez—. Será mejor que bajemos mientras aún podemos ver. De todos modos, necesitaremos un farol.

No se miraron. Ambos sabían de qué tenían miedo. Los mismos recuerdos se agolpaban en sus respectivas mentes.

Orme prendió una cerilla. La quietud del aire era tal que no tuvo que protegerla. Con el farol encendido, llevándolo con cuidado, se asomó a las entrañas del barco iluminando los peldaños de madera.

Monk bajó detrás de él. Resultó sorprendentemente fácil, y cuando su mano encontró la barandilla tuvo claro que aquello estaba diseñado para pasajeros, no para carga. Lo acometió una sensación de opresión, un mal presentimiento. Incluso el olor que preñaba el aire resultaba inquietantemente familiar: el rico aroma del humo de cigarro, el empalagoso dulzor del buen alcohol, pero estaba viciado, mezclado con el olor de cuerpos humanos.

Orme sostenía el farol en alto proyectando su luz hacia las lisas paredes pintadas de una cabina amplia. Parecía una especie de sala de estar flotante. Había armarios en un extremo, un lustroso banco de caoba y una reluciente barandilla de latón en las bandas.

Recordaba tan vívidamente el barco de Jericho Phillips que por un momento Monk notó que se le hacía un nudo en la garganta y tuvo miedo de marearse. Cruzó a grandes zancadas el suelo enmoquetado hasta la cabina siguiente y la abrió con un tirón tan brusco que la puerta se estampó contra el mamparo y rebotó dándole un golpe.

Orme le siguió con la luz. Monk le oyó soltar un suspiro. Aquella cabina era similar, solo que más grande y provista de un escenario improvisado en un extremo.

—¡Oh, Dios! —dijo Orme, y acto seguido se excusó. El horror que transmitió su voz hizo que sus palabras apenas sonaran a blasfemia, sino más bien como un grito de socorro, como si Dios pudiera cambiar la verdad de lo que adivinaba.

Monk no precisó explicaciones; era su peor pesadilla hecha de nuevo realidad. Aquel era otro barco igual que el de Jericho Phillips, donde espectáculos pornográficos de niños entretenían a pervertidos adictos a tales cosas, así como al peligro de verlos en directo. Si las víctimas fuesen chicas, sería simplemente obsceno y no habría necesidad alguna de ocultarlo en aquel tramo del río, a kilómetros de las respetables residencias de Londres. Pero se traba de niños, algunos tan solo de cinco o seis años, y, por descontado, la homosexualidad era delito. Uno podía cumplir largas sentencias de cárcel por eso. Incluso la ruina económica o la pérdida de la reputación serían menudencias comparadas con unos cuantos meses o años en algún lugar como Coldbath Fields. Después de tal experiencia, nadie seguía siendo el mismo hombre.

Aquello era lo que Phillips habría hecho con Scuff, y Monk y Hester nunca habrían dado con él. Y aunque lo hubiesen encontrado, ¿qué parte de su corazón y su mente habría permanecido intacta, por no mencionar su cuerpo?

¿Dónde estaban ahora los niños, encerrados detrás de otras puertas, con demasiado miedo para hacer ruido alguno?

Orme avanzó y Monk le puso una mano en el brazo.

—Escuche —ordenó. Respiraba pesadamente, temblando un poco. Pese a todos los años que llevaba en el río, todavía había veces en que la visión del sufrimiento ajeno le mermaba el dominio de sí mismo.

Ambos permanecieron inmóviles, aguzando el oído. El barco estaba bien construido. Ni siquiera las juntas de la madera crujían con el levísimo balanceo. La marea había cambiado y volvía a subir.

—Tienen que estar aquí —dijo Monk susurrando—. No pueden traerlos cada vez que montan un espectáculo. Hay demasiados barcos; los verían. Y demasiadas oportunidades para escapar. Están en alguna parte del barco.

Le faltó valor para decir en voz alta que todos podían haber muerto. Le constaba que era estúpido albergar tales pensamientos como si cupiera cambiar los hechos, pero aun así no podía evitarlo.

—¿Un motín? —sugirió Orme con un atisbo de esperanza—. ¿A lo mejor lo mataron? ¿Uno le golpeó con algo y otros dos lo estrangularon? Eso explicaría esas marcas tan raras. Quizá no fue una cuerda. Podrían ser las camisas de los niños, anudadas entre sí. —Se volvió de cara a Monk; sus rasgos se veían fantasmagóricos a la luz del farol—. Se habrán marchado. Nunca los encontraremos.

Su rostro transmitió todo el sentimiento que quedó sin decir.

—Ni siquiera merece la pena investigar —coincidió Monk—. Homicidio a manos de desconocidos. —Respiró profundamente—. Pero más vale que nos cercioremos. Habrá habitaciones para ellos abajo, y alguna clase de cocina. Tienen que alimentarlos.

Orme no dijo nada.

Encontraron la escalera y bajaron a la cubierta inferior. Todo cambió de inmediato. Los envolvió una atmósfera más fétida y cargada, y el farol iluminó unas paredes más oscuras a un metro escaso de ellos. Monk notó que comenzaba a sudar y acto seguido tuvo frío, como si estuviera expuesto al viento, pero el aire no se movía en absoluto; de hecho, era casi asfixiante. El corazón le palpitaba en el pecho.

Orme empujó la primera puerta, que se resistió. Levantó la bota y le dio una patada con todas sus fuerzas. Se abrió de sopetón y oyeron un chillido. Sostuvo el farol en alto y la luz amarilla reveló la presencia de cuatro niños pequeños, delgados, estrechos de pecho, medio desnudos, apiñados en un rincón.

Monk se pasó la mano por la cara, obligándose a mirar.

—Tranquilos —dijo en voz baja—, nadie va a haceros daño. Parfitt ha muerto. Vamos a sacaros de aquí.

Dio un paso al frente.

Los niños se encogieron aún más, estremeciéndose, aunque la mano de Monk se hallaba a varios palmos del más cercano de ellos.

Se detuvo. ¿Qué podía decirles para que le creyeran? Probablemente solo conocían aquello. ¿Adónde iba a enviarlos, además? ¿De vuelta a las calles? ¿A algún orfanato donde quién sabía quién iba a cuidar de ellos? A lo mejor Hester lo sabría.

—No voy a haceros daño —repitió, sintiéndose impotente. Los niños no iban a creerle y, además, harían bien. Tal vez no deberían creer a nadie—. ¿Sois más de los que estáis aquí?

Uno asintió lentamente.

—Os sacaremos a todos y os llevaremos a tierra.

¿Adónde? ¿Cuántas barcas necesitarían? Ya era de noche; ¿qué iba a hacer con ellos? Una docena o más de niños pequeños: asustados, hambrientos, posiblemente enfermos, sin duda víctimas de abusos deshonestos. Entonces pensó en Durban y se acordó del Hospital para Expósitos.

—Iremos a un sitio donde cuidarán de vosotros —dijo con más firmeza—. Os darán ropa limpia, comida y una cama caliente para dormir.

Lo miraron como si no entendieran lo que estaba diciendo.

Les llevó el resto de la noche encontrar a los catorce niños y llevarlos a tierra firme, efectuando varios viajes en barca, convencerlos de que estaban a salvo y finalmente llevarlos al hospital más cercano que quiso admitirlos. Después los mandarían a una institución apropiada para expósitos. En sentido estricto, por supuesto, eran demasiado mayores para eso, pero Monk confió en la caridad de las enfermeras que estaban a cargo del centro.

El alba asomaba pálida por el este, iluminando el agua limpia y gélida, pintándola en tonos desvaídos, cuando él y Orme se encontraron frente a la Comisaría de Wapping de la Policía Fluvial. Monk estaba tan cansado que le dolían los huesos y sentía frío hasta la médula. Se dio cuenta de que en las tres semanas transcurridas desde la muerte de Jericho Phillips se había desprendido de al menos una parte de aquel horror. Ahora la tenía presente como si hubiese sucedido la víspera. Se debía a la mezcla de sudor y alcohol, a la claustrofobia bajo cubierta, pero más penetrante y real que cualquier otra cosa era el olor a miedo y muerte que le llenaba la nariz y la garganta.

Mickey Parfitt era otro Jericho Phillips, uno que atendía a su clientela río arriba, lejos de los concurridos muelles del puerto. Fondeaba su barco en los tranquilos tramos del río donde las orillas desiertas eran pantanosas, envueltas en bruma al alba y al ocaso, con extensiones de agua plateada flanqueadas de árboles. Pero por las noches se ejercía la misma brutalidad retorcida contra los niños. Probablemente el mismo chantaje contra hombres adictos a sus apetitos, al peligro del placer ilegal, a la adrenalina que les corría por las venas debido al miedo a ser descubiertos. Era la misma inconsciencia de lo que estaban haciéndole al prójimo, tal vez porque el prójimo eran niños de la calle y los muelles, ya de por sí abandonados a su suerte.

¿Monk deseaba saber quién había matado a Mickey Parfitt? En realidad, no. Aquel era un caso que preferiría no resolver, pero ¿podía permitirse no intentarlo siquiera? Aquello era muy diferente. De hacerlo, estaría actuando a la vez como juez y parte. Sobre Parfitt estaba seguro, pero ¿qué pasaría con las siguientes víctimas del asesino? ¿Realmente podía decidir qué asesinato era aceptable y cuál merecía un juicio y el consiguiente castigo? Había cometido demasiados errores en el pasado para tener tal certeza. ¿O acaso se trataba del miedo a la responsabilidad propio de los cobardes? Déjalo en manos de terceros, así no será culpa tuya. Sin pesadillas, salvo la de no haber hecho nada al respecto.

—¿Por dónde empezamos? —dijo Orme en voz baja mientras el sol llenaba de luz el cielo.

Una hilera de gabarras remontaba despaciosamente el río y su estela apenas rizaba la superficie del agua.

Monk no contestó.

—Yo tampoco —dijo Orme en voz tan baja que Monk apenas le oyó. Miró de soslayo una vez, viendo ira y pesadumbre en el franco semblante de Orme. Todavía no se conocían muy bien; aquel era un largo y lento viaje apenas iniciado, pero la confianza de Orme le importaba en grado sumo.

—Averigüemos más cosas acerca de él —contestó Monk despacio, buscando las palabras—. Tal vez su muerte estuviera justificada, pero tal vez no. Pudo ser obra de un rival. ¿Quién había detrás de él? ¿Quién puso el dinero o se lo llevó? ¿También hacía chantaje a sus clientes?

Orme asintió lentamente con la cabeza, relajando la tensión de sus labios. Miró un momento a Monk y enseguida volvió a dirigir la vista al río.

—Pero antes desayunemos y durmamos un poco. Tenemos que entrar en calor —agregó Monk, esbozando una sonrisa.