Capítulo 8

Se retiraron los cargos contra Rupert Cardew y lo pusieron en libertad.

El caso volvía a estar abierto.

Monk estaba en la comisaría de Wapping con la nota que ’Orrie le había dado en la mano. Era una prueba sólida, pero ¿contra quién? El lápiz se había emborronado y era prácticamente ilegible, y la suciedad y las marcas de dedos hacían imposible su identificación. Podía haberla escrito cualquier persona instruida.

Monk no estaba seguro siquiera de que fuese del hombre que estaba detrás del chantaje. Sin embargo, ¿qué otra persona lo habría hecho acudir a aquellas horas de la noche? A cualquier otro le habría dicho que fuera a una hora más normal. ¿Con quién sino con alguien a quien conocía y en quien confiaba se habría reunido a solas y de noche en el barco?

—Tiene que ser él —dijo Orme—. Pero en ese estado no podremos vincularla a nadie. Lo único que demuestra es que alguien le tendió una trampa. Y de todos modos ya sabemos que fue premeditado, y con la corbata de Cardew. —Orme cogió el papel y lo volvió entre sus dedos—. ¿Alguna idea sobre su procedencia? —preguntó, bizqueando un poco al intentar leerlo, para luego levantar la vista hacia Monk.

—No —contestó Monk con franqueza.

—¿Ballinger? —sugirió Orme.

—Podría ser. Parfitt sabía quién le había enviado la nota, pues de lo contrario no habría ido. Es obvio que lo conocía bastante bien; no iba firmada.

El semblante de Orme era adusto bajo la luz amarilla de la lámpara. Fuera el viento refrescaba y comenzaba a llover. El agua estaría picada cuando cruzara el río en el transbordador.

—Tiene que ser el hombre que está detrás del chantaje —dijo en voz baja—. Esta vez tenemos que dar en el clavo.

Monk notó que le subía un ligero rubor a las mejillas por el recuerdo de la vergüenza que pasó. Orme nunca había aludido a ello, pero Monk los había defraudado a ambos con su falta de cuidado en el caso Phillips. Había subestimado la destreza de Rathbone y su entrega a los procedimientos legales. A pesar de todos los años que llevaba resolviendo crímenes había pecado de ingenuo porque sus sentimientos estaban demasiado involucrados. No cometería el mismo error nunca más. Rathbone era amigo suyo, y sentiría una inmensa piedad por él si Ballinger resultara ser culpable, pero no debía olvidar ni un instante que, aun siendo así, Rathbone sería el enemigo y lucharía con todas las artes y habilidades que poseía para defenderlo. Lo haría con cualquier cliente; ese era su deber. Ahora bien, por el padre de Margaret iría hasta el mismo borde del abismo; quizás incluso más lejos. ¿Acaso no haría Monk lo mismo por Hester?

Orme meneó la cabeza.

—Lo único que tenemos es una coincidencia —dijo a modo de advertencia—. Y muchos candidatos que no tendrán ningún peso para un jurado. Quizá ni siquiera nos dejen llevar el caso a los tribunales.

—Ya lo sé —dijo Monk.

—Ballinger es un hombre muy respetable —prosiguió Orme—. Uno de los suyos, por decirlo así. Un abogado. Su esposa y su hija estarán en la galería, desplegando sus encantos y su apoyo como si creyeran cada palabra que sale de sus labios. Lo que nosotros tenemos sale de la alcantarilla y tiene ese aspecto. ’Orrie Jones, con sus ojos desorbitados como si fuese un caballo asustado. Crumble, tan reservado y escurridizo. Tosh Wilkin, un villano de tomo y lomo. Hattie Benson, que es prostituta y está muerta de miedo. Parece que mienta incluso cuando no lo hace.

—¡De acuerdo! —dijo Monk bruscamente—. ¡Ya lo sé! No tenemos suficiente.

—Tenemos al barquero del transbordador, Stanley Willington, pero su declaración no hace sino sustentar lo que dice el propio Ballinger. Lo recogió en Chiswick, lo llevó a la otra orilla y lo trajo de vuelta otra vez. Y, por supuesto, cuenta con el señor Harkness, que jura que entretanto estuvo en su casa. Todo muy cuidado y difícil de desmontar. Tuvo tiempo de ir a remo hasta el barco, regresar y coger un coche de punto hasta el sitio donde lo recogió Willington. Y sabemos por Harkness que es un buen remero, aunque ¿cree que lo dirá en el estrado cuando entienda lo que significa?

—Probablemente, no —concedió Monk. Cogió el trozo de papel de donde lo había dejado Orme—. Está claro que hay que sacar algo más de esta nota. El hombre que mató a Mickey Parfitt la escribió para conducirlo a su muerte. Y sabe Dios que nadie lo merecía más.

—Es verdad. —Orme esbozó una sonrisa y en sus ojos brillaron la comprensión y una sorprendente gentileza—. Todavía tenemos que encontrarlo.

Monk regresó a Chiswick para seguir indagando acerca del barco y sus clientes. Eran finales de octubre, había transcurrido más de un mes desde que encontraran el cuerpo de Mickey Parfitt flotando en Corney Reach. Hacía bastante más frío. Los últimos ecos del verano quedaban atrás y las hojas caían de los árboles. Había dejado de llover, pero el aire era húmedo y de vez en cuando se veían humaredas de hogueras. Las flores tardías exhibían sus intensos bronces y púrpuras, más densos y oscuros que el azul y el dorado de la primavera. Los pocos campos de rastrojos que atravesó estaban agostados y poseían una belleza casi primitiva.

El otoño siempre había sido la estación preferida de Monk. A veces tenía fugaces recuerdos de las grandes colinas yermas de su Northumberland natal, tan distintas a la exuberancia del sur. Allí la tierra parecía ser todo huesos, descarnada; los cielos, infinitos. Algún día no muy lejano regresaría para ver si aquel paisaje seguía siendo tan hermoso o si fue la familiaridad de antaño la que le hacía recordarlo así.

Ahora le tocaba seguir el rastro de suciedad y violencia de la vida de Parfitt y de todas las personas que este había conocido, utilizado, engañado y traicionado.

Había llegado la hora de enfrentarse a los pormenores de lo que había sucedido en el barco. Llevaba tiempo posponiéndolo, tal vez tanto por sí mismo como por ellos, pero tenía que hablar con los niños en persona, mostrándose a un mismo tiempo amable, persistente y despiadado. Debería contar con la supervisora como testigo, de modo que nada recayera solo sobre sus hombros, pero esta vez no le permitiría intervenir. Se dio cuenta de cuánto había temido ese momento, de por qué había enviado a Orme en lugar de ir él, diciéndose que Orme tenía hijos y que, por tanto, se desenvolvería mejor con los niños.

Precisó dos jornadas enteras de gentiles preguntas repetidas hasta la saciedad, y le causó más desazón de lo que se había imaginado. La supervisora lo miraba como si él hubiese sido el criminal, pero no lo interrumpió más que en dos o tres ocasiones. Sus suposiciones acerca de Crumble resultaron ser correctas: cocinero, compañero, lavandero, jefe de cuadrilla para las tareas de limpieza y carcelero. De vez en cuando también abusaba de los niños, aunque las pobres criaturas apenas veían diferencia alguna. Sus pálidos, desencajados y asustados rostros reflejaban más desdicha que enojo. Eran demasiado jóvenes para comprender que su vida podría haber sido muy diferente. Quizá también habrían sabido lo que eran el hambre, el frío y el agotamiento, pero no habrían conocido el horror. Habrían dormido tranquilos, solo los habrían tocado con ternura o para imponerles algún que otro merecido castigo. Así se habrían ahorrado la obscenidad de los apetitos humanos más degradados, el haber visto a unos hombres que despreciaban a los demás porque se despreciaban a sí mismos.

Ahora Monk también tenía pesadillas insoportables. Se despertaba en plena noche bañado en sudor, con el cuerpo dolorido y lágrimas en la cara. Se quedaba tendido a oscuras mirando el dibujo de las sombras en el techo mientras el viento agitaba los árboles de la calle. Tenía ganas de despertar a Hester, aunque no le dijera por qué, para así no estar solo con lo que le ocupaba la mente. Tan solo tocarla, sentir su calor…

Pero entonces Hester padecería por él. Querría que se lo explicara, al menos en parte, ¿y cómo iba él a hacer eso? Si lo expresaba con palabras, recrearía la realidad: los rostros pálidos, los ojos asustados, los cuerpos enclenques temblando al recordar y odiándose a sí mismos, el terror a un nuevo sufrimiento.

Y pensaría en Scuff. Se haría preguntas sobre todos los demás niños, y esa era una carga que sería injusto compartir a fin de aligerar un poquito la que él soportaba.

¿Sería capaz de explicárselo sin echarse a llorar? Tal vez no. Hester no podía curarle aquella herida. Monk se la guardaría en su interior. Ella siempre sabría de su existencia porque había estado en el barco de Phillips, pero no era preciso que volviera a oírlo y a verlo a través de sus ojos. La memoria con frecuencia era una herramienta útil en la vida; a veces una bendición, otras una maldición.

Aunque solo se levantara de la cama, la inquietaría. Podría fingir que no pasaba nada, pero ella notaría su ansiedad, su dolor. Querría aclararlo todo.

Monk se dio la vuelta, como si estuviera medio dormido, y se acostó hacia el otro lado. Tarde o temprano volvería a dormirse y, con un poco de suerte, los sueños serían diferentes.

La mañana siguiente se despertó cansado, con los ojos irritados y dolor de cabeza. Hester ni siquiera le preguntó cómo estaba. Tan solo lo miró con pesar y ternura, pues cualquier cosa que dijera resultaría superflua.

Hester bajó a la cocina, recogió las cenizas y encendió la hornilla, cargándola bien para que se calentara enseguida. Como era temprano no había despertado a Scuff. Era domingo. Podrían pasar un buen rato juntos, quizás incluso ir a la iglesia como una familia normal. A Scuff le gustaba, porque todo el mundo los veía juntos y así se sentía aceptado.

Sirvió a Monk un té bien caliente y una tostada recién hecha con su mermelada favorita, y luego se sentó a la mesa frente a él. En la cocina reinaba un silencio absoluto y la única luz era la amarillenta que irradiaba el aplique de gas, proyectando sombras por doquier.

Como al cabo de varios minutos Monk no había dicho nada, Hester le preguntó en voz baja:

—¿De verdad quieres descubrir quién mató a Parfitt?

—¡Sí, por supuesto! —contestó Monk con vehemencia. La miró a la cara y entendió que debía ser más sincero; decirle aunque solo fuera una media verdad levantaría una barrera infranqueable con la que no sería capaz de vivir—. No, no del todo. Parfitt era vil, y si lo hizo una de sus víctimas estaría encantado de dejarla en libertad. Si fue uno de los niños, o incluso dos o tres de ellos, ni siquiera sé si los arrestaría, suponiendo que pudiera demostrarlo. Quizá ni lo intentaría.

Hester guardó silencio.

Monk cogió la tostada y la untó con mantequilla.

—Pero si es el hombre que está detrás del negocio, y probablemente también detrás de Parfitt, entonces sí que quiero descubrirlo y llevarlo a la horca.

—¿Y no lo sabrás hasta que lo encuentres? —preguntó Hester.

Monk sacó la nota del bolsillo interior de su chaqueta, donde la guardaba celosamente, metida en un sobre. Era como un talismán, y también un peso que lo abrumaba. La desdobló y la puso encima de la mesa, bien apartada de la mermelada y la tetera.

—Esto lo escribió una persona adulta instruida. El trazo es firme, propio de alguien acostumbrado a escribir.

Hester le miró y luego bajó la vista al trozo de papel. Lo cogió y lo leyó.

—¿Y no sabes de quién es?

—No. El papel es de buena calidad, y el lápiz, corriente. El sobre es mío.

Hester dio la vuelta a la nota. El silencio pareció prolongarse hasta que Monk oyó el tictac del reloj en la repisa de encima de la hornilla. Hester se puso tensa, le palpitaba un pequeño músculo de la mandíbula.

—¿Hester?

Aunque fue casi un susurro, la voz de Monk llenó la habitación. Hester levantó la mirada hacia él.

—Está en latín. Son medicinas. Esto es parte de una lista de cosas que solemos encargar para la clínica.

Monk pestañeó. Aquello era sobrecogedor.

—¿Reconoces la letra? —preguntó.

—Es la de Claudine —contestó Hester—. Pero pudo haber dado la lista a varias personas.

—A Margaret —repuso Monk—. ¿No es ella quien guarda el dinero y compra esas cosas?

—Sí, pero a veces también lo hace Squeaky Robinson —explicó apenada, con un hilo de voz.

Monk alargó el brazo y le estrechó una mano. Sabía de qué tenía miedo. Cuando conocieron a Squeaky, regentaba un burdel. Aparentemente se había reformado, bajo coacción, tal vez, pero aun así de manera bastante sincera. Incluso se complacía en su respetabilidad. ¿Acaso todo había sido puro cuento para ocultar un lado aún más oscuro? La esperanza y el deseo los habían dejado ciegos para verle con más claridad. ¿Cuánto más bajo suponía caer el pasar de regentar un burdel de mujeres a invertir en pornografía infantil?

Monk estaba anonadado. Sabía cuánto creía Hester en todo el personal de la clínica, los consideraba amigos, colegas, personas de confianza con quienes compartía una vocación.

—Tengo que interrogarle —dijo Monk—. No puedo…

—No —interrumpió Hester—. Lo haré yo. No dejaré que me embauque, te lo prometo.

—Hester…

Hester se levantó.

—Lo haré yo. Ahora; hoy.

—Es domingo.

—Ya lo sé.

Monk se fijó en la rigidez de su espalda, el modo en que caminaba, el extremo cuidado con que recogió los platos y los llevó al fregadero para lavarlos con parsimonia, como si en un momento de ausencia pudiera coger uno con tanta fuerza como para romperlo.

Tal vez debería dejar que hablara con Squeaky. Así no se sentiría tan impotente, tan inútil.

—Aguardaré fuera —le dijo.

Hester estaba de pie de cara al fregadero y se volvió un momento con una sonrisa forzada.

—Tengo que preparar el desayuno de Scuff. Lo despertaré y enseguida estaré lista.

Squeaky levantó la vista de sus libros de contabilidad al oír que Hester entraba en su habitación y cerraba la puerta a sus espaldas.

—Cualquiera diría que acaba de perder seis peniques —dijo, con aspereza—. ¿Le causa dificultades lady Rathbone?

—No, de momento no —contestó Hester. Cogió el sobre de un bolsillo y sacó la nota. Dejó ambas cosas encima de la mesa delante de él, pero mantuvo un dedo sobre la nota, inclinándose un poco hacia delante para sujetarla bien.

Squeaky no se inmutó.

—Está rota —observó—. Así no sirve de nada. ¿Para qué me la da? Pida a Claudine que la escriba otra vez.

—¿Es la letra de Claudine? —preguntó Hester.

—¡Claro que lo es! ¿Es que se ha vuelto ciega? —La miró entrecerrando los ojos—. Tiene mala cara. ¿Se encuentra bien? —preguntó inquieto, incluso preocupado por ella.

Hester dio la vuelta al papel.

Squeaky frunció el ceño al leerlo.

—¿Qué demonios es esto? —inquirió—. Significa algo; si no, no lo estaría mirando con esa casa de perro. ¿Quién se supone que…? ¡Caray! —Su rostro enjuto perdió todo el color—. Tiene que ver con ese asesinato del carajo, ¿verdad? No puede creer que Claudine tuvo algo que ver. Es una estupidez. Ha perdido el juicio si piensa que está enterada siquiera de que existan esas cosas. ¿Cree que fue hasta Chiswick y se cargó a Mickey Parfitt? ¿Con la corbata de Cardew, además? ¿Cree que le dejó allí adrede y que…?

—No, Squeaky, no. Pero ¿y usted?

En cuanto lo dijo pensó en Hattie Benson, refugiada en la lavandería, en principio cuidada por Claudine y con Squeaky a cargo de impedir que alguien bajara allí y la viera.

El semblante de Squeaky era un mosaico de sentimientos encontrados: ira, ofensa, miedo y también algo semejante a la ternura.

—No, no fui yo. Supongo que me lo merezco por la vida que antes llevaba, y si hubiese sabido quién era Parfitt, quizá lo habría hecho. ¡También habría tenido más sentido común y no le habría mandando una nota con papel de aquí!

—¿Es de aquí? —preguntó Hester.

Squeaky volvió a mirarlo.

—No. No gastamos tanto dinero en papel. Ni siquiera el del libro de contabilidad es tan bueno. Pero que sea de calidad no significa que Claudine esté involucrada. Quizá sea un poco rara, pero cuando la vas conociendo, ves que es toda una mujer. Tiene agallas y nunca miente. No puede pensar eso de ella. Es un error.

—No lo hago —admitió Hester.

Squeaky hizo una mueca.

—Piensa que lo hice yo. —Fue una rotunda afirmación—. Bueno, podría haberlo hecho. Había que acabar con él, aunque mejor hubiese sido verlo colgado de una soga. Y no pienso ayudarla a descubrir quién lo hizo, pero no fui yo.

Hester le creyó.

—Gracias —dijo en voz baja—. Mañana preguntaré a Claudine si recuerda haber escrito esto, y qué hizo con ello.

—¡No le haga saber que piensa que lo hizo ella! —advirtió Squeaky—. La haría sufrir mucho y no se lo merece.

Aún con renuencia, Hester sonrió. Recordaba perfectamente cuánto se odiaban Claudine y Squeaky al principio. Ella lo consideraba un hombre obsceno, tanto física como moralmente. Él la veía arrogante, incompetente y fría; una mujer de mediana edad con la mente estéril y carente de pasiones. Fue su alocada búsqueda de las fotografías pornográficas de Phillips, corriendo riesgos espantosos, lo que hizo cambiar de parecer a Squeaky. Y el efectivo aunque un tanto quijotesco rescate que este llevó a cabo hizo que Claudine lo viera con nuevos ojos.

—No lo haré —preguntó Hester.

El lunes por la mañana Hester llegó temprano a la clínica, pero una breve reunión de trabajo con Margaret en la despensa retrasó su encuentro con Claudine.

—Andamos bastante escasas de provisiones en la lavandería —advirtió Margaret—. Acabo de bajar y he pedido que escatimen un poco. No podemos permitirnos reponerlas a este ritmo.

—Gracias —respondió Hester sucintamente—. ¿Algo más?

Margaret titubeó, dando la impresión de estar a punto de decir algo, pero cambió de opinión y salió de la habitación. Hester oyó sus pasos sobre el entarimado, briosos, decididos.

Encontró a Claudine en el cuarto de las medicinas y le mostró el papel de modo que solo viera la lista.

Claudine frunció el ceño, levantó la vista y miró a Hester a los ojos.

—¿Qué le ha pasado? La escribí para Margaret, que me consiguió todas esas cosas. Esta lista es de hace varias semanas.

Hester se sintió lastimada, súbitamente cansada.

—¿Cuántas semanas?

—No lo sé. Cuatro, tal vez cinco. ¿Por qué? No tiene importancia —contestó Claudine.

—¿Está segura de habérsela dado a Margaret? —insistió Hester.

—Sí, por supuesto.

—¿Y le trajo todo lo que figura en la lista?

—Sí. Si no lo hubiese hecho, la habría vuelto a escribir. No fue preciso. ¿A qué viene todo esto, Hester? ¿Acaso echa algo en falta?

—No, en absoluto. No guarda relación con la clínica.

—No lo entiendo —dijo Claudine. Parecía sumamente desconcertada.

Hester meneó un poco la cabeza.

—Ni falta que hace —dijo con amabilidad—. Lo que importa es el mensaje escrito en la otra cara. ¿Qué fue de la lista una vez que le trajo los artículos?

—No tengo ni idea. Después de dársela, no volví a verla.

—¿No la usó para cotejar el pedido? —sugirió Hester.

—Tenía los recibos del boticario. Con eso me basta para el libro de contabilidad.

—¿Está segura de no haber vuelto a verla?

—No he vuelto a verla hasta hoy. ¿Por qué?

—Gracias.

Hester esbozó una sonrisa que más bien pareció una mueca y salió de la habitación, cerrando la puerta sin hacer ruido.

Devolvió la lista a Monk, que aguardó en silencio.

—Es una lista de Claudine para que Margaret comprara medicinas —explicó Hester—. No se la devolvió porque Claudine suele copiar los precios de los recibos del boticario. —Tragó saliva—. Ojalá no fuera así.

—Te comprendo —murmuró Monk—. Lo siento. No puedo dejarlo correr. Si es Ballinger, debo desenmascararlo, no por Parfitt, sino por los niños.

Hester asintió.

—Oliver le defenderá. No puede rehusar. —Observó el semblante de Monk—. Necesitaremos pruebas incontestables.

Rupert Cardew cerró la puerta de la sala de día y miró a Monk. Aún tenía un aspecto abatido, como si la impresión del arresto no le hubiese abandonado del todo pese a que ahora volvía a ser libre. No obstante, se mostró sereno y cortés, y, como siempre, iba vestido con mucha elegancia.

—¿Qué se le ofrece, señor Monk? —preguntó.

Monk se sintió grosero, y eso lo ponía en desventaja.

—Ante todo, mis disculpas. Lo que tengo que preguntarle es muy desagradable, pero no puedo permitirme abandonar este caso.

Rupert pareció sorprenderse.

—¿En serio? ¿Tanto le importa que Parfitt haya muerto?

—Al contrario, si eso fuera todo, estaría encantado de dedicar mi tiempo a cosas más importantes —reconoció Monk—. Pero quiero descubrir al hombre que estaba detrás del chantaje.

Rupert esbozó una sonrisa, no divertida, sino de autocrítica.

—¿Ha venido a advertirme que sigo siendo vulnerable? Le aseguro que lo sé muy bien.

—Ya me lo figuro, señor Cardew —respondió Monk—. Pero no he venido para eso.

—Vaya.

Rupert se quedó sorprendido, pero no preocupado.

—Necesito que me cuente muchas más cosas de las que me ha contado hasta ahora —dijo Monk—. Lo lamento.

Su disculpa fue más sincera de lo que Cardew imaginaría o creería.

—No sé nada más —dijo Rupert simplemente—. Realmente no sé quién mató a Parfitt. Por el amor de Dios, hombre, ¿no cree que si lo supiera ya se lo habría dicho?

—Por supuesto, siempre y cuando usted hubiese pensado que yo le creería. Intuyo que lo hizo Arthur Ballinger; si no personalmente, sirviéndose de uno de los hombres del propio Parfitt. —Vio que Cardew se sobresaltaba, pero hizo caso omiso—. Ahora bien, tengo que demostrarlo sin que quepa ninguna clase de duda —prosiguió—. Si se presentan cargos contra Ballinger, lo defenderá sir Oliver Rathbone, y sé por experiencia que Rathbone fue capaz de exculpar al mismísimo Jericho Phillips. ¿Con qué ahínco se imagina que luchará por su suegro?

Rupert apretó los labios y torció las comisuras hacia abajo.

—Ya veo. Pero aun así sigo sin saber nada.

—Conoce los entresijos de ese comercio —repuso Monk con gravedad.

Rupert se sonrojó.

—No sé nada sobre sus manejos.

—No esperaba que lo hiciera. Puedo deducirlo en buena medida. Necesito saber quiénes eran sus clientes, cómo se pagaba el chantaje, qué cantidades exigía y en qué consistían exactamente las actuaciones y quiénes asistían.

Rupert palideció.

Monk también lo pasó por alto.

—Y también necesito saber más sobre el suicidio que tuvo lugar hace unos meses. Quién lo cometió y qué le condujo a ello.

—¡Eso no puedo decírselo! —replicó Rupert consternado—. Sería una… traición.

—Ya me figuraba que lo vería usted así —dijo Monk tranquilamente—. En cierto sentido, estaría traicionando a los demás hombres que abusaban de menores para su esparcimiento.

Vio que Rupert hacía una mueca, adoptando una expresión avergonzada. Resultaba doloroso, pero no cambiaba nada.

—Mientras que si no me lo cuenta, estará traicionando a los niños del barco… y a todos los que puedan correr su misma suerte. Y si lo piensa detenidamente, y con toda honestidad, estará traicionando a su padre y quizás a lo mejor de usted mismo.

Rupert negó lentamente con la cabeza.

—No sabe lo que me está pidiendo…

—¿De veras? —Monk enarcó las cejas—. ¿Acaso piensa que los miembros de su clase social son las únicas personas que son leales a sus amigos o a quienes están vinculados por promesas de conspiración para ocultar su vergüenza? Porque usted está avergonzado, ¿me equivoco?

Una chispa de ira encendió los ojos de Rupert.

—¡Sí, claro que lo estoy! Usted…

Buscó palabras, sin hallarlas.

—¿Y cree que arrepentirse y disculparse es suficiente para equilibrar la balanza?

—¡No, en absoluto! ¡Lo lamentaré el resto de mi vida! —gritó Rupert—. Pero no puedo deshacer lo hecho.

—Tener remordimientos está muy bien —dijo Monk con ecuanimidad—, pero no es suficiente. Y el dinero tampoco. Si aspira a alguna clase de redención, tiene que ayudarme a impedir que eso vuelva a suceder, al menos en parte.

—¿Cuántas veces tengo que decírselo? ¡No sé quién mató a Mickey Parfitt! —dijo Rupert desesperadamente—. Tal vez fuese Ballinger, pero no sé nada que sirva para demostrarlo. No lo vi, y si lo vi, no lo reconocería. Ni siquiera recuerdo la mitad de lo que ocurrió aquella noche, salvo como una pesadilla. Darle los nombres de mis amigos que estuvieron allí solo servirá para ponerlos en un aprieto y convertirme en un marginado de la sociedad.

—Ese es el precio —contestó Monk—. ¿Tanto valora su amistad con ellos?

—¡No se haga el idiota! —La voz de Rupert volvió a ser fuerte y aguda, trasluciendo cierto miedo—. Todo el mundo me despreciará si pongo en evidencia a mis amigos, no solo los hombres en cuestión, sino también sus familias y sus amistades.

Monk notó que la determinación se endurecía en su interior, como una fría piedra gris.

—Hábleme de las «actuaciones» —dijo subrayando la palabra—. ¿Dónde se reunían? ¿Iban todos juntos a Chiswick o por separado? ¿Compartían un coche de punto, tal vez? Sin duda no irían en sus propios carruajes; podrían ser reconocidos y, además, no querrían que sus cocheros se enteraran.

—Por separado, mayormente —contestó Rupert con gravedad—, pero ¿esto qué tiene que ver con Ballinger o con cualquier otra cosa?

Monk hizo caso omiso de la pregunta.

—¿Cómo iban hasta el barco de Parfitt?

—Nos llevaban en barca. O bien ese horrible hombrecillo con el ojo a la virulé…

—¿’Orrie Jones?

—Si usted lo dice. O si no otro tipejo. ¿Por qué?

Monk tampoco hizo caso a esa pregunta.

—¿Concertaban una cita? ¿Cómo sabían que no era un mero transbordador? ¿Cómo sabía él quiénes eran ustedes y que querían ir a ese barco y no a la otra orilla? ¿Cómo sabía que usted era cliente de Parfitt? Podría haber sido un policía.

—No es ilegal —dijo Rupert humillado.

—¿Solo inmoral? —preguntó Monk con sarcasmo—. ¿Por eso lo hacían río arriba, en Chiswick, a kilómetros de sus hogares y de noche?

Rupert lo fulminó con la mirada.

—No he dicho que me enorgulleciera, solo que no tiene nada que ver con la policía.

—En realidad, la homosexualidad es ilegal —le dijo Monk.

—¡No tocamos a nadie! Ni a chicos ni a chicas.

—¡Solo observaban cómo otros lo hacían! —La indignación de Monk hizo que le temblara la voz y le tensó el cuello con toda la fuerza de sus emociones—. Y secuestrar y torturar niños también es ilegal.

Rupert estaba rojo como un tomate, pero sus ojos ardían de ira, quizá de humillación.

—Dejando a un lado la ley, señor Cardew —prosiguió Monk sin piedad—. ¿Le gustaría que lo forzaran a un coito anal con otro hombre para entretener a un puñado de libidinosos borrachos? ¿A usted le ocurrió algo así cuando tenía seis o siete años, y chilló, y sangró, y por eso…?

—¡Basta! —gritó Rupert, y se le quebró la voz—. ¡De acuerdo! Lo entiendo. ¡Era brutal, y pagaré con mi vergüenza el resto de mi vida!

—Y también me dirá quién más estaba presente —dijo Monk—. Cada hombre cuyo rostro reconociera. No puedo arrestarlos por ello, pero puedo interrogarlos para obtener información. Voy a llevar al patíbulo al hijo de puta que está detrás de esto, y voy a utilizar a todos los cabrones pervertidos que sea necesario para conseguirlo.

—¿Piensa hablar con ellos? —susurró Rupert horrorizado.

—Tengo que hacerlo. Y usted va a contarme paso a paso qué sucedía, cada acto nefando, cada grito, cada herida y cada humillación, cada niño que lloraba aterrorizado mientras lo torturaban para su diversión. Yo también tendré pesadillas, quizás el resto de mi vida, pero voy a pintar un cuadro que hará que sus amigos nunca duden que sé lo que sucedía tan bien como si hubiese estado allí.

Tomó aire. Temblaba y tenía el cuerpo bañado en sudor.

—Y el jurado sabrá exactamente qué ocultaban con los pagos. Quizás ellos también se despierten en plena noche gritando y tengan tantas ganas de librarse de al menos una parte de ese oscuro comercio. Usted me ayudará a las buenas o a las malas, señor Cardew. Me figuro que, aunque solo sea por el bien de su padre, preferirá hacerlo aquí y ahora, en privado, de manera voluntaria, para así redimirse al menos en parte. Créame, si no se aviene y tengo que obligarlo a hacerlo delante de un jurado, será mucho peor.

Rupert le miraba fijamente. Sus ojos reflejaban derrota y una amargura tan profunda que por un momento casi debilitó la determinación de Monk. Pero enseguida pensó en Scuff, en la confianza que estaba comenzando a crecer entre ellos, y su fugaz indecisión se disipó.

—Ahora —instó Monk—. Detalle tras detalle. Hágame sentir como si estuviera allí.

Rupert comenzó titubeando, todavía de pie en la silenciosa sala con sus alfombras descoloridas por el sol y los libros viejos. Hablaba en voz baja y entrecortada. Se detenía con frecuencia y Monk tenía que inducirlo a seguir. Detestaba hacerlo, era como azotar a un animal. Le constaba que luego se sentiría sucio, manchado de crueldad. Pero no cejó hasta que Rupert le hubo contado todos los pormenores de aquel abominable negocio. Tenía el rostro ceniciento, surcado de lágrimas. Tal vez él tampoco lo olvidaría nunca y ni siquiera sería el mismo hombre que antes.

—¿Y el hombre que se vino abajo? —insistió Monk—. ¿El que se quitó la vida de un disparo, solo en un bote?

—Tadley… —susurró Rupert—. No podía pagar. No le conocí, pero me lo contaron.

—¿Parfitt lo presionó con ese propósito? ¿Como ejemplo de lo que sucede si no satisfaces tus deudas?

—¡No era una deuda! —le espetó Rupert—. Era extorsión. Ya se lo he dicho… No supe nada hasta después. Tampoco es que yo hubiera podido pagar lo suyo si lo hubiese sabido.

—Entonces, ¿qué fue, un cálculo equivocado por parte de Parfitt? ¿El suicidio es bueno o malo para el negocio?

Rupert le lanzó una mirada de odio absoluto. A Monk le hirió más de lo que hubiese imaginado y se sorprendió de que le doliera tanto, aunque quizá se debiera a que sabía que lo tenía merecido.

—Es un saludable recordatorio para que pagues tus deudas en lugar de dejar que se acumulen —contestó Rupert fríamente—. Y es malo para el negocio. Aunque el asesinato es peor. Nadie va a considerar que un disparo en la cabeza estando solo en un bote en plena noche sea un accidente. Y tampoco es que los accidentes sean buenos.

—Hábleme de Tadley —ordenó Monk.

—Era padre de familia, pero, según tengo entendido, un tipo desgraciado y solitario. No me consta que le interesaran particularmente los niños. A mí me daba la impresión de que deseaba sentir alguna clase de excitación, de peligro, la sensación de estar completamente vivo. Me consta que suena…

—No —interrumpió Monk—. Suena como la vida de muchas personas que viven asfixiadas por el tedio y el sentido del deber, y que tratando de estar a la altura de lo que otras personas esperan de ellas han acabado cautivas de esas expectativas. Sin sueños, mueres.

Rupert lo miró de hito en hito.

—Perdón —dijo en voz baja—. Lo había juzgado mal. Pensaba que usted…

—Lo sé. —Monk sonrió con tristeza—. Que no tengo demonios dentro de mí, ni siquiera la más remota idea de lo que son. Se equivoca.

Rupert asintió, casi a punto de sonreír.

Monk se mordió el labio.

—Ahora dígame los nombres de los demás hombres que fueron al barco.

Rupert lo miraba fijamente, pero en su semblante no quedaba ni rastro de enojo.

—Por favor —agregó Monk.

Rupert le dio una lista que apuntó en su bloc de notas.

—Gracias —dijo Monk cuando hubo terminado—. Esta vez lo atraparé.

Quizá fuese una aseveración un tanto peligrosa, casi una promesa, pero se arriesgó a decirla y a comprometerse. Se sintió mejor.

Monk decidió volver sobre los pasos de Ballinger la noche del asesinato de Parfitt. Debería repetirlo todo de la manera más parecida posible.

La primera parte del viaje carecía de importancia: lo que contaba era el regreso. Sin embargo, llegó frente a la casa de Ballinger a la hora en que este dijo que había salido.

Por descontado, lo único que no cabía duplicar era la luz del sol. En septiembre habría estado comenzando a anochecer y el frío sería menos intenso. Pero supuso que eso no cambiaría demasiado el tiempo necesario empleado. En todo caso, a Ballinger le había resultado más fácil y, por consiguiente, más rápido.

Tomó un coche de punto tras una espera de menos de diez minutos, y se acomodó para el largo viaje hasta Chiswick. Fue tedioso, y estuvo divagando sobre lo que había descubierto hasta entonces, haciendo malabarismos con las piezas a fin de montar un relato que resistiera los asaltos de la duda y la razón. El conjunto seguía siendo muy endeble, con demasiadas explicaciones alternativas.

Llegó a Chiswick con frío y de mal humor, con las piernas entumecidas por haber estado tanto rato sentado sin moverse. Pagó al cochero y enfiló la calle que conducía al muelle. Ya era noche cerrada y un viento racheado soplaba desde el agua. En aquel tramo alto del río el aire no olía a sal, solo a limo y algas. La marea habría bajado un par de horas antes.

Las nubes corrían por el cielo y durante unos instantes mostraron la luna, que brilló brevemente en el agua. A unos veinte metros había un transbordador. Un par de muchachos iban a bordo y, por las risas que llegaban hasta Monk, se notaba que estaban contentos y un poco bebidos.

Monk aguardó a que atracaran, luego bajó al embarcadero y pidió al barquero que lo condujera a la otra orilla. Una vez allí, le dio las gracias, pagó y subió a la calle en busca de un coche de punto. Eso le llevó bastante más tiempo y otra breve caminata. Aun así llegó a Mortlake a la misma ahora que Ballinger había dicho que llegó a casa de Harkness.

Faltaban más de dos horas hasta la hora que Harkness había dicho que Ballinger se marchó. Las pasó recorriendo la orilla del río con una linterna, mirando las barcas subidas a las gradas, amarradas a los embarcaderos, calculando cuánto tardaría en poner cualquiera de ellas a punto para navegar, y cuánto se mojaría al hacerlo.

Miró al frente y vio el rótulo de la taberna Bull’s Head oscilando ligeramente con el viento, emitiendo crujidos. Decidió entrar y tomar un bocadillo y una jarra de cerveza.

Monk preguntó al dueño si era posible alquilar una barca para salir a remar, no ya con intención de pescar, sino solo para estar a solas y olvidarse un rato de la ciudad, su ajetreo y ruido. Al tabernero le pareció un poco raro, pero dio a Monk los nombres de media docena de vecinos que quizá se avendrían con gusto a complacerlo.

Monk le dio las gracias y se marchó. Encontró una barca ligera y rápida que pudo alquilar por un par de chelines, y prometió devolverla antes del amanecer. Si pensaron que era un excéntrico, nadie lo mencionó. Regresó caminando hacia casa de Harkness, donde llegó poco antes del momento más temprano en que podía marcharse sin dejar de reproducir los movimientos de Ballinger. Miró en derredor. No había nadie a la vista, aunque tampoco esperaba que lo hubiera. ¡Un testigo habría sido un golpe de suerte increíble!

No tardó en bajar de nuevo a paso vivo hacia Bull’s Head. El viento del oeste soplaba con más fuerza, trayendo consigo olor a lluvia. Imaginó los marjales y los campos de más allá, tierra húmeda recién arada. Y más lejos los bosques donde ya caían las hojas y las bayas maduraban, la acritud del humo de leña y los cuervos en nidos altos para pasar el invierno.

Encontró la barca que había alquilado frente a la taberna. Con alguna dificultad al principio, la deslizó por la grada hasta el agua. Cogió los remos, los colocó en los escálamos y se alejó de la orilla, adentrándose en la corriente.

Tras unas pocas paladas más se dispuso a remar río abajo hasta Corney Reach. Aquella noche tenía la corriente en contra. Había cambiado mientras cenaba en el Bull’s Head y ahora estaba subiendo. Tendría que comprobar el régimen de mareas en la noche de la muerte de Parfitt. Habría alguna diferencia, pero quizá de poca importancia; salvo si la pleamar o la bajamar tuvieron lugar mientras mataba a Parfitt, cosa bastante improbable. De todos modos, debía estar seguro de ese detalle para que nada le pillara desprevenido. Puesto que debía remar de regreso a Mortlake, tendría la marea a favor en un sentido y en contra en el otro.

Era una sensación muy agradable sentir la potencia de la barca deslizándose por el agua, esta vez con la corriente. El silencio era absoluto salvo por el susurro de la ola que levantaba la proa y el traqueteo de los escálamos al girar los remos. De vez en cuando una avecilla nocturna piaba entre los árboles de la orilla. En la distancia se oyeron los ladridos de un perro.

Vio el casco oscuro del barco de Parfitt antes de lo esperado. Había perdido la noción del tiempo. Se aproximó a él y permaneció apoyado en los remos. Se imaginó trepando a cubierta. ¿Cuánto tardaría en encaramarse por las cuerdas de las bandas? ¿Bastaría con un cálculo aproximado?

No, Rathbone se lo preguntaría. Echaría por tierra la validez de todo el experimento si tenía que admitir que en realidad no lo había hecho. ¡Diantre!

Dio otra palada y acercó más la barca. ¿Y si ya no había cuerdas? Pues tendría que repetirlo todo de nuevo, una vez restituidas las cuerdas.

Estaba junto al barco. Apenas veía nada. Había una luz de fondeo para impedir que otra embarcación chocara contra él a oscuras. Sin duda era ’Orrie quien la mantenía encendida. Tan solo alumbraba débilmente la cubierta, sin llegar para nada a los costados de la nave.

Monk alargó la mano y encontró tablas traslapadas de madera. Con cuidado, se fue desplazando junto al casco mientras la barca se movía dando sacudidas debajo de sus pies. Recorrió unos tres metros hasta dar con las cuerdas, y ató la amarra de la barca a una de ellas. Torpemente, despellejándose los nudillos, trepó hasta la cubierta.

Permaneció allí un momento, tratando de calcular cuánto tiempo costaría asestar un golpe a alguien, rodearle el cuello con la corbata y apretar hasta asfixiarlo, para luego arrojarlo por la borda a la barca o directamente al agua. También imitó el gesto de tirar la rama, y recordó que habría sido más difícil trepar con ella colgada a la espalda con un cordel o una cuerda. Debería tenerlo en cuenta.

Ahora bien, como Parfitt estaba esperando, tal vez a Ballinger, habría lanzado la escala de cuerda. Había una en el barco, sería necesaria para que los clientes subieran a bordo con sus ropas y botas caras. Nadie encontraría divertido caer al agua, pues no querría acabar empapado, muerto de frío y apestando a limo toda la noche.

También debía comprobar que Ballinger no tuviera una herida o una lesión muscular que le impidiera trepar. Rathbone sin duda lo pillaría en caso de que fuera así. Sonrió amargamente al imaginarse contando todo aquello al jurado para que luego Rathbone llamara a un médico que jurase que Ballinger no podía levantar los brazos por encima de los hombros.

Oyó el ululato de un búho en la otra orilla, y un animalito entró deslizándose en el agua sin apenas hacer ruido. Más que oírlo, vio las pequeñas olas causadas por su movimiento.

Ya era hora de bajar por el costado y remar hasta Mortlake de nuevo, y allí buscar un coche de punto que lo llevara hasta el embarcadero del transbordador de Chiswick. Cuando por fin estuvo en el muelle aguardando que el transbordador viniera a por él, solo llevaba cinco minutos de retraso sobre la hora en que Ballinger lo había tomado la noche de la muerte de Parfitt, dato que el barquero había confirmado.

Se sentía absurdamente eufórico por aquella pequeña victoria. En realidad solo había demostrado que era posible hacerlo. No había demostrado que se hubiese hecho así.

Al día siguiente fue a ver a Winchester, el abogado que seguramente llevaría la acusación en la causa contra Ballinger, si esta llegaba a los tribunales.

—¡Vaya! Así que usted es Monk.

Era un hombre alto, quizás unos tres centímetros más que el propio Monk, ancho de espaldas y con una melena de pelo negro y liso salpicada de canas. Tenía un rostro bastante anguloso con una nariz prominente y los ojos muy oscuros. La característica más llamativa era el sentido del humor que reflejaban sus rasgos, una disposición a la agudeza que parecía estar siempre a punto de aflorar.

—Winchester —se presentó—. Tome asiento.

Indicó una cómoda butaca de cuero gastado. Él se sentó apoyándose sobre el escritorio.

—Hábleme de las pruebas que tiene —invitó.

Monk las desgranó meticulosamente, ciñéndose a lo que podía demostrar.

—Bien —dijo Winchester, frunciendo los labios—. Veo que recuerda que salió vapuleado de su último enfrentamiento con Oliver Rathbone. —Su tono no fue de disculpa, y en su mirada atribulada brillaba una chispa de humor—. Esta vez tenemos que hacerlo mejor.

—Esa es mi intención —le aseguró Monk. Le contó con todo detalle cómo había reproducido el viaje hasta Mortlake, tal como figuraba en su declaración, dejándole tiempo para matar a Parfitt y regresar.

Winchester no se rio, pero sus ojos revelaron que estaba la mar de divertido.

—Ballinger fue un remero de primera en su juventud —prosiguió Monk—. Aunque, por supuesto, tendrá que encontrar un testigo que sostenga que todavía es perfectamente capaz de remar esas distancias y de encaramarse por la escala de cuerda del barco de Parfitt.

—Gracias —dijo Winchester con ironía—. Ya lo había pensado.

Monk no se disculpó.

—Y dispongo de un montón de pruebas para describir con toda exactitud el comercio que Parfitt llevaba a cabo —agregó Monk. Pasó a referírselas, odiando sus propias palabras y todavía más las imágenes mentales que estas suscitaban.

Ahora el semblante de Winchester había perdido toda su luz e incluso parecía que se encontrara mal. La ira de su fuero interno era palpable.

—Llamaré a cuantos crea que pueden ser de ayuda en la causa —dijo con gravedad—. No puedo prometer que vaya a prescindir de nadie. Confío en que no haya dado garantías, porque no las respetaré.

—No lo he hecho.

—¿Ni a su esposa? ¿O a Margaret Ballinger?

—A nadie.

—¿Cardew? ¿Está dispuesto a crucificar a Cardew si es inevitable?

Sin mediar palabra Monk le pasó una copia de la lista de nombres que Rupert le había dado, con inclusión de Tadley y su nota de suicidio.

Winchester la leyó, torciendo el gesto con repugnancia.

—Gracias. Esto no debe de haberle resultado fácil.

—Yo tampoco tengo intención de prescindir de nadie —le dijo Monk.

—¡Por lo que más quiera, cuide bien de Hattie Benson! —dijo Winchester muy serio—. Es la única que les impide cargarle las culpas a Cardew. Solo me queda una pregunta por hacerle: ¿está íntimamente convencido de que fue Ballinger? ¿No pudo ser un rival del negocio, pura avaricia por parte de Tosh Wilkin, por ejemplo? Es un sujeto particularmente asqueroso. A Rathbone le bastará con plantear una duda razonable.

Monk fue consciente de que Winchester le estaba observando muy atentamente. A su mente acudió el vívido recuerdo de haber perdido el juicio contra Jericho Phillips y de la vergüenza que había pasado, lo desnudo que se había sentido mientras toda la sala le miraba fijamente, y su derrota, sus errores.

—No, no estoy convencido —dijo—. Creo que fue Ballinger porque es lo que dijo Sullivan antes de morir. Tenía que ser alguien de la posición social de Ballinger para detectar esas debilidades en hombres como Sullivan, consentírselas y alimentarlas hasta que perdían el control, y luego hacerles chantaje. Tosh Wilkin carece de la imaginación y los contactos necesarios para hacerlo. Y si él fuese quien se quedaba con el dinero del chantaje, dudo que hubiera tenido el autocontrol suficiente para no gastárselo, cosa que no ha hecho.

—Pero ¿podría haber matado a Parfitt siguiendo instrucciones de Ballinger? —insistió Winchester.

—Es posible. Aunque no creo que Ballinger, un maestro del chantaje, pusiera tanto poder sobre su persona en manos de un hombre como Tosh, que sin duda lo utilizaría.

Los largos dedos de Winchester tocaron la lista que Monk le había dado.

—¿Y alguien de esta lista? Tenían mucho que ganar con la muerte de Parfitt. Poner fin a un chantaje ha motivado más de un asesinato. Al jurado no le costará demasiado creerlo. Duda razonable; más que razonable.

—No muerdes la mano que provee a tu adicción —contestó Monk—. Entonces tienes que buscar otro suministrador, ¿y dónde encuentras uno? ¿Y por qué?

Winchester asintió lentamente.

—Más vale que lleve usted razón, Monk. Y tenga presente que Ballinger luchará contra usted con todos los medios a su alcance. No se rendirá fácilmente. Rathbone luchará por él, y no es preciso que le diga que es un hombre muy inteligente, y mucho más despiadado de lo que sus refinados modales dan a entender.

—Lo sé.

—Sí, claro que lo sabe. Pero no se permita olvidarlo simplemente porque cree que Ballinger es culpable y que, por consiguiente, usted está luchando por una causa justa.

Monk miró fijamente el curioso semblante de Winchester, con su prominente nariz y su sutil viveza, y si preguntó si Ballinger ya había comenzado a luchar y Winchester lo sabía.

—Entrará en el ámbito personal —advirtió Winchester—. Su reputación; tal vez la de su esposa.

Monk notó que los músculos se le agarrotaban.

—Lo sé.

—¿Están preparados? Es posible que la llame al estrado a propósito de Rupert Cardew.

—Sí. Esta vez estará preparada.

Winchester le tendió la mano.

—Entonces lo atraparemos, señor Monk; Deo volente.

Monk se puso de pie.

—Sí, Dios lo quiera —repuso, y estrechó la mano de Winchester.

La advertencia de Winchester a propósito de Hattie Benson hizo que Monk fuera directamente a la clínica de Portpool Lane, tan solo para asegurarse de que seguía sana y salva, y con buena presencia de ánimo.

Lo recibió en el vestíbulo una adusta mirada de Squeaky Robinson.

—No está aquí —dijo Squeaky cansinamente.

A Monk se le revolvió el estómago y le faltó el aire.

—¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?

—No hace falta que se ponga como si le hubiese dado un puñetazo —dijo Squeaky en tono de reproche—. Ha salido a comprar material quirúrgico. No sé dónde, porque tenía que buscar el lugar indicado. Sabía de un médico que está vendiendo cosas de segunda mano.

—¡No busco a Hester! —dijo Monk, casi asfixiado de alivio—. Me refería a la joven que traje hará cosa de una semana. ¿Dónde está?

Squeaky miró a Monk de arriba abajo, sus relucientes botas de cuero, su elegante abrigo húmedo en los hombros, y suspiró.

—Abajo, lavando sábanas, tal como le han pedido que hiciera. No voy a hacerla subir porque lo tengo prohibido, así que más vale que baje a la lavandería si quiere hablar con ella.

Se desentendió de Monk y se sentó para seguir repasando sus cuentas.

Monk le dio las gracias, no sin una pizca de sarcasmo, y se fue por el estrecho pasillo y bajó dos tramos de escalera a través de la cocina hasta llegar a la lavandería. Una muchacha flaca de pelo moreno y con pecas hundía un palo en el enorme caldero, removiendo las sábanas. El agua caliente despedía mucho vapor, y el aire era casi irrespirable.

—¿Dónde está Hattie? —preguntó Monk.

—No lo sé —contestó la muchacha sin desatender su tarea.

Monk dio un paso hacia ella y habló con más aspereza.

—¡Eso no me sirve! ¡Si quiere quedarse aquí y que cuiden de usted, me dirá de inmediato dónde está!

La muchacha dejó de revolver el caldero y dejó caer el palo al suelo. Se volvió y lo miró indignada, con el pelo húmedo cayéndole en mechones sobre la cara y la tez sonrosada.

—No sé quién es, y por más que me grite, seguiré sin saberlo. Tenía que estar aquí porque le tocaba ayudar, ¡pero no está! ¡Así que lárguese a buscarla a otra parte!

Monk dio media vuelta y salió a grandes zancadas de la habitación y luego subió los escalones de dos en dos. En la despensa encontró a otra joven con la cara colorada, pelando patatas. Percibió el olor astringente de las cebollas y al levantar la vista vio las ristras que colgaban de las vigas del techo.

—¿Ha visto a Hattie Benson? —inquirió Monk.

—No, no la he visto desde… no sé, ayer. ¿Ha probado en la lavandería? Pasa mucho rato allí.

—Sí, ya he bajado. ¿Dónde más?

Dominaba su creciente miedo con dificultad. El corazón le palpitaba, respiraba jadeante. Aquello era ridículo. Seguramente estaría haciendo camas, o arrollando vendas, o haciendo cualquiera de las múltiples tareas habituales en la clínica.

La joven se encogió de hombros.

—No lo sé.

Sin molestarse en insistir, pues estaba claro que de nada serviría, salió de la despensa para dirigirse al cuarto de las medicinas, al de la ropa blanca y luego a cada uno de los dormitorios. Fue hasta la otra punta de las tres antiguas casas que, unidas por un laberinto de pasillos y habitaciones conectadas, antaño fueran el burdel de Squeaky Robinson y ahora la clínica. No encontró a Hattie Benson en ninguna parte, y nadie la había visto en las tres o cuatro últimas horas. El miedo que crecía en su interior rayaba en el pánico.

Hester no estaba en la clínica, como tampoco Margaret. Y no estaba seguro de si habría preguntado a Margaret si estuviese allí. Decidió ir en busca de Claudine.

La encontró en el cuarto de las medicinas. Se estaba convirtiendo en una enfermera bastante competente. Hester decía que era inteligente y, más importante aún, que demostraba un profundo interés. Su prolongado e infeliz matrimonio había minado su fe en sí misma hasta niveles atroces. Curiosamente, la aventura que la llevó a descubrir a Arthur Ballinger ante una tienda que vendía fotografías pornográficas, y de la que fue rescatada por Squeaky Robinson, fue lo que la liberó de aquella prisión casi autoimpuesta.

Claudine estaba midiendo con esmero lo que quedaba en varios botes y botellas y lo iba anotando en un cuaderno. Mantenía la espalda bien erguida y esbozaba una sonrisa. Se volvió cuando oyó que los pasos de Monk se detenían. Le bastó con ver el semblante de Monk un instante para percatarse de su angustia.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó de inmediato, dejando la botella que sostenía y cerrando el cuaderno—. ¿Es grave?

—Hattie Benson se ha marchado —contestó Monk—. He ido de una punta del edificio a la otra y he preguntado a todo el mundo. Nadie la ha visto desde las nueve de esta mañana.

Claudine tardó un poco en contestar, pero no porque estuviera atónita. Estaba pensando qué hacer a continuación.

—Veamos —dijo en voz alta—. Sabía que no debía salir a ninguna parte. No haría recados a nadie, ni siquiera a la vuelta de la esquina. Era lo bastante lista para estar asustada. Aquí no hay puertas que den a la calle por las que un extraño pueda entrar sin ser visto. ¿Ha hablado con Squeaky?

—Sí. No la ha visto salir, y lleva en el vestíbulo toda la mañana, al menos desde que la vieron por última vez —contestó—. Tengo…

—Ya lo sé —interrumpió calmada, con voz tranquilizadora.

Monk miró su agradable rostro. Distaba de ser hermoso, pero irradiaba fuerza y, en aquel momento, un sereno coraje.

—Pues tiene que haber salido por detrás —dijo Monk con más firmeza—. Eso significa que lo ha hecho deliberadamente. Ha engañado a alguien para que la dejaran sola. ¿Por qué? ¿Qué demonios la empujaría a hacer algo así? ¿La ha amenazado alguien de aquí dentro? ¿Quién ha ingresado desde que ella llegó?

—Una anciana con fiebres que está arriba —contestó Claudine—. Delira y es probable que muera. Y una muchacha con una herida de navaja y una clavícula rota. Todas las demás pacientes entraron y salieron enseguida.

Monk la miró fijamente.

—¿Una de nosotras? —preguntó Claudine con voz temblorosa. Pareció estar a punto de agregar algo más, pero cambió de parecer.

Monk dedujo de su expresión que estaba pensando en Margaret e intentando apartar esa idea de su mente. Él pensaba lo mismo. Tenía que haber una explicación más compleja, pero en aquel momento apenas importaba.

—Voy a ver si la encuentro —dijo Monk, aunque no sabía por dónde comenzar a buscarla. ¿Debía decírselo a Hester? No podría hacer nada, salvo exponerse a nuevos peligros.

—¿Dónde la buscará? —le preguntó Claudine.

—No lo sé. Si está sola o ha escapado de quien se la llevara, seguramente regresará a los lugares que conoce. Lo único que puedo hacer es preguntar.

—¿Puedo ayudar?

—No… gracias. Solo… no se lo diga a Hester… todavía.

—No será necesario —respondió Claudine con gravedad—. Lo sabrá en cuanto entre por la puerta.

Monk se marchó sin añadir nada más. Una vez en Portpool Lane caminó tan deprisa como pudo, sin siquiera darse cuenta de que llovía. Le habría gustado correr, pero sería un sinsentido; necesitaba conservar sus fuerzas. No pararía hasta encontrarla.

Preguntó a vendedores ambulantes, a una cerillera, a otro que vendía cordones de zapato y a otro más que servía chocolate caliente y bocadillos de jamón. El hombre de los bocadillos había visto a una muchacha de piel muy clara y pelo muy rubio en compañía de otra de más edad, de pelo castaño, que iban por Leather Lane hacia High Holborn, poco antes de las nueve y media. Iban a pie, y con prisa.

Resultaba confuso. ¿Se trataba de Hattie o no? ¿Con otra mujer? ¿Quién? Era la mejor pista que tenía. Plantado en medio del tráfico, entre la gente que iba y venía, el traqueteo de las ruedas y el chacoloteo de los cascos de los caballos, las salpicaduras de la alcantarilla mojándole los pantalones, se sintió abrumado por la impotencia. Podía ser Hattie, pero también podía no serlo. Y podía haberse dirigido a cualquier lugar de Londres.

No tenía sentido quedarse allí. Más valía que intentase encontrar a otras personas que la hubiesen visto. Caminando pensaba mejor. Quizá se daría cuenta de algo que se le estaba escapando.

Mas no fue así, y bien entrada la tarde, cuando se anunciaba el ocaso, tan solo había dado con media docena de testigos que tal vez hubiesen visto a Hattie o a cualquier otra muchacha rubia de tez pálida. Decidió tomar un coche de punto para ir a Chiswick. Allí al menos la conocían y si la habían visto se trataría de ella con toda seguridad. Cabía pensar que la añoranza la hubiese empujado a regresar al único lugar donde tenía amigos, a un entorno donde se sentía en casa. Quizás allí se sintiera más segura aunque en realidad no lo estuviera.

El trayecto se le antojó interminable. Cada calle oscura era idéntica a todas las demás. Las farolas estaban encendidas como ojos deslumbrantes en la creciente penumbra. Las sombras se iban adueñando de todo. Los faroles de los carruajes eran amarillos, y se oía el siseo de las ruedas sobre los adoquines mojados aunque ya no llovía.

Finalmente llegó al paseo de Chiswick en la orilla del río, a la altura de la isleta. Se apeó del coche, pagó al conductor y se dirigió a grandes zancadas hacia las luces que descendían por el tramo de lodo y piedras que había dejado la marea baja. Oyó voces. Si eran policías, les pediría ayuda.

Al llegar a la escalinata tenía un nudo en el estómago, respiraba con dificultad y le dolía la garganta.

Uno de los hombres alzó su linterna y Monk vio que en total eran cuatro; adustos, mojados, con los pies y los tobillos cubiertos de limo. Sobre las piedras descansaba el cuerpo de una mujer, la luz amarilla brillaba en su rostro y la melena tan rubia que parecía plateada. Supo que era Hattie antes de acercarse lo suficiente para ver sus facciones.