Capítulo 4

Monk comenzó a investigar más a fondo la vida de Mickey Parfitt, sus amigos y enemigos, sus clientes y los hombres a quienes había utilizado y engañado, y cuyos apetitos había satisfecho. Y, por descontado, si realmente era como Jericho Phillips, también estarían aquellos a quienes hiciera chantaje. Ahora bien, ¿acaso un hombre chantajeado se vuelve contra el que provee a su adicción? Solo si ha alcanzado los últimos estadios de la desesperación y ya no tiene nada que perder.

Monk quizá debería averiguar si algún hombre prominente había cometido suicidio recientemente, o hallado una muerte que cupiera interpretar de ese modo.

Mickey Parfitt no era de por sí una persona importante. Cada semana moría gente río arriba o río abajo. La Policía Fluvial solo podía dedicar un par de hombres a investigar un crimen de tan poca relevancia para la ciudad y su población. La muerte de un delincuente de poca monta no suscitaba miedo ni indignación; en realidad, ni siquiera interés.

Hacía una mañana tranquila y neblinosa cuando Monk y Orme tomaron un coche de punto en Wapping para ir hasta Chiswick. Podrían haber ido en patrullera, pero eso habría significado seguir los retorcidos meandros del río, y remar tanta distancia habría resultado agotador. Además, no podían encargar esa tarea a otros dos hombres.

—Ni siquiera sé si me importa —dijo Orme con gravedad, sentado muy erguido y con la mirada al frente dentro del coche. El día sería templado, pero iba vestido como siempre, con chaqueta y pantalones oscuros y una gorra bien calada en la frente.

Monk sabía lo que tenía en mente: los niños asustados con la mirada perdida a los que había visto en el barco de Phillips, y el cuerpo escuálido y lastimado del chiquillo al que habían sacado del agua. A él tampoco le importaba demasiado atrapar o no al asesino de Mickey; y ante Orme, menos que ante nadie, no podía fingir lo contrario.

—A lo mejor no encontramos al que lo hizo —dijo irónicamente.

Orme lo miró, sopesando hasta qué punto lo decía en serio.

Monk se encogió de hombros.

—Por supuesto, todo homicidio merece un castigo justo, sea quien sea la víctima. Si nos acercamos al asesino, le daremos un susto de muerte.

Aquello no era una broma. En el pasado muchas personas habían tenido miedo de Monk. No era algo de lo que se sintiera especialmente orgulloso. Algunas de ellas habían sido hombres que trabajaban con él, hombres más jóvenes, menos capaces, con menos agilidad mental, temerosos de su afilado juicio. Monk era admirado pero también temido.

Pero eso había sido antes del accidente que le hizo perder la memoria, y cuando todavía era miembro de la Policía Metropolitana. Después de la última disputa con Runcorn, cuando fue despedido, trabajó por cuenta propia resolviendo delitos para quienes lo contrataban a título privado. Luego, después del fallecimiento de Durban, le habían ofrecido aquel puesto para dirigir la Policía del Támesis en el río.

Durban no había poseído la despiadada destreza de Monk para perseguir la verdad; pocas personas la tenían. Pero había sabido cómo dirigir a sus hombres, cómo ganarse su lealtad, sacar lo mejor de ellos, incluso inspirar una especie de amor. Por encima de todo, confiaban en él.

Monk también lo había tratado, aunque por muy poco tiempo. Se hicieron amigos. Fue Durban, sabiendo que iba a morir, quien propuso que Monk ocupara su puesto. Ahora Monk tenía que justificar el honor de ser depositario de su confianza. Tenía que aprender el arte de dirigir a los hombres, comenzando por Orme, que había sido el más próximo aliado de Durban.

—Y si podemos, lo atraparemos —agregó, como si se tratara de un comentario redundante.

Orme sonrió como si entendiera algo más que sus palabras y no dijo nada. Se retrepó un poco en el asiento y relajó los hombros.

En la pequeña comisaría de Chiswick fueron recibidos con recelo y los condujeron a un caluroso y diminuto despacho que olía a té cargado y humo de tabaco. Las paredes estaban forradas de estanterías que reducían aún más el exiguo espacio, y en el escritorio había montones de papeles.

Solicitaron toda la información disponible y Monk hizo bastantes preguntas al sargento de guardia. Orme escuchó y tomo notas, escribiendo deprisa y con sorprendente pulcritud.

—Era un sujeto aborrecible —dijo el sargento, describiendo a Mickey Parfitt—. No se puede dejar impune un homicidio, pero si pudiéramos, mi primer impulso sería no arrestar a quien lo hizo. —Suspiró—. No obstante, parece ser que no podemos hacerlo, pues si no sabe Dios adónde iríamos a parar. Haremos cuanto podamos para ayudarles a encontrar al pobre diablo que lo hizo. —Una mirada divertida chispeó brevemente en sus ojos—. Le advierto que tendrán mucho donde elegir, y se lo digo de verdad.

—¿Qué estaba haciendo a solas en el barco? —preguntó Monk, sentándose en el borde de una de las desvencijadas sillas—. ¿Alguna idea? Si ustedes hubieran podido demostrar algo, sin duda ya habrían arrestado a alguien, pero ¿de quiénes sospechan? Y no me venga con que hay demasiados sujetos entre los que elegir.

El sargento sonrió de oreja a oreja, con un simpático gesto espontáneo que iluminó su huesudo semblante.

—Faltaría más, señor. Estamos demasiado río arriba para que se tratara de contrabando. Aquí no hay nadie a quien valga la pena robar, aunque a menudo me ha preguntado si comerciaba con objetos robados, de modo que me aventuré a echar un vistazo, pero no encontré nada.

—¿Muchas idas y venidas de gente? —preguntó Monk.

—Sí. En parte fue por eso por lo que se me ocurrió lo de la compraventa de objetos robados.

—¿Qué clase de personas?

Monk fue consciente de que estaba tenso, al acecho. No miró a Orme, pero notó que también se ponía en tensión.

—Ninguna mujer —contestó el sargento, negando con la cabeza—. De modo que si estaba pensando en eso, se equivoca. De haber sido algo tan simple, le habría puesto fin yo mismo. Siempre hombres y, si te fijabas un poco, hombres de buena posición. Mi sospecha es el juego. Apuestas arriesgadas, a vida o muerte, como suele decirse. Uno se mató hará cosa de un año. Pero no cabe duda de que lo hizo él mismo. Un disparo en la cabeza. —Torció el gesto con un ademán compasivo—. A solas en una barca, con una bonita pistola a su lado. Cachas de nácar. Me figuro que perdió más de lo que podía pagar. No sé qué le pasa a esa gente.

El sargento traslucía hastío, como si hubiese visto demasiadas cosas que hubieran agotado su capacidad de compadecerse.

Monk pensó en el hombre a solas en el bote, sosteniendo la pistola en sus manos, probablemente con frío, casi seguro temblando. Sería una cuestión de honor tal como suponía el sargento, pero no de dinero: la deshonra de ser desenmascarado como un hombre que miraba fotografías obscenas y que se servía de la degradación y los abusos a niños para satisfacer sus apetitos más oscuros. Pero Monk no tenía por qué decirle todo eso al sargento en aquel momento.

—¿Quién trabaja para él? —preguntó en voz alta—. Estoy al tanto de ’Orrie Jones, Tosh Wilkin y Crumble. ¿Qué puede decirme acerca de ellos?

’Orrie es un poco simple —contestó el sargento—, pero no tan tonto como pretende. Puede ser bastante perspicaz cuando le conviene. Crumble es un mandado. Hace lo que le dicen. Con Tosh más vale tener cuidado. Nunca he podido pillarlo con algo de suficiente peso para encerrarlo. —Se le iluminó el semblante—. ¿Cree que pudo ser él quien liquidó a Mickey?

—Lo dudo —dijo Monk con pesadumbre—. Creo que Tosh tenía mucho interés en que Mickey siguiera vivo y ganando dinero para ambos.

—Así pues, ¿era un perista opulento?

Ese era el término para designar a quienes compraban y vendían objetos robados de mucha calidad, como joyas, obras de arte, marfil y oro.

—No —contestó Monk casi con toda certidumbre—. Era un pornógrafo, y probablemente un proxeneta de niños para unos pocos clientes selectos.

El sargento blasfemó en voz baja, casi como para sí. No se disculpó, de modo que tal vez se tomara el nombre del Señor muy en serio.

Monk sonrió, torciendo el gesto con aspereza.

—¿Sigue dispuesto a ayudarnos a encontrar a quien lo mató? —preguntó.

El sargento lo miró de hito en hito con toda la firmeza de sus ojos azules.

—Por supuesto, señor, aunque lamento decir que no creo que sepamos nada que le pueda servir.

Monk se rio con una satisfacción cruel.

—Qué lástima. Pero seguro que tiene una lista de barqueros, carpinteros de ribera, tenderos, el tipo de persona que pudo haber visto algo.

—Por supuesto, señor.

—¿Mickey acostumbraba ir solo a su barco?

—Ni idea, señor. En una noche brumosa es difícil saber quién va dónde. Ese es el problema del río, aunque siendo de la Policía Fluvial, me figuro que lo sabe mejor que yo.

—¿Mickey era el propietario del barco?

El sargento pareció alarmarse.

—No lo sé, pero supongo que puede averiguarse.

—Esa es mi intención.

Monk le dio las gracias y salió a la calle, donde brillaba el sol. La luz blanca que reflejaba el agua se movía y relumbraba con la marea entrante. Las velas de las gabarras, apenas hinchadas, mostraban su rojo oxidado. Parte de las hojas comenzaba a cambiar de color. Algunas incluso flotaban a la deriva.

Las calles ya estaban ajetreadas. Los carros traqueteaban sobre el adoquinado desigual, los hombres se gritaban unos a otros mientras cargaban y descargaban sacos, barriles y maderos.

—¿Qué supone que estaba haciendo ahí fuera a esas horas de la noche? —preguntó Orme en voz baja mientras cruzaban la carretera hacia la orilla del agua—. ¿Le habrían tendido una trampa?

—Es posible —concedió Monk—. El golpe en la cabeza pudo ser un crimen improvisado. El asesino pudo usar cualquier trozo de madera que hubiera por allí, un remo roto, una rama, cualquier cosa, pero ¿quién lleva consigo una cuerda con nudos?

—¿Un trozo de jarcia de un barco? —sugirió Orme—. Siempre hay cuerdas en los barcos; también en los varaderos.

—Cierto —admitió Monk—, pero ¿la llevaba consigo? ¿O mató a Mickey en alguna otra parte y luego lo arrojó al agua, dejando que lo arrastrara la corriente? No hay ningún varadero en la zona donde lo encontraron; al menos no cerca de su barco, que es donde pensamos que cayó al agua. Aunque es posible que nos equivoquemos. Pero el varadero más próximo queda a kilómetros río arriba… ¿Por qué iban a traerlo de vuelta aquí? ¿Solo para confundirnos?

Orme frunció los labios.

—Premeditado —dijo convencido—. Alguien vino con la intención de matarlo. No es de extrañarse, habida cuenta de su ocupación. Lo extraño es que no sucediera antes.

—¿Es posible que ’Orrie, Crumble y Tosh cuidaran de él? —Monk estaba pensando en voz alta—. En cuyo caso, o bien fue más listo que ellos, o ellos se volvieron contra él, y uno lo vendió a su asesino.

Orme le miró de soslayo, con un extraño brillo divertido en los ojos, quizás a causa de la justicia poética de la idea. Entonces, antes de que Monk pudiera estar seguro de ello, apartó la vista otra vez.

—Me figuro que más vale que investiguemos quién pudo ser —dijo impávido.

Pasaron la mañana hablando con los distintos hombres cuya manera de ganarse la vida guardaba relación con el río o sus inmediaciones: constructores de barcos, carpinteros de ribera, proveedores de buques, barrileros, suministradores de remos, gallardetes y otros accesorios náuticos. No averiguaron nada que añadir a lo que ya sabían.

Almorzaron pan con jamón y pollo frío acompañados de una jarra de cerveza. Entonces Orme se marchó a interrogar al barquero del transbordador. Monk fue en busca de ’Orrie Jones otra vez, al sótano de la taberna, donde seguía trasegando barriles de cerveza.

—Ya se lo conté —dijo ’Orrie, moviendo descontroladamente su ojo estrábico y con el otro fijo en Monk—. Lo llevé al barco. Sería poco después de las once. Me dijo que volviera a por él, pero me entretuvieron y me retrasé. Cuando llegué, hacia eso de la una, se había ido. No vi a nadie más, y no sé quién lo mató.

—¿Para qué fue al barco? —preguntó Monk con paciencia. No sabía por qué le estaba preguntando todo aquello. Probablemente no serviría de nada. Lo hacía para convencerse de que estaba intentando descubrir la verdad y demostrar quién había matado a Parfitt.

’Orrie lo miró con incredulidad, apoyado contra una pila de barriles.

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Cree que se lo pregunté?

—¿A quién más se lo dijo? —insistió Monk.

’Orrie se indignó.

—¡A nadie! ¿Está insinuando que le tendí una trampa?

—¿Lo hizo?

Cabía la posibilidad; una pelea por el botín.

—Claro que no. ¿Por qué haría yo algo así? —protestó ’Orrie.

—Por dinero —contestó Monk—. O porque tenía más miedo de quien le pagó que de Mickey Parfitt.

’Orrie tomó aire para replicar pero volvió a soltarlo, dejando claro que lo había pensado mejor. Miró de reojo a Monk; por una vez sus dos ojos apuntaron más o menos en la misma dirección.

—No se lo dije a nadie, pero Mickey solía ir al barco a menudo. Siempre tenía cosas de las que ocuparse a bordo y no se fiaba de que otro las hiciera bien.

—¿No confiaba en usted? —presionó Monk, fingiendo sorpresa.

El rostro de ’Orrie se crispó ofendido. Su expresión enfurruñada dejaba claro que ahora pondría mucho más cuidado antes de contestar.

—¿Y si había alguien vigilando? —sugirió ’Orrie—. Era muy listo, el pobre Mickey, pero tenía enemigos. Era el amo de este tramo del río.

—¿A quién más vio cuando fue a buscarlo? —preguntó Monk.

Esta vez ’Orrie sopesó su respuesta varios segundos.

Monk aguardó con interés, estudiando el extraordinario semblante de ’Orrie. A veces la mentira que elegía un hombre podía decirte más acerca de él que la verdad.

—Siempre hay gente en el agua —comenzó ’Orrie con cautela.

Monk sonrió.

—Por supuesto. Si no la hubiera, no habría negocio.

—Cierto. —’Orrie asintió despacio sin dejar de mirar a Monk—. Gente con dinero —agregó.

—¿Y qué les podía vender Mickey Parfitt? —le preguntó Monk.

’Orrie lo miró impávido, como si no le hubiese entendido.

’Orrie, ¿qué vendía Mickey Parfitt a esos hombres con dinero? —repitió Monk—. Se ganaba muy bien la vida, de lo contrario no habría podido permitirse tener un barco, y menos uno con accesorios como los del suyo.

—No lo sé —dijo ’Orrie con aire de impotencia—. ¿Se figura que contaba esas cosas a los tipos como yo?

—No, ’Orrie, ¡lo que supongo es que usted era muy capaz de verlo por sí mismo!

’Orrie negó con la cabeza.

—Se equivoca. Yo nunca estuve en el barco. Llevaba y traía a gente. No sé lo que hacían. ¿Apuestas, quizás? —agregó esperanzado.

Monk lo miraba fijamente. Con sus ojos de bizco resultaba imposible saber si era un hombre amedrentado, medio idiota o simplemente con una tara física. Monk se planteó preguntarle para qué eran los niños, pero tal vez fuese mejor reservar esa pregunta para más tarde. Dejar que ’Orrie se preguntara durante un rato adónde habían ido. Aunque a lo mejor era verdad que no lo sabía. Podía ser Crumble, o incluso Tosh, quien se encargara de cuidarlos.

’Orrie sonrió.

—Pregunte a Tosh, él lo sabrá —propuso.

Monk le dio las gracias y fue en busca de Tosh. Le costó casi una hora y un montón de preguntas, pero al final lo encontró en un despacho diminuto pero sorprendentemente ordenado. En un rincón había una estufa encendida pese al relativo calor que hacía. Monk supo al instante lo que había ocurrido y maldijo su estupidez. Tendría que haber hecho que alguien siguiera a Tosh y, seguramente, también a Crumble. Así habrían encontrado los papeles a tiempo para salvarlos. A pesar de sus negativas, Mickey por fuerza debía tener ciertas cosas por escrito, por lo menos deudas y pagarés.

Tosh levantó la vista hacia Monk con el rostro sereno, afectando interés.

—¿Ya ha descubierto algo sobre quién mató al pobre Mickey? —inquirió cortésmente. Llevaba puesto un chaleco amarillo y se sacudió un poco de ceniza con cuidado.

Monk se quedó plantado en medio de la habitación, a un metro de Tosh y de la estufa, dominando su enojo con dificultad.

—Un competidor o un cliente insatisfecho —contestó—. O uno que no soportara que le siguieran chantajeando. Como el pobre desdichado que se pegó un tiro en el río el año pasado.

El rostro de Tosh se tensó de manera casi imperceptible, moviendo apenas los músculos del cráneo.

—No sé por qué lo hizo —dijo con mucha labia—. Pudo ser por muchas razones. Tal vez su mujer se fugó. A veces ocurre.

—¡No diga tonterías! —le espetó Monk—. Las mujeres de clase alta con maridos ricos no se fugan con otros hombres dando lugar a escándalos. Se quedan en casa y tienen amantes a escondidas. Lo hacen con suma discreción, y todo el mundo finge no saberlo. Así tienen la libertad de hacer lo mismo si lo desean.

—Parece que los conoce mejor que yo —contestó Tosh con cierta sorna—. Aunque me figuro que es normal, siendo policía y tal. De ahí que esté en una posición ventajosa para adivinar por qué se mató ese pobre diablo. Pero no veo qué relación puede tener con el que se cargó a Mickey. De hecho, está claro que él no fue.

Monk pasó por alto la pulla.

—¿Venganza? —sugirió.

—Solo tiene sentido si Mickey lo mató. —Ahora Tosh lo observaba con mucha atención—. Cosa que no hizo.

Monk sonrió.

—Pensaba que usted lo sabría.

Un asomo de ira cruzó el semblante de Tosh.

—¡No sé quién lo hizo! ¡No sé nada al respecto!

—¿Qué vendía Mickey a sus clientes, Tosh? Y no me vuelva a decir que no lo sabe. Acaba de destruir todos los papeles, salvo los que acreditan que era el propietario del barco. Esos no los destruirá porque entonces no podría hacerse con él.

Tosh se congestionó y torció el gesto, pero no intentó negarlo.

—Solo he quemado unas cuantas cosas privadas. Todo hombre tiene derecho a la intimidad. ¿Acaso no respeta a los muertos? ¡Mickey fue víctima de un asesinato! ¿Su trabajo no le obliga a estar de su parte?

Levantó de nuevo la vista, y en sus ojos brillaba una maliciosa inocencia.

Monk le sostuvo la mirada si darse por aludido, preguntándose dónde estarían las fotografías usadas para hacer chantaje. Sin duda a buen recaudo, cuidadosamente guardadas. Tal vez ni Tosh lo sabía. Sonrió.

—¿Estaba buscando las fotos, Tosh?

Echó un vistazo a la pequeña habitación. Había armarios y cajones en todas las paredes, como si se tratara de un despacho donde se efectuaran minuciosas transacciones comerciales. Monk supuso que serían bastante seguros. Los de Jericho Phillips lo habían sido. Aquí solo habría un archivo de deudas y pagos, fechas, nombres, cantidades. Las fotos las habrían escondido muy bien. La visión de las fotos de Phillips todavía le revolvía el estómago con una repugnancia tan grande que le producía náuseas.

Tosh lo miraba fijamente, estudiándole el rostro. Sin duda se planteó mentirle, pero optó por no hacerlo.

—Solo quería descubrir quién le debía dinero. Y, por supuesto, a quién le debía dinero él. Hay que pagar las facturas.

Sonrió torvamente.

—Por supuesto —dijo Monk—. Me figuro que sus socios andarán tras su parte de los beneficios… presentes y futuros. ¿Será usted quien mantenga el negocio en marcha, Tosh?

Esta vez Tosh se vio atrapado.

—¿Cómo quiere que lo sepa? —contestó irritado—. Yo solo trabajaba para él. No soy dueño de nada.

—No, claro que no —aseveró Monk, y vio que la rabia endurecía la expresión de Tosh. Le gustaría que hubiese sido suyo. Estaría aguardando a que el socio en la sombra apareciera y se llevara la mejor parte, quienquiera que fuera quien hubiese puesto el dinero para montar el negocio. Alguien había respaldado a Mickey Parfitt, tal como alguien había respaldado a Jericho Phillips.

Sullivan había dicho que era Ballinger quien estaba detrás de Phillips. ¿Sería cierto, o tan solo la mentira de un hombre desesperado buscando una última venganza? ¿Para qué, si Ballinger no estuviera implicado? ¿Acaso porque Ballinger había descubierto su debilidad y la había utilizado?

¿Era posible que Ballinger estuviera detrás de los dos? ¿O Monk solo contemplaba esa idea porque necesitaba creer que podría poner fin a aquel espantoso negocio, o al menos a la parte de este que se llevaba a cabo en el río y que tomaba como un reto personal? Para él aún era más urgente dar a Scuff una ilusión de seguridad que acabara con sus pesadillas y hacerle creer que realmente había alguien capaz de protegerlo de los peores miedos y atrocidades de la vida.

¿Y acaso no quería Monk ser quien salvara a Scuff? De ser cierto, ese sería su punto débil, y perseguir a Ballinger con ese fin era peor que injusto; era malvado e irracional, la clase de obsesión que Monk más detestaba en los demás.

—Hábleme de la noche en que mataron a Mickey —dijo abruptamente.

Tosh se quedó perplejo, pero tras la sorpresa inicial recobró la confianza en sí mismo, como si ahora Monk se apartara de la zona de peligro.

—Ya se lo conté… —Repitió el pormenorizado relato de sus movimientos exactamente igual que la vez anterior, casi como si lo recitara de memoria. Todo ocurría a suficiente distancia del río para que fuese imposible que hubiese estado en el barco de Mickey en torno a la hora en que este fue asesinado. Por descontado, Monk efectuaría las comprobaciones pertinentes, pero, viendo el semblante de Tosh, estuvo convencido de que todo podría demostrarse, quizá con pruebas tan sólidas como si Tosh hubiese sabido que su coartada sería investigada. Se adivinaba una ligera satisfacción detrás de su enojo.

—¿Cuál es su opinión? —preguntó Monk a Orme cuando estuvieron sentados en el coche de punto de regreso a Wapping. Anochecía, y ya no podían hacer nada más aquel día. Monk estaba cansado, no físicamente, pues estaba acostumbrado a caminar, sino mentalmente. Se sentía como si Jericho Phillips hubiese regresado y él volviera sobre su anterior sufrimiento y su anterior fracaso.

¿Acaso no deseaba en secreto que el asesino de Parfitt escapara porque a él mismo le gustaría matar a todos los hombres que fueran como él?

¿Cómo podía, en nombre de la ley, presentar cargos contra un hombre que había hecho exactamente lo que él habría hecho? ¿Era deshonesto por su parte el mero hecho de intentarlo?

Mickey Parfitt había gestionado un barco dedicado a la pornografía en vivo y a montar escenas para sacar fotografías que luego se vendían en tiendas a lo largo de la orilla del río. Monk no tenía la menor duda de que el verdadero beneficio de Parfitt, igual que el de Phillips, procedía del chantaje a sus clientes más vulnerables.

Yendo al meollo del asunto, ¿estaba Parfitt, igual que Phillips, dispuesto a matar a los chicos que se volvían molestos cuando crecían demasiado para seguir satisfaciendo el gusto de los amantes de los niños? ¿Cabía que fuese uno de ellos, ahora un hombre hecho y derecho, quien hubiese regresado para vengarse de Parfitt matándolo?

Si era así, Monk no abrigaba el menor deseo de atraparlo. ¿Tal vez fallaría deliberadamente aunque le costara la reputación que con tanto esfuerzo se había labrado?

Miró a Orme, sentado a su lado, tratando de descifrar su expresión a la luz intermitente de los faroles de los coches que circulaban en sentido contrario. No sacó nada en claro salvo que Orme también estaba preocupado, pero eso ya lo sabía.

—¿Quién puso el dinero para comprar el barco? —preguntó Monk.

Orme frunció los labios.

—¿Por qué iba a matar a Parfitt? ¿Se daría demasiadas ínfulas, quizá? ¿Por robar parte de los beneficios?

—Tal vez —contestó Monk—. ¿Qué le ha contado Crumble?

—Lo que era de esperar —dijo Orme—. Según me ha dicho, muchos hombres yendo y viniendo, en su mayoría bien vestidos pero muy discretos. Siempre de noche, procurando dar la impresión de que simplemente tomaban un transbordador o cosas por el estilo. —Orme apretaba la boca, sus labios eran una fina línea a la luz reflejada de los faroles—. Es como lo de Phillips de nuevo. Solo que esta vez alguien lo pilló antes que nosotros.

—¿Uno de sus clientes? ¿Víctimas del chantaje? ¿Uno de sus chicos?

Monk intentaba formular la peor idea que le rondaba la cabeza, la única que no quería afrontar. Pero la honestidad de Orme era demasiado absoluta para que Monk pudiera decir otra cosa sin que fuera una evasiva deliberada. Le costó trabajo hacerlo. Nunca había trabajado con otros hombres en quienes confiara. Había mandado, no liderado. Hacía muy poco que estaba comenzando a entender la diferencia.

—Quizá su patrocinador necesitaba silenciarlo, o quizá se pasó de la raya con un chantaje y acabó como el cazador cazado —sugirió Monk.

Rememoró la muerte de Phillips, su boca abierta como si soltara un grito eterno. ¿Era posible que Sullivan, atado muerto al poste contiguo, hubiese dicho la verdad y que Arthur Ballinger fuese el hombre en la sombra que controlaba el negocio de los barcos? De ser así, Monk no podía hacer la vista gorda, tendría que demostrarlo por más daño que causara a Margaret o a Oliver Rathbone, o a cualquier otra persona.

—Podría ser —contestó Orme en voz baja—. No sé cómo lo descubriremos, y menos aún cómo vamos a encontrar pruebas.

—No —dijo Monk—, yo tampoco, por el momento.

Cuando Monk finalmente llegó a casa, hacía horas que era de noche. El resplandor de las luces de la ciudad se reflejaba en el cielo encapotado, haciendo que la negrura del río pareciera un túnel que atravesara el brillo de la luz que relumbraba envolviéndolo todo.

Subió colina arriba desde el embarcadero del transbordador sito en la escalinata de Prince’s Stairs, giró a la derecha en Union Road y luego a la izquierda, entrando en Paradise Place. Oía el rumor de las hojas en los árboles de Southwark Park, y en algún lugar un perro ladraba.

Entró utilizando su llave. Demasiado a menudo llegaba a casa mucho después de la hora en que Hester debería acostarse, aunque casi siempre lo esperaba despierta. Esta vez la encontró sentada en el sillón de la sala, con la lámpara de gas todavía encendida. La labor de costura le había caído de las manos y yacía amontonada en el suelo. Estaba profundamente dormida.

Monk sonrió y se acercó a ella sin hacer ruido alguno. ¿Cómo podía no sobresaltarla? Regresó a la puerta principal y la cerró con un sonoro chasquido del cerrojo.

Hester se despertó de golpe y se enderezó. Entonces lo vio y sonrió.

—Lo siento —se disculpó—. Debo de haberme dormido. —Todavía pestañeaba soñolienta, intentando estudiar su semblante a través de los restos de sus sueños—. Vamos a tomarnos una taza de té —dijo amablemente. Aquello era el hogar: confortable, familiar, el lugar donde había sido más feliz de lo que nunca hubiese imaginado. Allí era más libre que en cualquier otra parte del mundo y, sin embargo, era donde más atado estaba, porque le importaba tanto que casi lo apabullaba, y no soportaría perderlo. Le resultaría más llevadero si le importara menos, si creyera que había otras cosas que podían alimentarle el corazón en caso necesario. Pero tales cosas no existían, y lo sabía de sobra. Protegerse y andarse con evasivas era faltar a la verdad.

—¿Cómo está Scuff? —preguntó por encima del hombro.

—Bien —contestó Hester, agachándose para recoger la costura y guardarla—. No le he dicho que habéis encontrado otro barco pornográfico. Si tiene que saberlo, ya se lo contaré. —Se acercó a Monk por detrás—. ¿Tienes hambre?

—Sí. —De pronto se dio cuenta de que, en efecto, tenía apetito—. Un poco de pan me vendrá bien.

—¿Empanada fría de carne? —le propuso Hester.

—¡Caramba! Sí.

Hasta que estuvo sentado ante la empanada acompañada de verduras y una taza de té no se dio cuenta de que Hester quería sonsacarle todo lo que hubiese descubierto hasta entonces.

—No vale ni la mitad que este pedazo de empanada —dijo Monk en voz alta.

—¿El qué? —Hester intentó fingir que no sabía a qué se refería, pero lo miró a los ojos y vio que no había conseguido engañarlo. Se rio de sí misma—. ¿Se trata de otro tipo como Phillips? —preguntó a media voz.

—Sí. Lo siento.

Entre bocados le refirió lo que sabía a aquellas alturas, hablando en voz muy baja para oír cualquier crujido que revelara los pasos de Scuff en la escalera y así callarse a tiempo.

Hester estaba muy seria.

—¿Podría ser culpable Arthur Ballinger? —preguntó, cuando Monk hizo una pausa. Estaba al corriente de la acusación vertida por Sullivan.

—Sí —contestó Monk—. No de haberlo matado, por supuesto, pero podría ser quien lo respaldaba económicamente y se llevaba una parte de los beneficios.

—¿Podrás demostrarlo?

—Tal vez. Mañana pondré a Orme a revisar las cuentas, a ver si damos con pistas sobre el antiguo propietario del barco. Aunque me sorprendería que resultara tan fácil.

Hester estaba sentada muy erguida, con la espalda tiesa. La luz de la lámpara hacía que el pelo se le viera más claro de lo que era, casi como un halo.

—¿Por qué iba Ballinger a matarlo o a hacer que lo mataran? ¿Crees que la muerte de Phillips lo asustó y que tenía miedo de que no abandonaras el caso hasta descubrir quién estaba detrás?

Monk consideró la idea unos minutos. ¿Habría aceptado la palabra de Sullivan, aunque no se hubiera corroborado, y proseguido con la caza de quien había concebido el plan original, localizando a las víctimas predispuestas al peligro y a la excitación de la pornografía infantil? Quizá la amenaza de caer en desgracia formara parte de la emoción, dado que no se trataba solo de maltrato de menores: la homosexualidad era ilegal. No habían tenido en cuenta la posibilidad de que la mano que los tentaba y satisfacía sus apetitos al final fuese la misma que les infligiría las heridas que los desangrarían. Ante eso sentía una pizca de compasión.

Lo que no perdonaba era que tampoco hubiesen tenido en cuenta a los desdichados niños por los que pagaban para entretenerse con su humillación y su sufrimiento, a veces incluso con su muerte.

Sí, ahora tenía claro, en el refugio de su hogar, que no quería atrapar a quien hubiese matado a Mickey Parfitt. La ley no admitiría defensa propia porque saltaba a la vista que se había hecho a sangre fría. La cuerda con nudos incrustada en el cuello de Parfitt bastaba para demostrarlo. Pero desde un punto de vista moral, aquello era lo que era: librarse de un depredador que se cebaba en los jóvenes y los débiles.

—¿William? —instó Hester.

Monk levantó la vista.

—Sí, supongo que Ballinger pudo asustarse con la muerte de Parfitt. Tarde o temprano yo habría ido en busca de quien estuviera detrás de Phillips. Pero si no hubiesen asesinado a Parfitt, podría haber ocurrido más adelante.

—¿Cuánto más adelante? —preguntó Hester, esbozando una sonrisa—. ¿Una semana? ¿Un mes?

Monk encogió ligeramente los hombros.

—De acuerdo, un par de semanas a lo sumo.

Hester se puso muy seria.

—¿Supones que Parfitt lo sabía y que se volvió codicioso, lo presionó un poco para aprovecharse de quien creía que era vulnerable?

Monk lo meditó un momento. Era posible. Si Parfitt era el oportunista que parecía ser, quizás había aprovechado la ocasión para sacar más tajada del negocio. Eso no lo podía pasar por alto, le condujera donde le condujese.

Como si le leyera el pensamiento, Hester le hizo la única pregunta que no quería contestar.

—¿Es posible que Sullivan dijera la verdad y que fuera Arthur Ballinger, William?

—No lo sé —reconoció Monk, mirándola a los ojos—. Daría cualquier cosa para que no fuera así, por el bien de Margaret y aún más por el de Rathbone.

—¿Y Scuff?

Monk frunció el ceño.

—Lo mejor para él es dejarlo correr con la esperanza de que lo olvide; o sacarlo a relucir y acabar con ello, si podemos. Eso significa ponerlo al descubierto como una nueva herida para que él lo vea y lo sienta todo otra vez…

—¿Y los demás niños? —preguntó Hester. Su voz era mesurada, ocultando todo lo que sabía e imaginaba.

—No podemos cambiar el mundo —contestó Monk—. Siempre habrá sujetos contra los que no podremos hacer nada. Lo que podemos cambiar es tan pequeño que parece invisible comparado con lo que no está a nuestro alcance.

—No se trata de cuánto hagas, sino de si haces algo al respecto o no. ¿Qué es mejor para él?

—¿Eso es lo más importante? ¿Lo que sea mejor para Scuff? —preguntó Monk.

—¡Sí! —contestó Hester con vehemencia. Respiró profundamente y apartó la mirada—. ¡No! Claro que eso no lo es todo. Pero es por donde yo comienzo. No me has contestado. ¿Qué es lo mejor para Scuff?

—Me consta que sigue teniendo pesadillas. Oigo cómo te levantas por la noche. Sé que no tiene más de nueve o diez años, por más que insista en que tiene once y lleve diciéndolo desde hace casi un año. En algunos aspectos es mucho mayor que eso. No se tragará ningún cuento de hadas. Lo único que se creerá será algo que se aproxime a la verdad. —Bajó la voz—. No tiene muy buena opinión de mis conocimientos ni de mi sentido común. Se siente muy orgulloso de cuidar de mí. Pero al menos piensa que nunca le miento. Es lo único que sabe con certeza. Y eso es sagrado.

—Lo sé. —Hester se mordió el labio—. Tienes razón; tratar de protegerlo de la verdad es ridículo. Sería como negar su experiencia, como si no le creyéramos. Eso es lo último que necesita. No sé hasta qué punto es un niño o un hombre. —Sonrió, y Monk percibió el dolor que ocultaba—. De todos modos, me parece que en realidad no sé gran cosa sobre niños. Creo que le da miedo que lo quieran, por si pierde la independencia que necesita para sobrevivir. Tal vez un día…

—Lo harás muy bien —dijo Monk amablemente—. Se te dan muy bien las personas difíciles.

No agregó que él mismo había caído en esa categoría una vez; inteligente, vulnerable, fácil de pillar desprevenido porque no recordaba nada ni a nadie, ni a los amigos ni a los enemigos. Al principio había estado aterrorizado, porque ni siquiera sabía si había sido él mismo quien había dado una paliza de muerte a Joscelyn Gray. Pero Hester nunca le había dado la espalda, jamás se había planteado siquiera no luchar para descubrir la verdad y quizás incluso defenderlo de ella.

Monk la miró, sentada al otro lado de la mesa, a la luz de la cocina con sus sartenes relucientes y la porcelana en el aparador. Le pesaban los párpados, el pelo le caía de las horquillas por haberse quedado dormida en el sillón, y el sencillo vestido azul recordaba vagamente los tiempos en que fue enfermera. Pero ahora estaba dispuesta a luchar contra todo y contra todos para defender a Scuff. Con un estremecimiento de sorpresa, Monk supo en qué consistía la verdadera belleza.

—Descubriré quién mató a Mickey Parfitt y pondré fin a los barcos pornográficos, sin que importe quién esté detrás ni a quién perjudique —prometió.

—¿Aunque sea Oliver? —preguntó Hester.

Monk vaciló solo un momento.

—Sí.

Hester sonrió y lo miró con suma ternura.

—El hombre que eras antes podría haber hecho eso, pero ¿estás seguro de que ahora puedes? La persona que esté detrás de esto no caerá fácilmente, arrastrará a cuantos pueda consigo. Piensa en lo que ya ha hecho y te darás cuenta. Podrías ser tú, yo —se le quebró la voz—, Scuff, cualquiera. ¿Estás preparado para algo así?

Esta vez guardó un prolongado silencio antes de contestar.

—Esta primera rendición solo sería el principio —dijo—. Si ahora me echo para atrás quizá pase el resto de mi vida cediendo cada vez que pueda perder algo.

Hester se inclinó un poco hacia delante y apoyó una mano encima de la suya. Asintió, pero no dijo nada.

Al día siguiente Monk y Orme regresaron a Chiswick para empezar a seguir la pista del dinero invertido en el negocio de Mickey y en la financiación del barco. La única parte que estaría clara sería el pago al propietario anterior, y probablemente el de varios de los costes de mantenimiento y de las eventuales reparaciones y mejoras. Mickey sin duda había manejado mucho dinero en un momento u otro. Al menos una parte habría dejado rastro.

Quien hubiese reparado el barco también sabría dónde había estado.

—¿Cree que servirá de algo? —dijo Orme hoscamente. Estaban en la orilla del río, justo encima de Hammersmith Creek, en el primer meandro hacia el este partiendo de la ciudad.

—¿Tiene alguna idea mejor? —preguntó Monk—. Sabemos lo que ’Orrie, Crumble y Tosh van a decirnos. Interrogarlos de nuevo no cambiará nada.

La brisa era fresca y olía a barro y algas. Orme tenía la vista perdida en el agua.

—Tosh es un miserable —contestó—. Pero no veo por qué iba a matar a Mickey. No tiene talento para ocupar su lugar, y no es tan idiota para pensar lo contrario. Crumble solo hace lo que le dicen. Y lo que no sé es si ’Orrie es tan tonto como parece.

—Por miedo o por dinero —dijo Monk meditabundo—. Probablemente por dinero, tarde o temprano. Tenemos que descubrir los documentos que aún queden y recrear cuanto podamos interrogando a otras personas. Pasó mucho dinero por sus manos. Habrá tenido que rendir cuentas al hombre que esté detrás de este tinglado.

Orme hizo una mueca.

—¿Uno de sus clientes? —aventuró.

—Eso espero —repuso Monk, sorprendido al constatar hasta qué punto lo decía en serio.

Pasaron aquel día y los dos siguientes buscando cualquier pista del dinero y los documentos que Parfitt hubiese guardado, aparte de los que Tosh había quemado. Interrogaron a barqueros de los transbordadores y a gabarreros, a operarios de todos los varaderos de ambas orillas del río desde Brentford hasta Hammersmith, a todos los suministradores de cuerdas, pintura, lona y otros accesorios y herramientas para barcos. Siguieron el curso de los atraques del barco, sus escasos viajes río arriba y abajo. Las reparaciones, las tasas de amarre, las cantidades de comida y alcohol hacían evidente la naturaleza del negocio. Los ingresos tenían que haber sido muy sustanciosos.

Las pesquisas también esclarecieron dónde había estado el barco casi todo el tiempo, así como los sitios donde se recogía a la mayoría de clientes, como el paseo de Chiswick y lugares de recreo como los tristemente célebres Cremorne Gardens, sitos río abajo, más cerca de la ciudad. De día constituían un magnífico sustituto de lo que antaño fuera Vauxhall Gardens. Había extensos prados a los que daban sombra elegantes árboles, parterres de flores, senderos, farolas pintadas de colores, grutas, templos iluminados, invernaderos, una plataforma con mil espejos donde tocaba una orquesta. Allí actuaban compañías de ballet y había un teatro de marionetas, incluso un circo. En los espacios abiertos se montaban castillos de fuegos artificiales, y el lugar era famoso por sus ascensos de globos.

De noche también era conocido por sus bailes lujuriosos, las bebidas y las citas de todo tipo, algunas consumadas in situ, allí donde los arbustos, los senderos secundarios y las grutas lo permitían. Otras, más apartadas de la ley, terminaban en sitios menos públicos.

—¿Quién los llevaba y traía desde aquí cuando iban a pasar la velada en el barco? —preguntó Orme, más para sí mismo que a Monk.

—Seguramente ’Orrie y Crumble —contestó Monk mientras contemplaban el atardecer en aquel tramo del río. Las moscas volaban perezosas a ras del agua y los peces formaban círculos cuando rompían la superficie—. Pero si dicen que se dedicaban al juego será difícil demostrar otra cosa.

—Y entonces, ¿qué pintaban los niños? —dijo Orme con sarcasmo—. ¿Les servían el coñac? ¿Cree que ellos podrían decirnos algo? —Se le quebró la voz—. Algunos solo tienen cinco o seis años. Ni siquiera saben lo que les ha ocurrido. Piensan que los han castigado porque hicieron algo malo.

Orme inhaló profundamente y soltó el aire despacio.

—Señor, no estoy seguro de que realmente quiera saber quién mató a ese cabrón. No quisiera tener que jurar ante un juez que no lo habría hecho yo mismo.

Monk miró de soslayo el semblante franco de Orme a la luz del ocaso. Parecía dolido por lo que había descubierto de sí mismo. Había servido a la ley toda su vida y ahora, de pronto, lo asaltaba la duda.

Pocos días antes Monk se había peguntado si Orme pensaba que era remilgado, demasiado blando para hacer aquel trabajo. Ahora veía en el rostro vuelto de Orme el mismo dolor exacto que había sentido él. Pero las víctimas necesitaban justicia, no compasión. Pensó en Scuff y se preguntó si eran lo bastante buenos. Para empezar, ambos habrían preferido que nada de aquello hubiese ocurrido.

A primera hora de la mañana siguiente el médico forense presentó a Monk su informe sobre la muerte de Mickey Parfitt. Era un hombre moreno, de rostro enjuto, muy dado al humor negro. Encontró a Monk en la Comisaría de Chiswick, estudiando los documentos que habían reunido referidos a la contabilidad del negocio de Parfitt.

—Buenos días —saludó alegremente, cerrando la puerta a sus espaldas con firmeza, como si tuviera un secreto que revelar y no quisiera que lo oyera alguien de la comisaría.

Se habían visto varias veces con anterioridad.

—Buenos días, doctor Gordimer —contestó Monk—. Supongo que trae novedades sobre la muerte de Parfitt.

—He venido por la hospitalidad —respondió Gordimer sombríamente, echando un vistazo al caótico despacho con sus montones de libros y papeles en precario equilibrio sobre todas las superficies disponibles. Bastaría un documento mal añadido para que al menos una pila cayera al suelo—. Esto es un poquito mejor que el depósito de cadáveres. Bueno, al menos se está más calentito.

—Yo prefiero El Perro y el Pato —le comentó Monk secamente.

Gordimer gruñó.

—¿Normalmente es tan desordenado? ¿Ha perdido algo? Sin duda lo perderá, a este paso.

—¿Tiene alguna novedad sobre Parfitt? Por el momento ya sé que le dieron un golpe en la cabeza y que luego lo estrangularon. Hasta ahí he llegado por mi cuenta.

—Ah, pero ¿con qué? —dijo Gordimer con satisfacción.

—¿Una soga? ¿Un cordel? ¿Algo mejor?

Monk dejó el papel que estaba leyendo y miró esperanzado el gesto sardónico del médico.

—Mucho mejor —dijo Gordimer con una sonrisa. Sacó de un bolsillo un trozo de tela. Estaba mugrienta y con manchas de sangre, pero presentaba unos nudos muy reconocibles a intervalos regulares.

Monk alargó el brazo.

Gordimer lo retiró para que no lo alcanzara.

—¿Qué es? —preguntó Monk con curiosidad—. Parece un trapo.

Gordimer asintió.

—Un trapo muy caro de seda, para ser exactos. Tras un detenido examen, creo que una vez desanudado, lavado con cuidado e incluso planchado resultará ser una corbata de caballero. Partiendo de un examen preliminar, es de un tejido grueso de seda con leopardos bordados con hilo de oro; hay tres, uno encima del otro, muy parecidos a los de las armas de la reina en la bandera.

A Monk se le encogió el estómago.

—No me estará diciendo…

—No —interrumpió Gordimer con sequedad—. Ni mucho menos. He dicho «parecidos». No guarda relación alguna con la familia real. Cualquier caballero de buena posición económica y, añadiría yo, con buen gusto, podría adquirir una corbata como esta.

—¿Es cara?

—Mucho.

—¿Fue lo que lo mató?

—¡Se la saqué del cuello, hombre! ¿Qué más quiere?

—¿Puede hacerle una fotografía y autentificarla? —preguntó Monk—. Así podríamos desanudarla, lavarla y verla con más claridad. Si logramos encontrar a su dueño, habremos avanzado mucho.

—No me cabe duda —dijo Gordimer—. Es muy probable.

—Gracias —dijo Monk sinceramente.

—No hay de qué —respondió Gordimer—. Al menos eso creo. No estoy del todo seguro, tratándose de un canalla como Parfitt.

Monk le sonrió y no dijo nada.

Ahora bien, encontrar al dueño de la corbata era más fácil de decir que de hacer. Monk no había contado con recibir ayuda de Tosh, Crumble u ’Orrie Jones, y no la recibió. Los mejores lugares donde probar suerte eran aquellos donde cabía suponer que se recogía a los clientes ricos y elegantes para llevarlos al barco, como Cremorne Gardens. Pero no tenía sentido visitarlos durante el día; las personas a las que buscaba eran de las que acudían por la noche.

Comenzó justo antes del anochecer. La corbata estaba guardada a buen recaudo como prueba; no podía arriesgarse a que se la robaran. Llevaba consigo un esmerado dibujo de cómo habría sido cuando el ayuda de cámara se la presentó a su dueño para que se la pusiera. Estaba incluso coloreada con mucha destreza, destacando los tres leopardos dorados.

Entró por la verja de hierro forjado con el nombre en grandes letras en el arco superior. Había corrillos de gente por doquier, agitando los brazos expresivamente, muchas risas, y el sonido de la música flotaba en el aire.

Pasó de largo para empezar por los negocios más discretos, dejando a un lado a los ociosos para centrarse en quienes estaban familiarizados con el lugar y habían ido con un propósito definido. Ellos eran los que podían tener la información que andaba buscando.

Todas las personas que veía bebían y lucían el palmito con un ojo al acecho de nuevos placeres. Cuando Monk exigía que le prestaran atención, se molestaban y no se sentían inclinadas a mirar el dibujo más de un par de segundos antes de negar haber visto la corbata.

Monk comenzó a perder la paciencia. Todavía no estaba seguro de querer descubrir quién había enrollado aquel bonito trozo de seda en torno al cuello de Parfitt para luego apretarlo hasta asfixiarlo. Si lo hubiese hecho la ley con un trozo de cuerda de cáñamo corriente lo habrían llamado justicia.

Lo que quería era al hombre que había puesto el dinero para comprar y acondicionar el barco, que sería el que habría trabado amistad con quienes tuvieran aquella debilidad. Era él quien los había conducido a ese oscuro lugar del río donde podían sentir la excitación del peligro, donde la sangre perezosa palpitaba de repente con más fuerza ante el horror, el olor del miedo y el saber que estaban flirteando con su caída en desgracia. Había fotografiado meticulosamente la obscenidad y luego, cuando la sangre se había enfriado, espesándose de nuevo en las venas para devolverles la seguridad, les había dicho que existía una prueba indeleble de lo que habían hecho y que su escarceo en el infierno les costaría dinero durante el resto de su vida.

Recorrió un serpenteante sendero de grava hasta un elegante pabellón bajo los árboles, y se detuvo a observar a los hombres y mujeres que desfilaban por allí, con los rostros chabacanos cuando les daba la luz. Un hombre bajo de bigote negro llevaba del brazo a una chica a la que doblaba la edad. Sus generosas carnes las ceñía un corsé. Su risa sonaba vagamente metálica, como si le saliera forzada de la garganta. Muchas de esas mujeres cobraban por lo que hacían.

Pasó otra pareja con aire despreocupado, él con el sombrero torcido, ella contoneándose para hacer volar las faldas. Los hombres compraban placeres que no podían hallar en sus casas; ¿serían torpes, avariciosos o ineptos? ¿Tal vez la inviolabilidad del hogar impedía que aflorara una pasión que, según les habían enseñado, las damas no deseaban? Era más probable que el amor, en cualquiera de sus formas, nunca hubiese anidado en su corazón. Quizá necesitaban el dolor, el peligro o simplemente la novedad incesante.

Rodeaban a Monk por todas partes, riendo con estridencia, las mujeres demasiado maquilladas.

En todo ello Monk percibía una omnipresente soledad, una compulsión, no un disfrute.

Abordó a un hombre que vendía las entradas en una de las pistas de baile.

—Quiero ser discreto —dijo con un amago de sonrisa—. Aquí hay caballeros que preferirían que no se supiera que vienen a disfrutar a un sitio como este. ¿O debería decir que vienen en busca de placeres, preferiblemente a oscuras, si entiende lo que quiero decir?

—Sí, señor —respondió el hombre cautamente—. No puede decirse que yo pueda hacer algo al respecto.

—Sí que puede. Soy de la Policía Fluvial del Támesis. Puedo regresar de uniforme, con un montón de refuerzos, también de uniforme, si usted me obliga a hacerlo. Esperaba contar con un poco de cooperación que pondría en un apuro a unos pocos sin hacer mucho ruido, en lugar de montar un escándalo público que ponga a muchos…

—Entendido, señor —dijo el hombre enseguida—. ¿A qué pocos tiene en mente? Seguro que puedo echarle una mano.

—Ya decía yo. —Monk sacó el dibujo de la corbata—. En concreto, a cualquiera que lleve una corbata como esta.

El hombre miró el dibujo con desinterés, pero algo que vio que le refrescó la memoria. Monk lo percibió en su semblante. El hombre se sonrojó, sopesando las posibilidades que tenía de mentir y escurrir el bulto. Miró a Monk a los ojos y tomó su decisión.

—Se parece a la que lleva el joven que viene con el señor Bledsoe, señor. Aunque no estoy del todo seguro, claro.

—Descríbalo —ordenó Monk de manera cortante.

—Alto, de pelo rubio. Apuesto. Encantador. Pero todos los caballeros lo son. Es algo de nacimiento. Supongo que viene con la cucharita de plata que les meten en la boca de bebés.

—Me figuro que sí. Hábleme del señor Bledsoe. ¿Cómo sabe su nombre?

—¡Porque he oído que lo llaman así, claro! ¿Cree que leo el pensamiento?

Monk pasó por alto el exabrupto.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó con curiosidad.

—Es más bajo. De pelo oscuro. Los ojos un poco juntos. Siempre con sombrero de copa. Supongo que así parece un poco más alto. —Se rio de su ocurrencia—. Manos grandes. Me fijé en que tiene las manos grandes.

Monk le dio las gracias y se marchó.

Al día siguiente no le llevó mucho tiempo buscar a la familia Bledsoe y hacer unas cuantas averiguaciones en las comisarías de Mayfair, Park Lane y Kensington. Alegó que habían encontrado una joya y que deseaba devolvérsela a su dueño con la mayor discreción posible. Nadie lo puso en duda, y no tuvo conciencia de mentir.

Encontró al honorable Alexander Bledsoe, que se correspondía con la descripción del hombre de Cremorne Park con extraordinaria exactitud. Sus manos bien cuidadas pero inusualmente grandes borraban cualquier duda. Decidió ver a Monk en ausencia de familiares y sirvientes.

—¿Qué puedo hacer por usted, oficial? —dijo con una desenvoltura cuidadosamente estudiada.

—Estoy buscando a un caballero que perdió una corbata de seda de gran calidad —contestó Monk con mucha labia—. Creo que podría ser amigo suyo.

—Que yo sepa, no. —Bledsoe sonrió ligeramente y relajó los hombros, librándose de su desasosiego—. Pero si alguien lo menciona, le diré que la han encontrado. Déjela en la comisaría del barrio, el responsable es un tipo estupendo. Ya la recogerán.

Dio la impresión de sopesar si buscar una moneda en el bolsillo. Acercó la mano pero se contuvo. Se volvió como para retirarse.

Monk sacó el dibujo del bolsillo de su chaqueta y lo sostuvo en alto.

—Es bastante particular —observó.

Bledsoe le echó un vistazo y frunció el entrecejo.

—¿Qué demonios es esto? —dijo bruscamente—. Si la han encontrado, ¿dónde está?

—En la comisaría, guardada a buen recaudo —contestó Monk.

—Bien, pues vaya a buscar la maldita corbata y tráigamela. Me encargaré de que sea devuelta —dijo Bledsoe irritado.

—Es importante que la devuelva yo en persona a su dueño. ¿Sabe a quién pertenece, señor? —insistió Monk.

—¡Sí que lo sé! —le espetó Bledsoe—. ¡Ahora hágame el favor de ir a buscarla! Maldita sea, ¿qué demonios le pasa?

Monk dobló el dibujo y volvió a metérselo en el bolsillo.

—¿De quién es, señor?

Bledsoe lo fulminó con la mirada.

—De Rupert Cardew. Al menos se parece a una que llevaba. Por el amor de Dios, ¿a qué viene armar tanto alboroto por una maldita corbata?

Monk sintió que se abría un vacío dentro de él. Sabía lo mucho que Hester apreciaba a Rupert Cardew, y cuánto había ayudado a la clínica. Su generosidad había permitido comprar muchas más medicinas que antes y, por consiguiente, tratar a más pacientes.

—¿Está seguro?

Le sorprendió la ronquera de su propia voz, la súbita tensión que revelaba.

—¡Claro que lo estoy! —Bledsoe estaba perdiendo los estribos—. Vaya a buscarla y se la devolveré, o me encargaré de que pague usted su insolencia.

—Lo lamento, señor. No podré devolvérsela en un futuro inmediato, como tampoco al señor Cardew. Fue utilizada en un crimen. Servirá de prueba cuando el caso vaya a juicio.

—¿A qué se refiere con eso de un crimen?

Bledsoe estaba desconcertado, comenzó a palidecer y adoptó otra postura.

—Se utilizó para estrangular a un hombre —dijo Monk, no sin cierta satisfacción.

La sangre afluyó de nuevo al rostro de Bledsoe.

—¡Me ha engañado! —acusó a Monk.

—Le he preguntado si sabía de quién era. Usted me ha contestado —dijo Monk con frialdad—. ¿Me está diciendo que de haber sabido que fue usada en un crimen habría mentido?

—¡Maldito sea! —dijo Bledsoe entre dientes—. Lo negaré todo.

Monk lo miró, levantando el labio superior con un gesto desdeñoso.

—Si eso es lo que dicta su código de honor, señor, debe obedecer a su conciencia. Es muy noble de su parte.

Bledsoe se quedó perplejo.

—¿Noble?

—Sí, señor. Ahora que sé a quién pertenece, será bastante fácil demostrarlo. Usted parecerá un poco tonto ante el tribunal, y un mentiroso consumado, pero habrá sido leal con su amigo. Buenos días, señor.

Giró sobre los talones y se marchó a grandes zancadas. Estaba furioso, pero, sobre todo, estaba sumamente amargado. Deseaba con todas sus fuerzas que no hubiese sido alguien que le caía bien; peor aún, alguien que le caía bien a Hester.

Mickey Parfitt era un monstruo. Cualquiera de sus víctimas podría haber tenido tentaciones de acabar con él, incluso si después lamentaba su arranque de ira o la pérdida del combustible que suministraba para saciar sus apetitos. Simplemente, a Monk no se le había ocurrido que Rupert Cardew, con su riqueza, sus privilegios y, por encima de todo, su encanto, pudiera verse envuelto en semejante indecencia.

¿Por qué no? La dependencia no tenía nada que ver con la posición. Tenía que ver con la necesidad.

¿Tal vez le habían robado la corbata? Así lo esperaba. De este modo no resolvería el crimen, pero tal vez eso careciera de importancia.

Durante los dos días siguientes siguió la pista de Rupert Cardew hasta varias prostitutas de la zona de Chiswick y de otras más al sur, a lo largo de la orilla del río. El agua y su gente parecían fascinarlo, como si su atmósfera transmitiera al mismo tiempo peligro y vitalidad, y su superficie dormida, tan a menudo en calma, reflejara la luz para ocultar su corazón.

Encontró a otros testigos que habían visto a Rupert, que conocían sus gustos, mujeres cuyos servicios había contratado de vez en cuando. No fue difícil seguir el rastro del dinero que había apostado y perdido, las deudas que había pagado gracias a la ayuda de su padre.

Finalmente no quedó ninguna duda razonable. Se llevó a Orme consigo y fue a la espléndida mansión de Kensington donde Rupert Cardew seguía viviendo con su padre. Decidió ir por la mañana temprano a propósito, de modo que hubiera menos posibilidades de que lord Cardew o Rupert hubiesen salido.

El mayordomo les franqueó la entrada. Quizá tendría que haber llamado a la puerta trasera, pero eso era algo que siempre se había negado a hacer, incluso cuando era suboficial en la Policía Metropolitana. Ahora, en calidad de comandante de la Policía Fluvial del Támesis, ni siquiera se lo planteaba.

—Solicito hablar con el señor Rupert Cardew a propósito de un asunto muy serio —dijo con gravedad, mientras lo acompañaban a la sala de día para que aguardara hasta que Rupert le pudiera recibir.

El interior de la casa era magnífico, al estilo de los hogares donde ha vivido una misma familia durante generaciones. Casi nada era nuevo. El gran vestíbulo tenía el suelo de mármol, desgastado por los pasos de varias generaciones. El barandal de madera que descendía desde el descansillo tenía partes oscurecidas por el constante contacto con las manos. Había un arcón labrado con figuras de animales que había sido cuidadosamente restaurado.

En la sala había una alfombra preciosa, pero el sol de un sinfín de veranos había apagado los colores. El cuero de los sillones estaba un tanto raspado. En otra ocasión le habría encantado. Ahora le dolía, inflamando su ira contra Mickey Parfitt y todo lo que este mancillaba con su manipulación de la debilidad del prójimo.

Dijo al lacayo que aguardaría hasta que el señor Cardew hubiese desayunado y pidió ver a su ayuda de cámara. Se sintió como un embustero por mostrar el dibujo de la corbata primero a un sirviente, explotando su inocencia, pero al fin y al cabo era menos cruel que ponerlo en una posición en la que podría mentir, dado que se sentiría obligado a hacerlo.

Una vez identificada, aguardó a que Rupert se personara en la sala. Parecía tan desenvuelto y encantador como cuando Monk lo había conocido en la clínica de Portpool Lane.

—Buenos días, Monk —saludó, sonriente. De pronto se detuvo—. ¡Dios santo, qué mala cara que trae! No le habrá ocurrido nada malo a la señora Monk, espero.

Por un instante el miedo asomó a su semblante como si le importara de veras.

Monk sintió que el engaño le desgarraba las entrañas. Sacó el dibujo del bolsillo otra vez y se lo mostró.

—Su ayuda de cámara dice que esto es suyo. Es bastante original.

Rupert frunció el ceño.

—¡Es un trozo de papel! ¿Ha encontrado mi corbata o no?

—Si esta es la suya, sí. ¿Lo es? —insistió Monk.

Rupert lo miró con cara de absoluta incomprensión.

—¿Y eso qué importancia tiene? Sí, es mía. ¿Por qué?

Monk tuvo un momento de duda. ¿No sabía lo que había hecho? ¿Tan despreciable era Parfitt como para que realmente pensara que matarlo no importaba?

Como si recitara un texto sin sentido, Monk se lo dijo.

—Fue usada para matar a un sujeto llamado Mickey Parfitt. Encontramos su cuerpo en el río a la altura… —se interrumpió.

Rupert estaba pálido. De pronto el significado de aquello le quedó claro.

—¿Y piensa que lo hice yo?

Le costó trabajo articular las palabras, como si tuviera la garganta demasiado seca para hablar. Se balanceó un poco, alargó la mano para agarrarse a algo, pero no había nada a lo que agarrarse.

—Sí, señor Cardew, eso pienso —dijo en voz baja—. Ojalá no fuera así. Ojalá pudiera creer que murió por causas naturales, pero eso es imposible. Fue estrangulado con su corbata.

—Yo… —Rupert hizo un movimiento brusco con la mano, sin dejar de mirar a Monk a los ojos—. ¿Serviría de algo que lo negara?

—Esa decisión no me corresponde a mí —le dijo Monk—. Tal vez decida creerle, digan lo que digan los hechos. Pero usted lo conocía, era cliente de su espantoso barco. Él hacía chantaje a la mayoría de sus clientes. Solo se trataba de quién se hartaría antes.

—Yo no lo maté —dijo Rupert en voz baja, con el rostro colorado—. Yo pagué.

—¿Y le prestó la corbata a alguien para que lo matara?

—Me la robaron. Un par de noches antes de eso. O… o la perdí. No lo sé.

La expresión de Rupert decía que no esperaba que le creyera.

Monk deseaba que se callara, por su propio bien.

—Por favor, no empeore más las cosas —le pidió.

—¿Se lo ha dicho a mi padre?

—No. Puede hacerlo usted mismo, si lo prefiere. Pero no…

—¿Que no escape? —preguntó Rupert con una pizca de humor desesperado—. No lo haré. Le ruego que aguarde aquí. Regresaré dentro de un momento.

Cumplió su palabra. Diez minutos después estaba sentado en un coche de punto, guardando silencio entre Orme y Monk.