Capítulo 7
Monk cruzó el río en el primer transbordador de la mañana. El día era fresco y sereno, el agua estaba apenas rizada. Franjas de bruma velaban parcialmente los barcos anclados. Las hileras de barcazas parecían surgir de la nada.
Había estado reuniendo las pruebas contra Rupert Cardew que presentaría cuando lo llevaran a juicio. Fue una tarea deprimente y a decir verdad le gustaba tan poco como a Hester. Ahora bien, cuantas más cosas descubría, más fácil resultaba ver a Rupert como a un joven malcriado cuyo turbio estilo de vida y carácter indómito finalmente le habían pasado factura. En Mickey Parfitt había encontrado el único problema que su padre no podía resolverle. Ninguna suma de dinero bastaría para poner fin a un chantaje que a todas luces funcionaba muy bien.
La única contradicción residía en que Parfitt era un profesional de la extorsión, tenía treinta y siete años, y había sobrevivido como mínimo los diez últimos aprovechándose de un modo u otro de las debilidades de otros hombres. Entre sus víctimas se había producido por lo menos un suicidio, quizá más, pero nadie lo había atacado hasta ahora. Daba le impresión de juzgar con mucha precisión dónde fijaba el límite de su intimidación y sus amenazas. Una víctima muerta era mala para el negocio, y él nunca lo había olvidado; al menos hasta entonces.
¿Se trataba de un punto débil de la causa o era simplemente un hecho que aún estaba por explicar? Rathbone no solo había vencido a Monk en el juicio contra Jericho Phillips, lo había humillado, y luego, cuando le tocó testificar, también humilló a Hester. Lo hizo sabiendo dónde dolía más, como solo lo sabe un amigo.
Monk todavía montaba en cólera cuando lo recordaba. Tal vez le doliera más por Hester que por sí mismo. Nunca habían hablado de ello, como si aún fuese demasiado doloroso para sacarlo a colación.
Esta vez se aseguraría de que Rupert Cardew fuese culpable y lo demostraría sin dejar lugar a dudas, razonables o no; y, si no, descubriría al hombre que fuese culpable y también lo demostraría.
Por descontado, a quien quería desenmascarar, mucho más que al pobre diablo que matara a Mickey Parfitt, era al hombre que le había montado el negocio y le había buscado clientela entre quienes sentían aquella debilidad por la excitación de lo prohibido, lo ilegal y lo obsceno, debilidad que había alimentado y explotado. Monk lo descubriría y demostraría fuese quien fuese, incluso si era el propio Arthur Ballinger, tal como había sostenido Sullivan. De hecho, lo haría aunque fuese lord Cardew como lo haría con cualquier otro, sin excepción.
¿Se debía al horror que suscitaba el delito o porque se hubiese cometido contra niños como Scuff?
El transbordador llegó a la otra orilla. Monk pagó el pasaje y subió la resbaladiza escalinata hasta el muelle.
Era reacio a procesar a Rupert Cardew, pero no había manera de evitarlo. Lo que más le pesaba era que todo aquel asunto fuese a resultar tan inútil. Nunca se habría quitado su distintiva corbata de seda para hacerle los nudos y luego estrangular a un hombre inconsciente. Era del todo innecesario hacerlo y, ahora que lo pensaba, no le proporcionaría ninguna gratificación emocional. No había contacto físico, ninguna liberación de la rabia acumulada. Se había hecho a sangre fría. Aunque esa era la única parte que no entendía. La pasión por matar a Parfitt la entendía a la perfección.
Llegó a lo alto de la escalinata cuando el sol atravesaba la neblina, haciendo brillar brevemente el rocío de la piedra. Se encaminó a paso vivo hacia la calle.
¿Tan ingenuo había sido Rupert Cardew para pensar que así pondría fin a aquel comercio? ¿Tan consentido estaba, tan alejado de la realidad como para ceer que un hombre como Parfitt era quien manejaba los hilos del negocio, quien buscaba clientes vulnerables y luego juzgaba con toda exactitud en qué medida sangrar a cada uno sin que se vinieran abajo y acabaran con su propia vida? Nadie podía hacer chantaje a los muertos.
Pues bien, ese hombre que se ocultaba detrás de Parfitt era a quien quería descubrir Monk, y eso era lo que tenía en mente cuando una hora más tarde fue a ver a Oliver Rathbone. Tras una breve espera, le hicieron pasar a su pulcro y elegante despacho.
—Buenos días, Monk —dijo Rathbone un tanto sorprendido—. ¿Un nuevo caso?
Indicó la butaca enfrentada al escritorio para que Monk tomara asiento.
—Gracias —aceptó Monk, recostándose y cruzando las piernas como si estuviera tranquilo—. Se trata del mismo caso.
Rathbone sonrió, sentándose a su vez y tirándose de los pantalones para que no se le arrugaran al cruzar las piernas y apoyarse contra el respaldo.
—Puesto que estamos en bandos contrarios, seguro que resultará interesante. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Tal vez salvar a Cardew de la horca.
La sonrisa de Rathbone se esfumó, y sus ojos miraron a Monk con pesadumbre. Monk reparó en ello y lo comprendió. Se alegró de que no dependiera de su destreza u opinión el salvar o perder la vida de un hombre.
—Lo siento —se disculpó Monk. Seguramente no era lo apropiado, pero, por un momento, no fueron adversarios. Sentían la misma compasión y repulsa ante la idea del ahorcamiento—. No tengo ningunas ganas de llevarlo a juicio —prosiguió—. Cuando encontramos el cuerpo de Parfitt llegué incluso a plantearme no buscar siquiera a quien lo hubiese matado: había visto el barco y a los niños que tenía cautivos. Pero al aparecer la corbata, no tuve elección.
Rathbone presentaba un aire sombrío.
—Ya lo sé. ¿Qué es lo que quieres, Monk?
—Al hombre que hay detrás. ¿Tú no?
—Por supuesto, pero no tengo ni idea de quién es.
Miró a Monk de hito en hito, sin pestañear. ¿Estaría recordando la noche en que Sullivan mató a Phillips de aquella manera tan espantosa antes de suicidarse, y a Sullivan diciendo que el hombre al que buscaban era Arthur Ballinger? ¿Por qué? ¿Ira, ignorancia, demencia debida a su desequilibrio mental? ¿Venganza por algo que nada tenía que ver? ¿O acaso había dicho la verdad?
Rathbone no podía permitirse pensar que fuese el padre de Margaret. El precio que tendría que pagar sería devastador, pero, por otra parte, tampoco podía permitirse pasarlo por alto. Monk tampoco lo deseaba, como tampoco podía mirar hacia otro lado; por Cardew y, más importante para él, por Scuff. Quizá sobre todo por si era la verdad, y si no lo eliminaba cuanto antes, aquel veneno se extendería por todo su ser.
—No… —dijo Monk lentamente—. Pero si se presionara debidamente a Cardew, quizá nos daría suficiente información para que nosotros lo descubriéramos.
—¿Por qué haría tal cosa? —preguntó Rathbone, en un tono tenso y cauteloso—. Hacerlo equivaldría a admitir que tenía un motivo muy poderoso para matar a Parfitt. Me consta que cuentas con poder demostrar que lo hizo él, pero él jura lo contrario.
—¿Y tú le crees? —preguntó Monk—. En realidad carece de sentido que lo supongas, aun si estás en lo cierto. Lo que importa es lo que crea el jurado. Si nos diera un estadillo de todos los pagos que hizo a Parfitt con fechas y cantidades, quizá podríamos seguir la pista en los libros de contabilidad de Parfitt. Si sale a relucir ante el tribunal, podría dar lugar a que surgieran otras cosas.
—Enviando a Cardew a la horca de cabeza —repuso Rathbone a media voz—. Su entorno social nunca le perdonará que haya frecuentado un barco semejante, tanto si mató al cabrón que manejaba el negocio como si no. —Esbozó una amarga sonrisa—. Aparte de todo lo demás, revelaría el hecho de que hombres de su posición social y económica eran los principales clientes y, por tanto, quienes posibilitaban la existencia de sujetos como Parfitt. Y si bien eso es cierto, hacerlo público es algo completamente distinto.
—Ya lo sé —concedió Monk—. Pero su repugnancia al descubrir la verdadera naturaleza del negocio y el hecho de que nunca regresara al barco pero siguieran sangrándolo suscitarán cierta compasión. En eso consiste tu trabajo, no en proteger la reputación de otros como él. No tengo pruebas de que su versión de los hechos no se ajuste a la verdad.
Rathbone apoyó los codos sobre el escritorio y juntó las yemas de los dedos.
—¿Me estás ofreciendo cadena perpetua a cambio de una confesión, con detalles que puedes demostrar sobre su visita al barco, la naturaleza de lo que ocurría allí y los pagos del chantaje que le hacía Parfitt? ¿Y todo esto con la esperanza de que de un modo u otro te conduzca al hombre que hay detrás del negocio?
Carecía de sentido discutir los matices de lo dicho.
—Sí.
—Le preguntaré, pero no estoy seguro de que pueda recomendárselo en su propio interés. ¡Dios, menudo embrollo!
Monk no le contestó.
Monk trabajó en el río el resto del día. Se había cometido un importante robo de especias en el Pool de Londres y le llevó casi hasta medianoche seguir la pista de la mercancía y arrestar al menos a la mitad de los hombres implicados en el delito. Hacia la una menos cuarto, la luna nueva y el cielo aborregado daban un aspecto fantasmagórico al río. Los barcos que borneaban anclados con las velas recogidas y plegadas parecían una labor de encaje que constituía un hermoso espectáculo incoloro. Solo se percibía un leve murmullo de agua y el penetrante olor del salitre.
Monk saltó del transbordador en Prince’s Stairs y subió lentamente la colina donde estaba su casa. Hester había dejado la luz encendida en la sala, y cuando entró para cerrar la espita del gas vio que estaba acurrucada en el sillón grande, dormida como un tronco.
Su primer pensamiento fue claro. Le estaba aguardando, pues de no ser así se habría acostado. ¿Estaba enfermo Scuff? No, claro que no. Si lo estuviera, Hester estaría con él. Recordó cuántas noches había pasado Hester sentada en una silla junto a la cama de Scuff cuando se hizo daño mientras daban caza al asesino en las cloacas.
Monk se agachó y pronunció su nombre en voz baja para no darle un susto.
—Hester.
Hester abrió los ojos y se incorporó, sonriente, apartándose de la cara los mechones de pelo que se le habían desprendido de las horquillas.
—No lo hizo él —dijo con sumo placer.
Monk estaba confundido y demasiado cansado para poder pensar.
—¿Quién no hizo qué?
—Rupert Cardew. —Se levantó, y quedó tan cerca de él que Monk notó su calor y el aroma de su piel y de sus cabellos, olor a algodón limpio y un leve rastro de jabón—. Lo siento —prosiguió Hester—. Me consta que esto deja el caso abierto y que tendrás que volver a empezar desde el principio. Pero estoy muy contenta de que no fuera Rupert.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Monk—. Me sorprende que te dejaran verle. ¿Te ha acompañado su padre?
Hester se alisó la falda sin conseguir el efecto deseado; aquellas arrugas solo desaparecerían con la plancha.
—Con ayuda de Crow, he encontrado a una prostituta que estuvo con él ese día, y admite que le robó la corbata y que se la dio a otra persona, aunque le da mucho miedo decir a quién. Pero si Rupert no la tenía, no pudo utilizarla para estrangular a Mickey Parfitt, y esa es la única prueba real que existe contra él. El resto solo sirve para sustentarlo. Nunca ha negado haber estado en el barco ni que le hicieran chantaje, cosa que han hecho muchas otras personas.
Acababa de desmontarle el caso contra Cardew. Tendría que estar desconcertado, incluso enfadado, pero en cambio tenía una absurda sensación de alivio.
Hester lo vio en sus ojos y le echó los brazos al cuello, tirando suavemente de su cabeza para darle un beso.
Monk se despertó tarde, y Hester ya estaba levantada. Tardó unos segundos en recordar lo que Hester le había contado acerca de la corbata. Entonces saltó de la cama, se lavó, afeitó y vistió tan deprisa como pudo. Una nueva idea cobraba forma en su cabeza y debía juntar todas las piezas, demostrarlas una por una.
Tomó un desayuno ligero y salió de la casa tras dar los buenos días a Scuff y cruzar una mirada con Hester, acariciándole la mejilla antes de abrir la puerta.
Mientras cruzaba el río una vez más, con el rítmico movimiento del transbordador quedó absorto en lo que significaba su nuevo descubrimiento. No albergaba ninguna duda sobre lo que le había dicho Hester, pero después iría a ver a aquella joven para asegurarse de que no la hubiesen obligado a jurar que robó la corbata. Su testimonio tendría que sostenerse en el juicio. ¿Era concebible que lord Cardew hubiese contratado a alguien para que la buscara e incluso le diera dinero para que contara semejante mentira? Monk creía que no, pero tenía que ser muy meticuloso. Si llegaban a encontrar a otra persona a la que acusar, esta sin duda contrataría a un abogado que la defendiera, y seguramente sería tan inteligente como Oliver Rathbone. La pregunta sería ineludible.
Sin embargo, lo pospondría hasta que hubiese explorado otras posibilidades. Orme había revisado la contabilidad de Parfitt, o lo que encontró de ella, sin hallar ningún indicio de que hubiese ocultado parte de lo recaudado al hombre que le había proporcionado el barco. Si lo había hecho, estaba muy bien disimulado, y desde luego no lo había gastado para darse gusto. No vivía más confortablemente de lo que cabía esperar habida cuenta de los beneficios que generaba el barco, sin contar el chantaje. Quien estuviera detrás no tenía motivo aparente para deshacerse de Parfitt. Le habría bastado con sustituirlo por otro hombre de su ralea.
¿Acaso ya tenía a alguien en mente? ¿Un amigo, un pariente, un acreedor a quien debiera algún favor?
Ese era el hombre al que Monk deseaba atrapar, y le tenía tantas ganas que le subía un regusto amargo a la boca. ¿Sería Ballinger? ¿O incluso era posible que Ballinger fuese otra víctima y que eso hubiese sido lo que quiso decir Sullivan al morir? Una víctima como él mismo, solo que se dedicada a reclutar a otras víctimas, tal vez como precio de su propia supervivencia. Una táctica peligrosa. Ballinger no era un hombre cuyos defectos cupiera manipular.
Ante todo necesitaba saber cuanto fuese posible acerca de los hechos. ¿Dónde había estado Ballinger la noche en que murió Parfitt?
Hester le había contado lo del barquero que había llevado a un hombre que se parecía a Ballinger a la otra orilla del río y que luego lo trajo de regreso. No sería difícil confirmar si era Ballinger. Si fue a visitar a un amigo, no tendría ocasión de negarlo.
—En efecto —dijo Ballinger sonriendo cuando Monk lo visitó en su bufete de la ciudad—. Bertie Harkness.
Estaba sentado cómodamente tras un escritorio enorme. La habitación era muy confortable pero nada ostentosa. Dos librerías cubrían sendas paredes, desordenadamente llenas de volúmenes encuadernados en piel oscura que saltaba a la vista que no estaban allí solo de adorno. Había grabados antiguos de escenas de caza, recuerdos personales en los alféizares, un retrato de su esposa en un marco de plata, un busto de bronce de Julio César, unos impertinentes con el mango de nácar.
—Nos conocemos desde hace años —prosiguió Ballinger—. De hecho, ni siquiera recuerdo desde cuándo. De vez en cuando me dejo caer por su casa para cenar y conversar un rato. —Parecía desconcertado—. ¿Por qué es de su incumbencia, inspector? Me resulta increíble que Harkness pueda ser sospechoso de algo. —Enarcó las cejas—. ¿O soy yo el sospechoso?
Lo dijo en un tono divertido, pero su mirada era molestamente directa.
Monk se obligó a fingir sorpresa.
—¿Sospechoso de qué? Quizá sienta usted cierta compasión por quien mató a Mickey Parfitt. Le puede ocurrir a mucha gente, incluido yo mismo. Pero dudo que usted mintiera para protegerlo. —Encogió ligeramente los hombros—. A no ser que se tratase de un miembro de su familia, por ejemplo. Aunque carezco de motivos para suponer algo semejante.
Ballinger seguía mostrándose perplejo. Monk le miró las manos, apoyadas sobre el cartapacio de cuero del escritorio. Estaban inmóviles, las mantenía quietas deliberadamente.
Monk sonrió.
—Tengo una idea aproximada de la hora en que usted cruzó el río en el transbordador… —Vio que un amago de sonrisa torcía las comisuras de los labios de Ballinger y en ese instante tuvo claro que, pese a que fingiera lo contrario, Ballinger no estaba sorprendido—. Como es natural, hemos interrogado a todos los que sabíamos que podían estar en la zona —prosiguió Monk casi impávido—. Como los barqueros. Siempre es posible que un testigo haya visto algo que más tarde tenga sentido.
—No vi a Rupert Cardew —contestó Ballinger, escrutando el semblante de Monk—. Al menos, que yo sepa. Me fijé en otras personas que había junto al río; algunas parecían muchachos en busca de diversión. No podría identificar responsablemente a ninguno de ellos. Lo siento.
—Aun así —insistió Monk—, si tuviera la bondad de decirme qué hora era con tanta precisión como pueda, y a quién fue a ver exactamente, quizá serviría.
Ballinger titubeó, como si aún estuviera perplejo de que tuviera tanta importancia.
—Aunque solo sea para confirmar el relato de otra persona —agregó Monk—, o para desmentirlo.
—No podría identificar a nadie —repitió Ballinger, con un gesto de impotencia—. Aparte del barquero, claro está, Stanley Willington.
—Por supuesto —dijo Monk—. Pero si vio a una persona o a dos, podría sernos útil. Y si no vio a nadie a una hora en que alguien sostenga que estaba allí… —dejó el final de la frase en el aire.
—Sí… Entiendo. Déjeme pensar. —Los ojos de Ballinger no se apartaron en ningún momento de los de Monk, como si estuvieran librando una especie de duelo que ninguno de los dos admitiría—. Tomé un coche de punto que me llevó hasta Chiswick. Calculo que llegué en torno a las nueve. Aún había bastante gente por la calle aunque ya era de noche. Vi sus figuras en el muelle, charlando, riendo. Olía a humo de cigarros. Me acuerdo porque es un aroma muy reconocible. Y sugiere la presencia de caballeros.
Monk asintió. Era una observación inteligente y como tal la reconoció.
—Aguardé el transbordador unos diez minutos. Mi preferido es Stanley, siempre me da conversación.
La descripción era buena, y encajaba con la versión de Willington, como sin duda Ballinger ya sabía.
Ballinger prosiguió. Todo concordaba con lo que Monk ya sabía, pero sirvió para el propósito perseguido. Haría sus comprobaciones, no solo con los hombres del río, remontándose hasta Mortlake, una distancia de casi tres kilómetros, sino con Bertie Harkness, cuya dirección le había facilitado Ballinger.
—Gracias —dijo Monk cuando hubo terminado—. Quizá nos ayude a descubrir que alguien está mintiendo.
—Debo reconocer que no acabo de ver cuál es su propósito —contestó Ballinger—. ¿Estoy mal informado o dispone usted de pruebas suficientes para llevar a Rupert Cardew a juicio?
Monk sonrió, quizá con cierto aire lobuno, con el recuerdo muy vivo en la memoria.
—Lo defenderá Oliver Rathbone —contestó a Ballinger—. De modo que necesito cualquier indicio de prueba que sea capaz de encontrar. Hay que evitar las sorpresas y las lagunas jurídicas. Estoy convencido de que lo entiende.
Ballinger inhaló profundamente, soltó un suspiro y le sonrió.
—Por supuesto —confirmó, sin molestarse en disimular el placer que reflejaban sus ojos.
Monk pasó otra jornada entera comprobando lo que le habían referido ’Orrie Jones, Crumble, Tosh y otras gentes del río que habían prestado servicios al barco, hasta que finalmente fue a ver a Bertram Harkness.
Harkness era un hombre corpulento de sesenta y pocos años, aproximadamente de la edad de Ballinger. Tenía un porte militar, aunque no presumía de su rango ni mencionó sus años de servicio. El pelo, corto, era entrecano, igual que su hirsuto bigote.
Recibió a Monk en el estudio de su casa, una estancia forrada de libros y dibujos, y con una curiosa mezcla de conchas exóticas y miniaturas en bronce de armas, mayormente cañones napoleónicos.
—No sé qué se figura que puedo contarle —dijo con notable brusquedad—. Estuve relativamente cerca del río esa noche, pero ni vi ni oí nada. Cené tarde con Arthur Ballinger, a quien conozco desde hace años. Desde el colegio, en realidad. Suele dejarse caer por aquí. He estado un poco fuera de circulación desde que sufrí el accidente. Una mala caída de mi caballo. Me mantiene al día de las noticias que no aparecen en los diarios, ¿sabe?
—Entiendo. Sí, debe de ser agradable oír reflexiones más profundas que lo que se imprime para el público general —dijo Monk.
—Así es, en efecto. ¿Y qué demonios quiere de mí, joven? Ballinger vino por el río. Una manera agradable de viajar en una noche de otoño. Pero, por el amor de Dios, si hubiese presenciado ese horrible asesinato, ¿no cree que ya se lo habría dicho?
Su tono de voz fue desafiante, así como el agresivo gesto que hizo al ladear la cabeza.
—Sí, señor —contestó Monk cortésmente y cada vez más consciente de que Harkness tenía el genio muy vivo—. Ya me ha referido con todo detalle lo que vio. Pero lo importante es la hora, y no está seguro a ese respecto. Pensé que quizá pudiera usted ayudarnos en eso.
Harkness pareció aplacarse.
—¡Ah! Qué desgracia. Lo siento por Cardew, pobre diablo. Perdió a su hijo mayor y malcrió al pequeño. Cosas que pasan. Un error frecuente. Ahora va a tener que pagar por ello lo indecible. Dos hijos fallecidos. El nombre de la familia, mancillado. Si no fueran a ahorcarlo, haría que le dieran unos buenos azotes a ese niño mimado.
—La hora, señor Harkness —le recordó Monk—. Nos sería de gran ayuda que me dijera cuanto pueda para saber con más exactitud cuándo estuvo el señor Ballinger en el río, tanto a la ida como a la vuelta.
—¿No lo sabe ese puñetero barquero?
—No, señor.
—Bueno, no miré el reloj —dijo bruscamente—. Nos sentamos a cenar a eso de las diez, si mal no recuerdo. Después conversamos cosa de una hora. Diría que se marchó a medianoche. Diga lo que diga él, será la verdad —concluyó con satisfacción.
Harkness no veía a Monk con buenos ojos.
—Un buen deportista, Ballinger. Siempre lo he admirado, ¿sabe? No, supongo que no. —Miró a Monk de arriba abajo—. No tiene aspecto de ser un maldito policía, eso se lo concedo.
Monk contuvo su mal genio con considerable dificultad.
—¿Buen deportista? —inquirió.
—Acabo de decírselo. Santo cielo, hombre, ¿tan difícil le resulta entenderlo? Es un hacha con los remos. Y en la lucha libre. Es fuerte, ¿sabe?
—Sí, señor. —Monk soltó el aire despacio. Ahí lo tenía, el regalo repentino entre los demás datos irrelevantes. La idea brilló luminosa en su mente—. Gracias, señor Harkness.
Harkness se encogió de hombros.
—Me gusta jugar limpio —contestó, irguiéndose un poco más.
Monk se abstuvo de hacer un comentario a eso, aunque lo tenía en la punta de la lengua. Dio de nuevo las gracias a Harkness y dejó que el mayordomo lo acompañara hasta la borrascosa oscuridad de la calle, donde el olor húmedo del río flotaba en el aire.
Tardó casi media hora en encontrar a un barquero dispuesto a llevarlo de regreso desde Mortlake hasta Chiswick, y tomó nota de la duración del trayecto. Mientras iba sentado en la barca consideró lo que Harkness le había contado, y repasó mentalmente las horas y detalles que había podido confirmar.
Por descontado, ninguna hora era exacta. La única manera de comprobarlas era contrastándolas con lo que otras personas habían dicho. ’Orrie llevó a Parfitt al barco cuando estaba fondeado río arriba, cerca de Corney Reach, y lo dejó allí pasadas las once y cuarto. Sostenía no saber a qué había ido.
’Orrie debía regresar a buscarlo al cabo de una hora, pero lo entretuvieron y cuando por fin llegó, en torno a la una menos diez, Parfitt no estaba allí.
Crumble había corroborado la partida y el regreso de ’Orrie en ambos viajes. Tosh lo había respaldado, dando cuenta de sus propios movimientos, cosa nada difícil, puesto que él y Crumble habían estado juntos casi todo el tiempo.
Ballinger había subido a bordo del transbordador hacia las nueve, y el barquero lo condujo río arriba, pasando por la isleta y Corney Reach hasta llegar a Mortlake, donde Harkness confirmó su llegada y luego su partida. El barquero afirmaba haberlo recogido de nuevo a las doce y media y haber llegado a Chiswick más o menos a la una de la madrugada.
Entretanto, Rupert Cardew estuvo borracho y en paradero desconocido casi toda la noche después de su visita a Hattie Benson, que afirmaba haberle robado la corbata para luego dársela a alguien cuyo nombre se negaba a facilitar. ¿Miedo? ¿O le habían pagado para que dijera eso, y lo que temía eran las consecuencias de mentir?
El cuerpo de Parfitt había aparecido casi en medio del tramo de Corney Reach, aguas arriba desde el lugar donde estaba anclado el barco. Las preguntas bullían en la mente de Monk. ¿Qué distancia había recorrido a la deriva o había sido arrastrado? ¿Dónde lo habían matado en realidad? ¿Tenía que ser forzosamente en el barco? ¿Era posible que hiciera que ’Orrie lo llevara al barco y que luego se fuera por su cuenta en un bote auxiliar? ¿O había llegado alguien más y se había ido con él?
Necesitaba respuestas para aclarar todos esos extremos.
¿Acaso su asesino se lo había llevado consigo y lo había arrojado por la borda río arriba para que flotara en la corriente, despistándolos a todos? Cuando más pensaba Monk en ello, más sentido parecía tener. Quizás había enfocado el crimen desde un ángulo equivocado desde el principio. De entrada había parecido un asesinato a la desesperada, cometido por un hombre enojado y temeroso de verse puesto en evidencia, o sangrado por el chantaje. Pero quizá todo estuviera planeado con mucho más cuidado, y por una mente mucho más fría: no un crimen inducido por un acto de pasión, sino una decisión comercial.
¿Cabía que Parfitt se hubiese rebelado contra su patrocinador, que su codicia hubiese puesto en peligro todo el tinglado? ¿O incluso que sisara para quedarse un porcentaje más alto?
Cosa que llevó de nuevo a Monk a hacerse la pregunta que más temía y más deseaba contestar: ¿era posible que el propio Ballinger matara a Parfitt? ¿O era una idea ridícula?
Repasó la hora de cada movimiento otra vez, con esmero. Si todos decían la verdad —Tosh, ’Orrie Jones, Crumble, el barquero, Harkness, Hattie Benson, incluso Rupert Cardew—, habría sido posible que Ballinger, buen remero según su amigo Harkness, hubiese cogido la barca de Harkness para encontrarse con Parfitt en algún lugar del río donde nadie los viera. Pudo haberlo matado y arrojado su cuerpo al agua, devolver otra vez la barca a su amarre y tomar el transbordador de regreso a Chiswick, tal como había dicho. Resultaba un poco apretado, pero aun así era posible. La idea le hizo un nudo en el estómago: pesado, nauseabundo pero imposible de vomitar.
¿Hasta qué punto estaba siendo sincero en sus reflexiones? ¿Tantas ganas tenía de hallar la respuesta que se conformaría con cualquier cosa excepto el fracaso?
Lo que necesitaba era demostrar que Ballinger conocía a Parfitt y, si era posible, también a Jericho Phillips. Eso conllevaría un prolongado y muy escrupuloso repaso de todas las pruebas, examinándolas, buscando un móvil completamente distinto del anterior. Tendría que comenzar de inmediato, en cuanto hubiese visto a aquella tal Hattie Benson y corroborado por sí mismo su testimonio a propósito de la corbata.
La encontró a media mañana del día siguiente, sentada en la cocina de su pequeña casa compartida en Chiswick. Se la veía cansada y con los ojos hinchados, pero incluso con una bata rota encima del camisón y el pelo revuelto, había belleza en su piel inmaculada y en la ingenuidad de su semblante.
—No he hecho nada —dijo antes de que Monk se sentara a la mesa en una silla destartalada delante de ella.
Monk sonrió sombríamente.
—No quiero acusarla de nada, señorita Benson. Creo que usted me puede ayudar…
Hattie puso los ojos en blanco.
—Ah, ¿sí? ¿A estas horas de la mañana? Tendría que avergonzarse. ¿Qué pensará su mujer, eh?
—Podrá preguntárselo cuando la vuelva a ver —contestó Monk con una sonrisa cómplice—. Me gustaría que me contara lo que le explicó sobre la corbata de seda azul oscuro de Rupert Cardew; la de los leopardos bordados.
Hattie, pasmada, lo miró boquiabierta.
—Vino acompañada de un hombre que se llama Crow, me parece —prosiguió Monk—. Usted les dijo qué había ocurrido la tarde antes de que apareciera el cuerpo de Mickey Parfitt en el río. Necesito que ahora me lo cuente a mí, y con más detalle.
La muchacha se quedó paralizada.
—¡No puedo!
—Sí que puede —insistió Monk—. A no ser, por supuesto, que dijera una mentira.
¿Cómo podía convencerla de que hablara con él y le dijera la verdad? Tal vez se considerase una mera testigo cuando habló con Hester y Crow, pero ahora se daba cuenta del peligro que correría si decía a la policía que Cardew era inocente. Quizá no había captado hasta ahora que reanudarían la investigación, volviendo a interrogar a personas a las que ella conocía y que sabían quién era ella.
—Hattie. —Monk se inclinó un poco hacia delante sobre la mesa, obligándose a hablar con amabilidad—. No quiero acusarla de robar la corbata, tanto si lo hizo para quedársela, para venderla o para dársela a otra persona. Desde luego me parece muy poco probable que usted estrangulara a Mickey Parfitt con ella, aunque no es imposible.
Dejó que la sugerencia flotara en el aire.
—¡Está loco de remate! —exclamó Hattie horrorizada—. ¡Por Dios! ¿Cómo se le ocurre pensar que yo podría estrangular a un hombre como Mickey? A lo mejor era más flaco que el palo de una escoba, pero era muy fuerte. ¡Me habría molido a palos!
—¿Era violento? —preguntó Monk.
—Claro que era violento, ¡estúpido! —le gritó—. Daba unas palizas de muerte a quien se cruzara en su camino.
—¿Como quién?
—¿Está pensando que lo mató él? Si hablo con usted, ¿no ve que va a venir a por mí?
—Usted podría haber matado a Mickey —prosiguió Monk meditabundo—. Alguien le asestó un golpe en la nuca, probablemente con una rama caída de un árbol. Luego, mientras estaba inconsciente, lo estrangularon. No se requiere mucha fuerza para hacer eso.
—¡Pero no lo hice yo! Tuve clientes toda la noche, hasta pasadas las dos de la madrugada, y acabé hecha polvo —dijo Hattie en tono desafiante.
—Sus nombres me ayudarían a creerla —repuso Monk.
—¡Sí, hombre! Estaré en plena forma para dedicarme a lo mío si le doy una lista de señoritos que vienen aquí a divertirse un rato, ¿verdad? ¡Hará maravillas para mi reputación!
—Me los darán otras personas —dijo Monk a la ligera, como si fuese tan fácil—. Puedo preguntar en las tabernas del paseo quién estuvo allí la noche de autos.
Hattie se puso más pálida, tenía la piel blanca como la leche.
—¡Por favor, señor, me va a arruinar! ¡Si pierdo a todos mis clientes no sabré qué hacer! Y debo dinero. ¡Vendrán a por mí! —Se inclinó hacia él y Monk percibió su calor, un leve rastro de perfume y sudor—. Si le digo que esa tarde cogí la corbata, usted sabrá que el señor Cardew no mató a Mickey Parfitt y volverá a interrogar a Tosh, que me despellejará viva por causarle problemas. Me dará una buena paliza y ya no podré trabajar.
—Tiene razón —dijo Monk gentilmente—. Eso sería injusto.
Hattie respiró profundamente y, temblorosa, intentó sonreír.
—Más vale dejar que ahorquen a Rupert Cardew —dijo Monk a media voz—. ¿Quién cree que mató a Mickey?
Hattie se agarraba las manos con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.
—No lo sé… —susurró.
—Sin duda volverá para asegurarse de que no le dice nada a nadie —señaló Monk—. Rupert se acordará de que usted le robó la corbata. Lo dirá ante el tribunal aunque nadie le crea. Me atrevería a decir que la acusación la llamará a declarar, tan solo para que lo niegue. Lo dejarán sin escapatoria.
—¡Jesús! ¡Es un cabrón! —dijo Hattie con voz ronca—. Peor aún que Tosh.
—No, no lo soy, Hattie —respondió Monk, negando con la cabeza, aunque reconoció una súbita punzada de verdad en sus palabras—. Quiero que me diga la verdad y, a cambio, me encargaré de que esté segura.
—Ah, ¿sí? —contestó Hattie desdeñosa—. ¿Y cómo piensa hacerlo, si puede saberse? Comprará una bonita habitación en algún sitio donde no puedan encontrarme, ¿verdad? Y también comida y una ocupación, ¿eh?
La respuesta acudió pronta a la mente de Monk.
—Sí, eso es exactamente lo que voy a hacer. Pero para hacerlo necesito saber la verdad, y preferiblemente con una prueba que la demuestre.
Hattie pestañeó, con una chispa de esperanza en los ojos.
—¿Como qué?
—Descríbame la corbata.
—¿Eh? Solo era una corbata azul oscuro, con una forma más o menos así. —Hizo un dibujo en el aire—. De seda —añadió.
—¿Muy larga? —preguntó Monk.
Hattie volvió a gesticular, separando las manos unos cuatro palmos.
—Prosiga —conminó Monk—. ¿Qué más?
—Estrecha en el medio y más ancha en las puntas —dijo Hattie—. Un extremo más grande que el otro… como más largo.
—¿Era lisa o estampada?
—Estampada. ¡Ya lo sabe, por el amor de Dios! Tenía tres animalitos amarillos. Gatos, o algo por el estilo.
—¿Cómo estaban dispuestos?
—Uno encima del otro.
—Gracias, Hattie. La creo. Ahora meta un poco de ropa en una bolsa, vístase y la llevaré a un lugar seguro.
Hattie permaneció sentada.
—¿Adónde?
—En la ciudad, Portpool Lane. Allí estará a salvo. Le darán de comer y tendrá su propia habitación. A cambio trabajará en lo que la señora Monk le ordene. —Reparó en su mirada—. Antes era un burdel —explicó Monk sonriendo—. Ahora es una clínica para mujeres enfermas o heridas.
Hattie lo insultó y soltó una retahíla de palabrotas con mucho sentimiento, pero hizo lo que le dijo.
Tomaron un coche de punto que los llevó desde el paseo de Chiswick a la ciudad. Era una carrera larga y cara, pero tuvo la impresión de que estaba más que justificada, habida cuenta de las circunstancias. No quería que la vieran con él; de hecho, no podía permitirlo. A cualquiera le sería muy fácil hacer algunas averiguaciones y encontrar la clínica. Tal vez debería advertir a Squeaky Robinson que no le quitara el ojo de encima y que le impidiera entrar en las habitaciones donde se atendía a los casos más leves, al menos hasta que el caso llegara a los tribunales y Hattie hubiera testificado. Después, habría que replantearse la cuestión de su seguridad.
Mientras las ruedas traqueteaban por las calles entabló conversación con ella, tanto para distraerla de la situación presente como con la esperanza de averiguar algo más. Fracasó en ambas cosas.
—Tiene que impedir que me encuentre —dijo Hattie, rodeándose el cuerpo con los brazos e inclinada hacia delante en el asiento—. Me matará, se lo juro.
—¿Quién? —preguntó Monk.
—¿Quién va ser? ¡Tosh! —contestó enojada—. Crumble no me da miedo. No mataría ni a una mosca. Se asusta de su propia sombra, y aún lo asusta más Tosh.
—¿Qué me dice de ’Orrie Jones?
—No lo sé. A veces pienso que es medio idiota, pero otras no estoy tan segura. Aunque nunca hace nada sin que se lo ordene Tosh, sin que importe lo que él mismo piense.
—¿Alguna vez ha oído nombrar a Jericho Phillips? —preguntó Monk.
—No. ¿Quién es?
—Ahora está muerto, pero antes estaba a cargo de un barco como el de Mickey, solo que río abajo.
—Y ahora Mickey está muerto, ¿eh? —dijo Hattie pensativa—. ¿Pudo matarlo el señor Cardew?
—No. Sabemos quién mató a Phillips. El hombre que lo hizo también se quitó la vida.
Hattie profirió una especie de gruñido.
—¿Por qué ha pensado que sería la misma persona? —preguntó Monk—. ¿Cree que Mickey y Phillips se conocían?
—No lo sé. Mickey no trabajaba por su cuenta. Era oriundo de Chiswick, igual que el resto de nosotros. Nunca ha tenido dinero para hacerse con un barco. Alguien apostó por él. A lo mejor fue la misma persona.
—¿Rupert Cardew?
—¡No sea idiota! —replicó Hattie—. ¿Por qué iba a pedirme que le robara la corbata de modo que pareciera que había matado a Mickey si él fuese quien está detrás de todo esto? Es alguien dos veces más listo.
—¿Más que Mickey o Tosh?
—Esos son astutos, que no es lo mismo.
Monk no discutió. Llevó la conversación a otros temas más agradables y finalmente llegaron a Portpool Lane. La hizo entrar, se la presentó a Squeaky Robinson y luego a Claudine Burroughs, explicándoles la necesidad de mantenerla a salvo.
—Puede ayudarme —dijo resuelta Claudine—. No la perderé de vista.
Monk le dio las gracias, preguntándose con ironía cómo se adaptaría Hattie a su nueva su situación. Era muy probable que nunca la hubiesen cuidado tan bien.
Por la mañana Monk fue a ver a Oliver Rathbone y le dijo que con las pruebas que tenía resultaba sumamente improbable que Rupert Cardew fuese responsable de la muerte de Mickey Parfitt.
Rathbone se quedó perplejo.
—¿Y la corbata? ¿Acaso no era suya? —preguntó, como si le costara creer que estaba a punto de librarse de una tarea imposible.
—Sí, era suya —contestó Monk, sentándose en la butaca enfrentada al escritorio de Rathbone sin aguardar a que este le ofreciera asiento—. Se la robó una prostituta aquella misma tarde, y se la dio a otra persona cuya identidad le da miedo revelar. No obstante, la creo. Es capaz de describirla con tal precisión que sin duda no solo la vio anudada al cuello de Cardew. La vio entera, la tocó y supo que era de seda. Reconoce haberla robado.
Rathbone tomó aire como para decir algo, pero cambió de parecer.
Monk sonrió, recostándose en la butaca.
—¿Cobró de lord Cardew para decir esto? —dijo en voz alta, sabiendo que Rathbone estaría pensando justo eso—. Siempre se lo puedes preguntar.
—¿Dónde está ella? —preguntó Rathbone, sin molestarse en dar su opinión al último comentario de Monk.
—Preferiría no decírtelo —contestó Monk—. Por tu seguridad y por la suya.
Rathbone abrió los ojos un momento y su rostro enseguida volvió a ser inexpresivo.
—Y ahora, ¿qué harás al respecto? —preguntó—. ¿Te contentarás con clasificar el caso como «no resuelto» y seguirás adelante? ¿Hay alguien que realmente quiera saber quién mató a Parfitt?
—Quizá lord Cardew —señaló Monk—. La reputación de su hijo seguirá estando empañada mientras no lo sepamos. Pero tanto si a él le interesa como si no, a mí sí. No porque ese tipo me importe, sino porque quiero descubrir a quien esté detrás de todo esto, Oliver.
No miró hacia otro lado. Sabía con toda exactitud lo que Rathbone estaba pensando, recordando, así como el peso que le caería encima a su amigo si él llevaba razón.
Durante varios segundos se miraron de hito en hito. Luego Monk se levantó.
—Lo siento —dijo en voz muy baja, apenas más que un susurro—. No puedo dejarlo correr.
Rathbone no contestó.
Monk se marchó sin más protocolo, despidiéndose del pasante, a quien dio las gracias, en la entrada.
Pese al día soleado, sintió frío al salir a la calle.
Pasó los dos días siguientes interrogando a todas las personas que habían tenido algo que ver con Mickey Parfitt o que pudiesen haber visto a alguien en el río o en el muelle, tanto en Chiswick como en Mortlake, la noche en que murió Parfitt. ’Orrie, Crumble y Tosh repitieron sus respectivos relatos casi palabra por palabra, sin que Monk sacara nada nuevo en claro. Seguía siendo posible que Ballinger hubiese sido el autor material del asesinato de Parfitt, pero sin un motivo, sin pruebas de que se conocieran, no pasaba de ser una mera idea.
Caminaba por el sendero de la orilla del río recorriendo Corney Reach cuando se topó con un pescador.
—¡No se acerque a un hombre por detrás de esa manera! —dijo el pescador entre dientes—. Podría haberle arrancado un ojo con la caña, ¡pedazo de idiota! ¿Dónde se ha criado, usted? ¿En medio del desierto?
Era un hombre flacucho y bajito con la nariz larga y la mandíbula prominente. La gorra que llevaba calada hasta las cejas tapaba el pelo que le pudiera quedar.
Monk presentó sus disculpas, que fueron recibidas de mala gana. Se disponía a seguir adelante cuando, por puro hábito, le hizo la pregunta de rigor.
—¿Pasa mucho tiempo aquí?
El pescador lo miró entrecerrando los ojos.
—Claro que sí, atontado. Vivo aquí arriba.
Inclinó la cabeza hacia el sendero que salía del pueblo y se adentraba en los campos.
—¿Tiene una barca?
—Sí, pero no se alquila. No quiero que un zoquete se estrelle con ella por no saber distinguir la proa de la popa.
—Crecí entre barcos —dijo Monk con irritación. El hecho de que solo conservara brevísimos recuerdos de aquella época no era de la incumbencia del pescador—. Estoy buscando testigos, no me interesa salir a remar.
—¿Testigos de qué? Yo no he visto nada. Ni un maldito pez en todo el día.
—No me refiero a hoy, sino a la víspera de cuando sacaron del agua el cuerpo de Mickey Parfitt.
El pescador volvió a entornar los ojos.
—¿Qué tendría que haber visto?
—Gente yendo y viniendo, sin contar los barqueros de los transbordadores. A cualquiera que le conste que actuara de manera poco usual. Cualquiera que tuviera prisa, estuviera asustado, se peleara o huyera.
El pescador meneó la cabeza.
—¡Jesús! Se conforma con poco, ¿eh? Lo único que vi fue a Tosh corriendo detrás de Mickey por el muelle, gritándole que esperara. Luego saca un trozo de papel del bolsillo y se lo da. Mickey lo lee, reniega a base de bien, agarra el lápiz que le ofrece Tosh y escribe algo en el otro lado antes de devolvérselo a él. Después de eso avisa al barquero y le dice que ha cambiado de planes. Se larga a toda prisa muy excitado, y que yo sepa, nadie fue tras él, nadie lo golpeó ni lo estranguló ni lo arrojó al río.
Monk sintió una chispa de euforia.
—¿Y Mickey cambió de parecer sobre el lugar al que iba? —insistió.
—¡Acabo de decírselo, maldito loco! ¿Es que no escucha? —le espetó el pescador.
—¿Qué hora era, más o menos?
—Serían las diez y media.
—Gracias. Le estoy muy agradecido. ¿Cómo se llama, por si tengo que hablar otra vez con usted?
Faltó poco para que agregara que quizá tendría que testificar, pero se calló a tiempo. Enviaría a Orme en su busca, así no tendría elección.
—Orace Butterworth —contestó el pescador con cara de pocos amigos—. Y ahora, largo. Está asustando a los peces.
Monk meditó a fondo cómo sacar el mejor partido a aquella delicada información. ¿Se trataba del mensaje que había hecho salir a Mickey del barco para luego remontar el río hacia Mortlake, acudiendo sin saberlo a su cita con la muerte? ¿Quién lo envió? ¿A qué creía Mickey que iba? Tenía que ser un asunto urgente para hacerle salir a esas horas.
Tosh difícilmente le diría nada. Como tampoco le diría quién era el mensajero ni de dónde vino. Enseguida quedaría implicado como parte del asesinato que se cometió después. Se limitaría a negarlo todo, diría que Butterworth estaba equivocado, que seguramente se lo había inventado. Un buen abogado lo demolería en cuestión de minutos.
Debía construir una concatenación de pruebas. ¿Quién era el eslabón más débil? ’Orrie Jones. Tenía que empezar por él.
Encontró a ’Orrie en un varadero, lijando pacientemente una pieza de madera. Había otros hombres trabajando: serraban, alisaban, tallaban, encajaban tablas, machihembraban. El suelo estaba cubierto de serrín, que también flotaba en el aire con el olor a madera y resina; se oía el irregular y constante sonido de la fricción y los golpes, y a alguien que silbaba una canción para sí.
Más abajo, cerca de la orilla, un hombre mayor con los brazos tatuados calafateaba los costados de un barco, y los pies le resbalan de vez en cuando, dado que el agua se filtraba entre la grava y le empapaba las botas.
Estaban resguardados de la brisa. La marea lamía la piedra de la grada. Olía a lodo del río y a madera mojada.
’Orrie levantó la vista, vio que Monk se acercaba y su rostro adoptó un aire de infinito cansancio.
—Usted otra vez —suspiró—. ¿No le basta con ahorcar a ese pobre desgraciado? ¿También tiene que remachar todos los clavos de su ataúd?
—Hay que asegurarse de que quepa, ’Orrie, igual que esas piezas que estás juntando.
—Y ahora, ¿qué quiere? —preguntó ’Orrie, haciendo girar el ojo bueno.
—¿Cuándo le pidió Mickey que lo llevara al barco?
—¡No lo sé!
—Sí que lo sabe. ¡Piense!
’Orrie lo miró a los ojos y le lanzó aquella extraña mirada fija absolutamente clara.
—¿Por qué? ¿Qué importa ya? No cambiará nada para el tipo que lo mató.
—Eso dígaselo al abogado de la defensa, ’Orrie. Si no puede contestar, desmenuzará su vida detalle por detalle y…
—¡No sé cuándo decidió ir al barco! —protesto ’Orrie enojado—. Pero no me lo pidió hasta eso de las once. Lo sé porque acababa de empezar una jarra de cerveza y tuve que dejarla.
—¿En la taberna?
—¡Pues claro que en la taberna! ¿Cree que la saqué del río?
—No me importa de dónde la sacó. ¿Por qué se decidió tan tarde Mickey? ¿Estaba usted siempre a su entera disposición?
’Orrie se puso tenso.
—¡No, ni mucho menos! No era su maldito criado. Surgió algo.
Monk asintió, tratando de domeñar su impaciencia y mostrarse alentador.
—¿Una cita inesperada?
—¡Exacto!
—¿Y él pensó que era lo bastante importante como para ir? A él tampoco le resultaría cómodo. ¿Estaba enfadado? ¿Tenía miedo?
—No, qué va. Estaba la mar de contento.
—¿Por qué?
’Orrie tomó aire, miró a Monk, sopesó qué le convenía más y decidió contestar.
—Bueno, ahora ya no importa, el pobre está muerto, ¿eh? Creyó que era una buena oportunidad de hacer negocio. Pero no gaste saliva preguntándome con qué, porque no lo sé.
—Por supuesto que no. ¿Fue a buscarlo en persona o le envió una nota? —Lo dijo en un tono deliberadamente ofensivo—. ¿Tal vez alguien se la leyó?
—¡La leí yo mismo! —esperó ’Orrie—. Que tenga un ojo a la virulé no significa que sea idiota.
—¿En serio? ¿Qué hizo con esa nota?
’Orrie se metió la mano en el bolsillo del pantalón y estampó un trozo de papel sobre el madero que estaba lijando. Fulminó a Monk con la mirada.
Monk cogió el papel y lo leyó. La caligrafía era sorprendentemente buena.
«Excelente nueva ocasión de negocio. Quedamos en el barco a medianoche. Si no apareces, se lo paso a Jackie».
Y debajo había otra nota garabateada con una letra completamente distinta.
«Reúnete conmigo en el muelle, 11.30. No llegues tarde. Mickey».
Monk se quedó un momento mirando el papel, apreciando su textura con los dedos. Era papel bueno, azul pálido y suave, arrancado de una hoja más grande.
Le dio la vuelta y en el otro lado vio lo que parecía ser parte de una carta más larga o de una lista. Estaba escrita con tinta, pero costaba más descifrar las palabras, como si estuvieran en otro idioma, quizá latín, aunque era difícil decirlo, dado que muchas palabras estaban partidas. Las letras estaban bien formadas, el trazo era regular. Se preguntó de dónde provendría.
—Gracias, ’Orrie —dijo Monk en un susurro, soltando el aire despacio—. Esto es casi perfecto.