12

Pitt estaba sentado en la sala de estar del ama de llaves de Dorchester Terrace esperando a que Nerissa Freemarsh llegara. Se imaginaba que ella le haría esperar a propósito, y no le decepcionó. Le dio tiempo a pensar muy detenidamente lo que quería decir, cuánta verdad debía contarle y cuánta presión debía ejercer. Al principio había sentido cierta compasión por ella. En un momento u otro de su carrera policial, había visto a muchas jóvenes solteras que dependían de un pariente que las explotaba como criadas no remuneradas. Algún que otro padre había retenido adrede a una hija en casa precisamente con esa finalidad; la mayoría de las veces el pariente era una madre que no había conseguido casar a su hija.

Era una desgracia para cualquiera depender de otra persona, ser un espectador de la vida y no participar nunca en ella, aunque muchos de los que creían vivir plenamente en realidad eran mucho menos felices de lo que manifestaban. Nerissa había sido una de esas mujeres con pocas opciones. No tenía el encanto ni el atrevimiento para partir sola en busca de aventuras, como Serafina había hecho, y tal vez en el fondo esta la había despreciado por ello. Nerissa debía de saberlo, aunque no pudiera ponerle nombre.

¿Le halagaba a Serafina que el marido de otra mujer le hubiera hecho insinuaciones y le hubiera profesado algún tipo de amor? ¿O se había encariñado sinceramente de él, probablemente mucho más que él de ella? ¿Estaba ofendiéndola Pitt al dar por sentado que el interés de Blantyre se reducía a Serafina, y Nerissa era simplemente su excusa para ir de visita? Le indignaba que un hombre pudiera utilizar la evidente vulnerabilidad de ella. Ahora Pitt tenía que prepararse para poner al descubierto un dolor cuya visión iba a resultar lastimosa y perturbadora. Por muy egoísta que Nerissa fuera, ese dolor nacía de la desesperación.

La puerta se abrió sin que llamasen, y Nerissa entró y la cerró detrás de ella. Permaneció de cara a Pitt mientras él se ponía en pie. Ese día llevaba un broche de azabache y cristal en el cuello y unos pendientes a juego que iluminaban su cara. Eran muy bonitos. Pitt se preguntó por un momento si habían sido de Serafina.

—Buenos días, señorita Freemarsh —dijo en voz queda—. Lamento volver a molestarla, pero han salido a la luz varios datos nuevos, y necesito hacerle más preguntas.

Ella parecía más calmada ese día. Su rostro no mostró señales de inquietud cuando escuchó la noticia.

—¿De verdad? Estoy al tanto del suicidio de la señora Blantyre —respondió fríamente, situada de pie de cara a él con las manos entrelazadas por delante—. Una tragedia, y sin embargo parece que ha sido inevitable. Tengo entendido que responsabilizaba a mi tía de la muerte de su padre, o al menos de que fuera atrapado por los austríacos y ejecutado por insurrección. Sabía que era… —buscó la palabra adecuada, incisiva pero no abiertamente cruel— frágil. Lo que no sabía era que fuese tan grave. Lo siento. Sé que el suicidio es un pecado, pero dadas las circunstancias, tal vez sea preferible que se haya quitado la vida a que hiciera frente a un arresto y un juicio, y la vergüenza que todo eso comportaría. —Su rostro se puso tirante—. Y podrían haberla encerrado en un manicomio, o incluso haberla colgado, supongo. Sí, la… la respeto por eso. Pobrecilla.

Pitt la miró mientras un pozo de lástima, indignación y repugnancia crecía en su interior. ¿Sabía ella que Blantyre era quien había traicionado a Lazar Dragovic y había matado a Serafina y también a Adriana? ¿Había escuchado la conversación? ¿Era cómplice o no sabía nada salvo que se había enamorado del marido de otra mujer? Ahora que Pitt se enfrentaba a ello, no sabía qué responder.

—Siéntese, por favor, señorita Freemarsh. Me temo que la situación no es tan sencilla.

Ella se sentó obedientemente, con las manos descansando sobre el regazo, y él volvió a sentarse en el sillón del ama de llaves.

—No irá a hacer público el caso, ¿verdad? —dijo ella consternada—. Al gobierno no le interesa, ¿no? Simplemente es la tragedia de una mujer que sufrió de niña y no se recuperó. —Su rostro se puso tirante—. Arrastraría a su marido por un lodazal de vergüenza y bochorno que no se merece. ¿Y con qué fin? Por favor, no me diga que se trata de justicia. Es totalmente absurdo, y sería sumamente hipócrita por su parte. Mi tía provocó la muerte del padre de la señora Blantyre, tanto si estaba justificada desde el punto de vista político como si no. La mente de la señora Blantyre se trastornó a causa de ello cuando era niña. Creo que en realidad estuvo presente y presenció el horrible espectáculo. Nunca supo quién lo traicionó hasta que mi tía Serafina empezó a desvariar y se delató a sí misma en sus divagaciones. Presa de una histeria vengativa, la señora Blantyre la mató y luego, al darse cuenta de lo que había hecho, se quitó la vida. Me parece suficiente justicia.

Él la miró y se preguntó qué parte de lo que había dicho se creía realmente y de qué parte se había convencido porque era la justificación que necesitaba.

—¿Está segura? —preguntó, como si él también estuviera buscando pruebas.

—Totalmente —respondió ella—. Y si lo considera, verá que tiene todo el sentido.

No se advertía duda ni desasosiego en ella. Pitt tampoco vio rastro de verdadera compasión. Ella no podía, o no quería, imaginarse en el lugar de Adriana.

—¿Cuándo le habló su tía de la muerte de Lazar Dragovic? —preguntó él, aparentando solo cierto interés—. ¿Y cuándo cayó en la cuenta de que Dragovic era el padre de Adriana?

Nerissa se quedó sorprendida.

—¿Cómo?

Estaba haciendo tiempo, tratando de descubrir lo que él estaba buscando y cómo contestarle.

—Sabe lo de Dragovic, y que Adriana presenció su muerte cuando tenía ocho años —explicó él—. Alguien se lo contó. Evidentemente, no consta en ninguna crónica escrita, o Adriana lo habría sabido desde el principio. Solo los presentes conocían la verdad.

Nerissa tragó saliva. Él vio que sufría convulsiones en la garganta debido al esfuerzo.

—Ah. Sí, entiendo.

Sus manos estaban ahora retorcidas sobre su regazo, con los nudillos blancos.

—Entonces ¿cuándo se lo contó su tía? —insistió él—. ¿Y por qué? Ella no habría querido que usted se lo contara a nadie, y menos a Adriana Blantyre.

—Yo… yo no me acuerdo. —La mujer respiró hondo—. Debí de atar cabos a partir de las cosas que decía cuando desvariaba. En ocasiones era muy incoherente. Lady Vespasia se lo puede confirmar. Mezclaba recuerdos inconexos, sin saber quién estaba delante ni quién podía oírla.

—Y se enteró a partir de esos recuerdos de que Adriana Blantyre era en realidad la hija de Lazar Dragovic, y de que su tía lo había entregado a los austríacos y ella y Adriana habían presenciado su ejecución, un incidente que había trastornado a Adriana pese a no saber quién estaba detrás de la traición. —Evitó emplear un tono de incredulidad, aunque a duras penas lo consiguió—. Y más tarde Adriana descubrió la verdad, también a partir de las divagaciones de la señora Montserrat, y perdió el juicio de tal forma que la asesinó usando el láudano, cuya ubicación en la casa daba la casualidad de que conocía. Pero no se le ocurrió mencionárselo a nadie cuando la señora Montserrat murió. Es usted una mujer brillante, compleja y extraordinaria, señorita Freemarsh.

Esta vez no hizo el más mínimo intento por evitar un tono sarcástico.

Ella lo miró fijamente de nuevo. El poco color que había en su cara estaba desapareciendo y su rostro adquiría un tono grisáceo.

—No… no sé a qué se refiere —dijo tartamudeando.

—Sí que lo sabe, señorita Freemarsh. Sabe muchas cosas sobre la señora Blantyre y su pasado de las que no se enteró por ella, porque ella tampoco las sabía. El motivo de que ella matara a la señora Montserrat es que acababa de descubrir esa aparente traición. La señora Montserrat ignoraba por completo que lo había revelado, o habría tomado precauciones para protegerse. Como mínimo, la señorita Tucker lo habría sabido. Y, naturalmente, la señora Blantyre habría sido considerada sospechosa directa de la muerte de la señora Montserrat. De lo que se deduce que la señora Blantyre no se lo contó a nadie. Entonces ¿cómo lo sabía usted?

—Yo… —Volvió a tragar saliva, como si le faltase el aire—. Ya se lo he dicho. Yo… yo me enteré a partir de las divagaciones de tía Serafina, como se enteró la señora Blantyre. Si ella se enteró de esa forma, ¿por qué le cuesta tanto creer que a mí me ocurriera lo mismo?

—Porque quiere hacerme creer que ella obró de acuerdo con lo que descubrió, y sin embargo usted no hizo nada, ni siquiera después de que la señora Montserrat fuera asesinada.

Ella se puso rígida, con los músculos tan agarrotados que los hombros se tensaron contra la tela del vestido. Empezó a hablar y acto seguido se interrumpió, mirándolo fijamente en actitud desafiante.

Pitt aguardó.

—Es inútil que diga que no lo entiende —dijo ella por fin, furiosa—. La señora Blantyre se enteró por mi tía. Como usted ya ha dejado claro, ella era la única persona que sabía lo de la ejecución de Lazar Dragovic, y fue ella quien se lo entregó a los austríacos. También ha dicho que yo no podía haberlo sabido. Apenas había nacido en esa época.

Un tono triunfal asomó a su voz. Sus ojos brillaban más, y la sangre volvió a sus mejillas.

—Usted da por sentado que la señora Blantyre se enteró a partir de las divagaciones inconexas de su tía y que estaba lo bastante segura de lo que había descubierto para matar a la señora Montserrat, sin hacer el más mínimo intento por verificarlo —dijo él.

Nerissa arqueó las cejas.

—¿Verificarlo? ¿Qué demonios está insinuando? ¿Con quién? —preguntó—. ¿Dónde encontraría a alguien que pudiera verificar esa historia? ¿Está diciendo que debería haber viajado a Croacia y haberse puesto a buscar supervivientes entre los rebeldes e insurgentes de hace treinta años? ¡Es absurdo! —Se rio dejando escapar un pequeño gruñido—. Y aunque lo hubiera conseguido, tía Serafina podría haber muerto cuando ella volviese —añadió.

—Exacto —convino él—. No se obtiene ninguna satisfacción matando a alguien que de todas formas se está muriendo. De hecho, sirve de bien poco.

Los ojos de ella se volvieron como dos puntitos.

—Entonces ¿por qué estamos manteniendo esta ridícula conversación?

—Usted lo ha propuesto, señorita Freemarsh. Yo no pensaba que ella fuese a Croacia ni a ninguna otra parte; simplemente que volviera a casa.

Entonces ella se mostró sarcástica.

—¿Cómo?

—Yo suponía que le habría preguntado a su marido —explicó él—. Después de todo, él estuvo involucrado con los insurgentes en esa época. Era uno de ellos. O fingía serlo. Creo que en realidad siempre ha sido fiel a la unidad y la dominación austríaca en todas las regiones del imperio.

Ella no dijo nada.

—Yo simplemente habría vuelto a casa y le habría preguntado a él. ¿Usted, no? —insistió él.

Ella lo miró fijamente en un silencio airado, como si su pregunta no mereciese respuesta.

—A menos, claro está, que Serafina dejara escapar algo —continuó, ahora de forma implacable—. Pero ella no fue la traidora. ¿Por qué iba a serlo? Ella siempre fue una insurgente, una combatiente por la libertad; si no por Croacia, por la parte del norte de Italia bajo el dominio de Austria.

—¿Qué está diciendo?

La voz de Nerissa sonaba ronca.

—Que la traidora no fue Serafina sino Evan Blantyre, y que eso fue lo que Adriana descubrió —respondió él.

Ella se debatía ahora, rechazando la verdad.

—¡No tiene sentido! —dijo abruptamente—. ¿Cómo se atreve a decir algo así? Si tía Serafina sabía eso, o incluso se lo creía, ¿por qué no lo dijo durante tanto tiempo? ¿Por qué dejó que Adriana Dragovic se casara con él?

—Eso mismo me preguntaba yo —admitió Pitt—. Pero entonces me di cuenta de que Adriana era hermosa pero pobre, la hija huérfana de un hombre que había sido ejecutado por los austríacos. Tenía mala salud. Era muy probable que no pudiera tener hijos. ¿Qué oportunidades tenía? Había conocido a Evan Blantyre, él estaba enamorado de ella y podía ofrecerle una vida muy holgada. Probablemente Serafina no podría demostrar nada contra él. Blantyre había actuado de acuerdo con su lealtad a Austria porque creía fervientemente que el imperio era bueno para Europa: una convicción que todavía mantiene. Serafina quería tanto a Adriana como para dejarla vivir a salvo, y feliz. Revelar sin querer la verdad y cargarla con un peso con el que no podría vivir era lo que más temía cuando descubrió que estaba perdiendo el dominio de sus facultades y que podía olvidarse de dónde se encontraba o de con quién estaba hablando.

Nerissa espiró lentamente.

—Entonces parece que hizo bien temiéndolo, ya que eso es exactamente lo que sucedió.

—¿De verdad? —dijo él con una incredulidad que a ella no se le pudo escapar—. Y cuando ocurrió, ¿Adriana la mató y luego volvió a casa y se suicidó? Por el amor de Dios.

Nerissa empezó a sacudir la cabeza.

Pitt se inclinó un poco hacia delante, empleando ahora un tono de voz urgente.

—Fue su marido quien traicionó a su padre, no Serafina. Si hubiera querido matar a alguien, habría sido a él, ¿no? Solo que ella no lo sabía, señorita Freemarsh. Serafina guardó sus secretos y se murió con ellos antes de poder contárselos a nadie… salvo quizá al señor Blantyre. Él pasaba tiempo con ella, ¿verdad? Cuando venía aquí diciéndole que lo hacía para verla a usted, como su amante, pero se sentaba con ella para dar una imagen respetable. ¿No es eso lo que decía? Solo que en realidad era al revés. Él venía a ver a Serafina, a averiguar hasta qué punto se había trastornado su mente y qué partes del pasado podía revelar a Adriana.

—¡No! —gritó ella—. ¡No! ¡Es horrible!

Hizo un rápido movimiento con la mano, como para barrer la insinuación.

—Sí, lo es —convino él—. Pero estamos hablando de un hombre que cree en el valor del Imperio austríaco por encima de todo lo demás. Él entregó a su amigo Lazar Dragovic para que lo torturasen y lo matasen. Se casó con la hija de Dragovic, tal vez porque se sentía culpable, tal vez porque ella era hermosa y vulnerable. Tal vez se sentía más seguro si sabía dónde estaba ella. Y le daría buena reputación entre aquellos que todavía trataban de librarse del yugo austríaco. Bien sabe Dios que toda la península Balcánica está llena de gente así.

—Eso es… —empezó a decir ella, pero no pudo terminar la frase.

—Lógico —dijo él—. Sí, lo es. Y usted no es más que otra víctima, tanto desde el punto de vista emocional como moral.

Ella se puso rígida, pero las lágrimas se deslizaron por su cara.

—Yo no he hecho nada…

Se interrumpió otra vez.

—Estoy dispuesto a aceptar que usted no sabía de antemano que Blantyre mataría a Serafina, y quizá tampoco inmediatamente después —dijo él con más delicadeza—. Puede que se haya obstinado en no pensar en la muerte de Adriana, o que se haya inventado cuál tenía que ser la verdad. En este momento no veo motivo para acusarla de cómplice. Pero si no coopera ahora, eso podría cambiar.

—¿Co… cooperar? ¿Cómo?

Ella empezó a negar su complicidad, incluso su conocimiento, pero las palabras se interrumpieron en sus labios. Ella lo había sabido —como mínimo, lo había supuesto—, pero se negaba a dejar que las ideas cobraran forma en su mente. Y ahora sabía que Pitt podía verlo en sus ojos.

—Dígame quién estuvo en la casa el día que Serafina Montserrat fue asesinada y el día anterior.

—¿El… el día anterior?

Se retorcía las manos, que descansaban sobre su regazo.

—Sí. Y por favor, no cometa errores ni omisiones. Si lo hace y lo descubrimos más tarde, será un poderoso indicio de culpabilidad, al menos por su parte… y probablemente también por parte de ellos. Si no, ¿por qué lo ocultaría?

Ella temblaba ahora. Él se imaginó que oía castañetear sus dientes.

—No tiene alternativa si desea salvarse, señorita Freemarsh. Y, naturalmente, volveré a hablar con al menos varios miembros del personal de servicio.

Pasaron varios segundos hasta que ella habló, como si todavía estuviera buscando una forma de evitar comprometerse.

Él aguardó en silencio a que hablara.

—El señor Blantyre estuvo aquí el día que tía Serafina murió —dijo ella finalmente—. Venía a menudo. No puedo precisar cuándo, pero solía venir dos o tres días a la semana. Pasaba un tiempo conmigo… y otro rato con ella. Por las apariencias.

—¿Y seguro que estuvo aquí el día que ella murió? —insistió él.

—Sí.

—¿La vio a solas, antes de que la señora Blantyre viniera?

—Sí. —Su voz apenas era audible.

—¿Qué motivo adujo? —inquirió él.

—El que usted ha dicho. Por las… ¡las apariencias!

—¿Alguien más? —Ni siquiera estaba seguro de por qué lo preguntaba, salvo que percibía cierta reticencia en ella, una disposición a defender algo más—. Preferiría saberlo por usted antes que por los criados. Concédase esa dignidad, señorita Freemarsh. Le queda bastante poca. Y por cierto, yo en su lugar no despediría a sus criados. Mientras trabajen aquí, tendrán interés en mantener cierta discreción. Si se marchan, muchas personas se preguntarán el motivo, y ellos hablarán con toda seguridad, independientemente de las amenazas que usted haga. No se encuentra en posición de hacer otra cosa que guardar silencio. Si no es procesada, estará en una buena situación económica y tendrá libertad para comportarse como le venga en gana.

Los ojos de ella se abrieron un poco.

—¿Quién más estuvo aquí? —repitió él.

—Lord Tregarron.

Las palabras sonaron como poco más que un susurro.

—¿Por qué?

—¿Perdón?

—¿Por qué estuvo lord Tregarron aquí? ¿Para verla a usted o para ver a la señora Montserrat? Supongo que a las dos, o no se habría mostrado tan reacia a decirlo.

Ella se aclaró la garganta.

—Sí.

—¿Por qué deseaba él ver a la señora Montserrat? ¿Eran amigos?

Ella vaciló.

Él no volvió a preguntárselo.

—No —respondió ella finalmente, hablando entrecortadamente como si le causara un dolor casi físico—. Su visita a mi tía era… una excusa. No estoy segura de si estaba interesado en mí (aunque aparentaba estarlo) o en tía Serafina y sus recuerdos sobre… toda clase de cosas.

—¿Pasó mucho tiempo hablando con ella?

—No… mucho. Yo… —Inspiró y espiró varias veces, luchando por dominar sus emociones—. Yo tenía la sensación de que ella no le gustaba pero quería ocultarlo, no solo por educación ni por no herir mis sentimientos porque era mi tía.

—Gracias —dijo él sinceramente—. ¿Manifestó algún interés en el señor o la señora Blantyre?

—No… más del que yo esperaba que mostrase…

Su voz se fue apagando, una vez más reacia a terminar la frase.

—Entiendo. Gracias, señorita Freemarsh. Creo que eso es todo, al menos por el momento. Ahora me gustaría hablar con la señorita Tucker.

Esta confirmó todo lo que Nerissa había dicho, incluidas las varias visitas de Tregarron durante el período de las últimas cuatro o cinco semanas.

Pitt le dio las gracias y se marchó. Volvió andando a Lisson Grove totalmente confundido. El meollo del caso ya no tenía nada que ver con la muerte de Serafina ni la de Adriana, sino con otros dos asuntos.

El primero y el más urgente era el problema de la lealtad de Evan Blantyre. ¿Le había dado a Pitt la información concerniente al duque Alois por lealtad al Imperio austríaco, una fidelidad que parecía no haber perdido, a pesar de trabajar para el gobierno británico? Si era el caso, y su traición a Lazar Dragovic y los posteriores asesinatos de Serafina y Adriana tenían por objeto mantener la unidad en el seno de Europa, Pitt podía fiarse de ella sin ningún peligro. Podría ocuparse de la acusación y la condena de Blantyre una vez que el duque Alois se hubiera marchado.

Si, por otra parte, Blantyre tenía otro objetivo, su información sobre el duque Alois podía distar mucho de ser fiable.

Y entonces surgía la otra pregunta evidente: después de que el duque Alois se marchase, ¿qué iba a hacer Pitt con respecto a Blantyre? ¿Qué podía hacer? ¿Qué pruebas había? Ahora no le cabía duda de que Blantyre había matado a Serafina y a Adriana, pero dudaba que hubiese suficientes pruebas para condenar a un hombre de la importancia y la elevada reputación de Blantyre.

Pero eso tendría que esperar. Faltaban dos días para que el duque cruzase el canal de la Mancha y desembarcara en Inglaterra. Los crímenes individuales, por trágicos que fuesen, se volverían insignificantes en comparación con las consecuencias de un asesinato político en Londres; aún más, un asesinato del que la Brigada Especial había avisado personalmente, pero todavía no había impedido.

Pitt consultó a Stoker en Lisson Grove. Luego, después de ocuparse de uno o dos asuntos urgentes, se marchó y tomó un cabriolé a la oficina de Blantyre. A pesar de la pérdida que había sufrido, este había decidido seguir trabajando. La visita del duque Alois no se podía aplazar. Había preparativos que hacer, detalles de los que ocuparse, y Evan Blantyre, con sus conocimientos profundos de Austria, era el hombre indicado para ello. Muchas personas que habían perdido a algún ser querido consideraban su voluntad de seguir trabajando comprensible y admirable.

Pitt le había telefoneado por adelantado y lo había encontrado en su despacho esperándole.

—¿Alguna novedad? —preguntó Blantyre mientras se sentaba en su gran sillón junto al fuego.

Sirvió whisky para los dos sin molestarse en preguntar. A pesar de estar a mediados de marzo, hacía un frío gélido en el exterior, y los dos estaban cansados y tenían frío.

—Sí —contestó Pitt, aceptando el exquisito vaso, pero lo dejó sobre la mesita que había a su derecha sin beber—. Ya sé quién mató a Serafina y por qué. Pero usted también lo sabe.

Observó el rostro delicado y ojeroso de Blantyre y no vio la más mínima variación en él, ni siquiera un cambio en sus ojos.

—Y quién mató a la señora Blantyre —continuó Pitt—. Al igual que usted, también.

Esta vez vio un asomo de dolor que le pareció totalmente sincero. A Blantyre debía de haberle dolido mucho matarla, pero sabía que si quería sobrevivir no tenía alternativa. Adriana nunca le perdonaría la muerte de su padre, y tal vez tampoco la de Serafina. Aunque ella no se lo contara a nadie, él no podría volver a pegar ojo con ella en casa, y quizá tampoco comer ni beber. Él siempre sería consciente de que ella lo observaba. Se volvería loco imaginando lo que ella sentía por él ahora y cuándo perdería el control y pasaría a la acción.

Pitt continuó en tono ecuánime.

—También sé quién entregó a Lazar Dragovic a los austríacos para que lo torturaran y lo mataran, que es lo que provocó todo esto.

—Era necesario —dijo Blantyre casi en tono familiar.

Podrían haber estado hablando de un lamentable error financiero o del despido de un viejo pero inútil criado.

—Tal vez usted no lo entienda —prosiguió—. Usted es un hombre de razón y de deducción que llega a conclusiones y que deja que otros tomen las medidas pertinentes. Mi padre también era así. Era inteligente, y se preocupaba, pero no lo suficiente para hacer algo que pusiera en peligro su bienestar moral. —Un arrebato de amargura invadió su cara y prácticamente ahogó su voz—. Le daba igual quién viviera o quién muriera. ¡Él siempre tenía que poder dormir por las noches!

Pitt no contestó.

Blantyre se inclinó hacia delante en su sillón, sosteniendo todavía el whisky en la mano. Miró fijamente a Pitt.

—El Imperio austríaco se encuentra en el seno de Europa. Ya hemos hablado del tema. En esa ocasión traté de explicarle lo complejo que es, pero parece que en el fondo es usted un antieuropeísta. Me cae usted bien, pero no tiene visión. Es un hombrecillo provinciano. El Imperio británico abarca la mayor parte del mundo, repartido aquí y allá: la propia Gran Bretaña, Gibraltar, Malta, Egipto, Sudán, la mayor parte de África hasta el cabo de Buena Esperanza, territorios en Oriente Medio, todo el continente de la India, Burma, Hong Kong, Shangai, Borneo, todo el subcontinente de Australia, Nueva Zelanda, Canadá e islas en todos los océanos de la Tierra. El sol nunca se pone en él, lo que quiere decir que siempre es de día en algún lugar británico.

Pitt se movió.

La furia se encendió en los ojos de Blantyre.

—¡Austria es totalmente distinta! Aparte de los Países Bajos austríacos, se extiende en una gran masa de tierra continua desde partes de Alemania en el noroeste hasta Ucrania en el este; al sur, hasta Rumanía; al norte, hasta Ragusa siguiendo la costa adriática; y al oeste, a través de Croacia y el norte de Italia, hasta Suiza. Tiene once idiomas y la cultura más rica, creativa y original, y ciencias que estudian todas las áreas de interés humano. Pero ¡es frágil!

Sus manos se levantaron de una sacudida y se separaron, como si estuvieran conteniendo una suerte de explosivo con sus fuertes dedos.

—Su genialidad radica en que también puede ser destruida por el mismo carácter de las ideas que crea, la individualidad de su gente. Las nuevas naciones de Italia y Alemania, que han nacido en medio de revueltas y todavía están poniendo a prueba su fuerza, están derribando los fundamentos del orden. Italia es caótica; siempre lo ha sido.

Pitt sonrió muy a su pesar.

—Alemania es harina de otro costal —continuó Blantyre con intensa seriedad—. Es pulcra y peligrosa. Su gobierno no es caótico, en absoluto. Está muy bien organizado y es brillante desde el punto de vista militar. No se les puede contener en contra de su voluntad durante mucho tiempo.

—Alemania no forma parte del Imperio austríaco —señaló Pitt—. Tienen un idioma común y una cultura determinada, pero no una identidad. Austria nunca los absorberá; ellos no lo permitirán.

—¡Por el amor de Dios, Pitt, despierte! —Blantyre casi gritaba ahora—. Si Austria se fractura, pierde el control de sus posesiones, o se produce un alzamiento en el este lo bastante exitoso para entrañar peligro, Viena tendrá que tomar represalias o lo perderá todo. Si hay problemas en el norte de Italia apenas importa, pero si los hay en una de sus posesiones eslavas, pedirán ayuda a Rusia. Son hermanos de sangre, y Rusia solo necesitará una excusa. La Alemania teutona habrá encontrado la justificación que necesita para conquistar la Austria alemana.

Su voz se estaba volviendo más áspera, como si la pesadilla ya hubiera dado comienzo.

—Hungría se escindirá, y antes de que sepan cómo impedirlo, tendrán una guerra que se propagará como el fuego hasta arrasar casi todo el mundo. No crea que Inglaterra escapará. La guerra se extenderá de Irlanda a Oriente Medio, y de Moscú a África del Norte, tal vez más. Quizá afecte a toda África, porque es británica, y luego Australia y Nueva Zelanda le seguirán. Incluso Canadá. Puede que al final también llegue a Estados Unidos.

Pitt se quedó atónito ante la envergadura del problema, y también ante el horror y lo absurdo del panorama.

—Nadie permitiría que algo así ocurriera —dijo seriamente—. Está insinuando que un acto violento en los Balcanes acabaría en una conflagración que destruiría el mundo. Es ridículo.

Blantyre respiró hondo y dejó escapar lentamente el aire.

—Austria es el eje, el pegamento que mantiene unido el cuerpo político de Europa, Pitt. —Ahora lo miraba fijamente—. Algo así no se daría de la noche a la mañana, pero le horrorizaría lo rápido que ocurriría si Austria perdiera el control y las partes integrantes del imperio se volvieran unas contra otras. Imagínese un disturbio callejero. Cuando estuvo en la policía debió de tener que lidiar con más de uno. ¿Cuántos hombres hacen falta para que la masa participe y todos los idiotas rencorosos, o borrachos, empiecen a dar puñetazos? Todas las viejas rencillas que permanecían bajo la superficie se avivarán y estallarán.

La memoria de Pitt evocó exactamente lo que Blantyre había dicho: ira, histeria, violencia extendiéndose hasta que se apoderaba de la gente porque sí, de forma irracional. Demasiado tarde para lamentarse luego, cuando las casas estaban derruidas, había cristales rotos por todas partes, paredes calcinadas, sangre e incluso muertos.

Blantyre estaba observándolo. Podía ver en sus ojos que lo entendía. Era demasiado tarde para ocultarlo.

—Habrá un vacío en el corazón —continuó Blantyre—. Y por mucho que le guste imaginar que Gran Bretaña es el centro de Europa, no lo es. Nuestra potencia está hecha pedazos repartidos por toda Europa. No tenemos ejército ni presencia en el núcleo de Europa. Cundirá el caos. La parte austríaca y alemana de Europa atacarán a la parte eslava del norte y el este, que pedirá ayuda a su viejo aliado racial y religioso, Rusia. Habrá una guerra paneuropea, una crisis económica, y al final es posible que una nueva Alemania dominante. ¿Tan importante es para usted la plácida muerte de una anciana mientras dormía que está dispuesto a resolverla a costa de proteger a un duque austríaco para que no sea asesinado en suelo británico, en la capital del otro verdadero gran imperio del mundo?

—No se trata de eso —dijo Pitt en voz baja, mirando a Blantyre a través de los dos vasos de whisky sin tocar—. No tengo intención de investigarlo ahora; probablemente no lo investigue en absoluto. Lo que me preocupa es la validez de la información que ha proporcionado a la Brigada Especial acerca del duque Alois y la aparente amenaza de su asesinato.

Blantyre arqueó las cejas.

—¿Por qué iba a dudar de ella? Está claro que entiende que yo deseo menos que nadie que un duque austríaco sea asesinado. ¿Por qué demonios cree que entregué a Dragovic a los austríacos? Él planeaba el asesinato de un gobernador local especialmente cruel, un auténtico cerdo, pero la venganza por su muerte habría sido terrible. —Se inclinó hacia delante, con la cara crispada por la pasión—. ¡Piense, maldita sea! Utilice el cerebro que tiene. Por supuesto que no quiero que Alois sea asesinado.

Pitt sonrió.

—A menos, claro está, que sea otro disidente. Entonces sería muy oportuno que muriera mientras esté en Londres. No por culpa de los austríacos; la responsabilidad sería de los incompetentes británicos, con su Brigada Especial dirigida por un nuevo jefe que se tragaría cualquier cuento.

Blantyre suspiró cansado.

—¿Todo esto tiene que ver con su ascenso y con el hecho de que no cree que sea apto para el puesto?

Pitt apretó la mandíbula para no perder los estribos.

—Tiene que ver con el hecho de que la mayoría de la información de la que disponemos sobre el asesinato proviene de usted, y que es usted un asesino y un mentiroso que rinde lealtad a la Corona de los Habsburgo, y no a la británica —contestó él, teniendo cuidado de mantener un tono de voz sereno—. Si el duque Alois fuera su enemigo en lugar de su amigo, sería perfectamente capaz de dejar que lo asesinaran donde le fuera más conveniente. Y llegado el caso, aunque fuera su amigo, también sería capaz si se interpusiera en sus convicciones.

Blantyre hizo una mueca, pero no dijo nada.

—O no hay ninguna conspiración —continuó Pitt—. Usted quería mantener a la Brigada Especial ocupada y evitar que la policía investigara el asesinato de Serafina Montserrat y, lo que es más lamentable, el de su esposa. Pensó que tenía que matar a Serafina cuando se enteró de que estaba perdiendo el juicio y que podría delatarlo delante de Adriana, porque ella no le habría perdonado jamás que hubiera traicionado a su padre. Eso no le dejaba más remedio que actuar. Y tenía que sobrevivir. De lo contrario, ¿cómo podría ayudar a que Austria mantuviera el control de un imperio que se desmorona rápidamente, después del suicidio del príncipe heredero y su sustitución por Francisco Fernando, a quien el viejo emperador desprecia?

Blantyre tenía la mandíbula apretada y una mirada dura, como si de repente Pitt hubiera dejado de ser algo agradable para convertirse en algo repulsivo.

—Una estimación razonable —dijo entre dientes—. Pero no sabrá si digo la verdad o no. Ha cotejado toda la información que le di. Si no lo ha hecho, es usted mucho más necio de lo que pensaba. ¿Se atreve a darla por fiable? —Sonrió fríamente—. ¡Pues tampoco se atreva a pasarla por alto!

Pitt se sintió como si el suelo se estuviera hundiendo debajo de él. Sin embargo, el fuego seguía ardiendo suavemente en la chimenea y las llamas calentaban los vasos de cristal, que emitían un luminoso brillo ambarino con el delicado líquido.

—Tenga cuidado, Pitt —le advirtió Blantyre—. Piense bien qué hacer cuando Alois se haya marchado. Suponiendo que consiga mantenerlo con vida, no abrigue la idea de detenerme ni llevarme a juicio. —Esbozó una sonrisa—. Yo visitaba a Serafina muy a menudo, y la escuchaba. Durante gran parte de ese tiempo ella no tenía ni idea de quién era. Pero usted ya sabe eso. Se habrá enterado por lady Vespasia, como mínimo.

—Por supuesto que lo sé —repuso Pitt ásperamente—. Si no hubiera tenido miedo de que ella se sincerase con otras personas, no se habría arriesgado a matarla.

—Exacto. Lamento haberlo hecho. —Blantyre se encogió ligeramente de hombros—. Fue una mujer espléndida, en su época. No he conocido a nadie que supiera más secretos sobre indiscreciones personales y políticas que ella.

Pitt percibió un cambio en el ambiente: calidez en Blantyre, frío en sí mismo.

Blantyre asintió mínimamente con la cabeza.

—Veo que lo entiende. Yo escuchaba con mucho interés. Ella divagaba sin parar sobre toda clase de cosas y personas. Algunas ya las había adivinado, pero muchas eran nuevas para mí. No tenía ni idea de que el círculo fuera tan amplio: podría haberme imaginado lo de los austríacos, los húngaros, los croatas y los italianos. Pero me llevé considerables sorpresas con los demás: los franceses, por ejemplo; los alemanes; y, por supuesto, los británicos.

Miró muy fijamente a Pitt, como para asegurarse de que entendía la importancia de lo que estaba diciendo.

Pitt pensó en Tregarron, quien también había utilizado a Nerissa Freemarsh para disimular sus visitas a Serafina. ¿Qué temía él que pudiera ser peor que despertar sospechas de que tenía una aventura con una mujer soltera poco agraciada e insignificante, y casi en la puerta de su casa? Era una forma despreciable de utilizar a una persona vulnerable cuya reputación quedaría arruinada de por vida. Si alguna vez llegaba a saberse, le arrebataría la última oportunidad de contraer un matrimonio respetable.

—La Brigada Especial británica y otras fuentes diplomáticas y de inteligencia tienen un historial de actividades muy sospechosas —continuó Blantyre. Bajó un poco la voz—. Algunas las han hecho vulnerables al chantaje, con todas sus mezquinas consecuencias. Y, por supuesto, también están los idealistas que anteponen determinados valores al estricto amor por la patria. Serafina era otra antieuropeísta como usted. Ella guardó silencio.

Dejó la insinuación en el aire. No era necesario entrar en detalles.

Pitt lo miró fijamente. No le cabía la más mínima duda de que lo decía en serio. Había una seguridad y una arrogancia en él que inundaban la estancia.

Blantyre sonreía de oreja a oreja.

—Victor Narraway me habría matado —dijo casi con una suerte de regocijo—. Usted no. Usted no tiene el coraje. Puede que lo piense, pero no se armará de valor para hacerlo. La culpabilidad le destrozaría.

Sus ojos se llenaron de desprecio, y al mismo tiempo de un dolor extraordinario, como si las palabras significaran mucho más para él de lo que el tiempo o las circunstancias revelaban.

—Me cae usted bien, Pitt —dijo con profunda sinceridad, con la voz cargada de emoción—. Es usted un hombre inteligente, imaginativo y compasivo. Tiene muy buen sentido del humor. Pero no tiene la firmeza de espíritu para desmarcarse de lo que es predecible y cómodo para usted. Las convenciones que amueblan el bienestar de su mente le quedan pequeñas. Es usted básicamente un burgués, como mi padre.

Respiró hondo.

—Y ahora será mejor que se marche y se asegure de salvar al duque Alois. No puede permitirse que lo maten en Inglaterra.

Pitt se levantó y se fue sin decir nada. No había ninguna respuesta que pudiera darle que significase algo entre ellos.

Anduvo por las calles ventosas. Estaba helado y temblaba a pesar del sol, que brillaba a baja altura en el cielo emitiendo una nítida luz de finales de invierno. ¿Tenía razón Blantyre con respecto a Narraway? ¿Le habría disparado, mientras que Pitt no tendría el coraje llegado el momento? ¿Se quedaría con la pistola en la mano, incapaz de disparar a sangre fría a un hombre que conocía y que le había caído bien?

No sabía la respuesta. Ni siquiera estaba seguro de cuál quería que fuese la verdad. Si pudiera hacer algo así, ¿qué conseguiría, aparte del derecho a mantener el puesto que ocupaba? Pero también debía actuar con la inteligencia, el buen juicio y las otras aptitudes de su cargo.

¿Qué perdería? Puede que sus hijos nunca se enterasen de nada, pero aun así sería una barrera entre ellos porque él sí que lo sabría.

¿Y vería Charlotte en él una crueldad que no había visto antes y no había querido ver? ¿O Vespasia? ¿O alguien? Y por encima de todo, ¿qué pensaría él de sí mismo? ¿En qué aspecto cambiaría respecto a como era ahora? ¿Tenía razón Blantyre y lo que más le importaba era su bienestar?

Andaba rápido sin saber adónde iba. Estaba a menos de un kilómetro de la parte del Ministerio de Asuntos Exteriores donde trabajaba Jack. No quedaban secretos pendientes sobre Blantyre. Pitt sabía el peor. La decisión respecto a lo que debía hacer aguardaba en su mente confundida. Lo que Blantyre estaba haciendo y por qué eran de una claridad despiadada.

Desde el momento en que Victor Narraway entró en su salón, Vespasia supo que traía noticias graves. Su cara estaba demacrada a causa de la preocupación y parecía que tuviera frío, aunque era una tarde relativamente templada.

Sin darse cuenta de que lo estaba haciendo, se levantó para recibirlo.

—¿Qué pasa, Victor? ¿Qué ha ocurrido?

Las manos de él estaban frías cuando tomó las suyas por un momento, pero Vespasia no las apartó.

—Me he enterado de algo sobre Serafina que puede ser más grave de lo que imaginaba. Tregarron visitó Dorchester Terrace varias veces. Al principio pensé que sobre todo lo hacía para ver a Nerissa…

—¿Nerissa? —Por un instante, a Vespasia le entraron ganas de reírse de la idea, pero el impulso remitió—. ¿De verdad? Parece una idea extravagante. ¿Estás seguro?

—No, no estoy seguro. A veces los hombres tienen gustos de lo más extraño en materia de aventuras y buscan mujeres lo más distintas posible de sus esposas. Y el elemento de peligro, incluso de absurdo, tal vez forme parte del encanto. Pero ahora creo que Nerissa fue el pretexto y Serafina, el motivo.

—Ella pertenecía a una generación anterior a la de él, y no hay pruebas, ni siquiera indicios, de que se conocieran —señaló ella.

—Pero el padre de él sí —dijo Narraway seriamente, observando el rostro de ella—. Muy bien.

—Oh, Dios mío. Sí, entiendo. Y supones que tal vez Serafina también fue indiscreta respecto a eso. O que otras personas pudieron deducir que el actual lord Tregarron la estaba visitando por miedo a que dijera algo inoportuno. ¿A quién está protegiendo? ¿La reputación de su padre? ¿Todavía vive su madre?

—Sí. Es muy mayor, pero al parecer está totalmente lúcida. —Su expresión era triste y tierna—. Qué carga tan pesada es saber tantos secretos, al margen de cómo los hayas descubierto. Es preferible no saber nada, no ver todas las cosas que pasan delante de tus narices y no atar cabos para no captar su significado.

Ninguno de los dos necesitaba decir más. Cada uno cargaba con el bagaje de sus conocimientos, adquiridos de forma distinta pero tal vez igual de pesados.

Permanecieron sentados junto al fuego unos instantes más, y luego él se levantó y le deseó buenas noches.

Sin embargo, cuando se marchó y se internó en la oscuridad y el viento suave y tempestuoso, Vespasia se quedó sentada junto a los restos de la lumbre, pensando en lo que él había dicho. Por supuesto, Tregarron preferiría que su madre no se enterase nunca de la aventura de su marido con Serafina, suponiendo que no fuera perfectamente consciente de ello. Pero no parecía suficiente motivo para que Tregarron visitase ahora tantas veces a Serafina después de todos los años que habían pasado. Sin duda había algo más, es posible que algo relacionado con esa aventura que fuera más desagradable y peligroso que la infidelidad, que lamentablemente no era tan poco frecuente como uno desearía.

Debía hacer sus propias averiguaciones. Al cabo de dos días el duque Alois de Habsburgo desembarcaría en Dover. No había tiempo para sutilezas. No era una idea a la que quisiera hacer frente, pero sabía a quién debía pedir esa información, por muy peligrosa que fuese. Había llegado a un punto en el que el precio de eludir el asunto sería mayor que el de preguntar.

Era una mañana radiante y prometedora de primavera. Vespasia llamó a su carruaje y se bajó en Cavendish Square a las diez menos cuarto. Había pasado mucho tiempo —más de dos décadas— desde la última vez que había visto al obispo Magnus Collier. Él era un poco mayor que ella y se había retirado hacía varios años. Era una feliz casualidad que supiera su dirección gracias a un conocido común. Mientras cruzaba la acera y subía los escalones, deseó por un momento no saberla o haberla olvidado. Era una cobardía de la que se avergonzaba, pero muy real.

El lacayo que abrió la puerta no tenía ni idea de quién era. Vespasia le ofreció su tarjeta y le dijo que era una vieja conocida y que el motivo de su visita era un asunto de extrema urgencia.

Él no parecía convencido.

—A Su Señoría no le haría gracia que me dejara plantada en la puerta —dijo ella fríamente.

El lacayo la invitó a pasar y, en una actitud estrictamente cortés, la acompañó a un salón donde el fuego todavía no había sido encendido. Pasaron quince minutos muy fríos hasta que volvió, sonrojado, y la llevó al estudio del obispo. Allí el fuego ardía bien, y el calor del ambiente la envolvió de un inmediato bienestar.

Ella aceptó el té que le ofreció el lacayo y se entretuvo mirando las hileras de estanterías. Muchos de los títulos de los libros los conocía desde hacía mucho, aunque eran obras que no habría leído jamás. Casi todos los primeros padres de la Iglesia le parecían «muy lastrados por nimiedades» y excesivamente pomposos.

Oyó que la puerta se abría y se cerraba y cuando se volvió encontró al obispo Collier de pie en la entrada, con una sonrisa de curiosidad en su rostro enjuto. Estaba muy delgado, y mucho más canoso que la última vez que habían coincidido, pero la cordialidad de sus ojos no se había alterado, ni su aguda inteligencia.

—Toda mi vida ha sido un placer verte —dijo en voz queda—. Pero me preocupa que digas que el asunto es tan urgente. Debe de serlo para que hayas venido después de nuestra última despedida. ¿En qué puedo ayudarte?

—Lo siento —se disculpó ella en voz baja, y no mentía.

Los sentimientos imposibles habían desaparecido, pero aun así había sido una decisión sabia no volver a verse. Había que tener en consideración las percepciones de otras personas.

Él señaló los sillones situados junto al fuego, y los dos se sentaron. Ella se arregló la falda con mano diestra en un grácil movimiento.

—¿Has leído que Serafina Montserrat falleció hace poco? —empezó a decir.

—El tiempo nos está alcanzando bastante más rápido de lo que esperábamos —dijo él tristemente—. Tal vez esa sea su naturaleza, y la nuestra dejarnos sorprender por algo totalmente predecible. Pero seguro que no has venido a hablar de la naturaleza del tiempo y sus peculiares cualidades elásticas. Espero que fuera una muerte plácida. Era una mujer extraordinaria. Se habría enfrentado también a la muerte con valor. Me sorprendería que la muerte se hubiera atrevido a molestarla en exceso.

Vespasia sonrió muy a su pesar. Se había olvidado de lo que tanto le gustaba de él.

—Creo que simplemente se fue a dormir y no despertó —contestó—. El motivo de mi visita es que el sueño fue producto de una sobredosis masiva de láudano.

Toda la luz desapareció del rostro de él. Se inclinó un poco hacia delante.

—¿Me estás diciendo que se lo dieron sin que ella lo supiera o que se lo tomó ella misma con intención de morirse? Me cuesta mucho creer la segunda opción. Si eso es cierto, habría cambiado tanto que estaría irreconocible.

—No, no estoy diciendo eso. Tenía desvaríos, a veces se olvidaba de en qué año estaba o con quién estaba hablando, y eso le causaba un profundo malestar por miedo a dejar escapar alguna confidencia que pudiera perjudicar a alguien. —Recordó el terror en la cara de Serafina con intenso dolor—. Efectivamente cometió esos deslices, y la asesinaron.

Él sacudió la cabeza.

—¿Estás segura, sin la menor duda?

—Sí. Pero no he venido por eso. Lo que me preocupa es uno de los secretos que dejó escapar y el daño que podría causar ahora.

—¿En qué puedo ayudarte?

El obispo parecía desconcertado pero muy consciente del amplio radio de peligro que pueden crear esas situaciones.

—El secreto guarda relación con una aventura que ella tuvo hace muchos años con el difunto lord Tregarron.

Se interrumpió al ver los cambios que experimentaba su cara y su repentino ensombrecimiento. Al obispo le sería imposible negar que era consciente de lo que iba a pedirle.

—No puedo repetirte cosas que se me dijeron en secreto de confesión —dijo—. Sabes que no puedes pedirme eso, ¿no?

—Tienes un poquito de picardía, Magnus —observó ella, luciendo una curva en los labios que era casi una sonrisa—. Puede que todo lo que Tregarron te contara sea confidencial, aunque lleve años muerto. Lo que Serafina te contó podría haber sido una confesión, pero lo dudo. ¿Tan importante es una vieja aventura, que ni tú ni yo repetiremos, como para permitir que le cueste la vida a una persona? Y en el peor de los casos, a más de una.

—No estarás exagerando, ¿verdad? —objetó él, pero no había convicción en sus ojos.

Esta vez ella sí que sonrió.

—No estás hecho para el engaño, Magnus. ¿Vas a fingir ahora que no era más que una indiscreción?, ¿una indiscreción que terminó hace mucho y cuyas dos personas interesadas han muerto? Es probable que ni siquiera le importe a la anciana lady Tregarron. Dudo que ella fuera tan inocente como su hijo parece creer.

—¿Qué crees que estoy ocultando, Vespasia? —preguntó él.

—Una verdad mucho más desagradable —respondió ella.

—Él estaba casado —señaló el obispo en tono razonable—. Era una traición a la promesa que había hecho a su esposa.

—¿Lo excomulgarías por eso? —Ella arqueó sus cejas plateadas con curiosidad.

—¡Por supuesto que no! Y me atrevería a decir que se arrepintió. No tengo el derecho, ni el deseo, de suponer que no lo hizo.

—Claro que no —convino ella—. Entonces podemos prescindir de la patraña de que tuvo algo que ver con eso.

—Pero es verdad, te lo aseguro —aseveró él inmediatamente.

—Un sofisma, Magnus. Tengo entendido que surgió de eso. Al tener una aventura con Serafina se había expuesto al chantaje. Puede que en su momento deseara profundamente mantener el asunto en secreto. Ocupaba un cargo superior de diplomático en Viena. Habría puesto gravemente en entredicho su discreción.

El anciano apartó la mirada por un instante.

—No puedo contártelo, Vespasia.

—No tienes por qué, querido. Puedo deducirlo yo sola. Ahora que sé dónde buscar, puedo informar a las personas adecuadas.

—Creo que Victor Narraway ya no desempeña su cargo —observó, esta vez mirándola fijamente a los ojos.

—Es cierto. Su puesto ha sido ocupado por Thomas Pitt, que está casado con mi sobrina nieta. Hace años que conozco a Thomas. Su cuñado es Jack Radley, que es ayudante del actual lord Tregarron.

—¡Vespasia! Por favor… —empezó a decir él, y acto seguido se interrumpió.

—Supongo que fue una traición de la que su padre fue culpable —dijo ella tan bajo que casi lo susurró.

—No puedo decirlo —contestó él, pero su rostro mostraba que ella estaba en lo cierto. Su falta de negación era una forma de reconocimiento.

Ella se levantó despacio.

—Lo siento. Te merecías algo mejor por mi parte. Si no fuera un caso de traición y no hubiera peligro de que se cometieran más asesinatos, no te lo habría pedido.

Él también se puso en pie.

—Siempre acababas ganándome.

—No era una batalla, Magnus. Te entendí mejor de lo que tú me entendiste a mí porque nunca ocultaste tus convicciones. Es una buena forma de ser. Me alegro de que no hayas cambiado. Eso es una victoria; no lo consideres otra cosa.

Él sonrió, como la luz del sol de repente en un paisaje, pero su mirada todavía era seria.

—Ten cuidado, Vespasia. Aunque supongo que es un comentario estúpido. Tú tampoco has cambiado.

A Vespasia no le cabía duda de lo que debía hacer. Le gustaría haber visto a Jack en su despacho en el Ministerio de Asuntos Exteriores, pero no podía ir allí sin que Tregarron se enterase. Tendría que hablar con Emily y confiar en convencerla de la urgencia acuciante de lo que tenía que decirle.

Resultó que esta no estaba en casa. Vespasia tenía que esperarla o marcharse y volver a media tarde. Se fue a casa y llamó por teléfono: un instrumento que cada vez le gustaba más. Sin embargo, en un momento tan urgente como ese no le fue útil. No pudo contactar con Victor Narraway ni con Charlotte, y no se atrevía a suscitar curiosidad y posiblemente alarma tratando de ponerse en contacto con Jack.

De modo que al final volvió a casa de Emily a las cinco. Solo tuvo que esperar media hora hasta que esta llegó.

—¡Tía Vespasia! —Emily se preocupó inmediatamente—. El mayordomo me ha dicho que también viniste esta mañana. ¿Va todo bien? ¿Qué ha pasado? No… no se trata de Jack, ¿verdad? —Estaba asustada.

—No, en absoluto. Que yo sepa, Jack está perfectamente, al menos de momento —respondió Vespasia—. Pero hay una situación que desconoce y que podría ponerlo en grave peligro si no actúa rápido. No será fácil, y puede que él hubiera querido esperar, pero me temo que las circunstancias no le permitirán ese lujo.

—¿Qué? —preguntó Emily—. ¿Qué pasa?

—¿Cuándo esperas que vuelva a casa?

Emily echó un vistazo al reloj de bronce dorado que había sobre la repisa de la chimenea.

—Dentro de media hora, puede que un poco más. ¿No puedes decirme de qué se trata?

—Todavía no. ¿Te apetece una taza de té mientras esperamos? —propuso Vespasia.

Emily se disculpó por haber descuidado su hospitalidad y tocó la campana de la doncella. Una vez que hubo pedido el té, se paseó por la estancia incapaz de tranquilizarse. Vespasia consideró pedirle que parase, pero cambió de opinión. En las mismas circunstancias, es posible que ella tampoco hubiera podido descansar.

Cuando Jack Radley llegó a casa el mayordomo le informó de la situación. Se detuvo lo justo para darle el abrigo al lacayo antes de dirigirse a la sala de estar.

Vio a Emily junto a la ventana. En cuanto oyó la puerta, ella se giró para situarse de cara a él. Vespasia estaba sentada en el sofá delante del fuego. En una bandeja había restos de galletas y de té, el de Emily sin beber.

—¿Es algo grave? —dijo Jack tan pronto como hubo saludado debidamente a Vespasia.

—Me temo que sí —contestó ella—. Si Emily va a quedarse, tendrá que dar su palabra de que no repetirá nada a nadie, ni siquiera a Charlotte ni a Thomas. Sería mejor que no lo supieras.

—Me quedo —hizo saber Emily con firmeza.

—No, no te quedas —replicó Jack—. Si lo considero prudente, te lo contaré más tarde. Gracias por hacer compañía a tía Vespasia.

Emily tomó aire para protestar. Entonces volvió a mirarlo a la cara y abandonó obedientemente la habitación. Al salir, ordenó al lacayo que nadie entrase en la sala de estar, ni siquiera a recoger la bandeja o a ofrecerle algo al señor Radley.

En pocas palabras, y con las mínimas explicaciones posible, Vespasia le contó a Jack lo que había descubierto.

Él se quedó de pie junto al fuego, mientras los pensamientos invadían su mente y notaba el cuerpo entero tenso y magullado. Quería gritar que era imposible: solo un conjunto de circunstancias que no encajaban y que al final no significaban nada en absoluto.

Y, sin embargo, al mismo tiempo que las palabras se formaban en su boca, sabía que no era así. Había otras cosas que Vespasia desconocía pero que su imaginación rellenaba perfectamente, como las últimas piezas de un puzle. La mayoría guardaban relación con la forma en que Tregarron había despachado a Pitt, pero también había otros pequeños detalles: contradicciones que Jack había tratado de no ver. Además, habían salido a la luz datos por boca de personas que no deberían haberlos sabido.

—Lo siento —dijo Vespasia en voz queda—. Sé que creías que Tregarron era un buen hombre, y que ayudarle de cerca era para ti una considerable oportunidad de ascender. Pero tarde o temprano lo derribarán, Jack. Debes procurar no caer con él. La traición es una ofensa imperdonable.

Sin embargo, la mente de Jack ya estaba en otra parte. Estaba previsto que el duque Alois llegara a Dover al día siguiente. Pitt iría allí esa noche para estar en el tren con él cuando llegara a Londres. Tregarron había salido de su despacho al mediodía. No había decisiones que tomar. ¡Claro que Tregarron había negado que se fuera a cometer un atentado contra la vida de Alois! ¡Él era quien iba a perpetrarlo!

—Voy a avisar a Thomas —anunció, con la voz temblorosa—. Debo irme inmediatamente. Partiremos a Dover esta noche. Dígaselo a Emily, por favor.

Se volvió y se dirigió a la puerta con paso resuelto.

—¡Jack! —lo llamó Vespasia detrás de él.

—No tengo tiempo para quedarme. ¡Lo siento!

—Sé que no tienes tiempo —respondió ella—. Mi carruaje está en la puerta. Cógelo.

—Gracias —dijo él por encima del hombro.

Salió corriendo a la acera y buscó el carruaje. Estaba a solo unos metros de distancia. Corrió hasta él, llamó al cochero y le comunicó la dirección de Pitt. ¿O debía ir a Lisson Grove? Se detuvo.

—¿Señor?

—No… ¡a la derecha! A Keppel Street.

Jack subió al carruaje, y el vehículo se alejó de la acera. Se quedó sentado con los nudillos blancos de apretar los puños mientras recorrían las calles a toda velocidad. No estaba lejos, pero le pareció que cruzasen medio Londres.

El carruaje paró deslizándose. Abrió la puerta de golpe y anduvo a grandes zancadas por la acera. Llamó a la puerta, y la abrió la nueva criada, Minnie Maude.

—¿Sí, señor?

—¿Está el comandante Pitt en casa?

—No, señor. Acaba de marcharse.

—¿Ha ido a Lisson Grove?

—No, señor. Ha ido a la estación de ferrocarril.

—¿Cuánto hace de eso? ¡Rápido!

—Un cuarto de hora, señor. La señora Pitt está en casa.

—No… gracias.

Giró en redondo y volvió al carruaje. Era demasiado tarde. Ya no podía hacer nada salvo volver a casa y coger dinero, y tal vez un bastón de estoque de la biblioteca, e ir a Dover él solo.