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Era un día de mediados de febrero y estaba oscureciendo en el exterior. Pitt se levantó de su mesa y se acercó a subir el gas de los apliques de uno en uno. Se estaba acostumbrando a ese despacho, aunque todavía no estaba cómodo allí. Para él seguía siendo el despacho de Victor Narraway.

Cuando se volvió otra vez hacia la mesa casi esperaba ver los dibujos a lápiz de árboles sin hojas que su anterior inquilino había tenido colgados en las paredes, en lugar de las acuarelas del cielo y los paisajes marinos que Charlotte le había regalado. Sus libros no se diferenciaban mucho de los de Narraway. Tenía menos volúmenes de poesía, tal vez menos clásicos, pero libros similares de historia, política y derecho.

Narraway se había llevado el retrato con marco de plata de su madre. Hoy Pitt por fin había puesto en su lugar su fotografía favorita de su esposa, Charlotte, en la que aparecía sonriendo. A su lado estaba Jemima, de trece años, con aspecto muy adulto, y Daniel, de diez, que todavía tenía la cara dulce de un niño.

Después del desastre que había tenido lugar en Irlanda a finales del año anterior, 1895, Narraway había sido exonerado —él no tenía ninguna culpa—, pero no había sido restituido como jefe de la Brigada Especial. En cambio, el rango temporal de Pitt había sido confirmado. A pesar de que habían pasado meses desde entonces, le costaba hacerse a la idea. Sabía perfectamente que a los hombres que habían sido sus superiores, luego sus homólogos y ahora sus subalternos también les resultaba difícil la nueva situación en el mejor de los casos. El rango, por sí solo, no significaba gran cosa. Imponía obediencia, pero no lealtad.

Hasta el momento le habían obedecido sin rechistar, pero durante los meses transcurridos solo había tenido que gestionar sucesos predecibles. Únicamente se había enfrentado a los habituales rumores de descontento entre la enorme población inmigrante, sobre todo allí en Londres, pero ninguna crisis ni ninguna de las decisiones delicadas que hacían peligrar vidas y ponían a prueba el juicio de una persona. Más adelante, sospechaba, la confianza depositada en él sería sometida a una presión extrema.

Permaneció ante la ventana contemplando la forma de las azoteas de enfrente y el elegante muro del edificio vecino. Podía distinguir su contorno familiar a la luz cada vez más tenue. El brillo luminoso de las farolas estaba aumentando por todas partes.

Recordaba el rostro grave de Narraway, cansado, surcado de arrugas más profundas después de escapar con dificultad de la deshonra absoluta, y de la factura emocional que le habían pasado sus experiencias en Irlanda. Pitt también estaba al tanto de que el hombre había aceptado por fin sus sentimientos hacia Charlotte, pero como siempre, sus ojos negros como el carbón no habían revelado mucho.

—Cometerá errores —le había dicho a Pitt en medio del silencio de esa habitación con vistas al cielo y las azoteas—. Dudará en actuar cuando sepa que hará daño a personas, incluso que acabará con ellas. No dude demasiado. Juzgará mal a las personas; siempre ha tenido mejor opinión de sus superiores de lo que debería. Por el amor de Dios, Pitt, confíe en su instinto. A veces las consecuencias serán graves. Aprenda a vivir con ello. Su valor dependerá de que cometa pocos errores y aprenda algo de cada uno. No puede negarse a hacer algo; esa sería la peor equivocación de todas. —Su rostro lucía una expresión adusta, ensombrecida por los recuerdos—. No solo importa la decisión que tome, sino que la tome en el momento adecuado. Cualquier cosa que amenace la paz y la seguridad de Gran Bretaña es de su competencia.

Narraway no había añadido: «Que Dios le asista», aunque podría haberlo hecho perfectamente. Entonces sus ojos se habían suavizado por un instante con un humor mordaz y un atisbo de compasión por la responsabilidad que le aguardaba y de envidia, de arrepentimiento por la emoción perdida, el martilleo de la sangre y el ardor de la mente a los que se había visto obligado a renunciar.

Por supuesto, Pitt lo había visto desde entonces, pero brevemente. Había habido eventos sociales por doquier, conversaciones educadas pero desprovistas de contenido más allá de los cumplidos de rigor. Las preguntas acerca de cómo cada uno de ellos estaba aprendiendo a ceder, a adaptarse y a acomodarse al nuevo papel seguían sin ser formuladas.

Pitt volvió a sentarse a su mesa y centró su atención en los papeles que tenía delante.

Llamaron suavemente a la puerta, y cuando contestó, la puerta se abrió y entró Stoker. Gracias al incidente de Irlanda, Pitt sabía con certeza que él era el único hombre de la brigada de quien podía fiarse.

—¿Sí? —dijo cuando Stoker se detuvo delante de la mesa de Pitt.

Parecía preocupado e incómodo, su rostro enjuto más expresivo de lo habitual.

—Hemos recibido información de Hutchins desde Dover, señor. Ha visto a una o dos personas raras en el ferry. Agitadores. No eran los típicos que dan discursos políticos; parecían más bien hombres de acción. Está convencido de que al menos uno participó en el asesinato del primer ministro francés hace dos años.

Pitt notó que se le hacía un nudo en el estómago. No le extrañaba que Stoker estuviera preocupado.

—Dígale que haga todo lo que pueda para estar completamente seguro —contestó—. Envíe también a Barker. Vigilen los trenes. Tenemos que saber si alguno viene a Londres y con quién se ponen en contacto.

—Puede que no sea nada —dijo Stoker sin convicción—. Hutchins es un poco quisquilloso.

Pitt tomó aire para decir que el trabajo de Hutchins consistía en ser extremadamente cauteloso, pero cambió de opinión. Stoker lo sabía tan bien como él. Sobraban las explicaciones.

—Vigílenlo. Con Barker allí tenemos suficientes hombres en Dover para hacerlo. Que nos mantengan informados.

—Sí, señor.

—Gracias.

Stoker se volvió y se marchó. Pitt se quedó sentado sin moverse durante unos instantes. Si realmente se trataba de uno de los asesinos del primer ministro francés, ¿se pondrían en contacto con él la Policía o el Servicio Secreto galos? ¿Querrían su ayuda o preferirían lidiar con el hombre por su cuenta? Puede que esperasen que les proporcionara información sobre otros anarquistas. Por otra parte, puede que simplemente tramasen un plan para que él sufriera un accidente, y el asunto no llegase a la atención pública. En ese caso sería preferible que la Brigada Especial británica aparentase también no estar al tanto. Luego habría que decidir si hablaban en privado con París o no. Era el tipo de decisión a la que Narraway se había referido: una zona gris llena de conflictos morales.

Pitt se inclinó otra vez sobre los papeles que había estado leyendo.

Esa noche había una recepción. Unas cien personas de relevancia social y política se reunirían, aparentemente para oír al último prodigio del violín tocar una selección de piezas de cámara. En realidad lo harían para manipular y para comentar los cambios en el poder, así como para intercambiar la información más sutil que no se podía compartir en el marco más rígido de una oficina.

Pitt cruzó la puerta principal de su casa en Keppel Street justo después de las siete. Sonrió al notar el calor inmediato después del frío gélido del exterior. Los olores familiares a pan horneado y algodón limpio procedían de la cocina situada al fondo del pasillo. Charlotte estaría arriba preparándose para la ocasión. Todavía no se había acostumbrado a volver a la sociedad para la que había nacido, con su encanto y su rivalidad. Antaño le había parecido superficial, hasta que había quedado lejos de su alcance. Ahora él sabía que, aunque ella nunca lo había dicho, en ocasiones había echado de menos su colorido y su ingenio, el aire de provocación, por superficial que fuese.

Minnie Maude estaba en la cocina preparando tostadas con queso fundido para él, por si el refrigerio del evento era escaso. El pelo se le había soltado de las horquillas como siempre, y tenía la cara roja del esfuerzo, y tal vez de cierta excitación. Se volvió y se apartó de la gran cocina en cuanto oyó sus pasos.

—Oh, señor Pitt, ¿ha visto a la señora Pitt? Está preciosa. Nunca he visto a alguien tan…

Intentando encontrar la palabra adecuada, alargó el plato con tostadas cubiertas de sabroso queso caliente por delante de ella. Entonces, consciente de la necesidad de darse prisa, lo puso en la mesa de la cocina y fue a buscarle un tenedor y un cuchillo.

—Le traeré una taza de té —añadió—. El agua está hirviendo.

—Gracias —dijo él, ocultando al menos una parte de su diversión.

Minnie Maude Mudway había reemplazado a Gracie Pipps, la criada que había estado con los Pitt prácticamente desde que se habían casado. Él todavía no había acabado de acostumbrarse al cambio. Pero Gracie tenía ahora su propio hogar, y Pitt se alegraba por ella. Minnie Maude la había sustituido por recomendación de Gracie. El resultado estaba siendo muy satisfactorio, aunque echaba de menos los comentarios directos de Gracie sobre sus casos, así como su apoyo leal y en sumo grado independiente.

Cenó en silencio apreciando considerablemente la comida. Minnie Maude se estaba convirtiendo en una buena cocinera. Al disponer de un presupuesto más generoso del que Gracie había tenido jamás, estaba experimentando… en general con mucho éxito.

Se fijó en que había hecho comida para ella también, aunque una ración mucho más pequeña. Sin embargo, no parecía dispuesta a comer delante de él.

—Por favor, no esperes —dijo, señalando la sartén de la cocina—. Come mientras esté caliente.

Ella le sonrió tímidamente, y parecía a punto de discutir, pero cambió de opinión y se sirvió la comida. Casi al instante, otra cosa le llamó la atención y empezó a guardar platos limpios en el aparador galés, todavía sin comer. Pitt decidió hablar con Charlotte; le propondría que dijese algo para hacer sentir más cómoda a Minnie Maude. Era absurdo que pensase que no podía comer en la mesa de la cocina porque él estaba allí. Ahora que había sustituido a Gracie, ese era su hogar.

Cuando hubo terminado el té le dio las gracias y subió a lavarse, afeitarse y cambiarse.

En el dormitorio encontró a Jemima y también a Charlotte. La chica estaba observando detenidamente a su madre con admiración. A Pitt le sorprendió ver que Jemima llevaba su largo cabello recogido con horquillas, como si fuera mayor. Se enorgulleció y, al mismo tiempo, experimentó una sensación de pérdida.

—Es maravilloso, mamá, pero estás un poco pálida —comentó Jemima con franqueza, alargando la mano hacia delante para alisar la seda color borgoña del vestido de Charlotte. A continuación dedicó una sonrisa radiante a Pitt—. Hola, papá. Llegas justo a tiempo para hacerte de rogar. Hay que hacerlo. Es lo que procede, ya sabes.

—Sí, lo sé —convino él, y se volvió para mirar a Charlotte.

Minnie Maude se lo había advertido, pero aun así le sorprendió ver lo hermosa que ella estaba. No solo era la emoción de su rostro o la calidez de sus ojos. La madurez le sentaba bien. Ahora que rondaba los cuarenta, tenía una seguridad de la que había carecido cuando era más joven. Le daba una elegancia más profunda que el simple encanto que conferían la tez o las facciones.

—Tienes la ropa fuera —dijo ella en respuesta a su mirada—. Una cosa es hacerse de rogar, y otra, que parezca que no hayas entendido los planes o que te hayas perdido.

Pitt sonrió y no se molestó en contestar. Entendía su nerviosismo. Él estaba tratando de enfrentarse a la sensación de verse en una posición social para la que no había nacido. Su nueva situación era ligeramente distinta de la de un policía de rango superior, que al final seguía teniendo que dar cuentas a los demás. Ahora era el jefe de la Brigada Especial y, salvo en los casos más importantes, su propio superior. No tenía a nadie con quien compartir sus conocimientos ni su responsabilidad.

Pitt cobró todavía más conciencia de lo que habían cambiado sus circunstancias cuando se apeó del cabriolé y tendió el brazo a Charlotte para que mantuviera el equilibrio al bajar. El aire de la noche era glacial, y a ella le azotó en la cara. El hielo brillaba en la carretera, y tuvo cuidado de no resbalar mientras guiaba a Charlotte hasta la acera.

Una carroza tirada por cuatro caballos con un escudo pintado en la puerta paró un poco más adelante. Un lacayo vestido de librea bajó del pescante para abrir la puerta. Se veía el aliento de los caballos, y el latón de sus arreos centelleaba cuando cambiaban el peso de una pata a otra.

Pasó otra carroza; el ruido de los cascos con herraduras de hierro sonó claramente sobre las piedras.

Charlotte le agarró fuerte el brazo, aunque no por miedo a resbalar. Solo necesitaba recuperar un poco la confianza, recobrar la fortaleza un momento antes de aventurarse a entrar. Él sonrió en la oscuridad y alargó la otra mano para tocarle la suya un instante.

Las grandes puertas se abrieron delante de ellos. Un lacayo de librea cogió la tarjeta de Pitt y los condujo al salón principal, donde la recepción ya había dado comienzo.

La sala era espléndida. Las columnas y las pilastras situadas a los lados creaban una ilusión de mayor altura extendiéndose hasta el techo pintado. Estaba iluminada por cuatro enormes y deslumbrantes luces de araña que colgaban de unas cadenas que parecían de oro, aunque evidentemente no podían serlo.

—¿Estás segura de que no nos hemos equivocado de sitio? —susurró Pitt a Charlotte.

Ella se volvió hacia él con los ojos muy abiertos de alarma y vio que él le estaba tomando el pelo. Estaba nervioso. Pero también estaba orgulloso de que esta vez Charlotte estuviera allí porque él estaba invitado, y no su hermana, Emily, ni su tía, lady Vespasia Cumming-Gould. No era gran cosa, después de todos los años de vida humilde, pero le complacía.

Charlotte sonrió y alzó la cabeza un poco más antes de bajar el pequeño tramo de escaleras para unirse a la multitud. Momentos después estaban rodeados de un torbellino de colorido y voces, risas apagadas y tintineo de copas.

La conversación era cortés y en su mayoría insustancial, una manera de que los invitados se formasen una opinión unos de otros sin que pareciera que lo estaban haciendo. Charlotte parecía totalmente a gusto mientras charlaban con un grupo y luego con otro. Pitt la observaba con admiración mientras ella sonreía a todos los presentes, aparentaba interés y hacía sutiles cumplidos. Se desenvolvía con una destreza que él todavía no estaba preparado para imitar. Temía que pareciera que estaba intentando copiar a las personas de ilustre cuna, que no olvidarían jamás un comportamiento semejante.

Un subsecretario del gobierno se dirigió a él despreocupadamente. No se acordaba del nombre del individuo, pero escuchó como si le interesara lo que decía. Otra persona se unió a ellos, y la conversación adquirió un cariz más serio. Él hizo algún que otro comentario, pero sobre todo observó.

Pitt advirtió una diferencia en la forma en que la gente se comportaba con él desde hacía unos meses, aunque no todos sabían quién era todavía. Se alegró de verse arrastrado a otra conversación, y vio que Charlotte sonreía para sus adentros y se volvía hacia una señora bastante corpulenta vestida de verde y la escuchaba con encantadora atención.

—… A mí me parece un imbécil integral —afirmó efusivamente un anciano. Miró a Pitt arqueando una ceja inquisitivamente—. No tengo ni idea de cómo lo han ascendido al Ministerio del Interior. Debe de ser pariente de alguien. —Se rio—. O debe de saber algún que otro secreto, ¿no?

Pitt le devolvió la sonrisa. No tenía ni idea de a quién se refería.

—Usted no está en el Parlamento, ¿verdad? —continuó el hombre—. No pretendo insultarle.

—No, no estoy en el Parlamento —le contestó Pitt sonriendo.

—Bien hecho. —El hombre se sintió visiblemente aliviado—. Me llamo Willoughby. Tengo un pequeño terreno en Herefordshire. Varios cientos de hectáreas.

Saludó con la cabeza.

Pitt se presentó a su vez, vaciló un momento y acto seguido decidió no revelar su profesión.

Un hombre delgado y elegante con unos dientes ligeramente saltones y un bigote blanco se unió a ellos.

—Buenas noches —saludó amigablemente—. Las cosas se han puesto feas en Copenhague. Aun así, todo quedará en nada. Siempre pasa. —Miró a Pitt con más detenimiento—. Supongo que está usted al tanto.

—He oído algo —reconoció Pitt.

—¿Tiene contactos? —preguntó Willoughby.

—¡Es el jefe de la Brigada Especial! —dijo el otro hombre en tono cortante—. ¡Debe de saber más sobre cualquiera de nosotros que nosotros mismos!

Willoughby palideció.

—¿De verdad? —Sonrió, pero su voz sonó áspera como si de repente se le hubiera hecho un nudo en la garganta—. Tampoco creo que haya nada interesante que merezca la pena saber, amigo.

Los pensamientos se agolparon en la mente de Pitt, buscando la mejor respuesta. No podía permitirse hacer enemigos, pero tampoco sería prudente restarse importancia ni permitir que la gente creyera que no controlaba la información tan bien como Narraway.

Se obligó a devolver la sonrisa a Willoughby.

—Yo no diría que es poco interesante, señor, sino que sus asuntos no nos conciernen, que es algo muy distinto.

Willoughby abrió mucho los ojos.

—¿De verdad? —Parecía calmado, casi contento—. ¿En serio?

El otro hombre parecía divertido.

—¿Le dice eso a todo el mundo? —preguntó con un amago de sonrisa.

—Me gusta ser cortés. —Pitt lo miró muy fijamente a los ojos—. Pero algunas personas nos resultan menos interesantes que otras.

Esta vez Willoughby quedó sin lugar a dudas contento y no hizo el más mínimo intento por ocultarlo. Irradiaba satisfacción cuando cogió otra copa de champán a un lacayo que pasaba.

Pitt siguió avanzando. Tuvo más cuidado con su actitud, observando pero hablando poco, aprendiendo a imitar las palabras corteses carentes de significado. No era una habilidad que le resultara fácil. Charlotte habría entendido los matices de lo que se decía o lo que no se decía. En cambio, Pitt se habría sentido mucho más cómodo en un entorno de franqueza. Sin embargo, de ahora en adelante eso formaba parte de su mundo, aunque se sintiera como un intruso. Bajo sus sonrisas, sabía que los hombres zalameros y seguros de sí mismos que le rodeaban eran perfectamente conscientes de ello.

Momentos más tarde volvió a ver a Charlotte. Se dirigió a ella con el ánimo levantado, incluso con un orgullo que le pareció un poco ridículo después de tantos años, pero a pesar de todo era sincero. Había mujeres en el salón con una belleza más clásica y vestidos sin duda más suntuosos, pero para él carecían de calidez. Tenían menos pasión, esa elegancia indefinible que viene del interior.

Estaba hablando con su hermana, Emily Radley, que iba ataviada con un vestido de seda de un tono azul verdoso claro con bordados de oro. El primer matrimonio de Emily había sido una unión que habría hecho enorgullecerse a cualquier madre. Lord George Ashworth era lo contrario de Pitt en todos los aspectos: atractivo, procedente de una excelente familia y poseedor de una fortuna. Después de su muerte, el dinero se había mantenido en fideicomiso para el hijo de él y de Emily, Edward. Tiempo más tarde, Emily se había casado con Jack Radley. Él era otro hombre atractivo, incluso más encantador, pero sin dinero. Su padre había sido el hijo menor de su familia, y un tanto aventurero.

Emily había sido quien había convencido a Jack para que se metiera en política y aspirase a convertirse en alguien. Tal vez el deseo de Emily de influir en las vidas de la gente provenía en parte de la observación de Charlotte y de su implicación en varios de los casos de Pitt. A decir verdad, Emily también había participado en ellos, haciendo gala de instinto y valor. Las hermanas habían irritado y habían avergonzado a Pitt, quien había temido mucho por su seguridad, pero también se habían ganado a conciencia su respeto y su gratitud.

Mirando ahora a Emily, con la claridad de las luces de araña brillando en su cabello rubio y en los diamantes que llevaba alrededor del cuello, recordó con ligera nostalgia la aventura y la emoción de aquellos tiempos. Ya no podía compartir información acerca de sus casos, ni siquiera con Charlotte. Una gran parte no solo era confidencial, sino también secreta. Esa pérdida le produjo una sorprendente tristeza cuando el momento presente lo retrotrajo al pasado.

Emily lo vio y le dedicó una sonrisa radiante. Él se excusó y se dirigió a ellas.

—Buenas noches, Thomas. ¿Qué tal estás? —dijo Emily alegremente.

—Bien, gracias. Veo que tú también lo estás —respondió él.

Ella poseía una belleza natural, con el cabello rubio y unos grandes ojos azul oscuro. Y lo más importante, sabía exactamente la ropa que más le favorecía, fuera cual fuese la ocasión. Pero el trabajo de Pitt consistía en observar a la gente y descifrar las emociones que se ocultaban detrás de las palabras, y vio en ella una tensión inusual. ¿También ella recelaba de él? La idea le desalentó tanto que saludó a Jack Radley casi automáticamente, antes de volverse para que le presentara al hombre con el que Jack había estado hablando.

—Milord, le presento a mi cuñado, Thomas Pitt —dijo Jack con mucha formalidad—. Lord Tregarron.

Jack no mencionó el cargo de Tregarron. Era de suponer que lo consideraba suficientemente importante para que Pitt lo conociera. Entonces Pitt recordó que Charlotte le había hablado del ascenso de Jack a un cargo de responsabilidad dentro del gobierno en el que por fin gozaría de cierto poder. Emily estaba muy orgullosa. Era la actitud defensiva que él advertía en sus miradas rápidas y la ligera rigidez de sus hombros. No iba a permitir que el ascenso de Pitt eclipsara el de Jack.

Tregarron trabajaba en el Ministerio de Asuntos Exteriores y era íntimo del mismísimo ministro.

—¿Qué tal está, milord? —contestó Pitt sonriendo.

Entonces miró a Charlotte y vio que ella entendía a la perfección las palabras y los más mínimos gestos.

—Lord Tregarron nos estaba hablando de algunos de los preciosos lugares que ha visitado —dijo Emily alegremente—. Sobre todo en los Balcanes. Sus descripciones de la costa adriática son impresionantes.

Tregarron se encogió ligeramente de hombros. Era un hombre moreno y fornido con una melena tupida de cabello rizado y un rostro muy expresivo. Nadie lo habría considerado atractivo, y sin embargo su vigor y su vitalidad se ganaban la atención de la gente. Pitt se fijó en que varias mujeres de los otros grupos no paraban de mirarlo y luego apartaban la vista, como si su interés fuera un poco indiscreto.

—A la señora Radley le ha impresionado que un hombre de Cornualles admire una costa ajena —afirmó Tregarron sonriendo—. No es para menos. En el pasado hemos sufrido bastantes penalidades, entre los naufragios y el contrabando, pero yo no tengo tiempo para separatistas. La vida debería basarse en la inclusión, y la gente no debería escaparse a su rinconcito y levantar el puente levadizo. La mitad de las guerras de Europa han estallado por el miedo, y la otra mitad por la codicia. ¿No está de acuerdo?

Miró directamente a Pitt.

—Con una generosa ración de malentendidos —respondió Pitt—. Intencionados o no.

—¡Bien dicho, señor! —lo elogió Tregarron en el acto. Se volvió hacia Jack—. ¿Verdad que sí, Radley? Una buena distinción, ¿no le parece?

Jack hizo una seña de aprobación, sonriendo con el encanto natural que había poseído toda su vida. Era un hombre atractivo y elegante.

Emily lanzó una mirada rápida a Pitt, y él advirtió en ella una clara frialdad. Esperaba que Jack no la hubiera visto. No le gustaría que Charlotte se pusiera tan a la defensiva con él. Uno no vigila a alguien tan de cerca a menos que tema que sea vulnerable en algún aspecto. ¿Acaso dudaba ella que Jack tuviera el carácter firme, o tal vez la inteligencia, para ocupar con éxito su nuevo cargo?

¿Había elegido Tregarron a Jack, o había utilizado Emily algún contacto propio de su época como lady Ashworth con el fin de conseguirle el puesto? A Pitt no se le ocurría nadie que ella conociese con el poder suficiente para ello, pero por otra parte, el mundo de las deudas y los ascensos políticos le era ajeno. Narraway lo habría sabido. Era un descuido al que debía poner remedio.

Sintió una repentina e intensa empatía hacia Jack, que nadaba entre tiburones en mares desconocidos. Pero Jack había vivido de su encanto y de su habilidad instintiva para calar a la gente durante bastante tiempo, antes de casarse con Emily. Tal vez sobreviviese sin problemas.

La conversación derivó de la costa adriática al Imperio austrohúngaro en general, luego a Berlín y, finalmente, a París, con su elegancia y alegría. Pitt se contentó con escuchar.

Dio comienzo el interludio musical de la noche. Gran parte de su exquisita belleza no fue apreciada por la gente que, más que escuchar, esperaba en un silencio cortés a que acabase y pudiera reanudar sus conversaciones.

Charlotte disfrutó de la evocadora belleza de las piezas y deseó que los músicos hubieran podido tocar más. Sin embargo, conocía el ritmo de esas reuniones y el propósito que tenían. Esa pausa estaba pensada para reagrupar fuerzas: un momento en el que sopesar lo que uno había comentado y reconsiderar lo que diría después, a quién abordaría y con qué estrategia inicial.

Estaba sentada al lado de Pitt con la mano posada suavemente en su brazo. Sin embargo, su mente estaba concentrada en Emily, sentada en una silla pintada de dorado un par de filas por delante de ella, al lado de lord Tregarron. Sabía que el ascenso era importante para Jack, pero no se había dado cuenta del enorme salto que había supuesto ni de que, bajo el encanto y las bromas, Emily tenía miedo.

¿Conocía lo bastante bien a Jack y sabía que poseía una debilidad fundamental que los demás no veían? ¿O no lo conocía lo bastante bien, viendo la fuerza de voluntad que se ocultaba bajo su actitud relajada y su encanto, que tan naturales parecían?

Pensó que después de una década de matrimonio, Emily por fin se estaba dando cuenta de que no solo estaba enamorada de Jack, sino de que le importaban sus sentimientos, su éxito, su persona, no por lo que ella podía conseguir con ello. Emily había sido la menor y la más guapa de las tres hermanas Ellison, y la más ambiciosa. Sarah, la mayor, había muerto hacía quince años. Parecía que hubiera pasado una eternidad desde su muerte. El miedo y el dolor de esa época habían disminuido hasta convertirse en una pesadilla lejana, rara vez frecuentada.

Su padre también había muerto hacía unos cuatro años, y tiempo después su madre se había casado de nuevo. Ese era otro tema que suscitaba sentimientos encontrados, pero ya aceptado en gran medida por Emily y totalmente por Charlotte. Solo su abuela seguía horrorizada. Pero Mariah Ellison se había vuelto una experta en la desaprobación. Un actor, al que Caroline llevaba muchos años y judío por añadidura, ofrecía a la abuela oportunidades más que suficientes de expresar todos sus prejuicios reprimidos. Que Caroline fuese muy feliz no hacía más que empeorar las cosas.

Por lo menos ahora Emily estaba aprendiendo a amar de forma distinta. Ya no se trataba de su propia supervivencia: era un sentimiento más protector, más maduro.

No obstante, eso no significaba que su ambición hubiera desaparecido. Estaba muy presente en su carácter.

Pero Charlotte entendía a Emily al menos tan bien como Emily se entendía a sí misma. Charlotte sentía hacia Pitt el mismo instinto de protección digno de una tigresa, pero también sabía que podía ayudarle poco en su nuevo cargo. Él se encontraba en un terreno mucho más desconocido que Jack, cuya familia no había tenido dinero pero sí contactos entre la aristocracia en la mitad de condados de Inglaterra. Pitt era el hijo de un guardabosques, un simple criado de exterior.

Sin embargo, aunque Charlotte quería protegerlo, ella no daría a entender tan claramente como Emily que creía que él lo necesitaba. ¡Él no lo soportaría! Debía hacerle creer que nunca lo había considerado ni remotamente necesario.

Cuando la actuación terminó y los aplausos se apagaron, se reanudaron las conversaciones. Muy pronto Charlotte se halló hablando con una mujer de lo más excepcional. Debía de rondar los cuarenta, como la propia Charlotte, pero en el resto de las cosas eran totalmente distintas. Iba ataviada con un enorme vestido con falda del color de la luz de las velas a través del brandy, y era tan esbelta que parecía frágil. Daba la impresión de que los huesos de su cuello y sus hombros se fueran a romper si alguien chocaba con ella demasiado fuerte. Bajo su piel blanca como la leche se veían unas venas azules, y su cabello era tan oscuro que era casi negro. Sus ojos tenían pestañas oscuras y gruesos párpados por encima de sus pómulos salientes, y su boca era suave y generosa. A Charlotte le pareció una cara que resultaba inmediatamente agradable. Percibió una gran fuerza en ella en cuanto sus miradas coincidieron.

Se presentó como Adriana Blantyre. Tenía una voz muy grave, un poquito ronca, y hablaba con un acento tan leve que Charlotte escuchó con atención para asegurarse de que realmente lo había oído.

Su marido también era alto y moreno, y también tenía una cara digna de mención. A simple vista era atractivo, pero poseía mucho más que simple simetría o unas facciones regulares. Una vez que Charlotte lo hubo mirado a los ojos, no pudo dejar de mirarlo debido a la inteligencia que irradiaban y la intensidad de su emoción. Había una gran elegancia en la forma en que permanecía de pie, pero nada de desenfado. Notó que Pitt la observaba con curiosidad mientras ella miraba al hombre, pero no podía evitarlo.

Evan Blantyre era un exdiplomático especialmente interesado en el Mediterráneo oriental.

—Un lugar maravilloso, el Mediterráneo —comentó, mirando a Charlotte, aunque hablando como si lo hiciera para sí mismo—. Pertenece a Europa, y al mismo tiempo está a las puertas de un mundo mucho más antiguo y de civilizaciones que prefiguran la nuestra y de las que nosotros provenimos.

—¿Como Grecia? —preguntó Charlotte, sin tener que fingir interés—. ¿Y Egipto?

—Bizancio, Macedonia y antes Troya —explicó él—. El mundo de Homero, la imaginación y la memoria en la raíz de nuestras ideas, y los conceptos de los que surgen.

Charlotte no podía dejarlo marchar sin cuestionar sus palabras, no porque no le creyese sino porque había una arrogancia en él que se sentía obligada a sondear.

—¿En serio? Yo habría dicho que era Judea —dijo.

Él sonrió de oreja a oreja, fijándose en su interés.

—Desde luego Judea está en las raíces de la fe, pero no del pensamiento o, si lo prefiere, de la filosofía, del amor a la sabiduría antes que a una creencia impuesta. He elegido la palabra con detenimiento, señora Pitt.

Ahora ella sabía exactamente a qué se refería y que estaba provocándola, pero también que había una intensa convicción detrás de sus palabras. No había fingimiento en la pasión que traslucía su voz.

Le sonrió mirándolo a los ojos.

—Entiendo. ¿Y quién de nosotros mantiene viva la llama de la filosofía ahora?

Era un desafío, y quería que él contestara.

—Ah. —Él ya no hacía caso a los demás miembros del grupo—. Qué pregunta tan interesante. Alemania no, tan resplandeciente y siempre buscando actividades osadas y temerarias. Francia tampoco, la verdad, aunque tiene una sofisticación excepcionalmente intrigante. Italia ha sembrado las semillas de la gloria eterna, y sin embargo siempre hay peleas dentro de su territorio.

Hizo un gesto compungido y elegante.

—¿Y nosotros? —le preguntó Charlotte, en un tono un poco más seco de lo que pretendía. Muy a su pesar, había dejado que él le tocara el orgullo.

—Aventureros —contestó él sin vacilar—. Y tenderos para el mundo.

—¿No somos los herederos actuales? —dijo ella con una súbita decepción. Le fastidiaba haber permitido que él la arrastrase a ese punto.

—El Imperio austrohúngaro —respondió él demasiado rápido para ocultar sus sentimientos—. Han heredado el cetro del Sacro Imperio Romano Germánico que unió Europa en el cristianismo después de la caída de Roma.

Charlotte se quedó sorprendida.

—¿Austria? Pero si se encuentra en estado ruinoso; prácticamente se está desmoronando, ¿no? ¿Son mentiras todo lo que nos cuentan, entonces?

Ahora él estaba divirtiéndose, y dejó que ella lo viera. Había calidez en su sonrisa, pero también una ironía demasiado viva y áspera para ser natural.

—Creía que le estaba tendiendo una trampa, señora Pitt, y veo que es usted la que me la está poniendo a mí. —Se volvió hacia Pitt—. He subestimado a su esposa, señor. Alguien ha dicho que es usted el jefe de la Brigada Especial. Si eso es cierto, debería haberme imaginado que no elegiría a su esposa solo por su aspecto, por muy encantador que sea.

Pitt también sonreía ahora.

—En aquel entonces yo no era jefe de la Brigada Especial —repuso—. Pero aun así era ambicioso y estaba lo bastante hambriento para anhelar lo mejor, ignorando mis propias limitaciones.

—¡Magnífico! —Blantyre le aplaudió—. Nunca permita que coarten sus sueños. Hay que aspirar a las estrellas. Vivir y morir con los brazos abiertos y los ojos buscando el siguiente objetivo.

—Evan, estás diciendo tonterías —dijo Adriana en voz baja, mirando primero a Charlotte y luego a Pitt, juzgando sus reacciones—. ¿No temes que la gente pueda pensar que hablas en serio?

—¿Usted cree que hablo en serio, señora Pitt? —preguntó Blantyre, con los ojos muy abiertos, todavía desafiante.

Charlotte lo miró directamente. Estaba totalmente segura de su respuesta.

—Lo siento, señor Blantyre, porque no creo que fuera su intención, pero sí, lo creo.

—¡Bravo! —exclamó él en voz baja—. He encontrado una rival digna de mí. —Se volvió hacia Pitt—. ¿Su cometido incluye lidiar con los Balcanes, señor Pitt?

Pitt miró a Jack y a Emily —quienes se habían apartado y estaban entablando conversación en otra parte—, y volvió a mirar a Blantyre.

—Con cualquiera cuyas actividades puedan amenazar la paz o la seguridad de Gran Bretaña —respondió, sin rastro de frivolidad en el rostro.

Blantyre arqueó las cejas.

—¿Incluso en el norte de Italia o en Croacia? ¿En Viena también?

—Sabe usted que no —le dijo Pitt, manteniendo una expresión agradable, como si estuvieran jugando a un juego de salón sin importancia—. Solo en suelo británico. Más lejos sería incumbencia del señor Radley.

—Por supuesto. —Blantyre asintió con la cabeza—. Debe de suponer un reto para usted saber exactamente cuándo puede actuar y cuándo debe dejarlo en manos de otra persona. ¿O estoy siendo demasiado ingenuo? ¿Es más importante cómo hace las cosas que las cosas que hace?

Pitt sonrió sin contestar.

—¿La búsqueda de información le obliga a ir al extranjero? —continuó Blantyre, totalmente imperturbable—. Le encantaría Viena. Su agudeza, su música… Hay muchas cosas nuevas, innovadoras en su concepto, que desafían a la mente a oír de forma distinta. Me atrevería a decir que hay músicos de los que no ha oído hablar, pero oirá hablar de ellos. Por encima de todo, hay una amplitud de ideas en montones de temas: filosofía, ciencia, costumbres sociales, psicología, los fundamentos del funcionamiento de la mente. Hay allí una imaginación intelectual que muy pronto encabezará el mundo en algunos campos.

Se encogió ligeramente de hombros, burlándose de sí mismo como para negar el ardor de sus emociones.

—Y, por supuesto, también hay elementos tradicionales. —Se volvió para mirar a Adriana—. ¿Te acuerdas de cuando bailamos toda la noche al son de la música del señor Strauss? Nos dolían los pies, el cielo se estaba aclarando con la llegada del amanecer, y sin embargo, si la orquesta hubiera tocado hasta que se hubiera hecho de día, no habríamos podido quedarnos quietos.

El recuerdo estaba presente en los ojos de Adriana, pero Charlotte estaba segura de haber visto también una sombra.

—Por supuesto —contestó Adriana—. Nadie que haya bailado el vals en Viena lo olvida.

Charlotte la miró, fascinada por la romántica idea de bailar al son de la música del rey del vals.

—¿Bailaron con el señor Strauss como director de orquesta? —preguntó asombrada.

—Desde luego —respondió Blantyre—. Nadie más sabe darle a la música la misma magia, como si hubiera que bailar para siempre. Contemplamos cómo la luna se elevaba sobre el Danubio y hablamos con personas de lo más asombroso: príncipes, filósofos, científicos y amantes.

—¿Conoció al emperador Francisco José? —continuó Charlotte—. Dicen que es muy conservador. ¿Es cierto?

Se dijo a sí misma que lo preguntaba para mantener el tono inofensivo de la conversación, pero estaba cautivada por el embrujo de Viena, los nuevos inventos, las nuevas ideas de la sociedad. Era un mundo que ella jamás vería, pero —como Blantyre había dicho— Viena era el corazón de Europa. Era el lugar donde germinaban las nuevas ideas que un día se extenderían por todo el continente, y más allá.

—Sí, lo conocí, y es cierto.

Blantyre estaba sonriendo, pero su rostro lucía una emoción intensa, mucho más intensa que la que evocaría la fuerza de la memoria. Había en él una pasión urgente que impulsaba el presente y el futuro.

—Un hombre hosco, tentado por el diablo —prosiguió, observando su cara con la misma atención con la que ella observaba la suya—. Un hombre contradictorio, más disciplinado que todas las personas que conozco. Duerme en un camastro del ejército y se levanta a una hora intempestiva mucho antes de que amanezca. Y sin embargo, se enamoró perdidamente de Isabel, siete años más joven que él, hermana de la mujer con la que su padre quería que se casara.

—¿La emperatriz Isabel? —preguntó Charlotte con un interés todavía mayor.

Blantyre poseía una vitalidad que le intrigaba. No sabía hasta qué punto hablaba con tal intensidad para entretener a los presentes, posiblemente para impresionarles, y hasta qué punto su pasión era tan fuerte que no podía controlarla.

—Exacto —convino Blantyre—. Hizo caso omiso de toda oposición. No permitió que se lo impidieran. —Ahora la admiración en su cara era manifiesta—. Se casaron, y cuando ella tenía veintiún años había dado a luz a su tercer hijo, su único varón.

—Una extraña mezcla de rigidez y romanticismo —comentó ella pensativamente—. ¿Son felices?

Notó que la mano de Pitt le tocaba el brazo, pero ya era demasiado tarde para retirar el comentario. Miró a Adriana y vio en sus ojos una emoción que no pudo descifrar en absoluto: un brillo, un dolor y algo que se esforzaba mucho por ocultar. Cuando la mujer reparó en la mirada de Charlotte, apartó la vista.

—No —respondió Blantyre con franqueza—. Ella es algo bohemia en sus gustos y muy excéntrica. Viaja por toda Europa a todos los lugares que puede.

Charlotte quería hacer un comentario ligero para aliviar la tensión, para evitar su desacertada pregunta, pero pensó que resultaría demasiado evidente y no haría más que empeorar las cosas.

—Tal vez sea el caso de alguien que se enamora de un sueño que no acaba de entender —dijo en voz baja.

—Qué perspicaz. Es usted alarmante, señora Pitt. —Pero no había rastro de inquietud en su voz, sino placer y un claro respeto—. ¡Y muy sincera!

—Me parece que quería decir «indiscreta» —dijo ella arrepentida—. Será mejor que volvamos al señor Strauss y su música. Creo que su padre también era un compositor de renombre.

—Oh, sí. —Él respiró hondo, y su sonrisa adquirió un ligero matiz irónico—. La «Marcha Radetzky».

Al otro lado del salón estaba Victor Narraway, miembro recién ascendido y un tanto reticente de la Cámara de los Lores. De repente sonrió al ver a lady Vespasia Cumming-Gould. Ella tenía ahora una edad que sería indiscreto mencionar, pero aún poseía la belleza que la había hecho famosa. Andaba con la elegancia de una emperatriz, pero sin su arrogancia. Su cabello plateado era su corona. Como siempre, iba vestida a la última moda. Era lo bastante alta para llevar las enormes mangas abullonadas que estaban en boga en esos tiempos, y su gran falda de vuelo amplio no le suponía ningún estorbo.

Él todavía estaba observándola con el regocijo de la amistad cuando ella se volvió ligeramente y lo vio. La mujer no se movió y esperó a que él se acercase a ella.

—Buenas noches, lady Vespasia —saludó él afectuosamente—. Ha compensado usted todas las trivialidades de asistir a un evento como este.

—Buenas noches, milord —contestó ella con una mirada risueña.

—¡No es necesario!

Narraway se sintió cohibido, algo muy raro en él. Durante la mayor parte de su vida adulta había ejercido con discreción un poder extraordinario, primero como miembro de la Brigada Especial y durante la última década y media como jefe. Para él era una novedad que le mostrasen semejante deferencia social.

—Tendrás que acostumbrarte, Victor —le aconsejó ella con dulzura—. El ascenso a la nobleza proporciona una influencia muy distinta.

—La mayoría de las veces, cuando sus señorías deliberan, se limitan a pontificar —contestó él con cierta amargura—. A menudo para oír sus propias voces. Nadie escucha.

Ella arqueó las cejas.

—¿Y lo descubres ahora?

—No, claro que no. Pero ahora que nadie está obligado a escucharme, echo de menos la pretensión de respeto, pero sobre todo echo de menos saber cuál es mi propósito.

Ella advirtió el dolor de su voz, aunque él había tratado de ocultarlo con liviandad. Sabía que ella lo había detectado y no estaba seguro de si lamentarse por su falta de destreza o por el hecho de que ella le conociese tan bien. Pero tal vez el placer de la amistad era más valioso que la intimidad de no ser comprendido.

—Encontrarás una causa por la que valga la pena arriesgarse —dijo ella en tono tranquilizador—. O, si no aparece ninguna, la puedes crear tú mismo. Hay suficiente estupidez e injusticia en el mundo para el resto de nuestras vidas.

—¿Se supone que eso tiene que consolarme? —preguntó él sonriendo a modo de respuesta.

Ella arqueó sus cejas plateadas.

—¡Desde luego! No tener ningún propósito es como estar muerto, solo que menos tranquilo.

Se rio con mucha delicadeza. Era un simple susurro de diversión, pero él sabía que ella lo decía fervientemente. Recordaba que ella le había hablado alguna vez de su participación en las revoluciones contra la opresión que habían recorrido Europa hacía casi medio siglo. Habían sacudido todo el continente salvo Gran Bretaña. Durante unos breves meses, la esperanza en una nueva democracia, en la libertad para hablar y escribir como uno quisiera, había brillado intensamente. La gente se reunía y hablaba toda la noche, planificando nuevas leyes, una igualdad que no había existido jamás, para luego ver cómo volvía a extinguirse. En Francia, Alemania, Austria e Italia todos los antiguos tiranos fueron restaurados sin apenas cambios. Se llevaron por delante las barricadas, y los emperadores y reyes volvieron a sentarse en sus tronos.

—Me he acostumbrado a que me asignen causas sin tener que esforzarme por buscarlas —reconoció él—. Acepto el reproche.

—No pretendía que fuera un reproche, querido —contestó ella—. A mí también me alegraría que me ayudaras a encontrar una actividad que valga la pena.

—Tonterías —repuso él muy bajo, mirando al otro lado del salón, donde Pitt y Charlotte estaban hablando con Evan Blantyre.

Cuando volvió a ver a Charlotte, se le entrecortó súbitamente la voz y le dio un vuelco el corazón. Los recuerdos de su estancia en Irlanda todavía estaban lejos de haberse curado. Él siempre había sabido que era su sueño solamente. Ella solo estaba allí para ayudarle, y para ayudar a Pitt con ello. Era a Pitt a quien amaba. Siempre sería así.

—Está muy ocupada preocupándose por si Pitt va a ser devorado por los leones —dijo, mirándola de nuevo.

—¡Oh, querido! ¿Tan transparente soy?

Vespasia se quedó momentáneamente abatida.

—Solo porque a mí me preocupa lo mismo —le contestó él, contento de que ella no lo hubiera negado.

Decía bastante de su amistad que ella hubiera reconocido su preocupación. Entonces ella lo miró a los ojos con inquietud manifiesta.

—¿Teme que él mantenga su respeto por las clases altas y tenga deferencias con ellos aunque sospeche que hayan cometido traición?

—¡Desde luego que no! —respondió ella sin vacilar—. ¡Ha sido policía demasiado tiempo para hacer algo tan estúpido! Es perfectamente consciente de nuestras debilidades. ¿Has olvidado el lamentable asunto de palacio? ¡Te aseguro que el príncipe de Gales no lo ha olvidado! De no ser por la gratitud de la mismísima reina a Pitt, él no ocuparía el cargo que ahora ocupa. Lo más probable es que no ocupara ningún cargo.

Narraway frunció la boca en una línea de amargura al recordar el incidente. Sabía que Su Alteza Real todavía estaba profundamente molesta por el desastre ocurrido. No era el perdón lo que le hacía contenerse, sino la mano de hierro de su madre y su firme lealtad personal hacia los que le habían servido y lo habían hecho de buen talante, a riesgo de perder sus vidas. Pero Victoria era vieja, y las sombras que se cernían en torno a ella eran cada vez más largas.

—¿Le preocupa la ira del príncipe? —preguntó a Vespasia.

Ella se encogió de hombros tan ligeramente que apenas movió la seda color lavanda intenso de su vestido.

—En este momento, no. Cuando él ocupe el trono, puede que tenga que dedicarse a temas más urgentes.

Él no interrumpió su breve silencio. Permanecieron uno al lado del otro, observando los giros y movimientos, los galanteos y desaires del rutilante grupo que tenían delante.

—Me temo que la clemencia superará la necesidad de acción —dijo Vespasia por fin—. Thomas nunca ha dejado que le impidan investigar la verdad, por dura o trágica que sea, o por comprometida que esté por la culpabilidad de muchas personas. Pero hasta ahora solo ha tenido que presentar las pruebas. Ahora puede que tenga que hacer de juez, de jurado y también de verdugo. Las decisiones no siempre son blancas o negras, y sin embargo hay que tomarlas. ¿A quién acude en busca de consejo, a quién le pide que reconsidere, que sopese lo que puede ser un error, que busque un dato que a él se le haya podido pasar por alto, algo que pueda cambiarlo todo?

—A nadie —contestó Narraway simplemente—. ¿Cree que no lo sé? ¿Cree que no he estado desvelado toda la noche mirando al techo y preguntándome si he hecho lo correcto, o si he condenado a la muerte a un hombre total o parcialmente inocente porque no podía permitirme dudar?

Ella lo observó con atención: sus ojos, su boca, las profundas arrugas de su cara, las canas de su tupida mata de cabello negro.

—Lo siento —dijo sinceramente—. Lo llevas con tan buen talante que no me había dado cuenta.

Él se sorprendió ruborizándose. Era un cumplido que no esperaba de Vespasia. Normalmente ella lo calaba muy bien. Le alarmó un poco lo mucho que eso le complació. Le hacía vulnerable —algo a lo que no estaba acostumbrado, salvo con Charlotte Pitt—, y debía volver a relegarlo al fondo de su mente.

—Debe de pensar que soy inhumano —contestó, y acto seguido deseó no haber sido tan franco.

—Inhumano, no —replicó Vespasia tristemente—. Solo mucho más seguro de ti mismo que yo. Siempre he admirado eso de ti, aunque me inspirase temor, y siempre desde cierta distancia.

Él se sorprendió mucho. No se había imaginado a Vespasia con temor a nadie. Había sido halagada por emperadores, admirada por el zar de todas las Rusias y cortejada por media Europa.

—¡No seas tonto! —dijo bruscamente, como si le leyera el pensamiento—. ¡Los privilegios de nacimiento son un deber, no un logro! Admiro a los que están donde están por su esfuerzo, y no gracias a las circunstancias.

—¿Como Pitt? —preguntó él.

—Estaba pensando en ti —aclaró ella secamente—. Pero sí, también como Thomas.

—¿Y teme por mí, cuando esté en mis manos emitir algún juicio?

—No, querido, porque tú tienes un alma firme. Sobrevivirás a tus errores.

—¿Y Pitt?

—Eso espero. Pero me temo que será mucho más duro para él. Es un hombre más idealista de lo que tú lo has sido jamás, y tal vez más que yo. Todavía tiene cierta inocencia, y el valor de creer en lo mejor.

—¿Me equivoqué al recomendarlo? —planteó Narraway.

A ella le habría gustado darle una respuesta fácil, tranquilizarlo, pero si ahora mentía se alejarían el uno del otro cuando quizá más necesitaran ser aliados. Y había renunciado hacía mucho a mentir sobre temas importantes. Solo se molestaba en decir las mentiras triviales que dictaba la cortesía cuando la verdad no servía de nada.

—No lo sé —respondió ella en voz queda—. Ya veremos.