7

El 5 de marzo el desayuno en Keppel Street fue tan ajetreado como de costumbre. Daniel y Jemima tenían que irse al colegio, con los deberes guardados en las carteras, las botas puestas, los abrigos abotonados, y bufandas y guantes a juego. Por mucho cuidado que hubieran puesto la noche anterior, siempre había algo que buscar. Era una mañana gélida con un viento cortante. Las bufandas estaban bien anudadas. Un botón se había soltado. Charlotte buscó a toda prisa lo necesario para coserlo antes de que se fueran. Al menos entre ellos había ahora una paz provisional, y se fueron por la acera uno al lado del otro.

Pitt había estado dudando si pedirle opinión a Charlotte sobre el siguiente paso que pensaba dar en el caso del duque Alois o no molestarla. De todas formas, si estaba equivocado, pondría en peligro su puesto, y por lo tanto el futuro de toda su familia. Hasta Minnie Maude, que estaba delante de la pila fregando los platos, se quedaría sin trabajo y sin hogar.

¿Preguntarle a Charlotte sería una cortesía o solo un modo de repartir injustamente la culpa en caso de que fracasara? ¿Lo haría porque ella podía ayudarle o simplemente porque se sentiría menos solo?

Charlotte sacó un trocito de queso del armario que había cerca de la puerta.

—¿Tenemos más en la despensa? —preguntó a Minnie Maude.

Esta sacó las manos del agua.

—Iré a mirar, señora —dijo rápidamente.

—No, tranquila. Estás ocupada. Ya voy yo —contestó Charlotte, volviéndose para hacerlo.

—¡No! —Minnie Maude chorreó agua en el suelo con las prisas y se secó las manos en el delantal—. Iré yo. No estoy segura de dónde lo he puesto.

Se fue casi corriendo, taconeando en el suelo. Archie y Angus, los dos gatos hechos un ovillo en la cesta de madera junto a la cocina, abrieron los ojos. Archie escupió fastidiado.

Charlotte sacudió la cabeza mirando a Pitt.

—No sé qué le pasa a esa chica —comentó suspirando, y sonrió—. Si no supiera que es imposible, diría que esconde a un novio en la despensa.

Pitt se quedó sorprendido. Dejó su taza vacía y se la quedó mirando alarmado.

—¡Oh, no seas ridículo! —le espetó ella riéndose—. ¡Allí no hay nadie, Thomas! Es el único espacio propio que tiene. Creo que a veces va allí a sentarse y a pensar. Venir aquí ha sido un gran cambio para ella. Es muy consciente de que está ocupando el puesto de Gracie. —Cuando pasó por delante de él camino del armario situado sobre la pila, le tocó suavemente rozándole el pelo con la mano—. Tú deberías entenderlo.

De modo que Charlotte se había enterado de la aprensión que le causaba sustituir a Narraway, tal vez más de lo que él había querido. Pero ¿por qué lo había dudado? Ella lo conocía más y mejor que nadie. El suyo no era un amor ciego, ni un amor que la empujase a creer solo lo que era agradable. Era un amor alerta, que a la postre tal vez fuese el único tipo de amor seguro, y por consiguiente infinitamente valioso. Entre ellos no había tanto secretos como pequeños asuntos privados. Determinadas intrusiones eran torpes, irrespetuosas.

¿Se estaba enfrentando Minnie Maude al mismo problema?

—Pero es buena, ¿no? —dijo.

—Sí, es estupenda —contestó Charlotte—. Pero no es Gracie, y tengo que recordárselo constantemente. Por cierto, el otro día Gracie vino de visita. Parece tan feliz que no puedo menos que estar feliz por ella.

—¡No me lo dijiste! —repuso él rápidamente.

—Estabas muy ocupado con Jack y lord Tregarron.

—Ah. Pues hoy tengo intención de ver al primer ministro, así que probablemente sea todavía peor. Lo siento.

Ella se mordió el labio.

—No lo sientas. Emily lo superará. Está desesperada por que Jack tenga éxito. Espero que él no se entere de hasta qué punto. —Por un momento, una inquietud mucho más profunda ensombreció su rostro—. Espero que Jack no tenga ni idea del miedo que le da a su mujer que él no tenga éxito. No me imagino vivir con algo así.

—No creo que ella tenga motivos para preocuparse… —empezó a decir Pitt.

—¡Thomas! ¡No estoy preocupada por ella! —protestó Charlotte—. ¡Estoy preocupada por él! Podría enterarse de que ella ha dudado de él.

Pitt respiró hondo.

—¿No tienes miedo por mí… como mínimo alguna vez?

Enseguida deseó no haberlo preguntado, pero ya era demasiado tarde.

—Tú has tenido éxito en tantas cosas que puedo vivir con un fracaso o dos —dijo ella totalmente seria—. Nadie gana siempre, a menos que sus objetivos sean muy fáciles.

Por un momento, la emoción dejó a Pitt sin palabras. Notó tal opresión en el pecho que tragó una bocanada de aire. Agarró la mano de Charlotte, la atrajo hacia sí y la abrazó. Un instante después oyó los pasos de Minnie Maude en el pasillo, y la criada entró sosteniendo un gran pedazo de queso.

Charlotte lo tomó sonriendo abiertamente, dándole las gracias.

Pitt se levantó, se despidió y salió al vestíbulo a coger su abrigo.

Pitt envió su solicitud por los canales adecuados, pero fue insistente y se negó a dar explicaciones a lacayos o secretarios.

—Soy el comandante de la Brigada Especial y necesito advertir al primer ministro de un incidente que, si no lo impedimos, podría ser desastroso para Gran Bretaña.

No dio más detalles, excepto que era un asunto muy urgente.

Era poco después de mediodía cuando fue recibido en Downing Street, residencia del primer ministro, el marqués de Salisbury.

—Buenas tardes, comandante —lo saludó Salisbury seriamente. Le tendió la mano, ya que era la primera vez que habían coincidido desde que ocupaba ese cargo—. Confío en que sea tan importante como insinúa.

Su tono advertía que si se había hecho una idea equivocada, Pitt sufriría consecuencias desagradables.

—Si tiene lugar, sí, señor —contestó Pitt, sentándose en la silla que Salisbury le indicó—. Espero que podamos impedirlo.

—Entonces más vale que me diga de qué se trata, y rápido. Tengo una reunión con el ministro de Economía y Hacienda dentro de cuarenta minutos.

Salisbury se sentó enfrente de él, pero esperando su respuesta y claramente incómodo.

Mientras se dirigía allí andando entre el viento cada vez más fuerte, tratando de mantener el sombrero puesto, Pitt había decidido que no mencionaría la probabilidad de la amenaza para la estabilidad europea a menos que le preguntaran, sino solo su carácter. Su respuesta debía ser clara: nada de andarse con rodeos ni defenderse por adelantado.

—El asesinato del duque Alois de Habsburgo, sobrino nieto del emperador Francisco José de Austria, señor. Va a visitar a uno de los sobrinos nietos de nuestra reina, aquí en Londres, dentro de once días. Parece que el asesinato puede cometerse provocando un gran accidente de ferrocarril entre Dover y Londres.

Se obligó a no añadir nada más. No fue difícil. La expresión de consternación de Salisbury le indicó que el ministro de Asuntos Exteriores no había transmitido la anterior advertencia que Pitt le había hecho.

—¿Un accidente de ferrocarril? ¡Santo Dios! —La cara pálida y alargada de Salisbury adquirió un tono todavía más pálido—. Supongo que está totalmente seguro de lo que dice.

Miró a Pitt entornando los ojos, como si no pudiera creer lo que veía en lugar de lo que oía.

Pitt eligió detenidamente las palabras. No solo dependía de ellas la reacción del primer ministro, sino toda confianza futura en el juicio de Pitt.

—Estoy seguro de que dicho atentado se está planeando, señor. Sin embargo, no sé quién lo está haciendo ni dónde se llevará a cabo. De momento solo tengo la certeza de que la ruta que el duque seguirá desde Viena hasta Londres está siendo inspeccionada por personas que hemos identificado como anarquistas de conducta violenta demostrada. No podemos permitirnos tomárnoslo a la ligera.

—¿A la ligera? ¿Qué hombre en su sano juicio se lo tomaría a la ligera?

Salisbury estaba irritado; lo habían pillado desprevenido porque nadie lo había preparado.

Pitt pensó lo que Narraway haría. Pitt no podía tratar al marqués de Salisbury como a un igual, como Narraway podría haber hecho, pero debía comportarse como si él fuera el experto en terrorismo y violencia, y no el primer ministro.

—Solo alguien que no se lo creyese, señor —dijo en voz baja—. Y a primera vista, no parece haber motivos para hacer daño al duque Alois, de modo que el atentado resulta poco lógico.

Salisbury asintió con la cabeza.

—Necesito averiguar si en realidad el objetivo previsto es otra persona o si, de lo contrario, el duque Alois es mucho más importante de lo que parece —continuó Pitt—. Lo único que sé hasta ahora es que es un joven callado y bastante dotado para los estudios que dedica el tiempo al estudio de la filosofía y la ciencia, pero no a cuenta de otra persona. Es muy apreciado, tiene dinero propio de sobra, está soltero de momento y no tiene afiliaciones políticas que hayamos podido averiguar. En otras palabras, es totalmente inofensivo.

El rostro de Salisbury lucía una expresión adusta.

—¿Se está acostando con la esposa o la hija de alguien? —preguntó.

Pitt hizo una mueca.

—No lo sé. Pero tramar un asesinato tan violento, y en un país extranjero, me parece una forma extrema de resolver un asunto así.

—Tiene razón —convino Salisbury—. Lo más probable es que tenga convicciones políticas de las que no estamos al tanto: no es algo imposible; desde luego el príncipe heredero Rodolfo las tenía. El desastre se veía venir, según mi información, después de la tragedia, claro.

Pitt no hizo ningún comentario. Ese era un asunto diplomático, no de la Brigada Especial.

—La alternativa es que o el duque Alois es mucho más listo de lo que aparenta —continuó Salisbury—, o el objetivo es alguien de su séquito. O bien el atentado tiene otra finalidad, como poner a Gran Bretaña en una situación comprometida y dejarnos en una posición desventajosa en futuras negociaciones. Debe impedirlo. Consiga toda la ayuda que necesite. ¿Qué quiere de mí? —Frunció el entrecejo—. ¿Por qué no está en el despacho del ministro de Asuntos Exteriores?

—Lord Tregarron no cree que el peligro sea real, señor —respondió Pitt—. El señor Evan Blantyre sí.

Salisbury se quedó inmóvil unos instantes.

—Entiendo —dijo finalmente—. Pues nos fiaremos de su juicio, Pitt. Tome todas las medidas que necesite para estar completamente seguro de que cuando el duque Alois venga a Inglaterra tenga una estancia feliz y libre de peligro, y de que se marche en paz. Si lo matan, que sea en Francia o en Austria, pero no aquí. Y quiera Dios que no a manos de un inglés. —Se mordió el labio y miró fijamente a Pitt, y su voz adquirió de repente un tono ronco—. No creerá que el accidente de ferrocarril es una distracción y que ese loco va en realidad a por la reina, ¿verdad?

A Pitt ni se le había pasado por la cabeza esa idea.

—No, señor, no lo creo —repuso, esperando estar en lo cierto, pero en absoluto convencido—. Aunque sería aconsejable que Su Majestad no visitara a ese joven en el palacio de Kensington. Tenemos guardias más que suficientes para cuidar de ella en el palacio de Buckingham. —Dejó escapar una levísima sonrisa—. Conozco lo suficiente a Su Majestad para saber que cualquier recomendación con respecto a su seguridad será bien recibida. Otra cosa son los consejos sobre dónde debería o no debería estar.

Salisbury gruñó.

—Yo también la conozco lo suficiente. Y no he olvidado lo que usted consiguió en Osborne. Es el principal motivo por el que ocupa el cargo que ocupa y por el que le estoy escuchando.

Pitt notó que se le encendía el rostro. No había hecho referencia al episodio para recordarle al primer ministro su éxito, y se sintió terriblemente torpe por haberlo mencionado.

Salisbury sonrió.

—Su posición no es envidiable, comandante. Pero estoy convencido de que usted es el hombre indicado para el trabajo. Le agradecería profundamente que demostrase que estoy en lo cierto.

Pitt se levantó, con las piernas un poco agarrotadas.

—Sí, señor. Gracias.

Cuando Pitt volvió a Lisson Grove le esperaba un mensaje de Blantyre en el que le pedía que se pusiera en contacto con él lo antes posible. Pitt le telefoneó y se citaron para comer tarde en el club de Blantyre.

Pitt nunca había estado en un sitio como ese, salvo en calidad de policía y con permiso para hablar con uno de sus miembros. Esta vez lo acompañó un mayordomo de uniforme que lo trató con el mismo respeto que mostraría con cualquier otro invitado. Recorrieron los pasillos con paneles de roble en los que había colgadas escenas de caza y cuadros de caballos pintados por Stubbs en los espacios más grandes. Los pies de los hombres no hacían ruido en la alfombra. Blantyre estaba esperándolo. Se dirigieron a la mesa juntos y se sentaron.

En el comedor, Pitt se sorprendió observado por retratos de tamaño natural del duque de Wellington, el duque de Marlborough y un retrato bastante irreal de Enrique V en Azincourt.

—Un poco militar, ¿no? —dijo Blantyre esbozando una sonrisa de disculpa—. Pero la comida es excelente, y nos dejarán solos todo el rato que queramos, justo lo que necesito en este momento. Le recomiendo el rosbif (está muy bueno) con un borgoña decente. Un poco pesado, lo sé, pero merece la pena.

—Gracias —aceptó Pitt.

Su mente estaba demasiado ocupada preguntándose por el motivo por el que el exdiplomático había convocado esa reunión para preocuparse por lo que comerían.

El mayordomo apareció. Blantyre pidió por los dos, incluido el vino. En cuanto estuvieron solos, empezó a hablar.

—Ese joven, el duque Alois —comentó mirando a Pitt, con las cejas oscuras fruncidas—. ¿Sabe algo más de él?

—No encuentro nada que le haga merecedor del tiempo o la energía necesarios para asesinarlo —contestó Pitt—. Si de verdad es el objetivo, tengo que suponer que existe otro motivo para matarlo.

—Eso mismo he pensado yo —convino Blantyre—. He llamado a unos amigos que tengo en Austria y también en Alemania. Lo único que he descubierto es que es un joven aristócrata inofensivo cuya idea de la aventura se reduce a dedicar su vida a estudiar los temas que le interesan. Y no ha dado indicios de que lo haga por otro motivo que su propio placer.

—¿Está seguro? —preguntó Pitt.

Blantyre señaló la comida que les acababan de servir.

—Coma, por favor. Le gustará. Y sí, estoy seguro. Mis fuentes me han dicho que le ofrecieron un puesto de diplomático muy interesante y lo rechazó. Por lo menos tuvo la sinceridad de decir que no tenía un carácter que le permitiera encorsetarse de esa forma.

Pitt estaba empezando a impacientarse con el duque Alois, pero no lo mostró.

—Por otra parte —continuó Blantyre, mientras empezaba a comer—, parece que también escucha con gran atención la música de Gustav Mahler y Schoenberg, ese joven compositor que crea unos sonidos muy extraños y disonantes. ¿Su interés responde a la búsqueda de significado o simplemente a la búsqueda de nuevas experiencias? Creo que lo segundo es más probable. —En su voz y sus ojos oscuros había tristeza—. Un austríaco típico: con un ojo se ríe y con el otro llora. Aun así, creo que es preferible hacer poco pero hacerlo bien a no hacer nada. Sin embargo, yo no soy duque, gracias a Dios. Nadie espera nada de mí, así que parto de cero.

Pitt lo miró apreciando su simpatía e imaginación. Había planteado asuntos en los que él no había pensado como si le resultara lo más normal del mundo.

—Es especialmente repugnante matar a alguien que no tiene ningún deseo de hacer daño ni de sacar provecho —dijo Blantyre torciendo el gesto. No había malicia en su tono, solo una ligera tristeza—. ¿Es bueno o malo no ser digno de que alguien se esfuerce en matarte?

Lo dijo con un leve humor irónico, mirando muy directamente a Pitt.

Este contestó sin vacilar.

—En ocasiones, más cómodo e indiscutiblemente seguro, pero yo creo que al final me arrepentiría. Me parece una oportunidad desaprovechada, dejar que la vida se escape de las manos como si fuera arena.

Blantyre suspiró.

—O como el vino que no se bebe. Supongo que se duerme mejor, por si sirve de algo. Yo preferiría no pasarme la vida entera emocionalmente dormido, por mucho que alcanzara mis objetivos en el plano intelectual.

Pitt observó en silencio cómo el mayordomo servía más borgoña oscuro en las copas de vidrio tallado y la luz emitía un ardiente brillo rojo a través de él.

—Pero, evidentemente, ese no es el motivo por el que le he pedido que venga —dijo Blantyre en voz baja, mientras su rostro se vaciaba de toda alegría—. Los acontecimientos parecen haber dado un nuevo giro. Un hombre llamado Erich Staum ha sido visto en Dover, aparentemente trabajando de barrendero. —Se detuvo, observando atentamente a Pitt—. Es conocido por determinadas autoridades políticas de Viena como un asesino político con una destreza y una imaginación fuera de lo normal.

Pitt bebió más vino con el fin de tener más tiempo para pensar. Era extraordinario, una cualidad a la que no estaba nada acostumbrado. Tal vez a Narraway le habría resultado familiar.

—Supongo que está seguro de eso —afirmó sonriendo y mirando el vino de su copa.

—Existen dudas al respecto —reconoció Blantyre—. Pero muy pocas. Tiene una cara difícil de olvidar, sobre todo sus ojos. Incluso vestido con ropa sucia que no le queda bien y con una escoba en las manos, si uno se lo imagina erguido y desprovisto del aire sumiso, se parece demasiado a Staum para pasar por alto la probabilidad. Ha usado antes los disfraces de mozo de estación, de cochero de cabriolé y de cartero.

—Entiendo —convino Pitt en voz queda. Los basureros empujaban carritos con sus utensilios y recogían basura. Nadie se paraba a mirarlos dos veces. Era el disfraz perfecto para transportar explosivos. Nadie se fija en un barrendero ni se molesta en examinar su carrito—. ¿Por qué el duque Alois? —preguntó, alzando la vista a Blantyre otra vez—. Todavía no hemos respondido esa pregunta.

—Staum es un mercenario. —El hombre sacudió la cabeza muy ligeramente; apenas la movió—. Los anarquistas no siempre seleccionan a sus víctimas por un motivo. Pero eso lo sabe usted mejor que yo. —Respiró hondo, como si estuviera tomando una decisión, y acto seguido espiró dejando escapar un suspiro—. Tal vez el duque Alois sea secundario y el principal motivo sea poner al gobierno en una situación comprometida, cosa que sin duda ocurriría con su asesinato.

Sus manos agarraron el cuchillo y el tenedor.

—La situación está empeorando, Pitt, y cada año es más peligrosa. El socialismo violento está creciendo, y las fronteras nacionales avanzan como la marea. En todas partes parece haber malestar e ideas y filosofías disparatadas que se multiplican como conejos. Lo reconozco: temo por el futuro.

En su voz no había tono melodramático; solo un presagio y la oscuridad del auténtico miedo. Su rostro se ensombreció, y sus facciones adquirieron un aspecto demacrado, más ascético.

Como Pitt lo respetaba, también se sintió concernido y notó todavía más el peso de su responsabilidad.

—Protegeremos al duque Alois, sea quien sea el que está detrás de él y el motivo que lo empuja —dijo seriamente.

Blantyre dejó escapar un suspiro.

—Lo sé. Lo sé.

Alargó la mano y sirvió el resto del borgoña, primero en la copa de Pitt y después en la suya. No propuso un brindis.

A Pitt no le costó en absoluto contactar con el ministro de Asuntos Exteriores. Estaba claro que Salisbury había cumplido su palabra. Sin embargo, en lo referente a cancelar la visita del duque Alois, no había habido cambios.

—Lo siento —dijo seriamente el ministro—. Sería totalmente imposible cancelar la visita ahora. Una cosa así transmitiría a Europa el mensaje de que Gran Bretaña no puede garantizar la seguridad de un miembro de una familia real extranjera que visita a nuestra monarca. —Su voz se volvió más aguda—. Sería una bandera de rendición para todos los depredadores del mundo. Se da cuenta de que no podemos considerarlo, ¿verdad?

Pitt tuvo que darle la razón de mala gana. Se imaginaba con espantosa claridad las consecuencias que eso tendría. En su mente se agolpaban las posibilidades acerca de quién podía estar detrás del plan. Tal vez Blantyre estaba en lo cierto y la finalidad del asesinato no era deshacerse del duque Alois, una figura prácticamente irrelevante, sino poner a Gran Bretaña en una situación embarazosa.

—Sí, señor, lo entiendo —convino en voz queda—. Me gustaría mucho saber quién está detrás de esto. No lo dejaré hasta que lo sepa.

Era tarde y Pitt estaba cansado, pero creía que debía hablar con Narraway. En cierto modo era como rendirse, una forma de admitir que necesitaba consejo. Dudaba incluso en esos momentos, mientras andaba por la calle gélida, con su aliento dejando estelas etéreas en el aire frío. No preguntarle suponía anteponer su vanidad a las vidas de los hombres y mujeres que morirían si realmente se producía un accidente de ferrocarril. Por no hablar del daño severo que sufriría el servicio que había jurado prestar en caso de que fracasara, después de los recientes desastres.

Llegó a la puerta de Narraway sin rastro de indecisión, y cuando el criado le hizo pasar, aceptó la cena que le ofreció, con té caliente en lugar de vino. De todas formas, en la comida con Blantyre había bebido más vino del que acostumbraba a beber.

—¿Algún progreso en relación con la muerte de Serafina Montserrat? —preguntó a Narraway cuando se sentaron junto al fuego. Pitt se inclinó hacia la lumbre para calentarse las manos después del frío paseo.

—Todavía no —respondió este—. Pero no ha venido a preguntarme eso.

Pitt suspiró y se recostó en su sillón.

—No —concedió—. No, es algo bastante más grave, aunque no tengo la certeza de que exista una conexión entre las dos cosas. Serafina Montserrat temía que ocurriera algo violento y que se le escapase sin querer uno de los secretos que sabía durante uno de sus lapsus de memoria, imaginando que estaba en el pasado en compañía de una persona de su confianza.

—Pitt, no se ande por las ramas —le ordenó Narraway—. Todavía no sé quién mató a Serafina ni por qué. Es muy posible que simplemente haya sido una tragedia doméstica y que a Nerissa Freemarsh le resultara insoportable esperar sirviéndole en silencio.

Pitt le explicó en pocas palabras sus temores acerca de un posible accidente de ferrocarril y lo que Blantyre le había dicho en la comida sobre la visita del duque Alois.

—Staum —dijo Narraway en voz baja—. Entonces hay mucho dinero de por medio. Él no se casa con nadie, y es caro. No nos consta que haya fracasado nunca.

Pensó unos instantes en silencio mirando al fuego.

Pitt permaneció a la espera.

—No se trata de lo que Staum quiere, sino de quién le paga —dijo Narraway finalmente—. Staum no tiene lealtades ni intereses. Un accidente de ferrocarril, con todas las víctimas civiles que causaría, es algo muy extremo. Ni siquiera los anarquistas suelen comportarse de forma tan indiscriminada, al menos en ese aspecto. Podría morir mucha gente.

—Lo sé.

—O el blanco es alguien tan bien protegido que es imposible alcanzarlo de otra manera, un perfil en el que el duque Alois no encaja, o es un señuelo para desviar nuestra atención del verdadero objetivo. La idea de que un tren de pasajeros sufra un accidente, con todas las pérdidas que causaría, es tan espantosa que no puede usted pasarla por alto. Sería un suicidio para la Brigada Especial.

—¡Ya lo he pensado! —dijo Pitt más bruscamente de lo que pretendía. No era su ira la que hablaba, sino su miedo.

—¿Algún rumor sobre otra cosa, por pequeño que sea? —preguntó Narraway—. ¿Qué más elementos vulnerables hay?

Pitt se los contó, incluso los más triviales y en apariencia irrelevantes. Todos se remontaban al mandato de Narraway como jefe de la Brigada Especial, de modo que no había posibilidad de que lo acusaran de romper la confianza depositada en él.

—¿Quién más viaja con el duque? —inquirió Narraway cuando hubo considerado todos los rumores sin hallar ninguna respuesta.

—Nadie que parezca importante —respondió Pitt, notando que su sensación de impotencia se retorcía aún más dentro de él—. Y hay poco tiempo. Tenemos poco más de una semana hasta que llegue.

Narraway suspiró.

—Entonces mi mejor estimación es la misma que la suya: el accidente de ferrocarril es una distracción, ya que el asesinato tendrá lugar antes de que lleguen al tren. Staum atacará al duque Alois en las calles de Dover. No sabrá que tenemos a alguien que puede reconocerlo.

—Si nosotros no lo conocemos, ¿cómo lo conoce Blantyre? —preguntó Pitt.

—Por un contacto austríaco, supongo —contestó Narraway—. Ha cometido unos cuantos asesinatos en Europa, pero nunca aquí, que nosotros sepamos.

—Blantyre podría equivocarse —dijo Pitt.

—Por supuesto. ¿Está dispuesto a correr ese riesgo?

—No. No tenemos suficientes hombres para vigilar todas las calles de Dover, sobre todo si hay que apartarlos de las agujas y los semáforos del ferrocarril.

—Ellos cuentan con eso —replicó Narraway.

—Si vuelan la calle principal de Dover, matarán a un montón de gente, pero puede que el duque Alois se les escape…

—No se les escapará —lo interrumpió Narraway—. Crearán una distracción en el último momento, una boca de alcantarilla desbordada, un carro volcado, cualquier cosa para obligarle a ir por una calle lateral, o a permanecer como un blanco inmóvil mientras ellos despejan el camino. En esas situaciones no tiene que pararse. Cuente con varias rutas alternativas. Haga que sus hombres se adelanten. No permita nunca que le bloqueen y que tenga que detenerse. —La cara de Narraway estaba surcada de profundas arrugas, casi demacrada a la luz de la lumbre—. No tiene mucho tiempo, Pitt.

—Averigüe quién mató a Serafina y por qué —lo apremió este.

—¿De veras cree que lo que ella temía contar guarda relación con esto? Estaba divagando…

—¿Se le ocurre un motivo mejor por el que alguien estaría dispuesto a llegar tan lejos para matar al duque Alois? —preguntó Pitt—. ¿O a alguien de su séquito?

—Creo que él podría ser secundario, una simple excusa —le recordó Narraway, con la voz llena de gravedad debido al cansancio y la tensión de los conocimientos y el miedo—. La Brigada Especial es importante, Pitt. Es nuestra defensa contra todas las formas de violencia, de la traición pausada a la anarquía que mata en minutos. Si yo quisiera destruir Inglaterra, primero intentaría deshacerme de la Brigada Especial. Y si a mí se me ha ocurrido esa idea, también se les puede ocurrir a otros.

—Lo sé. —Pitt se levantó despacio, sorprendido de cuánto le dolían los músculos de tensarlos—. Mañana por la mañana empezaré otra vez.

Al día siguiente temprano en Lisson Grove, Pitt y Stoker repasaron cada detalle de la visita de Alois, desde la hora a la que subiría a bordo del vapor en Calais hasta el momento en que embarcaría otra vez en Dover para partir.

En el despacho hacía calor, y el fuego estaba empezando a arder bien con el aire puro después del estancamiento de la lluvia, pero en la habitación no se respiraba tranquilidad.

—Solo traerá a cuatro hombres —dijo Stoker, señalando Calais en el mapa desplegado sobre la mesa de Pitt.

—¿Qué sabemos de ellos? —se interesó Pitt.

—Todos son viejos criados de su familia —respondió Stoker—. Que nosotros sepamos. No hemos averiguado nada que pudiera hacerles vulnerables a la traición. Ninguno es jugador ni tiene deudas fuera de lo normal, ni aventuras amorosas con alguien con un pasado sospechoso o implicado en la política. Nadie bebe por encima de la media, que es bastante elevada.

Adoptó una expresión de desagrado. Pitt no tenía ni idea de si era por cómo imaginaba que eran esos hombres en concreto o por los extranjeros en general.

—Son lo que cabe esperar de los acólitos de un duque menor —continuó Stoker—. Bastante decentes, a su manera.

Alzó la vista del mapa para mirar a Pitt a los ojos, pero los suyos eran indescifrables.

—¿Capaces de protegerlo de un ataque? —le preguntó su superior.

Stoker se encogió de hombros.

—No lo sé, porque nunca han tenido la necesidad de hacerlo. Sinceramente, señor, nadie se molestaría en atacar a alguien como él. ¿Vamos a meter a alguien con ellos?

—Sí. Necesitaré a alguien que hable alemán, a ser posible.

—Él habla bien nuestro idioma —apuntó Stoker.

—Bien. Pero también necesitamos entender lo que dicen entre ellos —señaló Pitt.

—Tenemos a Beck y a Holbein, señor. Los dos son muy buenos.

—Los mandaremos a ellos —convino Pitt.

Stoker arqueó las cejas.

—¿A los dos?

—Sí, a los dos. No podemos permitirnos fracasar. Si dejamos que un duque austríaco sea asesinado en suelo británico después de haber sido avisados, todos nuestros enemigos lo verán como una señal de que somos un animal herido, y los chacales se acercarán.

Stoker hizo una mueca como si Pitt le hubiera pegado, pero su rostro sombrío revelaba que le había entendido, y su cuerpo se puso rígido.

—Sí, señor. ¡Si le pasa algo, no será mientras esté en Inglaterra! —Volvió a doblar el mapa, con una intensa concentración reflejada en la cara—. El ferry sale de Calais a las nueve de la mañana, si el tiempo lo permite. Debería llegar a Dover al mediodía. Él será el primero en desembarcar. Tiene un carruaje especial apartado para su uso. —Miró a Pitt—. ¿Y ese tal Staum, señor?

El rostro de Pitt adoptó una expresión de profundo descontento.

—Es uno de los asesinos más temibles de Europa, según nuestras fuentes francesas y alemanas, y también según Blantyre. Ofrece sus servicios a cualquiera dispuesto a pagarle, en su mayoría anarquistas. Pero podría ser cualquiera que tenga el dinero y quiera matar a alguien. Ha sido visto en Dover trabajando de barrendero con una escoba y un carrito.

Stoker puso cara seria, y sus ojos mostraron el primer asomo de miedo que Pitt le había visto.

—¿Está seguro de que es él? ¿Cómo sabemos que no es alguien que se le parece un poco? No puede tener un aspecto tan diferente, o ya lo habrían atrapado.

—No, no estamos seguros —concedió Pitt incómodo—. Pero contratar a un hombre así es más lógico que provocar un accidente de ferrocarril que mate a un montón de personas y hiera todavía a más.

—Depende de lo que quieran —dijo Stoker con amargura—. Los anarquistas no se caracterizan por su lógica. Por eso son tan condenadamente impredecibles. Y por si fuera poco, a los peores les da igual si los atrapan.

—Lo sé. La gente a la que todo le da igual siempre tiene ventaja sobre el resto. Pero no los envidio. ¿Quién demonios quiere no tener nada por lo que vivir?

—No me lo imagino. —Stoker negó con la cabeza, con expresión de desconcierto y tristeza—. Supongo que por eso nos cuesta tanto atraparlos: porque no los entendemos. ¿Y ese duque, señor? ¿Cree que va a hacer lo que le digamos? ¿O querrá demostrar lo valiente que es y se comportará como un idiota?

—No lo sé —reconoció Pitt—. Todavía estoy intentando averiguar más cosas sobre él y el resto de sus hombres.

Stoker soltó un juramento malsonante entre dientes.

—Yo no lo habría expresado mejor —convino Pitt, sorprendido de la gran imaginación de ese hombre.

Stoker se ruborizó incómodo.

—Lo siento, señor.

—No lo sienta. —Pitt esbozó una sonrisa—. Yo pienso prácticamente lo mismo, solo que expresado de forma menos convincente. Su vocabulario me hace pensar que ha estado en la Marina, pero no lo he visto en su hoja de servicios, al menos en la que me han enseñado.

—No, señor. —Saltaba a la vista que Stoker estaba incómodo—. No fue… del todo oficial…

Se interrumpió, incapaz de dar una explicación, con las mejillas ligeramente teñidas de color.

—¿Aprendió algo? —preguntó Pitt.

—Sí, señor, mucho.

Permaneció inmóvil, esperando el resto del interrogatorio.

—Entonces no fue en vano —respondió Pitt.

Estaba decidido a preguntarle algún día qué había pasado. Sería aconsejable saberlo, pero ahora no importaba.

—Señor… —empezó a decir Stoker.

—No importa —lo interrumpió Pitt.

—Señor… Iba a decir que si quiere que vaya a Dover y viaje en el tren con el duque Alois, lo haré.

—No tiene por qué hacerlo —repuso Pitt—. Será peligroso.

—¿No va a ir usted? —preguntó Stoker en tono desafiante.

—Sí, voy a ir. Más motivo para que usted se quede aquí.

—Entonces yo también iré, señor. De todas formas, me vendría bien la paga extra.

Sonrió, pero no había alegría en sus ojos ni parpadearon un instante.

—¿De verdad? —Pitt lo dijo como si en realidad fuera cosa de unos pocos chelines—. ¿Está ahorrando para algo?

—Sí, señor. —Stoker puso la espalda un poco erguida—. Quiero comprarme un chelo, señor.

A Pitt no se le ocurrió ninguna respuesta, pero se alegró sobremanera.