10

Stoker se paseaba de un lado a otro por el despacho de Pitt con las manos metidas en los bolsillos y la bufanda enrollada todavía al cuello. El alféizar de la ventana que tenía detrás estaba blanco de la nieve, y pasaban flotando copos, casi invisibles, contra un cielo raso y plúmbeo. Faltaba menos de una semana para que el duque Alois desembarcara en Dover.

—Es Staum, eso seguro —dijo, deteniéndose y mirando a Pitt—. He visto una fotografía de él en la actualidad.

—¿Qué ha sido del hombre que hacía ese trabajo? —preguntó Pitt.

—Se ha tomado unas vacaciones —contestó Stoker—. Llegó y dijo que había heredado un dinerillo de un pariente que había muerto y que se iba a marchar un tiempo. Staum fue la primera persona que solicitó el puesto, y como no apareció nadie más durante un día o dos, se lo dieron a él. No sé cuánto dinero le pagaron. —Adoptó una expresión de desagrado—. Puede que no hiciera falta mucho. —Hizo una mueca—. Por otra parte, por lo que sé de Staum, supongo que no vacilaría en matar al hombre si fuera necesario.

Pitt sintió que una pesadez se asentaba dentro de él.

—Entonces podemos esperar un ataque también en Dover. Pero no me atrevo a apartar a los hombres de los semáforos y las agujas por si acaso. —Se hallaba recostado en su silla, pero no estaba nada cómodo—. El carro de la basura es una buena idea. Puede llevarlo a cualquier parte, y nadie se sorprenderá ni sospechará. Vestido con ropa sucia y con una gorra, y manteniendo la cabeza gacha, es prácticamente invisible.

—¿Vamos a avisar a la policía local? —preguntó Stoker.

—Todavía no. Cuando lo sepan se hará público en cuestión de horas. No podrán ocultarlo. El comportamiento de todo el mundo cambiará. Y un hombre con la experiencia de Staum estará pendiente de eso. Cambiarán de planes, y no sabremos cuáles serán. Claro que podrían hacerlo de todas formas.

La cara de Stoker se puso tirante. Un pequeño músculo se movió en su mandíbula.

—Lo sé —convino Pitt en voz queda—. No consigo averiguar nada útil sobre el duque Alois. Por lo menos nada que parezca mínimamente relacionado con el motivo por el que alguien querría matarle. Parece callado, estudioso, querido… Dicen que tiene un sentido del humor muy mordaz y que es muy aficionado a la música, sobre todo a la música alemana densa, como las últimas obras de Beethoven.

—No tiene sentido. —Stoker estaba insatisfecho—. Se nos ha escapado algo.

—Tal vez esa sea la clave —contestó Pitt pensativamente.

—¿Que no tiene sentido?

—Exacto. Eso lo hace impredecible. No se puede evitar lo que no se puede entender ni prever.

—¿Tan listos son? —dijo Stoker sin demasiado convencimiento.

—¿Estamos seguros de que no lo son? —replicó Pitt.

Stoker no dijo nada.

—Sigo investigando a los otros cuatro que vienen con él —continuó Pitt—. Pero parecen lo que cabe esperar en estos casos: amigos, hombres de familias aristocráticas de poca importancia, algún militar, útil pero sin ganas de hacer carrera militar. Ayudantes, un par de criados, esas cosas.

—Me siento como un blanco fácil —dijo Stoker tristemente, en un tono de voz airado—. Quiero detener a Staum, sin más ni más, pero sé que necesitamos tenerlo donde podamos verlo por si nos lleva hasta otros conspiradores.

—Así es —convino Pitt bruscamente, mientras se erguía de repente—. Vigílelo. Probablemente sea demasiado listo para revelar algo, pero si no sabe que le seguimos la pista, puede que cometa un desliz y se ponga en contacto con alguien.

—Y por otra parte, puede que sepa perfectamente que estamos vigilándolo y desvíe nuestra atención de lo que realmente importa. —Stoker se encorvó—. Quiero atrapar a ese hombre.

Pitt sonrió lúgubremente.

—Yo también, pero antes tenemos que meter y sacar a Alois de Gran Bretaña sano y salvo.

—Sí, señor.

Esa vez Pitt consiguió quince minutos con el primer ministro sin ningún problema. No desperdició ni uno solo.

—¿Alguna novedad? —preguntó Salisbury, situado de pie de espaldas al fuego, con una expresión seria en su cara alargada y el cabello blanco de punta como si se hubiera pasado los dedos.

—Sí, milord —contestó Pitt—. Sabemos quiénes se encuentran situados en Dover y en los lugares vulnerables de la línea de ferrocarril. No sabemos dónde pretenden atacar. Puede que algunos sean señuelos, porque los conocemos, y lo lógico sería que cualquier ataque fuera llevado a cabo por personas que no conocemos.

Salisbury suspiró.

—Qué desastre. ¿Algún dato interesante? ¿Como quién está detrás y por qué? ¿Por qué el duque Alois, y por qué en Inglaterra?

—Cuantas más cosas descubro sobre el duque Alois menos seguro estoy de si tiene algún valor táctico o si simplemente es conveniente.

Salisbury arqueó las cejas pero sonrió.

—No me diga…

Su expresión no necesitaba comentario, pero la diversión que reflejaban sus ojos expresaba su opinión sobre muchos duques menores. Europa estaba llena de parientes lejanos de la reina Victoria, y en un momento u otro él había tratado con la mayoría de ellos.

—De modo que sería una víctima circunstancial, asesinada para hacer hincapié en algo —dijo.

—Sí, señor. La mayoría de las víctimas de los anarquistas lo son. Los ricos, los privilegiados, los que tienen título de nobleza, cualquiera de ellos es una ofensa de por sí. En lo que a ellos respecta, no importa lo que hagas después. La sangre de una persona es tan buena como la de otra como forma de protesta.

—Siempre que no sea la tuya —añadió Salisbury con un poco de mordacidad.

—Para algunos —convino Pitt—. Para otros forma parte del juego. Morir por la causa.

—¡Dios todopoderoso! ¿Qué demonios hacemos con ellos? ¿Cómo se lucha contra un loco?

—Con cautela. —Pitt se encogió de hombros—. Con conocimientos, con observación y teniendo presente que está loco, de modo que no hay que buscar cordura donde no la hay, solo alarde y pasión.

—¿Qué quieren? ¿Lo sabe usted?

—No estoy seguro de que quieran algo —respondió Pitt—. Salvo cambios. Todos quieren cambios.

—Para que ellos puedan ser los que tengan poder, dinero y privilegios.

Era una conclusión más que una pregunta.

—Sí, probablemente. Pero no miran tan lejos. Si lo hicieran, sabrían que con un asesinato esporádico como este jamás se han conseguido cambios sociales. La gente se asusta y se enfada. Si matan al duque Alois, lo convertirán en un mártir.

—¡Y a nosotros en unos auténticos incompetentes! —indicó Salisbury con amargura—. Que probablemente es lo que busquen. Son enemigos de Gran Bretaña. El duque solo es el medio para conseguir un fin, pobre diablo.

—Sí, señor. Según ellos, por el bien común.

—Deténgalos, Pitt. Si ganan, no solo perderá Gran Bretaña sino todo el género humano civilizado. No nos pueden chantajear con el miedo de esa forma.

Pitt se había imaginado lo que diría Salisbury, pero tenía que seguir intentándolo.

—¿Está seguro de que no merece la pena avisarle del grave peligro que corre y pedirle que venga en otra ocasión?

—Sí, totalmente seguro —afirmó Salisbury.

Pitt tomó aire para protestar, pero decidió no hacerlo.

Salisbury lo miró con aire cansado.

—Estoy seguro porque ya lo he intentado. Insiste en que estará totalmente a salvo en sus manos.

—Sí, señor —contestó Pitt, empleando mentalmente otras palabras mucho menos civilizadas.

Salisbury sonrió.

—Eso es —dijo lúgubremente.

Charlotte estaba en el vestíbulo a punto de coger el teléfono cuando vio que Minnie Maude salía por la puerta de la carbonera y la veía. La criada se sonrojó con tristeza, se quitó algo de los brazos, esbozó una débil y fugaz sonrisa y apartó la vista.

Charlotte se olvidó del teléfono. A la chica le preocupaba algo, y había llegado el momento de que Charlotte se enterase de qué era. Siguió a Minnie Maude hasta la cocina. Estaba delante del fregadero con una ristra de cebollas en la encimera y un cuchillo en la mano. Había cortado la primera cebolla, y su olor acre ya había impregnado el aire.

La mesa estaba totalmente despejada, y los platos lavados y secados y guardados en el aparador. Una tostada sin comer había desaparecido. ¿Por eso había estado Minnie Maude en la carbonera, para comérsela? ¿Se había criado en un ambiente tan pobre que la comida todavía era para ella algo tan preciado que se veía obligada a comer migajas en secreto?

—Minnie Maude —la llamó Charlotte con delicadeza.

La muchacha se dio la vuelta. Tenía los ojos enrojecidos, tal vez a causa de la cebolla, pero parecía asustada.

Charlotte sintió un acceso de lástima y de culpabilidad. La chica solo tenía cuatro o cinco años más que Jemima y es posible que se pasara el resto de su vida sirviendo en casa de otra persona, con una sola habitación que pudiera considerar propia. En esa casa ella era la única criada, de modo que ni siquiera tenía a nadie con quien entablar amistad. Sabía que estaba sustituyendo a Gracie, que había sido muy querida allí. La soledad, el esfuerzo constante por estar a la altura, debían de ser una carga en ocasiones demasiado pesada, y sin embargo no tenía adónde escapar más que a la carbonera.

—Minnie Maude —repitió Charlotte, esta vez sonriendo—, creo que sería buena idea que tostaras unos bollos. Sé que tenemos. Vamos a untarlos con mantequilla y a tomar un té. ¿Qué te parece dentro de media hora? Trabajas muy duro. Un tentempié nos vendrá bien a las dos.

Minnie Maude relajó los hombros.

—Sí, señora. Los tostaré.

Era evidente que había esperado que Charlotte dijera otra cosa, algo que temía.

—¿Comes suficiente, Minnie Maude? —preguntó Charlotte—. Puedes comer cuanto quieras, ¿sabes? Y si es necesario, cocina más. No tenemos por qué apretarnos el cinturón. Simplemente no desperdicies la comida. —Sonrió—. En el pasado vivimos épocas difíciles en las que eso era muy importante, y conviene no olvidarlas. Pero ahora tenemos más que suficiente y puedes comer lo que te venga en gana.

—Estoy… estoy bien servida, señora.

Minnie Maude se ruborizó, pero no dijo nada más. Muy despacio, sin saber si tenía permiso o no, se volvió para seguir cortando las cebollas.

Charlotte sabía que no había descubierto la verdad. ¿Acaso las incursiones en el sótano no tenían nada que ver con la comida, sino simplemente con el hecho de estar sola? No tenía sentido. En la carbonera hacía frío. Minnie Maude tenía arriba una habitación de lo más confortable, acogedora y amueblada de manera adecuada. El problema no era ese. Momentáneamente derrotada, regresó al vestíbulo.

Casi había llegado al teléfono cuando sonó. Lo cogió y contestó. Era Adriana Blantyre. Su voz sonaba un tanto distorsionada por la máquina, pero era perfectamente reconocible por su tono ronco y su ligerísimo acento.

—¿Qué tal está? —preguntó Adriana—. Siento llamarla con tanta prisa. Es de lo más indecoroso, pero hay una exposición en una galería privada que tengo muchas ganas de ver, y pensé que a usted también le gustaría. ¿Ha oído hablar de Heinrich Schliemann?

—¡Por supuesto! —contestó Charlotte rápidamente—. Descubrió las ruinas de Troya a través de su afición por Homero. Murió hace unos años. ¿Se exhibe parte de su obra?

No le costó infundir entusiasmo a su voz. Era la ocasión perfecta para volver a ver a Adriana y tal vez para descubrir alguna de las pruebas que Pitt necesitaba. Deseaba fervientemente que demostrase la inocencia de Adriana.

—Hoy —respondió enseguida Adriana, con la voz embargada de emoción—. Me acabo de enterar. He cancelado mis otros compromisos y tengo intención de ir, pero sería mucho más divertido si usted me acompañase. Por favor, no se sienta obligada… pero si puede…

Charlotte no necesitó tiempo para pensarlo.

—Sí que puedo. Ha esperado miles de años. Es más que suficiente. Haremos un viaje a través del tiempo, y por unas horas el presente desaparecerá. ¿Dónde es la exposición, y dónde nos reuniremos?

—Me pasaré a recogerla en mi carruaje dentro de una hora. ¿Es demasiado pronto?

—No, en absoluto. Le aseguro que no tengo nada más interesante que hacer, y cualquier cosa que surja podrá esperar.

—Entonces la veré dentro de una hora. Adiós.

Charlotte le dijo adiós y colgó. No le diría a Minnie Maude adónde iba, se pondría el vestido de mañana más elegante que tenía y se prepararía para resultar encantadora, cordial, inteligente y —si no le quedaba más remedio— también para traicionarla.

Se sentó delante del espejo del tocador que había en su habitación. Se quedó mirando su reflejo y le resultó difícil de soportar. Despreciaba lo que estaba a punto de hacer, y sin embargo no veía otra alternativa que negarse a ayudar a Pitt. Él estaba haciendo lo que tenía que hacer. Alguien había asesinado a Serafina, vieja, asustada y sola en su cama, presa del pánico a la oscuridad que se cernía sobre su mente, arrebatándole todo lo que ella había sido, traicionándola de una forma contra la que no había modo de defenderse.

Charlotte no tenía otra opción excepto la cobardía. Solo esperaba que sus descubrimientos demostrasen que Adriana era inocente.

Llegaron a la exposición a última hora de la mañana. En cuanto entraron por las puertas, el pasado las envolvió. La presentación trataba tanto de Schliemann como sobre sus descubrimientos. Había fallecido en Nápoles el día después de Navidad de 1890, pero su energía y la fuerza de sus sueños inundaban la galería. En la entrada había colgado un gran retrato de él: un hombre parcialmente calvo con gafas, ataviado con un impecable traje de etiqueta y un chaleco con botones. Aparentaba cincuenta y muchos o sesenta y pocos años.

—No me lo imaginaba así —dijo Adriana encogiéndose ligeramente de hombros—. Debería ser temible e imponente, un hombre que no habría desentonado en Troya.

Charlotte sonrió.

—No me diga que Helena de Troya fue en realidad un adefesio. No podría soportarlo.

Adriana se rio.

—Quemaron las altas torres de Ilio por ella, según nos dicen los poetas.

Vio otro retrato en la pared a metros de distancia. En él aparecía una mujer morena muy joven vestida con un espléndido tocado con largos pendientes en las orejas y un pesado collar compuesto de quince hebras de oro o más.

Charlotte se acercó a él, seguida inmediatamente de Adriana.

—Es preciosa —dijo Charlotte, observándola detenidamente. Leyó la inscripción que figuraba debajo—: «Sophie Schliemann, luciendo los tesoros descubiertos en Hisarlik que, según se dice, son las joyas de Helena de Troya». —Se volvió hacia Adriana—. Me pregunto cómo era Helena. No me imagino a alguien tan hermosa como para que una ciudad entera y su gente se aniquilaran por su amor a ella. Y no digamos una guerra que duró once años, con toda la muerte y la devastación que debió de costar. ¿Merece algún amor eso?

—No —dijo Adriana sin titubear—. No tuvo nada que ver con el amor. A menudo me he preguntado por el amor y la belleza. Casarse con una mujer por su aspecto, cuando no te importa quién es por dentro, es como adquirir una obra de arte por el placer que te proporciona mirarla o exhibirla ante los demás. Si no es una compañera para ti, alguien con quien compartes los sueños, las risas y el sufrimiento, con quien no te sientes solo, ¿no es como comprar comida que no puedes comer?

El rostro de Adriana permaneció totalmente sereno, con la piel inmaculada sobre sus huesos perfectos y unos ojos insondables.

Charlotte tuvo una súbita visión de la nada más terrible, un vacío que jamás había imaginado. ¿Era eso lo que Blantyre consideraba a Adriana: una posesión frágil y exquisita? ¿Qué sentiría cuando apareciesen las primeras arrugas, cuando el rubor desapareciese de sus mejillas, cuando su cabello menguase y se volviera gris, cuando ya no se moviera con tanta elegancia?

En su fuero interno Charlotte siempre había deseado ser hermosa: no solo guapa, como ya era, sino poseedora del tipo de belleza que deslumbra, como Vespasia. Ahora agradecía profundamente no serlo. Pitt no solo era su marido, sino el mejor y más íntimo amigo que había tenido jamás, más próximo que Emily o que cualquier otra persona. Se sorprendió sonriendo de oreja a oreja, iluminada por una luz interior, cuando contestó:

—Pobre Helena. ¿Cree que todo se redujo a eso: una riña por unas posesiones por las que pagó un país entero?

—No. —Adriana negó con la cabeza—. La idea de la belleza en la Grecia clásica residía tanto en la mente como en la cara. Ella también debió de ser sabia, honesta y valiente.

—¿Y dulce? —continuó Charlotte—. ¿Cree que también tenía sentido del humor? ¿Y que sabía perdonar y era generosa de espíritu?

Adriana se rio.

—¡Sí! ¡No me extraña que quemasen Troya por ella! ¡Me sorprende que no quemasen toda Asia Menor! Vamos a ver el resto de la exposición.

Tocó el brazo de Charlotte, y avanzaron juntas asombrándose de los adornos, las máscaras doradas, las fotografías de las ruinas y los muros que antaño debían de haber impedido entrar a los ejércitos de Agamenón y los héroes legendarios.

—¿Qué parte de verdad cree que hay? —dijo Charlotte después de varios minutos de silencio. No debía desperdiciar el tiempo cuando podía hablar indirectamente y obtener respuestas—. ¿Cree que sentían las mismas emociones que nosotros: envidia, miedo, deseo de venganza por los agravios que no podemos olvidar?

¿Estaba siendo demasiado obvia?

Adriana apartó la vista de las fotografías que estaba mirando y se situó de cara a ella.

—Por supuesto. ¿Y usted? —Por un momento se atisbó en su rostro una expresión de miedo—. Esas cosas nunca cambian.

Charlotte se esforzó por recordar sus conocimientos escolares.

—Agamenón mató a su hija, ¿no? Un sacrificio a los dioses para que los vientos cambiasen y llevasen a sus ejércitos a Troya. Y cuando volvió a casa once años más tarde, su mujer lo mató por eso.

—Sí —convino Adriana—. Es comprensible. Tenga presente que mientras tanto ella se había casado con su hermano, así que entraron en juego muchas emociones distintas. Y luego su hijo la mató, y así sucesivamente. Fue un asunto bastante desagradable.

—La venganza suele serlo —comentó Charlotte, cambiando súbitamente de tono, como si estuvieran hablando de algo actual.

Adriana la miró con curiosidad.

—Lo dice como si fuesen conocidos suyos.

—¿Acaso no tratan todas las buenas historias de personas que conocemos?

Adriana reflexionó por un momento.

—Supongo que sí. —De repente sonrió de forma radiante—. ¡Sabía que venir aquí con usted sería más divertido que con cualquier otra persona! ¿Dispone de tiempo para comer? Hay un restaurante magnífico con un chef croata cerca de aquí. Me gustaría que saboreara un poco de la comida de mi país. No es tan distinta. No le resultará fuerte ni pesada.

—Me encantaría —dijo Charlotte sinceramente—. Sé muy poco de Croacia. Cuénteme más, por favor.

—Es una petición peligrosa —apuntó Adriana alegremente—. Quizá luego desee no haberlo pedido. Interrúmpame cuando se haga de noche y tenga que volver a casa.

Charlotte sintió que la culpabilidad brotaba dentro de ella, pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.

—Lo haré —prometió—. Veamos qué más encontró el señor Schliemann en Troya y Micenas.

—¿Sabía que hablaba trece idiomas? —preguntó Adriana—. Escribía en su diario en el idioma del país en el que estaba. Inglés, francés, holandés, español, portugués, sueco, italiano, griego, latín, ruso, árabe y turco. Y alemán, claro. Él era alemán.

La emoción y la admiración animaban su rostro.

—De hecho, escribió un artículo sobre Troya en griego antiguo —continuó—. Fue un hombre extraordinario. Hizo como mínimo dos fortunas, y las gastó las dos. Llamó a sus hijos Andrómaco y Agamenón. Los dejó bautizar, pero colocó un ejemplar de La Ilíada sobre sus cabezas y recitó cien hexámetros del poema. ¿No estaría la vida mucho más vacía sin excéntricos en el mundo?

Se rio al decirlo, pero su voz tenía un timbre apasionado y su cara una intensidad que le conferían la clase de belleza que hacía que el resto de los presentes en la sala se volvieran para mirarla, como si por un instante se hubiera convertido en la mismísima Helena.

Charlotte rememoró la intensa emoción que había visto en la cara de Blantyre cuando la miraba: la actitud protectora; el orgullo; algo que podría haber sido el asombro persistente por que lo hubiera elegido a él cuando debía de haber tenido un montón de pretendientes. ¿Cuánto le importaba su belleza? ¿La habría amado si ella hubiera tenido un aspecto corriente pero las mismas emociones intensas? ¿Qué peso había tenido la vulnerabilidad de ella, la necesidad de Blantyre de protegerla? ¿Era más necesario eso para él que para ella?

Mientras esa idea ocupaba su mente Charlotte supo que tenía que descubrir más cosas sobre Croacia, sobre el pasado del lugar, sobre la muerte del padre de Adriana y, por encima de todo, sobre Serafina Montserrat.

Terminaron de visitar los objetos expuestos hablando de ellos con interés. El carruaje de Adriana las llevó al restaurante del que había hablado. Estaba deseando compartir todo sobre su país y la cultura en la que se había criado. Había conocido a muy pocas personas a las que hubiera podido contarles sus recuerdos y describirles lo que había visto y amado.

—Esto le encantará —decía cada vez que traían un plato nuevo—. A mí me gustaba cuando era niña. Mi abuela me enseñó a hacerlo. Siempre fue uno de mis favoritos. Está hecho principalmente de arroz, mariscos pequeños y hierbas muy exquisitas. El secreto está en cocinarlo hasta que esté tierno y no pasarse con el aliño. Si queda demasiado fuerte está terrible.

—¿Comen mucho pescado los croatas? —preguntó Charlotte.

—Sí. No sé por qué, salvo que es fácil de hacer y no es muy caro.

—Y al igual que nosotros, tienen un litoral muy largo.

Adriana contempló mentalmente una imagen, tal vez de épocas pasadas.

—Ah. —Dejó escapar un suspiro—. Inglaterra es muy hermosa, pero no ha visto una costa como la nuestra. El aire es cálido, y el cielo parece muy alto, con pequeñas nubes de formas maravillosas, delicadas, como plumas, y radiante. La arena es clara, sin guijarros, y el agua es de colores a los que no daría crédito. Hay mil islas, y las del sur parecen tropicales.

Charlotte trató de visualizarlo. Se imaginó un agua azul brillando al sol y un calor que traspasaba la piel hasta los huesos. Se sorprendió sonriendo. Les sirvieron el primer plato, y estaba delicioso como Adriana había dicho.

—Croacia es muy antigua —prosiguió Adriana—. No más que Inglaterra, pero está más cerca del centro de todo. Pasamos a formar parte del Imperio romano en el año 9 después de Cristo, y por supuesto antes de eso tuvimos colonias griegas. En 305 el emperador romano Diocleciano construyó un palacio en Split. El último emperador, Julio Nepote, gobernó desde allí hasta que fue asesinado en el año 408. Como ve, nosotros también tenemos grandes ruinas romanas.

Lo dijo con orgullo, como si fuera un vínculo entre ellas.

—Nuestro primer rey, Tomislav, fue coronado en el año 925. —Se interrumpió y adoptó una expresión de resignación—. En 1102 nos unimos a Hungría, poco después de que ustedes padecieran la conquista de Guillermo de Normandía. Luego, en 1526, elegimos a un rey de los Habsburgo, y supongo que eso fue el principio del fin. Al menos eso solía decir mi padre. —El dolor atravesó su voz y resultó totalmente manifiesto en sus ojos. Bajó rápidamente la vista—. Eso fue más o menos en la época de su reina Isabel, ¿no?

—Sí, así es —dijo Charlotte rápidamente, esforzándose por recordar.

Isabel había muerto en torno a 1600, de modo que debía de tratarse del mismo período. Se sentía cruel, pero no se le había presentado una oportunidad mejor. De esa manera podría revelar la culpabilidad de Adriana, pero también podría demostrar su inocencia. Eso compensaría con creces sus esfuerzos. La incomodidad que sentía ahora no tenía importancia.

Llegó el segundo plato: un pescado blanco cocido al horno entre hojas de parra con verduras que Charlotte no conocía. Las probó, tímidamente al principio, y luego, consciente de que Adriana estaba observándola, con más satisfacción. El tiempo estaba pasando. Debía sacar a colación a Serafina o perdería la oportunidad. ¿Cómo podía hacerlo sin resultar tremendamente torpe o, por otra parte, tan taimada que también resultara evidente, y tal vez incluso más ofensiva?

—Ojalá pudiera viajar —dijo, sin saber adónde acabaría llevando ese tema—. Debe de echar de menos su hogar. Me refiero al hogar en el que creció.

Adriana sonrió con tristeza.

—A veces —reconoció.

—¿Conoce a más personas que hayan vivido allí, aparte del señor Blantyre?

—No a muchas. Tal vez debería buscar un poco mejor, pero me parece muy… forzado.

Charlotte respiró hondo.

—¿Conocía a la señora Montserrat? Falleció hace poco. Creo que vivió en Croacia.

Adriana se quedó sorprendida.

—¿La conocía usted? No lo había mencionado. —Bajó la voz—. Pobre Serafina. Qué forma más terrible de morir.

Charlotte se esforzó por evitar contradecirse y revelar demasiada información en sus preguntas.

—¿Ah, sí? —Aparentó ignorancia—. Sé muy poco del tema. Lamento haber dado la impresión de que la conocía. Era muy amiga de mi tía Vespasia: lady Vespasia Cumming-Gould.

—¿Lady Vespasia es su tía? —dijo Adriana con regocijo.

Charlotte lo había dicho demasiado a la ligera y en esos momentos se sentía avergonzada, como si hubiera fingido una relación que no existía.

—En realidad, es la tía abuela de mi hermana por parte de su primer marido, pero le tenemos más estima que a cualquiera de nuestros parientes.

—Yo también la tendría —convino Adriana—. Es maravillosa.

Charlotte no podía permitir que la conversación se desviase de Serafina.

—Lamento mucho lo de la señora Montserrat. Tía Vespasia dijo que murió plácidamente. Al menos eso me pareció que dijo. ¿Acaso no la escuché bien? ¿O estaba…? No. Tía Vespasia no evitaría la verdad para restarle importancia.

Adriana miró a la mesa.

—No. Ella no lo haría. Ella también luchó por la libertad, creo.

—Como la señora Montserrat —convino Charlotte—. Se conocían desde hace mucho. Tía Vespasia decía que la señora Montserrat era muy valiente… y franca en sus opiniones.

Adriana sonrió.

—Sí, lo era. Mi padre me habló de ella… —Hizo un esfuerzo por un momento, tratando de recobrar el aliento y hacer que su voz sonase serena antes de continuar—. Solía decir que ella era la más valiente. A veces salía airosa simplemente porque nadie esperaba que una mujer cabalgase toda la noche a través del bosque y luego pudiera pensar con claridad de día, e incluso empuñar un arma sin que le temblase y disparar. —Hizo caso omiso de las lágrimas que anegaron sus ojos—. Recuerdo su risa. Y sus canciones. Tenía una voz preciosa. Lo siento.

Bajó la vista, y las lágrimas le corrieron por las mejillas. Buscó a ciegas un pañuelo en su bolso y cuando por fin lo encontró se sonó la nariz con delicadeza.

—No tiene por qué disculparse —le dijo Charlotte en tono tranquilizador—. La pérdida de su padre debió de ser terrible, y por lo que dice, se nota que todavía lo echa mucho de menos. ¿Ha dicho que Serafina estuvo allí?

Adriana se quedó sorprendida.

—Sí. Debo… debo de haberlo dicho. No hablo del tema porque siempre me altero. Le pido disculpas. Esto es ridículo. Todo el mundo debe de estar mirándome.

—De todas formas, ya la estaba mirando mucha gente —respondió Charlotte sonriendo—. Los hombres miran a las mujeres hermosas con satisfacción, las mujeres con envidia, y si también son elegantes, para ver qué pueden copiarles. Y las peores, para ver si les encuentran algún defecto.

—Entonces voy a dejarlas contentas —dijo Adriana irónicamente.

—Tonterías. No hay nada malo en tener el corazón sensible —le aseguró Charlotte. Estaba perdiendo el control de la conversación, que se estaba desviando otra vez a lo general—. ¿Le habló la señora Montserrat de su padre? Debió de ser bonito y a la vez doloroso para usted, porque no debía de tener a nadie más que lo conociera y con quien pudiera recordarlo, o que le contase anécdotas de su valor o de las cosas que le gustaban y las que no.

La mirada de Adriana se suavizó.

—Sí. Me dijo que era muy aficionado a la historia y que conocía todas las viejas leyendas de los héroes medievales: Porga, que fue a ver al emperador bizantino Heraclio e hizo que el Papa enviara misioneros en el año 640. El duque Branimir, etcétera. Ella sabía los nombres de todos y lo que habían hecho, aunque era italiana. Me ayudó a recordar las historias que él me contaba; yo solo conservaba fragmentos en la memoria.

Charlotte trató de imaginarse a Adriana sentada junto a la cama de Serafina esperando pacientemente mientras la anciana rescataba fragmentos de su mente errabunda y los recreaba para ella, evocando por un rato la presencia de su querido padre.

¿Recordaba haberlo visto golpeado, cubierto de sangre y luego arrodillado y sentenciado de un disparo en la nuca? La imagen de las caras distorsionadas por la ira, el brillo de la luz en los cañones de las pistolas, los gritos de terror y dolor, y luego el silencio y el olor a humo de pistola y sangre, la sangre de su padre. Y luego Serafina acudiendo en su auxilio, agarrándola, abrazándola, llevándosela a la carrera, tal vez a caballo, sentada en la silla de montar delante de ella mientras cabalgaba frenéticamente para escapar, para proteger a la niña. Pero nadie podría hacer nada para protegerla de sus pesadillas el resto de su vida.

Al mirar ahora a Adriana, tan exquisitamente vestida, con la piel blanca como el papel, Charlotte advirtió que los demonios seguían presentes en sus ojos. Si Serafina había dejado escapar algo, si había cometido un descuido pronunciando un par de palabras, ¿había revelado a Adriana que había sido ella la que había traicionado a Lazar Dragovic?

¿O el nombre de otra persona que lo había hecho?

Mirarla fijamente era una grosería, una intrusión, pero Charlotte no tendría otra oportunidad de descubrir la verdad. No podía dejarla pasar, por descortés que fuera.

—Lamento que ya no esté —le dijo a Adriana—. Pero tía Vespasia me dijo que fue una muerte plácida. Que había tomado más láudano del que debía y que simplemente se fue a dormir.

¿Bastaba con eso? Era una mentira, por supuesto. Había sido Pitt quien se lo había dicho, pero no tenía importancia.

Adriana la miró fijamente.

—¿La mataría a usted una dosis doble de láudano?

Charlotte vaciló. ¿Qué debía decir? ¿Evitar la verdad o decírsela y ver cómo reaccionaba Adriana? Tenía que saberlo. Puede que el caso de Pitt dependiera de ello, y las vidas de otras personas.

—No —respondió manteniendo la compostura—. Creo que hace falta mucha más cantidad, varias dosis.

Parecía que el resto de los comensales del restaurante se moviesen lentamente, dormidos, avanzando a tientas.

Adriana la miró fijamente. Empezó a hablar, pero tenía la boca tan seca que le falló la voz. Volvió a intentarlo.

—¿Varias dosis?

Charlotte no podía parar ahora ni echarse atrás.

—Eso parece.

—Entonces…

Adriana no terminó la frase, pero no hizo falta. Las dos sabían cómo acababa.

—Lo siento —se disculpó Charlotte en voz baja—. No debería habérselo dicho. ¿Habría sido preferible una mentira, o al menos una evasiva?

—No. —Adriana permaneció inmóvil unos segundos más—. Lo siento, no me entra nada más. Creo que necesito irme a casa. ¿Sabe quién le dio el láudano? ¿Cree que fue Nerissa Freemarsh? Serafina estaba muy angustiada por culpa de su memoria cada vez más frágil… su mente…

No terminó el razonamiento.

—No lo sé —reconoció Charlotte sinceramente—. Alguien podría verlo como un acto de compasión, pero la ley lo considerará un asesinato de todas formas.

—¿Tal vez lo tomó ella misma? —dijo Adriana desesperadamente.

Charlotte sabía que eso no era posible. Conociendo el miedo de Serafina, se habían tomado precauciones para que no se diera el caso. Tal vez no fuera el momento de decirlo.

—Tal vez —convino—. Le aterraba cometer una indiscreción y dejar escapar un viejo secreto que pudiera perjudicar a alguien que al parecer sigue vivo y es vulnerable. No tengo ni idea de quién podría ser, ni de si existe tal persona. ¿Lo sabe usted?

—No… ella no me dijo nada.

Adriana habló en tono vacilante, como si estuviera buscando en su memoria cualquier cosa que Serafina pudiera haber dicho.

—¿Nada en absoluto? —insistió Charlotte—. Eso lo explicaría, en caso de que lo hubiera tomado ella misma.

¿Estaba siendo cruel de forma deliberada y sin motivo?

—Serafina conocía a lord Tregarron —dijo Adriana tímidamente—. Muy bien, por lo que decía.

Charlotte se quedó atónita. Por un momento había visto en los ojos de Adriana un ligerísimo asomo de diversión, pero volvió a desaparecer un instante después. Tregarron era como mínimo veinticinco años más joven que Serafina, si no más. Puede que eso hubiera importado menos treinta y cinco años antes, pero entonces él debía de ser muy joven, apenas un muchacho, mientras que ella rondaría los cuarenta. Era ridículo. Adriana debía de haberse equivocado.

—¿Podría haber sido otra persona cuyo nombre sonara parecido? —propuso—. ¿Alguien austríaco, o húngaro, por ejemplo?

—No, era Tregarron —insistió Adriana—. La visitó en Dorchester Terrace.

—Entonces ella no pudo haberlo conocido hacía mucho.

—No. Debí de entender mal esa parte.

Adriana miró el plato de Charlotte y el postre sin terminar.

—Ya he tenido suficiente —dijo Charlotte rápidamente—. Vayámonos. Una comida deliciosa. Tendré que repetir. No tenía ni idea de que la comida croata estuviera tan buena. Gracias por todo lo que me ha enseñado y por el placer de su compañía.

Adriana sonrió; casi había recobrado la compostura.

—¿No decía vuestro lord Byron que la felicidad nació gemela? Los placeres saboreados en soledad pierden la mitad de su sabor. Vamos a buscar el carruaje.

Charlotte llegó a casa a media tarde, un poco antes de lo que había esperado. Tenía mucha información nueva que ofrecer a Pitt, pero ninguna conclusión aparte de la certeza cada vez mayor de que Serafina había sabido quién había traicionado a Lazar Dragovic, pero por algún motivo no se lo había dicho a nadie. ¿Era ese el secreto que tanto había temido que se le escapase? Tenía sentido. Al menos para Adriana Dragovic aún poseía una importancia vital. Serafina siempre había tratado de protegerla, ya fuese por amor o por lealtad a Lazar, o simplemente por decoro. Ella habría sabido cómo le afectaría a Adriana ese secreto.

Charlotte recorrió el pasillo hasta la cocina. Era demasiado pronto para que Daniel y Jemima hubieran vuelto del colegio, pero le sorprendió encontrar la cocina vacía. Minnie Maude tampoco estaba en el fregadero ni en el comedor ni el salón. ¿Podía haber salido a comprar? La mayoría de los enseres domésticos que necesitaban se los entregaban a domicilio, y los que tenían que comprar en persona los adquirían por la mañana.

Charlotte subió la escalera y buscó a Minnie Maude, pero no la encontró. Ahora estaba preocupada. Incluso miró en el jardín de la parte trasera para ver si se había tropezado y se había hecho tanto daño que no podía levantarse ni volver arrastrándose a casa. Al mismo tiempo que lo hacía sabía que era absurdo. A menos que estuviera inconsciente, habría vuelto.

Debía de estar en la carbonera; era el único sitio que quedaba. Pero ¡Charlotte llevaba en casa un cuarto de hora! ¿Qué demonios haría Minnie Maude en la carbonera tanto tiempo? Abajo no había nada que pudiera tardar tanto en recoger, y haría un frío de muerte.

Abrió la puerta. La luz estaba encendida; podía ver su brillo tenue desde el escalón superior. ¿Se había resbalado Minnie Maude y se había caído allí? Bajó rápido agarrándose al pasamanos. Minnie Maude estaba sentada en un cojín en el rincón, envuelta con una manta, sosteniendo en los brazos un perrito menudo y sucio, con una cinta roja alrededor del pescuezo. Minnie Maude alzó la vista a ella con los ojos muy abiertos, asustada.

Charlotte respiró hondo.

—Por Dios, súbelo a la cocina —dijo, tratando de dominar la incontenible emoción que sentía. Alivio, compasión, conciencia de la soledad de Minnie Maude y todos los sentimientos encontrados que albergaba por Adriana, y por Serafina, todas las cosas relacionadas con la necesidad y la pérdida mezcladas en su mente—. ¡Y lávalo! —continuó—. ¡Está asqueroso! Cómo no va a estarlo, viviendo en la carbonera.

Minnie Maude se levantó despacio, sosteniendo el perro.

—Más vale que le des de comer —añadió Charlotte—. Algo caliente. Es muy pequeño, a juzgar por su aspecto.

—¿Va a echarla?

La cara de Minnie Maude estaba blanca de miedo, y abrazaba al animal tan fuerte que la criatura chillaba.

—No creo que a los gatos les guste —contestó Charlotte indirectamente—. Pero tendrán que acostumbrarse. Le buscaremos un cesto. Lávalo en la pila del fregadero o llenarás toda la casa de polvo de carbón.

Minnie Maude respiró hondo de forma trémula, y su rostro se llenó de esperanza. Charlotte se apartó para subir la escalera. No quería que Minnie Maude pensara que podía salirse con la suya cuando le viniera en gana.

—¿Tiene nombre? —preguntó con voz ronca.

—Uffie —respondió Minnie Maude—. Pero puede cambiárselo si quiere.

—Uffie me parece perfecto —contestó Charlotte—. Súbela, o súbelo si es macho, y no la dejes en el suelo hasta que llegues al fregadero, o te pasarás el resto del día quitando carbón de las alfombras, y todos nos quedaremos sin cenar.

—La llevaré a la cocina —dijo Minnie Maude fervientemente—. Y procuraré que no enrede nada, se lo prometo. Es muy buena.

No lo será, pensó Charlotte, cuando esté caliente y alimentada como es debido, y se dé cuenta de que puede quedarse. Pero tal vez eso fuera mejor.

—Es responsabilidad tuya —le advirtió mientras mantenía la puerta de la carbonera abierta.

Minnie Maude salió al pasillo abrazando al perro contra ella, con la cara radiante de felicidad.

Cuando Pitt volvió a casa, tarde y cansado, Charlotte le informó muy concisamente de la existencia del perro, no en forma de pregunta sino simplemente para que no se sorprendiera cuando encontrase al animalito en el fregadero. Daniel y Jemima se habían enamorado de él en el acto, y no había nada más que decidir.

Por la noche, a solas mientras el fuego del salón se apagaba y las ascuas se asentaban en la chimenea, le dijo a su marido lo que había descubierto gracias a Adriana.

—¿Estás segura de que mencionó a Tregarron? —preguntó él, inclinándose un poco hacia delante en su sillón.

—Sí. Pero no estoy segura de que fuese lo que Serafina dijo, y en caso de que lo fuera, no estoy segura de que fuese lo que quería decir. Pero creo que Serafina sabía quién traicionó a Lazar Dragovic y que tanto si pretendía decírselo como si no, Adriana se enteró de quién era de algún modo.

—Pues no habrá sido Tregarron —dijo Pitt razonablemente—. Era demasiado joven para estar implicado, y de todas formas estaba aquí, en un internado de Inglaterra. Debía de tener catorce años en aquel entonces. ¿Por qué habría matado Adriana a Serafina si lo sabía? ¿A quién estaba protegiendo? No tiene sentido.

—Sí que lo tiene —repuso Charlotte tan rápido que su voz casi no se oyó con el crujido de un tronco que se deshizo soltando una lluvia de chispas en el fuego—. Si fue la propia Serafina la que traicionó a Dragovic.

—¿Serafina? —Pitt se quedó asombrado—. Pero estaban en el mismo bando. Y ella rescató a Adriana. Según mis fuentes, ella y Dragovic fueron amantes, al menos por un tiempo.

—No seas tan ingenuo, Thomas —replicó ella exasperada—. A veces los amantes más apasionados también son los enemigos más acérrimos. ¿Y quién sabe ahora, o entonces, si realmente fueron amantes? Tal vez uno de ellos estaba utilizando al otro.

Él empezó a protestar.

—Pero los dos luchaban por la misma… —Su voz se fue apagando.

—La política en los Balcanes no es tan sencilla —afirmó ella—. Al menos eso es lo que he oído decir a los que entienden. Y las aventuras amorosas casi nunca lo son.

Él sonrió con un asomo de ironía.

—¿Al menos eso es lo que has oído decir a los que entienden?

Ella se ruborizó muy ligeramente.

—Sí.

—¿Piensas que Adriana creía que Serafina traicionó a su padre? —preguntó él, sin rastro de ironía.

—Pienso que es más que probable que Nerissa Freemarsh tuviera el valor para asesinar a su tía por frustración porque no se moría lo bastante rápido —dijo en voz baja.

—¿Y Tregarron? —preguntó él—. ¿Qué hacía él en Dorchester Terrace?

—No lo sé —reconoció ella—. Quizá quería asegurarse de que Serafina no contase más secretos en el estado de confusión en el que se encontraba. Secretos de los que nosotros ni siquiera estamos al tanto. Puede que sean antiguos, pero tal vez todavía sean comprometedores. Él es responsable de muchas de las relaciones de Gran Bretaña con el Imperio austríaco, y con los países situados alrededor de sus fronteras. ¿Tal vez Polonia, Ucrania, el Imperio otomano? Aunque las personas interesadas estén muertas, o ya no estén en el poder, puede que sean asuntos que convenga dejar como están.

—¿A quién podía contárselo? —planteó él pensativamente—. Pocas personas iban a verla.

—¿Lo dejaría él al azar? ¿Lo dejarías tú?

—No. —Pitt suspiró y volvió a reclinarse—. Será mejor que mañana vaya a hablar otra vez con Nerissa Freemarsh y con Tucker. No creo que tenga nada que ver con… otros casos actuales… pero necesito estar seguro. Gracias.

Ella se quedó atónita.

—Por interrogar a Adriana —explicó él—. Sé que no querías hacerlo.

—Ah. No. Thomas, no te importa lo de Uffie, ¿verdad?

—¿Qué?

—La perra.

Él se rio en voz baja, perfectamente consciente de todas las molestias que representaba.

—No, claro que no.

Por la mañana Pitt fue a ver a Narraway y le relató la conversación de Charlotte con Adriana Blantyre y las conclusiones que se veía obligado a extraer de ella.

—Esperaba que la respuesta fuera distinta —dijo Narraway en voz queda—. Estaba seguro de que existía una relación con la maldita amenaza contra el duque Alois, pero al final parece que es una casualidad que coincidieran en el tiempo. Lo siento. ¿Qué va a hacer?

—Volver a Dorchester Terrace y comprobar la cantidad de láudano que había en la casa —respondió Pitt—. Y quién tuvo acceso a él exactamente, si alguien de fuera pudo haberlo tenido.

—¿Cree que ella descubrió la verdad por Serafina, se marchó y lo pensó, y luego volvió con láudano? Hay que tener mucha sangre fría.

—Si Serafina entregó a su padre a quien lo mató, tal vez la sangre no se haya enfriado nunca. Ojalá me equivoque.

Narraway extendió las manos en un pequeño gesto triste lleno de sorprendente delicadeza. No dijo nada, cosa que Pitt agradeció. Las palabras huecas no le harían ahora más que daño.

En Dorchester Terrace habló primero con la señorita Tucker y luego con Nerissa Freemarsh. Comprobó el láudano como le había dicho a Narraway. La conclusión era inevitable. Quien le había dado la dosis extra la había traído consigo. El asesinato había sido cuidadosamente planeado.

Poco pudo añadir Tucker; simplemente confirmar lo que ya había dicho. Sí, la señora Blantyre había ido varias veces de visita y había llevado flores y, en una ocasión, una caja de fruta escarchada. Ella siempre era amable. Sí, se había mostrado afligida la última vez que había visitado la casa, la noche de la muerte de la señora Montserrat. Con la cara pálida, Tucker reconoció que había pasado un tiempo sola en el dormitorio. Había parecido que era lo que la señora Montserrat deseaba.

El caso de Nerissa fue distinto. Se puso tensa al entrar en la sala de estar de la doncella y cerró la puerta detrás de ella de un portazo. Aún vestía de luto, pero ese día llevaba varias sartas de cuentas de azabache muy elegantes alrededor del cuello y unos pendientes del mismo material de excelente calidad que le proporcionaban un toque moderno a su aspecto.

—No sé qué más puedo contarle, señor Pitt —dijo con cierta brusquedad.

Ser por fin la señora de la casa le daba un nuevo aire de confianza. La actitud ligeramente nerviosa había desaparecido. Estaba más erguida y de algún modo parecía más alta. Tal vez se había comprado botas nuevas con el tacón más alto. Debajo del remolino de su falda de alepín negra era imposible saberlo. Indiscutiblemente su piel tenía un toque de color.

Pitt había decidido ser totalmente discreto. Faltaba muy poco tiempo para la visita del duque Alois, y no podía desperdiciar ni un segundo suavizando las formas.

—¿Venía de visita a menudo lord Tregarron? —preguntó.

—¿Lord Tregarron? —repitió ella.

Estaba ganando tiempo. Era una pregunta que no esperaba y necesitaba pensar qué decir.

—¿Le resulta difícil responder a la pregunta, señorita Freemarsh? —La miró a los ojos en actitud desafiante—. ¿Por qué? Él no le pediría a nadie que mantuviera ese dato en secreto, ¿no?

Entonces un rubor de ira brotó en las mejillas de ella.

—¡Por supuesto que no! Es absurdo. Estaba tratando de recordar la frecuencia con la que él vino.

—¿Y lo ha conseguido?

—Conseguir ¿qué? No sé a qué se refiere. No tenía nada que ver conmigo. Venía a visitar a mi tía porque se había enterado de que estaba enferma y sabía lo mucho que ella había hecho por Inglaterra cuando era joven, sobre todo con respecto al Imperio austríaco y nuestra relación con Viena.

—Qué generoso por su parte —dijo Pitt con un ligerísimo tono áspero en la voz—. Que yo sepa, la señora Montserrat apoyaba con vehemencia a los rebeldes contra el trono de los Habsburgo. ¿No fue así? ¿Era una espía de ellos, tal vez, infiltrada allí para traicionar a los combatientes que luchaban por la libertad?

Entonces ella se puso muy furiosa.

—¡Qué comentario más horrible! Y totalmente irresponsable. Pero… —De repente se interrumpió como si una idea nueva y terrible hubiera invadido su mente—. Yo… yo ni siquiera… —Parpadeó—. No lo sé, señor Pitt. Ella siempre decía… —Se interrumpió otra vez—. Ya no lo sé. Quizá se trate de eso. Tal vez eso explicaría que la señora Blantyre… —Se llevó la mano a la boca como para evitar gritar. A continuación la dejó caer otra vez a un lado—. Creo que no debería decir nada más. No desearía ser injusta con nadie.

Él notó frío, como si el fuego se hubiera apagado, en lugar de arder intensamente con un fulgor rojo en la chimenea de manera que toda la campana estuviera caliente.

—La señora Blantyre visitaba a su tía muy a menudo, ¿incluida la noche que murió?

Su voz sonaba hueca.

—Sí… pero… sí, incluida esa noche.

—¿Sola?

—Sí. El señor Blantyre se quedó abajo. Pensó que sería menos estresante para la señora Montserrat. A mi tía le costaba hablar con varias personas al mismo tiempo. Y a veces hablaban en italiano, un idioma que él no habla… al menos con soltura.

—Entiendo. ¿Habla croata?

—No tengo ni idea. —Su cara estaba muy pálida. Estaba sentada con rigidez, como si el canesú de repente le apretara mucho—. Tal vez. Sé que habla alemán. Pasó mucho tiempo en Viena.

—Entiendo. Gracias.

No le quedaba otra opción. Debía ir a interrogar a Adriana Blantyre. No se ganaba nada aplazándolo, que era lo que él deseaba. Si iba ahora, quizá Blantyre también estuviera en casa. Eso lo haría más difícil, más embarazoso y más descorazonador, pero era la forma correcta de hacerlo.

Le dio a Nerissa las gracias otra vez y se marchó de Dorchester Terrace para recorrer a pie el breve trecho hasta la casa de Blantyre. Había menos de un kilómetro de distancia.

El mayordomo le dejó pasar, y Blantyre en persona lo recibió en el vestíbulo.

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó, escudriñando el rostro de Pitt—. ¿Alguna noticia del duque Alois?

—No. Tiene que ver con la muerte de Serafina Montserrat.

—Ah. —Blantyre parecía cansado, y su cara estaba surcada de profundas arrugas. Indicó al mayordomo que se fuera con un gesto de la mano, y el hombre desapareció obedientemente dejándolos solos en medio del bonito vestíbulo—. ¿Ha descubierto algo más?

—No estoy seguro, pero empieza a parecer que sí —contestó Pitt.

Era la peor parte de su cargo como jefe de la Brigada Especial, y no se la podía ceder a nadie. Blantyre se había portado como más que un amigo; se había desvivido por ayudar a Pitt a descubrir la verdad sobre la amenaza contra el duque Alois y por convencer al primer ministro de que se tomase en serio el asunto, incluso arriesgándose profesionalmente. Eso hacía la investigación sumamente penosa, pero no eximía a Pitt de la necesidad de seguir adelante.

Blantyre frunció el entrecejo. Cuando habló, su voz sonó serena y totalmente controlada.

—¿Hay algo que yo pueda hacer? No sé nada en absoluto sobre su muerte. Hasta que usted me informó de lo contrario, suponía que había sido por causas naturales. Y cuando mencionó el láudano, pensé que tal vez ella había temido perder el juicio hasta tal punto que había preferido el suicidio. ¿No es eso lo que pasó?

—¿Es posible que Serafina hubiera estado trabajando todo el tiempo para la monarquía austríaca, y que fuera ella la que traicionó a Lazar Dragovic? —preguntó Pitt.

—¡Santo Dios! —exclamó Blantyre con voz entrecortada, y se balanceó un poco sobre sus pies.

A continuación se volvió y atravesó la estancia con paso resuelto hasta el pie de la escalera. Agarró el pasamanos, vaciló un momento y empezó a subir.

Pitt lo siguió, sobrecogido por un asomo del mismo miedo sin saber por qué. ¿Era posible que Charlotte hubiera dejado escapar algo sin darse cuenta?

Blantyre apretó el paso, subiendo los escalones de dos en dos. Llegó al rellano y se dirigió a la segunda puerta. Llamó y se quedó con la mano levantada. Se volvió hacia Pitt, un par de metros por detrás de él. Había un silencio terrible.

Blantyre bajó la mano y giró el pomo. Abrió la puerta y entró en la habitación.

Las cortinas todavía estaban corridas, pero a través de ellas entraba suficiente luz para poder llegar a la gran cama y ver el cabello negro de Adriana extendido sobre la almohada.

—¡Adriana!

A Blantyre se le atragantó la palabra.

Pitt aguardó con el corazón palpitante.

—¡Adriana! —gritó fuerte Blantyre.

Avanzó tambaleándose y le agarró el brazo posado sobre la colcha. Ella no se movió.

Pitt vio el vaso vacío que había en la mesilla de noche y el trocito de papel doblado como los que se usaban para envolver polvo medicinal. No necesitaba probarlo para saber qué era.

Se acercó silenciosamente a Blantyre y le posó la mano en el hombro.

Este dobló las rodillas y se desplomó al suelo transido de dolor, sollozando profundamente sin apenas hacer ruido.