5
Era el último día de febrero, radiante, ventoso y frío, pero todavía muy invernal. Stoker entró en el despacho de Pitt con expresión seria.
Este esperó a que hablase.
Stoker se situó delante de la mesa, con la mirada fija.
—Sigue llegando información que hace pensar que van a cometer el atentado dentro de un par de semanas. —Estaba incómodo, con los hombros rígidos—. Estamos bastante seguros de la identidad del hombre que preguntó por los semáforos de ferrocarril cerca de Dover, y tenemos como mínimo una posible identificación de uno de los tipos que preguntó cómo se cambian las agujas. El otro hombre podría ser la misma persona un poco disfrazada, pero no tenemos la certeza.
—¿Quiénes son? —preguntó Pitt.
—Creemos que el que preguntó por los semáforos fue Bilinski. Los franceses están bastante seguros. Han estado siguiéndolo durante un tiempo en relación con un asesinato cometido en París. Fue visto al menos una vez con Lansing…
—¿Nuestro Lansing? —dijo Pitt bruscamente.
El rostro de Stoker se puso tirante.
—Sí, señor. Esa es la parte preocupante. Creíamos que Lansing estaba en la cárcel en Francia, pero lo pusieron en libertad.
Pitt notó un súbito escalofrío. Lansing era inglés: un hombre frío e inteligente sin lealtad a ninguna persona ni —que ellos supieran— ninguna causa. El motivo por el que los franceses lo habían liberado era ahora irrelevante, pero Pitt lo averiguaría más adelante. Podría haberse debido a un defecto de forma. Un buen abogado sabía encontrar uno, y Lansing estaría dispuesto y sería capaz de contratar a un hombre así. O, lo que era peor, otra persona podría haberle pagado el abogado para que lo soltasen.
Pitt alzó la vista a Stoker y vio en sus ojos que entendía todas esas implicaciones.
—¿Y fue él quien preguntó por las agujas y los trenes de mercancías?
—Sí, señor —respondió Stoker—. Se dice que es un experto en transporte, sobre todo en trenes: manipular semáforos, alterar las agujas de las vías, desviar trenes, volar enganches, esa clase de cosas. Exactamente lo que el señor Blantyre dijo.
—¿Alguno más?
—Todavía no, pero seguimos trabajando.
—¿Algo más sobre Alois de Habsburgo?
—Nada. No veo ningún motivo por el que alguien querría asesinarlo —reconoció Stoker.
—Salvo para poner a Gran Bretaña, y a la Brigada Especial en concreto, en una situación comprometida —contestó Pitt—. Sería lo que pasaría con toda seguridad.
Stoker asintió con la cabeza.
—Eso parece, al menos según algunos de los rumores que circulan. La reina tiene bastante buena opinión de nosotros después del incidente del castillo de Osborne, pero hay muchos que no piensan como ella. La mayoría de la gente ni siquiera está al tanto de lo que pasó, ni lo estarán.
—Lo sé. —Pitt se metió las manos en los bolsillos, con los hombros en tensión—. Hay bastantes personas que creen que nuestro poder supone una amenaza para su libertad y su intimidad. Hace unas décadas pensaban eso de la policía.
—Idiotas —dijo Stoker entre dientes—. Bien deprisa los llaman cuando hay un robo, un disturbio o un secuestro. Somos como el ejército: todo es poco para nosotros cuando hay una guerra, pero cuando termina quieren que nos volvamos invisibles… hasta la próxima vez.
El desdén que se reflejaba en su cara tenía una inusitada amargura.
Pitt no podía estar más de acuerdo con él; compartía su emoción y su ira, aunque en ese momento decidió no expresarlo.
—Más vale que nos lo tomemos en serio —contestó—. ¿Quién es el duque Alois de Habsburgo exactamente? ¿Qué séquito va a traer? ¡Me da igual si es una intromisión en su intimidad o no!
Stoker puso cara avinagrada.
—Es difícil averiguar algo más sobre él, aparte de los datos someros de costumbre: dónde nació, sus padres, qué puesto ocupa en la línea de sucesión; es decir, ninguno. Él no es un político; es más bien un filósofo, y un aficionado a las ciencias. Un tipo muy listo, según se dice, pero un soñador. Algún día podría inventar algo brillante, pero probablemente inútil. O escribir un par de libros sobre la existencia o la identidad o algo por el estilo. Al menos eso dice su gente. No ha hecho nada relevante.
—¿Es pariente de nuestra reina? —preguntó Pitt.
—Pariente político. Lejano, como la mitad de Europa. —La cara de Stoker seguía reflejando su irritación—. Puede que Alois sea uno de los favoritos de Su Majestad, pero no parece su tipo. Es bastante simpático, pero a ella no le interesa pensar mucho.
Se detuvo abruptamente, con un leve tono rosado en las mejillas, consciente de que había sido demasiado sincero.
—Por otra parte, puede que simplemente quisiera impresionar y le apeteciese viajar a Londres —contestó Pitt esbozando una sonrisa—. O podría estar fingiendo ser un intelectual soñador y en realidad ser un hombre valiente que cumple una misión importante.
—Supongo que es cierto —concedió Stoker con evidente reticencia—. No se me había ocurrido, pero lo tendré en cuenta.
—¿Quién viene con él? —repitió Pitt—. ¿Cuántos miembros del séquito son en realidad guardias?
Stoker suspiró.
—No lo sabemos. Por lo que nos han dicho, son en su mayoría sirvientes domésticos: ayudas de cámara y mayordomos, esa clase de criados. Probablemente no sepan distinguir un estilete de un atizador de chimenea. —Parpadeó—. ¿En palacio proporcionan criados a los invitados?
Pitt sonrió.
—Mayordomos, por supuesto; los ayudas de cámara son harina de otro costal. A todo caballero le conviene tener el suyo propio. Conoce sus aficiones y fobias, probablemente lleva todos los remedios que pueda necesitar y es del todo consciente de sus debilidades, cosa que obviamente es menos embarazosa que divulgarlas todavía más.
—Es otra vida, ¿no? —observó Stoker esbozando una leve sonrisa.
—Como las nuestras lo son para muchas personas que conocemos —añadió Pitt.
Stoker sacudió la cabeza sin dejar de sonreír.
—Tenemos que proteger a ese hombre, sea lo que sea. Si lo matan en nuestro territorio, las cosas se pondrán muy feas. Algún malnacido aparecerá de no se sabe dónde y nos echará la culpa. —Hizo una mueca—. Por no hablar de los ingleses que mueran o queden mutilados.
—Lo sé —convino Pitt, pensando en la advertencia de Blantyre—. Ese podría ser el objetivo del atentado. El pobre duque Alois podría ser simplemente el medio.
Stoker palideció. Dijo algo entre dientes, pero no lo repitió en voz alta cuando Pitt lo miró.
Pitt volvió al Ministerio de Asuntos Exteriores a regañadientes, pero no tenía alternativa. Como en la ocasión anterior, la primera persona a la que lo remitieron fue a Jack Radley. Permanecieron el uno frente al otro en la lujosa pero impersonal sala de espera con sus solemnes retratos de exministros en las paredes.
—Espero que vengas por otra cosa —dijo Jack.
Cambió muy ligeramente el peso de un pie al otro como si de algún modo eso pudiera alterar su capacidad para lidiar con cualquier molestia.
—Vengo porque hay nuevas coincidencias —respondió Pitt, igual de incapaz de relajarse.
Ni su responsabilidad profesional ni la relación personal que los dos tenían le permitían tranquilizarse. Era consciente de lo profundamente que afectaría a Charlotte si la nueva situación la separaba de Emily. Todas las experiencias que habían compartido en el pasado, los recuerdos de familia y las aventuras quedarían ensombrecidas por el conflicto de lealtades actual.
La cara de Jack se había puesto tirante, y las comisuras de su boca se habían bajado.
—Tengo mucha más información acerca de la posibilidad de que se cometa un atentado contra un miembro de la realeza austríaca de visita en Londres —comenzó a decir Pitt—. El hombre es un pariente menor de la reina, pero no hace falta estar en el Ministerio de Asuntos Exteriores para imaginarse lo que supondría para la reputación de Gran Bretaña en Europa, y en el resto del mundo, si disparasen a ese hombre mientras está aquí visitando a Su Majestad, ¿verdad?
Fue un poco más sarcástico de lo que pretendía, pero su temor a que ocurriera confirió un tono de crispación a su voz.
—Me imagino que a lord Tregarron no le resultaría indiferente que eso ocurriera, ni tampoco su posición en el asunto en caso de que así fuera —añadió.
Jack se lo quedó mirando en silencio, pero su cara estaba claramente más pálida. Sopesó la nueva situación durante varios segundos.
—¿Estás seguro de que no te estás alarmando innecesariamente? —preguntó.
—Mi trabajo consiste en ser previsor, Jack. Si te refieres a si me asusto fácilmente, no. Creo que hay suficientes pruebas para tomar en serio la amenaza. ¿Si estoy seguro de que no me está distrayendo un miedo creado a sabiendas para desviar mi atención de otra cosa más importante? No, claro que no. ¿Es un farol? ¿O un farol solo en apariencia? No lo sé. ¿Está dispuesto Tregarron a correr el riesgo de que un miembro de la familia real austríaca muera en un accidente de ferrocarril, junto con un montón de británicos? Si la respuesta es sí, deberíamos sustituirlo por alguien un poco más preocupado por nuestras vidas y nuestra reputación. Alguien que pueda prever el escándalo, el ultraje, incluso el desagravio que es posible que se exija si ocurre. Y no digamos alguien dispuesto a explicárselo a Su Majestad, incluyendo el hecho de que la Brigada Especial os informó de esa posibilidad y decidisteis que no valía la pena tomaros la molestia de escuchar.
Jack respiró hondo y a continuación cambió claramente de parecer.
—Le contaré a lord Tregarron lo que me has dicho —contestó Jack—. Si eres tan amable de esperar aquí, volveré lo más rápido posible.
Pasó un tedioso cuarto de hora entero hasta que Jack volvió. En cuanto Pitt vio su cara supo que esa vez Tregarron lo recibiría, pero bajo cierta protesta.
Pitt salió de la sala de espera detrás de Jack y recorrió el pasillo hasta la puerta abovedada. Cuando oyó que respondían, Jack la abrió.
—El comandante Pitt, milord —anunció, y retrocedió para que Pitt entrase. En esa ocasión los dejó solos.
Tregarron estaba de pie detrás de su mesa, con su silueta recortada contra la luz del sol de finales del invierno en la ventana de detrás. Se volvió para situarse de cara a Pitt. Su expresión estaba ensombrecida y por lo tanto resultaba difícil de descifrar.
—Radley me ha dicho que ha seguido investigando el posible atentado contra el duque Alois cuando venga a visitar a Su Majestad. Parece que está seguro de que puede haber algo de verdad en ello. —Lo dijo de forma casi inexpresiva—. Me ha aconsejado que lo tomemos en serio, al menos en la medida en que, si hubiera la más mínima verdad detrás, podría afectar de forma desastrosa a nuestra reputación, así como costar muchas vidas de ciudadanos británicos. ¿Es usted de la misma opinión?
—Sí, señor —contestó Pitt, dando gracias por que Jack hubiera resumido tan sucintamente el meollo del asunto—. Es una amenaza que no podemos permitirnos pasar por alto. Aunque la tentativa fracase por completo, quedaríamos como unos incompetentes si no actuáramos y, lo que es más desagradable, también pareceríamos indiferentes, y en el peor de los casos incluso cómplices.
Se alegró de ver la preocupación inmediata en el rostro de Tregarron, aunque estaba acompañada de una considerable irritación.
—Eso parece bastante más tajante que cuando se lo mencionó a Radley por primera vez hace unos días —observó de forma crítica—. ¿Por qué demonios querría una facción disidente austríaca provocar tal desastre para asesinar a un joven aristócrata relativamente inofensivo y, me atrevo a decir, desvalido? No tiene sentido, Pitt. ¿Ha consultado a Narraway acerca de esa extraordinaria idea suya?
Pitt notó que se encendía como si la sangre le quemara la cara. Esperaba que Tregarron no lo viera. Hizo un esfuerzo supremo por mantener un tono de voz calmado y sereno.
—No, no le he consultado. Lord Narraway ya no está al tanto de la información recabada por la Brigada Especial, y yo incumpliría mi juramento de discreción tratando con él cuestiones que no tiene por qué saber. Y por lo que respecta a los conocimientos políticos y el juicio de asuntos en el Imperio austrohúngaro, me han informado de que usted es el experto y, por consiguiente, la persona adecuada a la que debo consultar, señor.
La boca de Tregarron se puso tirante. La irritación de su expresión resultó visible cuando se volvió ligeramente y se dirigió a la chimenea. Se sentó en el sillón grande y cómodo situado mirando a la puerta, todavía de espaldas a la luz, e hizo un gesto con la mano para que Pitt se sentara enfrente de él.
—Entonces más vale que me hable de la prueba exacta que le ha llevado a esa extraordinaria conclusión —dijo, alargando la mano para atizar el fuego—. El duque Alois es un hombre que carece de importancia en los asuntos de Austria, y no digamos en los de Europa. Viene solamente porque tiene cierto encanto y al parecer a Su Majestad le cae bien… o, para ser más exacto, le cae bien su madre, quien ya no puede viajar. ¿Quién demonios sacaría provecho de su asesinato? Y si alguien deseara hacerlo, han tenido oportunidades de sobra en su hogar, sin tener que destruir un tren lleno de personas inocentes con él. ¿Por qué demonios cree que alguien querría hacer algo así?
Se quedó mirando a Pitt, con sus pobladas cejas arqueadas y la incredulidad dibujada en cada arruga de su cara.
Pitt tragó saliva. Pensó que Tregarron no habría hablado con Narraway en ese tono, pero descartó la idea, no porque fuera falsa sino porque entorpecía su capacidad para tratar a Tregarron con confianza. No debía permitir que las comparaciones le afectasen. Él tenía puntos débiles de los que Narraway carecía, pero también tenía puntos fuertes.
Se puso más cómodo en su sillón y cruzó las piernas.
—Si tuviera las respuestas a esas preguntas, señor, solo necesitaría pedirle su confirmación, y posiblemente como gentileza. El duque Alois parece un joven agradable sin rasgos dignos de elogio excepto sus contactos reales. Eso no significa que no sea importante en absoluto. A veces los hombres como él son peones de otras personas.
Una sombra cruzó el rostro de Tregarron, pero no le interrumpió.
—Sin embargo, creo que es probable que sea un objetivo no en un sentido personal, sino simplemente porque está disponible —continuó Pitt—. Si fuera asesinado aquí, en Inglaterra, resultaría muy embarazoso para el gobierno de Su Majestad, y siempre hay quienes sacarían partido…
—¿En Austria? —dijo Tregarron con manifiesta incredulidad.
—No hay nada que demuestre que el plan es específicamente de los austríacos —señaló Pitt, viendo la sorpresa en los ojos de Tregarron con repentina satisfacción. Estaba claro que a él no se le había pasado por la cabeza esa idea—. Podría ser de los alemanes, de los franceses, de los italianos, incluso de los rusos —añadió—. Con nuestro poder, es inevitable que tengamos muchos enemigos.
Tregarron se inclinó un poco hacia delante, y la actitud de todo su cuerpo cambió.
—Detalles, Pitt. Soy perfectamente consciente de nuestra situación en Europa y en el mundo. La realidad que expone siempre ha sido así. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ese joven en concreto? Más vale que me comunique los datos y observaciones exactos que han llegado a su conocimiento y me deje a mí interpretarlos.
Pitt permaneció en silencio. Los pensamientos se agolpaban en su mente. La arrogancia de ese hombre era pasmosa. Estaba tratando a Pitt como a un policía novato que informa de un robo, incapaz de verlo en el contexto de un plan más grande. Narraway lo habría fulminado con una respuesta para que no se atreviera a volver a ningunearlo de esa forma.
Pitt no encontró las palabras ni la calma y la seguridad para hacerlo, y se sintió como el hijo del guardabosques que había sido, llamado otra vez ante el amo de la casa. Solo que sir Arthur Desmond nunca lo había tratado tan despectivamente.
Si Pitt se negaba a darle esos detalles, daría a entender que no disponía de ellos. Estuvo a punto de proponer sarcásticamente que todos los empleados subalternos de la Brigada Especial informasen por escrito a Tregarron, pero no se atrevió. No podría trabajar si ese hombre se convertía en su enemigo declarado.
A punto de ahogarse debido a la dificultad del momento, contestó:
—¿Cuántos detalles quiere, señor? Tenemos fuentes habituales por todo el país que nos proporcionan información, y también contactos en Francia, Alemania y Austria con relación a este asunto en concreto. Tenemos a nuestra propia gente, y también tenemos relaciones limitadas con el equivalente a la Brigada Especial en la mayoría de los países de Europa.
Observó la cara de Tregarron y vio un asomo de inquietud, que desapareció tan pronto como había aparecido. Tal vez de repente se dio cuenta de que Pitt estaba mejor informado de lo que había creído, y no solo estaba interpretando libremente unos cuantos chismes.
—La mayoría de lo que llega a nuestros oídos se basa en la observación de personas que conocemos y que alteran sus hábitos y movimientos —continuó—. Gente con la que hablan, lugares que frecuentan. Esos cambios pueden ser indicio de una actitud en la planificación…
—¡No me trate como a un policía de instrucción, Pitt! —le espetó Tregarron—. No tengo las ganas ni el tiempo para hacerme detective. ¡Por el amor de Dios, haga su trabajo! ¡Se supone que es el comandante de la brigada, no un joven policía haciendo la ronda!
Pitt apretó los dientes.
—Le estoy dando mi opinión en virtud de las pruebas, lord Tregarron. Usted me ha pedido detalles. Disponemos de un montón de pequeñas observaciones sobre cambios de costumbres; sobre gente que hace preguntas extrañas; sobre nuevas alianzas entre personas que no tienen un pasado conocido en común; sobre pautas de viaje; información sobre disidentes que se conocen y tratan con nuevas personas; pruebas del traslado de pistolas o dinamita; gente que desaparece de sus guaridas habituales y aparece en otra parte. Incluso, en unas ocasiones, sobre gente que muere de forma inesperada: accidentes, asesinatos… ¿Quiere que siga?
La cara de Tregarron tenía un ligero color rosado.
—Quiero que me diga por qué cree que cualquiera de esas cosas apunta a la tentativa de asesinato de un puñetero príncipe menor del Imperio austrohúngaro mientras viaja en uno de nuestros trenes para visitar a nuestra reina. No entiendo por qué lo ve todo tan claro. Parece que espere que yo dé largas a ese hombre sin más motivo que la incertidumbre, tal vez el miedo, de nuestro nuevo jefe de la Brigada Especial.
Había un pequeño mohín de desprecio en su labio que no se molestó en ocultar.
—¡Me parece que se ha asustado! —prosiguió—. Le han ascendido a un cargo para el que no es apto. Se lo dije a Narraway en su día. Es usted un magnífico segundo de a bordo: el mejor. Lo reconozco. Pero ¡no ha nacido ni le han educado para mandar! Lamento que me haya puesto en la situación de tener que decírselo a la cara.
Más que lamentarlo parecía estar simplemente furioso.
—Puede que tenga razón, señor —dijo Pitt con rigidez, respirando con dificultad—. Por otra parte, puede que la tenga lord Narraway. Los dos esperamos que su estimación de las aptitudes necesarias para dirigir la Brigada Especial sea más acertada que la de usted. —Se levantó—. Si no es así, podemos contar con consecuencias sumamente desagradables, empezando por un asesinato en Londres, una vergüenza bochornosa para Su Majestad y el posible enfriamiento de las relaciones con el Imperio austrohúngaro, con la exigencia de una compensación. Buenos días, señor.
Tregarron se puso en pie de golpe.
—¿Cómo se atreve…?
Se interrumpió súbitamente.
Pitt permaneció inmóvil con los ojos muy abiertos, esperando.
Tregarron respiró hondo.
—¿Cómo se atreve a insinuar que no me tomo en serio esta amenaza?
Golpeó el timbre de la mesa con el puño. Un minuto más tarde llamaron brevemente a la puerta, y Jack entró, la cerró y se detuvo en la entrada de la habitación.
—¿Sí, señor? —dijo tristemente, evitando mirar a Pitt.
—Pase —ladró Tregarron.
Jack se acercó varios pasos y se detuvo otra vez. Seguía evitando la mirada de Pitt.
—¿Sí, señor?
Tregarron lo miró fijamente.
—Parece que Pitt cree que el duque Alois de Habsburgo es el posible blanco de un atentado, aunque un blanco ignorante, descuidado e inútil. No sabe quién es el presunto asesino ni el objetivo del acto, solo que las consecuencias serían verdaderamente desagradables.
—Lo serían, señor —convino Jack—, y también brindarían a Austria una gran arma que podría utilizar contra nosotros durante años.
—¡Por el amor de Dios, yo no lo veo así! —soltó Tregarron—. No podemos asustarnos por cualquier cosa. Tenemos que ejercer el juicio crítico en lugar de dejarnos zarandear como marionetas cada vez que surja una alarma, real o no, probable o no, incluso posible o no. ¿Qué opinión le merece esta, Radley? ¿Está de acuerdo con Pitt, basándose en un montón de cambios de comportamiento sin importancia de confidentes, espías y parásitos comunes? ¿O cree que forman parte del ambiente general y que debemos mantenernos firmes y no acobardarnos?
Pitt estaba hecho una furia.
—Yo no recomiendo que nos acobardemos, señor —repuso con voz ronca.
La mirada de Tregarron no se desvió de Jack.
—Usted ha recomendado que le digamos al duque Alois que no venga —replicó—. Eso es acobardarse, Pitt. ¡Es como decirle al emperador Francisco José y al resto del mundo que no sabemos proteger a los principitos que vienen de visita de una masacre en un accidente de tren, y que es preferible que se queden en Viena, en Budapest o el lugar del que vengan, donde saben mantener sus trenes seguros!
—Donde no es responsabilidad de Gran Bretaña si los matan o no —respondió Pitt.
Jack se puso blanco. Seguía evitando la mirada de Pitt.
—Entonces ¿qué hacemos? —preguntó Tregarron—. ¿Lo recibimos con hospitalidad o le decimos a Su Majestad que no podemos proteger a su sobrino nieto, o lo que sea, y que es mejor que lo convenza de que se quede en casa?
—Seríamos el hazmerreír de Europa, milord —contestó Jack en voz muy baja—. Deberíamos ofrecer al comandante Pitt todos los hombres que necesite, independientemente del coste y de las molestias, para proteger al duque Alois.
Tregarron lo miró con sorpresa y con cierta incredulidad.
—¿Cree que podría ser verdad?
—No, señor —respondió Jack—. Creo que es prácticamente imposible, pero no podemos permitirnos pasarlo por alto. El comandante Pitt cuenta con veinte años de experiencia lidiando con intrigas y asesinatos, y si hacemos caso omiso de sus advertencias tendremos toda la culpa si algo ocurre. Nuestra situación entonces sería insostenible.
—Pero ¡es muy poco probable!
—Sí, milord, poco probable, pero no imposible.
—Le agradezco el consejo. —Tregarron se dio la vuelta hacia Pitt, mirándolo con amargura—. Supongo que tiene que informarme de lo que considera que son graves peligros, pero yo no puedo estar cuestionándole cada dos por tres. Debe emitir sus propios juicios. Espero que lo haga en cuanto se acostumbre un poco más a su cargo. Buenos días.
Pitt estaba demasiado furioso para hablar. Inclinó muy ligeramente la cabeza y acto seguido se dio media vuelta y salió a grandes zancadas.
Jack lo alcanzó en el pasillo a diez metros de la puerta de Tregarron.
—Lo siento —se disculpó prácticamente susurrando—. Pero sabe de lo que habla, y las pruebas son muy poco concluyentes.
—Por supuesto —convino Pitt entre dientes—. La gente no deja un rastro que lleve hasta ellos. Si lo hicieran, no necesitaríamos a la policía, y no digamos a la Brigada Especial. Cualquier idiota podría hacerlo.
No aflojó el paso, y Jack se vio obligado a alargar sus zancadas para seguirle el ritmo.
—Vamos ya, Thomas —dijo de manera razonable—. No puedes esperar que un hombre en la posición de Tregarron acepte una historia tan poco probable como esa a menos que tengas pruebas. Él conoce Austria, recibe informes regulares de todas las personas que tenemos allí, y de algunos más también. Se le da muy bien su trabajo.
Pitt se detuvo bruscamente y giró en redondo para situarse de cara a Jack.
—¿Habrías dicho eso, con las mismas palabras, si hubiera sido Narraway el que hubiera acudido a ti con sospechas? ¿O habrías tenido la gentileza de suponer que a él también se le da bien su trabajo?
Jack se ruborizó.
—Lo siento. Ha sido una torpeza intolerable por mi parte. Yo…
Pitt sonrió con aire lúgubre.
—No, ha sido de una sinceridad desafortunada. Y no es una cualidad que puedas permitirte emplear si esperas ascender en el cuerpo diplomático. Algún día a ti también se te dará muy bien tu trabajo, pero todavía no ha llegado ese día.
Echó a andar otra vez.
—¡Thomas! —Jack lo agarró del brazo y le obligó a detenerse—. Escucha. Creo que te estás asustando innecesariamente, y después del incidente de St Malo, lo de Irlanda y lo que le pasó a Narraway, lo comprendo perfectamente. Pero no puedes obligar a Tregarron a que vaya en contra de lo que sabe sobre la gente y el país. Si realmente crees que existe una amenaza, lo arreglaré para que veas a Evan Blantyre con poco tiempo de antelación. Le diré que es urgente, aunque eso podría tener desagradables consecuencias si nos equivocamos en nuestro juicio.
Miró a Pitt expectante, con los ojos muy abiertos, una mirada directa y una expresión más intensa que la vergüenza o la vanidad.
Pitt se sintió mezquino y le dolió que tuvieran que ofrecérselo, como si no conociera a Blantyre, una cita que Narraway habría conseguido al momento. ¿Se debía a su falta de experiencia en el trabajo y al hecho de que Narraway fuera un caballero sin ningún género de dudas mientras que él no lo era, o era porque Narraway había amasado un caudal de conocimientos acerca de tantas personas que nadie se atrevía a desafiarlo? Jack no tenía la culpa de nada de eso, y Pitt sabía que sería un necio si desperdiciaba las pocas ventajas que tenía: la fuerza de la familia y los lazos de la amistad, cosas que Narraway nunca había poseído.
Se obligó a apartar el rencor de su mente.
—Gracias —aceptó—. Es una excelente propuesta.
Jack volvió al despacho de Tregarron con sentimientos claramente encontrados. Estaba seguro de que había hecho lo correcto prometiendo que ayudaría a Pitt a hablar en profundidad con Evan Blantyre, aunque al mismo tiempo creía que Tregarron no lo aprobaría. Ni siquiera sabía por qué. Pitt estaba exagerando hasta cierto punto, pero era preferible eso a no reaccionar o hacerlo demasiado tarde. Menospreciarlo y hacer que dudase de su propio juicio no ayudaba a nadie.
Llegó a la puerta de Tregarron y llamó suavemente. Cuando oyó la orden que le instaba a pasar, volvió a entrar.
Tregarron estaba sentado a su mesa. Delante de él había esparcidos papeles sobre otro asunto. Alzó la vista a Jack; su cara aún lucía las leves marcas de la ira.
—Me gustaría que examinase detenidamente esto y me diera su opinión, Radley —dijo, ordenando los papeles—. Creo que Wishart tiene razón, pero de todos modos estoy predispuesto a esa manera de ver las cosas. ¿Conoce a lord Wishart? Un buen tipo. Muy formal.
—No, señor, no lo conozco —contestó Jack, alargando la mano y cogiendo los papeles.
—Tengo que presentárselo en algún momento. —La sonrisa de Tregarron iluminó su cara y la transformó en una expresión extraordinariamente encantadora—. Le caerá bien.
—Gracias, señor.
Jack estaba halagado. Muchas personas deseaban ardientemente conocer a lord Wishart, y pocas lo conseguían. Emily estaría encantada. Podía imaginarse su cara cuando se lo contase. Entonces, de repente, tuvo la incómoda sensación de que se trataba de una forma de compensarle por haber sido tan brusco con Pitt. Tregarron era perfectamente consciente de que Pitt era el cuñado de Jack. Era una relación que no habría sido aconsejable ocultar. Podría haber parecido avieso. Quería decir algo más, pero no tenía una idea clara de qué.
Miró los papeles que Tregarron le había dado. Guardaban relación con la propuesta de una misión diplomática británica en Trieste, una de las ciudades italianas que seguían bajo el dominio austríaco. En gran medida era un asunto cultural en el que se mencionaba Slovenia, en cuyo territorio se encontraba. Era complicado, como todos los enfrentamientos con el Imperio austríaco, sobre todo hacia las regiones del este.
Vio un comentario escrito con la letra fluida de Tregarron y leyó las dos primeras frases. A continuación las releyó, creyendo que se había equivocado. La anotación entraba en contradicción directa con la información que Tregarron había recibido el día anterior.
—Para esta tarde, Radley —le mandó este.
Jack alzó la vista. ¿Debía cuestionar lo que había leído o sería considerado una extralimitación de sus funciones, tal vez incluso una crítica al propio Tregarron? Decidió no decir nada. Tendría alguna explicación, algún dato adicional del que todavía no estaba al tanto. Leyendo el informe entero hallaría la explicación de la aparente anomalía.
—Sí, señor —contestó, obligándose a mirar a Tregarron a los ojos y a sonreír brevemente—. Gracias.
El funcionario asintió con la cabeza y volvió a centrar su atención en los papeles que había sobre la mesa.
Pitt tuvo noticias de Blantyre mucho antes de lo que había esperado. Había pensado que las recibiría al día siguiente, como muy pronto, pero supo de él ese mismo día a media tarde. Pitt debía ir enseguida a la oficina de Blantyre, donde él podría concederle como mínimo un cuarto de hora antes de la siguiente cita a la que debía asistir.
Pitt cogió su chaqueta y, olvidándose del sombrero, salió para coger el primer cabriolé que pasase. Se presentó un poco jadeante delante de la puerta de la oficina de Blantyre. Se detuvo después de haber subido corriendo los escalones de dos en dos. Hizo algo impropio de él: se alisó la corbata, relajó los hombros para que la chaqueta le quedara un poco más elegante y a continuación levantó la mano para llamar.
Le abrieron prácticamente en cuanto volvió a poner las manos a los costados. Un secretario le hizo pasar y, sin tener que esperar lo más mínimo, se encontró en el despacho de Blantyre. Se estrecharon la mano, y este le indicó con un gesto que se sentara.
—Lamento las prisas —se disculpó—. Dígame lo más brevemente posible, pero de forma comprensible, qué más sabe y cuáles son sus conclusiones.
Pitt ya había preparado lo que quería decir. Empezó sin preámbulos.
—Hemos seguido todas las pistas que nos dio, y estamos casi seguros de las identidades de los hombres que preguntaron por horarios, semáforos y agujas. Disponemos de datos adicionales, observaciones de nuevas e improbables alianzas, individuos reconocidos como agitadores, simpatizantes que han experimentado un cambio hacia la anarquía y la violencia.
Blantyre asintió con la cabeza, su expresión absorta en las palabras de Pitt.
—Las pruebas que tenemos indican que el objetivo previsto es el duque Alois de Habsburgo, como usted dijo —continuó Pitt—. Hemos investigado, pero lo único que hemos averiguado sobre él hace pensar que es un joven muy agradable, pero un pensador antes que hombre de acción. De no haber sido miembro de la realeza, nadie habría oído hablar de él.
Blantyre se puso rígido, con los ojos muy abiertos. Espiró lentamente.
—Esperaba equivocarme. Esto es muy grave, Pitt. La tragedia y la vergüenza serían terribles. Toda Europa nos condenaría, pero eso usted ya lo sabe. ¿Qué peso tienen las pruebas, en su opinión?
—Son demasiado serias para no hacerles caso —dijo Pitt sin vacilar—. Puede que sean un cúmulo extraordinario de casualidades, pero sin duda eso se da una de cada cien veces, o menos. No puedo permitirme no hacerles caso.
—Por supuesto —convino Blantyre—. Por mi experiencia en los asuntos del Imperio austrohúngaro, que es considerable, sigo creyendo que es muy poco probable. Incluso me parece que no tiene sentido. Pero no basta con eso; debemos estar seguros de que es imposible. O, como mínimo, lo más parecido dentro de nuestras posibilidades. Necesito información, y ahora no tengo tiempo para escucharla ni para pensar en ella como es debido. Lamentablemente, tengo una cita que no puedo dejar para más tarde.
Se levantó.
—Mañana tengo una reunión detrás de otra. ¿Puede venir a cenar a mi casa mañana por la noche? Usted y su esposa están invitados. Podremos dejar que las damas se retiren a la sala de estar, y hablar largo y tendido. Podrá comunicarme toda la información nueva que esté autorizado a debatir, teniendo presente que yo también sirvo al gobierno y a Su Majestad. Sé guardar un secreto. Entre nosotros debemos poder juzgar la gravedad de la amenaza, para que usted pueda reaccionar adecuadamente.
Pitt se puso en pie como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Había encontrado un aliado: tal vez el único hombre de Inglaterra capaz de ayudarle a estimar el valor de esa información.
—Gracias, señor —dijo con profundo sentimiento—. Con mucho gusto.
Blantyre le tendió la mano.
—No hace falta ser especialmente formal, pero nos lo pasaremos bien de todas formas. Las ocho en punto es un poco pronto, pero necesitaremos tiempo. Después de todo, puede que este asunto sea grave.
Pitt se despidió y recorrió rápidamente el pasillo sonriendo. Había sido más que un éxito profesional. Un hombre importante que ocupaba un alto cargo lo había tratado con la misma dignidad que a Narraway. No había adoptado una actitud condescendiente. Pitt seguía sonriendo cuando bajó los escalones y salió al viento gélido que soplaba por la calle como un cuchillo.
La misma tarde que Pitt habló con Evan Blantyre, Charlotte decidió llamar a Emily, obviando lo incómoda que se sentía o que la culpa de la discusión la había tenido sobre todo Emily. Una de ellas tenía que dar el primer paso para que se reconciliasen, antes de que la fisura entre las dos se volviera demasiado profunda y el motivo original quedase oculto por el hielo de otras ofensas y se transformase en una costumbre. Como parecía que Emily no iba a dar ese paso, debía hacerlo ella. De todos modos era la mayor; tal vez era responsabilidad suya.
Cuando levantó el auricular para llamar tenía la ligera esperanza de que fuera demasiado tarde y Emily hubiera salido de visita. Así podría contentarse con la virtuosa idea de haberlo intentado sin tener que negociar una paz.
Sin embargo, el lacayo que contestó al otro lado de la línea hizo que Emily se pusiera al teléfono momentos después de que Charlotte hubiera llamado.
—¿Qué tal estás? —preguntó Emily con cautela.
—Muy bien, gracias —contestó Charlotte. Podrían haber sido dos extrañas hablando. La conversación que había planeado desapareció de su cabeza—. ¿Y tú? —dijo, para llenar el silencio.
—Estupendamente —afirmó Emily—. Vamos a ir al teatro esta noche. Es una obra nueva; se supone que es muy interesante.
—Espero que te guste. ¿Has sabido algo de mamá y de Joshua últimamente?
Joshua Fielding, el segundo marido de su madre, era actor. Le pareció una pregunta razonable. Por lo menos evitó que volviera a hacerse el silencio.
—Hace un par de semanas que no sé nada de ellos —respondió Emily—. Están en Stratford. ¿Lo habías olvidado?
Charlotte lo había olvidado, pero no quería reconocerlo. Había un dejo de condescendencia en el tono de Emily.
—No —mintió—. Me imagino que allí también tienen teléfonos.
—En las casas de huéspedes para artistas, no —la contradijo Emily—. Creía que ya lo sabías.
—Ahí me has pillado —admitió Charlotte al punto—. Nunca he tenido ocasión de informarme al respecto.
—Pues ya que tu madre las frecuenta, y tú pareces preocupada por su bienestar, tal vez deberías hacerlo —replicó Emily.
—¡Por el amor de Dios, Emily! Solo es una pregunta, algo que decir.
—Nunca te he visto quedarte sin nada que decir. —Emily seguía empleando un tono crítico—. Y más pertinente que eso —añadió.
—Hay muchas cosas que no has visto —le espetó Charlotte—. Esperaba mantener una conversación agradable contigo, pero está claro que eso no va a ocurrir.
—Esperabas que yo le dijese a Jack que ayudase a Thomas en el aprieto en el que está metido —la corrigió Emily.
Charlotte detectó el tono defensivo de la voz de Emily y dudó un momento si debía decir algo cortés, incluso si debía protegerse. Entonces su genio y la lealtad a Pitt se impusieron.
—Sobrevaloras mi opinión de las aptitudes de Jack —dijo fríamente—. Thomas saldrá de cualquier problema que se le presente. Siento haberte molestado. Es evidente que esta conversación deberá esperar a otro momento, tal vez en un futuro próximo cuando estés menos a la defensiva.
Oyó que la voz de Emily pronunciaba su nombre repentinamente, pero ya había apartado el auricular de su oído. Cuanto más siguieran hablando, más doloroso sería. Colgó el teléfono y se marchó con una sensación de opresión en la garganta. Sería mejor buscar algo útil que hacer.
Charlotte se alegró mucho cuando Pitt volvió a casa y le contó que estaban invitados a cenar con Blantyre y su esposa. Era un acontecimiento social que prometía ser de lo más agradable. Sin embargo, para ella fue mucho más importante el alivio que advirtió en Pitt ahora que sabía que por fin alguien escucharía sus inquietudes. Él no le había contado lo que le preocupaba. Como jefe de la Brigada Especial, había muchas cosas que no podía confiarle a nadie, pero ella lo conocía demasiado bien para no darse cuenta del peso con el que cargaba.
Durante años había compartido con ella muchas de sus actividades. Ella le había ayudado en muchos casos, sobre todo en los relacionados con personas de la clase a la que ella pertenecía por nacimiento y él no. Al principio él lo había considerado una intromisión y había temido por su seguridad. Pero poco a poco había llegado a valorar su criterio, sobre todo su capacidad de observación y la fuerza de su carácter, aunque aún temía por ella en algunas de sus intervenciones más audaces.
Emily también se había involucrado con valor e inteligencia. Pero eso quedaba en un pasado que ahora parecía lejano, y los remordimientos por la reciente pelea le provocaron un sorprendente dolor. Estaban mucho más separadas que antes. Ella no culpaba a Emily por albergar más lealtad a Jack que a su hermana. Ella misma concedía su lealtad a su marido antes que a nadie. Pero seguía experimentando una sensación de pérdida, una añoranza de la alegría y la confianza, la capacidad de hablar abiertamente de toda clase de cosas, triviales o importantes, que siempre había formado parte de su vida. No había otra persona en la que confiase de la misma manera.
Se obligó a apartarlo de su mente y sonrió a Pitt, más por él que por las expectativas que ella había puesto en la noche.
—Magnífico. Será maravilloso, además de la única excusa decente que he tenido para ponerme un vestido nuevo que me he comprado, en lugar de pedirle uno prestado a Emily o a tía Vespasia. Tengo uno muy moderno de un elegante tono azul que estará a la altura de la ocasión.
Reparó en la diversión de Pitt.
—Adriana Blantyre es muy guapa, Thomas. ¡Tendré que hacer todo lo posible para que no me eclipse todo el rato!
—¿También es valiente y lista? —preguntó él con repentina caballerosidad—. ¿O divertida y bondadosa?
No añadió el resto de lo que insinuaba. Ella ya lo sabía, y notó que el calor de un ligero rubor asomaba a sus mejillas, pero ella no bajó la vista de sus ojos.
—No lo sé. Me cayó bien. Estoy deseando conocerla un poco mejor. —De repente se puso seria otra vez—. Thomas, ¿te interesa Blantyre? ¿Va a ayudarte en algo?
—Eso espero —contestó él—. Jack lo ha arreglado.
La pena que anidaba dentro de ella desapareció.
—Bien. Bien… Me alegro. Será una gran noche.
Deseó que él pudiera contarle lo que le preocupaba, aparte de la carga de asumir el puesto de Narraway con el peso de la responsabilidad que conllevaba. Quería tranquilizarle diciéndole que estaba a la altura del trabajo, pero sería absurdo porque ella apenas tenía idea de en qué consistía. No sabía si sus aptitudes estaban a la altura de las de Narraway, ni si algún día lo estarían. Eran muy distintos el uno del otro. Hasta la experiencia que ella había vivido en Irlanda, había considerado a Narraway un intelectual, un hombre encantado de estar solo. No sabía si era algo innato en él o si lo había aprendido, pero se había convertido en una costumbre. Solo cuando perdió su cargo en la Brigada Especial vio algo de vulnerabilidad en él, la necesidad de la calidez emocional de los demás. Qué ciega había sido. Ahora lo pensaba con una sorda culpabilidad. Prefería apartarlo de su mente. Para Narraway también sería más fácil. Él no desearía que ella recordase cada emoción reflejada en su cara, cada palabra pronunciada, de las que ahora tal vez se arrepintiese. Algunas cosas seguirían siendo objeto de especulación, pero no se debían decir.
Al margen de esos momentos, había una crueldad profesional en Narraway que ella creía que nunca sería propia de Pitt. De hecho, esperaba que no lo fuese.
En eso residía parte del problema. Dos de las cosas que más le gustaban de Pitt eran las cualidades de la empatía y el amor a la justicia, tal vez por encima de la ley, cosa que le dificultaba todavía más el liderazgo y sus terribles decisiones.
Ella aún no había encontrado una forma de ayudarle. El secretismo que estaba obligado a mantener la excluía de todo conocimiento práctico. Lo único que ella podía ofrecerle era apoyo incondicional, y eso tenía un valor muy limitado. En algunos aspectos era como el amor de un niño, y en las decisiones arriesgadas y dolorosas lo dejaba esencialmente solo.
Charlotte lo miró ahora, de pie en medio de la cocina mientras Daniel entraba con sus deberes, y vio el cambio deliberado de atención que se operó en él cuando se volvió hacia su hijo. Ella sabía el esfuerzo que costaba, y se moría por poder ayudarle. Vio que él cerraba los puños de la impotencia y se apartó para dejarlos solos, sin que reparasen en ella mientras hablaban de los deberes de historia y de la mejor respuesta a una complicada pregunta.
—Pero ¿cómo va a ser el Sacro Imperio Romano? —preguntó Daniel en tono razonable, señalando el mapa de su libro de texto—. ¡Roma está muy abajo! —Puso el dedo en mitad de Italia—. Ni siquiera está en el mismo país. Eso es Austria. Eso pone. ¿Y por qué es más sacro que el resto del mundo?
Pitt respiró hondo.
—No lo es —dijo pacientemente—. ¿Tienes un mapa del territorio que ocupaba el antiguo Imperio romano? Te enseñaré qué parte se convirtió en el Imperio romano de Oriente y qué parte en el Imperio romano de Occidente.
—¡Eso ya lo sé, papá! ¡Y no estaba ahí arriba! —Volvió a poner el dedo en Austria—. ¿Por qué forma parte todo eso del Sacro Imperio?
Charlotte sonrió y dejó que Pitt se esmerase hablando de conquistas y política imperial. Nadie había podido ofrecer una respuesta satisfactoria desde el punto de vista moral, y conocía lo bastante bien a Daniel para saber que se avecinaba una larga discusión.
Charlotte se vistió para la cena como lo hacía cuando tenía veintipocos años, antes de casarse, cuando su madre trataba desesperadamente de buscarle un marido adecuado. Había elegido un color y un estilo que resaltaban la calidez de su piel y los tonos castaño rojizo de su cabello. El corte de su vestido hacía que las suaves curvas de su figura se vieran bajo una luz más favorable. Era lo bastante moderno para resultar actual, pero no tanto como para quedar anticuado a los pocos meses. Pidió a Minnie Maude que le ayudase a enroscar su cabello en un exquisito moño y se lo sujetó para que no se soltase. ¡Si se despeinaba sería igual de desastroso que si se le cayera el vestido! Y bastante más difícil de volver a arreglar.
No estaba segura de si se había visto una o dos canas o si eran imaginaciones suyas producto de los nervios. Su madre, muchos años mayor que ella, solo tenía unas pocas. Y, por supuesto, había un remedio para ese problema. Al parecer, con unos clavos de hierro puestos a remojo en té cargado durante quince días se hacía un tinte excelente para oscurecer el pelo. De todas formas, ella consideraba beneficioso lavarse el pelo con té de vez en cuando.
Se puso muy pocas joyas. No solo respondía a una cuestión de estilo, sino también a que tenía muy pocas, un hecho que no deseaba poner de manifiesto. Con unos pendientes bastaba. Su rostro tenía color natural, pero le añadió un poco, muy discretamente, y se puso una pizca de polvos en la nariz para quitarle el brillo. Cuando estuviera convencida de que se había arreglado lo mejor posible, se olvidaría por completo del asunto y se centraría en la cara de la persona con la que estuviera hablando, escucharía con atención y contestaría con cordialidad, y a ser posible con ingenio.
Habían alquilado un carruaje para la velada. Tener uno de propiedad era un gasto que no podían permitirse, ni tampoco estaba justificado. Si ese día llegaba en el futuro, tal vez sería después de haberse mudado a una casa con establos. Sería emocionante experimentar un ascenso social como ese, pero también abandonarían una familiaridad en la que habían sido muy felices. A Charlotte le tranquilizaba no tener esa carga de momento. Se recostó en su asiento, sonriendo en la oscuridad mientras los llevaban a través de Russell Square, con sus árboles sin hojas agitándose con el fuerte viento. Giraron a la izquierda y enfilaron Woburn Place, dejaron atrás Tavistock Square, abierta y ventosa otra vez, avanzaron al abrigo de Upper Woburn Place y luego bajo la luz parpadeante de Endsleigh Gardens.
El carruaje se detuvo y se bajaron delante de la casa de los Blantyre, donde un lacayo de librea les dio la bienvenida al entrar. Enseguida los llevó a un gran salón donde un fuego llameante arrojaba luz roja y amarilla sobre unos sillones y sofás tapizados en cuero, y una alfombra llena de tonos ámbar, oro y melocotón. Las lámparas de gas estaban encendidas tenuemente, de modo que resultaba difícil apreciar los detalles de muchos cuadros que decoraban las paredes. Lo único en lo que Charlotte reparó al echar un vistazo fue en los marcos de oro y en el hecho de que parecían ser en su mayoría paisajes terrestres y marinos.
Adriana Blantyre avanzó a recibirlos un paso por delante de su marido. Iba vestida de terciopelo borgoña. Su color vivo realzaba la palidez de su rostro y la increíble profundidad de sus ojos. Tenía un aspecto frágil y al mismo tiempo intensamente vivo.
Blantyre saludó a Charlotte sonriendo, pero su mirada regresó a su esposa antes de ofrecerle la mano.
—Me alegro mucho de que haya podido venir. ¿Qué tal está, señora Pitt?
—Muy bien, gracias, señor Blantyre —contestó ella—. Buenas noches, señora Blantyre. Es un placer volver a verla.
No era una simple cortesía. Las dos breves ocasiones que había coincidido con ella le había parecido distinta de la mayoría de las mujeres de la alta sociedad que conocía. Adriana estaba mucho más interesada en asuntos de importancia internacional, y sin embargo poseía una energía y un sentido del humor irónico que no residían tanto en cualquiera de sus rápidas respuestas como en lo que no decía. Charlotte la había mirado varias veces después de un comentario peculiar de alguien, y había visto la luz de sus ojos.
Se sentaron y hablaron despreocupadamente: comentarios livianos sobre el tiempo, los últimos cotilleos, rumores sin importancia. Charlotte tuvo tiempo para contemplar los cuadros de las paredes y los preciosos adornos que decoraban la repisa de la chimenea y dos o tres mesitas. En una había una figurilla de porcelana de una mujer bailando. Tenía tal gracilidad que parecía que fuera a moverse en cualquier momento. Una de las más grandes era una enorme estatua de un jabalí. Tenía la cabeza gacha, amenazante, pero aun así poseía una belleza que despertaba admiración, incluso cierto afecto.
—Espléndido, ¿verdad? —comentó Blantyre, viendo la mirada de ella—. Aquí ya no tenemos, pero en Austria todavía hay.
—¿Cuándo hemos tenido aquí jabalíes? —preguntó Charlotte, no porque realmente quisiera saberlo, sino porque le interesaba entablar conversación con él.
Él abrió mucho los ojos.
—Una magnífica pregunta. Tengo que averiguarlo. ¿Hemos evolucionado porque ya no evolucionamos o estamos en decadencia? ¿O somos simplemente distintos? Podríamos aplicar esa pregunta a muchas cosas.
Sonrió como si las posibilidades le divirtiesen.
—¿Ha cazado jabalíes? —preguntó Charlotte.
—Oh, hace mucho tiempo. Viví en Viena varios años. Los bosques de la zona están llenos de jabalíes.
Charlotte notó un pequeño escalofrío involuntario.
—Me imagino que usted preferiría la música y el baile —dijo él con confianza—. Es una ciudad maravillosa, una ciudad donde casi cualquier cosa que uno sueñe parece posible. —Miró un momento a Adriana con una intensa ternura en el rostro—. Nos conocimos en Viena.
Adriana puso sus ojos oscuros en blanco, y un asomo de diversión iluminó su expresión.
—Bailamos por primera vez en Viena —lo corrigió—. Nos conocimos en Trieste.
—¡Me acuerdo de la luz de la luna sobre el Danubio! —protestó él.
—Fue el Adriático, querido —lo corrigió ella—. No hablamos, pero nos vimos. Sabía que me estabas mirando.
—¿De verdad? Creía que estaba siendo muy discreto.
Ella se rio y acto seguido apartó la vista.
Por un instante, Charlotte pensó que lo hacía por modestia, porque la expresión que Blantyre lucía en el rostro era abiertamente emotiva. Entonces advirtió la luz momentánea de una lágrima en el ojo de Adriana, y pensó que se le había escapado algo mucho más profundo que las palabras.
Minutos más tarde los llamaron al comedor, y su opulenta y anticuada belleza desvió toda la atención de Charlotte. No era un comedor inglés en absoluto, exceptuando la moda que en ocasiones se había inspirado en los italianos. Había una sencillez en las proporciones que le confería una extraordinaria elegancia y una calidez al colorido.
—¿Le gusta? —preguntó Adriana, que estaba a su lado detrás de ella, momentos antes de que todos se dirigieran a sus respectivos sitios alrededor de la larga y pulida mesa. A continuación se disculpó—. Perdone. Si se lo pregunto, ¿cómo va a contestar que no? —Sonrió con aire arrepentido—. Adoro Inglaterra, pero esto es un recuerdo de mi hogar que mantengo porque quiero que a la gente de aquí le guste lo que yo conocí y amé.
Y sin esperar respuesta, fue a ocupar su asiento al pie de la mesa mientras Blantyre ocupaba el suyo a la cabecera.
Charlotte y Pitt se sentaron a los lados, uno enfrente del otro. Unos criados y una camarera sirvieron la cena en silencio y con una discreción producto de una larga práctica. Primero les pusieron un caldo seguido de un pescado ligero y luego el plato principal: cordero en salsa de vino tinto.
La conversación pasó fácilmente de un tema a otro. Blantyre era un anfitrión muy divertido, lleno de anécdotas de sus viajes, sobre todo de su estancia en las capitales de Europa. Observando su cara, Charlotte vio un entusiasmo manifiesto por lo curioso y particular de cada sitio, pero una pasión por Austria que desbancaba a todas las demás.
Habló de la alegría y sofisticación de París, de su teatro, su arte y su filosofía, pero su voz adquirió una nueva intensidad cuando describió la opereta vienesa, su vitalidad, una música tan lírica que hacía que a todo el mundo le entrasen ganas de bailar.
—Tienen que clavar las sillas y las mesas al suelo —dijo, casi en serio. Estaba sonriendo, con la mirada perdida a lo lejos—. Viena siempre está presente en mis sueños. Lloras y un minuto después te ríes. Cada individuo hace más poderoso al otro. Hay una riqueza única en la mezcla de tantas culturas.
Adriana se movió muy ligeramente, y el cambio de la luz sobre su cara hizo que Charlotte la mirase. Por un instante, vio una vulnerabilidad, un dolor en sus ojos y las sombras de alrededor de su boca, que todavía era demasiado joven para tener arrugas u hoyuelos. Y de repente, tan pronto como tuvo conciencia de ello, desapareció. Por un segundo le había parecido totalmente perdida. Tenía la mano en el tenedor, y lo dejó como si no fuera a comer más.
Blantyre lo había visto —Charlotte estaba segura—, y sin embargo, casi sin respirar, continuó con su relato de la música y el colorido de la ciudad, como si quisiera asegurarse de que ni Charlotte ni Pitt se fijaban.
Les sirvieron el siguiente plato. Blantyre cambió de tema y se puso más serio. Ahora su atención parecía más dirigida a Pitt.
—Por supuesto, últimamente las cosas han cambiado —dijo haciendo una pequeña mueca—. Desde la muerte del príncipe heredero Rodolfo.
Adriana abrió mucho los ojos, probablemente sorprendida de que mencionara un tema como ese en la mesa de la cena y delante de personas a las que apenas conocían.
Enseguida Charlotte se preguntó si el auténtico motivo de Pitt para estar allí podía estar relacionado con la tragedia de Mayerling. Pero ¿qué tenía eso que ver con la Brigada Especial británica? Miró a Pitt y vio su ceño ligeramente fruncido.
—El emperador es un rigorista —prosiguió Blantyre como si no hubiera visto ninguna reacción—. Duerme en un viejo catre del ejército y se levanta a las cuatro y media de la mañana para trabajar en el papeleo del Estado. Se viste con el uniforme de un oficial subalterno, y no me extrañaría que comiera solo pan y bebiera solo agua.
Charlotte lo miró atentamente para ver si estaba bromeando. Sus anécdotas habían estado llenas de ingenio y de bromas desenfadadas, amables, como cuando uno se divierte con las personas a las que más cariño tiene. Ahora no veía en su rostro ninguna ligereza en absoluto. Tenía los orificios nasales ligeramente ensanchados y la boca un poco tirante.
—Evan… —comenzó a decir Adriana con inquietud.
—El señor Pitt es el jefe de la Brigada Especial, querida —dijo Blantyre, censurándola muy ligeramente—. Tiene algunas falsas impresiones. No podemos permitir que las tenga, pero desde luego tampoco podemos aumentarlas.
Adriana se quedó muy pálida, pero no discutió.
Charlotte se preguntaba adónde estaba yendo a parar la conversación. ¿Qué parte de ella estaba compuesta de la información que Pitt buscaba, y por qué habían ido a averiguarla de esa forma? Se volvió hacia Blantyre y lo miró a los ojos mientras trataba de revelar lo mínimo posible sus pensamientos.
—Parece un hombre bastante severo —observó—. ¿Siempre fue así o son los efectos del duelo por la pérdida de su hijo?
—Me temo que siempre fue muy pesado. La pobre Sissi se escapa cuando puede. Es un poco excéntrica, pero quién puede culpar a esa pobre mujer.
Charlotte desplazó la mirada de Blantyre a Pitt, pero vio la confusión que se reflejaba también en la cara de él antes de que pudiera ocultarla.
—La emperatriz Isabel —explicó Blantyre, arqueando un poco las cejas—. Sabe Dios por qué la llaman Sissi, pero todos se refieren a ella de esa forma. Tiene espíritu bohemio. Siempre está viajando, sobre todo a París, o a Roma.
Charlotte intervino con la esperanza de descubrir que había juzgado bien y que aquello tenía algo que ver con el caso que Pitt llevaba entre manos.
—¿Qué fue primero? —preguntó inocentemente.
Blantyre se volvió hacia ella mirándola con los ojos brillantes. ¿Era un asomo de diversión lo que se veía en su mirada?
—¿Primero? —inquirió él.
Ella lo miró directamente.
—¿El deseo de ella de escapar de un pesado como el emperador o el aislamiento de él porque ella siempre estaba involucrada emocionalmente en alguna aventura?
Él asintió con la cabeza de forma casi imperceptible.
—Ninguna de las dos cosas, que yo sepa. Pero el príncipe heredero Rodolfo se vio en medio de un considerable conflicto entre la rígida dictadura militar de su padre y las imprevisibles fugas de su madre, tanto en sentido metafórico como literal. Él era bastante espabilado cuando se le presentaba la más mínima oportunidad de escapar del corsé del deber. —Se volvió hacia Pitt—. Escribió excelentes artículos para periódicos radicales, bajo un seudónimo, claro.
Pitt se enderezó, con el tenedor a medio camino de su boca.
Blantyre sonrió.
—¿No lo sabía? No me extraña. Poca gente lo sabe. Opinaba que la invasión de Croacia sería un motivo de guerra contra Rusia, que Austria iniciaría contra una península balcánica totalmente antiaustríaca desde el mar Negro hasta el Adriático. Decía que no solo el presente estaría en peligro, sino todo el futuro, del cual Austria era responsable ante la próxima generación.
Pitt lo miró fijamente. Se hizo un silencio absoluto en la mesa.
—Casi he citado textualmente —dijo Blantyre—. Lo mejor que he podido traducir del alemán a nuestro idioma.
—Evan, ese pobre hombre está muerto —lo interrumpió Adriana, aunque parecía que él hubiera terminado de hablar y no tuviera intención de decir nada más—. Nunca sabremos de qué habría servido si hubiera vivido.
Había una intensa tristeza en su voz, y tenía una mirada alicaída.
Los pensamientos se agolparon en la mente de Charlotte. No se le ocurría qué interés podía tener un pacto de suicidio entre un hombre y su amante, por trágico que fuera, para la Brigada Especial británica. Y sin embargo parecía que Blantyre hubiera introducido el asunto de forma muy deliberada, aunque no era precisamente un tema de conversación cortés para una cena entre personas que apenas se conocían.
Blantyre estaba mirando ahora a Adriana.
—Querida, no debe apenarte tanto su pérdida. —Estiró la mano hacia la de ella, pero la mesa era demasiado larga para que se tocasen. Aun así, sus dedos permanecieron posados ligeramente sobre el mantel blanco—. Fue su decisión, y creo que lo único que le quedaba. Estaba cansado y enfermo, y era terriblemente desgraciado.
—¿Enfermo? —dijo ella rápidamente, mirándolo a los ojos por primera vez desde que la muerte de Rodolfo había salido a colación.
—Por eso él no tendrá heredero —dijo él con mucha delicadeza.
—Pero ¡tiene dos hijas! —repuso ella.
—No habrá hijos.
—¿Cómo lo sabes? —protestó ella.
—Porque la princesa Estefanía también está contagiada —respondió él.
La expresión del rostro de Adriana era indescifrable: sorpresa, pena, pero a Charlotte le parecía que contenía algo más complejo, una suerte de esperanza, como si un viejo problema se hubiera resuelto por fin.
—Entonces ¿le habría tocado al archiduque Francisco Fernando de todas formas? —dijo Adriana a los pocos segundos.
—Sí —convino Blantyre—. ¿Creías que la muerte del pobre Rodolfo podía haber tenido algo que ver con la sucesión? No fue por motivos políticos, al menos en ese sentido. Si Rodolfo se hubiera convertido en emperador, habría planeado transformar el imperio en una república y ser su presidente, con mucha más libertad para cada uno de los países que lo forman.
—¿Habría dado resultado? —preguntó ella con aire indeciso.
Él sonrió.
—Probablemente no. Era un idealista, todo un soñador. Pero podrían haber influido en él.
Pitt desplazó la mirada de uno a la otra.
—¿Existe alguna duda respecto a si fue un suicidio?
Blantyre negó con la cabeza.
—Ninguna en absoluto. Sé que circulan toda clase de rumores, pero la verdad es más profunda, y mucho más contundente de lo que se ha dado a conocer al público. Sin embargo, creo que algunas penas tienen que seguir siendo propiedad de las víctimas. Prácticamente es la única atención que podemos ofrecerles. Estoy totalmente seguro de que él y María Vetsera murieron a manos de sí mismos y de que no hay más personas implicadas en su muerte, al menos al final. Quién es el culpable del curso de sus vidas no es de nuestra incumbencia.
Pitt parecía a punto de decir algo, pero cambió de opinión e hizo un comentario sobre uno de los muchos cuadros bonitos que había en la pared.
La cara de Adriana se iluminó de regocijo en el acto.
—La costa croata —comentó entusiasmada—. Es donde yo nací.
Pasó a describirla con nostalgia muy evidente.
Charlotte se fijó en la cara de Blantyre. Había una persistente tristeza en sus ojos, la misma ternura que había antes en sus facciones mientras escuchaba cómo su esposa recordaba su infancia, las estaciones cambiantes, los sonidos y el toque del pasado. No dijo nada más sobre Viena, como si fuera otro mundo.
Después de cenar Charlotte y Adriana volvieron al salón para tomar el té y unos delicados dulces decorados con gracia.
—Su país parece muy bonito —dijo Charlotte con interés.
Adriana respondió enseguida, con la mirada todavía suavizada por los recuerdos.
—Es único —aseveró sonriendo—. Por lo menos lo era. No he vuelto desde hace varios años.
—Pero puede volver, al menos de visita, ¿no? —preguntó Charlotte.
De repente, Adriana se quedó muy quieta. El delicado color de su piel se volvió todavía más pálido, casi translúcido.
—No creo que me gustase. Evan protege mucho mis sentimientos. Siempre dice que no haría más que reavivar viejas heridas que es mejor dejar curar, y tal vez tenga razón.
Charlotte aguardó, creyendo que a continuación vendría la explicación. Y aunque no viniese, sería una torpeza preguntar.
Adriana centró de nuevo su atención en el presente.
—Lo siento, no me está entendiendo. Mi padre murió hace mucho, y mi madre había muerto antes. Todavía me cuesta pensar en ello. La gente tiene buenas intenciones. Lo querían y lloraron su pérdida, pero no como yo.
Durante unos minutos le costó controlar sus emociones. Miró a Charlotte con sorprendente confianza, como si a todas luces hubiera amistad entre ellas, pero no dijo nada más.
Charlotte pensó en la muerte de su hermana mayor; la pena, el miedo, la terrible desilusión en muchas cosas que habían pasado después. Ocurrió durante la serie de asesinatos en la que había conocido a Pitt, y tal vez en la que había empezado a madurar y a contemplar más sinceramente a las personas que quería. Había tratado de aceptar el fracaso, el suyo y el de ellos, no para echarles la culpa sino porque no estaban a la altura de las percepciones idealistas y bastante inmaduras que tenía de ellos.
No tenía ni idea de cómo había muerto el padre de Adriana, pero estaba claro que era algo que le provocaba un dolor más complejo que el de una enfermedad repentina o un accidente trágico. Incluso entonces se negaba a hablar del tema.
Charlotte echó un vistazo al salón y eligió una bonita talla de madera muy ornamentada para admirarla y preguntar por ella.
La tensión se rompió, y Adriana respondió con un arranque de gratitud informando sobre la historia de la pieza.
En el comedor, el mayordomo trajo el oporto y los puros, y los dejó solos a petición de Blantyre. Entonces dio comienzo la conversación seria. Este no se anduvo con preámbulos.
—He examinado más atentamente la información que me dio, Pitt. Me he visto obligado a cambiar de opinión. Reconozco que pensé que se estaba apresurando un poco y que estaba sacando conclusiones precipitadas, tal vez debido a su reciente ascenso al cargo que ocupa. Estaba equivocado. Ahora creo que hace bien considerando grave el peligro, y es posible que incluso tan catastrófico como parece.
Pitt se quedó pasmado.
Blantyre se inclinó hacia delante.
—Por supuesto, los indicios son pequeños: preguntas sobre horarios, un detalle que parece bastante normal; el deseo de saber cómo funcionan los semáforos, más detalladamente de lo que sabe o desea saber cualquier persona corriente; una descripción técnica del funcionamiento de las agujas. Esos datos no indican al Ministerio de Asuntos Exteriores que pase algo. —Sonrió con aire arrepentido y humilde—. En mi opinión, saber los nombres de los hombres interesados sí que indica que planean algo grande y lo bastante complejo para necesitar hombres que hayan matado con anterioridad, y que están dispuestos a causar un gran número de víctimas civiles para tener éxito.
—¿Por qué el duque Alois? —le preguntó Pitt—. ¿Acaso tiene más importancia política de lo que sabemos?
La mirada de Blantyre permaneció fija y su cara muy seria.
—Ignoro si ese hombre tiene la más mínima importancia, pero es una buena idea. Puede que hayan cambiado algunas cosas desde la última información fiel que recibí. Pero aunque él no tenga importancia, este asunto es mucho más grave que la muerte de cualquier hombre, sea quien sea.
Extendió las manos sobre el mantel blanco. Eran finas y fuertes.
—El Imperio austrohúngaro es fundamental para el futuro de Europa. Creo que el gobierno de Gran Bretaña no acaba de entenderlo. Tal vez ningún gobierno lo entienda, ni siquiera en Viena. Mire el mapa, Pitt. El imperio es enorme. Se encuentra en el corazón de Europa, entre las emergentes potencias industriales de los países protestantes del oeste, sobre todo Alemania, recién unificada y más poderosa cada año, y el antiguo, delicado y fracturado este, entre los que se cuentan los belicosos Estados balcánicos, y Grecia, Macedonia y Turquía: «el enfermo de Europa».
Pitt no le interrumpió. El brandy había quedado olvidado y los puros sin encender.
—Y al sur está Italia —continuó Blantyre—. Al igual que Alemania, se ha unificado hace poco, pero sigue teniendo la herida abierta en el norte de un territorio ocupado por Austria que contiene algunas de sus ciudades más importantes. También, por supuesto, Serbia, Croacia, Montenegro y los demás países del Adriático, donde está el auténtico polvorín. A pesar de lo pequeños que son, si explotan, podrían acabar llevándose a toda Europa con ellos.
Se apretó un poco las manos.
—Pero mucho más que eso, al norte se encuentra el enorme y agitado oso de Rusia: eslavo en sus lealtades, ortodoxo en su fe. La gobierna un zar en Moscú que no tiene la más mínima idea de lo que anida en los corazones de su gente, y no digamos en otras partes, y aunque la tuviera no posee la inteligencia suficiente para hacer algo al respecto.
Pitt notó frío. Empezó a vislumbrar adónde quería ir a parar Blantyre.
—Y Austria está en el centro de todo. —Blantyre movió muy ligeramente la mano, como si estuviera sobre un mapa y no sobre un mantel de lino blanco—. El imperio tiene siete idiomas distintos y multitud de religiones: católica, ortodoxa, musulmana, judía. Aunque es verdad que el antisemitismo es desagradable, y está creciendo, allí hay una tolerancia general. Su cultura es antigua, profundamente sofisticada, y tiene una larga práctica controlando el poder con suficiente firmeza para que gobierne y suficiente ligereza para dejar que la individualidad respire.
Miró a Pitt, evaluando su reacción.
—La Alemania teutónica está impaciente por aumentar su poder. Bismarck habló de «encadenar la cuidada y navegable fragata de Prusia al antiguo galeón devorado por los gusanos de Austria». No hemos hecho suficiente caso de esas palabras. Los alemanes son peligrosos y se están impacientando cada vez más. Sus jóvenes leones aguardan para derribar a los viejos. Pero incluso eso es secundario respecto al auténtico peligro. Austria es el corazón donde confluyen todos los distintos intereses. Si desaparece, no habrá un núcleo neutral. Los teutones y los eslavos se enfrentarán cara a cara. Protestantes, católicos, musulmanes y judíos no tendrán un foro en el que hablar con confianza. Ya no habrá una sola cultura de la que todas formen parte.
Pitt entendía la lógica incuestionable de lo que Blantyre estaba diciendo.
—Pero ¿por qué matar a un miembro menor de la familia real austríaca, y aquí, en Inglaterra? ¿Para qué sirve?
Blantyre sonrió, con el rostro tirante y mirada sombría.
—Da igual quién sea; la víctima es secundaria. Cualquiera habría servido. Si lo asesinaran en su hogar, las autoridades podrían encubrirlo y hacer que pareciera un terrible accidente. Si lo hacen en Inglaterra, donde no tienen control, en el territorio de uno de los mejores servicios secretos de Europa, no se podrá ocultar. Mejor aún, seguro que cuando atrape al responsable, demostrarán sin lugar a dudas que es croata. A Austria no le quedará más remedio que procesarlo y ejecutarlo, y buscar a todos sus aliados y hacer lo mismo. ¿Lo ve?
Pitt empezaba a ver, y el panorama era espantoso.
Blantyre asintió lentamente con la cabeza.
—Se nota en su cara. Claro que lo ve. Austria estaría entonces en guerra con Croacia. Croacia es eslava. Haría un llamamiento a sus poderosos primos rusos, que se pondrían de su lado, aunque no tuvieran vela en el entierro. Luego Alemania se pondría del lado de Austria, un país de habla y cultura alemana, y antes de que pudiera impedir el desastre, habría una guerra como no hemos visto jamás.
—Ningún hombre en sus cabales… —empezó a decir Pitt, y su voz se fue apagando.
—Ningún hombre en sus cabales —repitió Blantyre en voz baja—. Ningún hombre en sus cabales con los conocimientos y el entendimiento para ver adónde llevaría. ¿A cuántos nacionalistas en sus cabales conoce? ¿A cuántos dinamiteros y asesinos competentes con una capacidad de previsión de más de un par de días, y no digamos de medio año o una década?
—A ninguno —dijo Pitt casi entre dientes—. Dios, qué desastre.
—Debemos impedirlo —afirmó Blantyre—. Puede que la Brigada Especial no haya tenido un caso más importante. Cualquier ayuda que yo pueda ofrecerle está a su disposición, día o noche.
Pitt se quedó mirando la mesa, con la espalda encorvada y todos los músculos de la cara y el cuello doloridos.
—Gracias.