11
Pitt estaba en su despacho revisando una vez más los planes para la visita del duque Alois cuando Stoker llamó a la puerta.
Alzó la vista cuando él entró.
Stoker lucía una expresión de preocupación, y saltaba a la vista que estaba incómodo.
—El señor Blantyre está aquí, señor. Tiene muy mala cara, como si no hubiera comido ni dormido desde hace tiempo, pero quiere verle. Lo siento, pero no he podido darle largas. Creo que tiene que ver con Staum.
—Dígale que pase —contestó Pitt.
No había forma de evitarlo. Los asesinos no respetan el dolor íntimo. Si Staum estaba relacionado con Serafina, quizá al menos eso resolviera parte del problema, pero no había nada que hiciera pensarlo. Adriana había matado a la anciana para vengar a su padre y luego, aparentemente por remordimiento o desesperación, se había quitado la vida. No había motivo para pensar que estuviera al tanto de la conspiración contra el duque Alois, quien era un niño, todavía más joven que ella, en la época del alzamiento y la traición.
—Vaya a buscar brandy y un par de copas —dijo, y al ver la cara de Stoker añadió—: Ya sé que es temprano, pero puede que haya estado en vela toda la noche. Es de recibo ofrecerle algo de beber. Pobre hombre.
—No sé cómo puede soportarlo —comentó Stoker con seriedad—. Su mujer mata a una anciana que se estaba muriendo y luego se suicida. Claro que ahora mismo parece como si él también quisiera estar muerto.
—Dígale que pase, y no tarde con el brandy —le indicó Pitt.
—Sí, señor.
Blantyre entró un momento más tarde. Como Stoker había dicho, parecía un hombre que vivía una pesadilla.
Pitt se levantó para recibirlo. Era imposible saber qué decir. No había nada que estuviera a la altura del horror de su pérdida. Se acordó del dolor de Charlotte cuando él le había contado lo de Adriana. Se había quedado pasmada, como si las palabras no tuvieran sentido. Luego, cuando se habían apoderado de ella el entendimiento y el horror ante el tormento que imaginaba que Adriana había padecido, la oscuridad de la pérdida absoluta, había llorado entre los brazos de Pitt durante lo que le había parecido mucho tiempo. Incluso después de acostarse, ella había seguido sollozando en la oscuridad. Cuando él le tocó la cara, la notó húmeda de las lágrimas.
Ella y Adriana habían sido amigas durante unas pocas semanas. Lo que Blantyre debía de estar sintiendo era una devastación solo imaginable por aquellos que la habían experimentado.
Blantyre se sentó en la silla como si fuera un anciano, como si sus huesos se fuesen a lastimar al menor descuido. Stoker entró casi pisándole los talones con el brandy, y él lo aceptó. Sostuvo la copa entre las dos manos como si fueran a calentar el recipiente y a enviar el aroma hacia arriba, pero estaban blancas como si no tuvieran sangre.
—Stoker me ha dicho que tiene noticias —lo apremió Pitt después de unos momentos de silencio.
Blantyre alzó la vista.
—Staum ya no está solo en Dover —dijo en voz baja—. Hay otro hombre llamado Reibnitz. Un tipo elegante con pinta de inútil, muy aseado y arisco. Parece un contable, y uno casi espera que tenga los dedos manchados de tinta. Hasta que habla; entonces parece un caballero, y uno lo toma por el tercer hijo de una familia decente, como los que se hacen curas en Inglaterra a falta de algo mejor.
—Reibnitz —repitió Pitt.
El rostro de Blantyre se puso tirante.
—Johann Reibnitz, tan normal y corriente que casi es invisible. Estatura media, constitución delgada, pelo castaño claro, ojos grises, piel pálida. Podría ser uno entre un millón de hombres de Austria o de cualquier país de Europa. Habla inglés sin acento, de modo que aquí también podría ser uno entre tantos.
—¿Ningún rasgo distintivo? —preguntó Pitt con creciente alarma.
—Ninguno en absoluto. Ni lunares, ni cicatrices, ni cojera, ni tics, ni tartamudeos. Como ya he dicho, un hombre invisible.
Los ojos de Blantyre no tenían ninguna expresión, como si todo lo hiciera mecánicamente y no hubiera nadie dentro de su cuerpo.
—¿De modo que Staum podría ser un señuelo, como nos temíamos? —planteó Pitt.
—Creo que sí. Lo sería si yo lo estuviera planeando.
—¿Cómo lo sabe?
Un asomo de sonrisa se dibujó en la cara de Blantyre y desapareció de tal forma que podría haber sido una ilusión.
—Todavía tengo contactos en Viena. Reibnitz ya ha matado varias veces. Ellos lo saben, pero no pueden demostrarlo.
Entonces fue Pitt quien sonrió.
—¿Y espera que me crea que eso les impide liquidarlo? ¿En Viena son tan… escrupulosos?
Blantyre suspiró.
—Por supuesto que no. Tiene usted toda la razón. Ellos también lo utilizan según les conviene. En un principio él fue uno de los suyos. Creen que se vende si le pagan bien. —Miró a Pitt con repentina intensidad, como si algo vivo hubiera despertado otra vez dentro de él—. ¿Ordenaría usted disparar a uno de los suyos si creyera que ya no es de fiar? ¿No querría que lo juzgaran y le dieran la oportunidad de defenderse? ¿Cómo podría estar seguro de que las pruebas son válidas? ¿No debería enfrentarse a su acusador? ¿Y le diría a uno de sus hombres que lo hiciera, le daría órdenes de matar? ¿O como jefe de la sección consideraría que es su responsabilidad hacerlo usted mismo?
Pitt se quedó sorprendido. Era una pregunta que había evitado hacerse desde el caso O’Neil. Una cosa era defenderse en el calor del momento y otra muy distinta ordenar una ejecución: un asesinato judicial a sangre fría.
—No lo sabe, ¿verdad? —dijo Blantyre, y bebió por fin un sorbo de brandy—. Por lo menos es sincero. Es usted un policía brillante. —Había sinceridad en su voz, incluso admiración—. Usted descubre verdades que la mayoría de los hombres no hallarían. Usted se asegura. Sopesa pruebas, depura sus conocimientos hasta que tiene lo más parecido a la situación general. Siente intensas emociones. Se identifica con los que sufren; le indigna la injusticia. Pero casi nunca pierde su autocontrol. —Hizo un pequeño gesto con sus fuertes y gráciles manos—. Piensa antes de actuar. Esas son las cualidades que lo convierten en un gran líder al servicio de su país. Puede que algún día incluso sea mejor que Victor Narraway porque conoce usted mejor a la gente.
Pitt lo miró fijamente, avergonzado. Era consciente de que le aguardaba una advertencia y no quería oírla.
Blantyre torció la boca en una mueca.
—Pero ¿podría ejecutar a uno de sus hombres sin un juicio?
—No lo sé —reconoció Pitt.
Era difícil de saber. La expresión de la cara del exdiplomático no le permitía hacerse una idea de si respetaba su opinión o la despreciaba.
—Sé que no lo sabe. —Blantyre se calmó finalmente—. Tal vez su homólogo en Viena tampoco se ha decidido todavía. O tal vez Reibnitz es un agente doble que trabaja para el jefe del Servicio Secreto austríaco y va a entregarles a sus otros superiores cuando se le presente la ocasión.
—Bueno, si intenta asesinar al duque Alois, quizá podamos librarlos de tomar la decisión —expuso Pitt seriamente—. ¿Hay algo más que pueda contarme sobre Reibnitz? ¿Dónde ha sido visto? ¿Costumbres, ropa, formas de que podamos reconocerlo? ¿Se sabe algo de sus aficiones y fobias? ¿Algún socio?
—Por descontado. He puesto por escrito todo lo que sé. —Blantyre sacó un trozo de papel doblado de su bolsillo interior y se lo dio a Pitt—. El nombre de mi confidente figura por separado. Le agradecería que lo anotara en algún lugar totalmente seguro y no se lo enseñase a nadie, salvo tal vez a Stoker. Sé que se fía de él.
Pitt cogió el papel.
—Gracias —dijo sinceramente—. El duque Alois le debe la vida, y todos nosotros estamos en deuda con usted por evitar una vergüenza nacional que podría habernos costado muy caro.
Blantyre terminó su brandy.
—Gracias.
Dejó la copa sobre la mesa y se levantó. Dudó un instante como si fuera a decir algo, pero cambió de opinión y se dirigió a la puerta con paso vacilante.
En cuanto se hubo marchado, Pitt mandó llamar a Stoker y le contó todo lo que Blantyre le había dicho, incluido el nombre del confidente que había proporcionado la información sobre Reibnitz. Les llevó el resto del día y el siguiente investigarlo, pero todos los datos que Blantyre le había ofrecido eran verificables y resultaron ciertos.
Pitt fue a ver a Narraway y dejó a Stoker y a los demás bajo su mando comprobando y volviendo a comprobar todos los preparativos para el momento en que el ferry desembarcase en Dover. Había quedado en hacerlo y se había cerciorado de que Narraway estuviera en casa. Ni el orgullo ni las cadenas de mando importaban ahora.
Era media tarde, y la lluvia azotaba la ciudad procedente del oeste. Pitt estaba empapado y puso el sombrero, los guantes y la bufanda en la barandilla de latón revestida de piel que había delante del fuego.
Narraway puso más carbón y leña en las ascuas y se sentó en su sillón, mirando fijamente a Pitt.
—¿Está seguro de lo de Reibnitz? —preguntó con gravedad.
—Estoy seguro de que lo que Blantyre me dijo es cierto —contestó Pitt—. He consultado los pocos asesinatos políticos ocurridos en Austria de los que tenemos conocimiento. Es difícil precisarlos. Muchos son de anarquistas que atacan a una víctima cualquiera, como hacen también aquí, o bien están sin resolver. Reibnitz encaja en la descripción de un crimen que tuvo lugar en Berlín y otro en París. Pero como Blantyre dijo, no hay pruebas.
—Pero ¿está en Dover? —inquirió Narraway.
Pitt asintió con la cabeza.
—Hay un hombre de apariencia corriente que responde a su descripción. En su pasaporte se hace llamar John Rainer, y ha vuelto hace poco de Burdeos después de haber estado supuestamente de negocios durante varios meses. No tiene amigos ni familiares que puedan confirmarlo.
Narraway frunció los labios.
—No parece un anarquista; más bien, un asesino prudente y muy cuidadoso.
—Aun así podría estar pagado por anarquistas —razonó Pitt. Tenía frío, a pesar del calor que hacía en la estancia. La lluvia que azotaba las ventanas emitía un sonido amenazante, como si quisiera entrar—. Muchos de ellos son caóticos, pero puede que hayan robado dinero o hayan recaudado suficiente gracias a sus partidarios para pagar a un profesional como Reibnitz.
Narraway lo miró sin pestañear, mientras las sombras de la luz del fuego danzaban a través de su cara.
—¿Por qué querría alguien matar al duque Alois, y con tanto cuidado? ¿O, como temíamos, solo es un medio para alcanzar un fin?
—Bueno, sin duda nos pondría en una situación comprometida si le disparasen mientras está en Inglaterra visitando a la familia real —dijo Pitt amargamente.
Narraway asintió con la cabeza.
—¿O nos están confundiendo, y mientras toda nuestra atención está centrada en el duque Alois, va a ocurrir otra cosa de la que no nos enteraremos hasta que sea demasiado tarde?
—Yo también lo he pensado —admitió Pitt—. Solo tengo a cuatro hombres en el caso del duque Alois hasta que llegue aquí. Los demás están trabajando en los asuntos habituales y permanecen atentos por si hay algún movimiento, algún cambio destacable. Ha habido un mitin socialista en Kilburn, pero la policía puede encargarse de todo. Se ha organizado una exposición de cuadros bastante gráficos en una galería de Piccadilly, y esperamos algunas protestas, nada más que yo sepa.
—Entonces más vale que se prepare para lo peor. —Narraway tenía una mirada sombría y la boca apretada en una fina línea—. Necesita todos los aliados que pueda encontrar. Puede que haya llegado el momento de presionar un poco, incluso de pedir que le devuelvan unos cuantos favores. La información de Blantyre necesita confirmación. No parece la violencia fortuita de los anarquistas.
Eso mismo había pensado, y temido, Pitt.
—No puedo pedir que me devuelvan favores —dijo seriamente—. Solo solicitarlos. Y Blantyre está destrozado por la muerte de su esposa. Todavía no sé si tiene algo que ver con el duque Alois o no, pero no veo ninguna conexión. El duque es austríaco y no tiene lazos visibles con Italia ni Croacia. No hemos descubierto ningún interés por su parte en las zonas más pequeñas del Imperio austríaco.
—¿Prusia? ¿Polonia? —preguntó Narraway.
—Nada.
El lord frunció el entrecejo.
—No me gustan las coincidencias, pero no se me ocurre qué relación podría tener la mente delirante de Serafina, o los secretos que pudo haber sabido hace cuarenta años, con los anarquistas de hoy día o con el duque Alois. Desgraciadamente, la conexión con Adriana y Lazar Dragovic es demasiado evidente. Aunque me sorprende. Jamás habría pensado que Serafina Montserrat traicionase a alguien. No llegué a coincidir con ella y supongo que solo la conocía a través de los ojos de otras personas.
—¿Los de Vespasia? —inquirió Pitt.
—Supongo que sí. ¿No le cabe ninguna duda de que fue Adriana quien la mató?
—Ojalá, pero no veo ninguna. Ella estuvo en la casa aquella noche. Escuchó a Serafina muchas veces, y sabemos que esta tenía miedo de que se le escapase algún secreto, olvidándose de dónde y con quién estaba. —Una profunda y dolorosa pesadez se posó en su interior—. Sabemos que Serafina fue una aliada de Dragovic y que estuvo presente cuando lo ejecutaron. Se llevó a Adriana y cuidó de ella. No sé para qué lo hizo ni qué poder o qué libertad consiguió de esa forma, pero fue un caso espantoso de doble juego. No me extraña que tuviera miedo cuando supo que Adriana, ya adulta, iba a ir a verla. Eso explica el terror que Vespasia vio en ella.
—Y cuando Adriana se dio cuenta de que usted lo sabía, se suicidó —añadió Narraway.
Miró fijamente a Pitt como si quisiera evaluar su capacidad para lidiar con esa carga y cómo le afectaba la culpabilidad.
Pitt sonrió cuando vio que él lo entendía, pero no había la más mínima satisfacción en el gesto.
—Hay que encontrar a otra persona —dijo, no como una evasiva sino como un paso adelante respecto a dónde se encontraban.
Narraway asintió con la cabeza otra vez, apretando los labios.
—Tenga cuidado, Pitt. No se cree enemigos que no pueda permitirse tener. Si va a utilizar a alguien, tenga mucho cuidado con la forma en que lo hace. La gente entiende los favores y el resarcimiento, pero a nadie le gusta que lo utilicen.
Se inclinó hacia delante y cogió el atizador de la chimenea. Lo introdujo con cuidado entre las brasas y dejó que entrase el aire. Las llamas brotaron.
—Hay unas cuantas personas a las que puede enemistar si necesita agitar un poco las cosas para ver qué pasa —añadió.
Pitt lo observó atentamente esperando las siguientes palabras, temiéndolas.
—Tregarron —continuó, volviendo a colocar con cuidado el atizador—. Siente devoción por su madre y guardaba cierto rencor a su padre.
—¿No estuvo su padre de diplomático en Viena?
—Sí. Puede comprobar si sabía algo acerca de Dragovic, o de Serafina, para el caso.
—¿Acaso importa ahora? ¿En qué puede afectar al duque Alois?
—Ni idea. Solo es un punto de influencia. Hay una o dos personas más a las que yo podría… —buscó la palabra adecuada— convencer para que se mostrasen más comunicativas. Pero son grandes deudas, deudas que solo puedo pedir que me devuelvan una vez. —Miró a Pitt con el rostro tenso, vacilante a la luz que parpadeaba—. Lo haré solo si es importante. ¿Lo es?
Pitt no podía contestar. ¿Era agua pasada la tragedia de Serafina, Dragovic y Adriana, y no guardaba relación con el duque Alois? ¿O era la presencia del duque una coincidencia? La posibilidad de un caótico plan anarquista parecía cada vez menos probable. No había ningún elemento impulsivo en todo aquello. Hacía semanas que habían oído el primer rumor de asesinato.
Quería pedirle consejo a alguien —tal vez a Vespasia—, pero sabía que la decisión era suya. Él era el jefe de la Brigada Especial. En su lugar, Narraway habría escuchado, pero nunca habría pedido asesoramiento.
—Quiero saber si la traición de Dragovic era el único secreto que Serafina tenía miedo de revelar —dijo en voz alta—. Y quién es el amante de Nerissa Freemarsh, si es que existe.
—¿El amante de Freemarsh? —Narraway levantó la cabeza de una sacudida—. Sí, averígüelo. Averigüe si es Tregarron. Averigüe a qué fue realmente Tregarron a la casa.
—Eso me propongo.
Pitt fue a ver a una de las fuentes que Narraway había mencionado. Tomó el tren de la gran línea del este hasta el otro lado de Hackney Wick. Desde allí recorrió un kilómetro bajo un sol esporádico hasta Plover Road. La calle dominaba el pantano de Hackney, que era totalmente liso y estaba atravesado por estrechos canales serpenteantes.
Allí buscó al hombre cuyo nombre le había dado Narraway: un italiano que había luchado con los nacionalistas croatas en la época en que Dragovic era uno de sus cabecillas. Ahora tenía ochenta y tantos años largos, pero no había perdido la perspicacia a pesar de su salud física, cada vez más débil. Cuando Pitt se identificó y demostró para su satisfacción que conocía a Victor Narraway, el anciano se mostró dispuesto a recordar aquellos años de juventud.
Se sentaron en una salita con una ventana con vistas al pantano. Al otro lado del cristal, bandadas de pájaros volaban a toda velocidad a través del vasto cielo, persiguiendo la luz del sol y las sombras, y el viento peinaba los pastos formando dibujos siempre cambiantes.
—Sí, claro que recuerdo a Serafina Montserrat —afirmó el anciano sonriendo. Había perdido la mayoría de su cabello, pero conservaba unos bonitos dientes—. ¿Qué hombre podría olvidarla?
—¿Y a Lazar Dragovic? —continuó Pitt.
Estaban sentados casi rodilla contra rodilla en la diminuta sala.
La cara del anciano se llenó de tristeza.
—Muerto —dijo sucintamente—. Los austríacos lo liquidaron.
—Ejecutado —terció Pitt.
—Asesinado —le corrigió el anciano.
—¿No planeaba él asesinar a alguien?
La cara arrugada del anciano se torció desdeñosamente.
—A un carnicero de la gente a la que debía gobernar allí. No tenía ningún derecho sobre ellos. Era extranjero. Apenas hablaba su idioma. Pero era brutal. Eso sí habría sido una ejecución.
—¿Fue Dragovic traicionado por uno de los suyos? —inquirió Pitt.
—Sí. —Los ojos del anciano se encendieron al recordar—. Desde luego. De lo contrario, no lo habrían atrapado jamás.
—¿Sabe quién fue?
—¿Qué importa eso ahora? —Había cansancio y una repentina y aplastante derrota en su voz. Se quedó mirando los dibujos del viento y las nubes sobre el pantano—. Todos han muerto.
—¿De verdad? —preguntó Pitt—. ¿Está seguro?
—Deben de haber muerto. Ha pasado mucho tiempo. Esa clase de gente es apasionada, intensa. Viven con coraje y con esperanza, y se queman.
—Serafina murió hace solo unas semanas —le dijo Pitt.
Él sonrió.
—Ah… Serafina. Dios la acoja en su seno.
Por un instante, mientras la memoria se encendía dentro de él, pudo verse al joven que había sido.
—Fue asesinada —agregó Pitt, percibiendo la pena en la voz del anciano y sintiéndose cruel.
—¿Ha venido por eso? —Era una acusación—. ¿Un policía inglés con un crimen que resolver?
—Con un asesinato que resolver; dos, si cuenta a Lazar Dragovic… y lo que es más urgente, la amenaza de más crímenes que impedir —le corrigió Pitt—. ¿Quién traicionó a Lazar Dragovic?
—¿Quién más ha muerto?
—Adriana Dragovic.
Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas que se deslizaron por sus arrugadas mejillas.
—Era una niña preciosa —susurró.
Pitt pensó en Adriana, visualizándola claramente: hermosa, delicada y sin embargo quizá mucho más fuerte de lo que Blantyre había imaginado. ¿O había sido ella? ¿Había matado a Serafina después de todos aquellos años? ¿O no? ¿Por qué todavía lo dudaba? Tenía todas las pruebas. Lo único que le impedía aceptarlo era la reticencia de sus emociones.
El anciano parpadeó.
—¿Cuándo ocurrió? ¿Cuándo?
—Hace pocos días.
—¿Cómo? ¿Estaba enferma? Era delicada como una niña. Problemas pulmonares, creo. Pero… —dijo suspirando—. Creía que estaba mejor. Deseaba que así fuera. Pero ¿ha dicho que fue hace pocos días? ¿Fueron los pulmones?
—No. Se suicidó. Lo que necesito saber ahora es por qué.
El anciano parpadeó.
—¿Qué puedo contarle yo tanto tiempo después que le sea útil? Hace mucho de eso. Dragovic está muerto, y también los que lucharon con él. Y ahora me dice que Serafina y Adriana también han muerto. ¿Qué puedo saber yo que importe a estas alturas?
—¿Quién traicionó a Dragovic? —sugirió Pitt.
—¿Cree que si lo supiera seguiría vivo?
La voz del anciano tembló de la ira, su cara se arrugó y sus ojos se humedecieron.
—¿Lo sabía Serafina? —insistió Pitt.
Existía una posibilidad, una pequeña posibilidad, de que fuera un dato relevante.
Los segundos pasaron y el silencio en la sala permaneció ininterrumpido. Más sombras de nubes se perseguían sobre el pantano. Estaban haciéndose más densas hacia el oeste. Llovería antes de que atardeciese.
Pitt permaneció a la espera.
—No estoy seguro —reconoció el anciano finalmente—. Al principio creía que no. Luego empecé a dudar.
—¿No eran amantes ella y Dragovic?
—Sí. Por eso al principio estaba convencido de que ella no lo sabía. Si lo hubiera sabido, lo habría matado con seguridad. Serafina lloró su pérdida por dentro. Pocas personas se dieron cuenta, pero se notaba. No estoy seguro de que esa herida llegara a cerrarse.
—¿Está convencido de eso?
Pitt tenía que seguir adelante con el asunto, pero cuanto más oía, más desagradable le parecía y más temía lo que no podría impedir al final.
—Por supuesto que sí. Yo conocía a Serafina.
Ahora había ira en la voz del anciano, una respuesta desafiante.
Pitt se preguntaba hasta qué punto la había conocido. ¿Había sido también él su amante? ¿Era posible que la traición de Dragovic no hubiera sido un crimen político, sino un clásico triángulo de amor y celos?
—¿La conocía bien? —preguntó.
El anciano sonrió y volvió a enseñar sus bonitos dientes.
—Sí, muy bien. Y antes de que me lo pregunte, sí, fuimos amantes, antes de que ella estuviese con Dragovic. Me insulta si cree que sería capaz de traicionarla por celos. La causa estaba primero, siempre.
—¿Todos pensaban así?
—¡Sí! ¡Todos!
En sus ojos brilló la ira contra Pitt porque él era joven y no sabía nada de su pasión ni de las pérdidas que habían sufrido.
—Entonces quien traicionó a Dragovic apoyaba en secreto otra causa. —Pitt expuso la única conclusión posible.
El anciano asintió con la cabeza despacio.
—Sí, debió de ser eso.
—Pero si Serafina lo sabía, ¿por qué no lo desenmascaró?
—Lo habría hecho. No pudo haberlo sabido. Yo estaba equivocado.
—¿Cuándo creyó que ella pudo haberse enterado?
—Oh… unos diez o quince años más tarde.
—¿Cómo lo descubriría entonces, tanto tiempo después?
—Yo también he pensado en eso, pero no lo sé.
—¿Está seguro de que no pudo ser ella misma? —Pitt detestaba preguntarlo, pero ya no podía permitírselo.
—¿Serafina? —El anciano se quedó horrorizado y se puso otra vez furioso, irguiéndose más en su asiento—. ¡Jamás!
—Entonces fue alguien a quien ella amaba.
Era la conclusión más obvia.
—No. Los hombres iban y venían. ¡Ella no le habría permitido a ninguno algo así!
Su voz rebosaba un desprecio mordaz. Pitt podía imaginarse al joven que debía de haber sido en el pasado: de constitución delgada pero enjuto y fuerte, atractivo, lleno de pasión.
—¿Está seguro? —insistió él.
—Sí. La única persona a la que siempre amó fue a la hija de Dragovic, Adriana.
Adriana solo tenía solo ocho años cuando mataron a su padre. Ella no podía haberlo traicionado. ¿Podía habérsele escapado algo a Serafina sin querer? La idea era tan contundente, y la culpabilidad tan angustiosa, que hasta las palabras le parecían demasiado crueles para pronunciarlas. ¿Era ese terrible descubrimiento lo que Blantyre había tratado de ocultarle? Si Serafina lo había dejado escapar en uno de sus desvaríos, no era de extrañar que Adriana hubiera vuelto a su casa y se hubiera suicidado.
Sin embargo, la cronología no coincidía. Ella lo habría hecho el día que lo hubiera descubierto, no varios días más tarde. ¿Y por qué mataría a Serafina?
El anciano estaba observando su cara.
—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud—. ¿Sabe algo?
—No —respondió Pitt—. Lo que estaba pensando no explicaría ni la muerte de Serafina ni la de Adriana. La anciana lo sabía. Por eso la mataron: para impedir que se lo contara a otra persona.
—Entonces ¿por qué la niña, la mujer, se ha suicidado ahora? —planteó el anciano—. A menos que ella matara a Serafina para hacerla callar. ¿Y por qué haría algo así? Salvo para proteger a quienquiera que lo hiciese, ¡y eso tampoco tiene sentido!
—A menos que lo hiciera para proteger a su marido —dijo Pitt. Antes de que se diera cuenta del impacto de lo que estaba diciendo ya había pronunciado las palabras.
—¿Su marido? —El anciano se quedó horrorizado—. ¿Evan Blantyre?
Pitt lo miró, observando la frágil piel, las profundas arrugas, la fuerza de sus huesos. A su manera, era un rostro atractivo.
—Sí, Evan Blantyre.
El viejo italiano se persignó.
—Sí… Que Dios nos perdone a todos, eso tendría sentido. Podría ser el motivo por el que Serafina nunca lo dijo. Ella no lo supo hasta más tarde, cuando Blantyre volvió y cortejó a Adriana. Él debió de dejar escapar algo, y Serafina ató cabos. Él fingió que entendía el valor de la paz en el Imperio austríaco: mantenía la unión de Europa, ahora que Italia estaba unificada y era independiente, y Alemania. Pero tal vez siempre lo pensó. Y entonces Serafina se enteró de lo que había hecho.
—¿Y dejó que Adriana se casara con él? —preguntó Pitt con incredulidad.
—¿Cómo iba a impedirlo? Estaban enamorados, profunda y apasionadamente enamorados. Adriana era hermosa, pero no tenía nada: ni dinero ni posición. Era la hija huérfana de un traidor del imperio, un criminal ejecutado. Serafina no tendría pruebas, solo su convicción interna. —Encogió sus delgados hombros—. Tampoco es que las pruebas hubieran cambiado las cosas. Él habría sido considerado un héroe por el emperador vienés. No, ella habría guardado silencio y habría dejado que Adriana fuera feliz. Era delicada y necesitaba que alguien cuidara de ella, que la ayudara a recobrar la salud. Si hubiera seguido en la pobreza, habría muerto joven y sola. Serafina nunca tuvo hijos. Adriana era lo único que le quedaba del hombre que amó.
Pitt trató de imaginárselo: Serafina contemplando el matrimonio de Adriana con el hombre que había traicionado a su padre, el hombre al que Serafina había amado profundamente. Tal vez esa era la clave: la intensidad del amor verdadero, más grande que la venganza y más intenso, infinitamente más desinteresado que cualquier odio o que el deseo de justicia. Notó un dolor en el pecho, una opresión en la garganta que era un reflejo de las lágrimas en los ojos del anciano.
Las primeras gotas de lluvia salpicaron las ventanas.
Si Blantyre había traicionado a Lazar Dragovic, y Serafina lo sabía, ella también podría haber dejado escapar algo que permitiese a Adriana saber la verdad. ¿Se habría enfrentado Adriana a Blantyre con esa verdad, y él la habría matado? No le habría quedado alternativa si quería sobrevivir.
No, la cronología no coincidía. A Serafina le aterraba que tarde o temprano dijese algo que condujese a la verdad. Tenía todo el sentido. Pero debía de haber sido Blantyre quien tuviera miedo de que eso ocurriese y la hubiera matado para impedirlo. Y luego, cuando Adriana se había enterado de que Serafina había sido asesinada y de que Pitt la iba a culpar del crimen, presa de la desesperación, no de la culpabilidad, ¡se había suicidado!
O sabiendo que al final ella relacionaría las distintas cosas que Serafina había dicho, y el amor que sabía que esta siempre había sentido por ella, deduciría la verdad. De modo que Blantyre, invadido por terribles y angustiosos remordimientos, la había matado para protegerse a sí mismo. Esa era la verdad.
Cuando las piezas encajaron todo adquirió sentido, hasta la pasión y el detalle con que Blantyre había explicado a Pitt y Charlotte el lugar crucial del Imperio austrohúngaro en la política europea.
¿Estaba en lo cierto? ¿Era necesaria la supervivencia de Austria como fuerza unida para la paz duradera de Europa?
Tal vez.
Eso no justificaba el asesinato de Serafina Montserrat. Y menos aún el de Adriana.
Pitt se puso en pie.
—Gracias, señor —dijo con gravedad—. Ha salvado usted la reputación de dos mujeres asesinadas y difamadas. Haré todo lo que esté en mi mano para que se repare esa injusticia, pero puede que me lleve un tiempo. Créame, no me olvidaré ni abandonaré el caso.
El anciano asintió con la cabeza despacio.
—Bien —respondió con convicción—. Bien.
En el tren de vuelta Pitt se sentó al lado de la ventanilla y contempló el paisaje a través de ella, aunque estaba cubierta de lluvia y no podía ver gran cosa. No hizo caso a los otros dos hombres sentados en el vagón que leían el periódico.
Si Blantyre había estado con Serafina el tiempo suficiente para oír sus desvaríos, y los numerosos retazos de recuerdos lúcidos, había pasado mucho tiempo con ella. Incluso en el supuesto de que hubiera tenido suerte oyendo sus divagaciones, tenía que haber estado allí horas, no minutos. ¿Con qué frecuencia la había visitado? ¿Por qué ni Adriana ni Nerissa lo habían mencionado?
La respuesta a la primera pregunta era sencilla: puede que Adriana no lo supiera.
La respuesta a la segunda pregunta era más compleja. Era imposible que Nerissa no lo supiera, a menos que hubiera ido de visita cuando ella no estaba en casa, tal vez por la tarde. La respuesta más probable era que sí que lo supiera y hubiera elegido deliberadamente no decírselo a Pitt. ¿Lo había hecho para protegerse por haberle dejado entrar a ver a Serafina solo? ¿O, lo más probable, para protegerlo a él de las sospechas, quizá porque él se lo había pedido? O, lo más probable de todo, porque Blantyre era su amante.
Sin embargo, ¿qué demonios vería un hombre brillante y encantador como Evan Blantyre en una mujer como Nerissa Freemarsh? Pero por otra parte, ¿quién sabía lo que veía una persona en otra? La apariencia externa era un detalle trivial si uno entendía su mente o su corazón. Tal vez ella fuese generosa, contentadiza, falta de sentido crítico. Tal vez le escuchase con sincero interés, se riera de sus bromas y nunca le contradijera ni lo comparase con otros. Sería tan sencillo como que ella lo amase incondicionalmente y no le pidiera nada a cambio, salvo un poco de tiempo, un poco de dulzura, o la apariencia de dulzura. ¿Tal vez fuese un gesto desafiante a la hermosa y quizá exigente Adriana?
En esos momentos llovía más fuerte contra la ventanilla del vagón, y afuera estaba oscureciendo. El traqueteo del tren era rítmico y tenía un efecto relajante.
La explicación más probable de todas era que él había visitado Dorchester Terrace en una ocasión con Adriana, se había dado cuenta del peligro que entrañaban los desvaríos de Serafina y se había asegurado un motivo aparente para volver una y otra vez de forma que pudiera calibrar la gravedad del peligro.
Entonces a Pitt se le ocurrió una idea más despiadada: gracias a la mente deteriorada de Serafina, Blantyre podía enterarse de cualquier secreto que ella supiera acerca de cualquier persona o cualquier asunto. Puede que ahora obrasen en su conocimiento todos los secretos que Serafina tanto temía revelar: nombres de hombres y mujeres implicados en toda clase de viejas indiscreciones, más de la mitad de Europa durante los últimos cuarenta años.
Probablemente la mayoría de esos secretos fuesen triviales: aventuras, hijos ilegítimos, traiciones románticas frente a las traiciones políticas, y quizá robos o desfalcos, cargos comprados con dinero, chantajes o coacciones. La lista era casi interminable, y más de la mitad de la gente estaría ya muerta, y los cargos, el amor y el dinero ya no serían de una importancia acuciante; solo recuerdos que todavía mancillaban y hacían daño.
¿Qué haría Blantyre con ellos? Era una idea inquietante, pero tendría que esperar hasta que el duque Alois hubiera llegado y se hubiera ido sano y salvo.
¿Era así como Blantyre había conseguido sus conocimientos sobre la conspiración? No parecía posible. Serafina había estado enferma y había tenido que guardar cama durante medio año. Y hacía mucho más que no participaba en asuntos de Estado en Inglaterra o Austria. La mayoría de las personas que había conocido se habían retirado o habían muerto.
¿Era concebible que el duque Alois estuviera relacionado con otra persona de esa época? Parecía sumamente descabellado. Pitt se mostraba escéptico con respecto a las coincidencias. El trabajo policial le había enseñado eso, antes de ingresar en la Brigada Especial. Pero, por otra parte, era igual de absurdo imaginar que todo estaba conectado o ver causas y efectos donde no había más que cosas que coincidían en el tiempo.
Se recostó y dejó que el ritmo y el movimiento del tren lo adormecieran. Todavía faltaba como mínimo media hora para que llegara a la estación de Londres y otra media para que estuviera en casa.
Pitt encontró a Charlotte esperándole con el hervidor en el quemador y el fuego todavía encendido en el salón. Se quedó junto a la mesa fregada mientras ella preparaba té y le hacía un sándwich de rosbif y pepinillos. Echó un vistazo a la cesta que había al lado de la cocina y vio a la perrita, Uffie, medio dormida, moviendo el hocico mientras olía la carne.
Sonrió, cogió un trozo de donde Charlotte lo había cortado y se lo ofreció a la perra. El animal se lo comió en el acto.
—¡Thomas, ya le he dado de comer!
Charlotte estaba sonriendo, aunque la preocupación aún se veía en sus ojos.
Pitt cogió la bandeja y la llevó al salón. No se había dado cuenta del hambre ni del frío que tenía. La dejó y se dedicó a observar mientras ella servía té para los dos. Desprendía un olor aromático. En la sala se respiraba calidez y no se oía nada a excepción del tenue susurro de las llamas en la chimenea y de vez en cuando el sonido del viento y la lluvia en los cristales detrás de las cortinas corridas. Echó un vistazo a los cuadros familiares colgados en las paredes: la escena acuática holandesa a la que tan acostumbrado estaba, con sus colores suaves, azules y grises, plácida como una mañana tranquila. En la otra pared había un dibujo de vacas pastando. Había algo muy hermoso en las vacas, una suerte de seguridad que siempre le agradaba. Tal vez en parte fuese un recuerdo de su infancia.
Charlotte estaba observándole, a la espera.
¿Cuánto podía contarle? ¿Cuáles eran los riesgos de no ver algo importante y que ella diera con la pieza que faltaba: algo que Adriana le hubiera contado y cuya relevancia ella no hubiera advertido hasta entonces?
Por otra parte, estaba el juramento de confidencialidad que había hecho en relación con su cargo en la Brigada Especial. Si no podía cumplirlo, no era de utilidad para nadie ni podía proteger a Charlotte. Debía elegir las palabras con cuidado.
—No crees que Adriana matase a Serafina, ¿verdad?
Hizo que sonase más como una afirmación que como una pregunta.
—No —dijo ella enseguida—. Sé que piensas que Serafina fue la responsable de la muerte de Lazar Drogovic, pero aunque lo fuera, y no sé si estás en lo cierto, Adriana no la habría asesinado. Sería una estupidez, entre otras cosas. Serafina se estaba muriendo de todas formas, y estaba sometida a mucha tensión. Si odias tanto a alguien, quieres que sufra, no que reciba un castigo leve.
—La venganza suele ser una estupidez —aseveró él en voz queda—. Por un momento parece maravillosa, pero luego la furia se esfuma y te sientes vacío preguntándote qué ha fallado, qué esperabas que no ha ocurrido.
Ella lo miró fijamente.
—¿Cuándo te has vengado tú de alguien?
—He querido hacerlo —contestó él, pensando en el pasado con sensación de vergüenza, no tanto por la ira que le provocaba como por su inutilidad—. Personas que he detenido, personas de cuya culpabilidad no tenía pruebas, o a las que simplemente no pude atrapar con las manos en la masa. Incluso hace poco, personas a las que solo tenía que detener tranquilamente y a las que me gustaría haber dado puñetazos, pero no pude porque no estaba solo con ellas. No sé si lo habría hecho si hubiera estado seguro de que no me pasaría nada.
Ella lo miró con asombro y con cierto grado de curiosidad.
—Nunca habías dicho eso.
—No estoy orgulloso.
—¿Solo me cuentas las cosas de las que estás orgulloso? —lo desafió ella.
—No, por supuesto que no. —Él sonrió tristemente, suavizando la situación—. Probablemente te lo habría contado si lo hubiera hecho.
—¿Porque lo descubriría?
—No, porque sería una debilidad que no había superado.
Ella soltó una risita, pero no había en el gesto ni mordacidad ni crítica.
—¿Y Adriana? Si ella no mató a Serafina, ¿quién la mató? ¿Y por qué se suicidó entonces? —Su voz se fue apagando—. ¿O no se suicidó?
Pitt evitó la pregunta.
—Pasaste mucho tiempo con ella. ¿Crees que llegaste a conocerla? Quiero que me des tu opinión de ella, sin necesidad de ser amable ni decorosa porque esté muerta. Dime la verdad. Puede que muchas cosas dependan de ello, incluso las vidas de personas.
—¿Las vidas de quiénes? —contestó ella al punto—. ¿La de Blantyre?
—Entre otras, pero no me refería a él. Otras personas; a la mayoría ni siquiera las conoces. —Hizo un pequeño gesto de arrepentimiento—. Y mi trabajo también.
El último vestigio de diversión o de actitud defensiva desapareció de la cara de Charlotte. Tenía una mirada fija y seria.
—No creo que fuera frágil en absoluto. Había sufrido mucho viendo cómo torturaban a su padre y luego lo ejecutaban. Pero muchas personas ven cosas terribles. Es doloroso. No se olvida nunca, pero eso no te convierte en un desquiciado. ¿Pesadillas, quizá? Yo he tenido unas cuantas. A veces, cuando me cuesta mucho dormir, o estoy preocupada o tengo miedo, me acuerdo de los muertos que he visto.
No apartó la mirada de la de Pitt, pero él advirtió la súbita vuelta de los recuerdos en sus ojos.
—Uno de los peores era el esqueleto de la mujer en el columpio, con los huesos diminutos del bebé que llevaba dentro. Todavía la veo a veces, y me entran ganas de llorar y llorar hasta que no me queden fuerzas. Pero no lo hago. No la conocía, simplemente me parece que en cierto modo representa a todas las mujeres: feliz, llena de esperanza, mirando hacia el futuro, tratando de proteger lo que es valioso y vulnerable dentro de ella.
Pitt empezó a cruzar la estancia para tocarla, pero cambió de opinión. No era el momento.
—¿Adriana? —volvió a decir.
—No era una histérica —dijo ella con convicción—. Y no creo que se hubiera suicidado. ¿Quién la mató, Thomas? ¿Por qué entonces? ¿No sería la misma persona que traicionó a su padre? ¿Sabía Serafina quién era esa persona? Tenía que saberlo. Por ese motivo la mataron a ella también. Es lo único que tiene sentido.
—Me imagino que sí.
¿Debía contárselo? ¿Tenía que saberlo por su propia seguridad? ¿O el hecho de saberlo la pondría en peligro? Pero aunque no se lo contara, Blantyre daría por sentado que se lo había dicho.
—Fue él, ¿verdad?
La voz de ella interrumpió sus pensamientos.
—¿Él?
—¡Blantyre! —exclamó ella bruscamente—. Es la única persona que podría haber traicionado al padre de Adriana, haber matado a Serafina y luego haberla matado a ella. —Hizo que pareciera muy sencillo—. ¡Thomas, me da igual el cargo que ocupe o los secretos que sepa, no puedes dejar que se salga con la suya! ¡Es… monstruoso! Si dejamos que eso pase cuando no debemos, no somos mejores que él.
—¿Quieres vengarte? —dijo él.
—¡Puede! Sí. Quiero vengar a Adriana. Y a Serafina. ¡Se merecía algo mejor que morir de esa forma! Yo lo considero justicia, si lo prefieres. Lo es… y te sentirás mejor.
—Todo el mundo lo considera justicia —señaló Pitt.
—Entonces considéralo necesidad. No puedes permitir que alguien así tenga un alto cargo en el gobierno. ¡Un hombre como ese podría hacer cualquier cosa!
—Desde luego. Y probablemente lo haga. Por algunas de esas cosas lo elogiaremos, y de otras nos alegraremos de no enterarnos.
Charlotte no dijo nada. Él la miró y fue incapaz de adivinar lo que estaba pensando.
A primera hora de la mañana Pitt fue a ver a Vespasia. Era demasiado pronto para visitas, pero se saltó las normas de cortesía y le dijo a la criada que era urgente. Esta se había acostumbrado a él, a sus botas lustradas y a sus corbatas torcidas, y sobre todo a que Vespasia siempre estuviera dispuesta a recibirlo.
La encontró en la habitación del desayuno amarilla, sentada a la mesa de cerezo sobre la que había té, tostadas y mermelada. La doncella dispuso otro sitio para Pitt y fue a buscar té recién hecho y más tostadas.
—Buenos días, Thomas —dijo Vespasia con gravedad—. Debe de tratarse de algo serio para que vengas a estas horas. Siéntate, por favor. No me gusta parecer Victor, pero me está entrando tortícolis de levantar la vista para mirarte.
Él sonrió con aire sombrío y aceptó la invitación a sentarse enfrente de ella. Le encantaba esa habitación, donde la luz hacía que pareciese que el sol siempre brillaba.
—Es serio. Serafina Montserrat sabía quién traicionó a Lazar Dragovic.
Vespasia inclinó muy ligeramente la cabeza.
—Me imaginaba que lo sabría. Rara vez se dejaba engañar, y lo quería lo suficiente para no descansar en paz hasta que lo supiera. ¿Acaso importa todavía? No me digas que se lo dijo a Adriana… a menos que fuera sin querer. ¿Lo fue? Eso explicaría su miedo. Si no se lo había dicho aún, entonces no quería que ella lo supiera.
—Tiene razón —convino él.
La criada volvió con té recién hecho, una segunda taza y más tostadas. Se marchó sin decir nada y cerró la puerta detrás de ella.
—Eso significa que fue Evan Blantyre —concluyó Vespasia—. Si hubiera sido otra persona, Serafina no la habría protegido.
—¿Le importaba él? —preguntó Pitt.
La dama alzó la vista exasperada.
—¡No seas ridículo, Thomas! Debió de descubrirlo después de que Adriana se comprometiera a casarse con él. Eso le impediría hacer cualquier cosa. Ella reprimiría sus sentimientos y guardaría silencio por Adriana.
—Al final no les serviría de nada a ninguna de las dos —dijo Pitt con tristeza—. Pobre Serafina. Pagó un precio muy elevado en vano.
—No fue en vano —le corrigió ella—. Adriana vivió muchos años felices. Llegó a ser una mujer fuerte y hermosa, y creo que siempre supo que a Serafina le importaba.
—¿Y a Blantyre? —preguntó él amargamente.
—Tal vez a su manera también le importaba, pero no como sus ideales ni sus convicciones en Austria.
—Lo demostraré de una forma o de otra —declaró él seriamente, como si estuviera haciendo una promesa.
—Es posible.
Ella le sirvió una taza de té y se la pasó.
—Gracias.
Pitt la cogió y a continuación tomó una tostada y la untó con mantequilla distraídamente.
—Esa no es tu preocupación más acuciante —observó ella.
Él alzó la vista hacia la dama.
—Querido, si Evan Blantyre pasó suficiente tiempo en Dorchester Terrace para descubrir que Serafina sabía que él era quien había traicionado a Lazar Dragovic, debió de escuchar muchas cosas que ella dijo. ¿Qué más crees que mencionó? Puede que la mayoría de esas cosas sean ahora irrelevantes, pero ¿y lo que no lo sea? ¿A quién le concierne?
Era lo que él había temido.
—No lo sé —reconoció—. Eso mismo he pensado yo. Podría averiguar todos los lugares donde prestó servicio, pero no me revelaría gran cosa, salvo las distintas posibilidades, y eso ya me lo puedo imaginar.
Ella extendió más mantequilla sobre el último borde de su tostada.
—Toda clase de gente ha prestado servicio en las embajadas de Europa en un momento u otro, sobre todo en la de Viena. Y aparte de los cargos del gobierno, la mayoría de la aristocracia viaja por placer.
Ella le pasó la mermelada.
—Los hombres van a cazar al bosque, a beber cerveza y a intercambiar ideas: filosofía y nuevas ciencias. Van a escalar montañas al Tirol o a visitar los lagos. Las personas más intrépidas van a navegar. Vamos a visitar Venecia y el Adriático, sobre todo la costa de Croacia con sus islas. Y siempre vamos a ver el esplendor y la ruina de Roma y nos imaginamos herederos de los días de su imperio. Algunos de nosotros vamos a Nápoles a contemplar el Vesubio e imaginar la erupción que incendió Pompeya. Vemos la puesta de sol sobre el agua y por un rato soñamos que brilla eternamente.
—¿Tiene eso algo que ver con la supervivencia de Austria como imperio? —preguntó él.
—Muy poco —contestó ella—. Pero tiene mucho que ver con las indiscreciones, con los secretos que la gente todavía desea guardar, incluso cuarenta años después.
La tostada crujiente y la mermelada ácida perdieron su sabor. Pitt habría podido estar comiéndose un trozo de cartón.
—¿Quiere decir que Serafina estuvo en esos sitios y se enteró de toda clase de cosas?
—Era muy observadora. Era parte de su talento.
—Para poder chantajear a los austríacos —concluyó él.
—Desde luego. Y lo más importante para nosotros, también a los británicos.
Pitt notó un frío que le invadió por dentro, a pesar de la calidez de la habitación amarilla.
—Ella no era ni rencorosa ni irresponsable —afirmó Vespasia con delicadeza—, pero entendía las flaquezas de la gente. Y es posible que ahora Blantyre sepa muchas cosas que pueda reconstruir, incluso a partir de la mente confundida de Serafina, y puede que no ponga límites morales a su cruzada para mantener el poder del Imperio austrohúngaro. Todo en lo que cree depende de ello.
Pitt se inclinó hacia delante lentamente, con las manos pegadas con fuerza a la cara, como si pudiera esconderse de esa posibilidad y armarse de valor antes de hacerle frente. Era una pesadilla.
—Es el momento de tomar decisiones muy difíciles, querido —dijo Vespasia al cabo de unos momentos—. Cuando te hayas asegurado de que el duque Alois está a salvo, tendrás que ocuparte de Evan Blantyre. Tienes el corazón de un policía, pero debes tener el cerebro del jefe de la Brigada Especial. No lo olvides, Thomas. Demasiadas personas dependen de ti.