6

A primera hora de la tarde hacía sol y mucho frío cuando Vespasia salió a visitar a Serafina. No tenía muchas ganas. Verla tan confundida era angustioso, y el evidente miedo que sentía resultaba todavía más doloroso. Pero solo una mala amiga abandonaba a alguien porque su compañía no era tan agradable en momentos de dificultad como en el pasado.

El carruaje recorrió las largas calles conocidas. Vespasia vio a una mujer que estuvo a punto de perder el equilibrio cuando una ráfaga de aire le azotó la falda, y agarró el brazo del hombre que andaba a su lado. Cien metros más adelante, un hombre vestido de gris tenía las manos levantadas para impedir que su sombrero saliera volando. Las pisadas de los cascos de los caballos resonaban ruidosamente sobre las duras piedras.

Entonces, de repente, Vespasia se dio cuenta de que no las oía. Estaban reduciendo la velocidad, pero seguían en movimiento. Con un escalofrío de horror, reconoció la quietud familiar del serrín en la calle y lo que significaba. Estaban pasando por delante de la casa de alguien que había fallecido hacía poco. Solo que no estaban de paso, sino que habían parado y el cochero estaba delante de la portezuela del carruaje.

Milady

El hombre parecía incómodo.

—Sí —contestó Vespasia, pronunciando las palabras que se había mostrado reacia a decir—. Ya veo lo que ha pasado. Aun así entraré. Por favor, espéreme aquí. No creo que tarde mucho.

—Sí, milady.

El cochero alargó la mano y la ayudó a bajar.

Vespasia anduvo sobre el serrín hasta el sendero y lo recorrió hasta los escalones de la puerta principal. Las cortinas estaban corridas. El vestido azul oscuro que llevaba ya no resultaba adecuado. Debería haber sido negro, pero ella no lo había sabido. Llamó a la puerta, y estaba a punto de volver a llamar cuando Nerissa Freemarsh le abrió en persona. Su cara, normalmente tensa y un poco pálida, estaba blanca de la impresión, con los ojos enrojecidos y los párpados hinchados. Cogió aire para hablar y espiró dejando escapar un jadeo. Parecía a punto de desmoronarse.

Vespasia dominó sus emociones y cogió a Nerissa del brazo, la metió con delicadeza en la casa y cerró la puerta antes de volverse para hablar con ella.

—Me doy cuenta de lo que ha pasado —dijo en voz queda—. Lo siento mucho. Siempre es un golpe, por mucho que una crea estar preparada. Reconozco que no creía que llegase tan pronto; de lo contrario no habría venido tan mal preparada y a una hora tan indiscreta.

—No… —Nerissa tragó saliva—. No, usted no es indiscreta en lo más mínimo. Ha sido usted muy amable… viniendo… —Volvió a tragar saliva.

Vespasia sintió un arranque de lástima por ella. Era una joven poco atractiva, no tanto fea como carente de encanto. Acababa de perder tal vez a la única pariente que tenía, y aunque había heredado la casa, no le serviría de mucho para entrar en los círculos sociales más codiciados. Desde luego no le granjearía amigos de verdad. En su nueva y repentina soledad, sería todavía más vulnerable que antes. Vespasia esperaba que el amante que creía que tenía fuera real, y que no buscase en modo alguno lo que ella esperaba de Serafina.

—¿Una taza de té? —propuso Vespasia—. Seguro que le viene bien sentarse unos instantes. Debe de ser una carga muy pesada para usted. ¿Tiene alguien que le ayude en los preparativos? Si no, puedo recomendarle a una persona adecuada y mandarle que cumpla sus deseos, y los de Serafina, por supuesto.

—Gracias… gracias. —Nerissa pareció calmarse—. Apenas he tenido tiempo para pensar en ello. Pero desde luego que me apetece un té. Lamento mucho no habérselo ofrecido. Parece que mis buenos modales se hubieran esfumado…

Respiró hondo de forma entrecortada.

—En absoluto —dijo Vespasia en tono tranquilizador—. La cocina está un poco desordenada, si me lo permite. En momentos así, los criados necesitan mano firme y algo que hacer, o acostumbran a derrumbarse. Es muy doloroso. Sin duda, estarán preocupados por sus puestos. Cuanto antes los tranquilice, mejor podrán ayudarle.

—Sí… no se me había pasado por la cabeza.

Nerissa se tranquilizó muy conscientemente y condujo a Vespasia al salón. Hacía un frío gélido; el fuego no estaba encendido. Se detuvo consternada.

—¿Tal vez en la sala de estar del ama de llaves? —propuso Vespasia—. Suele resultar cómoda cuando el resto de las habitaciones están desordenadas.

Nerissa pareció agradecer la propuesta. Diez minutos más tarde estaban en la pequeña pero acogedora habitación de las dependencias del servicio desde la que la señora Whiteside dirigía los quehaceres domésticos. Era una mujer baja y robusta con una cara sorprendentemente atractiva. Saltaba a la vista que estaba muy afligida, pero dio gracias por tener algo útil que hacer y de ver que Vespasia estaba serena y era consciente de las prioridades en un momento como ese. Nerissa desapareció para dirigirse a los criados, y la señora Whiteside llevó a Vespasia una tetera mientras ella esperaba.

Cuando se hubo marchado, esta aguardó a que Nerissa volviera para informarla de lo que había pasado.

Llamaron brevemente a la puerta. Vespasia contestó, esperando que la señora Whiteside hubiera vuelto, pero fue Tucker quien entró y cerró la puerta detrás de ella. De repente parecía mayor, como si hubiera envejecido diez años en una noche, pero permanecía erguida con la cabeza en alto. Iba vestida de negro, sin delantal blanco ni ningún tipo de adorno. Su cabello blanco estaba arreglado como siempre, pero su piel estaba tan pálida que parecía papel arrugado. Las cavidades de sus ojos eran los únicos rasgos que se distinguían fácilmente.

Vespasia se puso en pie y se acercó a ella. Tomó las manos de Tucker entre las suyas, algo que normalmente no habría imaginado que haría con una criada.

—Mi querida Tucker, lo siento mucho. A pesar de todos los avisos, una nunca puede prever la sensación de pérdida.

Tucker permaneció rígida, abrumada por sus emociones. Había perdido una compañía de por vida, una relación más íntima que muchos matrimonios, y es posible que más estrecha. Quería hablar, pero era perfectamente consciente de que si lo hacía perdería la serenidad. Quizá hubiera ido con intención de decir algo, pero ya no era el momento.

—¿Te apetece té? —preguntó Vespasia, señalando la bandeja que habían preparado para ella. Todavía quedaba de sobra en la tetera; solo hacía falta otra taza.

Tucker tragó saliva.

—No, gracias, milady. Solo he venido…

Fue incapaz de terminar la frase.

—Entonces vuelve a tus labores, por favor —le indicó Vespasia con delicadeza—. Seguro que tendremos más oportunidades de hablar.

Tucker asintió con la cabeza, tragó saliva y se retiró a la puerta.

Pasaron otros cinco minutos hasta que Nerissa volvió.

—Gracias —dijo con profundo sentimiento—. Ha sido muy amable viniendo. —Se sentó con las manos apretadas sobre el regazo, inmóviles, con los nudillos blancos—. Parece… parece mucho más fácil cuando hay algo que hacer.

—Por supuesto —convino Vespasia—. Según lo que la señora Whiteside ha dicho, Serafina murió en algún momento durante la noche, y usted la encontró esta mañana. Ha debido de ser sumamente doloroso e inesperado.

—Sí. Sí, no lo esperábamos… hasta dentro de semanas… incluso meses —convino Nerissa.

—¿Esperábamos? ¿Se refiere a su médico?

—Sí. Él… yo… lo mandamos llamar, por supuesto. La señora Whiteside y yo. Vino enseguida. Pero no había nada que él pudiera hacer. Por lo visto… murió… a primera hora de la noche.

Respiraba con dificultad, y su discurso era inconexo.

Vespasia miró a la joven sentada enfrente de ella, tensa, terriblemente desdichada, tal vez incluso devorada por la culpa por no haber estado allí. Era normal, por no decir muy razonable. No había nada en absoluto que ella hubiera podido hacer para que Serafina no hubiera muerto sola. Pero también era cierto que la anciana podía haber muerto dormida, y no habría notado la diferencia.

¿O la culpabilidad de Nerissa nacía del hecho de quedar exonerada de una responsabilidad que debía de haber estado agotándola emocionalmente y ocupando la mayor parte de su tiempo? Incluso si la había asumido voluntariamente, sería un alivio librarse de ella ahora. ¿Qué futuro le esperaba? Si heredaba una generosa suma, además de aquella casa tan extraordinariamente acogedora, no le faltarían pretendientes. Ojalá no eligiese a uno más enamorado de sus posesiones que de ella.

Nerissa estaba esperando a que Vespasia hablase, tal vez a que le ofreciera unas palabras de consuelo. El silencio entre ellas se había vuelto embarazoso.

Vespasia sonrió con aire sombrío.

—La muerte siempre es dolorosa. Nos recuerda cosas en las que preferimos no pensar en nuestra vida diaria. No está usted sola, ni debe sentirse así. Estoy segura de que el médico le dijo que no había nada que pudiera hacer para cambiar las cosas ni para ayudar.

—Sí… sí, dijo eso —convino Nerissa—. Pero una se siente tan impotente, como si debiera haberlo sabido.

—A Serafina no le habría consolado tenerla en vela con ella día y noche convencida de que podía morirse en cualquier momento —dijo Vespasia lacónicamente.

Nerissa sonrió muy a su pesar.

—¿Quiere subir a su habitación a decirle adiós?

Vespasia no creía que fuera un adiós, sino solo un au revoir… y era posible que no por mucho tiempo. Además, era demasiado tarde para comunicarse con ella, salvo mentalmente. Lo único que quedaba de Serafina era una cáscara que el alma había dejado. Sin embargo, Vespasia tenía curiosidad por ver si había forcejeado, si había luchado por el último aliento, el último sueño. Sería un gran alivio para ella si Serafina no hubiera pasado por eso.

—Gracias.

Se puso en pie, y Nerissa se levantó también. Vespasia la siguió hasta el salón principal y luego subió la escalera hasta la habitación donde hacía solo unos días había visitado a Serafina.

Nerissa esperó fuera, junto a una enorme urna china azul y blanca que contenía hojas de bambú. Estaba pálida y se quedó mirando por la ventana del rellano a varios pasos de la puerta.

Vespasia entró y se quedó sola. Miró el cuerpo de una mujer de la que no había sido verdaderamente amiga, aunque sus vidas habían tenido muchas más cosas en común que las de la mayoría de los miembros de su generación. La pasión de sus convicciones las separaba de las personas a las que conocían a diario, incluso de sus familias; tal vez sobre todo de ellas.

Ahora todo el miedo había desaparecido de las facciones de Serafina. O lo peor que ella podía imaginar había ocurrido, o el peligro había pasado y ella estaba más allá de todo éxito o fracaso terrenal. Vespasia la miró y no vio más que una cáscara. El espíritu se había ido.

¿Qué había imaginado que encontraría? Allí no había nadie. Fuera lo que fuese lo que Serafina había temido debería ser descubierto de otra forma. Se volvió y salió para dar las gracias a Nerissa y ofrecerle otra vez el pésame. Luego, presa de una urgencia cada vez mayor, recogió su capa y salió. Se subió al carruaje y se marchó, decidida a visitar a Thomas Pitt.

La hicieron esperar veinte minutos como máximo en su oficina en Lisson Grove. El joven de nombre Stoker sabía quién era e insistió en que Pitt querría verla.

—¿Tía Vespasia? —dijo Pitt algo alarmado.

Se levantó de su silla y se le acercó mientras la mujer cerraba la puerta detrás de ella. Ella se limitó a echar un vistazo a los cuadros de la pared y reparó en la diferencia respecto a la época en que Victor Narraway había ocupado el despacho. Se sentó en la silla situada delante de la mesa y lo miró.

—Buenas tardes, Thomas. Gracias por recibirme tan rápido. Acabo de pasar por la casa de Serafina Montserrat y me he enterado de que murió anoche de forma inesperada.

—Lo siento —dijo él con delicadeza—. Sé que la conocía.

—Gracias. Era una mujer extraordinaria, más de lo que yo creía. Pero no es la pérdida de una amiga lo que me preocupa. No estábamos especialmente unidas. La última vez que la visité, hace pocos días, temía profundamente (de hecho, yo diría que le aterraba) que su mente se deteriorase hasta el punto de divagar y que olvidase en qué sitio y en qué año estaba, y con quién estaba hablando. Es una circunstancia habitual en la vejez. —Esbozó una sonrisa triste—. Pero en su caso era peligroso, o eso creía ella. Sabía muchos secretos de la época en que había sido una especie de revolucionaria en el Imperio austríaco, hace muchos años. Tenía miedo de que hubiera personas para las que todavía supusiera un peligro.

Vio la repentina e intensa atención que se reflejaba en el rostro de él.

—Yo creía que estaba fantaseando —continuó—. Pero tuve la precaución de preguntarle a Victor Narraway si podía estar diciendo la verdad. Él lo investigó. Al principio parecía que estaba engañándose a sí misma, pero Victor no se rindió fácilmente y descubrió que ella podía haber sido consciente de su importancia.

—¿Cuánto hace de eso? —la interrumpió él.

—Una generación antes, como mínimo. Pero ella creía que algunos de sus conocimientos afectaban a personas que todavía estaban vivas, o a aquellos a quienes podrían haber querido o deseado proteger. No puedo decirte nombres porque no sé ninguno. Pero tenía muchísimo miedo, Thomas.

Él se quedó perplejo.

—¿Tenía miedo de traicionar a alguien sin querer, a estas alturas? ¿A quién? ¿Se lo dijo?

—No. Conmigo era muy discreta. Supongo que uno de los motivos que me hizo pensar que estaba fantaseando es que no decía nombres. Pero Victor dijo que estaba más serena de lo que decía. Thomas, yo no estaba del todo segura de que no estuviera equivocada en lo de su miedo. Cuando estábamos solas estaba tan lúcida como tú o yo, y un momento después otra persona entraba en la habitación y parecía volverse prácticamente loca, como si no tuviera ni idea de dónde estaba.

—¿De qué tenía miedo? —preguntó él—. Por favor, deje de ser tan prudente y dígame a qué se refiere.

Ella respiró hondo de forma temblorosa y espiró dejando escapar un suspiro.

—A que alguien pueda haberla asustado hasta el punto de empujarla al suicidio, en lugar de seguir viviendo a riesgo de traicionar a un amigo, un aliado de su causa.

La pena la embargó, acompañada de una sensación de culpabilidad por no haber hecho nada para impedirlo. Ella había estado al tanto, y Serafina le había pedido ayuda. Ahora estaba en el despacho de Pitt hablando del tema, demasiado tarde, y Serafina estaba muerta.

—¿Qué podría haber hecho usted? —La voz de su sobrino, suave y urgente, penetró en sus pensamientos.

Ella lo miró.

—No lo sé. ¡Y no es un buen pretexto!

—No podría haber hecho nada —le dijo él—. A menos que hubiera podido y hubiera estado dispuesta a instalarse en su habitación y dormir a su lado. O se hubiera asegurado de que no recibía visitas sin que usted estuviera presente.

—Intenté que Nerissa Freemarsh hiciera eso, incluso contratar a una enfermera —dijo Vespasia tristemente—. No me esforcé lo suficiente.

—¿Y podría ser que no estuviera fantaseando? —preguntó él.

Ella lo miró fija y largamente varios segundos. Evitar el tema ahora sería mentir deliberadamente. No podía hacer eso.

—Existe la posibilidad de que su miedo estuviera justificado. Puede que haya traicionado a alguien, conscientemente o no. —Vio que la tensión aumentaba en Pitt, la tirantez de su rostro, un incremento casi imperceptible de la rigidez de su cuerpo. Sabía lo que ella iba a decir—. Podrían haberla matado —concluyó susurrando.

Pitt asintió con la cabeza despacio.

—¿Su dirección?

—El número 15 de Dorchester Terrace —respondió ella—. Junto a Blandford Square. Está solo a unas pocas calles de aquí. Puede que tengas que darte prisa, por si mueven cosas… o las esconden…

Él se puso en pie.

—Lo sé.

Pitt se llevó a Stoker con él y le dio explicaciones por el camino. Como Vespasia le había dicho, la casa estaba a menos de cuatrocientos metros de distancia, y fueron andando a paso rápido. Apenas le dio tiempo a informar a Stoker de la breve historia que Serafina le había contado y el motivo de que sus temores fueran lo bastante realistas como para que la Brigada Especial se asegurase de que no estaban infundados. Stoker no puso en duda su razonamiento; bastó con la mención de Austria.

Abrió la puerta una doncella de expresión adusta que claramente estaba de luto. Estaba cogiendo aire para impedirles la entrada cuando Nerissa cruzó el vestíbulo detrás de ella.

—Buenas tardes, señorita Freemarsh —saludó Pitt a Nerissa—. Soy Thomas Pitt, comandante de la Brigada Especial. Este es el sargento Stoker. Hemos venido en relación con el reciente fallecimiento de la señora Montserrat. ¿Podemos pasar, por favor?

Lo dijo de una forma que impidió a la sobrina negarse y cruzó el umbral antes de que pudiera contestar.

Bajo las rojeces del llanto, su cara estaba blanca como un papel.

—¿Por qué? ¿Qué… qué ha pasado?

Estaba temblando tanto que Pitt temió que se desmayara.

—Por favor, déjenos pasar, señorita Freemarsh, para que usted pueda sentarse. Su doncella podría traernos té u otro reconstituyente. Es posible que no tengamos que molestarla en absoluto, pero su tía fue una mujer de gran importancia para su país, y hay aspectos de su muerte que tenemos que asegurarnos de que están en regla.

—¿A qué se refiere? —Nerissa tragó saliva—. Era muy mayor y estaba enferma. Divagaba e imaginaba cosas. —Se llevó las manos a la boca—. Esto es cosa de lady Vespasia, ¿verdad? —dijo en tono acusador—. Ella está… entrometiéndose…

—Señorita Freemarsh, ¿hay algo acerca de la muerte de su tía que desee ocultarnos?

—¡No! ¡Por supuesto que no! Solo quiero decoro y respeto para ella, no… no… policías vagando por la casa y… y convirtiendo en espectáculo nuestra tragedia familiar.

—Que los ancianos mueran no es una tragedia, señorita Freemarsh —repuso él con más delicadeza—, a menos que haya algo extraño en su muerte. Y yo no soy un policía, soy el jefe de la Brigada Especial. Si usted no dice lo contrario, nadie tiene por qué pensar que no soy un funcionario del Estado que ha venido a presentar sus respetos a una mujer muy admirada y valiosa.

Stoker entró detrás de Pitt y cerró la puerta principal.

Nerissa retrocedió un poco más hasta el centro del bonito vestíbulo con sus cuadros, su imponente escalera y su lámpara de poste.

—¡No tienen nada que hacer aquí! —protestó ella otra vez—. Tía Serafina murió anoche mientras dormía. El médico dijo que probablemente ocurrió pronto porque… porque cuando la toqué esta mañana estaba fría. —Se estremeció como si el recuerdo posara ahora su mano fría en ella—. ¿Por qué hacen esto? ¡Es cruel!

Stoker no paraba de moverse detrás de Pitt, cambiando el peso de un pie al otro. Pitt no sabía si su impaciencia se debía a él o a Nerissa Freemarsh, y no podía permitir darle importancia.

—Yo en su lugar, señorita Freemarsh, creo que preferiría calmarme —dijo en voz baja—. Pero me temo que debo asegurarme, tanto si usted quiere como si no. Me gustaría ver a la señora Montserrat y luego saber el nombre y la dirección de su médico para poder verlo, y tal vez también los del hombre que se encargaba de sus asuntos. La Brigada Especial se ocupará de los preparativos del funeral, respetando los deseos de la difunta.

Nerissa se quedó atónita.

—¿Puede hacer eso?

—Puedo hacer lo que sea necesario para proteger la paz y el bienestar del país —respondió Pitt—. Pero las cosas se pueden hacer con decoro y discreción, si usted no se opone.

Nerissa movió la mano en un gesto inútil lleno de brusquedad y al mismo tiempo de impotencia.

—El médico está arriba con ella.

Pitt se volvió y subió los escalones de dos en dos. Abrió de un empujón la puerta del primer dormitorio que daba a la fachada de la casa y vio a un joven rubio vestido de negro inclinado hacia delante por encima de la cama. A su lado había un bolso grande con dos asas en el suelo. Se irguió y se volvió cuando el sonido de la puerta le sobresaltó.

—¿Quién demonios es usted, señor, y qué hace irrumpiendo en el dormitorio de una dama de esa forma? —preguntó.

Tenía una cara poco atractiva, pero sus facciones eran más recias de lo que su delgadez habría hecho pensar.

Pitt cerró la puerta detrás de él.

—Thomas Pitt, jefe de la Brigada Especial. Y usted, supongo, es el médico de la señora Montserrat.

—Así es. Geoffrey Thurgood. El motivo de mi presencia es evidente. ¿Cuál es el motivo de la suya?

—Creo que estamos aquí por el mismo motivo —contestó Pitt, entrando en la habitación. Las brasas estaban frías en la chimenea, pero los colores de la habitación seguían confiriéndole un atisbo de calor—. Para asegurarnos de la causa de la muerte de la señora Montserrat, aunque puede que yo necesite más información acerca de las circunstancias que la rodearon que usted.

—Tenía una edad avanzada, y su salud se estaba deteriorando rápidamente —dijo Thurgood sin apenas ocultar su impaciencia—. Su mente divagaba más cada día. Incluso siendo muy optimista, su muerte no habría podido tardar mucho en llegar.

—¿Días? —aventuró Pitt.

Thurgood vaciló.

—No… en realidad, yo habría esperado que viviera varios meses más.

—¿Un año?

—Es posible.

—¿Cuál fue exactamente la causa de su muerte?

—Un fallo del corazón.

—Desde luego que su corazón falló —replicó Pitt impaciente—. El corazón de todos falla cuando nos morimos. ¿Qué hizo que fallase?

—Probablemente la edad. Era una inválida. —Thurgood también estaba perdiendo la poca paciencia que le quedaba—. ¡Esta mujer tenía casi ochenta años!

—Tener ochenta años no es una causa de muerte. Mi abuela política tiene ochenta y muchos. Lamentablemente es fuerte como un caballo.

Thurgood sonrió muy a su pesar.

—Entonces puede que su abuela política viva otros treinta años.

—A mi abuela política no le pasa nada, salvo que es mi abuela política. —Pitt adoptó una expresión de pena y resignación, pensando en la abuela de Charlotte—. La señora Montserrat no fantaseaba, señor Thurgood. Había hecho cosas extraordinarias en el pasado, y guardaba muchos secretos que aún podían ser peligrosos. No tenía miedo de fantasmas, sino de personas muy reales.

Thurgood se quedó sorprendido, miró a Pitt fijamente por un momento y acto seguido palideció.

—¿Habla en serio?

—Sí.

—¿Puedo ver alguna prueba de que usted es quien afirma ser?

—Por supuesto.

Pitt buscó en sus desordenados bolsillos y sacó la prueba que demostraba su identidad y su cargo, junto con un ovillo de cuerda, un pedazo de lacre y un pañuelo. Le dio el documento a Thurgood.

Thurgood lo leyó detenidamente y se lo devolvió.

—Entiendo. ¿Qué quiere de mí?

—Discreción profesional absoluta. Luego la causa exacta, la hora y cualquier detalle adicional que pueda proporcionarme sobre la muerte de la señora Montserrat, y si es lo que usted esperaba o si ha habido algún aspecto que le haya sorprendido o le parezca inesperado.

—No puedo decirle eso sin la autopsia…

—Por supuesto que no —convino Pitt.

—Dudo que la familia esté de acuerdo.

—La familia consta solo de la señorita Freemarsh —señaló Pitt—. Y me temo que no tiene derecho a impedirlo si existe la posibilidad de que se haya cometido un crimen.

—Necesitará un permiso legal… —empezó a decir Thurgood.

—No, no lo necesitaré —lo contradijo Pitt—. Soy de la Brigada Especial, no de la policía. No tendré problemas para asegurarme de que la autoridad no se interponga. Puede que resulte innecesario, pero es demasiado importante para no prestarle atención.

Los labios de Thurgood se pusieron tirantes.

—Si se ha cometido un crimen, es demasiado importante para no prestarle atención, señor Pitt. Empezaré a hacer los preparativos enseguida. Informe al abogado de la familia, aunque sin duda se opondrá. Seguro que la señorita Freemarsh se ocupa de que lo haga.

Pitt asintió con la cabeza. Estaba empezando a caerle bien Thurgood.

—Gracias.

Como Thurgood había pronosticado, el abogado, el señor Morton, se mostró menos amable cuando Pitt fue a verlo a su despacho. Farfulló y protestó, habló de la profanación del cadáver, pero al final se vio obligado a ceder, aunque algo descortésmente.

—¡Esto es monstruoso! Se está excediendo, señor. Siempre he opinado que el cuerpo de policía es un bien muy dudoso, y el organismo que se hace llamar Brigada Especial, todavía más. —La barbilla le temblaba, y sus ojos azules echaban chispas de indignación—. ¡Exijo saber el nombre de su superior!

—Lord Salisbury —dijo Pitt sonriendo—. Lo encontrará en el número 10 de Downing Street. Pero antes de que vaya a verlo, me gustaría que me diera una cifra muy aproximada del patrimonio de la señora Montserrat e información relativa a los herederos.

—¡Ni hablar! Esto es un abuso.

El anciano cruzó los brazos sobre su amplio torso y miró furiosamente a Pitt en actitud desafiante.

—Si tengo que averiguarlo preguntando fuera de la familia, la discreción será mucho menor —señaló Pitt—. Estoy intentando tratar este asunto lo más delicadamente posible y proteger a los herederos de la señora Montserrat de disgustos, y es posible que también de peligros.

—¿Peligros? ¿Qué peligros? ¡La señora Montserrat murió mientras dormía!

—Eso espero.

—¿Qué quiere decir con «Eso espero»?

—Era una mujer muy destacada. Se merece toda la atención que le podamos conceder. Si hay algo improcedente en las propiedades y los papeles que deja, deseo mantenerlo en secreto. De hecho, tengo esa intención. Permítame hacerlo con gentileza.

El abogado gruñó.

—Supongo que tiene el poder para obligarme si me niego. Y por la expresión de su cara y su afición a la autoridad, lo hará.

Pitt se abstuvo de responder.

—Dejó una generosa herencia a su doncella, Tucker —dijo el abogado a regañadientes—, a la que tenía un considerable cariño. No le faltará de nada el resto de su vida. Aparte de eso, la casa de Dorchester Terrace y el resto de su patrimonio es para su sobrina, Nerissa Freemarsh. Consta de varios miles de libras. Si es cauta, le proporcionará suficientes ingresos para vivir holgadamente.

—Gracias. ¿Hay más papeles aparte de los documentos de la casa y los documentos financieros? ¿Algún diario?

El abogado miró a Pitt con radiante satisfacción.

—¡No hay ninguno!

Pitt esperaba esa respuesta, pero habría sido un descuido no preguntar.

—Gracias, señor Morton. Se lo agradezco. Buenos días.

Morton no contestó.

Al día siguiente Thurgood envió un mensaje a Pitt para comunicarle que había terminado el examen y estaba dispuesto a ofrecerle su informe. Como mínimo, estaba en condiciones de decirle la causa exacta de la muerte, pero las circunstancias las tendría que averiguar él.

Había estado en depósitos de cadáveres con anterioridad. Durante casi toda su vida adulta había sido una parte deprimente de su deber, aunque desde que había ingresado en la Brigada Especial los visitaba con menos frecuencia. Cuando dejó atrás la calle ventosa y radiante y entró en el edificio con su extraño silencio, percibió los olores a muerte y productos químicos de conservación, y la humedad del aire. Parecía como si con la continua limpieza de la sangre no hubiera nada del todo seco ni caliente en el edificio. Los olores a ácido carbólico, vinagre y formaldehído se le antojaban peores que los olores de la naturaleza.

—¿Y bien? —preguntó cuando se quedó solo con Thurgood en su despacho y la puerta estuvo cerrada.

Todavía hacía frío en el edificio, como si no estuviera frecuentado por nada que viviera ni respirase.

—Simplemente fue láudano —contestó Thurgood con tristeza—. Ella lo tomaba regularmente. Le costaba dormir y a menudo se quedaba en vela toda la noche, oyendo los crujidos de las vigas de la casa y pisadas imaginarias.

—¿Quiere decir que al final tomó demasiado? —dijo Pitt con incredulidad—. ¿Pudo ser un accidente? ¿No se lo dio alguien que sabía lo que hacía? ¿La señorita Freemarsh? ¿O la doncella? Tucker ha estado con ella la mayor parte de su vida. Ella no habría cometido un error así.

Le asaltó el miedo a que Tucker lo hubiera hecho a propósito, como un acto de misericordia hacia una mujer que vivía con un miedo tan terrible. Ella no habría hecho más que acelerar algo inevitable. Entonces se acordó de que cuando había entrevistado brevemente a la señorita Tucker, antes de ir al despacho del señor Morton la tarde anterior, solo había visto pena reflejada en su cara, y la idea se desvaneció.

—No, fue una dosis demasiado grande para haber sido un accidente —respondió Thursgood, cuya cara revelaba su descontento—. Era como mínimo cinco veces mayor que la que debería haber tomado para dormir. Tomar una sobredosis de láudano no es fácil porque la solución está diluida. Habría que tomar una segunda dosis o, pasado un tiempo, incluso una tercera para sufrir un efecto así. Está preparado de esa forma a propósito, precisamente para evitar ese tipo de accidentes. Y me aseguré de que tanto Tucker como la señorita Freemarsh guardasen las reservas fuera del dormitorio y del cuarto de baño en un armario con cerradura.

A Pitt le estaba entrando más frío.

—¿Y la llave?

—En un llavero guardado en un armario a cuyo tirador no llegaba la señora Montserrat. —Parecía que Thurgood también se hubiera enfriado. Permanecía de pie con rigidez. Tenía las manos apretadas. Su piel pálida estaba tirante sobre los nudillos—. Si la señora Montserrat hubiera tomado la misma dosis que normalmente le daban de noche antes de acostarse, aunque hubiera estado despierta, se habría quedado demasiado adormilada para levantarse, salir de su habitación, cruzar el rellano hasta la habitación de la doncella donde está la tetera y otras cosas, subirse a una silla para abrir el armario cerrado con llave y por último subirse a otra silla para llegar al armario de las medicinas. Se lo administró otra persona. Lo que no puedo decirle es si fue un accidente, aunque me cuesta creer que alguien pudiera darle tanta cantidad por equivocación. —Miró a Pitt a los ojos—. O bien fue a propósito. Me tranquiliza saber que no es mi responsabilidad averiguarlo.

—Entiendo. Gracias.

Pitt estaba terriblemente decepcionado, aunque sinceramente tenía que reconocer que tampoco quería pensar que Serafina había perdido el contacto con la realidad hasta tal punto de quitarse la vida aturdida por el miedo y la confusión; o incluso a propósito, en lugar de hacer frente al deterioro mental que sabía que ya había dado comienzo. Era un final humillante para una mujer valiente.

Estaba empezando a parecer un asesinato.

¿Se trataba de una simple tragedia doméstica motivada por la avaricia y la impaciencia, porque Nerissa se había negado a hacer de señora de compañía y a esperar soñando un año más, o dos, o incluso tres? ¿Tal vez su amante ya no quería seguir esperándola, o ella tenía miedo de que no quisiera? Tal vez era otra triste historia de desdicha familiar que se convertía en odio por culpa de un tedioso encierro sin amor. ¿Cuántos años debía de tener Nerissa? Treinta y tantos, quizá. ¿Cuántos años le quedaban para poder tener hijos? La desesperación era una fuerza muy potente, casi arrolladora.

Tal vez no tenía nada que ver con el pasado de Serafina ni con la Brigada Especial. Debía asegurarse.

—Gracias —dijo.

Thurgood sonrió sin alegría.

—Le enviaré un informe escrito: cantidades, etcétera. Pero no cabe duda de lo que es. No puedo contarle nada más.

—¿No había marcas en el cuerpo? —preguntó Pitt—. ¿Arañazos, cardenales? ¿Algún indicio de que la sujetasen? ¿Las muñecas? ¿Un corte dentro de la boca? ¿Alguna cosa?

—Varias —respondió Thurgood débilmente—. Era una anciana y le salían cardenales con facilidad. Si la hubieran obligado a tomarlo en contra de su voluntad, habría encontrado cardenales alrededor de las muñecas. Hace falta fuerza para sujetar a una persona que lucha por su vida, incluso a una anciana.

—¿Notaría una persona si está bebiendo láudano? —continuó Pitt—. ¿A qué sabe?

—Lo notaría —le aseguró Thurgood—. Si tomó tanta cantidad, créame, o lo tomó a propósito o bajo algún tipo de presión. La única alternativa, y he estado pensando en ello, es que tomase la dosis normal y luego, cuando estaba dormida, le dieran el resto. Si se derramó algo, quienquiera que lo hizo lo limpiaría, tal vez con un poco de agua, y no quedaría ningún rastro distinguible. —Se encogió de hombros con aire de desesperanza—. Y aunque hubiese algún rastro, no demostraría nada. Ella podía derramar cosas. Era mayor y débil, y estaba recostada en la cama.

—Entiendo. Gracias.

Thurgood se encogió de hombros y extendió las manos.

Pitt llegó a Dorchester Terrace más tarde. El cielo se estaba oscureciendo. El lacayo le dejó entrar y le hizo esperar en el frío salón hasta que Nerissa lo mandó llamar para que fuese a la sala de estar. Las cortinas estaban corridas, como el día anterior, pero esta vez ella estaba más serena, aunque igual de tensa.

—¿Qué pasa ahora, señor Pitt? ¿No nos ha causado ya suficiente dolor? —lo acusó fríamente—. El doctor me ha dicho que le ha obligado a hacerle la autopsia a mi tía. No sé qué cree que conseguirá. Es algo horrible, una profanación de su cadáver contra la que no puedo protestar lo bastante enérgicamente… para lo que servirá ya.

—Es necesario para saber cómo murió, señorita Freemarsh —contestó él, observando su cara, la ira que bullía dentro de ella, la mano apretada a un costado—. Y lamento decir que fue debido a una sobredosis de láudano.

Se detuvo por miedo a que ella se desmayase. La mujer se tambaleó y alargó la mano para agarrar el respaldo del sofá con el fin de mantener el equilibrio.

—¿Una… sobredosis? —dijo, lamiéndose los labios como si los tuviera tan secos que temiera que se le agrietasen—. Yo creía… yo creía que el láudano no era peligroso. ¿Cómo pudo pasar eso? Ni siquiera estaba guardado en su habitación. Tuvimos mucho cuidado. Estaba en la despensa de arriba, y Tucker tiene la llave. Aunque mi tía tuviera problemas para dormir, no pudo haberse levantado para medicarse ella sola. ¡No tiene sentido!

—¿Qué tendría sentido, señorita Freemarsh? —preguntó Pitt más delicadamente.

—¿Cómo?

—¿Qué cree usted que pasó?

—No… no lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Debió de…

Se quedó quieta, incapaz de terminar.

—¿Qué? —Él no le permitió esperar—. Acaba de decirme que ella no habría podido encontrar el láudano sola.

—Entonces… entonces alguien debió de… —Se llevó la mano al cuello—. Alguien debió de… entrar en casa… o…

—¿Es eso posible?

—Yo nunca lo habría imaginado. —Estaba empezando a calmarse un poco—. Pero no conozco los hechos. Si está seguro de que murió a causa del exceso de láudano, no veo qué otra explicación puede haber. Yo no se lo di, y me cuesta creer que Tucker se lo diera. Ha sido fiel a tía Serafina durante años. —Ahora miraba desafiantemente a Pitt. Bajó la voz un poco—. Tía Serafina solía hablar mucho de su pasado. Siempre creí que se inventaba la mayor parte de lo que decía, pero tal vez no era así. Tenía miedo de que alguien le hiciera daño para impedir que revelara sus secretos. Si el doctor está en lo cierto (y no tengo ni idea de si lo está), esa puede ser la respuesta.

Pitt aguardó sin dejar de observarla.

—No sé qué más espera que diga. —Sacudió la cabeza muy ligeramente—. Lady Vespasia vino a verla varias veces. Tal vez ella sepa quién querría hacerle daño. Tía Serafina se fiaba de ella. Puede que le haya hecho confidencias. Yo no puedo ayudarle, y no pienso permitir que moleste más a las criadas. Ninguna de nosotras sabe nada. Les preguntaré si oyeron algún ruido por la noche. Por supuesto, puede preguntarles si encontraron algo, pero no permitiré que las asuste con la idea de que hemos tenido envenenadores en casa. ¿Lo entiende? —Tembló un poco y le lanzó una mirada fulminante—. Si huyen despavoridas y me dejan aquí sola, le haré a usted responsable.

Era una petición razonable, pese a no estar hecha de buen talante. Si había la más remota posibilidad de que alguien hubiera entrado a la fuerza en la casa, ella tenía derecho a estar asustada.

—Registraré personalmente las ventanas y las puertas, señorita Freemarsh —prometió—. No hace falta que ninguna de sus criadas sepa que la muerte de la señora Montserrat se debió a otra cosa que la vejez, a menos que usted decida contárselo.

—Gracias. —Ella tragó saliva—. ¿Cómo se supone que voy a explicar su presencia aquí?

—La señora Montserrat era una mujer muy destacada, y el país está en deuda con ella —contestó él—. Nos estamos ocupando de los preparativos de su funeral, y no dejaré que me lo discuta. Eso explicará a la perfección mi presencia continuada.

Ella espiró dejando escapar un suspiro.

—Sí. Sí, eso servirá. Se lo agradezco. ¿Qué desea examinar? ¿Puede esperar a mañana?

—No, no puede esperar. Estoy seguro de que su personal de servicio es excelente. Puede que sin querer limpiaran todo rastro de que alguien entró a la fuerza, si realmente ocurrió tal cosa.

—Ya… veo. Entonces será mejor que eche un vistazo. Aunque es más que posible que ya hayan limpiado.

Pitt esbozó una pequeñísima sonrisa.

—Claro.

Pero si esperaba al día siguiente, a la mujer le daría tiempo a crear pruebas, y no tenía la más mínima intención de permitirlo.

—Si es tan amable de mostrarme todas las ventanas y las puertas, las examinaré personalmente.

Ella obedeció sin decir nada más. Registró todas las puertas y ventanas de una en una, por donde nadie podía haber entrado. Como él esperaba, no encontró nada que demostrase, o desmintiese, que alguien podía haberlo hecho a la fuerza. También examinó el armario donde guardaban el láudano y la llave de la cerradura. Todo era exactamente como le habían dicho.

Le dio a Nerissa las gracias y se marchó.

En la calle iluminada por las farolas, fría y azotada por el viento, paró el primer cabriolé y le comunicó al cochero la dirección de Narraway. Subió y se quedó sentado absorto en sus pensamientos mientras iban a toda velocidad, casi sin darse cuenta de dónde estaba.

A pesar de los temores de Vespasia, no había contado con los descubrimientos del doctor. De repente el mundo que Serafina había insinuado se había vuelto real, y Pitt no estaba preparado para él. Parecían los desvaríos de una anciana a la que la vida se le estaba yendo de las manos y deseaba ser considerada importante e interesante un poco más. Tenía que reconocer que había dado por sentado que Vespasia veía en Serafina un asomo de lo que le podía pasar a ella misma y estaba mostrando bondad antes que un juicio crítico.

Ahora necesitaba la opinión de Narraway, algo mucho más equilibrado que los pensamientos que se agolpaban en su mente. Este, menos que nadie, se dejaría influir por fantasías.

No se le pasó por la cabeza hasta que casi estuvo delante de la puerta de su antiguo jefe, que podía no estar en casa a media tarde. Empezó a entrarle una sensación de desesperación y se inclinó hacia delante como si viajar más deprisa pudiera resolver el problema. Se dio cuenta de lo estúpido de su razonamiento y se recostó otra vez dejando escapar un suspiro.

El cabriolé paró, y pidió al cochero que esperase. No tenía sentido quedarse allí si Narraway había salido. Podía estar fuera toda la noche. Tenía libertad para hacer lo que le viniese en gana; incluso para tomarse unas vacaciones si le apetecía.

Sin embargo, el criado le dijo que Narraway estaba en casa. En cuanto hubo pagado el cabriolé, Pitt entró y fue llevado a la espaciosa y elegante sala de estar con sus paredes llenas de libros. El fuego caldeaba todos los rincones, y las gruesas cortinas de terciopelo estaban corridas.

Pitt no se anduvo con formalidades. Se conocían demasiado bien, y hacía mucho tiempo que habían prescindido de las trivialidades. La relación entre los dos era ahora todavía más equilibrada. Aunque Narraway era el mayor, Pitt era el que tenía autoridad.

—Serafina Montserrat ha muerto —dijo en voz queda—. Murió anteayer a primera hora de la noche.

—Lo sé —contestó Narraway con seriedad—. Vespasia me lo dijo. ¿Qué le preocupa del asunto? ¿No es preferible que se haya ido antes de que perdiera del todo la cabeza, y el miedo y la confusión la dominasen? Fue una gran mujer. Las crueldades de la vejez son… muy duras. —Permaneció a la espera, con sus ojos oscuros fijos en los de Pitt, consciente de que tenía que haber algo más. Este no habría ido a verle solo para compartir su pena—. ¿Dijo algo comprometido antes de morir?

—No lo sé —respondió Pitt—. Parece posible, más de lo que yo pensaba. Murió de una sobredosis de láudano. —Vio que Narraway se sobresaltaba, pero no le interrumpió—. Según la autopsia, superaba varias veces la cantidad recomendada desde el punto de vista médico —continuó Pitt—. La señorita Freemarsh dice que el frasco se guardaba en un armario en la despensa de la doncella, y la señora Montserrat no podría haberlo alcanzado aunque hubiera tenido la llave. Lo he comprobado y es verdad. He interrogado a la doncella, Tucker, y está de acuerdo. He registrado la casa, y no es imposible que alguien entrase a la fuerza, pero no hay ningún indicio de ello.

Narraway se mordió el labio con cara de preocupación.

—Supongo que no cabe la posibilidad de que le dieran sin querer una sobredosis. O peor aún, que la tomase a propósito.

—Que se la diesen sin querer, no. Y ella no manipulaba el frasco, cosa que también descarta que lo hiciera a propósito, a menos que Tucker la ayudase, y después de haber hablado con ella no lo creo.

—¿Lealtad? ¿La eutanasia para acelerar lo inevitable, antes de que ella traicionase todo lo que había valorado en la vida? —preguntó Narraway—. Es una idea desagradable, pero imaginable en circunstancias extremas. —Sus labios se pusieron tirantes y formaron una línea de amargura—. Creo que yo agradecería que alguien lo hiciera por mí.

Pitt consideró sus palabras. Trató de imaginarse a la frágil y anciana doncella, después de una vida de servicio, ofreciendo a su desesperada ama el último servicio que podía prestarle, el último acto de lealtad al pasado, y también al futuro. Tenía todo el sentido y, sin embargo, pensando en el rostro de Tucker, no lo creía posible.

—No —repitió.

—¿Ni siquiera para evitar que otra persona le hiciera lo mismo, tal vez de forma más brutal? No un sueño plácido del que no despertase, sino una muerte por estrangulamiento, asfixiada con una almohada sobre la cara —dijo Narraway—. Habría sido un dulce final. ¿Está seguro de que nadie pudo haberla convencido? ¿O la sobrina, la señorita Freemarsh? Ella podría haberlo hecho fácilmente.

—Ya lo he pensado —respondió Pitt—. Pero no creo que la sobrina sea consciente de lo que Serafina consiguió en el pasado, ni tampoco que sienta una lealtad profunda hacia ella. La posibilidad de que otra persona obligase a Tucker a hacerlo es más probable, pero tampoco lo creo.

—¿Razón? ¿Instinto?

—Instinto —contestó Pitt—. Pero podrían haber convencido a la sobrina. Es posible. Creo que miente, al menos hasta cierto punto. Supuse que era porque no le importaba mucho su tía. Percibo en ella cierto rencor bastante lógico por dedicar su juventud a cuidar de otra persona, albergando esperanzas pero incapaz de hacerlas realidad mientras la vieja estuviera viva, haciendo de señora de compañía y ama de llaves mientras la edad de casarse y tener hijos se le pasaba.

Narraway hizo una mueca.

—Lo pinta usted bastante negro.

—Es bastante negro. Pero es mejor que no tener dónde cobijarse —señaló Pitt—. Y puede que esa fuera su única alternativa. Lo haré investigar por si es importante.

—¿Puede haber algún otro motivo?

—Creo que tiene un amante.

Narraway sonrió.

—Entonces ¿no todo es tan negro como parece?

—Depende de quién sea y de lo que busque —respondió Pitt lacónicamente.

Volvió a asaltarle la idea de que el lord parecía saber relativamente poco sobre las mujeres. Era una sorpresa darse cuenta de la ventaja con la que él contaba al tener mujer e hijos.

Narraway estaba observándolo, con cara seria y una intensa tristeza en los ojos.

—Pobre Serafina —dijo en voz baja—. Asesinada al final. —Se frotó la cara con la palma de la mano—. ¡Maldita sea! Si alguien la ha matado, significa que sabía cosas que todavía tienen importancia. Ella tenía toda clase de contactos en la zona balcánica: Austria, Hungría, Serbia, Croacia, Macedonia y, claro está, sobre todo el norte de Italia. Participó en todos los alzamientos nacionalistas a partir del 48. Si se está cociendo algo, ella podría haber sabido quién está implicado: contactos, viejas deudas…

Pitt no tuvo que pensar si debía informar a Narraway de la amenaza de asesinato. No le cabía la más mínima duda de que Narraway no revelaría ningún dato. Había mostrado mayor fidelidad a la Brigada Especial de la que ellos le habían mostrado a él.

—Tenemos información sobre un atentado contra el duque Alois de Habsburgo cuando visite Londres dentro de un par de semanas —expuso en voz muy baja.

No quería contarle todavía a Narraway lo cruel y violento que era el plan.

—¿Alois de Habsburgo? —El hombre se quedó pasmado—. ¿Por qué? —Respiró hondo—. ¿Es más importante de lo que creíamos? ¿Qué opina el Ministerio de Asuntos Exteriores?

—Que tengo una imaginación desbordante —contestó Pitt—. Debido, posiblemente, a que me han ascendido a un cargo para el que no soy apto.

Narraway soltó un juramento, haciendo uso de un vocabulario que Pitt no sabía que poseyera.

—Pero Evan Blantyre se lo está tomando muy en serio y me ha ayudado mucho —añadió Pitt.

—¿Blantyre? —dijo Narraway rápidamente—. Sabe más que nadie sobre el Imperio austríaco, probablemente más que el ministro de Asuntos Exteriores. Si él considera que es grave, lo es. ¡Dios, qué desastre! Pero no lo entiendo: ¿por qué el duque Alois? Que yo sepa, él no tiene ninguna importancia. Salvo, claro está, que es pariente de la reina, y sería muy embarazoso que fuera asesinado aquí, sobre todo después de haber sido sobradamente advertidos de que era probable que ocurriera. —Se mordió el labio, algo que no acostumbraba a hacer—. ¿Ha considerado la posibilidad de que la Brigada Especial sea realmente el objetivo y el duque Alois sea secundario?

—Sí —dijo Pitt en voz baja—. Puede que simplemente sea un instrumento, el hombre en el lugar idóneo. Tal vez no importa quién muera, mientras se haga aquí.

—¿Podría ser un agitador, como el príncipe heredero Rodolfo? —planteó Narraway sin demasiado convencimiento, buscando otra respuesta—. ¿Simpatías socialistas? ¿Escribe artículos para periódicos izquierdistas, con ideas filosóficas peligrosas o elementos subversivos de alguna clase?

—No —contestó Pitt—. Por lo que hemos podido averiguar, es un aficionado a la ciencia y la filosofía totalmente inofensivo. Si no hubiera sido pariente lejano de la familia real, y con dinero, probablemente hubiera sido profesor de universidad.

Narraway frunció el ceño.

—Tendría sentido si supusiera algún peligro para el trono y necesitaran deshacerse de él, pero no pudieran hacerlo en su territorio. —Miró tristemente a su interlocutor—. Hay muchas cosas que no sabemos sobre el caso, Pitt, y tiene que averiguarlas rápido. ¿Le está ayudando mucho Blantyre? ¿Y por qué?

Pitt sonrió amargamente.

—Yo también lo he pensado, pero la respuesta es bastante sencilla. Es consciente del papel central de Austria en Europa y de los hilos cada vez más finos que mantienen unido el imperio. Un buen agujero, como el que provocaría un gran escándalo, algo que obligara a los austríacos a reaccionar violentamente contra uno de los países miembro más pequeños, como Croacia, y todo se desmoronaría.

Narraway parecía escéptico.

—Croacia ha dado problemas durante años —señaló—. No hay nada nuevo en eso. Y Blantyre lo sabe mejor que nadie.

—Hay algo nuevo —alegó Pitt—. Blantyre lo señaló, pero ahora que lo pienso, yo ya lo sabía. Ahora tenemos una Alemania unificada, con la fuerte y vigorosa potencia de Prusia a la cabeza. Si la Croacia eslava parece ser la víctima de una agresión de la Austria germanoparlante, la Rusia eslava acudirá en su ayuda de forma natural. La Prusia teutona germanoparlante recién unificada acudirá en ayuda de Viena, y tendremos una guerra europea en potencia que puede que no sepamos impedir.

—¡Dios todopoderoso! —dijo Narraway horrorizado cuando se dio cuenta de la gravedad de la situación—. Entonces proteja a Alois con su vida si es necesario. Utilice a Blantyre, utilice a todo el mundo. Yo haré lo que pueda, empezando por averiguar qué le pasó a la pobre Serafina Montserrat, especialmente si sabía algo acerca de este asunto.

Tenía la cara pálida, pero su cuerpo estaba en tensión como si cada uno de sus nervios hubiera cobrado vida de manera dolorosa y al tiempo placentera. Respiraba más deprisa. Había un diminuto músculo que palpitaba en su sien, y cuando se inclinó hacia delante sus manos estaban juntas y rígidas.

—Tenemos que conseguirlo.

—Lo sé —convino Pitt en voz baja.

—¿Y la muerte de Serafina? —preguntó Narraway. Entonces, al ver que el jefe de la Brigada Especial tardaba en responder, continuó—: Yo no tengo nada que hacer, al menos nada urgente. Déjeme investigarlo. Puede que sea importante, pero aunque no tenga nada que ver con la política y solo sea una triste tragedia doméstica, se merece algo mejor que caer en el olvido.

Pitt lo miró fijamente varios segundos.

—Le aseguro que he resuelto algún que otro crimen antes —dijo Narraway, con los ojos brillantes de diversión, aunque compleja y breve—. Ocupar su puesto no será para mí mayor desafío que para usted ocupar el mío.

Pitt tomó aire para disculparse, pero cambió de opinión y se limitó a sonreír.

—Por supuesto. Se merece algo mejor.

Charlotte concluyó que porque su marido no pudiera hablarle del caso que le ocupaba no significaba que ella no pudiera utilizar su inteligencia y su considerable capacidad deductiva con el fin de descubrir qué debía hacer para ser útil.

Estaba muy claro que Evan Blantyre era importante para Pitt. En la cena en casa de los Blantyre, los hombres habían pasado el resto de la velada en la sala de estar con la puerta cerrada y habían dado instrucciones al mayordomo para que no los interrumpiera a menos que lo mandaran llamar. Cuando por fin habían salido, parecía que habían llegado a un acuerdo acerca de algo. Pitt había expresado una gratitud mucho más profunda que el simple agradecimiento por una buena cena y una agradable velada.

En el camino de vuelta a casa no había pronunciado palabra, pero Charlotte había percibido que gran parte de su tensión había disminuido. Desde luego esa noche había dormido mejor que durante más de una semana.

Así pues, le pareció buena idea cultivar la amistad con Adriana Blantyre. No le resultó nada difícil, ya que le había caído bien de forma instintiva y le había parecido extraordinariamente interesante. Al haber crecido en Croacia y luego en el norte de Italia, Adriana tenía una perspectiva distinta sobre muchas cosas, especialmente los aspectos culturales o políticos. Y desde luego era una persona muy agradable, a pesar de la inquietud que se apreciaba en su cara en reposo y de la sensación de que tenía secretos que no compartía con nadie. Tal vez se debía a que esos secretos hundían sus raíces en experiencias que una inglesa no podía ni siquiera imaginar.

Esa tarde Charlotte había invitado a Adriana a visitar una exposición de acuarelas con ella. Adriana había aceptado sin vacilar.

Se reunieron a las dos en los escalones de la galería y entraron juntas. Se rieron un poco mientras agarraban sus sombreros y notaban cómo el viento levantaba la gruesa tela de sus faldas de invierno, cuyos bordes se habían empapado con la lluvia.

Adriana iba vestida de un cálido color vino que confería brillo a su pálida piel. Era un traje con un corte maravilloso que tenía un aire ligeramente atrevido, lo que hacía pensar en un traje de caza. Su sombrero tenía el ala estrecha, estaba inclinado hacia delante y poseía una copa alta. Parecía ligeramente austríaco. Charlotte vio cómo al menos una docena de mujeres la miraban y sus caras se llenaban de desaprobación y envidia. Ellas resultaban anodinas en comparación con ella, y lo sabían.

Adriana lo vio y se mostró un poco avergonzada.

—¿Es excesivo? —preguntó casi murmurando.

—En absoluto —dijo Charlotte divertida—. Puede tener la seguridad de que mañana como mínimo tres de ellas irán directas a sus sombrereros y les pedirán algo parecido. A algunas les quedarán de maravilla y a otras, ridículos. Acertar con los sombreros es de lo más difícil, ¿no cree?

Adriana vaciló un momento para cerciorarse de que Charlotte hablaba en serio y acto seguido se relajó y sonrió abiertamente.

—Sí, yo también lo creo. Aunque con un cabello como el suyo es una lástima llevar sombrero. Pero supongo que debe llevarlo, al menos en la calle… ah, y en la iglesia, claro. —Se rio ligeramente—. Me pregunto si Dios tenía la más mínima idea de las horas que nos pasaríamos delante del espejo en lugar de arrodilladas, preocupándonos por lo que nos ponemos para adorarlo.

—Por lo que nos ponemos para que nos vean adorarlo —la corrigió Charlotte—. Pero si es un hombre, como todo el mundo dice, probablemente no tenga ni idea. —Sonrió y atravesó el amplio vestíbulo al lado de Adriana, y entraron en la primera sala de exposición—. Pero si fuera mujer, o tuviera esposa, sin duda lo sabría —continuó en voz baja para que no la oyeran—. Supuestamente Él inventó nuestro cabello. ¡Como mínimo debe de tener algo de idea de lo que se tarda en recogerlo!

—¡En todos los cuadros que he visto de Eva lo tiene tan largo que podría sentarse encima! —exclamó Adriana—. Para cubrir sus… necesidades. No creo que el mío llegase a crecer tanto.

—Claro que a muchos caballeros les escasea el pelo, sobre todo a una edad avanzada —contestó Charlotte—. Puede que tengamos que esperar hasta que nos permitan vestir de forma un poco más acorde con nuestro estado y el clima. Debería usted tener la libertad de llevar una falda tan ancha y un sombrero tan grande como desease.

Adriana le lanzó una mirada de gratitud, como si la ligereza de la conversación le hubiera proporcionado una sensación de alivio.

Contemplaron los cuadros despacio, mirándolos de uno en uno con detenimiento.

—¡Oh, mire! —dijo Adriana súbitamente entusiasmada—. Es exacto a un puente que había cerca de donde yo nací.

Se quedó embelesada delante del cuadro a la derecha de Charlotte. Era una pequeña y delicada escena pastoral en la que un riachuelo corría rumoroso sobre su lecho y desaparecía bajo un puente de piedra, con la luz brillando fugazmente en el agua más allá. Las vacas pastaban cerca; estaban tan bien pintadas que parecía que fueran a moverse en cualquier momento.

Charlotte miró a Adriana y vio una gama de emociones en su cara. Su expresión parecía tanto de risa como de llanto. Tal vez los recuerdos se agolpaban de tal forma que eran imposibles de separar.

—Es precioso —dijo sinceramente—. Londres debe de resultarle muy diferente. A veces me gustaría haber crecido en el campo, pero si hubiera sido el caso, creo que lo echaría tanto de menos que puede que no me hubiera resignado a las calles pavimentadas y las casas unas al lado de otras, por no hablar del ruido y el humo en invierno.

—Oh, en el campo hay barro —le aseguró Adriana—. Y hace frío. Y en invierno el tedio puede ser insoportable, créame. ¡Y hay oscuridad donde quiera que vayas! Te envuelve en todas partes, casi sin tregua. Usted echaría de menos el teatro, las fiestas y los cotilleos sobre gente famosa, en lugar de sobre los vecinos, que hablan siempre de las mismas cosas: doña Fulana sobre sus nietos; don Mengano sobre su gota; la señorita de más allá sobre su tía y lo mal que cocina.

Charlotte la miró más detenidamente para ver hasta qué punto hablaba en serio y hasta qué punto bromeaba. Varios segundos después seguía indecisa, lo cual le resultaba estimulante. Era algo aburrido calar siempre a la gente.

—Tal vez habría que tener una casa en la ciudad para el invierno con el fin de ir al teatro, la ópera y las fiestas —respondió medio en serio medio en broma—, y una casa en el campo para el verano con el fin de pasear a caballo y a pie, cenar en el jardín y… hacer lo que a uno le venga en gana.

—Pero usted es inglesa. —Adriana estaba ahora a punto de reírse—. Así que pasa el verano en la ciudad y se va a su finca en el campo en invierno, donde galopa por los prados detrás de una jauría de perros y parece que se lo pasa en grande.

Charlotte se rio con ella, y pasaron al siguiente cuadro. Esta apenas reparó en que Adriana volvía a mirar el puente bajo el sol con las vacas pastando cerca. Se preguntaba cuánto echaba de menos la mujer su país y a su gente. Debía de querer mucho a Blantyre para haberlo dejado todo y haber ido a Inglaterra, que en algunos sentidos era profundamente distinta de su patria.

—¿Ha viajado a otros lugares? —preguntó en voz alta—. Yo nunca he estado en Italia, por ejemplo, pero por los cuadros que he visto, debe de ser muy bonita.

—Lo es —convino Adriana—. En todas partes hay algo. En realidad, lo importante no son los sitios; a fin de cuentas todo se reduce a la gente. —Se volvió para mirarla—. ¿No opina lo mismo?

Había una sinceridad absoluta en sus ojos, casi un desafío.

—Sí. Supongo que me gusta Londres porque las mejores cosas que he vivido me han pasado aquí —confesó Charlotte—. Sí, por supuesto, todo depende de la gente, como debe ser. Al final, todo se reduce a quién quieres. La belleza es excitante, te hace vibrar, nunca la olvidas del todo, pero sigues necesitando compartirla con alguien.

Adriana parpadeó y apartó la vista.

—No me gustaría volver a Croacia. No sería lo mismo. Mi familia ya no está. Mi madre murió joven… y mi padre…

Se interrumpió bruscamente como si se hubiese arrepentido de haber empezado. Se puso derecha y pasó al siguiente cuadro, el de una chica de unos dieciséis años sentada en la hierba a la sombra de un árbol. Llevaba un vestido de muselina claro, y la luz moteada hacía que pareciera extraordinariamente frágil, como si no fuera del todo real. Tenía el cabello moreno, como Adriana. El parecido era notable.

Adriana se la quedó mirando.

—Era otro mundo, ¿no? —dijo por fin.

—Sí —convino Charlotte, recordando los veranos en el jardín de Cater Street con Sarah y Emily cuando eran jóvenes y Sarah todavía estaba viva.

Adriana se acercó un poco más a ella. Era un gesto extraño, casi una alianza.

—Parece muy delicada —comentó, mirando el cuadro—. Probablemente no lo sea. Yo estuve enferma muchas veces de niña, pero hace años que estoy bien. Evan no siempre me cree. Me trata como si necesitara que me vigilase continuamente: mantas de sobra, otra bufanda, los guantes puestos, no pises los charcos o te mojarás los pies. Cogerás un resfriado. —Frunció los labios en una extraña y triste media sonrisa—. En realidad, apenas me resfrío. Debe de ser el clima vigorizante que tienen aquí. Me he vuelto inglesa y dura.

Esta vez fue Charlotte quien se rio, con presteza y sincera diversión.

—Sí que nos resfriamos —reconoció—. Algunas personas siempre están tosiendo y sonándose la nariz. Pero me alegro mucho de saber que se ha recuperado de su mala salud. Lo único que importa es que ahora esté fuerte.

Adriana apartó la vista rápidamente, mientras le caían lágrimas por las mejillas.

—¡Lo siento! —se disculpó Charlotte en el acto, preguntándose qué había dicho.

¿Había perdido Adriana a alguien a causa de una simple enfermedad? ¿A un hijo? Era una idea terrible, un dolor capaz de invadir el corazón e impedir que entrase nada más. ¿Qué podía decir ella para ayudar?

Adriana negó con la cabeza.

—No lo sienta, por favor. No se puede volver atrás. En la vida siempre hay pérdidas. No creo que haya amado a nadie en el mundo como quería a mi padre. Ojalá pudiera saber que estoy bien aquí y que tengo salud, y que… —Agitó la mano con impaciencia—. Le pido disculpas. No debería permitir que me asaltasen los recuerdos. Todos perdemos a gente. —Volvió a mirar a Charlotte—. Es usted muy paciente y muy amable.

—Yo tenía dos hermanas y perdí a una —dijo Charlotte en voz queda—. A veces pienso en ella y me pregunto cómo habría sido si siguiera viva. Si seríamos mejores amigas de lo que éramos entonces.

Se obligó a recordar los espantosos días en que su familia y todo su barrio se miraban con desconfianza. De repente se habían dado cuenta de lo poco que sabían acerca de las creencias, las pasiones y los sueños de las personas más próximas a ellos.

Se avergonzó al pensar si Sarah se había enterado de que Charlotte había estado enamorada de Dominic, su marido. Era algo que prefería no recordar tan gráficamente. ¿Cuántos momentos del pasado de una persona resultaban tan embarazosos? ¿Había episodios que todo el mundo volvería a vivir con la esperanza de hacerlo mejor la segunda vez?

Entrelazó su brazo con el de Adriana.

—Vamos a tomar una taza de té caliente, y también tarta y bollos. La otra noche mencionó dónde conoció al señor Blantyre. Parecía mucho más romántico que Londres. Yo conocí al señor Pitt cuando estaba investigando un horrible crimen cerca de donde yo vivía. Todos éramos sospechosos, como mínimo de haber visto algo y haber mentido para proteger a nuestros seres queridos. Todo era deprimente y espantoso. No se puede tener una historia peor que contar.

Adriana la observó con interés y luego, conforme se miraban más a los ojos, con comprensión. Charlotte estaba segura de que Adriana también tenía recuerdos dolorosos.

—Desde luego —dijo alegremente—. Té y bollos. Luego le hablaré de algunos de los maravillosos sitios donde he estado. Los lagos azules y verdes de las montañas de Croacia. ¡No se imagina qué colores tienen! Son como un collar que se le hubiera caído a una gran diosa del cielo.

»Ojalá pudiera describirle los bosques de Iliria —continuó—. Están llenos de árboles de hoja caduca, y en primavera, con las hojas tiernas, es como si el mundo entero hubiera sido recién creado.

Charlotte trató de imaginárselo. Tal vez se pareciese a un bosque de hayas de Inglaterra, pero no quería expresarlo con palabras ni comparar las dos cosas.

—Y tenemos los montes Dináricos —prosiguió Adriana—. Y docenas de cuevas de dos metros de profundidad.

—¿De verdad? —Charlotte estaba asombrada, pero sobre todo estaba conmovida por la profundidad de la emoción que dejaba traslucir la voz de la mujer y por la pasión de sus palabras—. ¿Ha estado en alguna?

Adriana se estremeció.

—Solo una vez. Mi padre me llevó, y me cogió de la mano. No hay en la tierra nada más oscuro que una cueva. Hace que el cielo nocturno, incluso con nubes, parezca lleno de luz. Debería ver Istria y las islas. Hay más de mil formando una hilera a lo largo de la costa. Las del sur son casi tropicales, ¿sabe?

—Debe de echar de menos algo tan bonito.

Charlotte sabía que su memoria también contenía recuerdos dolorosos, pero era preferible fingir que no tenían importancia.

—Lo echo de menos.

De repente Adriana sonrió con gran cordialidad, como si entendiera todo lo que no se había dicho. Cambió de tema bruscamente, como si los recuerdos de su país fuesen tan dolorosos que resultaran insoportables.

—Viena es maravillosa —dijo alegremente—. Una no sabe lo que es bailar hasta que ha oído una orquesta vienesa tocar para el señor Strauss. ¡Y qué ropa! Todas las mujeres deberían tener un vestido para bailar el vals una vez en la vida. ¡Vamos!

Charlotte obedeció y ajustó el paso al de ella.

Al día siguiente Charlotte estaba en el salón pensando seriamente si debía comprar cortinas nuevas, tal vez de un color distinto, cuando oyó a Daniel gritando airadamente mientras bajaba la escalera. Debió de girar al llegar al pie para recorrer el pasillo hasta la cocina porque sus pies sonaban ruidosamente sobre el linóleo.

Un momento más tarde Jemima fue tras él.

—Te dije que la romperías —gritó ella—. ¡Y mira lo que has hecho!

—¡No la habría roto si tú no la hubieras dejado allí, tonta! —contestó Daniel gritando.

—¿Cómo iba a saber yo que vendrías haciendo ruido como un caballo?

Jemima estaba ahora al pie de la escalera.

Charlotte salió del salón.

—¡Jemima!

La chica se detuvo en el pasillo y se dio la vuelta, con la cara encendida de ira.

—¡La ha roto! —exclamó, sosteniendo los restos de una delicada caja decorativa. Estaba al borde de las lágrimas, embargada de furia y decepción.

Charlotte la miró y se dio cuenta de que no tenía arreglo. Miró a Jemima a los ojos, muy parecidos a los suyos.

—Lo siento. No creo que podamos hacer nada. Supongo que lo ha hecho sin querer.

—¡Le da igual! —replicó Jemima—. Le dije que tuviera cuidado.

Charlotte la miró y comprendió que había tenido muy poco tacto.

—Sí —convino tranquilamente—. Más vale que la metas en el cesto de la basura y la tapes para no seguir viéndola. Yo iré a hablar con él.

Jemima no se movió.

—Vamos —dijo Charlotte—. ¿Quieres que las cosas mejoren o que empeoren? Si hablo con él delante de ti, seguro que empeoran.

Jemima se dio la vuelta a regañadientes y subió despacio la escalera.

Charlotte la observó hasta que desapareció en el siguiente rellano camino de su dormitorio y se dirigió a la cocina.

Minnie Maude estaba pelando patatas en un cuenco. Daniel estaba sentado en una de las sillas a la mesa de la cocina, balanceando los pies con cara de tristeza y de enfado. Lanzó una mirada fulminante a su madre cuando entró, dispuesto a defenderse de Jemima en caso de que estuviera detrás de ella.

—¿La has roto? —preguntó Charlotte.

—Ha sido culpa suya —respondió él—. ¡La dejó en medio!

—¿Lo has hecho a propósito?

—¡Pues claro que no!

—¿Estás seguro, Daniel?

—¡Sí! ¡No es justo! No la vi.

—Lo que yo pensaba. Bueno, ¿qué vas a hacer al respecto?

Él la miró con resentimiento.

—No puedo volver a montarla —protestó.

—No, no creo que nadie pueda —convino ella—. Creo que tendrás que buscar otra.

Él abrió mucho los ojos.

—¡No puedo! ¿De dónde voy a sacarla?

—No podrás comprar una igual, pero si ahorras tu paga puede que encuentres una casi tan bonita.

—¡Ella no debería haberla dejado allí! —Respiró hondo—. ¡Estaré sin dinero durante semanas! ¡A lo mejor meses!

—¿Y si ella pone la mitad? —propuso Charlotte—. Su mitad por dejarla en medio y tu mitad por romperla sin mirar por dónde vas ni preocuparte.

Él accedió de mala gana, mirando para ver si ella estaba satisfecha.

—Bien. —Charlotte le sonrió—. Ahora Minnie Maude te dará un trozo de tarta y luego subirás y le dirás a Jemima que lo sientes y le ofrecerás compartir tu paga con ella para comprar otra caja.

—¿Y si me dice que no? —preguntó él.

—Si se lo preguntas bien y se niega, estás disculpado.

Él se puso contento. Se volvió hacia Minnie Maude y esperó el trozo de tarta prometido.

—Voy a salir un rato —les dijo Charlotte a los dos—. Estaré fuera una hora o dos, puede que más. Minnie Maude, si el señor Pitt vuelve a casa antes que yo, dile que he ido a visitar a mi hermana, por favor.

—Sí, señora —respondió Minnie Maude, alargando la mano para coger la tarta.

Charlotte no se molestó en cambiarse de ropa. Cogió su abrigo, su sombrero y sus guantes y se fue enseguida antes de cambiar de opinión, ahora que estaba convencida de que debía ir a ver a Emily y hacer las paces con ella. No había problema lo bastante grave que mereciera alargarse de esa forma y echar a perder todo lo que ellas habían compartido en los buenos y los malos momentos, y todos los esfuerzos en los que habían estado unidas.

Anduvo con paso enérgico por Keppel Street hasta Russell Square, donde cogió un cabriolé. Se pasó todo el camino pensando una y otra vez lo que iba a decir, cómo variaría las respuestas según cómo Emily reaccionara.

Hacía menos frío. Se cruzó con varios carruajes que pasaban a toda velocidad llenos de damas que iban de visita o simplemente salían a tomar el aire. Al cabo de un mes sería un placer ir al jardín botánico. Los árboles y los arbustos empezarían a lucir hojas verdes, incluso capullos de flores. Habría narcisos en flor.

Llegó a la ancha y espléndida casa de Emily y se apeó del carruaje. Pagó al cochero, se acercó a la puerta principal y tiró de la campana.

Esperó unos instantes hasta que la puerta se abrió y un lacayo la recibió disculpándose.

—Lo siento, señora Pitt, pero ni el señor ni la señora Radley están en casa. Puede pasar y tomar un refrigerio si le apetece. Hace mucho viento y algo de frío.

Abrió la puerta de par en par y retrocedió para dejarle pasar.

Charlotte se sintió ridículamente decepcionada. No se le había pasado por la cabeza que Emily estuviera fuera de casa a esa hora, pero era totalmente razonable. Se había armado de valor y se había tragado el orgullo en vano. No había nadie con quien hacer las paces.

—Gracias —dijo, adentrándose en el calor del vestíbulo. Afuera hacía mucho viento. Estaba oscureciendo, y en el aire se respiraba el frescor del atardecer—. Sería muy agradable. ¿Puedo dejarle a la señora Radley un mensaje?

—Desde luego, señora. ¿Le traigo pluma y papel o prefiere usar el escritorio de la señora Radley en el salón?

—Buena idea. Gracias.

—Le serviré el té aquí cuando vuelva. ¿Quiere también bollos y mantequilla?

Ella le sonrió; le gustaba su seriedad.

—Sí, por favor.

Buscó el papel en el escritorio de Emily y escribió:

Querida Emily:

He venido sin pensar porque me he dado cuenta de que no quiero pelearme contigo. No hay nada lo suficientemente importante para que me vuelva irracional o malhumorada.

Vaciló. ¿Tal vez estaba asumiendo demasiada parte de culpa de algo que, en última instancia, había sido también responsabilidad de Emily? No, era mejor seguir en esa línea. Siempre podía mostrarse un poco más dura si Emily se aprovechaba. Y era cierto: al final, las diferencias no importaban.

Todo lo bueno que hemos vivido hasta ahora pesa más que las otras cosas; no debemos dar importancia a las pequeñas diferencias.

Afectuosamente,

CHARLOTTE

Dobló la nota y la metió en su ridículo, y acto seguido tapó el tintero y dejó la pluma.

Regresó al salón donde momentos más tarde le sirvieron el té y los bizcochos. Luego le entregó la nota al lacayo, le dio las gracias y se sentó a disfrutar del tentempié antes de volver al frío del exterior para buscar un cabriolé que la llevara a casa.