18 Epílogo
Teresa Mendoza compareció a las diez de la mañana en la Procuraduría General de justicia del Estado, con la calle Rosales cortada al tráfico por camionetas militares y soldados con equipo de combate. El convoy llegó a toda velocidad entre ruido de sirenas, las luces destellando bajo la lluvia. Había hombres armados en las terrazas de los edificios, uniformes grises de federales y verdes de soldados, barreras en las esquinas de las calles Morelos y Rubí, y el centro histórico parecía el de una ciudad en estado de sitio. Desde el portal de la Escuela Libre de Derecho, donde estaba acotado un espacio para periodistas, la vimos. bajar de la Suburban blindada con cristales oscuros y adentrarse bajo el arco forjado de la Procuraduría, en dirección al patio neocolonial de faroles de hierro y columnas de cantera. Yo estaba con Julio Bernal y Élmer Mendoza, y apenas pudimos observarla un momento iluminada por los flashes de los fotógrafos que disparaban sus cámaras, en el corto trayecto de la Suburban al portal, rodeada de agentes y soldados, bajo el paraguas con que la protegían de la lluvia. Seria, elegante, vestida de negro, gabardina oscura, bolso de piel negra y la mano izquierda vendada. El pelo peinado hacia atrás con raya en medio, recogido en un moño bajo la nuca, con dos aretes de plata.
Ahí va una morra con güevos —apuntó Élmer. Pasó dentro una hora y cincuenta minutos, ante la comisión integrada por el procurador de justicia de Sinaloa, el comandante de la Novena Zona, un subprocurador general de la República venido del Distrito Federal, un diputado local, un diputado federal, un senador y un notario en funciones de secretario. Y tal vez, mientras tomaba asiento y respondía a las preguntas que le formularon, pudo ver sobre la mesa los titulares de los diarios de Culiacán de aquella mañana: Batalla en la Chapultepec. Cuatro federales muertos y tres heridos defendiendo a la testigo. También falleció un pistolero. Y otro más sensacionalista en materia de nota roja: Narca se les peló entre las patas. Más tarde me dijeron que los miembros de la comisión, impresionados, la trataron desde el principio con extrema deferencia, que incluso el general comandante de la Novena Zona ofreció disculpas por los fallos de seguridad, y que Teresa Mendoza escuchó limitándose a inclinar un poco la cabeza. Y cuando al terminar su declaración todos se levantaron y ella lo hizo a su vez, dijo gracias caballeros y se dirigió a la puerta, la carrera política de don Epifanio Vargas estaba destrozada para siempre.
La vimos aparecer de regreso en la calle. Cruzó el arco y salió al exterior protegida por guardaespaldas y militares, con los flashes fotográficos destellando contra la fachada blanca, mientras la Suburban ponía el motor en marcha y rodaba despacio a su encuentro. Entonces observé que ella se detenía, mirando alrededor como si buscara algo entre la gente. Tal vez un rostro, o un recuerdo. Después hizo algo extraño: introdujo una mano en el bolso, rebuscó dentro y extrajo algo, un papelito o una foto, para contemplarlo unos instantes. Estábamos demasiado lejos, así que avancé empujando a los periodistas, con intención de echar un vistazo más de cerca, hasta que un soldado me impidió el paso. Podía ser, pensé, la vieja media foto que había visto en sus manos durante mi visita a la casa de la colonia Chapultepec. Pero desde aquella distancia resultaba imposible averiguarlo.
Entonces lo rompió. Fuera lo que fuese, papel o foto, observé cómo lo rasgaba en trocitos minúsculos antes de aventarlo todo por el suelo mojado. Después la Suburban se interpuso entre ella y nosotros, y ésa fue la última vez que la vi.
Aquella tarde julio y Élmer me llevaron a La Ballena —la cantina favorita del Güero Dávila—, y pedimos tres medias Pacífico mientras escuchábamos a los Tigres del Norte cantar Carne quemada en la rockola. Bebíamos los tres en silencio, mirando otros rostros silenciosos alrededor. Algún tiempo después supe que Epifanio Vargas perdió aquellos días su condición de diputado, y que pasó un tiempo recluido en la prisión de Alinoloya mientras se resolvía la extradición solicitada por el Gobierno de Estados Unidos; una extradición que, tras largo y escandaloso proceso, la Procuraduría General de la República terminó denegando. En cuanto a los otros personajes de esta historia, cada cual anduvo su camino. El alcalde Tomás Pestaña sigue al frente de los destinos de Marbella. También el ex comisario Nino Juárez permanece como jefe de seguridad de la cadena de tiendas de moda, convertida en una potente multinacional. El abogado Eddie Álvarez se dedica ahora a la política en Gibraltar, donde un cuñado suyo es ministro de Economía y Trabajo. Y a Oleg Yasikov pude entrevistarlo algún tiempo más tarde, cuando el ruso cumplía una breve estancia en la cárcel de Alcalá–Meco por un confuso asunto de inmigrantes ucranianas y tráfico de armas. Resultó ser un tipo sorprendentemente amable, habló de su antigua amiga con pocas inhibiciones y mucho afecto, y llegó a contarme algunas cosas de interés que pude incorporar a última hora a esta historia.
De Teresa Mendoza nunca más se supo. Hay quien asegura que cambió de identidad y de rostro, y que vive en los Estados Unidos. Florida, dicen. O California. Otros afirman que regresó a Europa, con su hija, o hijo, si es que llegó a tenerlo. Se habla de París, Mallorca, Toscana; pero en realidad nadie sabe nada. En cuanto a mí, ese último día ante mi botella de cerveza en La Ballena, Culiacán, escuchando canciones de la rockola entre parroquianos bigotudos y silenciosos, lamenté carecer de talento para resumirlo todo en tres minutos de música y palabras. El mío iba a ser, qué remedio, un corrido de papel impreso y más de quinientas páginas. Cada uno hace lo que puede. Pero tenía la certeza de que en cualquier sitio, cerca de allí, alguien estaría componiendo ya la canción que pronto iba a rodar por Sinaloa y todo México, cantada por los Tigres, o los Tucanes, o algún otro grupo de leyenda. Una canción que esos individuos de aspecto rudo, con grandes bigotazos, camisas a cuadros, gorras de béisbol y tejanas de palma que nos rodeaban a julio, a Élmer y a mí en la misma cantina —quizás en la misma mesa— donde estuvo sentado el Güero Dávila, escucharían graves cuando sonara en la rockola, cada uno con su media Pacífico en la mano, asintiendo en silencio. La historia de la Reina del Sur.
El corrido de Teresa Mendoza.
La Navata, mayo de 2002