8 Pacas de a kilo
—Hay personas cuya buena suerte se hace a base de infortunios —concluyó Eddie Álvarez—. Y ése fue el caso de Teresa Mendoza.
Los cristales de las gafas le empequeñecían los ojos cautos. Me había costado tiempo y algún intermediario tenerlo sentado frente a mí; pero allí estaba, metiendo y sacando todo el rato sus manos de los bolsillos de la chaqueta, después de saludarme sólo con la punta de los dedos. Charlábamos en la terraza del hotel Rock de Gibraltar, con el sol filtrándose entre la hiedra, las palmeras y los helechos del jardín colgado en la ladera del Peñón. Abajo, al otro lado de la balaustrada blanca, estaba la bahía de Algeciras, luminosa y desdibujada en la calima azul de la tarde: ferrys blancos al extremo de rectas estelas, la costa de África insinuándose más allá del Estrecho, los barcos fondeados apuntando sus proas hacia levante.
—Pues tengo entendido que al principio la ayudó en eso —dije—. Me refiero a facilitarle infortunios. El abogado parpadeó dos veces, hizo girar su vaso sobre la mesa y volvió a mirarme de nuevo.
—No hable de lo que no sabe —sonaba a reproche, y a consejo—. Yo hacía mi trabajo. Vivo de esto. Y en aquella época, ella no era nadie. Imposible imaginar...
Modulaba un par de muecas como para sus adentros, sin ganas, igual que si alguien le hubiera contado un chiste malo, de esos que tardas en comprender.
—Era imposible —repitió.
—Quizá se equivocó usted.
—Nos equivocamos muchos —parecía consolarse con el plural—. Aunque en esa cadena de errores yo era lo de menos.
Se pasó una mano por el pelo rizado, escaso, que llevaba demasiado largo y le daba un aire ruin. Luego tocó de nuevo el vaso ancho que tenía sobre la mesa: licor de whisky cuyo aspecto achocolatado no era nada apetitoso.
—En esta vida todo se paga —dijo tras pensarlo un momento—. Lo que pasa es que algunos pagan antes, otros durante y otros después... En el caso de la Mejicana, ella había pagado antes... No le quedaba nada que perder, y todo estaba por ganar. Eso fue lo que hizo. —Cuentan que usted la abandonó en la cárcel. Sin un céntimo.
Parecía de veras ofendido. Aunque en un fulana con sus antecedentes —me había ocupado de averiguarlos— eso no significara absolutamente nada.
—No sé qué le habrán contado, pero es inexacto. Yo puedo ser tan práctico como cualquiera, ¿entiende?.., Resulta normal en mi oficio. Pero no se trata de eso. No la abandoné.
Establecido aquello, expuso una serie de justificaciones más o menos razonables. Teresa Mendoza y Santiago Fisterra le habían, en efecto, confiado algún dinero.
Nada extraordinario: ciertos fondos que él procuraba lavar discretamente. El problema fue que casi todo lo invirtió en cuadros: paisajes, marinas y cosas así. Un par de retratos de buena factura. Sí. Casualmente lo hizo justo después de la muerte del gallego. Y los pintores no eran muy conocidos. De hecho no los conocía ni su padre; por eso invirtió en ellos. La revalorización, ya sabe. Pero vino la crisis. Hubo que malvender hasta el último lienzo, y también una pequeña participación en un bar de Main Street y algunas cosas más. De todo eso él dedujo sus honorarios —había atrasos y cosas pendientes—, y el dinero restante lo destinó a la defensa de Teresa. Eso supuso muchos gastos, claro. Un huevo y la yema del otro. Después de todo, ella sólo pasó un año en prisión.
—Dicen —apunté— que fue gracias a Patricia O'Farrell, cuyos abogados le hicieron el papeleo.
Vi que iniciaba el gesto de llevarse una mano al corazón, de nuevo ofendido. Dejó el gesto a la mitad. —Se dice cualquier cosa. Lo cierto es que hubo un momento en que, bueno —me miraba cual testigo de Jehová llamando al timbre—... Yo tenía otras ocupaciones. Lo de la Mejicana estaba en punto muerto. —Quiere decir que se había acabado el dinero. —El poco que tuvo, sí. Se acabó.
—Y entonces dejó de ocuparse de ella.
—Oiga —me mostraba las palmas de las manos levantándolas un poco, como si aquel gesto lo avalara—. Yo vivo de esto. No podía perder el tiempo. Para algo están los abogados de oficio. Además, le repito que era imposible saber...
—Comprendo. ¿Ella no le pidió cuentas más tarde? Se abstrajo en la contemplación de su vaso sobre el cristal de la mesa. Aquella pregunta no parecía traerle recuerdos gratos. Finalmente encogió los hombros a modo de respuesta, y se me quedó mirando.
—Pero después —insistí— volvió a trabajar para ella.
Metió y sacó otra vez las manos de los bolsillos de la chaqueta. Un sorbo al vaso y de nuevo el trajín de las manos. Quizá lo hice, admitió al fin. Por un corto período de tiempo, y hace mucho. Después me negué a seguir. Estoy limpio.
Mis noticias eran otras, pero no lo dije. Al salir de la cárcel la Mejicana lo agarró por las pelotas, me habían,: contado. Lo exprimió y lo echó cuando dejó de ser útil,—. Eran palabras del comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. A ese hijo de puta la Mendoza le hizo cagar las plumas. Hasta la última. Y a Eddie Álvarez aquella frase le iba como un guante. Te lo imaginabas perfectamente cagando plumas o lo que hiciera falta. Dile que vas de parte, fue la recomendación de Cabrera mientras comíamos en el puerto deportivo de Benalmádena. Ese mierda me debe muchas, y no podrá negarse. Aquel asunto del contenedor de Londres y el inglés del robo de Heathrovy; por ejemplo. Sólo dile eso y te comerá en la mano. Lo que le saques ya es cosa tuya.
—No era rencorosa, entonces —concluí.
Me miró con precaución profesional. Por qué dice eso, preguntó.
—Punta Castor.
Supuse que calculaba hasta qué extremo conocía yo lo ocurrido. No quise defraudarlo.
—La famosa trampa —dije.
La palabra pareció hacerle el efecto de un laxante. —No me fastidie —se removía inquieto en la silla de caña y mimbre, haciéndola crujir—. ¿Qué sabe usted de trampas?... Esa palabra es excesiva.
—Para eso estoy aquí. Para que me lo cuente. A estas alturas da lo mismo —respondió, cogiendo el vaso—. En lo de Punta Castor, Teresa sabia que yo nada tuve que ver con lo que tramaban Cañabota y aquel sargento de la Guardia Civil. Después ella se tomó su tiempo y sus molestias para averiguarlo todo. Y cuando me llegó el turno... Bueno. Demostré que yo sólo pasaba por allí. Prueba de que la convencí es que sigo vivo.
Se quedó pensativo, haciendo tintinear el hielo en el vaso. Bebió.
A pesar del dinero de los cuadros, de Punta Castor y de todo lo demás —insistió, y parecía sorprendido—, sigo vivo.
Bebió de nuevo. Dos veces. Por lo visto, recordar le daba sed. En realidad, dijo, nadie fue nunca expresamente a por Santiago Fisterra. Nadie. Cañabota y aquellos para quienes trabajaba sólo querían un señuelo; alguien para distraer la atención mientras el auténtico cargamento se alijaba en otro sitio. Ésa era práctica habitual: le tocó al gallego como pudo tocarle a otro. Cuestión de mala suerte. No era de los que hablaban si los trincaban. Además era de fuera, iba a su aire y no tenía amigos ni simpatías en la zona... Sobre todo, aquel guardia civil lo llevaba entre ceja y ceja. De manera que se lo endosaron a él.
—Y a ella.
Hizo crujir otra vez el asiento mirando la escalera de la terraza como si Teresa Mendoza estuviese a punto de aparecer allí. Un silencio. Otro tiento a la copa. Luego se ajustó las gafas y dijo: lamentablemente. Se calló de nuevo. Otro sorbo. Lamentablemente, nadie podía imaginar que la Mejicana llegaría hasta donde llegó.
—Pero insisto en que no tuve nada que ver. La prueba es... Joder. Ya lo he dicho.
—Que sigue vivo.
—Sí —me miraba desafiante—. Eso prueba mi buena fe.
—¿Y qué pasó con ellos, después?... Con Cañabota y el sargento Velasco.
El desafío duró tres segundos. Se replegó. Lo sabes tan bien como yo, decían sus ojos, desconfiados. Cualquiera que haya leído periódicos lo sabe. Pero si crees que soy yo quien va a explicártelo, vas listo.
—De eso no sé nada.
Hizo el gesto de cerrarse los labios con una cremallera, mientras adoptaba una expresión malvada y satisfecha: la de quien dura en posición vertical más tiempo que otros a quienes conoció. Pedí café para mí y otro licor achocolatado para él. De la ciudad y el puerto llegaban los sonidos amortiguados por la distancia. Un automóvil ascendió por la carretera bajo la terraza, con mucho ruido del tubo de escape, en dirección a lo alto del Peñón. Me pareció ver a una mujer rubia al volante, y a un hombre con chaqueta de marino.
—De cualquier manera —prosiguió Eddie Álvarez tras pensarlo un rato—, todo eso fue después, cuando las cosas cambiaron y ella tuvo ocasión de pasar factura... Y oiga, estoy seguro de que cuando salió de El Puerto de Santa María, lo que tenía en la cabeza era desaparecer del mundo. Creo que nunca fue ambiciosa, ni soñadora... Le apuesto a que ni siquiera era vengativa. Se limitaba a seguir viva, y nada más. Lo que pasa es que a veces la suerte, de tanto jugar malas pasadas, termina poniéndote un piso.
Un grupo de gibraltareños ocupó una mesa vecina. Eddie Álvarez los conocía, y fue a saludarlos. Eso me dio oportunidad de estudiarlo de lejos: su forma obsequiosa de sonreír, de dar la mano, de escuchar como quien aguarda claves sobre lo que ha de decir, o la forma de comportarse. Un superviviente, confirmé. La clase de hijoputa que sobrevive, lo había descrito otro Eddie, en este caso apellidado Campello, también gibraltareño, viejo amigo mío y editor del semanario local Vox. Ni cojones para traicionar tenía el amigacho, dijo Campello cuando pregunté por la relación del abogado con Teresa Mendoza. Lo de Punta Castor fueron Cañabota y el guardia. Álvarez se limitó a quedarse con el dinero del gallego. Pero a esa mujer el dinero le importaba una mierda. La prueba es que después rescató a ese tío y lo hizo trabajar otra vez para ella.
—Y fíjese —Eddie Álvarez ya estaba de regreso a nuestra mesa—. Diría que la Mejicana sigue sin ser vengativa. Lo suyo es más bien... No sé. A lo mejor una cuestión práctica, ¿comprende?... En su mundo no se dejan cabos sueltos.
Entonces me contó algo curioso. Cuando la metieron en El Puerto, dijo, fui a la casa que tenían ella y el gallego en Palmones, para liquidarlo todo y cerrarla. ¿Y sabe qué? Ella había salido al mar como tantas otras veces, ignorando que se trataba de la última. Sin embargo lo tenía todo ordenado en cajones, cada cosa en su sitio. Hasta dentro de los armarios las cosas estaban para pasar revista.
—Más que cálculo despiadado, ambición o sentido de la venganza —Eddie Álvarez asentía con la cabeza, mirándome como si los cajones y los armarios lo explicaran todo—, yo creo que lo de Teresa Mendoza siempre fue sentido de la simetría.
Terminó de barrer la pasarela de madera, se puso medio vaso con tequila y el otro medio con zumo de naranja, y fue a fumar un cigarrillo sentada al extremo, descalza, los pies medio enterrados en la arena tibia. El sol todavía se encontraba bajo, y sus rayos diagonales llenaban la playa de sombras en cada huella, asemejándola a un paisaje lunar. Entre el chiringuito y la orilla todo estaba limpio y ordenado, esperando a los bañistas que empezarían a llegar a media mañana: dos tumbonas bajo cada sombrilla, cuidadosamente alineadas por Teresa, con sus colchonetas de rayas blancas y azules bien sacudidas y puestas en su sitio. Había calma, el mar estaba tranquilo, silenciosa el agua en la orilla, y el sol levante reverberaba con resplandor anaranjado y metálico entre las siluetas en contraluz de los escasos paseantes: jubilados en su andar matutino, una pareja joven con un perro, un hombre solitario que miraba el mar junto a una caña clavada en la arena. Y al final de la playa y del resplandor, Marbella tras los pinos y las palmeras y los magnolios, con los tejados de sus villas y sus torres de cemento y cristal alargándose en la calima dorada, hacia el este.
Disfrutó del cigarrillo, deshecho y vuelto a liar, como de costumbre, con un poco de hachís. A Tony, el encargado del chiringuito, no le gustaba que ella fumara otra cosa que tabaco cuando él andaba por allí; pero a esas horas Tony no había llegado y los bañistas tardarían un. poco en ocupar la playa —eran los primeros días de la temporada—, así que podía fumar tranquila. Y aquel tequila acompañando la naranjada, o viceversa, sentaba de a madre. Llevaba desde las ocho de la mañana —café solo sin azúcar, pan con aceite de oliva, un donut— ordenando tumbonas, barriendo el chiringuito, colocando sillas y mesas, y tenía por delante una jornada de trabajo idéntica a la del día anterior y a la del siguiente: vasos sucios detrás del mostrador, y en la barra y las mesas limón granizado, horchata, café con hielo, cubalibres, agua mineral, hecha un bombo la cabeza y la camiseta empapada de sudor, bajo el techo de palma por el que se colaban los rayos de sol: un sofoco húmedo que le recordaba el de Altata en verano, pero con más gente y más olor a crema bronceadora. Atenta, además, a la impertinencia de los clientes: lo pedí sin hielo, oiga, oye, lo pedí con limón y con hielo, no me digas que no tienes Fanta, me puso usted con gas y yo pedí sin gas. Chíngale. Aquellos veraneantes gachupines o gringos con sus calzones floreados y sus pieles enrojecidas y grasientas, sus gafas de sol, sus niños requetegritones y sus carnes rebosándoles bañadores, camisetas y pareos, resultaban peores, más egoístas y desconsiderados, que quienes frecuentaban los puticlubs de Dris Larbi. Y Teresa pasaba entre ellos doce horas al día, de acá para allá, sin tiempo para sentarse diez minutos, la vieja fractura del brazo resintiéndose del peso de la bandeja con bebidas, el pelo en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente para que no le cayeran las gotas de sudor en los ojos. Siempre con la mirada suspicaz de Tony clavada en la nuca.
Pero no se estaba mal del todo, allí. Aquel rato por la mañana, cuando terminaba de ordenar el chiringuito y las tumbonas y se quedaba tranquila ante la playa y el mar, esperando en paz. O cuando de noche paseaba por la orilla camino de su modesta pensión en la parte vieja de Marbella, lo mismo que en otro tiempo —siglos atrás hacía en Melilla, al cerrar el Yamila. A lo que más le había costado acostumbrarse cuando dejó El Puerto de Santa María era a la agitación de la vida afuera, los ruidos, el tráfico, la gente agolpada en las playas, la música atronadora de bares y discotecas, el gentío que atestaba la costa de Torremolinos a Sotogrande. Después de año y medio de rutina y orden estricto, Teresa arrastraba hábitos que, al cabo de tres meses de libertad, aún la hacían sentirse más incómoda allí que tras las rejas. En la cárcel contaban historias sobre presos con largas condenas que, al salir, intentaban regresar a lo que para ellos era ya el único hogar posible. Teresa nunca creyó en eso hasta que un día, fumando sentada en el mismo lugar en donde estaba ahora, sintió de pronto la nostalgia del orden y la rutina y el silencio que había tras las rejas. La cárcel no es hogar más que para los desgraciados, había dicho Pati una vez. Para los que carecen de sueños. El abate Faria —Teresa había terminado El conde de Montecristo y también muchos otros libros, y seguía comprando novelas que se amontonaban en su cuarto de la pensión— no era de esos que consideran la cárcel un hogar. Al contrario: el viejo preso anhelaba salir para recobrar la vida que le robaron. Como Edmundo Dantés, pero demasiado tarde. Tras pensar mucho en ello, Teresa había llegado a la conclusión de que el tesoro de aquellos dos era sólo un pretexto para mantenerse vivos, soñar con la fuga, sentirse libres pese a los cerrojos y los muros del castillo de If. Y en el caso de la Teniente O'Farrell, la historia del clavo de coca perdida era también, a su modo, una forma de mantenerse libre. Quizá por eso Teresa nunca se la creyó del todo. En cuanto a lo de la cárcel como hogar para desgraciados, tal vez fuera verdad. De ahí que sintiera sus nostalgias carcelarias, cuando llegaban, demasiado vinculadas al remordimiento; como pecados de esos que, según los curas, venían cuando una daba vueltas a ciertas cosas en la cabeza. Y, sin embargo, en El Puerto todo resultaba fácil, porque las palabras libertad y mañana eran sólo algo inconcreto que aguardaba al extremo del calendario. Ahora, en cambio, vivía al fin entre aquellas hojas con fechas remotas que meses atrás no significaban más que números en la pared, y que de improviso se convertían en días de veinticuatro horas, y en amaneceres grises que continuaban encontrándola despierta.
Y entonces qué, se había preguntado al ver la calle ante sí, fuera de los muros de la prisión. La respuesta se la facilitó Pati O'Farrelll, recomendándola a unos amigos que tenían chiringuitos en las playas de Marbella. No te harán preguntas ni te explotarán demasiado, dijo. Tampoco te follarán si no te dejas. Aquel trabajo hacía posible la libertad condicional de Teresa —quedaba más de un año para resolver su deuda con la justicia— con la única limitación de permanecer localizada y presentarse un día a la semana en la comisaría local. También le proporcionaba lo suficiente para pagar el cuarto de su pensión en la calle San Lázaro, los libros, la comida, alguna ropa, el tabaco y las chinas de chocolate marroquí —regalarse unos pericazos quedaba ahora lejos de su alcance— para animar los Bisonte que fumaba en momentos de calma, a veces con una copa en la mano, en la soledad de su cuarto o en la playa, como ahora.
Una gaviota bajó planeando hasta cerca de la orilla, vigilante, rozó el agua y se alejó mar adentro sin conseguir ninguna presa. Te chingas, pensó Teresa mientras aspiraba el humo, viéndola irse. Zorra con alas de la puta que te parió. Le habían gustado las gaviotas hacía tiempo; las encontraba románticas, hasta que empezó a conocerlas yendo arriba y abajo con la Phantom por el Estrecho, y sobre todo un día, al principio, cuando tuvieron una avería en mitad del mar mientras probaban el motor, y Santiago estuvo trabajando mucho rato y ella se tumbó a descansar viéndolas revolotear cerca, y él le aconsejó que se cubriera la cara, porque eran capaces, dijo, de picotearsela si se quedaba dormida. El recuerdo vino con imágenes bien precisas: el agua quieta, las gaviotas flotando sentadas en torno a la planeadora o dando vueltas por arriba, y Santiago en la popa, la carcasa negra del motor en la bañera y él lleno de grasa hasta los codos, el torso desnudo con el tatuaje del Cristo de su apellido en un brazo, y en el otro hombro aquellas iniciales que ella nunca llegó a saber de quién eran.
Aspiró más bocanadas de humo, dejando que el hachís diluyese indiferencia a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. Procuraba no pensar mucho en Santiago, del mismo modo que procuraba que un dolor de cabeza —últimamente le dolía con frecuencia— nunca llegara a asentársele del todo, y cuando tenía los primeros síntomas tomaba un par de aspirinas antes de que fuera tarde y el dolor se quedara allí durante horas, envolviéndola en una nube de malestar e irrealidad que la dejaba exhausta. Por lo general procuraba no pensar demasiado, ni en Santiago ni en nadie ni en nada; había descubierto demasiadas incertidumbres y horrores al acecho en cada pensamiento que fuese más allá de lo inmediato, o lo práctico. A veces, sobre todo cuando estaba acostada sin conciliar el sueño, recordaba sin poder evitarlo. Pero si no venía acompañada de reflexiones, esa mirada atrás ya no le causaba satisfacción ni dolor; sólo una sensación de movimiento hacia ninguna parte, lenta como un barco que derivase mientras dejaba atrás personas, objetos, momentos.
Por eso fumaba ahora hachís. No por el viejo placer, que también, sino porque el humo en sus pulmones —quizás éste viajó conmigo en fardos de veinte kilos desde el moro, pensaba a veces, divertida por la paradoja, cuando se rascaba el bolsillo para pagar una humilde china acentuaba aquel alejamiento que tampoco traía consuelo ni indiferencia, sino un suave estupor, pues no siempre estaba segura de ser ella misma la que se miraba, o se recordaba; como si fueran varias las Teresas agazapadas en su memoria y ninguna tuviera relación directa con la actual. A lo mejor ocurre que esto es la vida, se decía desconcertada, y el paso de los años, y la vejez, cuando llega, no son sino mirar atrás y ver la mucha gente extraña que has sido y en la que no te reconoces. Con esa idea en la cabeza sacaba alguna vez la foto partida, ella con su carita de chava y los tejanos y la chamarra, y el brazo del Güero Dávila sobre sus hombros, aquel brazo amputado y nada más, mientras los rasgos del hombre que ya no estaba en la media foto se mezclaban en su recuerdo con los de Santiago Fisterra, como si los dos hubieran sido uno, en proceso opuesto al de la morrita de ojos negros y grandes, rota en tantas mujeres distintas que era imposible recomponerla en una sola. Así cavilaba Teresa de vez en cuando, hasta que caía en la cuenta de que ésa precisamente era, o podía ser, la trampa. Entonces reclamaba en su auxilio la mente en blanco, el humo que recorría lento su sangre y el tequila que la tranquilizaba con el regusto familiar y con el sopor que terminaba acompañando cada exceso. Y aquellas mujeres que se le parecían, y la otra sin edad que las miraba a todas desde afuera, iban quedando atrás, flotando como hojas muertas en el agua.
También por eso leía tanto, ahora. Leer, había aprendido en la cárcel, sobre todo novelas, le permitía habitar su cabeza de un modo distinto; cual si al difuminarse las fronteras entre realidad y ficción pudiera asistir a su propia vida como quien presencia algo que le pasa a los demás. Aparte de aprenderse cosas, leer ayudaba a pensar diferente, o mejor, porque en las páginas otros lo hacían por ella. Resultaba más intenso que en el cine o en las teleseries; éstas eran versiones concretas, con caras y voces de actrices y actores, mientras que en las novelas podías aplicar tu punto de vista a cada situación o personaje. Incluso a la voz de quien contaba la historia: unas veces narrador conocido o anónimo, y otras una misma. Porque al pasar cada hoja —eso lo descubrió con placer y sorpresa— lo que se hace es escribirla de nuevo. Al salir de El Puerto, Teresa había seguido leyendo guiada por intuiciones, títulos, primeras líneas, ilustraciones de portadas. Y ahora, aparte de su viejo Montecrísto encuadernado en piel, tenía libros propios que iba comprando poquito a poco, ediciones baratas que conseguía en mercadillos callejeros o en tiendas de libros usados, o volúmenes de bolsillo que adquiría tras dar vueltas y vueltas a esos expositores giratorios que tenían algunas tiendas. Así leyó novelas escritas hacía tiempo por caballeros y señoras que a veces iban retratados en las solapas o en la contraportada, y también novelas modernas que tenían que ver con el amor, con las aventuras, con los viajes. De todas ellas, sus favoritas eran Gabriela, clavo y canela, escrita por un brasileño que se llamaba Jorge Amado, Ana Karenina, que era la vida de una aristócrata rusa escrita por otro ruso, e Historia de dos ciudades, con la que lloró al final, cuando el valiente inglés —Sidney Carton era su nombre— consolaba a la joven asustada tomándole la mano camino de la guillotina. También leyó aquel libro sobre un médico casado con una millonaria que Pati le aconsejaba al principio dejar para más adelante; y otro bien extraño, difícil de comprender, pero que la había subyugado porque reconoció desde el primer momento la tierra y el lenguaje y el alma de los personajes que transitaban por sus páginas. El libro se llamaba Pedro Páramo, y aunque Teresa nunca llegaba a desentrañar su misterio, volvía sobre ese libro una y otra vez abriéndolo al azar para releer páginas y páginas. El modo en que allí discurrían las palabras la fascinaba como si se asomara a un lugar desconocido, tenebroso, mágico, relacionado con algo que ella misma poseía —de eso estaba segura—, en algún lugar oscuro de su sangre y su memoria: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo... Y de ese modo, después de sus muchas lecturas en El Puerto de Santa María, Teresa continuaba sumando libros, uno tras otro, el día libre de cada semana, las noches en que se resistía al sueño. Hasta el familiar miedo a la luz gris del alba, aquellas veces que se tornaba insoportable, podía tenerlo a raya, en ocasiones, abriendo el libro que estaba sobre la mesita de noche. Y así, Teresa comprobó que lo que no era más que un objeto inerte de tinta y papel, cobraba vida cuando alguien pasaba sus páginas y recorría sus líneas, proyectando allí su existencia, sus aficiones, sus gustos, sus virtudes o sus vicios. Y ahora tenía la certeza de algo vislumbrado al principio, cuando comentaba con Pati O'Farrelllas andanzas del infortunado y luego afortunado Edmundo Dantés: que no hay dos libros iguales porque nunca hubo dos lectores iguales. Y que cada libro leído es, como cada ser humano, un libro singular, una historia única y un mundo aparte.
Llegó Tony. Todavía joven, barbudo, un aro en una oreja, la piel bronceada por muchos veranos marbellíes. Una camiseta estampada con el toro de Osborne. Un profesional de la costa, hecho a vivir de los turistas, sin complejos. Sin sentimientos aparentes. En el tiempo que llevaba allí, Teresa no lo había visto nunca enojado ni de buen humor, ilusionado por algo o decepcionado por nada. Dirigía el chiringuito con desapasionada eficacia, ganaba su buen dinero, era cortés con los clientes e inflexible con los pelmazos y los buscapleitos. Guardaba bajo el mostrador un bate de béisbol para las emergencias y servía gratis carajillos de coñac por la mañana y gintonics fuera de horas de servicio a los guardias municipales que patrullaban las playas. Cuando Teresa fue a buscarlo, a poco de salir de El Puerto, Tony la miró bien mirada y luego dijo que unos amigos de una amiga habían pedido que le diera trabajo, y que por eso se lo daba. Nada de drogas aquí, nada de alcohol delante de los clientes, nada de ligar con ellos, nada de meter mano en la caja o te pongo en la puta calle; y si se trata de la caja, además, te rompo la cara. La jornada son doce horas, más el tiempo que tardes en recoger cuando cerramos, y empiezas a las ocho de la mañana. Lo tomas o lo dejas. Teresa lo había tomado. Necesitaba una chamba legal para mantener vigente la libertad vigilada, para comer, para dormir bajo un techo. Y Tony y su chiringuito eran tan buenos o tan malos como cualquier otra cosa.
Acabó el carrujito de hachís con la brasa quemándole las uñas, y liquidó el resto de tequila y naranja de un último trago. Los primeros bañistas empezaban a llegar con sus toallas y sus cremas bronceadoras. El pescador de la caña seguía en la orilla y el sol estaba cada vez más alto en el cielo, entibiando la arena. Un hombre de buen aspecto hacía ejercicio más allá de las tumbonas, reluciente de sudor igual que un caballo después de una carrera larga. Casi podía olérsele la piel. Teresa lo estuvo mirando un rato, el vientre plano, los músculos de la espalda tensos a cada flexión y cada giro del torso. De vez en cuando se detenía a recobrar aliento, las manos en las caderas y la cabeza baja, mirando el suelo como si pensara, y ella lo observaba con sus propias cosas rondándole la cabeza. Vientres planos, músculos dorsales. Hombres con pieles curtidas oliendo a sudor, encelados bajo el pantalón. Chale. Tan fácil que era hacerse con ellos, y sin embargo qué difícil, a pesar de todo y de lo previsibles que eran. Y qué simple podía llegar a ser una morra cuando pensaba con la panochita, o simplemente cuando pensaba tanto que al final terminaba igual, pensando con aquello mismo, apendejada nomás de puro lista. Desde que estaba en libertad, Teresa había tenido un único encuentro sexual: camarero joven de chiringuito al otro extremo de la playa, sábado por la noche en que, en vez de irse a la pensión, ella permaneció por allí, tomándose unos tragos y fumando un poco sentada en la arena mientras miraba las luces de los pesqueros a lo lejos y se desafiaba a sí misma a no recordar. El camarero se le acercó en el momento justo, bien lanza y simpático hasta el punto de hacerla reír, y terminaron un par de horas más tarde en el coche de él, en un solar abandonado cerca de la plaza de toros. Fue un encuentro improvisado, al que Teresa asistió con más curiosidad que deseo real, atenta a sí misma, absorta en sus propias reacciones y sentimientos. El primer hombre en año y medio: algo por lo que muchas compañeras de talego habrían dado meses de libertad. Pero eligió mal el momento y la compañía, tan inadecuada como su estado de ánimo. Aquellas luces en el mar negro, decidió luego, tuvieron la culpa. El camarero, un chavo parecido al que hacía ejercicio en la playa junto a las tumbonas —ahí nomás saltaba ahora el recuerdo—, resultó egoísta y torpe; y el auto, y el preservativo que ella le hizo ponerse después de buscar mucho rato una farmacia de guardia, no mejoraron las cosas. Fue un encuentro decepcionante; incómodo hasta para que ella se bajara el zíper de los liváis en tan reducido espacio. Al acabar, el otro tenía visibles ganas de irse a dormir, y Teresa estaba insatisfecha y furiosa consigo misma, y más todavía con la mujer callada que la miraba tras el reflejo de la brasa del cigarrillo en el cristal: un puntito luminoso igual que el de aquellos pesqueros que faenaban en la noche y en sus recuerdos. Así que se puso de nuevo los tejanos, bajó del auto, los dos se dijeron ahí nos vemos, y al separarse ninguno había llegado a saber el nombre del otro, y que chingara a su madre aquel a quien le importase. Esa misma noche, al llegar a la pensión, Teresa tomó una ducha larga y caliente, y luego se emborrachó desnuda en la cama, boca abajo, hasta vomitar mucho rato entre arcadas de bilis y quedarse dormida al fin con una mano entre los muslos, los dedos dentro del sexo. Oía rumor de Cessnas y motores de planeadoras, y también la voz de Luis Miguel cantando en el casete sobre la mesilla, si nos dejan / si nos dejan / nos vamos a querer toda la vida.
Despertó esa misma noche, estremecida en la oscuridad, porque acababa de averiguar al fin, en sueños, lo que pasaba en la novelita mejicana de Juan Rulfo que ella nunca conseguía comprender del todo por más que la agarraba. Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre. Híjole. Los personajes de aquella historia estaban todos muertos, y no lo sabían.
—Tienes una llamada —dijo Tony.
Teresa dejó los vasos sucios en el fregadero, puso la bandeja sobre el mostrador y fue al extremo de la barra. Agonizaba un día duro, calor, batos sedientos y rucas con gafas oscuras y las chichotas al sol —ni vergüenza tenían algunas—, pidiendo todo el rato chelas y refrescos; y a ella le ardían la cabeza y los pies de cruzar como entre llamaradas hacia las tumbonas, de atender mesa tras mesa y sudar a chorros en aquel microondas de arena cegadora. Era media tarde y algunos bañistas empezaban a marcharse, pero todavía quedaban por delante un par de horas de trabajo. Secándose las manos en el delantal, sostuvo el teléfono. El respiro momentáneo y la sombra no la aliviaron gran cosa. Nadie la había llamado desde su salida de El Puerto, ni allí ni a ninguna otra parte, y tampoco podía imaginar motivos para que alguien lo hiciese ahora. Tony debía de pensar lo mismo, porque la miraba de reojo, secando vasos que alineaba encima de la barra. Aquello, concluyó Teresa, no podían ser buenas noticias.
—Bueno —dijo, suspicaz.
Reconoció la voz con la primera palabra, sin necesidad de que la otra dijera soy yo. Año y medio oyéndola día y noche era tiempo de sobra. Por eso sonrió y luego rió en voz alta, con franca alegría. Órale, mi Teniente. Qué padre oírte otra vez, carnalita. Cómo te trata la vida, etcétera. Reía feliz de veras al reencontrar al otro lado de la línea el tono seguro, aplomado, de quien sabía tomar las cosas como siempre fueron. De quien se conocía a sí misma y a los demás porque sabía mirarlos, y porque lo tenía aprendido de los libros y de la educación y de la vida, y hasta incluso más en los silencios que en las palabras de la gente. Y al mismo tiempo pensaba en un rincón de su cabeza, chale, no mames, ojalá yo pudiera hablar así de lindo a la primera, marcar un número de teléfono después de todo este tiempo y decir con tanta naturalidad cómo lo llevas, Mejicana, cacho perra, espero que me hayas echado de menos mientras te tirabas a media Marbella ahora que no te vigila nadie. Nos vemos o pasas de mí. Entonces Teresa había preguntado si de veras estaba fuera, y Pati O'Farrell respondió entre carcajadas claro que estoy fuera, gilipollas, fuera desde hace tres días y dándome homenaje tras homenaje para recobrar el tiempo perdido, homenajes por arriba y por abajo y por todas las partes que puedes imaginar, que ni duermo ni me dejan dormir, la verdad, y no me quejo lo más mínimo. Y entre una cosa y otra, cada vez que recupero el aliento o la conciencia me pongo a averiguar tu teléfono y por fin te encuentro, que ya era hora, para contarte que esas guarras de boquis funcionarias de mierda no pudieron con el viejo abate, que al castillo de If le pueden ir dando mucho por donde sabes, y que va siendo hora de que Edmundo Dantés y el amigo Faria tengan una conversación larga y civilizada, en algún sitio donde el sol no entre a través de una reja como si fuéramos catchers de ese béisbol gringo que jugáis en tu puto México. Así que he pensado que cojas un autobús, o un taxi si tienes dinero, o lo que quieras, y te vengas a Jerez porque justo mañana me hacen una pequeña fiesta, y —lo cortés no quita lo Moctezuma— reconozco que sin ti las fiestas se me hacen raras. Ya ves, chochito. Hábitos talegueros. Cosas de la costumbre.
Era una fiesta de verdad. Una fiesta en un cortijo jerezano, de esos donde transcurre una eternidad entre el arco de la entrada y la casa que está al fondo, al final de un largo camino de tierra y gravilla, con coches caros aparcados en la puerta, y paredes de almagre y cal con ventanas enrejadas que a Teresa le recordaron —ahí estaba el pinche parentesco, comprendió— las antiguas haciendas mejicanas. La casa era de las que fotografiaban en las revistas: muebles rústicos que la vejez ennoblecía, cuadros oscuros en las paredes, suelos de baldosa rojiza y vigas en los techos. También un centenar de invitados que bebían y charlaban en dos salones grandes y en la terraza con porche emparrado que se extendía por la parte de atrás, delimitada por un cobertizo de bar, una enorme parrilla de leña con horno de asar, y una piscina. El sol se acercaba al ocaso, y la luz ocre y polvorienta daba una consistencia casi material al aire cálido, en los horizontes de ondulaciones suaves salpicadas de cepas verdes.
—Me gusta tu casa —dijo Teresa. —Ojalá fuera mía.
—Pero pertenece a tu familia.
—De mi familia a mí hay un trecho muy largo. Estaban sentadas bajo las parras del porche, en butacas de madera con almohadones de lino, una copa en la mano y mirando a la gente que se movía alrededor. Todo muy acorde, decidió Teresa, con el lugar y con los autos de la puerta. Al principio había estado preocupada por sus liváis y sus zapatos de tacón y su blusa sencilla, en especial cuando al llegar algunos la miraron raro; pero Pati O'Farrell–un vestido de algodón malva, lindas sandalias de cuero repujado, el pelo rubio tan corto como de costumbre— la tranquilizó. Aquí cada cual viste como le sale, dijo. Y así estás muy bien. Además, ese pelo recogido y tan tirante, con la raya en medio, te hace guapa. Muy racial. Nunca te habías peinado así en el talego.
—En el talego no estaba para fiestas. —Pero alguna hicimos.
Rieron, recordando. Había tequila, comprobó, y alcohol de todas clases, y camareras uniformadas con bandejas de canapés que iban y venían entre la gente. Todo bien padre. Dos guitarristas flamencos tocaban entre un grupo de invitados. La música, alegre y melancólica al mismo tiempo, como a ráfagas, le iba bien al lugar y al paisaje. A veces se animaban con palmas, algunas mujeres jóvenes iniciaban pasos de baile, sevillanas o flamenco, medio en broma, y charlaban con sus acompañantes mientras Teresa envidiaba la desenvoltura que les permitía ir de acá para allá, saludarse, conversar, fumar distinguido como la misma Pati lo hacía, un brazo cruzado en el regazo, la mano sosteniendo un codo y el brazo en vertical, el cigarrillo humeante entre los dedos índice y corazón. Quizá no fuera la más alta sociedad, concluyó; pero resultaba fascinante observarlos, tan distintos a la gente que había conocido con el Güero Dávila en Culiacán, y a miles de años y de kilómetros de su pasado más próximo y de lo que ella era o llegaría a ser nunca. Hasta Pati se le antojaba un enlace irreal entre esos mundos dispares. Y Teresa, como si mirase desde afuera un brillante escaparate, no perdía detalle del calzado de aquellas mujeres, el maquillaje, el peinado, las joyas, el aroma de sus perfumes, la forma de sostener un vaso o de encender un cigarrillo, de echar atrás la cabeza para reír mientras apoyaban una mano en el brazo del hombre con quien platicaban. Así se hace, decidió, y ojalá pudiera aprenderlo. Así es como se está, como se habla, como se ríe o como se calla; como lo había imaginado en las novelas y no como lo fingen el cine o la televisión. Y qué bueno era poder mirar siendo tan poca cosa que nadie se preocupaba por una; observar con atención para darse cuenta de que la mayor parte de los invitados masculinos eran tipos por encima de los cuarenta, con toques informales en la indumentaria, camisas abiertas sin corbata, chaquetas oscuras, buenos zapatos y relojes, pieles bronceadas y no precisamente de trabajar en el campo. En cuanto a ellas, se daban dos tipos definidos: morras de buen aspecto y piernas largas, algunas un poco ostentosas en ropa, joyas y bisutería, y otras mejor vestidas, más sobrias, con menos adornos y maquillaje, en quienes la cirugía plástica y el dinero —la una era consecuencia de lo otro— parecían naturales. Las hermanas de Pati, que ésta le presentó al llegar, pertenecían a ese último grupo: narices operadas, pieles estiradas en quirófanos, pelo rubio con mechas, marcado acento andaluz de buena cuna, manos elegantes que no fregaron un plato jamás, vestidos de buenas marcas. Hacia los cincuenta la mayor, cuarenta y pocos la menor. Parecidas a Pati en la frente, el óvalo de la cara, una cierta forma de torcer la boca al conversar o sonreír. Habían mirado a Teresa de arriba abajo con el mismo gesto arqueado en las cejas, dobles acentos circunflejos de los que valoran y descartan en sólo segundos, antes de volver a sus ocupaciones sociales y a sus invitados. Un par de puercas, comentó Pati en cuanto volvieron la espalda, justo cuando Teresa estaba pensando: órale que puedo llegar a ser pendeja con mis trazas de fayuquera, tal vez habría debido ponerme otra ropa, las pulseras de plata y una falda en vez de los liváis y los tacones y esta vieja blusa que miraron como si fuera un harapo. La mayor, comentó Pati, está casada con un vago imbécil, aquel calvo tripón que se ríe en el grupo de allá, y la segunda chulea a mi padre como quiere. Aunque la verdad es que lo chulean las dos.
—¿Está tu padre aquí?
—Por Dios, claro que no —Pati arrugaba la nariz con elegancia, el vaso de whisky con hielo y sin agua a medio camino—. El viejo cabrón vive atrincherado en su piso de Jerez... El campo le produce alergia —rió, malvada—. El polen y todo eso.
—¿Por qué me has invitado?
Sin mirarla, Pati terminó de llevarse el vaso a los labios.
—Pensé —dijo, la boca húmeda— que te gustaría tomar una copa.
—Hay bares para tomar copas. Y éste no es mi ambiente.
Pati puso el vaso en la mesa y encendió un cigarrillo. El anterior seguía encendido, consumiéndose en el cenicero.
Tampoco el mío. O al menos no del todo paseó la mirada alrededor, despectiva—. Mis hermanas son absolutamente idiotas: organizar una fiesta es lo que entienden por reinserción social. En vez de esconderme, me enseñan, ¿comprendes? Así demuestran que no las avergüenza la oveja descarriada... Esta noche se irán a dormir con el coño frío y la conciencia tranquila, como suelen.
—A lo mejor eres injusta con ellas. Quizá se alegran de verdad.
—¿Injusta?... ¿Aquí? —se mordió el labio inferior con una sonrisa desagradable—. ¿Podrás creer que nadie me ha preguntado todavía qué tal lo pasé en el talego?...
Tema tabú. Sólo hola, bonita. Muá, muá. Te veo espléndida. Como si me hubiese ido de vacaciones al Caribe. Su tono es más ligero que en El Puerto, pensó Teresa. Más frívolo y locuaz. Dice las mismas cosas y de la misma forma, pero hay algo diferente: como si aquí se viera obligada a darme explicaciones que en nuestra vida anterior resultaban innecesarias. La había observado desde el primer momento, cuando se apartó de unos amigos para recibirla y luego la dejó sola un par de veces, yendo y viniendo entre los invitados. Tardó en reconocerla. En atribuirle realmente aquellas sonrisas que le espiaba de lejos, los gestos de complicidad con gente para ella extraña, los cigarrillos que aceptaba inclinando la cabeza para que le diesen fuego mientras echaba de vez en cuando una mirada a Teresa, que seguía fuera de lugar, sin acercarse a nadie porque no sabía qué decir, y sin que nadie le dirigiese la palabra. Al fin Pati volvió con ella y fueron a sentarse en las butacas del porche, y entonces sí empezó a reconocerla poquito a poco. Y era verdad que ahora explicaba demasiado las cosas, justificándolas como si no estuviera segura de que Teresa las entendiese, o de que —se le ocurrió de pronto— las aprobara. Semejante posibilidad le dio qué pensar. Quizás ocurre, aventuró tras mucho darle vueltas, que las leyendas personales que funcionan tras las rejas no sirven afuera, y una vez en libertad es preciso establecer de nuevo cada personaje. Confirmarlo a la luz de la calle. Por ese camino, pensó, puede que la Teniente OTarrell aquí no sea nadie, o no sea lo que realmente quiere o le interesa ser. Y puede ocurrir, también, que tema comprobar que me doy cuenta. En cuanto a mí, la ventaja es que nunca supe lo que fui cuando estaba dentro, y tal vez por eso no me preocupa lo que soy fuera. Nada tengo que explicar a nadie. Nada sobre lo que convencer. Nada que demostrar.
—Sigues sin decirme qué hago aquí —dijo.
Pati encogió los hombros. El sol bajaba más en el horizonte, inflamando el aire de luz rojiza. Su pelo corto y rubio parecía contagiado de aquella luz.
—Cada cosa tiene su momento —entornaba los párpados mirando lejos—. Limítate a disfrutar, y ya me contarás qué te parece.
A lo mejor era algo muy sencillo, pensaba Teresa. La autoridad, quizá. Una teniente sin tropa a su mando, un general jubilado cuyo prestigio desconocen todos. Tal vez me ha hecho venir porque me necesita, decidió. Porque yo la respeto y conozco el último año y medio de su vida, y éstos no. Para ellos es sólo una niña fresita y envilecida; una oveja negra a la que se tolera y se acoge porque es de la misma casta, y hay camadas y familias que nunca reniegan en público de los suyos, aunque los odien o los desprecien. A lo mejor por eso le urge una compañía. Una testigo. Alguien que sepa y mire, aunque calle. En el fondo, la vida es requetesimple: se divide en gente con la que te ves obligada a hablar mientras tomas una copa, y gente con la que puedes beber durante horas en silencio, como hacía el Güero Dávila en aquella cantina de Culiacán. Gente que sabe, o que intuye lo suficiente para que sobren las palabras, y que está contigo sin estar del todo. Sólo ahí, nomás. Y a lo mejor éste es el caso, aunque ignoro a qué sitio nos lleva eso. A qué nueva variante de la palabra soledad.
—A tu salud, Teniente. —Ala tuya, Mejicana.
Chocaron las copas. Teresa miró alrededor, disfrutando del aroma del tequila. En uno de los grupos que charlaban junto a la piscina vio a un hombre joven, tan alto que destacaba entre los que le rodeaban. Era esbelto, el pelo muy negro, peinado hacia atrás con fijador, largo y rizado en la nuca. Vestía un traje oscuro, camisa blanca sin corbata, zapatos negros y relucientes. La mandíbula pronunciada y la nariz grande, curva, le daban un interesante perfil de águila flaca. Un tipo con clase, pensó. Como aquellos españolazos que una imaginaba de antes, aristócratas e hidalgos y demás —por algo tuvo que apendejarse la Malinche, a fin de cuentas— y que seguramente no existieron casi nunca. —Hay gente simpática —dijo.
Pati se volvió para seguir la dirección de su mirada. —Vaya —gruñó escéptica—. A mí me parecen todos un montón de basura.
—Son tus amigos.
—Yo no tengo amigos, colega.
La voz se le había endurecido un punto, como en los viejos tiempos. Ahora se parecía más a la que Teresa recordaba de El Puerto. La Teniente O'Farrell.
—Chíngale —retrancó Teresa, entre seria y guasona—. Creí que tú y yo lo éramos.
Pati la miró callada y tomó otro sorbo. Sus ojos parecían reír por dentro, con docenas de arruguitas alrededor. Pero acabó de beber, puso el vaso en la mesa y se llevó el cigarrillo a los labios sin decir nada.
—De cualquier manera —añadió Teresa al cabo de un instante— la música es linda y la casa bien preciosa. Merecieron el viaje.
Miraba distraída al tipo alto con cara de águila, y Pati siguió otra vez la dirección de sus ojos.
—¿Sí?... Pues espero que no vayas a conformarte con tan poco. Porque esto es ridículo comparado con lo que se puede tener.
Cantaban centenares de grillos en la oscuridad. Ascendía una luna hermosa que iluminaba las vides, plateando cada hoja, y el sendero se prolongaba como blanco y ondulado ante sus pasos. A lo lejos brillaban las luces del cortijo. Hacía rato que todo estaba recogido y silencioso en el enorme caserón. Los últimos invitados habían dicho buenas noches, y las hermanas y el cuñado de Pati iban de regreso a Jerez después de una charla de circunstancias en la terraza, todo el mundo incómodo y deseando terminar aquello, y sin que —la Teniente tuvo razón hasta el final— nadie mencionara, ni de pasada, los tres años en El Puerto de Santa María. Teresa, a quien Pati invitó a quedarse a dormir, se preguntaba qué diablos escondía aquella noche en la cabeza su antigua compañera de chabolo.
Habían bebido mucho las dos, pero no lo suficiente. Y al final caminaron más allá del porche y de la terraza, por el sendero que zigzagueaba hacia los campos del cortijo. Antes de salir, mientras unas silenciosas sirvientas eliminaban los restos de la fiesta, Pati desapareció un momento para volver, sorpresa, sorpresa, con un gramo de polvo blanco que las despejó bien despejadas, convertido muy pronto en rayas sobre el cristal de la mesa. Para no acabárselo de criminal que estaba, y que Teresa supo apreciar como se merecía, snif, snif, habida cuenta de que era su primer pericazo desde que la soltaron de El Puerto. Órale, carnalita, suspiraba. Bien chingona te salió ésta. Luego, despejadas y vivas como si el día acabara de empezar, echaron a andar en dirección a los campos oscuros del cortijo, sin prisas. Sin dirigirse a ninguna parte. Te quiero bien lúcida para lo que voy a decirte, apuntó una Pati a la que era posible reconocer de nuevo. Estoy requetelúcida, dijo Teresa. Se dispuso a escuchar. Había vaciado otro vaso de tequila que ya no llevaba en la mano, pues lo dejó caer en alguna parte del camino. Y aquello, pensaba sin saber qué motivos tenía para pensarlo, se parecía mucho a estar bien otra vez. A encontrarse a gusto en la piel, inesperadamente. Sin reflexiones ni recuerdos. Sólo la noche inmensa que se diría eterna, y la voz familiar que pronunciaba palabras en tono de confidencia, como si alguien pudiera espiarlas agazapado entre aquella luz extraña que plateaba los inmensos viñedos. Y también oía el canto de los grillos, el ruido de los pasos de su compañera y el roce de sus propios pies descalzos —había dejado los zapatos de tacón en el porche— sobre la tierra del sendero.
—Ésa es la historia —acabó Pati.
Pues no tengo intención de pensar ahora en tu historia, se dijo Teresa. No pienso hacerlo, ni considerar ni analizar nada esta noche mientras dure la oscuridad y haya estrellas allá arriba, y el efecto del tequila y de doña Blanca me tenga así de a gusto por primera vez después de tanto tiempo. Tampoco sé por qué esperaste hasta hoy para confiarme todo eso, ni qué pretendes. Te oí como quien oye un cuento. Y lo prefiero así, porque tomar tus palabras de otra manera me obligaría a aceptar que existe la palabra mañana y existe la palabra futuro; y esta noche, caminando por el senderito entre estos campos tuyos o de tu familia o de quien chingados sean, pero que deben de valer una feria, no le pido nada especial a la vida. Así que digamos que me contaste un lindo relato, o más bien acabaste de contarme el que me soplabas a medias cuando compartíamos chabolo. Luego me iré a dormir, y mañana, con luz en la cara, será otro día.
Y sin embargo, admitió, era una buena historia. El novio acribillado a tiros, la media tonelada de coca con la que nadie dio nunca. Ahora, después de la fiesta, Teresa podía imaginarse al novio, un tipo como los que había visto allí, con chaqueta oscura y camisa sin corbata y todo elegante, con clase de verdad, al estilo de la segunda o tercera generación de la colonia Chapultepec pero en mejor, mimado desde niño como esos chavos fresitas de Culiacán que iban al colegio al volante de sus Suzukis 4x4 escoltados por guardaespaldas. Un novio encanallado y golfo: una buena nariz de a gramo que se follaba a otras y dejaba que ella se follara a otros y a otras, y que jugó con fuego hasta quemarse las manos, metiéndose en ambientes donde los errores y las frivolidades y las maneras de gallito consentido se pagaban con el cuero. Lo mataron a él y a otros dos socios, había contado Pati; y Teresa sabía mejor que muchos de qué perrona cosa andaba platicando su prójima. Lo mataron por engañar y no cumplir; y tuvo negra suerte porque justo al día siguiente iban a echarle mano los de la Brigada de Estupefacientes, que a la otra media tonelada de coca sí le seguían de cerca el rastro, y le tenían pinchado hasta el vaso de hacer gárgaras cuando se cepillaba la boca. Lo de darle piso fue cosa de mafias rusas, que eran más bien drásticas, disconforme algún Boris con las explicaciones sobre la sospechosa pérdida de media carga llegada en un contenedor al puerto de Málaga. Y aquellos comunistas reciclados a gangsters solían mochar parejo: tras muchas gestiones infructuosas, y agotada la paciencia, un socio del novio había resultado difunto en su casa viendo la tele, otro en la autopista Cádiz–Sevilla, el novio de Pati saliendo de un restaurante chino de Fuengirola, bang, bang, bang, abrasado cuando abrían la puerta del auto, tres en la cabeza del novio y dos de casualidad para ella, a la que no buscaban porque todos creían, hasta los socios fallecidos, que se encontraba al margen. Pero una mierda al margen, eso es lo que estaba. Primero, porque se cruzó en la línea de tiro al meterse en el coche; y luego porque el novio era de los bocones que largan cosas antes y después de correrse, o con la nariz empolvada. Entre unas cosas y otras, a Pati había terminado contándole que el clavo de coca, la media carga que todos creían perdida y ventilada en el mercado negro, seguía empaquetadita, intacta, en una cueva de la costa cerca del cabo Trafalgar, esperando que alguien le dijera ojos negros tienes. Y tras la desaparición del novio y los otros, la única que conocía el sitio era Pati. De manera que, cuando salió del hospital y los de Estupefacientes la estaban esperando, a la hora de preguntarle por la famosa media tonelada ella había enarcado mucho las cejas. What. No sé de qué coño me hablan, dijo mirándolos a los ojos de uno en uno. Y tras muchos dimes y diretes, se lo creyeron. —¿Qué piensas, Mejicana?
—No pienso.
Se había detenido, y Pati la miraba. El contraluz de luna le marcaba los hombros y el contorno de la cabeza, blanqueándole como de canas el pelo corto.
—Haz un esfuerzo.
—No quiero hacerlo. Esta noche no.
Un resplandor. Un fósforo y un cigarrillo alumbrando la barbilla y los ojos de la Teniente O'Farrell. Otra vez ella, pensó Teresa. La de siempre.
—¿De verdad no quieres saber por qué te he contado todo eso?
—Sé por qué lo has hecho. Quieres recuperar ese clavo de perico. Y quieres que te ayude.
La brasa brilló dos veces en silencio. Caminaban de nuevo.
—Tú has hecho cosas de éstas —apuntó Pati, simple—. Cosas increíbles. Conoces los lugares. Sabes cómo llegar y volver.
—¿Y tú?
—Yo tengo contactos. Sé qué hacer después. Teresa seguía negándose a pensar. Es importante, se dijo. Temía ver ante ella, si imaginaba demasiado, de nuevo el mar oscuro, el faro centelleando en la distancia. O tal vez lo que temía era ver de nuevo la piedra negra donde se mató Santiago, que a ella le había costado año y medio de vida y libertad. Por eso necesitaba esperar a que amaneciera y analizarlo con la luz gris del alba, cuando tuviese miedo. Aquella noche todo parecía engañosamente fácil.
—Es peligroso ir allá —decirlo fue inesperado para ella misma—. Además, si se enteran los dueños...
—Ya no hay dueños. Ha pasado mucho tiempo. Nadie se acuerda.
—De esas cosas se acuerdan siempre.
—Bueno —Pati anduvo unos pasos en silencio—. Entonces negociaremos con quien haga falta.
Cosas increíbles, había dicho antes. Era la primera vez que le oía algo que sonara tanto a respeto, o a elogio, en relación con ella. Callada y leal, sí; pero nunca algo como aquello. Cosas increíbles. Decirlo tan de igual a igual. La suya era una amistad hecha de sobreentendidos que rara vez llegaban a esa clase de comentarios. No me transa, aventuró. Me late que es sincera. Sería capaz de manipularme, pero éste no es el caso. Me conoce y la conozco. Las dos sabemos que la otra sabe.
—¿Y qué gano yo?
—La mitad. Salvo que prefieras seguir hecha una paria en el chiringuito.
Revivió de un tajo doloroso el calor, la camiseta empapada, la mirada suspicaz de Tony al otro lado de la barra, su propia fatiga animal. Las voces de los bañistas, el olor a cuerpos embadurnados en aceites y cremas. Todo eso estaba a cuatro horas de autobús de aquel paseo bajo las estrellas. Interrumpió sus reflexiones un rumor entre unas ramas próximas. Un aleteo que la sobresaltó. Es un búho, dijo Pati. Hay muchos búhos por aquí. Cazan de noche.
—Lo mismo el clavo ya no sigue allí —dijo Teresa. Y sin embargo, pensaba al fin. Y sin embargo.