12 Qué tal si te compro

Bajo la luz que entraba por las grandes claraboyas del techo, los flotadores de la lancha neumática Valiant parecían dos grandes torpedos grises. Teresa Mendoza estaba sentada en el suelo, rodeada de herramientas, y con las manos manchadas de grasa ajustaba las nuevas hélices en la cola de dos cabezones trucados a 250 caballos. Vestía unos viejos tejanos y una camiseta sucia, y el cabello recogido en dos trenzas le pendía a los lados de la cara moteada por gotas de sudor. Pepe Horcajuelo, su mecánico de confianza, estaba junto a ella observando la operación. De vez en cuando, sin que Teresa se lo pidiera, le alargaba una herramienta. Pepe era un individuo pequeño, casi diminuto, que en otros tiempos fue promesa del motociclismo. Una mancha de aceite en una curva y año y medio de rehabilitación lo retiraron de los circuitos, obligándolo a cambiar el mono de cuero por el mono de mecánico. El doctor Ramos lo había descubierto cuando a su viejo Dos Caballos se le quemó la junta de la culata y anduvo por Fuengirola en busca de un taller que abriese en domingo. El antiguo corredor tenía buena mano para los motores, incluidos los navales, a los que era capaz de sacarles quinientas revoluciones más. Era de esos tipos callados y eficaces a los que les gusta su oficio, trabajan mucho y nunca hacen preguntas. También —aspecto básico— era discreto. La única señal visible del dinero que había ganado en los últimos catorce meses era una Honda 1.200 que ahora estaba aparcada frente al pañol que Marina Samir, una pequeña empresa de capital marroquí con sede en Gibraltar —otra de las filiales tapadera de Transer Naga—, tenía junto al puerto deportivo de Sotogrande. El resto lo ahorraba cuidadosamente. Para la vejez. Porque nunca se sabe, solía decir, en qué curva te espera la siguiente mancha de aceite.

Ahora ajusta bien —dijo Teresa.

Tomó el cigarrillo que humeaba sobre el caballete que sostenía los cabezones y le dio un par de chupadas, manchándolo de grasa. A Pepe no le gustaba que fumaran cuando se trabajaba allí; tampoco que otros anduvieran trajinando en los motores cuyo mantenimiento le confiaban. Pero ella era la jefa, y los motores y las lanchas y el pañol eran suyos. Así que ni Pepe ni nadie tenían qué objetar. Además, a Teresa le gustaba ocuparse de cosas como aquélla, trabajar en la mecánica, moverse por el varadero y las instalaciones de los puertos. Alguna vez salía a probar los motores o una lancha; y en cierta ocasión, pilotando una de las nuevas semirrigidas de nueve metros —ella misma había ideado usar las quillas de fibra de vidrio huecas como depósitos de combustible—, navegó toda una noche a plena potencia probando su comportamiento con fuerte marejada. Pero en realidad todo eso eran pretextos. De aquel modo recordaba, y se recordaba, y mantenía el vínculo con una parte de ella misma que no se resignaba a desaparecer. Puede que eso tuviera que ver con ciertas inocencias perdidas; con estados de ánimo que ahora, mirando atrás, llegaba a creer próximos a la felicidad. Quizá fui feliz entonces, se decía. Tal vez lo fui de veras, aunque no me diera cuenta.

—Dame una llave del número cinco. Sujeta ahí...

Así.

Se quedó observando el resultado, satisfecha. Las hélices de acero que acababa de instalar —una levógira y otra dextrógira, para compensar el desvío producido por la rotación— tenían menos diámetro y más paso helicoidal que las originales de aluminio; y eso permitiría a la pareja de motores atornillados en el espejo de popa de una semirrígida desarrollar algunos nudos más de velocidad con mar llana. Teresa dejó otra vez el cigarrillo sobre el caballete e introdujo las chavetas y los pasadores que le alcanzaba Pepe, fijándolos bien. Después dio una última chupada al cigarrillo, lo apagó cuidadosamente en la media lata de Castrol vacía que usaba como cenicero, y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos.

—Ya me contarás qué tal se portan. —Ya le contaré.

Teresa se limpió las manos con un trapo y salió al exterior, entornando los ojos bajo el resplandor del sol andaluz. Estuvo así unos instantes, disfrutando del lugar y del paisaje: la enorme grúa azul del varadero, los palos de los barcos, el chapaleo suave del agua en la rampa de hormigón, el olor a mar, óxido y pintura fresca que desprendían los cascos fuera del agua, el campanilleo de drízas con la brisa que llegaba de levante por encima del espigón. Saludó a los operarios del varadero —conocía el nombre de cada uno de ellos—, y rodeando los pañoles y los veleros apuntalados en seco se dirigió a la parte de atrás, donde Pote Gálvez la esperaba de pie junto a la Cherokee aparcada entre palmeras, con el paisaje de fondo de la playa de arena gris que se curvaba hacia Punta Chullera y el este. Había pasado mucho tiempo —casi un año— desde aquella noche en el sótano del chalet en construcción de Nueva Andalucía, y también de lo ocurrido unos días más tarde, cuando el gatillero, todavía con marcas y magulladuras, se presentó ante Teresa Mendoza escoltado por dos hombres de Yasikov. Tengo algo que platicar con la doña, había dicho. Algo urgente. Y debe ser ahorita. Teresa lo recibió muy seria y muy fría en la terraza de una suite del hotel Puente Romano que daba a la playa, los guaruras vigilándolos a través de las grandes vidrieras cerradas del salón, tú dirás, Pinto. Tal vez quieras una copa. Pote Gálvez respondió no, gracias, y luego estuvo un rato mirando el mar sin mirarlo, rascándose la cabeza como un oso torpe, con su traje oscuro y arrugado, la chaqueta cruzada que le sentaba fatal porque acentuaba su gordura, las botas sinaloenses de piel de iguana a modo de nota discordante en la indumentaria formal —Teresa sintió una extraña simpatía por aquel par de botas— y el cuello de la camisa cerrado para la ocasión por una corbata demasiado ancha y colorida. Teresa lo observaba con mucha atención, del modo con que en los últimos años había aprendido a mirar a todo el mundo: hombres, mujeres. Pinches seres humanos racionales. Calando lo que decían, y sobre todo lo que se callaban o lo que tardaban en contar, como el mejicano en ese momento. Tú dirás, repitió al fin; y el otro se fue girando hacia ella, todavía en silencio, y al cabo la miró directamente, dejando de rascarse la cabeza para decir en voz baja, tras echar un vistazo de reojo a los hombres del salón, pos fíjese que vengo a agradecerle, señora. A dar las gracias por permitir que siga vivo a pesar de lo que hice, o de lo que estuve a punto de hacer. No querrás que te lo explique, replicó ella con dureza. Y el gatillero desvió de nuevo la vista, no, claro que no, y lo repitió dos veces con aquella manera de hablar que tantos recuerdos traía a Teresa, porque se le infiltraba por las brechas del corazón. Sólo quería eso. Agradecerle, y que sepa que Potemkin Gálvez se la debe y se la paga. Y cómo piensas pagarme, preguntó ella. Pos fíjese que ya lo hice en parte, fue la respuesta. Platiqué con la gente que me envió de allá. Por teléfono. Conté la pura neta: que nos tendieron un cuatro y le dieron padentro al Gato, y que no pudo hacerse nada porque nos madrugaron gacho. De qué gente hablas, preguntó Teresa, conociendo la respuesta. Pos nomás gente, dijo el otro, irguiéndose un poco picado, endurecidos de pronto los ojos orgullosos. Quihubo, mi doña. Usted sabe que yo ciertas cosas no las platico. Digamos sólo gente. Raza de allá. Y luego, de nuevo humilde y entre muchas pausas, buscando las palabras con esfuerzo, explicó que esa gente, la que fuera, había visto bien cabrón que él siguiera respirando y que a su cuate el Gato se lo torcieran de aquella manera, y que le habían explicado clarito sus tres caminos: acabar la chamba, agarrar el primer avión y volver a Culiacán para las consecuencias, o esconderse donde no lo encontraran.

—¿Y qué has decidido, Pinto?

—Pos ni modo. Fíjese que ninguna de las tres cosas me cuadra. Por suerte todavía no tuve familia. Así que por ese rumbo ando tranquilo.

—Órale. Aquí me tiene. —¿Y qué hago contigo?

—Pos usted sabrá. Se me hace que ése no es mi problema.

Teresa estudiaba al gatillero. Tienes razón, concedió al cabo de un instante. Sentía una sonrisa a flor de labios pero no llegó a mostrarla. La lógica de Pote Gálvez era comprensible de puro elemental, pues ella conocía bien los códigos. En cierto modo había sido y era su propia lógica: la del mundo bronco del que ambos provenían. El Güero Dávila, pensó de pronto, se habría reído mucho con todo esto. Puro Sinaloa. Chale. Las bromas de la vida. —¿Me estás pidiendo un empleo?

—Igual un día mandan a otros —el gatillero encogía los hombros con resignada sencillez— y yo puedo pagarle a usted lo que le debo.

Y allí estaba ahora Pote Gálvez, esperándola junto al coche como cada día desde aquella mañana en la terraza del hotel Puente Romano: chófer, guardaespaldas, recadero, hombre para todo. Fue fácil conseguirle permiso de residencia, e incluso —aquello costó un poco más de lana— una licencia de armas a través de cierta amistosa empresa de seguridad. Eso le permitía cargar legalmente en la cintura, dentro de una funda de cuero, un Colt Python idéntico al que una vez le acercó a la cabeza a Teresa en otra existencia y en otras tierras. Pero la gente de Sinaloa no volvió a dar problemas: en las últimas semanas, vía Yasikov, Transer Naga habla hecho de intermediaria, por amor al arte, en una operación que el cártel de Sinaloa llevaba a medias con las mafias rusas que empezaban a introducirse en Los Ángeles y San Francisco. Eso suavizó tensiones, o adormeció viejos fantasmas; y hasta Teresa llegó el mensaje inequívoco de que todo quedaba olvidado: no carnales pero allá cada cual, el contador a cero y basta de chingaderas. El Batman Güemes en persona había aclarado ese punto por intermediarios fiables; y aunque en aquel negocio cualquier garantía resultaba relativa, bastó para aceitar las aguas. No hubo más sicarios, aunque Pote Gálvez, desconfiado por naturaleza y por oficio, jamás bajó la guardia. Sobre todo teniendo en cuenta que, a medida que Teresa ampliaba el negocio, las relaciones se hacían más complejas y los enemigos aumentaban de modo proporcional a su poder.

A casa, Pinto. —Sí, patrona.

La casa era el lujoso chalet con inmenso jardín y piscina que por fin estaba terminado en Guadalmina Baja, junto al mar. Teresa se acomodó en el asiento delantero mientras Pote Gálvez tomaba el volante. El trabajo en los motores la había aliviado un par de horas de las preocupaciones que tenia en la cabeza. Era la culminación de una buena etapa: cuatro cargas de la N'Drangheta estaban entregadas sin novedad y los italianos pedían más. También la gente de Solntsevo pedía más. Las nuevas planeadores cubrían eficazmente el transporte de hachís desde la costa de Murcia hasta la frontera portuguesa, con un porcentaje razonable —también esas pérdidas estaban previstas— de aprehensiones por parte de la Guardia Civil y Vigilancia Aduanera. Los contactos marroquíes y colombianos funcionaban a la perfección, y la infraestructura financiera actualizada por Teo Aljarafe absorbía y encauzaba ingentes cantidades de dinero del que sólo dos quintas partes se reinvertían en medios operativos. Pero a medida que Teresa ampliaba sus actividades, los roces con otras organizaciones dedicadas al negocio eran mayores. Imposible crecer sin ocupar espacio que otros consideraban propio. Y ahí venían los gallegos y los franceses.

Ningún problema con los franceses. O más bien pocos y breves. En la Costa del Sol operaban algunos proveedores de hachís de la mafia de Marsella, agrupados en torno a dos capos principales: un francoargelino llamado Michel Salem, y un marsellés conocido como Nené Garou. El primero era un hombre corpulento, sexagenario, pelo cano y modales agradables, con el que Teresa había mantenido algunos contactos poco satisfactorios. A diferencia de Salem, especializado en el tráfico de hachís en embarcaciones deportivas, hombre discreto y familiar que vivía en una lujosa casa de Fuengirola con dos hijas divorciadas y cuatro nietos, Nené Garou era un rufián francés clásico: un gangster arrogante, hablador y violento, aficionado a las chaquetas de cuero, a los coches caros y a las mujeres espectaculares. Garou tocaba el hachís además de la prostitución, el tráfico de armas cortas y el menudeo de heroína. Todos los intentos por negociar acuerdos razonables habían fracasado, y durante una entrevista informal mantenida con Teresa y Teo Aljarafe en el reservado de un restaurante de Mijas, Garou perdió los estribos hasta proferir en voz alta amenazas demasiado groseras y serias como para no tomarlas en cuenta. Ocurrió más o menos cuando el francés le propuso a Teresa el transporte de un cuarto de tonelada de heroína colombiana black tar, y ella dijo que no; que a su entender el hachís era droga más o menos popular y la coca lujo de los pendejos que se la pagaban; pero que la heroína era veneno para pobres, y ella no andaba en esas chingaderas. Eso dijo, chingaderas, y el otro se lo tomó a mal. A mí ninguna zorra mejicana me pisa los huevos, fue exactamente su último comentario, que el acento marsellés hizo todavía más desagradable. Teresa, sin mover un músculo de la cara, apagó muy despacio su cigarrillo en el cenicero antes de pedir la cuenta y abandonar la reunión. ¿Qué vamos a hacer?, fue el interrogante preocupado de Teo cuando estuvieron en la calle. Ese fulano es peligroso y está como una cabra. Pero Teresa no dijo nada durante tres días: ni una palabra, ni un comentario. Nada. En su interior, serena y silenciosa, planeaba movimientos, pros y contras, como si anduviese en medio de una compleja partida de ajedrez. Había descubierto que aquellos amaneceres grises que la encontraban con los ojos abiertos daban paso a reflexiones interesantes, a veces muy distintas de las que aportaba la luz del día. Y tres amaneceres después, ya tomada una decisión, fue a ver a Oleg Yasikov. Vengo a pedirte consejo, dijo, aunque los dos sabían que eso no era cierto. Y cuando ella planteó en pocas palabras el asunto, Yasikov se la quedó mirando un rato antes de encoger los hombros. Has crecido mucho, Tesa, dijo. Y cuando se crece mucho, estos inconvenientes van incluidos en el paquete. Sí. Yo no puedo meterme en eso. No. Tampoco puedo aconsejarte, porque es tu guerra y no la mía. Y lo mismo un día —la vida gasta bromas— nos vemos enfrentados por cosas parecidas. Sí. Quién sabe. Sólo recuerda que, en este negocio, un problema sin resolver es como un cáncer. Tarde o temprano, mata.

Teresa decidió aplicar métodos sinaloenses. Me los voy a chingar hasta la madre, se dijo. A fin de cuentas, si allá por sus rumbos ciertas maneras resultaban eficaces, lo mismo iban a serlo aquí, donde jugaba a su favor la falta de costumbre. Nada impone más que lo desproporcionado, sobre todo cuando no lo esperas. Sin duda el Güero Dávila, que era muy fan de los Tomateros de Culiacán, y riéndose mucho desde la cantina del infierno donde ahora ocupara mesa, habría descrito aquello como batear a toda madre y robar a los gabachos la segunda base. Esta vez consiguió los recursos en Marruecos, donde un viejo amigo, el coronel Abdelkader Chaib, le proporcionó gente adecuada: ex policías y ex militares que hablaban español, con pasaportes en regla y visado turístico, que iban y venían utilizando la línea de ferry Tanger–Algeciras. Raza pesada; sicarios que no recibían otra información e instrucciones que las estrictamente necesarias, y a quienes, en caso de captura por las autoridades españolas, resultaba imposible relacionar con nadie. Así, a Nené Garou lo atraparon saliendo de una discoteca de Benalmádena a las cuatro de la mañana. Dos hombres jóvenes de aspecto norteafricano —dijo más tarde a la policía, cuando recuperó el habla— se le acercaron como para atracarlo, y tras despojarlo de la cartera y el reloj le partieron la columna vertebral con un bate de béisbol. Clac, clac. Se la dejaron hecha un sonajero, o al menos ésa fue la gráfica expresión que utilizó el portavoz de la clínica —sus superiores lo reconvinieron luego por ser tan explícito— para describir el asunto a los periodistas. Y la mañana misma en que la noticia apareció en las páginas de sucesos del diario Sur de Málaga, Michel Salem recibió una llamada telefónica en su casa de Fuengirola. Tras decir buenos días e identificarse como un amigo, una voz masculina expuso en perfecto español sus condolencias por el accidente de Garou, del que, suponía, monsieur Salem estaba al corriente. Luego, sin duda desde un teléfono móvil, se puso a contar al detalle cómo en ese momento los nietos del francoargelino, tres niñas y un niño entre los cinco y los doce años, jugaban en el patio del colegio suizo de Las Chapas, las inocentes criaturas, después de haber celebrado el día anterior con sus amiguitos, en un McDonald's, el cumpleaños de la mayor: una pizpireta jovencita llamada Desirée, cuyo itinerario habitual a la ida y al regreso del colegio, igual que el de sus hermanos, le fue descrito minuciosamente a Salem. Y para rematar el asunto, éste recibió aquella misma tarde, por mensajero, un paquete de fotografías hechas con teleobjetivo en las que aparecían sus nietos en distintos momentos de la última semana, McDonald's y colegio suizo incluidos.

Hablé con Cucho Malaspina —pantalón de cuero negro, chaqueta inglesa de tweed, bolso marroquí al hombro— a punto de viajar a México por última vez, dos semanas antes de mi entrevista con Teresa Mendoza. Nos encontramos por casualidad en la sala de espera del aeropuerto de Málaga, entre dos vuelos que salían con retraso. Hola, qué tal, amorcete, saludó. Cómo te va. Me serví un café y él un zumo de naranja, que se puso a sorber con una pajita mientras cambiábamos cumplidos. Leo tus cosas, te veo en la tele, etcétera. Luego nos sentamos juntos en un sofá de un rincón tranquilo. Trabajo sobre la Reina del Sur, dije, y se rió, malvado. Él la había bautizado así. Portada del ¡Hola! cuatro años atrás. Seis páginas en color con la historia de su vida, o al menos la parte que él pudo averiguar, centrándose más en su poder, su lujo y su misterio. Casi todas las fotos, tomadas con teleobjetivo. Algo del tipo esta mujer peligrosa controla tal y cual. Mejicana multimillonaria y discreta, oscuro pasado, turbio presente. Bella y enigmática, era el pie de la única imagen tomada de cerca: Teresa con gafas oscuras, austera y elegante, bajando de un coche rodeada de guardaespaldas, en Málaga, para declarar ante una comisión judicial sobre narcotráfico donde no pudo probársele absolutamente nada. Por aquel tiempo su blindaje jurídico y fiscal ya era perfecto, y la reina del narcotráfico en el Estrecho, la zarina de la droga —así la describió El País—, había comprado tantos apoyos políticos y policiales que era prácticamente invulnerable: hasta el punto de que el ministerio del Interior filtró su dossier a la prensa, en un intento por difundir, en forma de rumor e información periodística, lo que no podía probarse judicialmente. Pero el tiro salió por la culata. Aquel reportaje convirtió a Teresa en leyenda: una mujer en un mundo de hombres duros. A partir de entonces, las raras fotos que se obtenían de ella o sus escasas apariciones públicas eran siempre noticia; y los paparazzi —sobre los guardaespaldas de Teresa llovían denuncias por agresión a fotógrafos, asunto del que se ocupaba una nube de abogados pagados por Transer Naga— le siguieron el rastro con tanto interés como a las princesas de Mónaco o a las estrellas de cine.

Así que escribes un libro sobre esa pájara. —Lo estoy terminando. O casi.

—Vaya personaje, ¿verdad? —Cucho Malaspina me miraba, inteligente y malicioso, acariciándose el bigote—. La conozco bien.

Cucho era viejo amigo mío, del tiempo en que yo trabajaba como reportero y él empezaba a hacerse un nombre en el papel coliche, el cotilleo social y los programas televisivos de sobremesa. Manteníamos un mutuo aprecio cómplice. Ahora él era una estrella; alguien capaz de deshacer matrimonios de famosos con un comentario, un titular de revista o un pie de foto. Listo, ingenioso y malo. El gurú del chismorreo social y del glamour de los famosos: veneno en copas de martini. No era verdad que conociese bien a Teresa Mendoza; pero se había movido en su entorno —la Costa del Sol y Marbella eran rentable coto de caza de los periodistas del corazón—, y un par de veces llegó a acercarse a ella, aunque siempre fue despedido con una firmeza que, en cierta ocasión, llegó a traducirse en un ojo a la funerala y una denuncia en un juzgado de San Pedro de Alcántara después de que un guardaespaldas —cuya descripción le iba como un guante a Pote Gálvez— le diera lo suyo a Cucho cuando éste pretendía abordarla a la salida de un restaurante de Puerto Banús. Buenas noches, señora, quisiera preguntarle si no es molestia, ay. Por lo visto, lo era. Así que no hubo respuestas, ni más preguntas, ni nada excepto aquel gorila bigotudo machacándole un ojo a Cucho con eficacia profesional. Zaca. Zaca. Estrellitas de colores, el periodista sentado en el suelo, portazos de un coche y el ruido de un motor al arrancar. La Reina del Sur vista y no vista.

—Un morbazo, imagínate. Una tía que en pocos años crea un pequeño imperio clandestino. Una aventurera con todos los ingredientes: misterio, narcotráfico, dinero... Siempre a distancia, protegida por sus guardaespaldas y su leyenda. La policía incapaz de hincarle el diente, y ella comprando a todo dios. La Koplowitz de la droga... ¿Recuerdas a las hermanas millonetis?... Pues lo mismo, pero en malísimo. Cuando aquel gorila suyo, un gordo con cara de Indio Fernández, me pegó una hostia, te confieso que estuve encantado. Viví un par de meses de eso. Luego, cuando mi abogado pidió una indemnización increíble que ni soñábamos cobrar, los suyos pagaron a tocateja. Como te lo cuento. Oye. Te juro que una pasta. Sin necesidad de ir a juicio.

—¿Es cierto que se entendía bien con el alcalde? La sonrisa pérfida se acentuó bajo el bigote. —¿Con Tomás Pestaña?... De cine —sorbió un poco por la pajita mientras movía una mano, admirativo—. Teresa era una lluvia de dólares para Marbella: obras sociales, donativos, inversiones. Se conocieron cuando ella compró el terreno para construirse una casa en Guadalmina Baja: jardines, piscina, fuentes, vistas al mar. También la llenó de libros, porque encima la chica nos salió un poquito intelectual, ¿verdad? O eso dicen. Ella y el alcalde cenaban muchas veces juntos, o se veían con amigos comunes. Reuniones privadas, banqueros, constructores, políticos y gente así... —¿Hicieron negocios?

—Pues claro. Pestaña le facilitó mucho el control local, y ella siempre supo guardar las formas. Cada vez que había una investigación, agentes y jueces se mostraban de pronto desinteresados e incompetentes. Así que el alcalde podía frecuentarla sin escandalizar a nadie. Era discretísima y astuta. Poco a poco se fue infiltrando en los ayuntamientos, los tribunales... Hasta Fernando Bouvier, el gobernador de Málaga, le comía en la mano. Al final todos ganaban tanto dinero que nadie podía prescindir de ella. Ésa era su protección y su fuerza.

Su fuerza, repitió. Después se alisó las arrugas del pantalón de cuero, encendió un purito holandés y cruzó las piernas. A la Reina, añadió echando el humo, no le gustaban las fiestas. En todos esos años había asistido a dos o tres, como mucho. Llegaba tarde y se iba pronto. Vivía encerrada en su casa, y algunas veces se la pudo fotografiar de lejos, paseando por la playa. También le gustaba el mar. Se decía que en ocasiones iba con sus contrabandistas, como cuando no tenía dónde caerse muerta; pero eso tal vez era parte de la leyenda. Lo cierto es que le gustaba. Compró un yate grande, el Sinaloa, y pasaba temporadas a bordo, sola con los guardaespaldas y la tripulación. No viajaba mucho. Un par de veces la vieron por ahí. Puertos mediterráneos, Córcega, Baleares, islas griegas. Nada más.

—Una vez creí que la teníamos... Un paparazzi consiguió colarse con unos albañiles que trabajaban en el jardín, e hizo un par de carretes, ella en la terraza, en una ventana y cosas así. La revista que había comprado las fotos me llamó para que escribiera el texto. Pero nada. Alguien pagó una fortuna para bloquear el reportaje, y las fotos desaparecieron. Magia potagia. Dicen que las gestiones las hizo Teo Aljarafe en persona. El abogado guapito. Y que pagó diez veces lo que valían.

—Recuerdo eso... Un fotógrafo tuvo problemas. Cucho se inclinaba para dejar caer la ceniza en el cenicero. Detuvo el movimiento a medio camino. La sonrisa malvada se convirtió en risa sorda, cargada de intención.

—¿Problemas?... Oye, querido. Con Teresa Mendoza, esa palabra es un eufemismo. El chico era un profesional. Un veterano del oficio, basurita de élite, experto en husmear braguetas y vidas ajenas... Las revistas y las agencias nunca dicen quién es el autor de esos reportajes, pero alguien debió de poner el cazo. Dos semanas después de que volaran las fotos, fueron a robar al apartamento que el chico tenía en Torremolinos, casualmente con él durmiendo dentro. Qué cosas, ¿verdad?... Le dieron cuatro navajazos, al parecer sin intención de matarlo, después de quebrarle uno por uno, imagínate, los dedos de las manos... Se corrió la voz. Nadie volvió a rondar la casa de Guadalmina, claro. Ni a acercarse a esa hija de puta en una veintena de metros a la redonda.

Amores —dije, cambiando el tercio.

Negó, rotundo. Aquello entraba de lleno en su especialidad.

—De amores, cero. Al menos que yo sepa. Y sabes que yo sé. Llegó a comentarse una relación con el abogado de confianza: Teo Aljarafe. Bien plantado, con clase. También muy canalla. Viajaban y tal. Incluso en Italia la vieron con él. Pero no le iba. A lo mejor se lo follaba, oye. Pero no le iba. Fíate de mi olfato de perra. Me inclino más por Patricia O'Farrell.

La O'Farrell, prosiguió Cucho tras ir en busca de otro zumo de naranja y saludar a unos conocidos de regreso, era cocaína de otro costal. Amigas y socias, aunque resultaban como la noche y el día. Pero estuvieron juntas en la cárcel. Vaya historia, ¿verdad? Tan promiscua y todo eso. Tan perversa. Y ésa sí que era fina. Un putón tortillero. Madurita, con todos los vicios del mundo, incluido éste —Cucho se tocaba significativamente la nariz—. Frívola a más no poder, así que no es fácil explicarse cómo esas dos, Safo y el capitán Morgan, podían estar juntas. Aunque se descontaba que las riendas las llevaba la Mejicana, claro. Imposible imaginar a la oveja negra de los O'Farrell montando ese negocio ella sola.

—Era una bollera convicta y confesa. Cocainómana hasta las cachas. Eso dio lugar a muchos cotilleos... Dicen que refinó a la otra, que era analfabeta, o casi.

Fuera verdad o no, cuando la conocí ya vestía y se comportaba con clase. Sabía usar buena ropa, siempre discreta: tonos oscuros, colores sencillos... Te vas a reír, pero un año hasta la metimos en la votación de las veinte mujeres más elegantes del año. Medio de coña, medio en serio. Te lo juro. Y salió, figúrate el morbazo. La diecitantos. Era monilla, poca cosa, pero sabía arreglarse —permaneció pensativo, distraída la sonrisa, y al cabo encogió los hombros—... Está claro que algo había entre esas dos. No sé qué: amistad, rollito íntimo, pero algo había. Muy raro todo. Y a lo mejor eso explica que la Reina del Sur tuviera pocos hombres en su vida.

Ding, dong, sonó la megafonía de la sala. Iberia anuncia la salida de su vuelo con destino a Barcelona. Cucho miró el reloj y se puso en pie, colgándose al hombro su bolso de cuero. Me levanté también, nos dimos la mano. Me alegro de verte, etcétera. Y gracias. Espero leer ese libro si antes no te cortan los huevos. Emasculación, creo que se dice. Antes de irse me guiñó un ojo.

—Luego está el misterio, ¿verdad?... Lo que pasó al final con la O'Farrell, y con el abogado —se reía, yéndose—. Lo que pasó con todos.

Aquél era un otoño suave, de noches templadas y buenos negocios. Teresa Mendoza bebió un sorbo del cóctel de champaña que tenía en la mano y miró alrededor. También a ella la observaban, directamente o de soslayo, entre comentarios en voz baja, murmullos, sonrisas que a veces eran aduladoras o inquietas. Ni modo. En los últimos tiempos, los medios de comunicación se ocupaban demasiado de ella como para permitirle pasar inadvertida. Trazando las coordenadas de un plano mental, se veía en el centro geográfico de una compleja trama de dinero y poder llena de posibilidades, y también de contrastes. De peligros. Bebió otro sorbo. Música tranquila, cincuenta personas selectas, once de la noche, la luna partida por la mitad, horizontal y amarillenta sobre el mar negro, reflejándose en la ensenada de Marbella al otro lado del inmenso paisaje salpicado por millones de luces, el salón abierto al jardín en la ladera de la montaña, junto a la carretera de Ronda. Los accesos controlados por guardias de seguridad y policías municipales. Tomás Pestaña, el anfitrión, iba y venía charlando de un grupo a otro, con chaqueta blanca y fajín rojo, el enorme cigarro habano entre los anillos de la mano izquierda, la cejas, tupidas como las de un oso, enarcadas en continua sorpresa de placer. Parecía un malandrín de película de espías de los años setenta. Un malo simpático. Gracias por venir, queridísimas. Qué detalle. Qué detalle. ¿Conocéis a Fulano?... ¿Y a Mengano?... Tomás Pestaña era así. En su salsa. Le gustaba presumir de todo, hasta de Teresa, como si ella fuese otra prueba más de su éxito. Un trofeo peligroso y raro. Cuando alguien lo interrogaba al respecto, modulaba una sonrisa intrigante y movía la cabeza, insinuando: si yo contara. Todo lo que da glamour o dinero me sirve, había dicho una vez. Una cosa arrastra a la otra. Y además de darle un toque de misterio exótico a la sociedad local, Teresa era cuerno de la abundancia, fuente inagotable de inversiones en dinero fresco. La última operación destinada a ganarse el corazón del alcalde —cuidadosamente recomendada por Teo Aljarafe— incluía la liquidación de una deuda municipal que amenazaba al Ayuntamiento con un escandaloso embargo de propiedades y consecuencias políticas. Además, a Pestaña, hablador, ambicioso, astuto —el alcalde más votado desde los tiempos de Jesús Gil—, le encantaba alardear de sus relaciones en momentos especiales, aunque sólo fuese para un grupo selecto de amigos, o de socios, del mismo modo que los coleccionistas de arte enseñan sus galerías privadas, donde ciertas obras maestras, adquiridas por medios ilícitos, no siempre pueden mostrarse en público.

—Imagínate una redada aquí —dijo Pati O'Farrell. Tenía un pitillo humeante en la boca y se reía, la tercera copa en la mano. No hay policía que tenga huevos, añadió. Estos bocados son de los que se atragantan. —Pues hay un policía. Nino Juárez.

—Ya he visto a ese cabrón.

Teresa bebió otro sorbo mientras terminaba de hacer la cuenta. Tres financieros. Cuatro constructores de alto nivel. Un par de actores anglosajones y maduros, afincados en la zona para eludir impuestos en su país. Un productor de cine con el que Teo Aljarafe acababa de establecer una provechosa asociación, pues quebraba una vez al año y era experto en mover dinero a través de sociedades con pérdidas y películas que nadie veía. Un dueño de seis campos de golf. Dos gobernadores. Un millonario saudí venido a menos. Un miembro de la familia real marroquí que iba a más. La principal accionista de una importante cadena hotelera. Una famosa modelo. Un cantante llegado de Miami en avión privado. Un ex ministro de Hacienda y su mujer, divorciada de un conocido actor de teatro. Tres putas de superlujo, bellas y notorias por sus romances de papel couché... Teresa había conversado un rato con el gobernador de Málaga y su esposa —ésta la estuvo mirando todo el rato recelosa y fascinada, sin abrir la boca, mientras Teresa y el gobernador acordaban la financiación de un auditorio cultural y tres centros de acogida para toxicómanos—. Después charló con dos de los constructores e hizo un aparte, breve y útil, con el miembro de la familia real marroquí, socio de comunes amigos a ambos lados del Estrecho, que le dio su tarjeta de visita. Tiene que venir a Marrakech. He oído hablar mucho de usted. Teresa asentía sin comprometerse, sonriente. Hijole, pensaba, imaginándose lo que aquel fulano habría oído. Y a quién. Luego cambió unas palabras con el dueño de los campos de golf, al que conocía un poco. Tengo una propuesta interesante, dijo el tipo. La llamaré. El cantante de Miami reía en un corrillo próximo, echando atrás la cabeza para mostrar la papada que acababan de estirarle en una clínica. De jovencita estaba loca por él, había dicho Pati, guasona. Y ahí lo ves. Sic transit —le chispeaban los iris, de pupilas muy dilatadas—. ¿Quieres que nos lo presenten?... Teresa negaba con la cabeza, la copa en los labios. No me chingues, Teniente. Y ojo que llevas tres. Tú sí que me chingas, había dicho la otra sin perder el humor. Tan sosa y sin olvidar el trabajo en tu puta existencia.

Teresa volvió a mirar en torno, distraída. En realidad aquello no era exactamente una fiesta, aunque lo que se celebraba fuese el cumpleaños del alcalde de Marbella. Era pura liturgia social, vinculada a los negocios. Tienes que ir, había insistido Teo Aljarafe, que ahora conversaba en el grupo de los financieros y sus mujeres, correcto, atento, un vaso en la mano, ligeramente inclinada su alta silueta, el perfil de águila vuelto cortés hacia las señoras. Aunque sean quince minutos déjate caer por allí, fue su consejo. Pestaña es muy elemental para ciertos detalles, y con él esas atenciones funcionan siempre. Además, no se trata sólo del alcalde. Con media docena de buenas noches y cómo te va, resuelves —de golpe un montón de compromisos. Desbrozas caminos y facilitas las cosas. Nos las facilitas.

Ahora vuelvo —dijo Pati.

Había dejado la copa vacía en una mesa y se alejaba, camino del bar: tacón alto, espalda escotada hasta la cintura, en contraste con el vestido negro que llevaba Teresa, con el único adorno de unos pendientes —pequeñas perlas sencillas— y el semanario de plata. De camino, Pati rozó deliberadamente la espalda de una joven que charlaba en un grupo y la otra se volvió a medias, mirándola. Esa chochito, había dicho antes Pati, moviendo la cabeza que seguía llevando casi rapada, al ponerle la vista encima. Y Teresa, acostumbrada al tono provocador de su amiga —a menudo Pati se extralimitaba a propósito cuando ella estaba presente—, encogió los hombros. Demasiado chava para ti, Teniente, dijo. Chava o no, respondió la otra, en El Puerto no se me habría escapado ni dando brincos. Y lo mismo, añadió tras mirarla pensativa un instante, me equivoqué de Edmundo Dantés. Sonreía excesivamente al decirlo. Y ahora Teresa la observaba alejarse, preocupada: Pati empezaba a tambalearse un poco, aunque tal vez aguantara un par de tragos más antes de la primera visita a los servicios para empolvarse la nariz. Pero no era problema de copas ni de pericazos. Pinche Pati. Las cosas iban cada vez peor, y no sólo aquella noche. En cuanto a la propia Teresa, era suficiente y podía ir pensando en marcharse.

—Buenas noches.

Había visto a Nino Juárez dando vueltas cerca, estudiándola. Menudo, con su barbita güera. Ropa costosa, imposible de pagar con un sueldo oficial. Se cruzaban alguna vez de lejos. Era Teo Aljarafe quien resolvía ese asunto. —Soy Nino Juárez.

—Sé quién es.

Desde el otro lado del salón, Teo, que estaba en todo, le dirigió a Teresa una mirada de advertencia. Aunque nuestro, previo pago de su importe, ese individuo es terreno minado, decían sus ojos. Y además hay gente que mira.

—No sabía que frecuentara estas reuniones —dijo el policía.

—Tampoco yo sabía que las frecuentara usted.

Eso no era cierto. Teresa estaba al corriente de que al comisario jefe del DOCS le gustaban la vida marbellí, el trato con los famosos, salir en televisión anunciando la realización de tal o cual brillante servicio a la sociedad. También le gustaba el dinero. Tomás Pestaña y él eran amigos y se apoyaban mutuamente.

—Forma parte de mi trabajo Juárez hizo una pausa y sonrió—... Lo mismo que del suyo.

No me gusta, decidió Teresa. Hay gente a la que puedo comprar si es necesario. Algunos me gustan y otros no. Éste no. Aunque tal vez lo que no me gusta son los policías que se venden. O los que se venden, sean o no policías. Comprar no significa llevártelo a casa.

—Hay un problema —comentó el tipo.

El tono era casi íntimo. Miraba alrededor como ella, el gesto amable.

—Los problemas —respondió Teresa— no son cosa mía. Tengo quien se encarga de resolverlos.

—Pues éste no se resuelve fácil. Y prefiero contárselo directamente a usted.

Luego lo hizo, en el mismo tono y en pocas palabras. Se trataba de una nueva investigación, impulsada por un juez de la Audiencia Nacional en extremo celoso de su trabajo: un tal Martínez Pardo. Esta vez, el juez había decidido dejar a un lado al DOCS y apoyarse en la Guardia Civil. Juárez quedaba al margen y no podía intervenir. Sólo quería dejarlo claro antes de que las cosas siguieran su curso.

—¿Quién en la Guardia Civil?

—Hay un grupo bastante bueno. Delta Cuatro. Lo dirige un capitán que se llama Víctor Castro.

—He oído hablar de él.

—Pues llevan tiempo preparando en secreto el asunto. El juez ha venido un par de veces. Por lo visto le siguen la pista a la última partida de semirrígidas que anda por ahí. Quieren intervenir unas cuantas y establecer la conexión hacia arriba.

—¿Es grave?

—Depende de lo que encuentren. Usted sabrá lo que tiene a la vista.

—¿Y el DOCS?... ¿Qué piensa hacer?

—Nada. Mirar. Ya he dicho que a mi gente la dejan al margen. Con lo que acabo de contarle, cumplo. Pati estaba de regreso con una copa en la mano. Caminaba otra vez firme; y Teresa supuso que había pasado por los servicios a regalarse algo. Vaya, dijo al reunirse con ellos. Mira a quién tenemos aquí. La ley y el orden. Y qué Rolex tan grande lleva esta noche, supercomisario. ¿Es nuevo? Juárez ensombreció el gesto, mirando unos segundos a Teresa. Ya sabe lo que hay, dijo sin palabras. Y su socia no va a ser de ayuda si empiezan a llover hostias.

—Discúlpenme. Buenas noches.

Juárez se alejó entre los invitados. Patricia se reía bajito, viéndolo irse.

—¿Qué te contaba ese hijo de puta?... ¿No llega a fin de mes?

—Es imprudente provocar así —Teresa bajaba la voz, incómoda. No quería irritarse, y menos allí—. Sobre todo a los policías.

—¿No le pagamos?... Pues que se joda.

Se llevaba el vaso a los labios, casi con violencia. Teresa no podía saber si el rencor de sus palabras se debía a Nino Juárez o a ella.

—Oye, Teniente. No te me apendejes. Estás tomando demasiado. Y de lo otro también.

—¿Y qué?... Es una fiesta, y esta noche tengo ganas de marcha.

—No mames. Quién habla de esta noche. —Vale, nodriza.

Teresa ya no dijo nada. Miró a su amiga a los ojos, con mucha fijeza, y ésta apartó la vista.

A fin de cuentas —refunfuñó Pati al cabo de un momento— el cincuenta por ciento del soborno a ese gusano lo pago yo.

Teresa seguía sin responder. Reflexionaba. Sintió de lejos la mirada inquisitiva de Teo Aljarafe. Aquello no terminaba nunca. Apenas tapabas un agujero, aparecía otro. Y no todos se arreglaban con sentido común o con dinero.

—¿Cómo está la reina de Marbella?

Tomás Pestaña acababa de aparecer junto a ellas: simpático, populista, vulgar. Con aquella chaqueta blanca que le daba el aspecto de un camarero bajo y rechoncho. Teresa y él se trataban con frecuencia: sociedad de intereses mutuos. Al alcalde le gustaba vivir peligrosamente, siempre que hubiese dinero o influencia de por medio; había fundado un partido político local, navegaba en las turbias aguas de los negocios inmobiliarios, y la leyenda que empezaba a tejerse alrededor de la Mejicana reforzaba su sensación de poder y su vanidad. También reforzaba sus cuentas corrientes. Pestaña había hecho su primera fortuna como hombre de confianza de un importante constructor andaluz, comprando terrenos para la empresa a través de los contactos de su jefe y con dinero de éste. Después, cuando un tercio de la Costa del Sol fue suyo, visitó al jefe para decirle que se despedía. ¿De veras? De veras. Oye, pues lo siento. Cómo podré agradecer tus servicios. Ya lo hiciste, fue la respuesta de Pestaña. Lo puse todo a mi nombre. Más tarde, cuando salió del hospital donde le trataron el infarto, el ex jefe de Pestaña anduvo meses buscándolo con una pistola en el bolsillo.

—Gente interesante, ¿verdad?

Pestaña, a quien no se le escapaba nada, la había visto charlar con Nino Juárez. Pero no hizo comentarios. Cambiaron cumplidos: todo bien, alcalde, muchas felicidades. Estupenda reunión. Teresa preguntó la hora y el otro se la dijo. Quedamos a comer el martes, claro. Donde siempre. Ahora tenemos que irnos. Cada chango a su mecate.

—Tendrás que irte tú sola, cariño —protestó Pati—. Yo estoy de maravilla.

Con los gallegos las cosas resultaron más complicadas que con los franceses. Aquello requería encaje de bolillos, porque las mafias del noroeste español tenían sus propios contactos en Colombia, y a veces trabajaban con la misma gente que Teresa. Además eran duros de veras, poseían larga experiencia y estaban en su terreno, después de que los viejos amos do fume, los dueños de las redes contrabandistas de tabaco, se hubieran reciclado al tráfico de droga hasta convertirse en indiscutibles amos da fariña. Las rías gallegas eran su feudo; pero extendían su territorio más al sur, en dirección al norte de África y la embocadura del Mediterráneo. Mientras Transer Naga se ocupó sólo de transportar hachís en el litoral andaluz, las relaciones, aunque frías, transcurrieron en un aparente vive y deja vivir. La cocaína era algo distinto. Y en los últimos tiempos, la organización de Teresa se había convertido en serio competidor. Todo aquello se planteó en una reunión celebrada en terreno neutral, un cortijo cacereño cerca de Arroyo de la Luz, entre la sierra de Santo Domingo y la N—521, con espesos alcornocales y dehesas para el ganado: un caserío blanco situado al final de un camino donde los coches levantaban polvaredas al acercarse, y donde un intruso podía ser descubierto fácilmente. La reunión se celebró a media mañana, y por Transer Naga acudieron Teresa y Teo Aljarafe, escoltados por Pote Gálvez al volante de la Cherokee y seguidos en un Passat oscuro por dos hombres de toda confianza, marroquíes jóvenes probados primero en las gomas y reclutados más tarde para tareas de seguridad. Ella vestía de negro, traje pantalón de buena marca y buen corte, el pelo recogido en la nuca, tirante, con raya en medio. Los gallegos ya estaban allí: eran tres, con otros tantos guardaespaldas en la puerta, junto a los dos BMW 732 en los que habían acudido a la cita. Todo el mundo fue directo al grano, los guaruras mirándose unos a otros afuera y los interesados dentro, en torno a una gran mesa de madera rústica situada en el centro de una habitación con vigas en el techo y cabezas disecadas de ciervos y jabalíes en las paredes. Disponían de bocadillos, bebidas y café, cajas de cigarros y cuadernos para notas: una reunión de negocios que empezó con mal pie cuando Siso Pernas, del clan de los Corbeira, hijo del amo do fume de la ría de Arosa don Xaquin Pernas, tomó la palabra para plantear la situación, dirigiéndose todo el tiempo a Teo Aljarafe como si el abogado fuese el interlocutor válido y Teresa estuviese allí a título decorativo. La cuestión, dijo Siso Pernas, era que la gente de Transer Naga mojaba en demasiadas salsas. Nada que objetar a la expansión mediterránea, al hachís y todo eso. Tampoco a que se tocara la fariña de una manera razonable: había negocio para todos. Pero cada uno en su sitio, y respetando los territorios y la antigüedad, que en España —seguía mirando todo el rato a Teo Aljarafe, como si el mejicano fuese él— siempre era un grado. Y por territorios, Siso Pernas y su padre, don Xaquin, entendían las operaciones atlánticas, los grandes cargamentos transportados por barco desde los puertos americanos. Ellos eran operadores de los colombianos de toda la vida, desde que don Xaquin y los hermanos Corbeira y la gente de la vieja escuela, presionados por las nuevas generaciones, empezaron a reconvertirse del tabaco al hachís y la coca. Así que traían una propuesta: nada que objetar a que Transer Naga trabajase la fariña que entraba por Casablanca y Agadir, siempre y cuando la llevara al Mediterráneo oriental y no se quedase en España. Porque los transportes directos para la Península y Europa, la ruta del Atlántico y sus ramificaciones hacia el norte, eran feudo gallego.

—En realidad es lo que estamos haciendo —precisó Teo Aljarafe—. Salvo en lo del transporte.

—Ya lo sé —Siso Pernas se sirvió de la cafetera que tenía delante, tras hacer un gesto en dirección a Teo, que negó breve con la cabeza; el gesto del gallego no incluía a Teresa—. Pero nuestra gente teme que les tiente ampliar el negocio. Hay cosas que no están claras. Barcos que van y vienen... No podemos controlar eso, y además nos exponemos a que nos endosen operaciones ajenas —miró a sus dos acompañantes, como si ellos supieran bien lo que decía—. A tener a los de Vigilancia Aduanera y a la Guardia Civil todo el tiempo con la mosca tras la oreja. —El mar es libre —apuntó Teresa.

Era la primera vez que hablaba, tras los saludos iniciales. Siso Pernas miraba a Teo, como si esas palabras las hubiera pronunciado él. Simpático como una hoja de afeitar. Los acompañantes sí observaban a Teresa con disimulo. Curiosos, y en apariencia divertidos con la situación.

—No para esto —dijo el gallego—. Llevamos mucho tiempo con la fariña. Tenemos experiencia. Hemos hecho inversiones muy grandes —seguía dirigiéndose a Teo—. Y ustedes nos perturban. Sus errores podemos pagarlos nosotros.

Teo observó brevemente a Teresa. Las manos morenas y delgadas del abogado hacían oscilar su estilográfica como un interrogante. Ella se mantuvo impasible. Haz tu trabajo, decía su silencio. Cada cosa en su momento.

—¿Y qué opinan los colombianos? —preguntó Teo. —No se mojan —Siso Pernas sonreía torcido. Esos Pilatos cabrones, decía su gesto—. Opinan que el problema es nuestro, y que debemos resolverlo aquí.

—¿Cuál es la alternativa?

El gallego bebió sin prisas un sorbo de café y se echó un poco hacia atrás en la silla, el aire satisfecho. Era güerito, apreció Teresa. Bien parecido, rozando los treinta. Bigote recortado y blazer azul sobre camisa blanca sin corbata. Un narco junior de segunda o tercera generación, sin duda con estudios. Más apresurado que sus mayores, que guardaban la lana en un calcetín y usaban siempre la misma chaqueta pasada de moda. Menos reflexivo. Menos reglas y más ansia por ganar dinero para comprar lujo y hembras. También más arrogante. Y ya nos vamos centrando, decía Siso Pernas sin palabras. Miró al acompañante que estaba a su izquierda, un tipo grueso de ojos pálidos. Trabajo hecho. Cedía los detalles a los subalternos.

—Del Estrecho para adentro —dijo el grueso, apoyando los codos en la mesa— ustedes tienen libertad absoluta. Nosotros les pondríamos la carga en Marruecos, si la prefieren allí, pero haciéndonos responsables del transporte desde los puertos americanos... Estamos dispuestos a conceder condiciones especiales, porcentajes y garantías. Incluso a que trabajen como asociados, pero controlando nosotros las operaciones.

—Cuanto más simple es todo —remató Siso Pernas, casi desde atrás—, menos riesgos.

Teo cambió otra mirada con Teresa. Y si no, le dijo ella con los ojos. Y si no, repitió el abogado en voz alta.

Qué pasa si no aceptamos esas condiciones. El tipo grueso no respondió, y Siso Pernas se entretuvo mirando su taza de café, pensativo, como si esa eventualidad no se la hubiera planteado nunca.

—Pues no sé —dijo al fin—. Quizá tengamos problemas.

—¿Quiénes los tendrán? —quiso saber Teo.

Se inclinaba un poco, tranquilo, sobrio, la estilográfica entre los dedos como si se dispusiera a tomar notas. Seguro en su papel, aunque Teresa sabía que estaba deseando levantarse y salir de aquella habitación. El género de problemas que insinuaba el gallego no eran especialidad de Teo. A ratos volvía ligeramente el rostro hacia ella, sin mirarla. Yo sólo puedo llegar hasta aquí, insinuaba. Lo mío son las negociaciones pacíficas, la asesoría fiscal y la ingeniería financiera; no los dobles sentidos ni las amenazas flotando en el aire. Si esto cambia de tono, ya no puede ser cosa mía.

—Ustedes... Nosotros —Siso Pernas dirigía ojeadas suspicaces a la estilográfica de Teo—. A nadie le conviene un desacuerdo.

Las últimas palabras sonaron como una astilla de vidrio. Cling. Y éste es el punto, se dijo Teresa, donde jalas o se te arranca. Es aquí donde empieza la guerra. Donde entra la pinche sinaloense que sabe lo que se rifa. Y más vale que esté ahí, esperando a que la llame. Ahora la necesito.

—Híjole... ¿Nos van a romper la madre con bates de béisbol?... ¿Como le pasó a ese francés que salió el otro día en los periódicos?

Miraba a Siso Pernas con una sorpresa que parecía auténtica, aunque no engañaba a nadie, ni lo pretendía. El otro se volvió hacia ella como si acabara de materializarse en el aire, mientras el gordo de los ojos pálidos se contemplaba las uñas y el tercero, un tipo flaco con manos de campesino, o de pescador, se hurgaba la nariz. Teresa esperó a que Siso Pernas dijera algo; pero el gallego permaneció callado, mirándola con una mezcla de irritación y desconcierto. En cuanto a Teo, la preocupación se le volvía inquietud manifiesta. Cuidado, rumoreaba mudo. Mucho cuidado.

A lo mejor —prosiguió Teresa despacio— es que soy extranjera y no conozco las costumbres... El señor Aljarafe tiene toda mi confianza; pero cuando hago negocios me gusta que se dirijan a mí. Soy yo quien decide mis asuntos... ¿Capta usted la situación?

Siso Pernas seguía observándola en silencio, las manos a ambos lados de la taza de café. El ambiente estaba próximo al punto de congelación. Quién dijo cuates, pensó Teresa. Si me silban el corrido, yo le pongo letra. Y de gallegos sé algo.

—Pues ahora —prosiguió— le voy a decir cómo lo veo yo.

Espero no regar el mole, pensó. Y dijo cómo lo veía ella. Lo hizo muy claro y separando bien cada frase, con las pausas adecuadas para que todos captaran los matices. Tengo el máximo respeto por lo que hacen en Galicia, empezó. Raza pesada y demás, muy padre. Pero eso no me impide saber que están fichados por la policía, bajo estrecha vigilancia y sometidos a procedimientos judiciales. Tienen madrinas e infiltrados por todas partes, y de vez en cuando alguno de ustedes se deja atrapar con las manos en la masa. Todo bien gacho, que decimos en Sinaloa. Y resulta que si en algo se basa mi negocio es en extremar la seguridad, con una forma de trabajar que impide, hasta el límite de lo razonable, las fugas de información. Poca gente, y la mayor parte no se conoce entre sí. Eso ahorra pitazos. Me llevó tiempo crear esa estructura, y no estoy dispuesta, uno, a dejarla oxidarse, y dos, a ponerla en peligro con operaciones que no puedo controlar. Ustedes piden que me ponga en sus manos a cambio de un porcentaje o de qué sé yo. O sea: que me cruce de brazos y les deje el monopolio. No veo qué puedo sacar de eso, ni en qué me conviene. Excepto que me estén amenazando. Pero no creo, ¿verdad?... No creo que me amenacen.

—¿Con qué íbamos a amenazarla? —preguntó Siso Pernas.

Aquel acento. Teresa apartó el fantasma que rondaba cerca. Necesitaba la cabeza tranquila, el tono justo. La piedra de León estaba lejos, y no quería toparse con otra.

—Pues fíjense que se me ocurren dos maneras —respondió—: filtrar información que me perjudique, o intentar algo directamente. En ambos casos sepan que puedo ser tan perrona como el que más. Con una diferencia: yo no tengo a nadie que me haga vulnerable. Soy una persona de paso, y mañana puedo morirme o desaparecer, o marcharme sin hacer las maletas. Ni panteón me mandé hacer, aunque sea mejicana. Ustedes, sin embargo, tienen posesiones. Pazos, creo que llaman a esas casas hermosas de Galicia. Carros de lujo, amigos... Familiares. Ustedes pueden hacer venir sicarios colombianos para trabajos sucios. Yo también. Ustedes pueden, llegados al extremo, desencadenar una guerra. Yo, modestamente, también, porque me sobra lana y con eso te pagas cualquier cosa. Pero una guerra atraería la atención de las autoridades... He observado que al ministerio del Interior no le gustan los ajustes de cuentas entre narcos, sobre todo si hay nombres y apellidos, posesiones que incautar, gente que puede ir a la cárcel, procedimientos judiciales en curso... Ustedes salen mucho en los periódicos.

—Usted también —apuntó Siso Pernas con una mueca irritada.

Teresa lo miró fríamente tres segundos, con mucha calma.

—No cada día, ni en las mismas páginas. A mí nadie me probó nada.

El gallego emitió una risa corta, grosera. —Pues ya me dirá cómo lo consigue. A lo mejor es que soy un poquito menos pendeja.

Lo dicho dicho está, pensó concluyendo. Requeteclaro y sin cremita. Y ahora a ver por dónde van estos cabrones. Teo le ponía y le quitaba el capuchón a la estilográfica. También tú estás pasando un mal rato, pensó Teresa. Para eso cobras lo que cobras. La diferencia es que a ti puede notársete, y a mí no.

—Todo puede cambiar —comentó Siso Pernas—. Me refiero a lo suyo.

Variante considerada. Prevista. Teresa tomó un Bisonte del paquete que tenía delante, junto a un vaso de agua y una carpeta de cuero con documentos. Lo hizo como si reflexionara, y se lo puso en la boca sin encenderlo. Tenía la boca seca, pero decidió no tocar el vaso de agua. La cuestión no es cómo yo me sienta, se dijo. La cuestión es cómo me ven.

—Claro —concedió—. Y me late que cambiará. Pero yo sigo siendo una. Con mi gente, pero una. Mi negocio es voluntariamente limitado. Todos saben que no manejo carga propia. Sólo transporto. Eso disminuye mis daños potenciales. Y mis ambiciones. Ustedes, sin embargo, tienen muchas puertas y ventanas por donde entrarles. Hay donde elegir, si alguien decide golpear. Gente a la que quieren, intereses que les importa conservar... Hay donde romperles la madre.

Miraba al otro a los ojos, el cigarrillo en los labios. Inexpresiva. Estuvo así unos instantes, contando por dentro los segundos, hasta que Siso Pernas, el aire reflexivo y casi a regañadientes, se metió la mano en el bolsillo, sacó un encendedor de oro, e inclinándose sobre la mesa le dio fuego. Ahí llegaste, güerito. Ya te quiebras. Se lo agradeció con un movimiento de cabeza.

—¿Y a usted no? —preguntó al fin el gallego, guardándose el encendedor.

—Puede hacer la prueba —Teresa soltaba el humo al hablar, un poco entornados los ojos—. Le sorprendería saber lo fuerte que es alguien que no tiene nada que perder excepto a sí misma. Usted tiene familia, por ejemplo. Una mujer muy bonita, dicen... Un hijo. Rematemos, decidió. El miedo no hay que avivarlo de golpe, porque entonces puede convertirse en sorpresa o irreflexión y enloquecer a quienes creen que ya no hay remedio. Eso los vuelve imprevisibles y requetepeligrosos. El arte reside en infiltrarlo poquito a poco: que dure, y desvele, y madure, porque de ese modo se convierte en respeto. La frontera es sutil, y hay que tantearla suave hasta que encaja. —En Sinaloa tenemos un dicho: Voy a matar a toda su familia, y luego desentierro a sus abuelos, les meto unos tiros y los vuelvo a enterrar...

Mientras hablaba, sin mirar a nadie, abrió la carpeta que tenía delante y extrajo un recorte de prensa: una foto de un equipo de fútbol de la ría de Arosa, al que Siso Pernas, muy aficionado, subvencionaba con generosidad. Era su presidente, y en la foto —Teresa la había puesto con suma delicadeza sobre la mesa, entre ambos— posaba antes de un partido con los jugadores, con su mujer y con su hijo, un niño muy guapo de diez o doce años, vestido con la camiseta del equipo.

Así que no me chinguen —y ahora sí miraba al gallego a los ojos—. O como dicen ustedes en España, hagan el favor de no tocarme los cojones.

Rumor de agua tras las cortinas de la ducha. Vapor. A él le gustaba ducharse con el agua muy caliente. —Nos pueden matar —dijo Teo.

Teresa estaba apoyada en el marco de la puerta abierta. Desnuda. Sentía la humedad tibia en la piel. —No —respondió—. Primero intentarán algo medio suave, para sondearnos. Luego buscarán el acuerdo.

—Lo que tú llamas suave ya lo han hecho... Eso de las gomas que te contó Juárez se lo filtraron ellos al juez Martínez Pardo. Nos han echado encima a la Guardia Civil.

—Ya lo sé. Por eso jugué pesado. Quise que sepan que lo sabemos.

—El clan de los Corbeira...

—Déjalo, Teo —Teresa movía la cabeza—. Controlo lo que hago.

—Eso es verdad. Siempre controlas lo que haces. O lo aparentas de maravilla.

De tres frases, reflexionó Teresa, te sobró la tercera. Pero imagino que aquí tienes derechos. O crees tenerlos. El vapor empañaba el gran espejo del baño, donde ella era una mancha gris. Junto al lavabo, frasquitos de champú, loción corporal, un peine, jabón en su envoltorio. Parador Nacional de Cáceres. Al otro lado de la cama con las sábanas revueltas, la ventana enmarcaba un increíble paisaje medieval: piedras antiguas recortadas en la noche, columnas y pórticos dorados por la luz de focos ocultos. Híjole, pensó. Como en el cine gringo, pero de veras. La vieja España.

—Pásame una toalla, por favor —pidió Teo.

Era un tipo requetelimpio. Siempre se duchaba antes y después, como para darle un toque higiénico a lo de coger. Minucioso, neto, de esos que parece que no sudan nunca ni tienen un solo microbio en la piel. Los hombres que Teresa recordaba desnudos eran casi todos limpios, o al menos ese aspecto tenían; pero ninguno como aquél. Teo casi no tenía olor propio: su piel era suave, apenas un aroma masculino indefinible, el del jabón y la loción que usaba después de afeitarse, tan moderados como cuanto tenía que ver con él. Después de hacer el amor siempre olían a ella, a su carne fatigada, a su saliva, al aroma fuerte y denso de su sexo húmedo; como si fuera Teresa la que al fin terminaba poseyendo la piel del hombre. Colonizándolo. Le dio la toalla observando el cuerpo alto y delgado, chorreante de agua bajo la ducha que acababa de cerrar. El vello negro en el pecho, las piernas y el sexo. La sonrisa tranquila, siempre oportuna. El anillo de casado en la mano izquierda. A ella le daba igual ese anillo, y en apariencia a él también. Lo nuestro es profesional, dijo Teresa la única vez, al principio, que él intentó justificarse, o justificarla, con un comentario ligero e innecesario. Así que no me cantes boleros. Y Teo era lo bastante listo para comprender.

—¿Lo del hijo de Siso Pernas iba en serio?

Teresa no respondió. Se había acercado al espejo empañado, quitando un poco de vapor con la mano. Y allí estaba, tan imprecisa de contornos que podía no ser ella misma, el pelo revuelto, los ojos grandes y negros observándola como de costumbre.

—Nadie lo creería, viéndote así —dijo él.

Estaba a su lado, mirándola en el hueco hecho en el vapor. Se secaba el pecho y la espalda con la toalla. Teresa movió la cabeza, negando despacio. No mames, dijo sin palabras. Él le dio un beso distraído en el pelo y siguió secándose camino del dormitorio, y ella se quedó como estaba, apoyadas las manos en el lavabo, frente a su reflejo empañado. Ojalá nunca tenga que demostrártelo a ti también, reflexionó en los adentros, dirigiéndose al hombre que se movía por el cuarto contiguo. Ojalá que no.

—Me preocupa Patricia —dijo él de pronto. Teresa fue hasta la puerta y se quedó en el umbral, mirándolo. Había sacado una camisa impecablemente planchada de la maleta —nunca se le arrugaba el equipaje al cabrón— y desabrochaba los botones para ponérsela. Tenían mesa reservada para media hora más tarde en Torre de Sande. Un restaurante soberbio, había dicho él. En el casco antiguo. Teo conocía todos los restaurantes soberbios, todos los bares de moda, todas las tiendas elegantes. Lugares hechos tan a medida para él como la camisa que estaba a punto de ponerse. Lo mismo que Pati O'Farrell, parecía nacido en ellos: dos fresitas a los que el mundo estaba siempre obligado, aunque uno lo llevara mejor que la otra. Todo bien chilo y tan lejos de Las Siete Gotas, pensó, donde su madre —que no la había besado nunca— fregaba en un barreño del patio y se acostaba con vecinos borrachos. Tan lejos de la escuela donde a ella los plebes mugrientos le levantaban la falda junto a la barda del patio. Haznos una chaquetita, morra. Para cada uno. Regálanosla a mí y a los compás o te rompemos nomás la panochita. Tan lejos de los techos de madera y zinc, del barro entre sus pies desnudos y de la pinche miseria.

—¿Qué pasa con Pati?

—Tú sabes lo que pasa. Y cada vez es peor.

Lo era. Tomar y periquearse hasta la madre eran mala combinación, pero había algo más. Como si la Teniente se rompiera poco a poco, callada. Lo mismo la palabra era resignación, aunque Teresa no lograba establecer lo de resignada a qué. A veces Pati se parecía a esos náufragos que dejan de nadar sin motivo aparente. Glub, glub. Quizá sólo porque no tienen fe, o están cansados. —Ella es dueña de hacer lo que quiera —dijo.

—La cuestión no es ésa. La cuestión es si lo que hace te conviene a ti, o no.

Muy propio de Teo. No era la O'Farrell su preocupación, sino las consecuencias de su comportamiento. Y en cualquier caso, las transfería a Teresa. Te conviene o no te conviene. Jefa. La desgana, el desapego con que Pati encaraba las pocas responsabilidades que todavía le dejaban en Transer Naga, eran el punto oscuro del problema. Durante las reuniones de trabajo —cada vez iba menos, delegando en Teresa— permanecía como ausente o bromeaba sin rebozo: todo parecía encararlo ahora como un juego. Gastaba mucho dinero, se desentendía, frivolizaba asuntos serios en los que iban muchos intereses y algunas vidas. Hacía pensar en un barco soltando amarras. Teresa no lograba establecer si era ella misma quien había ido relevando a su amiga de las obligaciones, o si el distanciamiento provenía de la misma Pati, de la turbiedad creciente que salía de los recovecos de su pensamiento y de su vida. Tú eres la líder, solía decir. Y yo aplaudo, tomo, periqueo y miro. Aunque tal vez ocurrían las dos cosas, y Pati se limitaba a seguir el ritmo de los días; el orden natural, inevitable, a que todo las encaminó desde el principio. Quizá me equivoqué de Edmundo Dantés, había comentado Pati en la casa de Tomás Pestaña. No era esto, ni eras tú. No supe adivinarte. O quizá, como dijo en otra ocasión —empolvada la nariz y los ojos turbios—, lo único que ocurre es que tarde o temprano el abate Faria siempre sale de escena.

Conflictiva y como muriéndose sin morirse. Y sin importarle. Ésas eran las palabras, y la primera de todas resultaba la más inapropiada en aquella clase de negocios, tan sensibles a cualquier escándalo. El último episodio era reciente: una menor encanallada, bajuna, de malas compañías y peores sentimientos, había estado chuleando sin disimulo a Pati hasta que un sórdido asunto de excesos, droga, hemorragia y hospital a las cinco de la madrugada estuvo a punto de llevarla a las páginas de sucesos; y así habría sido de no movilizarse los recursos disponibles: dinero, relaciones, chantaje. Tierra, en fin, sobre el asunto. Cosas de la vida, dijo Pati cuando Teresa tuvo con ella una conversación áspera Para ti es sencillo, Mejicana. Tú lo tienes todo, y encima quien te arregla el coño. Así que vive tu vida y déjame la mía. Porque yo no pido cuentas, ni me meto en lo que no debo. Soy tu amiga. Pagué y pago tu amistad. Cumplo el pacto. Y tú, que tan fácilmente lo compras todo, deja al menos que yo me compre a mí misma. Y oye. Siempre dices que vamos a medias, no sólo en cuestiones de negocios o dinero. Estoy de acuerdo. Ésta es mi libre, deliberada y puta mitad.

Hasta Oleg Yasikov la había alertado. Cuidado, Tesa. No te juegas sólo dinero, sino tu libertad y tu vida. Pero las decisiones son tuyas. Claro. De cualquier modo, no estaría de más que te preguntaras. Sí. Cosas. Por ejemplo, qué parte te toca a ti. De qué eres responsable. De qué no. Hasta qué punto empezaste esto tú misma, siguiéndole el juego. Hay responsabilidades pasivas que son tan graves como las otras. Hay silencios que no podemos excusarnos de haber escuchado con absoluta claridad. Sí. A partir de cierto momento en la vida, cada cual es responsable de lo que hace. Y de lo que no hace.

Cómo habría sido si. Eso pensaba a veces Teresa. Si yo. Quizás estaban ahí las claves; pero a ella le parecía imposible mirar desde el otro lado de aquella barrera cada vez más clara e inevitable. La irritaba la incomodidad, o el remordimiento, que sentía llegar en oleadas imprecisas, como llenándole las manos y sin saber qué hacer con él. Y por qué habría de sentirlo, se decía. Nunca pudo ser, y nunca fue. Nadie engañó a nadie; y si por parte de Pati hubo en el pasado esperanza, o intención, quedaba descartada hacía tiempo. Tal vez era ése el problema. Que todo estuviera consumado, o a punto de estarlo, y a la Teniente O'Farrell ya ni siquiera le quedase el móvil de la curiosidad. En relación a Teresa, Teo Aljarafe podía haber sido el último experimento de Pati. O su desquite. A partir de ahí, todo resultaba al mismo tiempo previsible y oscuro. Y a eso cada una se enfrentaría sola.