15 Amigos tengo en mi tierra, los que dicen que me quieren

El juez Martínez Pardo no era un tipo simpático. Hablé con él durante los últimos días de mi encuesta: veintidós minutos de conversación poco agradable en su despacho de la Audiencia Nacional. Accedió a recibirme a regañadientes, y sólo después de que yo le hiciera llegar un grueso informe con el estado de mis investigaciones. Su nombre figuraba en él, naturalmente. junto a muchas otras cosas. La elección de costumbre era quedarse dentro de modo confortable, o quedarse fuera. Decidió quedarse dentro, con su propia versión de los hechos. Venga y hablemos, dijo al fin, cuando se puso al teléfono. Así que fui a la Audiencia, me dio secamente la mano y nos sentamos a hablar, uno a cada lado de su mesa oficial, con bandera y retrato del rey en la pared. Martínez Pardo era bajo, rechoncho, con barba canosa que no llegaba a taparle del todo una cicatriz que le recorría la mejilla izquierda. Estaba lejos de ser uno de los jueces estrella que aparecían en la televisión y los periódicos. Gris y eficaz, decían. Con mala leche. La cicatriz provenía de un viejo episodio: sicarios colombianos contratados por narcos gallegos. Tal vez era eso lo que le agriaba el carácter.

Empezamos comentando la situación de Teresa Mendoza. Lo que la había llevado a donde estaba, y el giro que su vida iba a dar en las próximas semanas, si lograba mantenerse viva. De eso no sé, dijo Martínez Pardo. Yo no trabajo con el futuro de la gente, excepto para asegurar treinta años de condena cuando puedo. Mi asunto es el pasado. Hechos y pasado. Delitos. Y de ésos, Teresa Mendoza cometió muchos.

—Se sentirá frustrado, entonces —apunté—. Tanto trabajo para nada.

Era mi forma de corresponder a su poca simpatía. Me miró por encima de las gafas de lectura que tenía en la punta de la nariz. No parecía un hombre feliz. Desde luego, no un juez feliz.

—La tenía —dijo.

Luego se quedó callado, como considerando si esas dos palabras eran oportunas. También los jueces grises y eficaces tienen su corazoncito, me dije. Su vanidad personal. Sus frustraciones. La tenías pero ya no la tienes. Se te fue entre los dedos, de vuelta a Sinaloa.

—¿Cuánto tiempo anduvo tras ella?

—Cuatro años. Un trabajo largo. No resultaba fácil acumular hechos y pruebas de su implicación. Su infraestructura era muy buena. Muy inteligente. Todo estaba lleno de mecanismos de seguridad, compartimentos estancos. Desmontabas algo y todo moría ahí. Imposible probar las conexiones hacia arriba.

—Pero usted lo hizo.

Sólo en parte, concedió Martínez Pardo. Habría necesitado más tiempo, más libertad de trabajo. Pero no los tuvo. Esa gente se movía en ciertos ambientes, incluida la política. Incluido el suyo, el del propio juez. Eso permitió a Teresa Mendoza ver venir de lejos algunos golpes y pararlos. O minimizar las consecuencias. En aquel caso concreto, añadió, él iba bien. Sus ayudantes iban bien. Estaban a punto de coronar una labor larga y paciente. Cuatro años, me había dicho, tejiendo la tela de araña. Y de pronto se acabó todo.

—¿Es cierto que lo convencieron desde el ministerio de justicia?

—Eso está fuera de lugar —se había echado hacia atrás en el sillón y me observaba, molesto—. Me niego a responder.

—Cuentan que el propio ministro se encargó de presionarlo, de acuerdo con la embajada de México. Levantó una mano. Un gesto desagradable. Una mano autoritaria, de juez en ejercicio. Si continúa por ese camino, advirtió, terminará esta conversación. A mí no me ha presionado nadie, nunca.

—Explíqueme entonces por qué al final no hizo nada contra Teresa Mendoza.

Consideró un poco mi pregunta, tal vez para decidir si el verbo explíqueme implicaba desacato. Al fin decidió absolverme. In dubio pro reo. O algo así.

—Ya se lo he dicho —apuntó—. No tuve tiempo para reunir material suficiente.

—¿A pesar de Teo Aljarafe?

Otra vez me miró como antes. Ni yo ni mis preguntas le gustábamos, y aquello no mejoraba las cosas. —Todo lo que se refiere a ese nombre es confidencial.

Me permití una sonrisa moderada. Venga, juez. A estas alturas.

—Ya da lo mismo —dije—. Supongo. —Pues a mí no me lo da.

Lo medité unos instantes. Le propongo un pacto, concluí en voz alta. Yo dejo fuera al ministerio de justicia, y usted me cuenta lo de Aljarafe. Un trato es un trato.

Cambié la sonrisa moderada por un gesto de solicitud amable mientras él reflexionaba. De acuerdo, dijo. Pero me reservo algunos detalles.

—¿Es cierto que usted le ofreció inmunidad a cambio de información?

—No voy a contestar a eso.

Mal empezamos, me dije. Asentí un par de veces con aire pensativo antes de volver a la carga:

Aseguran que lo acosó mucho. Que reunió un buen dossier sobre él y luego se lo puso delante de las narices. Y que no fue nada de narcotráfico. Que lo agarró por el lado fiscal.

—Puede ser.

Me miraba impasible. Tú planteas y yo confirmo. No me pidas mucho más.

—¿Transer Naga?

—No.

—Sea amable, juez. Corresponda a lo buen chico que soy.

De nuevo lo pensó un poco. A fin de cuentas, debió de concluir, estoy en esto. Ese punto es más o menos conocido y está resuelto.

—Admito —dijo— que las empresas de Teresa Mendoza fueron siempre impermeables a nuestros esfuerzos, pese a que nos constaba que más del setenta por ciento del tráfico al Mediterráneo pasaba por sus manos... Los puntos débiles del señor Aljarafe se referían al dinero propio. Inversiones irregulares, movimientos de dinero. Cuentas personales extranjeras. Su nombre apareció en un par de transacciones exteriores poco claras. Había materia.

—Dicen que tenía propiedades en Miami.

—Sí. Que nosotros supiéramos, una casa de mil metros cuadrados que acababa de comprar en Coral Gables, con cocoteros y muelle propio incluido, y un piso de lujo en Coco Plum: un lugar frecuentado por abogado, banqueros y brokers de Wall Street. Todo, por lo visto a espaldas de Teresa Mendoza.

—Unos ahorrillos. —Podríamos decirlo así. Y usted lo agarró por los huevos. Y lo asustó.

Otra vez se echó hacia atrás en el sillón. Dura Lex, sed Lex. Duralex.

—Eso es improcedente. No le tolero ese lenguaje.

Empiezo a estar un poco harto, me dije. De este gilipollas.

—Tradúzcalo a su gusto, entonces.

—Decidió colaborar con la justicia. Así de simple. —¿A cambio de...?

A cambio de nada.

Me lo quedé mirando. A tu tía. Cuéntaselo a tu tía. Teo Aljarafe jugándose el cuello por amor al arte. —¿Y cómo reaccionó Teresa Mendoza al averiguar que su experto fiscal trabajaba para el enemigo? —Eso lo sabe usted igual que yo.

—Bueno. Sé lo que todos. También que ella lo usó como señuelo en la operación del hachís ruso... Pero no me refería a eso.

Lo del hachís ruso empeoró la cosa. Conmigo no te pases de listo, decía su cara.

—Entonces —sugirió— pregúntele a ella, si puede. —A lo mejor puedo.

—Dudo que esa mujer acepte entrevistas. Y mucho menos en su actual situación.

Decidí hacer un último intento. —¿Cómo ve usted esa situación?

—Yo estoy fuera —respondió, con cara de póker—. Ni veo ni dejo de ver. Teresa Mendoza ya no es asunto mío.

Luego se quedó callado, hojeó distraído algunos documentos que tenía sobre la mesa, y pensé que había concluido la conversación. Conozco mejores formas de perder el tiempo, resolví. Me levantaba irritado, listo para despedirme. Pero ni siquiera un disciplinado funcionario del Estado como el juez Martínez Pardo podía sustraerse al escozor de ciertas heridas. O a justificarse. Seguía sentado, sin levantar la vista de los documentos. Y entonces, de pronto, me compensó la entrevista.

—Dejó de serlo tras la visita del americano aquel —añadió con rencor—. El tipo de la DEA.

El doctor Ramos, que tenía un peculiar sentido del humor, había asignado el nombre en clave de Tierna infancia a la operación de veinte toneladas de hachís para el Mar Negro. Las pocas personas que estaban al corriente llevaban dos semanas planificándolo todo con minuciosidad casi militar; y aquella mañana, por boca de Farid Lataquia y después de que éste cerrara con sonrisa satisfecha su teléfono móvil tras hablar un rato en clave, supieron que el libanés había encontrado en el puerto de Alhucemas el barco adecuado para hacer de nodriza: un vetusto palangrero de treinta metros de eslora rebautizado Tarfaya, propiedad de una sociedad pesquera hispanomarroquí. A esas horas, por su parte, el doctor Ramos coordinaba los movimientos del Xoloitzcuintle: un portacontenedores de pabellón alemán, tripulado por polacos y filipinos, que hacía regularmente la ruta entre la costa atlántica americana y el Mediterráneo oriental, y en ese momento navegaba entre Recife y Veracruz. Tierna infancia tenía un segundo frente, o trama paralela, donde jugaba un papel decisivo un tercer barco, esta vez buque de carga general con ruta prevista entre Cartagena, Colombia, y el puerto griego de El Pireo sin escalas intermedias. Se llamaba Luz Angelita; y aunque estaba matriculado en el puerto colombiano de Temuco, navegaba con pabellón camboyano por cuenta de una compañía chipriota. Mientras que sobre el Tarfaya y el Xoloitzcuintle recaería la parte delicada de la operación, el papel asignado al Luz Angelita y a sus armadores era simple, rentable y sin riesgos: limitarse a hacer de señuelo. —Todo a punto —recapituló el doctor Ramosen diez días.

Se quitó la pipa de la boca para ahogar un bostezo. Eran casi las once de la mañana, después de una larga noche de trabajo en la oficina de Sotogrande: una casa con jardín dotada de las más modernas medidas de seguridad y contravigilancia electrónica, que desde hacía dos años sustituía al antiguo apartamento del puerto deportivo. Pote Gálvez montaba guardia en el vestíbulo, dos vigilantes recorrían el jardín, y en la sala de juntas había un televisor, un PC portátil con impresora, dos teléfonos móviles codificados, un panel para gráficos con rotuladores delebles puesto sobre un caballete, tazas de café sucias y ceniceros repletos de colillas sobre la gran mesa de reuniones. Teresa acababa de abrir la ventana para que se ventilase aquello. La acompañaban, además del doctor Ramos, Farid Lataquia y el operador de telecomunicaciones de Teresa, un joven ingeniero gibraltareño de toda confianza llamado Alberto Rizocarpaso. Era lo que el doctor llamaba el gabinete de crisis: el grupo cerrado que constituía el estado mayor operativo de Transer Naga.

—El Tarfaya —estaba diciendo Lataquia— va a esperar en Alhucemas, limpiando bodegas. Puesta a punto y combustible. Inofensivo. Tranquilito. No lo sacaremos hasta dos días antes de la cita.

—Me parece bien —dijo Teresa—. No quiero tenerlo una semana paseando por ahí mientras llama la atención.

—Descuide. Me ocupo yo mismo. —¿Tripulantes?

—Todos marroquíes. El patrón Cherki. Gente de Ahmed Chakor, como de costumbre.

Ahmed Chakor no siempre es de fiar. —Depende de lo que se le pague —el libanés sonreía. Todo está en función de lo que se me pague a mí, decía aquella sonrisa—. Esta vez no correremos riesgos.

O sea, que también esta vez te embolsas una comisión extra, se dijo Teresa. Pesquero más barco más gente de Chakor igual a una lana. Vio que Lataquia acentuaba la sonrisa, adivinando lo que ella pensaba. Al menos este hijo de la chingada no lo oculta, decidió. Lo hace a la descubierta, con toda naturalidad. Y siempre sabe dónde está el límite. Luego se volvió al doctor Ramos. Qué hay de las gomas, quiso saber. Cuántas unidades para el transbordo. El doctor tenía desplegada sobre la mesa la carta 773 del almirantazgo británico, con toda la costa marroquí detallada entre Ceuta y Melilla. Señaló un punto con el caño de la pipa, tres millas al norte, entre el peñón de Vélez de la Gomera y el banco de Xauen.

—Hay disponibles seis embarcaciones —dijo—. Para dos viajes de mil setecientos kilos más o menos cada una... Con el pesquero moviéndose a lo largo de esta línea, así, todo puede estar resuelto en menos de tres horas. Cinco, si la mar se pone molesta. La carga ya está lista en Bab Berret y Ketama. Los puntos de embarque serán Rocas Negras, Cala Traidores y la boca del Mestaxa.

—¿Por qué repartirlo tanto?... ¿No es mejor todo de golpe?

El doctor Ramos la miró, grave. Viniendo de otra persona, la pregunta habría ofendido al táctico de Transer Naga; pero, con Teresa, aquello resultaba normal. Solía supervisarlo todo hasta el menor detalle. Era bueno para ella y bueno para los demás, porque las responsabilidades de éxitos y de fracasos siempre eran compartidas, y no hacía falta andar luego con demasiadas explicaciones. Minuciosa, solía comentar Farid Lataquia en su gráfico estilo mediterráneo, hasta machacarte los huevos. Nunca delante de ella, por supuesto. Pero Teresa lo sabía. En realidad lo sabía todo de todos. De pronto se encontró pensando en Teo Aljarafe. Asunto pendiente, también a resolver en los próximos días. Se corrigió por dentro. Lo sabía casi todo de casi todos.

—Veinte mil kilos juntos en una sola playa son muchos kilos —explicaba el doctor—, incluso con los mehanis de nuestra parte... Prefiero no llamar tanto la atención. Así que se lo planteamos a los marroquíes como si se tratara de tres operaciones distintas. La idea es embarcar la mitad de la carga en el punto uno con las seis gomas a la vez, un cuarto en el punto dos con sólo tres gomas, y el otro cuarto en el tercer punto, con las tres restantes... Así reduciremos el riesgo y nadie tendrá que volver a cargar al mismo sitio.

—¿Qué tiempo hay previsto?

—En esta época no puede ser muy malo. Tenemos un margen de tres días, el último con la luna casi en oscuro, en el primer creciente. A lo mejor tenemos niebla, y eso puede complicar las citas. Pero cada goma llevará un GPS, y el pesquero también. —¿Comunicaciones?

—Las de costumbre: móviles donados o en clave para las gomas y el pesquero, Internet para el barco grande... Boquitoquis STU para la maniobra.

—Quiero a Alberto en la mar, con todos sus aparatos.

Asintió Rizocarpaso, el ingeniero gibraltareño. Era rubio, con cara aniñada, casi lampiño. Introvertido. Muy eficaz en su registro. Llevaba siempre las camisas y los pantalones arrugados de pasar horas delante de un receptor de radio o del teclado de un ordenador. Teresa lo había reclutado porque era capaz de camuflar los contactos y operaciones a través de Internet, desviándolo todo bajo la cobertura ficticia de países sin acceso para las policías europeas y norteamericana: Cuba, India, Libia, Irak. En cuestión de minutos podía abrir, usar y dejar dormidas varias direcciones electrónicas camufladas tras servidores locales de esos u otros países, recurriendo a números de tarjetas de crédito robadas o de testaferros. También era experto en esteganografía y en el sistema de encriptado PGP.

—¿Qué barco? —preguntó el doctor.

—Uno cualquiera, deportivo. Discreto. El Fairline Squadron que tenemos en Banús puede valer —Teresa le indicó al ingeniero una amplia zona en la carta náutica, a poniente de Alborán—. Coordinarás las comunicaciones desde allí.

El gibraltareño moduló una sonrisita estoica. Lataquia y el doctor lo miraban guasones; todos sabían que se mareaba en el mar como un caballo de tiovivo, pero sin duda Teresa tenía sus razones.

—¿Dónde será el encuentro con el Xoloítzcuintle? —quiso saber Rizocarpaso—. Hay zonas donde la cobertura es mala.

—Lo sabrás a su debido tiempo. Y si no hay cobertura, usaremos la radio camuflándonos en canales pesqueros. Frases establecidas para cambios de una frecuencia a otra, entre los ciento veinte y los ciento cuarenta megaherzios. Prepara una lista.

Sonó uno de los teléfonos. La secretaria de la oficina de Marbella había recibido una comunicación de la embajada de México en Madrid. Solicitaban que la señora Mendoza recibiese a un alto funcionario para tratar un asunto urgente. Cómo de urgente, quiso saber Teresa. No lo han dicho, fue la respuesta. Pero el funcionario ya está aquí. Mediana edad, bien vestido. Muy elegante. Su tarjeta dice Héctor Tapia, secretario de embajada. Lleva quince minutos sentado en el vestíbulo. Y lo acompaña otro caballero.

—Gracias por recibirnos, señora.

Conocía a Héctor Tapia. Lo había tratado superficialmente unos años atrás, durante las gestiones con la embajada de México en Madrid para resolver el papeleo de su doble nacionalidad. Una breve entrevista en un despacho del edificio de la Carrera de San Jerónimo. Algunas palabras medio cordiales, la firma de documentos, el tiempo de un cigarrillo, un café, una charla intrascendente. Lo recordaba educadísimo, discreto. Pese a estar al corriente de todo su currículum —o quizás a causa de eso mismo—, la había recibido con amabilidad, reduciendo los trámites al mínimo. En casi doce años, era el único contacto directo que Teresa había mantenido con el mundo oficial mejicano.

—Permítame presentarle a don Guillermo Rangel. Norteamericano.

Se le veía incómodo en la salita de reuniones forrada de nogal oscuro, como quien no está seguro de hallarse en el lugar adecuado. El gringo, sin embargo, parecía a sus anchas. Miraba la ventana abierta a los magnolios del jardín, el antiguo reloj de pared inglés, la calidad de la piel de las butacas, el valioso dibujo de Diego Rivera —Apunte para retrato de Emiliano Zapata— enmarcado en la pared.

—En realidad soy de origen mejicano, como usted —dijo, contemplando todavía el retrato bigotudo de Zapata, con aire complacido—. Nacido en Austin, Tejas. Mi madre era chicana.

Su español era perfecto, con vocabulario norteño, apreció Teresa. Muchos años de práctica. Pelo castaño a cepillo, hombros de luchador. Polo blanco bajo la chaqueta ligera. Ojos oscuros, ágiles y avisados.

—El señor —comentó Héctor Tapia— tiene ciertas informaciones que le gustaría compartir.

Teresa los invitó a ocupar dos de las cuatro butacas colocadas en torno a una gran bandeja árabe de cobre martilleado, y ella se sentó en otra, colocando un paquete de Bisonte y el encendedor sobre la mesa. Había tenido tiempo de arreglarse un poco: pelo recogido en cola de caballo con un pasador de plata, blusa de seda oscura, pantalón tejano negro, mocasines, chaqueta de gamuza en el brazo de la butaca.

—No estoy segura de que esas informaciones me interesen —dijo.

El pelo plateado del diplomático, la corbata y el traje de corte impecable contrastaban con la apariencia del gringo. Tapia se había quitado los lentes de montura de acero y los estudiaba con el ceño fruncido, como si no estuviera satisfecho del estado de los cristales.

—Éstas sí le interesan–se puso los lentes y la miró, persuasivo—. Don Guillermo...

El otro levantó una mano grande y chata. Willy. Pueden llamarme Willy. Todo el mundo lo hace.

—Bien. Pues aquí, Willy, trabaja para el Gobierno americano.

—Para la DEA —matizó el otro, sin complejos. Teresa estaba sacando un cigarrillo del paquete. Siguió haciéndolo sin inmutarse.

—¿Perdón?... ¿Para quién ha dicho?

Se puso el cigarrillo en la boca y buscó el encendedor, pero Tapia se inclinaba ya sobre la mesa, atento, un chasquido, la llama dispuesta.

—De—E—A —repitió Willy Rangel espaciando mucho las siglas—... Drug Enforcement Administration. Ya sabe. La agencia antidrogas de mi país.

—Híjole. No me diga —Teresa echó el humo observando al gringo—... Muy lejos de sus rumbos, lo veo. No sabía que su empresa tuviera intereses en Marbella. —Usted vive aquí.

—¿Y qué tengo yo que ver?

La contemplaron sin decir nada, unos segundos, y luego se miraron el uno al otro. Teresa vio que Tapia enarcaba una ceja, mundano. Es tu asunto, amigo, parecía apuntar el gesto. Yo sólo oficio de acólito.

—Vamos a entendernos, señora —dijo Willy Rangel—. No estoy aquí por nada que tenga que ver con su modo actual de ganarse la vida. Ni tampoco don Héctor, que es tan amable de acompañarme. Mi visita tiene que ver con cosas que ocurrieron hace mucho tiempo...

—Hace doce años —puntualizó Héctor Tapia, como desde lejos. O desde afuera.

Y con otras que están a punto de ocurrir. En su tierra.

—Mi tierra, dice. —Eso es.

Teresa miró el cigarrillo. No voy a terminármelo, decía el gesto. Tapia lo entendió a la perfección, pues dirigió al otro una ojeada inquieta. Órale que se nos va, acuciaba sin palabras. Rangel parecía de la misma opinión. Así que fue al grano.

—¿Le dice algo el nombre de César Batman Güemes?

Tres segundos de silencio, dos miradas pendientes de ella. Echó el humo tan despacio como pudo. —Pues fíjense que no.

Las dos miradas se cruzaron entre sí. De nuevo a ella.

—Sin embargo —dijo Rangel—, usted lo conoció hace tiempo.

—Qué raro. Entonces nomás lo recordaría, ¿verdad? —miró el reloj de pared, en busca de un modo cortés de ponerse en pie y zanjar aquello—... Y ahora, si me disculpan...

Los dos hombres se miraron de nuevo. Entonces el de la DEA sonrió. Lo hizo con una mueca amplia, simpática. Casi bonachona. En su oficio, pensó Teresa, alguien que sonríe así es que reserva el efecto para las grandes ocasiones.

—Concédame sólo cinco minutos más —dijo el gringo—. Para contarle una historia.

—Sólo me gustan las historias con final bien padre. —Es que este final depende de usted.

Y Guillermo Rangel, a quien todo el mundo llamaba Willy, se puso a contar. La DEA, explicó, no era un cuerpo de operaciones especiales. Lo suyo era recopilar datos de tipo policial, mantener una red de confidentes, pagarlos, elaborar informes detallados sobre actividades relacionadas con la producción, tráfico y distribución de drogas, ponerle nombres y apellidos a todo eso y estructurar un caso para que se sostuviera ante un tribunal. Por eso utilizaba agentes. Como él mismo. Personas que se introducían en organizaciones de narcotraficantes y actuaban allí. El propio Rangel había trabajado así, primero infiltrado en grupos chicanos de la bahía de California y luego en México, como controlador de agentes encubiertos, durante ocho años; menos un período de catorce meses que estuvo destinado en Medellín, Colombia, de enlace entre su agencia y el Bloque de Búsqueda de la policía local encargado de la captura y muerte de Pablo Escobar. Y, por cierto, la foto famosa del narco abatido, rodeado por los hombres que lo mataron en Los Olivos, la había hecho el propio Rangel. Ahora estaba enmarcada en la pared de su despacho, en Washington D. C.

—No veo qué puede interesarme a mí de todo eso —dijo Teresa.

Apagaba el cigarrillo en el cenicero, sin prisas, pero resuelta a terminar aquella conversación. No era la primera vez que policías, agentes o traficantes venían con historias. No tenía ganas de perder el tiempo.

—Se lo cuento —dijo sencillamente el gringo— para situarle mi trabajo.

—Está situadísimo. Y ahora, si me disculpan... Se puso en pie. Héctor Tapia también se levantó con reflejo automático, abotonándose la chaqueta. Miraba a su acompañante, desconcertado e inquieto. Pero Rangel seguía sentado.

—El Güero Dávila era agente de la DEA —dijo con sencillez—. Trabajaba para mí, y por eso lo mataron. Teresa estudió los ojos inteligentes del gringo, que acechaban el efecto. Ya soltaste el golpe de teatro, pensó. Y ni modo, salvo que te quede más parque. Sentía deseos de reír a carcajadas. Una risa aplazada doce años, desde Culiacán, Sinaloa. La broma póstuma del pinche Güero. Pero se limitó a encoger los hombros.

—Ahora —dijo con mucha sangre fría—, cuénteme algo que yo no sepa.

Ni la mires, había dicho el Güero Dávila. La agenda ni la abras, prietita. Llévasela a don Epifanio Vargas y cámbiasela por tu vida. Pero aquella tarde, en Culiacán, Teresa no pudo resistir la tentación. Pese a lo que pensaba el Güero, ella tenía ideas propias, y sentimientos. También curiosidad por saber en qué infierno acababan de meterla. Por eso, momentos antes de que el Gato Fierros y Pote Gálvez aparecieran en el apartamento cercano al mercado Garmendia, infringió las reglas, pasando páginas de aquella libreta de piel donde estaban las claves de lo que había ocurrido y de lo que estaba a punto de ocurrir. Nombres, direcciones. Contactos a uno y otro lado de la frontera. Tuvo tiempo de asomarse a la realidad antes de que todo se precipitara y se viera huyendo con la Doble Águila en la mano, sola y aterrorizada, sabiendo exactamente de qué intentaba escapar. Lo resumió bien aquella misma noche, sin pretenderlo, el propio don Epifanio Vargas. A tu hombre, fue lo que dijo, le gustaban demasiado los albures. Las bromas, el juego. Las apuestas arriesgadas que hasta la incluían a ella misma. Teresa sabía todo eso al acudir a la capilla de Malverde con la agenda que nunca debió leer y que había leído, maldiciendo al Güero por semejante forma de ponerla en peligro justo para salvarla. Un razonamiento típico del jugador cabrón aficionado a meter en la boca del coyote su cabeza y la de otros. Si me queman, había pensado el hijo de su pinche madre, Teresa no tiene salvación. Inocente o no, son las reglas. Pero había una remota posibilidad: demostrar que ella realmente actuaba de buena fe. Porque Teresa nunca habría entregado la agenda a nadie, de conocer lo que tenía dentro. Nunca, de estar al corriente del juego peligroso del hombre que llenó esas páginas de mortales anotaciones. Llevándosela a don Epifanio, padrino de Teresa y del propio Güero, ella demostraba su ignorancia. Su inocencia. Nunca se habría atrevido, en caso contrario. Y esa tarde, sentada en la cama del apartamento, pasando las páginas que eran al mismo tiempo su sentencia de muerte y su única salvación posible, Teresa maldijo al Güero porque al fin lo comprendía todo muy bien. Echar a correr sin más era condenarse a sí misma a no llegar lejos. Tenía que entregar la agenda para demostrar precisamente que ignoraba su contenido. Necesitaba tragarse el miedo que le retorcía las tripas y mantener la cabeza tranquila, la voz neutra en su punto exacto de angustia, la súplica sincera al hombre en quien el Güero y ella confiaban. La morra del narco, el animalito asustado. Yo no sé nada. Nomas dígame usted, don Epifanio, qué iba yo a leer. Por eso seguía viva. Y por eso ahora, en el saloncito de su despacho de Marbella, el agente de la DEA Willy Rangel y el secretario de embajada Héctor Tapia la miraban boquiabiertos, uno sentado y el otro de pie, todavía con los dedos en los botones de la chaqueta.

—¿Lo ha sabido todo este tiempo? —preguntó el gringo, incrédulo.

—Hace doce años que lo sé.

Tapia se dejó caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.

—Cristo bendito —dijo.

Doce años, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella última noche de Culiacán, en la capilla de Malverde, en la atmósfera sofocante del calor húmedo y el humo de las velas, ella había jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganó. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la quería. Los quería a los dos, pese a comprender mediante la agenda —quizá lo sabía de antes, o no— que Raimundo Dávila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el Batman Güemes lo hizo bajar por eso. Y así Teresa pudo engañarlos a todos, rifándose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como había previsto el Güero que sucedería. Imaginó la conversación de don Epifanio, al día siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. ¿Cómo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Así que podéis dejarla en paz. Órale. Sólo fue una posibilidad entre cien, pero bastó para salvarla.

Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atención, y también con un respeto que antes no estaba allí. En tal caso, apuntó, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Señora. En este momento es más necesario que nunca. Teresa dudó un instante, pero sabía que el gringo llevaba razón. Miró a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno más. Después volvió a sentarse y encendió otro Bisonte. Tapia estaba aún tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardó en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercó la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella había encendido el cigarrillo con el suyo propio.

Entonces el hombre de la DEA contó la verdadera historia del Güero Dávila.

Raimundo Dávila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve años. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotráfico, pasando mariguana en pequeñas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas después de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenía condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frío pese a su apariencia extrovertida, tras un período de adiestramiento, que oficialmente pasó en una cárcel del norte —de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura—, el Güero fue enviado a Sinaloa con la misión de infiltrarse en las redes de transporte del cártel de Juárez, donde tenía viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el ' dinero. También le gustaba volar, y había hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en—.

Culiacán. Durante varios años se introdujo en los medios narcotraficantes a través de Norteña de Aviación, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuó en las grandes operaciones de transporte aéreo del Señor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar Batman Güemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por teléfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlán y Los Mochis. Y toda la información valiosa que la DEA obtuvo del cártel de Juárez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Güero valía su peso en coca.

Por fin, lo mataron. El pretexto formal era cierto: aficionado a correr riesgos extra, aprovechaba los viajes en avioneta para transportar droga propia. Le gustaba jugar a varias bandas, y en aquello estaba implicado su pariente el Chino Parra. La DEA andaba más o menos al corriente; pero se trataba de un agente valioso y le daban su margen. El caso es que al final los narcos le ajustaron las cuentas. Durante algún tiempo, Rangel tuvo la duda de si fue por las transas privadas con droga o porque alguien lo delató. Tardó tres años en averiguarlo. Un cubano detenido en Miami, que trabajaba para la gente de Sinaloa, se acogió a la normativa sobre testigos protegidos y llenó dieciocho horas de cinta magnetofónica con sus revelaciones. En ellas contó que el Güero Dávila fue asesinado porque alguien desmontó su cobertura. Un fallo tonto: un funcionario norteamericano de Aduanas de El Paso accedió casualmente a una información confidencial, y se la vendió a los narcos por ochenta mil dólares. Los otros ataron cabos, empezaron a sospechar y de algún modo centraron al Güero.

—Lo de la droga en la Cessna —concluyó Rangel— fue un pretexto. Iban por él. Lo curioso es que quienes lo bajaron no sabían que era agente nuestro.

Se quedó callado. Teresa todavía encajaba aquello. —¿Y cómo puede estar seguro?

El gringo afirmó con la cabeza. Profesional. —Desde el asesinato del agente Camarena, los narcos saben que nunca perdonamos la muerte de uno de nuestros hombres. Que persistimos hasta que los responsables mueren o son encarcelados. Ojo por ojo. Es una regla; y si de algo entienden ellos es de códigos y de reglas. Había una frialdad nueva en la exposición. Somos muy malos enemigos, decía el tono. A las malas. Con dólares y con una tenacidad de poca madre.

—Pero al Güero se lo mataron bien muerto. —Ya —Rangel movía la cabeza otra vez—. Por eso le digo que quien dio la orden directa de montar la celada en el Espinazo del Diablo ignoraba que era un agente... El nombre tal vez le suene, aunque hace un rato negó conocerlo: César Batman Güemes.

—No lo recuerdo.

—Claro. Aun así, estoy en condiciones de asegurarle que él se limitaba a cumplir un encargo. Ese güey trafica a su aire, le dijeron. Convendría un escarmiento. Nos consta que el Batman Güemes se hizo de rogar. Por lo visto el Güero Dávila le caía bien... Pero en Sinaloa, los compromisos son los compromisos.

—¿Y quién, según usted, hizo el encargo e insistió en la muerte del Güero?

Rangel se frotó la nariz, miró a Tapia y después volvió a Teresa, sonriendo torcido. Estaba en el borde de la butaca, las manos apoyadas en las rodillas. Ya no parecía bonachón. Ahora, decidió ella, la suya era la actitud de un perro de presa rencoroso y con buena memoria.

—Otro al que seguro que tampoco recuerda... El hoy diputado por Sinaloa y futuro senador Epifanio Vargas Orozco.

Teresa apoyó la espalda en la pared y miró a los escasos clientes que a esa hora bebían en el Olde Rock. A menudo reflexionaba mejor cuando estaba entre desconocidos, observando, en vez de hallarse a solas con la otra mujer que arrastraba consigo. De regreso a Guadalmina le había dicho de pronto a Pote Gálvez que se dirigiera a Gibraltar; y tras cruzar la verja fue guiando al gatillero por las estrechas calles hasta que le ordenó estacionar la Cherokee frente a la fachada blanca del pequeño bar inglés donde solía ir en otro tiempo —en otra vida— con Santiago Fisterra. Todo seguía igual allí dentro: las metopas y jarras en. las vigas del techo, las paredes cubiertas con fotos de barcos, grabados históricos y recuerdos marineros. Encargó en la barra una Foster's, la cerveza que siempre bebía Santiago cuando estaban allí, y fue a sentarse, sin probarla, en la mesa de costumbre, junto a la puerta, bajo el cuadrito con la muerte del almirante inglés —ahora ya sabía quién era aquel Nelson y cómo le habían partido la madre en Trafalgar—. La otra Teresa Mendoza rondaba estudiándola de lejos, atenta. A la espera de conclusiones. De una reacción a todo cuanto acababan de contarle, que poco a poco completaba el cuadro general que la explicaba a ella, y a la otra, y también aclaraba al fin todos los acontecimientos que la llevaron hasta ese jalón de su vida. Y ahora sabía incluso mucho más de lo que creyó saber.

He tenido mucho gusto, había sido su respuesta. Eso fue exactamente lo que dijo cuando el hombre de la DEA y el hombre de la embajada terminaron de contarle lo que fueron a contar y se quedaron observándola en espera de una reacción. Ustedes están locos, he tenido mucho gusto, adiós. Los vio irse decepcionados. Tal vez aguardaban comentarios, promesas. Compromisos. Pero su rostro inexpresivo, sus modales indiferentes, les dejaron poca esperanza. Ni modo. Nos manda a chingar a nuestra madre, había dicho en voz baja Héctor Tapia cuando se iban, pero no lo bastante bajo como para que ella no lo oyera. Pese a sus exquisitos modales, el diplomático parecía abatido. Piénselo bien, fue el comentario del otro. Su despedida. Pues no veo, respondió ella cuando ya les cerraban la puerta detrás, qué es lo que tendría que pensar. Sinaloa está muy lejos. Permiso.

Pero seguía allí sentada, en el bar gibraltareño, y pensaba. Recordaba punto por punto, ordenando en su cabeza todo lo dicho por Willy Rangel. La historia de don Epifanio Vargas. La del Güero Dávila. Su propia historia. Fue el antiguo jefe del Güero, había dicho el gringo, el mismo don Epifanio, quien averiguó el asunto de la DEA. Durante su época inicial como propietario de Norteña de Aviación, Vargas había alquilado sus aviones a Southern Air Transport, una tapadera del Gobierno norteamericano para el transporte de armas y cocaína con el que la CIA financiaba la guerrilla de la contra en Nicaragua; y el propio Güero Dávila, que en ese tiempo ya era agente de la DEA, fue uno de los pilotos que descargaban material de guerra en el aeropuerto de Los Llanos, Costa Rica, regresando a Fort Lauderdale, en Florida, con droga del cártel de Medellín. Terminado todo aquello, Epifanio Vargas mantuvo buenas conexiones al otro lado, y así pudo enterarse más tarde de la filtración del funcionario de Aduanas que delató al Güero. Vargas pagó al chivato y durante cierto tiempo se guardó la información sin tomar decisiones. El chaca de la sierra, el antiguo campesino paciente de San Miguel de los Hornos, era de los que no se precipitaban nunca. Estaba casi fuera del negocio directo, sus rumbos eran otros, la actividad farmacéutica que manejaba de lejos iba bien, y las privatizaciones estatales de los últimos tiempos le permitieron blanquear grandes capitales. Mantenía a su familia en un inmenso rancho cercano a El Limón, por el que había cambiado la casa de la colonia Chapultepec de Culiacán, y a su amante, una conocida ex modelo y presentadora de televisión, en una lujosa vivienda de Mazatlán. No veía la necesidad de complicarse con decisiones que podían perjudicarlo sin otro beneficio que la venganza. El Güero trabajaba ahora para el Batman Güemes, y ése no era asunto de Epifanio Vargas.

Sin embargo, había seguido contando Willy Rangel, las cosas cambiaron. Vargas hizo mucho dinero con el negocio de la efedrina: cincuenta mil dólares el kilo en los Estados Unidos, frente a los treinta mil de la cocaína y los ocho mil de la mariguana. Tenía buenas relaciones que le abrían las puertas de la política; era momento de rentabilizar el medio millón mensual que durante años invirtió en sobornar a funcionarios públicos. Veía ante sí un futuro tranquilo y respetable, lejos de los sobresaltos del viejo oficio. Después de establecer lazos financieros, de corrupción o de complicidad con las principales familias de la ciudad y el estado, tenía dinero suficiente para decir basta, o para seguir ganándolo por medios convencionales. Ásí que de pronto empezó a morir gente sospechosamente relacionada con su pasado: policías, jueces, abogados. Dieciocho en tres meses. Era como una epidemia. Y en ese panorama, la figura del Güero representaba también un obstáculo: sabía demasiadas cosas de los tiempos heroicos de Norteña de Aviación. El agente de la DEA se clavaba en su pasado como una cuña peligrosa que podía dinamitar el futuro.

Pero Vargas era listo, matizó Rangel. Muy listo, con aquella astucia campesina que lo había llevado hasta donde estaba. De modo que le endosó el trabajo a otro, sin revelar por qué. El Batman Güemes nunca habría liquidado a un agente de la DEA; pero un piloto de avionetas que iba por libre, engañando a sus jefes un poquito por aquí y un poquito por allá, era otra cosa. Vargas le insistió al Barman: un escarmiento ejemplar, etcétera. A él y a su primo. Algo para desanimar a quienes andan en tales transas. A mí también me dejó asuntos pendientes, así que considéralo un favor personal. Y a fin de cuentas, tú eres ahora su patrón. La responsabilidad es tuya.

—¿Desde cuándo saben todo eso? —preguntó Teresa.

—En parte, desde hace mucho. Casi cuando ocurrió —el hombre de la DEA movía las manos para subrayar lo obvio—. El resto hará cosa de dos años, cuando el testigo protegido nos puso al corriente de los detalles... También dijo algo más —hizo una pausa observándola atento, como si la invitara a cubrir ella misma los puntos suspensivos—... Que más tarde, cuando usted empezó a crecer a este lado del Atlántico, Vargas se arrepintió de haberla dejado salir viva de Sinaloa. Que le recordó al Batman Güemes que tenía cosas pendientes allá en su tierra... Y que el otro envió dos pistoleros a completar el trabajo.

Es tu historia, apuntaba la expresión inescrutable de Teresa. Tú eres quien la trae entre manos.

—No me diga. ¿Y qué pasó?

—Eso tendría que contarlo usted. De ellos nunca más se supo.

Terció Héctor Tapia, suave.

—De uno de ellos, quiere decir el señor. Por lo visto, otro sigue aquí. Retirado. O casi.

—¿Y por qué vienen a platicarme ahorita todo eso?

Rangel miró al diplomático. Ahora sí que es de veras tu turno, decía aquella mirada. Tapia se quitó otra vez los lentes y volvió a ponérselos. Después se miró las uñas como si llevara notas escritas allí.

—En los últimos tiempos —dijo—, la carrera política de Epifanio Vargas ha ido para arriba. Imparable. Demasiada gente le debe demasiado. Muchos lo quieren o lo temen, y casi todos lo respetan. Tuvo la habilidad de salirse de las actividades directas del cártel de Juárez antes de que éste empezara sus enfrentamientos graves con la justicia, cuando la lucha se llevaba a cabo casi en exclusiva contra los competidores del Golfo... En su carrera ha involucrado lo mismo a jueces, empresarios y políticos que a altas autoridades de la Iglesia mejicana, a policías y a militares: el general Gutiérrez Rebollo, que estuvo a punto de ser nombrado fiscal antidrogas de la República antes de que se descubrieran sus vínculos con el cártel de Juárez y acabara en el penal de Almoloya, era íntimo suyo... Y después está la faceta popular: desde que consiguió que lo nombraran diputado estatal, Epifanio Vargas hizo mucho por Sinaloa, invirtió dinero, creó puestos de trabajo, ayudó a la gente...

—Eso no es malo —interrumpió Teresa—. Lo normal en México es que quienes se roban el país lo guarden todo para ellos... El PRI pasó setenta años haciéndolo.

Hay matices, repuso Tapia. De momento, ya no gobierna el PRI. Los nuevos aires condicionan mucho. Tal vez al final cambien pocas cosas, pero existe la intención indudable de cambiar. O de intentarlo. Y justo en este momento, Epifanio Vargas está a punto de ser designado senador de la República...

Y alguien quiere fregárselo —comprendió Teresa. —Sí. Tal vez sea una forma de expresarlo. Por una parte, un sector político de mucho peso, vinculado al Gobierno, no desea ver en el Senado de la nación a un narco sinaloense, incluso aunque esté oficialmente retirado y sea ya diputado en ejercicio... También hay viejas cuentas que sería prolijo detallar.

Teresa imaginaba esas cuentas. Todos hijos de su pinche madre, en guerras sordas por el poder y el dinero, los cárteles de la droga y los amigos de los respectivos cárteles y las distintas familias políticas relacionadas o no con la droga. Gobierne quien gobierne. México lindo, como de costumbre.

—Y por parte nuestra —apuntó Rangel— no olvidamos que hizo matar a un agente de la DEA. —Exacto —aquella responsabilidad compartida parecía aliviar a Tapia—. Porque el Gobierno de la Unión Americana, que como usted sabe, señora, sigue muy de cerca la política de nuestro país, tampoco vería con buenos ojos a un Epifanio Vargas senador... Así que se intenta crear una comisión de alto rango para actuar en dos fases: primera, abrir una investigación sobre el pasado del diputado. Segunda, si reúnen las pruebas necesarias, desaforarlo y acabar con su carrera política, llegando incluso a un proceso judicial.

—A cuyo término —dijo Rangel— no excluimos la posibilidad de solicitar su extradición a los Estados Unidos.

Y qué pinto yo en ese desmadre, quiso saber Teresa. A qué viene viajar hasta aquí para contármelo como si fuéramos todos carnales. Entonces Rangel y Tapia se miraron de nuevo, el diplomático carraspeó un instante, y mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera de plata —ofreciéndole a Teresa, que negó con la cabeza—, dijo que el Gobierno mejicano había seguido con atención la, ejem, carrera de la señora en los últimos años. Que nada había contra ella, pues sus actividades se realizaban, hasta donde podía saberse, fuera del territorio nacional —una ciudadana ejemplar, apuntó Rangel por su parte, tan serio que la ironía quedó diluida en las palabras—, Y que en vista de todo eso, las autoridades correspondientes estaban dispuestas a llegar a un pacto. Un acuerdo satisfactorio para todos. Cooperación a cambio de inmunidad.

Teresa los observaba. Suspicaz. —¿Qué clase de cooperación?

Tapia se encendió el cigarrillo con mucho cuidado. El mismo con el que parecía meditar sobre lo que estaba a punto de decir. O más bien sobre la forma de decirlo.

—Usted tiene cuentas personales allí. También sabe mucho sobre la época del Güero Dávila y la actividad de Epifanio Vargas —se decidió al fin—... Fue testigo privilegiado y casi le cuesta la vida... Hay quien piensa que tal vez la beneficiaría un arreglo. Posee medios sobrados para dedicarse a otras actividades, disfrutando de lo que tiene y sin preocuparse por el futuro.

—Qué me dice. —Lo que oye.

—Híjole... ¿Y a qué debo tanta generosidad? —Nunca acepta pagos en droga. Sólo dinero. Es una operadora de transporte, no propietaria, ni distribuidora. La más importante de Europa en este momento, sin duda. Pero nada más... Eso nos deja un margen de maniobra razonable, de cara a la opinión pública...

—¿Opinión pública?... ¿De qué chingados me habla? El diplomático tardó en responder. Teresa podía oír respirar a Rangel; el hombre de la DEA se removía en el asiento, inquieto, entrelazando los dedos.

—Se le ofrece la posibilidad de regresar a México, si lo desea —prosiguió Tapia—, o de establecerse discretamente donde guste... Incluso las autoridades españolas han sido sondeadas al respecto: existe el compromiso por parte del ministerio de justicia de paralizar todos los procedimientos e investigaciones en curso... Que según mis noticias, se encuentran en una fase muy avanzada y pueden poner, a medio plazo, la cosas bastante difíciles para la, ejem, Reina del Sur... Como dicen en España, borrón y cuenta nueva.

—No sabía que los gringos tuviesen la mano tan larga.

—Según para qué.

Entonces Teresa se echó a reír. Me están pidiendo, dijo todavía incrédula, que les cuente todo lo que suponen que sé sobre Epifanio Vargas. Que haga de madrina, a mis años. Y sinaloense.

—No sólo que nos lo cuente —intervino Rangel—. Sino que lo cuente allí.

—¿Dónde es allí?

Ante la comisión de justicia de la Procuraduría General de la República.

—¿Pretenden que vaya a declarar a México? —Como testigo protegido. Inmunidad absoluta. Tendría lugar en el Distrito Federal, bajo todo tipo de garantías personales y jurídicas. Con el agradecimiento de la nación, y del Gobierno de los Estados Unidos. Teresa se puso en pie de pronto. Puro reflejo y sin pensarlo siquiera. Esta vez se levantaron los dos al mismo tiempo: desconcertado Rangel, incómodo Tapia. Ya te lo decía yo, expresaba el gesto de éste al cambiar la última mirada con el de la DEA. Teresa fue hasta la puerta y la abrió de golpe. Pote Gálvez estaba afuera, en el pasillo, los brazos ligeramente separados, falsamente apacible en su gordura. Si hace falta, le dijo ella con los ojos, échalos a patadas.

—Ustedes —casi lo escupió— se han vuelto locos.

Y allí estaba ahora, sentada en la antigua mesa del bar gibraltareño, reflexionando sobre todo eso. Con una vida minúscula que le apuntaba en las entrañas sin que supiera todavía qué iba a hacer con ella. Con el eco de la conversación reciente en la cabeza. Dándole vueltas a las sensaciones. A las palabras últimas y a los recuerdos viejos. Al dolor y a la gratitud. A la imagen del Güero Dávila —inmóvil y callado como ella lo estaba ahora, en aquella cantina de Culiacán— y al recuerdo del otro hombre sentado junto a ella en plena noche, en la capilla del santo Malverde. A tu Güero le gustaban los albures, Teresita. ¿La neta que no leíste nada? Entonces vete, y procura enterrarte tan hondo que no te encuentren. Don Epifanio Vargas. Su padrino. El hombre que pudo matarla, y tuvo compasión y no lo hizo. Que después se arrepintió, y ya no pudo.