9 También las mujeres pueden

Había llovido toda la mañana en rachas densas que cribaban de salpicaduras la marejada, con las ráfagas más fuertes borrando a intervalos la silueta gris del cabo Trafalgar, mientras ellas fumaban en la playa, dentro del Land Rover, la neumática y el motor fuera borda en el remolque, oyendo música, viendo resbalar el agua por el parabrisas y pasar las horas en el reloj del salpicadero: Patricia O'Farrell en el asiento del conductor, Teresa en el otro, con bocadillos, un termo de café, botellas de agua, paquetes de tabaco, cuadernos con croquis y una. carta náutica de la zona, la más detallada que Teresa pudo encontrar. Ahora el cielo continuaba sucio —coletazos de una primavera que se resistía al verano— y las nubes bajas seguían moviéndose hacia levante; pero el mar, una superficie ondulante y plomiza, estaba más tranquilo, y sólo rompía en rasgaduras blancas a lo largo de la costa.

Ya podemos ir —dijo Teresa.

Salieron, estirando los músculos entumecidos mientras caminaban sobre la arena mojada, y luego abrieron la trasera del Land Rover y sacaron los trajes de buceo. Persistía una llovizna leve, intermitente, y a Teresa se le erizó la piel al desnudarse. Hacía, pensó, un frío de la chingada. Se puso los ajustados pantalones de neopreno sobre el bañador, y después cerró la cremallera de la chaquetilla sin cubrirse con la capucha, recogido el pelo en cola de caballo con un elástico. Dos tipas haciendo pesca submarina con este tiempo, se dijo. No mames. Espero que si algún pendejo anda remojándose por aquí, se trague la bola completa.

—¿Estás lista?

Vio que su amiga asentía sin perder de vista la enorme extensión gris que ondulaba ante ellas. Pati no estaba acostumbrada a ese tipo de situaciones, pero lo encajaba todo con razonable serenidad: ni charla superflua, ni nervios. Sólo parecía preocupada, aunque Teresa no estaba segura de si era por lo que llevaban entre manos —algo para inquietar a cualquiera—, o por la novedad de aventurarse en aquel mar de aspecto poco tranquilizador. Se advertía en los muchos cigarrillos fumados durante la espera; uno tras otro —tenía uno en la boca, húmedo de llovizna, que le hacía entornar los ojos mientras enfundaba las piernas en el pantalón de buceo—, y en el pericazo justo antes de abandonar la cabina, ritual preciso, billete nuevo enrollado y dos culebrillas sobre la carpeta de plástico de la documentación del vehículo. Pero Teresa no quiso acompañarla esta vez. Era otro tipo de lucidez la que necesitaba, pensó mientras terminaba de equiparse, revisando mentalmente la carta náutica que, de tanto mirarla, tenía impresa en la cabeza: la línea de la costa, la curva hacia el sur en dirección a Barbate, la orilla escarpada y rocosa al final de la playa limpia. Y allí, no indicadas en la carta pero señaladas con precisión por Pati, las dos cuevas grandes y la cueva chica oculta entre ambas, inaccesible desde tierra y apenas visible desde el mar: las cuevas de los Marrajos:

Vámonos —dijo—. Quedan cuatro horas de luz. Pusieron las mochilas y los arpones submarinos en la neumática, para cubrir las apariencias, y luego de soltar las cinchas del remolque la arrastraron hasta la orilla. Era una Zodiac de goma gris, de nueve pies de eslora. El depósito del motor, un Mercury de 15 caballos, estaba lleno de gasolina y listo, revisado por Teresa el día anterior, como en los viejos tiempos. Lo encajaron en el espejo de popa apretando bien las palometas. Todo en orden, la cola de la hélice arriba. Después, una a cada lado, tirando de las guirnaldas, llevaron la lancha al mar.

Hundida en el agua fría hasta la cintura, mientras empujaba la neumática fuera de la rompiente de la orilla, Teresa se esforzaba en no pensar. Quería que sus recuerdos fuesen experiencia útil y no lastre de un pasado del que sólo necesitaba retener los conocimientos técnicos imprescindibles. Lo demás, imágenes, sentimientos, ausencias, era algo que no podía permitirse ahora. Un lujo excesivo. Quizá mortal.

Pati la ayudó a subir a bordo, chapoteando para trepar sobre el costado de goma. El mar empujaba la neumática hacia la playa. Teresa encendió el motor a la primera, con un tirón seco y rápido del cordón de arranque. El ruido de los quince caballos le alegró el corazón. Otra vez aquí, pensó. Para lo bueno y lo malo. Le dijo a su compañera que se pusiera a proa para equilibrar pesos, y ella se acomodó junto al motor, gobernando la lancha lejos de la orilla y después en dirección a las rocas negras, al extremo de la arena que clareaba en la luz gris. La Zodiac se portaba bien. Gobernó como le había enseñado Santiago, esquivando las crestas, amura al mar y deslizándose luego de banda por la otra cara en los senos de la marejada. Gozándolo. Chale, que incluso así el mar seguía siendo hermoso, con lo retorcido y perrón que era. Aspiró con deleite el aire húmedo que traía espuma de sal, atardeceres cárdenos, estrellas, cazas nocturnas, luces en el horizonte, el perfil impasible de Santiago iluminado a contraluz por el foco del helicóptero, el ojo azul centelleante de la Hachejota, los pantocazos que retumbaban en los riñones sobre el agua negra. No, pues. Qué triste era todo, y qué hermoso a la vez. Ahora continuaba lloviznando fino, y las salpicaduras del mar venían a rachas. Observó a Pati, vestida con el neopreno azul que le moldeaba la figura, el pelo corto bajo la capucha dándole un aspecto masculino: miraba el mar y las rocas negras sin ocultar del todo su aprensión. Si tú supieras, carnalita, pensó Teresa. Si hubieras visto por estos rumbos cosas que yo vi. Pero la güera se comportaba. Quizá en aquel momento tuviese reparos, como cualquiera los tendría —recuperar la carga era la parte fácil del negocio—, de imaginar las consecuencias, si algo rodaba gacho. Habían hablado cien veces de esas consecuencias, incluida la posibilidad de que la media tonelada ya no se encontrara allí. Pero la Teniente O'Farrell tenía obsesiones y tenía agallas. Tal vez —era su faceta menos tranquilizadora— demasiadas agallas y demasiadas obsesiones. Y eso, meditó Teresa, no siempre casaba con la sangre fría que reclamaban tales transas. En la playa, mientras esperaban en la cabina del Land Rover, descubrió algo: Pati era una compañera, pero no una solución. Quedaba en todo aquello, acabara como acabase, un largo trecho que Teresa tendría que recorrer sola. Nadie iba a aliviarle pasitos del camino. Y poco a poco, sin que ella misma pudiera establecer cómo, la dependencia que había sentido hasta entonces, de todo y de todos, o más bien su creencia tenaz en esa dependencia —era cómoda de llevar, y al otro lado sólo creía encontrar la nada—, iba transformándose en una certeza que era al mismo tiempo de orfandad madura y de consuelo. Primero dentro de la cárcel, en los últimos meses, y quizá no fuesen ajenos a ello los libros leídos, las horas despierta esperando amaneceres, las reflexiones que la paz de aquel período puso en su cabeza. Luego salió al exterior, de nuevo al mundo y a la vida; y el tiempo transcurrido en lo que resultó ser sólo otra espera no hizo más que confirmar el proceso. Pero de nada fue consciente hasta la noche en que reencontró a Pati O'Farrell. Mientras caminaban a oscuras por los campos del cortijo jerezano y oía pronunciar a ésta la palabra futuro, Teresa vislumbró como un relámpago que tal vez Pati no era la más fuerte de las dos; como tampoco lo habían sido, siglos atrás y en otras vidas, el Güero Dávila y Santiago Fisterra. Podría suceder, concluyó, que la ambición, los proyectos, los sueños, incluso el valor, o la fe —hasta la fe en Dios, decidió con un estremecimiento—, en vez de dar fuerzas, te las quitaran. Porque la esperanza, incluso el mero deseo de sobrevivir, la volvían a una vulnerable, atada al posible dolor y a la derrota. Tal vez de ahí resultaba la diferencia entre unos seres humanos y otros, y ése era entonces su caso. Quizá Edmundo Dantés estaba equivocado, y la única solución era no confiar, y no esperar.

La cueva estaba oculta tras unas rocas desprendidas del acantilado. Habían hecho un reconocimiento por tierra cuatro días antes: desde diez metros más arriba, asomada en la cortadura, Teresa estudió y anotó cada piedra aprovechando que el día era claro, que el agua estaba limpia y tranquila para considerar el fondo, sus irregularidades y la forma de acercarse desde el mar sin que una arista afilada cortara la goma de la neumática. Y ahora estaban allí, balanceándose en la marejada mientras Teresa, con leves toques al gas del motor y movimientos en zigzag de la caña, procuraba mantenerse lejos de las piedras y buscaba el paso más seguro. Al fin comprendió que la Zodiac sólo podría meterse en la cueva con mar llana, de modo que puso rumbo a la oquedad grande de la izquierda. Y allí, bajo la bóveda, en un lugar donde el flujo y reflujo no las empujaba contra la pared escarpada, le dijo a Pati que dejase caer el rezón plegable atado al extremo de un cabo de diez metros. Después se echaron las dos al agua resbalando por los costados de la embarcación, y fueron con otro cabo hasta las piedras que la marejada descubría a cada movimiento. Llevaban a la espalda mochilas con bolsas herméticas, cuchillos, cuerdas y dos linternas estancas, y flotaban sin dificultad gracias a sus trajes de buceo. Al llegar, Teresa amarró el cabo en una piedra, le dijo a Pati que tuviera cuidado con las púas de los erizos, y de ese modo avanzaron despacio por la orilla rocosa, el agua entre el pecho y la cintura, de la cueva grande a la pequeña. A veces una rompiente las obligaba a agarrarse para no perder pie, y entonces se lastimaban las manos con las aristas o sentían rasgarse el neopreno en los codos y las rodillas. Era Teresa quien, tras echar un vistazo desde arriba, había insistido en llevar aquellos equipos. Nos quitarán el frío, dijo, y sin ellos el oleaje en las rocas nos haría filetes de res.

Aquí es —señaló Pati—. Tal como Jimmy contaba... El arco arriba, las tres piedras grandes y la chica. ¿Lo ves?... Hay que nadar un poco y luego haremos pie.

Su voz resonaba en la oquedad. Allí olía muy fuerte, a algas podridas, a piedra marina que las mareas y la marejada cubrían y descubrían continuamente. Dejaron la luz a sus espaldas, internándose en la penumbra. Dentro el agua estaba mas tranquila. El fondo aún se veía bien cuando dejaron de hacer pie y nadaron un poco. Casi al final encontraron algo de arena, piedras y madejas de algas muertas. Detrás estaba oscuro.

—Necesito un puto cigarrillo —murmuró Pati. Salieron del agua y buscaron tabaco en las bolsas impermeables de las mochilas. Después fumaron mirándose. El arco de claridad de la entrada se reflejaba en el agua intermedia y las iluminaba en penumbra gris. Mojadas, pelo húmedo, fatiga en las caras. Y ahora qué, parecían preguntarse en silencio.

—Espero que siga aquí —murmuró Pati.

Se quedaron un rato como estaban, apurando los cigarrillos. Si la media tonelada de cocaína se encontraba de veras a pocos pasos, nada en sus vidas iba a ser igual en cuanto recorrieran esa distancia. Las dos lo sabían.

—Órale. Estamos a tiempo, carnalita. A tiempo, ¿de qué?

Teresa sonrió, convirtiendo su pensamiento en una broma.

—Pues no sé. A lo mejor de no mirar.

Pati sonrió también, distante. La cabeza unos pasos más allá.

—No digas tonterías.

Teresa miró la mochila que tenía a los pies, y se agachó para revolver en ella. Se le había soltado la cola de caballo, y las puntas del pelo goteaban agua dentro. Sacó su linterna.

—¿Sabes una cosa? —dijo, comprobando la luz. —No. Dímela.

—Creo que hay sueños que matan —alumbraba alrededor, las paredes de piedra negra con pequeñas estalactitas en lo alto—... Más todavía que la gente, o la enfermedad, o el tiempo.

—¿Y?

—Y nada. Pensaba, nomas. Lo pensaba ahorita. La otra no la miró. Apenas prestaba atención. Había empuñado también una linterna y se volvía hacia las rocas del fondo, ocupada en sus propias reflexiones. —¿De qué coño estás hablando?

Una pregunta distraída, que no buscaba respuesta. Teresa no contestó. Se limitó a mirar a su amiga con atención, porque la voz, incluso considerando el efecto del eco bajo la roca, sonaba rara. Espero que no vaya a asesinarme por la espalda en la cueva del tesoro como los piratas de los libros, pensó, divertida sólo a medias. Pese a lo absurdo de la idea, se sorprendió mirando el tranquilizador mango del cuchillo de buzo que asomaba de su mochila abierta. Y bueno, se increpó. No te apendejes de puro pendeja. Anduvo reprochándose eso en los adentros mientras recogían el equipo, se echaban las mochilas a la espalda y caminaban precavidas, alumbrándose con las linternas entre las piedras y los algazos. El terreno ascendía en pendiente suave. Dos haces de luz iluminaron un recodo. Detrás había más piedras y algas secas: madejas muy espesas amontonadas ante una oquedad de la pared.

—Tendría que estar ahí —dijo Pati.

Híjole, advirtió Teresa, cayendo en la cuenta. Resulta que a la Teniente O'Farrellle tiembla la voz.

—La verdad —dijo Nino Juárez— es que le echaron cojones.

Nada en el antiguo comisario jefe del DOCS —grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol— delataba al policía. O al ex policía. Era menudo y casi frágil, con barbita rubia; vestía un traje gris sin duda muy caro, corbata y pañuelo de seda a juego asomando por el bolsillo de la chaqueta, y un Patek Philippe relucía en su muñeca izquierda bajo el puño de la camisa a rayas rosas y blancas, con llamativos gemelos de diseño. Parecía salido de las páginas de una revista de moda masculina, aunque en realidad venía de su despacho en la Gran Vía de Madrid. Saturnino G. Juárez, decía la tarjeta que yo llevaba en la cartera. Director de seguridad interior. Y en una esquina, el logotipo de una cadena de tiendas de moda de las que facturan cientos de millones en cada ejercicio anual. Las cosas de la vida, pensé. Después del escándalo que, unos años atrás, cuando era más conocido por Nino Juárez o comisario Juárez, le costó la carrera, allí estaba el hombre: repuesto, impecable, triunfador. Con ese Ge punto intercalado que le daba un toque respetable, y aspecto de salirle la pasta por las orejas, amén de renovadas influencias y mandando más que antes. A esa clase de individuos nunca los encontrabas en las colas del desempleo; sabían demasiado de la gente, y a veces más de lo que la gente sabía sobre ella misma. Los artículos aparecidos en la prensa, el expediente de Asuntos Internos, la resolución de la Dirección General de la Policía apartándolo del servicio, los cinco meses en la cárcel de Alcalá Meco, eran papel viejo. Qué suerte contar con amigos, concluí. Antiguos camaradas que devuelven favores, y también tener dinero o buenas relaciones para comprarlos. No hay mejor seguro contra el desempleo que llevar la lista de los esqueletos que cada cual guarda en su armario. Sobre todo si has sido tú quien ayudó a guardarlos.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó, picoteando jamón del plato.

—Por el principio.

—Entonces vamos a tener una sobremesa larga. Estábamos en casa Lucio, en la Cava Baja, y lo cierto es que, aparte de la invitación a comer —huevos con patatas, solomillo, Viña Pedrosa del 96, yo pagaba la cuenta—, en cierto modo también había comprado su presencia allí. Lo hice a mi manera, recurriendo a las viejas tácticas. Tras su segunda negativa a hablar sobre Teresa Mendoza, antes de que diese orden a su secretaria de no pasarle más llamadas mías, planteé sin rodeos la papeleta. Con usted o sin usted, dije, la historia irá adelante. Así que puede elegir entre salir dentro en toda clase de posturas, incluida la foto de primera comunión, o quedarse fuera secándose el sudor de la frente con mucho alivio. Y qué más, dijo él. Ni un céntimo, respondí. Pero con mucho gusto le pago una comida y las que hagan falta. Usted gana un amigo, o casi, y yo se la debo. Nunca se sabe. Y ahora dígame cómo lo ve. Resultó ser lo bastante listo para verlo de inmediato, así que pactamos los términos: nada comprometedor en su boca, pocas fechas y detalles relacionados con él. Y allí estábamos. Siempre resulta fácil entenderse con un sinvergüenza. Lo difícil son los otros; pero de ésos hay menos.

—Lo de la media tonelada es cierto —confirmó Juárez—. Nieve de buena calidad, con muy poco corte. Trajinada por la mafia rusa, que por esa época empezaba a instalarse en la Costa del Sol y a mantener sus primeros contactos con los narcos de Sudamérica. Aquélla había sido la primera operación de importancia, y su fracaso bloqueó la conexión colombiana con Rusia durante algún tiempo... Todos daban por perdida la media tonelada, y los sudacas se carcajeaban de los ruskis por haberse cargado éstos al novio de la O'Farrelly a los dos socios sin hacerlos hablar primero... No monto más negocios con aficionados, cuentan que dijo Pablo Escobar al enterarse de los detalles. Y resulta que, de pronto, la Mejicana y la otra se sacaron los quinientos kilos de la manga.

—¿Cómo se hicieron con la cocaína?

—Eso no lo sé. Nadie lo supo de verdad. Lo cierto es que apareció en el mercado ruso, o más bien empezó a aparecer. Y fue Oleg Yasikov quien la llevó allí.

Yo tenía aquel nombre entre mis notas: Oleg Yasikov, nacido en Solntsevo, un barrio más bien mafiosa de Moscú. Servicio militar con el todavía ejército soviético en Afganistán. Discotecas, hoteles y restaurantes en la Costa del Sol. Y Nino Juárez me completó el cuadro. Yasikov había recalado en la costa malagueña a finales de los ochenta, treintañero, políglota, despierto, recién bajado de un vuelo de Aeroflot y con treinta y cinco millones de dólares para gastar. Empezó comprando una discoteca de Marbella a la que llamó Jadranka y puso pronto de moda, y un par de años más tarde dirigía ya una sólida infraestructura de blanqueo de dinero, basada en la hostelería y los negocios inmobiliarios, terrenos cerca de la costa y apartamentos. Una segunda línea de negocios, creada a partir de la discoteca, consistía en fuertes inversiones en la industria nocturna marbellí, con bares, restaurantes y locales para la prostitución de lujo a base de mujeres eslavas traídas directamente de Europa oriental. Todo limpio, o casi: blanqueo discreto y poco llamar la atención. Pero el DOCS había confirmado sus vínculos con la Babushka: una potente organización de Solntsevo formada por antiguos policías y veteranos de Afganistán, especializados en extorsión, tráfico de vehículos robados, contrabando y trata de blancas, muy interesados también en ampliar sus actividades al narcotráfico. El grupo tenía ya una conexión en el norte de Europa: una ruta marítima que enlazaba Buenaventura con San Petersburgo, vía Goteborg, en Suecia, y Kutka, en Finlandia. Y a Yasikov le encomendaron, entre otras cosas, explorar una ruta alternativa en el Mediterráneo oriental: un enlace independiente de las mafias francesas e italianas que los rusos habían utilizado hasta entonces como intermediarios. Ése era el contexto. Los primeros contactos con los narcos colombianos —cártel de Medellín— consistieron en intercambios simples de cocaína por armas, con poco dinero de por medio: partidas de Kalashnikov y lanzagranadas RPG procedentes de los depósitos militares rusos. Pero la cosa no cuajaba. La droga perdida era uno entre varios tropiezos que tenían incómodo a Yasikov y a sus socios moscovitas. Y de pronto, cuando ya ni siquiera pensaban en ella, aquellos quinientos kilos cayeron del cielo.

—Me contaron que la Mejicana y la otra fueron a negociar con Yasikov —explicó Juárez—. En persona, con una bolsita de muestra... Por lo visto, el ruso se lo tomó primero a cona y luego muy mal. Entonces la O'Farrell le echó cara al asunto, diciéndole que ella había pagado ya, que los tiros que le pegaron cuando lo del novio ponían a cero el contador. Que jugaban limpio y pedían una compensación. —¿Por qué no distribuyeron ellas la droga al por menor?

—Era demasiado para principiantes. Y no le habría gustado nada a Yasikov.

—¿Tan fácil era identificar la procedencia? —Claro —con movimientos expertos de cuchillo y tenedor, el ex policía terminaba de asar sus tajadas de solomillo en el plato de barro—. Era vox populi de quién había sido novia la O'Farrell.

—Hábleme del novio.

El novio, contó Juárez sonriendo despectivo mientras cortaba, masticaba y volvía a cortar, se llamaba Jaime Arenas: Jimmy para los amigos. Sevillano de buena familia. Pura mierda, con perdón de la mesa. Muy metido en Marbella y con negocios familiares en Sudamérica. Era ambicioso y también se creía demasiado listo. Cuando aquella cocaína estuvo a mano, se le ocurrió jugársela al tovarich. Con Pablo Escobar no se habría atrevido; pero los rusos no tenían la fama que tienen ahora. Parecían tontos o algo así. De modo que escondió la nieve para negociar un aumento en su comisión, pese a que Yasikov ya había pagado a tocateja, esta vez con mas dinero que armas, la parte de los colombianos. Jimmy empezó a dar largas, hasta que al tovarich se le acabó la paciencia. Y se le acabó tanto que se lo llevó a él y a un par de socios por delante.

—Nunca fueron muy finos los ruskis Juárez chasqueaba la lengua, crítico—. Y siguen sin serlo.

—¿Cómo se relacionaron esos dos?

Mi interlocutor levantó el tenedor apuntándome con el, como si aprobara que le hiciera esa pregunta. En aquella época, explicó, los gangsters rusos tenían un problema grave. Como ahora, pero más. Y es que cantaban La Traviata. Se les distinguía de lejos: grandes, rudos, rubios, con esas manazas y esos coches y esas putas aparatosas que llevan siempre con ellos. Encima solían andar fatal de idiomas. En cuanto ponían un pie en Miami o en cualquier aeropuerto americano, la DEA y todas las policías se les pegaban como lapas. Por eso necesitaban intermediarios. Jimmy Arenas hizo buen papel al principio; había empezado consiguiéndoles alcohol jerezano de contrabando para el norte de Europa. También tenía buenos contactos sudacas y camelleaba por las discotecas de moda de Marbella, Fuengirola y Torremolinos. Pero los rusos querían sus propias redes: import–export. La Babushka, los amigos de Yasikov en Moscú, ya conseguía nieve al por menor utilizando las líneas de Aeroflot de Montevideo, Lima y Bahía, menos vigiladas que las de Río o La Habana. Al aeropuerto de Cheremetievo llegaban entonces cantidades no superiores al medio kilo en correos individuales; pero el embudo era demasiado estrecho. El muro de Berlín acababa de caer, la Unión Soviética se desmoronaba, y la coca estaba de moda en la nueva Rusia de dinero fácil y pelotazo golfo que asomaba la oreja.

—Ya ve que no se equivocaron en las previsiones —concluyó Juárez—... Para que se haga idea de la demanda, un gramo puesto en una discoteca de San Petersburgo o de Moscú vale ahora un treinta o cuarenta por ciento más que en los Estados Unidos.

El ex policía masticó el último bocado de carne, ayudándose con un largo trago de vino. Imagínese, prosiguió, al camarada Yasikov estrujándose la cabeza en busca de la manera de volver a enhebrar la aguja a lo grande. Y en ésas aparece media tonelada que no exige montar toda una operación desde Colombia, sino que está allí mismo, sin riesgos, a punto de caramelo.

—En cuanto a la Mejicana y la O'Farrell, ya le he dicho que tampoco se las arreglaban solas... No tenían medios para despachar quinientos kilos, y al primer gramo puesto en circulación les habríamos caído todos encima: ruskis, Guardia Civil, mi propia gente... Fueron lo bastante listas para darse cuenta. Cualquier idiota habría empezado a trapichear un poco por aquí, otro poco por allá; y antes de que los picos o los míos les echáramos el guante terminarían en el maletero de un coche. Erreipé.

—¿Y cómo sabían que no iba a ser así?... ¿Que el ruso cumpliría su parte del trato?

No podían saberlo, aclaró el ex policía. Así que decidieron jugársela. Y a Yasikov le cayeron en gracia. Sobre todo Teresa Mendoza, que supo aprovechar el contacto para proponer variantes del negocio. ¿Sabía yo lo de aquel gallego que había sido novio suyo?... ¿Sí?... Pues eso. La Mejicana tenía experiencia. Y resultó que también tenía lo que hay que tener.

—Unos huevos Juárez abarcaba con las manos la circunferencia del plato— así de grandes. Y oiga. Lo mismo que hay tías que tienen una calculadora entre las piernas, clic, clic, y le sacan partido, ella tenía esa calculadora aquí —se golpeaba con un índice la sien—. En la cabeza. Y es que, en cuestión de mujeres, a veces oyes canto de sirena y te sale loba de mar.

El mismo Saturnino G. Juárez tenía que saberlo mejor que muchos. Recordé en silencio su cuenta bancaria en Gibraltar, aireada en la prensa durante el juicio. Por aquella época, Juárez tenía un poco más de pelo y sólo llevaba bigote; lo lucía en mi foto favorita, donde posaba entre dos colegas de uniforme en la puerta de un juzgado de Madrid. Y allí estaba ahora, al módico precio de cinco meses de cárcel y la expulsión del Cuerpo Nacional de Policía: pidiéndole al camarero un coñac y un habano para hacer la digestión. Pocas pruebas, mala instrucción judicial, abogados eficaces. Me pregunté cuántos le debían favores, incluida Teresa Mendoza.

—En fin —concluyó Juárez—. Que Yasikov hizo el trato. Además, estaban en la Costa del Sol para invertir, y la Mejicana le pareció una inversión interesante. De manera que cumplió como un caballero... Y ése fue el comienzo de una hermosa amistad.

Oleg Yasikov miraba el paquete que tenía sobre la mesa: polvo blanco en un doble envoltorio hermético de plástico transparente y sellado con cinta adhesiva ancha y gruesa, intacto el precinto. Mil gramos justos, envasados al vacío, tal y como fueron envueltos en los laboratorios clandestinos de la jungla amazónica del Yari.

Admito —dijo— que tienen ustedes mucha sangre fría. Sí.

Hablaba bien el español, pensó Teresa. Despacio, con muchas pausas, como si colocara cada palabra cuidadosamente detrás de la otra. El acento era muy suave y en nada se parecía a los rusos malvados, terroristas y traficantes que salían en las películas farfullando yo matiar eniemigo amiericano. Tampoco tenía aspecto de mafioso, ni de gangster: la piel era clara, los ojos grandes, también claros e infantiles, con una curiosa mezcla de azul y amarillo en los iris, y el pelo pajizo lo llevaba bien corto, a la manera de un soldado. Vestía pantalón de algodón caqui y camisa azul marino, vuelta en los puños sobre unos antebrazos fuertes, rubios y velludos, con un Rolex de submarinista en la muñeca izquierda. Las manos que descansaban a cada lado del paquete, sin tocarlo, eran grandes como el resto de su cuerpo, con una alianza matrimonial de oro grueso. Parecía sano, fuerte y limpio. Pati O'Farrellhabía dicho que también, y sobre todo, era peligroso.

A ver si comprendo. Proponen devolver un cargamento que me pertenece. Ustedes. Si vuelvo a pagar de nuevo. ¿Cómo se dice en español? —reflexionó un momento en busca de la palabra, casi divertido—... ¿Extorsión?... ¿Abuso?

—Eso —respondió Pati— es llevar las cosas demasiado lejos.

Lo habían discutido Teresa y ella durante horas, del derecho y del revés, desde las cuevas de los Marrajos hasta sólo una hora antes de acudir a la cita. Cada pro y cada contra fue considerado muchas veces; Teresa no estaba convencida de que los argumentos resultaran tan eficaces como su compañera sostenía; pero ya era tarde para volverse atrás. Pati —maquillaje discreto para la ocasión, vestida caro, desenvuelta, en plan dama segura de lo suyo— empezó a explicarlo por segunda vez, aunque era evidente que Yasikov comprendió a la primera, apenas pusieron el kilo empaquetado sobre la mesa; después de que, con una disculpa que sonó neutra, el ruso ordenara a dos guardaespaldas que las cacheasen por si llevaban micrófonos ocultos. La tecnología, dijo encogiendo los hombros. Luego que los guaruras cerraron la puerta, y tras preguntar si deseaban beber algo —ninguna pidió nada, aunque Teresa sentía la boca seca— se sentó detrás de la mesa, listo para escuchar. Todo estaba ordenado y limpio: ni un papel a la vista, ni una carpeta. Sólo paredes del mismo color crema que la moqueta, con cuadros que parecían caros, 0 que debían serlo, un icono ruso grande y con mucha plata, un fax en un rincón, un teléfono de varias líneas y otro celular sobre la mesa. Un cenicero. Un Dupont enorme, de oro. Todos los sillones eran de cuero blanco. Por los grandes ventanales del despacho, último piso de un lujoso edificio de apartamentos del barrio de Santa Margarita, se veía la curva de la costa y la línea de espuma en la playa hasta los espigones, los mástiles de los yates atracados y las casas blancas de Puerto Banús.

—Díganme una cosa —Yasikov interrumpió de pronto a Pati—. ¿Cómo lo hicieron?... Ir hasta el sitio donde estaba escondido. Traer esto sin llamar la atención. Sí. Han corrido peligro. Creo. Siguen corriéndolo.

—Eso no importa —dijo Pati.

El ganga sonrió. Anímate, decía aquella sonrisa. Cuenta la verdad. No pasa nada. Era la suya una sonrisa de las que hacen confiar, pensaba Teresa mirándolo. O desconfiar de tanto que te confías.

—Claro que importa —opuso Yasikov—. Busqué este producto. Sí. No lo encontré. Cometí un error. Con Jimmy. No sabía que usted sabía... Las cosas serían diferentes, ¿verdad? Cómo pasa el tiempo. Espero que esté repuesta. Del incidente.

—Estoy repuestísima, gracias.

Algo debo agradecerle. Sí. Mis abogados dijeron que en las investigaciones no mencionó mi nombre. No.

Pati torció la boca, sarcástica. En el escote de su vestido se apreciaba la cicatriz de salida sobre la piel bronceada. Munición blindada, había dicho. Por eso sigo viva.

Yo estaba en el hospital —dijo—. Con agujeros. —Quiero decir luego —la mirada del ruso era casi inocente—. Interrogatorios y juicio. Eso.

—Ya ve que tenía mis motivos. Yasikov reflexionó sobre tales motivos.

—Sí. Comprendo —concluyó—. Pero me ahorró molestias con su silencio. La policía creyó que sabía poco. Yo creí que no sabía nada. Ha sido paciente. Sí. Casi cuatro años... Tuvo que ser una motivación, ¿verdad? Dentro. Pati tomó otro cigarrillo, que el ruso, aunque tenía el Dupont de un palmo de largo sobre la mesa, no hizo ademán de encenderle pese a que ella tardó en encontrar su propio mechero en el bolso. Y deja de temblar, pensó Teresa mirando sus manos. Reprime el temblor de los dedos antes de que este cabrón se dé cuenta, y la pose de morras duras empiece a cuartearse, y se vaya todo a la chingada.

—Las bolsas siguen escondidas donde estaban. Sólo trajimos una.

La discusión en la cueva, recordó Teresa. Las dos allí dentro, contando paquetes a la luz de las linternas, entre eufóricas y asustadas. Una de momento, mientras pensamos, y el resto como está, había insistido Teresa. Cargar todo ahora es suicidarnos; de modo que no seas pendeja y no me hagas serlo a mí. Ya sé que te madrearon a tiros y todo el bolero; pero yo no vine a tu tierra por turismo, pinche güera. No me hagas contarte completa la historia que nunca te conté del todo. Una historia que no se parece un carajo a la tuya, que hasta los plomazos debieron dártelos con perfume de Carolina Herrera. Así que no mames. En esta clase de transas, cuando una tiene prisa lo rápido es caminar despacio.

—¿Se les ha ocurrido que puedo hacerlas seguir?...

¿Si.

Pati apoyaba la mano del cigarrillo en el regazo. —Claro que se nos ha ocurrido —aspiró una bocanada de humo y volvió la mano a donde estaba—. Pero no puede. No hasta ese lugar.

—Vaya. Misteriosa. Son señoras misteriosas.

—Nos daríamos cuenta y desapareceríamos en busca de otro comprador. Quinientos kilos son muchos. Yasikov no dijo nada a eso, aunque su silencio indicaba que, en efecto, quinientos kilos eran demasiados en todos los aspectos. Seguía mirando a Pati, y de vez en cuando echaba un vistazo breve en dirección a Teresa, que estaba sentada en la otra butaca, sin hablar, sin fumar, sin moverse: oía y miraba, conteniendo la respiración agitada, las manos sobre las perneras de los tejanos para enjugar el sudor. Polo azul clarito de manga corta, zapatillas deportivas por si había que pelarse entre las patas de alguien, sólo el semanario de plata mejicana en la muñeca derecha. Mucho contraste con la ropa elegante y los tacones de Patí. Estaban allí porque Teresa impuso esa solución. Al principio su compañera se mostraba partidaria de vender la droga en pequeñas cantidades; pero pudo convencerla de que tarde o temprano los propietarios atarían cabos. Mejor que vayamos derecho, aconsejó. Una transa segura aunque perdamos algo. De acuerdo, había dicho Pati. Pero hablo yo, porque sé de qué va ese puto bolchevique. Y allí estaban, mientras Teresa se convencía más y más de que cometían un error. Calaba a esa clase de hombres desde niña. Podían cambiar el idioma, el aspecto físico y las costumbres, pero el fondo siempre era el mismo. Aquello no iba a ninguna parte, o mas bien a una sola. A fin de cuentas —eso lo comprendía demasiado tarde—, Pati era sólo una tipa consentida, la novia de un canalla fresita que no anduvo en aquella chamba por necesidad, sino por pendejo. Uno que se hizo dar lo suyo, como tantos. En cuanto a Pati, toda su vida había estado moviéndose en una realidad aparente que nada tenía que ver con lo real; y aquel tiempo en la cárcel acabó por cegarla más. En ese despacho no era la Teniente O'Farrell ni era nadie: los ojos azules ribeteados de amarillo que las observaban sí eran el poder. Y Pati se estaba equivocando todavía más después de que se columpiaran gacho yendo allí. Era un error plantearlo de aquella manera. Refrescar la memoria de Oleg Yasikov, después de tanto tiempo.

—Ése es justo el problema —decía Pati—. Que quinientos kilos son demasiados. Por eso hemos venido a verlo a usted primero.

—¿De quién fue la idea? —Yasikov no parecía halagado—. A mí la primera opción. Sí.

Pati miró a Teresa.

—De ella. Le da más vueltas a todo —apuntó una sonrisa nerviosa entre dos nuevas chupadas al cigarrillo—... Es mejor que yo calculando riesgos y probabilidades.

Teresa sentía los ojos del ruso estudiarla con mucho detenimiento. Se está preguntando qué nos une, decidió. La cárcel, la amistad, el negocio. Si me van los hombres o si ella me come algo.

—Todavía no sé qué hace —dijo Yasikov, preguntándole a Pati sin apartar los ojos de Teresa—. En esto. Su amiga.

—Es mi socia.

Ah. Es bueno tener socios —Yasikov prestaba de nuevo atención a Pati—. También sería bueno conversar. Sí. Riesgos y probabilidades. Ustedes podrían no tener tiempo de desaparecer en busca de otro comprador —hizo la pausa oportuna— ...Tiempo de desaparecer voluntariamente. Creo.

Teresa observó que las manos de Pati volvían a temblar. Y ojalá pudiera, pensó, levantarme en este momento y decir quihubo, don Oleg, ahí nos vemos. Nos pasó el tercer straik. Quédese la carga y olvide esta chingadera.

—Quizá deberíamos...— empezó a decir.

Yasikov la observó, casi sorprendido. Pero Pati ya estaba insistiéndole al ganga: usted no ganaría nada. Eso decía. Nada, sólo la vida de dos mujeres. Perdería mucho a cambio. Y lo cierto era, decidió Teresa, que, aparte el temblor de las manos que se transmitía a las espirales de humo del cigarrillo, la Teniente lo estaba encarando con mucho cuajo. Pese a todo, al error de estar allí y lo demás, Pati no se rajaba fácilmente. Pero las dos andaban muertas. Casi estuvo a punto de decirlo en voz alta. Estamos muertas, Teniente. Apaga y vámonos.

—La vida tarda en perderse —filosofó el ruso; aunque, al seguir hablando, Teresa comprendió que no filosofaba en absoluto—. Creo que en el proceso intermedio se terminan contando cosas... No me gusta pagar dos veces. No. Puedo gratis. Sí. Recuperarlo.

Miraba el paquete de cocaína que tenía sobre la mesa, entre las manazas inmóviles. Pati aplastó, torpe, el cigarrillo en el cenicero que estaba a un palmo de esas manos. Hasta ahí llegaste, pensó Teresa desolada, pudiendo oler su pánico. Hasta el pinche cenicero. Entonces, sin pensarlo, escuchó otra vez su propia voz:

—Puede que lo recuperase gratis —dijo—. Pero nunca se sabe. Es un riesgo, y una molestia... Usted se privaría de un beneficio seguro.

Los ojos ribeteados de amarillo se clavaron en ella con interés.

—¿Su nombre? —Teresa Mendoza. —¿Colombiana? —De México.

Estuvo a punto de añadir Culiacán, Sinaloa, que en aquellas transas, supuso, era aval como para saltarse la barda; pero no lo hizo. Por bocón moría el pez. Yasikov seguía observándola fijamente.

—Privarme. Dice. Convénzame de eso. Convénceme de la utilidad de que sigáis vivas, decían los subtítulos. Pati se había echado contra el respaldo de su butaca, igual que un gallo exhausto reculando en un palenque. Tienes razón, Mejicana. Me sangra la pechuga y a ti te toca. Sácanos de aquí. A Teresa se le pegaba la lengua al paladar. Un vaso de agua. Daría cualquier cosa por haber pedido un vaso de agua.

—Con el kilo a doce mil dólares —planteó—, la media tonelada debe de costar, en origen, unos seis millones de dólares... ¿Correcto?

—Correcto Yasikov la miraba inexpresivo. Cauto. —No sé cuánto les llevan los intermediarios, pero en la Unión Americana el kilo saldría a veinte mil. —Treinta mil para nosotros. Este año. Aquí Yasikov seguía sin mover un músculo de la cara—. Más que a sus vecinos. Sí. Yankis.

Teresa hizo un cálculo rápido. Mascaba ese nopalito. A ella —para su propia e íntima sorpresa— no le temblaban las manos. No en ese momento. En tal caso, expuso, y a los precios actuales, media tonelada puesta en Europa salía por quince millones de dólares. Eso era mucho más de lo que, según le había dicho Pati, pagaron Yasikov y sus socios cuatro años atrás por la carga original. Que fueron, y corríjame, cinco millones al contado y uno en... Bueno. ¿Cómo prefería llamarlo el señor?

—Material técnico —respondió Yasikov, divertido—. De segunda mano.

Seis millones en total, concluyó Teresa, entre una cosa y otra. Material técnico incluido. Pero lo que importaba, siguió explicando, era que la media tonelada de ahora, la que ofrecían ellas, le iba a costar sólo otros seis. Un pago de tres contra la entrega del primer tercio, otros tres como pago del segundo tercio, y el resto una vez confirmado el segundo desembolso. En realidad se limitaban a vendérsela a precio de coste.

Vio que el ruso reflexionaba sobre aquello. Pero ni modo, pensó. Todavía estás crudo, cabrón. No ves el beneficio, y para ti seguimos siendo dos muertas de hambre.

—Ustedes quieren —Yasikov negaba con la cabeza, lentamente— hacernos pagar dos veces. Sí. Esa media tonelada. Seis y seis.

Teresa se inclinó hacia adelante, apoyando los dedos en la mesa. Y a mí por qué no me tiemblan, se preguntó. Por qué no me tintinean las siete pulseritas como a una serpiente de cascabel, si estoy a punto de ponerme de pie y echar a correr.

A pesar de eso —también le sorprendía lo serena que sonaba su voz—, seguiría quedándole un margen de tres millones de dólares sobre una carga que daba por perdida, y que me late amortizó ya de alguna otra forma... Pero además esos quinientos kilos de cocaína valen, si echamos cuentas, sesenta y cinco millones de dólares una vez cortados y listos para distribuir al por menor en su país, o en donde quiera... Deduciendo los gastos viejos y los nuevos, a su gente le quedarán cincuenta y tres millones de dólares de beneficio. Cincuenta, si usted deduce los tres de margen para amortizar transporte, retrasos y otras molestias. Y tendrán abastecido su mercado para una temporada.

Calló, atenta a los ojos de Yasikov, tensos los músculos de la espalda y contraído el estómago hasta el dolor, a causa del miedo. Pero había sido capaz de plantearlo en el tono más seco y neto posible, como si en vez de poner su vida y la de Pati sobre la mesa estuviera proponiendo una rutinaria operación comercial sin consecuencias. El ganga estudiaba a Teresa, y ésta sentía también fijos en ella los ojos de Pati; mas por nada del mundo habría devuelto esa segunda mirada. No me mires, rogaba mentalmente a su compañera. Ni parpadees siquiera, carnalita, o la regamos. Sigue existiendo la posibilidad de que este bato quiera ganar seis millones de dólares más. Porque él sabe, como yo lo sé, que siempre se habla. Cuando te sacan la sopa siempre se habla. Y éstos vaya si la sacan.

—Me temo... —empezó a decir Yasikov.

Hasta aquí llegamos, adelantó Teresa para sí. Bastaba mirarle la cara al ruso y entender que ni madres. La conciencia de eso le llegó como un rayo. Hemos sido chavitas ingenuas: Pati es una irresponsable, y yo otra. El miedo se le enroscaba en las tripas. Lo veo requetecabrón. —Hay algo más —improvisó—. Hachís. —¿Qué pasa con el hachís?

—Conozco esa chamba. Y ustedes no tienen hachís. Yasikov parecía un poco desconcertado. —Claro que tenemos.

Teresa movió la cabeza, negando con aplomo. Mientras Pati no abra la boca y nos reviente, rogó. En su interior el camino se ordenaba con extraña claridad. Una puerta abierta de pronto, y aquella mujer silenciosa, la otra que a veces se parecía a ella, observándola desde el umbral.

—Hace año y medio —opuso— poquiteaban aquí y allá, y dudo que ahora sea diferente. Estoy segura de que siguen en manos de proveedores marroquíes, transportistas gibraltareños e intermediarios españoles... Como todo el mundo.

El ganga levantó la mano izquierda, la de la alianza, para tocarse la cara. Dispongo de treinta segundos para convencerlo, pensó Teresa, antes de ponernos en pie, salir de aquí y echar a correr para que nos atrapen dentro de un par de días. Y no mames. Tendría muy poca gracia pelarse de los de Sinaloa y llegar así de lejos para que termine dándome picarrón un pinche ruso.

—Queremos proponerle algo —precisó—. Un negocio. De esos seis millones de dólares fraccionados en dos pagos, el segundo lo retendría usted como asociado, a cambio de proporcionar los medios oportunos.

Un silencio largo. El ruso no le quitaba la vista de encima. Y soy una máscara india, pensaba ella. Soy una máscara impasible jugando al póker como Raúl Estrada Contreras, un tahúr profesional, lo respetaba la gente porque jugaba legal, etcétera, o al menos eso dice el corrido, y este chingue a su madre no va a sacarme ni un latido del párpado, porque me rifo el cuero. Así que ya puede mirarme. Como si me mira las chichotas.

—¿Qué medios?

Te tengo, se dijo Teresa. Te voy a tener.

—Pues no sé decirle ahora. O sí sé. Lanchas. Motores fuera borda. Locales de acogida. Pago de los primeros contactos e intermediarios.

Yasikov seguía tocándose la cara. —¿Usted entiende de eso?

—No me chingue. Estoy barajando mi vida y la de mi amiga... ¿Me cree en situación de venir a cantarle rancheras?

Y fue así, confirmó Saturnino G. Juárez, como Teresa Mendoza y Patricia O'Farrell se asociaron con la mafia rusa de la Costa del Sol. La propuesta que la Mejicana hizo a Yasikov en ese primer encuentro inclinó la balanza. Y en efecto: aparte de aquella media tonelada de cocaína, la Babushka de Solntsevo necesitaba hachís marroquí para no depender en exclusiva de los traficantes turcos y libaneses. Hasta entonces se había visto obligada a recurrir a las mafias tradicionales del Estrecho, mal organizadas, costosas y poco fiables. Y la idea de una conexión directa resultaba seductora. La media tonelada cambió de manos a cambio de tres millones de dólares puestos en un banco de Gibraltar, y de otros tres destinados a financiar una infraestructura cuya fachada legal se llamó Transer Naga S. L., con sede social en el Peñón y un discreto negocio tapadera en Marbella. De ahí, Yasikov y su gente obtuvieron, según el acuerdo al que éste llegó con las dos mujeres, el cincuenta por ciento de los beneficios del primer año y el veinticinco por ciento del segundo; de modo que al tercero se consideró amortizada la deuda. En cuanto a Transer Naga, era una empresa de servicios: transportes clandestinos cuya responsabilidad empezaba en el momento en que se cargaba la droga en la costa marroquí y terminaba cuando alguien se hacía cargo de ella en una playa española o en alta mar. Con el tiempo, por conversaciones telefónicas intervenidas y otras investigaciones, pudo establecerse que la norma de no participar en la propiedad de la droga fue impuesta por Teresa Mendoza. Basándose en su experiencia anterior, sostenía que todo era más limpio si el transportista no se implicaba; eso garantizaba discreción, y también la ausencia de nombres y pruebas que conectaran entre sí a productores, exportadores, intermediarios, receptores y propietarios. El método era simple: un cliente planteaba sus necesidades, y Transer Naga lo asesoraba sobre la forma de transporte mas eficaz, aportando la profesionalidad y los medios. Del punto A al punto C, y nosotros ponemos B. Con el tiempo, apuntó Saturnino Juárez mientras yo pagaba la cuenta del restaurante, sólo les faltó anunciarse en las páginas amarillas. Y ésa fue la estrategia que Teresa Mendoza impuso y mantuvo siempre, sin caer en la tentación de aceptar parte del pago en droga, como acostumbraban otros transportistas. Ni siquiera cuando Transer Naga convirtió el Estrecho de Gibraltar en la gran puerta de entrada de cocaína para el sur de Europa, y el polvo colombiano empezó a entrar por toneladas.