2 Dicen que lo vio la ley, pero que sintieron frío

Ya dije que anduve por Culiacán, Sinaloa, al comienzo de mi investigación, antes de conocer personalmente a Teresa Mendoza. Allí, donde hace tiempo que el narcotráfico dejó de ser clandestino para convertirse en hecho social objetivo, algunos dólares bien repartidos me respaldaron en ambientes especializados, de esos en los que un forastero curioso y desprovisto de avales puede terminar, de la noche a la mañana, flotando en el Humaya o en el Tamazula con una bala en la cabeza. También hice un par de buenos amigos: Julio Bernal, director de Cultura del municipio, y el escritor sinaloense Élmer Mendoza, cuyas espléndidas novelas Un asesinó solitario y El amante de janis joplin había leído para ponerme en situación. Fueron Élmer y Julio quienes mejor me orientaron por los vericuetos locales: ninguno de ellos había tratado personalmente a Teresa Mendoza en los inicios de esta historia —ella no era nadie entonces—, pero conocieron al Güero Dávila y a otros personajes que de una u otra forma movieron los hilos de la trama. Así averigüé buena parte de lo que ahora sé. En Sinaloa todo resulta cuestión de confianza: en un mundo duro y complejo como ése, las reglas son simples y no hay lugar para equívocos. Uno es presentado a alguien por un amigo en quien ese alguien confía, y ese alguien confía en ti porque confía en quien te avala. Después, si algo se tuerce, el avalista responde con su vida, y tú con la tuya. Bang, bang. Los cementerios del noroeste mejicano están llenos de lápidas con nombres de gente de la que alguien se fió una vez.

Una noche de música y humo de cigarrillos en el Don Quijote, bebiendo cerveza y tequila tras escuchar los chistes guarros del cómico Pedro Valdez —lo precedían el ventrílocuo Enrique y Chechito, su muñeco adicto a la coca—, Élmer Mendoza se inclinó sobre la mesa y señaló a un tipo corpulento, moreno, con lentes, que bebía rodeado por un grupo numeroso, de esos que se dejan las chaquetas y cazadoras puestas como si tuvieran frío en todas partes: botas de serpiente o avestruz, cintos piteados de a mil dólares, sombreros de palma, gorras de béisbol con el escudo de los Tomateros de Culiacán y mucho oro grueso al cuello y en las muñecas. Los habíamos visto bajarse de dos Ram Charger y entrar como en su casa, sin que el vigilante de la puerta, que saludó obsequioso, les exigiera el trámite habitual de dejarse cachear como el resto de clientes.

—Es César Batman Güemes —dijo Élmer en voz baja—. Un narco famoso.

—¿Tiene corridos?

—Unos cuantos —mi amigo se reía, a medio trago—... Él mató al Güero Dávila.

Me quedé boquiabierto, mirando al grupo: caras morenas y rasgos duros, mucho bigote y evidente peligro. Eran ocho, llevaban allí quince minutos y habían liquidado un veinticuatro de latas de cerveza. Ahora acababan de pedir dos botellas de Buchanan's y otras dos de Remy Martin, y las bailarinas, cosa insólita en el Don Quijote, bajaban a reunirse con ellos al abandonar la pista. Un grupo de homosexuales teñidos de rubio —el local florecía de gays a última hora de la noche, y ambas parroquias se mezclaban sin problemas— dirigía miradas insinuantes desde la mesa contigua. El tal Güemes les sonreía socarrón, muy en macho, y luego llamaba al camarero para pagar sus copas. Pura coexistencia pacífica.

—¿Cómo lo sabes?

—No, pues. Lo sabe todo Culiacán.

Cuatro días más tarde, gracias a una amiga de julio Bernal que tenía un sobrino relacionado con el negocio, César Batman Güemes y yo tuvimos una conversación extraña e interesante. Me habían invitado a una parrillada de carne en una casa de las colinas de San Miguel, en la parte alta de la ciudad. Allí, los narcos junior —de segunda generación—, menos ostentosos que sus padres que bajaron de la sierra, primero al barrio de Tierra Blanca y luego al asalto de las espectaculares mansiones de la colonia Chapultepec, empezaban a invertir en casas de aspecto discreto, donde el lujo solía reservarse para la familia y los invitados, de puertas adentro. El sobrino de la amiga de julio, hijo de un narco histórico de San José de los Hornos, de los que en su juventud anduvieron a balazos con policías y con bandas rivales —ahora cumplía una cómoda condena en la prisión de Puente Grande, Jalisco—, tenía veintiocho años y se llamaba Ernesto Samuelson. A cinco de sus primos y a un hermano mayor los habían matado a tiros otros narcos, o los federales, o los soldados, y él aprendió pronto la lección: estudios de derecho en Estados Unidos, negocios en el extranjero y nunca en suelo nacional, dinero blanqueado en una respetable compañía mejicana de tráilers y en criaderos panameños de camarón. Vivía en una casa de apariencia discreta con su mujer y sus dos hijos, conducía un sobrio Audi europeo, y pasaba tres meses al año en un sencillo apartamento de Miami, con un Golf en el garaje. De ese modo vives más tiempo, solía decir. En este oficio, lo que mata es la envidia.

Fue Ernesto Samuelson quien me presentó a César Batman Güemes bajo la palapa de caña y palma de su jardín, con una cerveza en una mano y un plato con carne demasiado hecha en la otra. Escribe novelas y películas, dijo, y nos dejó solos. El Batman Güemes hablaba suave y bajito, con largas pausas que empleaba en estudiarte de arriba abajo. No había leído un libro en su vida, pero le encantaba el cine. Hablamos de Al Pacino —El precio del poder, que en México se llamó Cara cortada, era su película favorita—, de Robert de Niro —Uno de los nuestros, Casino— y de cómo los directores y guionistas de Hollywood, esos hijos de la chingada, nunca sacaban a un narco gabacho y güero, sino que todos se apellidaban Sánchez y habían nacido al sur del río Bravo. Lo del narco güero me lo puso fácil, así que dejé caer el nombre del Güero Dávila; y mientras el otro me miraba tras los cristales de sus lentes con mucha atención y mucho silencio, rematé añadiendo el de Teresa Mendoza. Escribo su historia, concluí, consciente de que en ciertos lugares y con cierta clase de hombres, las mentiras siempre te explotan bajo la almohada. Y el Batman Güemes era tan peligroso, me habían advertido, que cuando subía a la sierra los coyotes encendían fogatas para que no se les acercara.

—Ha pasado un chingo de tiempo —dijo.

Le calculé menos de cincuenta años. Tenía la piel muy morena y un rostro inescrutable de marcados rasgos norteños. Luego supe que no era sinaloense sino de Álamos, Sonora, paisano de María Félix, y que había empezado como pollero y burrero, pasando emigrantes, hierba y polvo del cártel de Juárez en un camión de su propiedad, antes de ascender en la jerarquía: primero como operador del Señor de los Cielos, y al cabo propietario de una compañía de tráilers y otra de avionetas privadas que estuvo contrabandeando entre la sierra, Nevada y California, hasta que los norteamericanos endurecieron el espacio aéreo y cerraron casi todos los huecos en su sistema de radar. Ahora vivía medio tranquilo, de los ahorros invertidos en negocios seguros y de controlar algunos pueblos de campesinos gomeros sierra arriba, casi en la raya de Durango. Tenía un buen rancho por el rumbo de El Salado, con cuatro mil cabezas: Do Brasil, Angus, Bravo. También criaba caballos de raza para las parejeras, y gallos de pelea que le daban un costal de dinero cada octubre o noviembre, en los palenques de la feria ganadera.

—Teresa Mendoza —murmuró al cabo de un rato. Movía la cabeza al decirlo, como si evocara algo divertido. Luego bebió un trago de cerveza, masticó un trozo de carne y volvió a beber. Seguía mirándome fijo tras los lentes, un poco socarrón, dando a entender que no tenía inconveniente en comentar algo tan viejo, y que el riesgo de hacer preguntas en Sinaloa era exclusivamente mío. Hablar de los muertos no traía problemas —los narcocorridos estaban llenos de nombres e historias reales—; lo peligroso era ponerle el dedo a los vivos, con riesgo de que alguien te confundiera con bocón y madrina. Y yo, aceptando las reglas del juego, miré el ancla de oro —sólo algo más pequeña que la del Titanic— colgada de la gruesa cadena que relucía bajo el cuello abierto de su camisa a cuadros, e hice sin más rodeos la pregunta que me quemaba la boca desde que Élmer Mendoza lo había nombrado cuatro días atrás, en el Don Quijote. Dije lo que tenía que decir, luego levanté la vista, y el tipo me estaba observando igual que antes. O le caigo simpático, pensé, o voy a tener problemas. Al cabo de unos segundos bebió otro trago de cerveza sin dejar de mirarme. Debí de caerle simpático, porque al fin sonrió un poquito, lo justo. ¿Es para una película o una novela?, preguntó. Respondí que aún no lo sabía. Que lo mismo para las dos. Entonces me ofreció una cerveza, buscó otra para él, y empezó a contar la traición del Güero Dávila.

No era un mal tipo, el Güero. Valiente, cumplidor, apuesto. Un aire así como a Luis Miguel, pero en más flaco, y más duro. Y muy chingón. Muy simpático. Raimundo Dávila Parra se gastaba el dinero a medida que lo ganaba, o casi, y era generoso con los amigos. César Batman Güemes y él habían amanecido muchos días con música, alcohol y mujeres, celebrando buenas operaciones. Incluso un tiempo fueron íntimos: bien broders o carnales, como decían los sinaloenses. El Güero era chicano: había nacido en San Antonio, Texas. Y empezó muy joven, llevando hierba oculta en automóviles a la Unión Americana: más de un viaje habían hecho juntos por Tijuana, Mexicali o Nogales, hasta que los gabachos le administraron una temporada en una cárcel de allá arriba. Después el Güero se emperró en lo de volar: tenía estudios, y se pagó sus clases de aviación civil en la antigua escuela del bulevar Zapata. Como piloto era bueno —el mejor, reconoció el Batman Güemes moviendo convencido la cabeza—, de los que no tienen madre: hombre adecuado para aterrizajes y despegues clandestinos en las pequeñas pistas ocultas de la sierra, o para vuelos a baja altura eludiendo los radares del Sistema Hemisférico que controlaba las rutas aéreas entre Colombia y los Estados Unidos. Lo cierto era que la Cessna parecía una prolongación de sus manos y de su temple: aterrizaba en cualquier sitio y a cualquier hora, y eso le dio fama, lana y respeto. La raza culichi lo llamaba, con justicia, el rey de la pista corta. Hasta Chalino Sánchez, que también fue amigo suyo, había prometido hacerle un corrido con ese título: El rey de la pista corta. Pero a Chalino le dieron picarrón antes de tiempo —Sinaloa era de lo más insalubre, según en qué ambientes—, y el Güero se quedó sin canción. De cualquier modo, con corrido o sin él, nunca le faltó trabajo. Su padrino era don Epifanio Vargas, un chaca veterano de la sierra, con buenos agarres, duro y cabal, que controlaba Norteña de Aviación, una compañía privada de Cessnas y Piper Comanche y Navajo. Bajo la cobertura de la Norteña, el Güero Dávila estuvo haciendo vuelos clandestinos de dos o trescientos kilos antes de participar en los grandes negocios de la época dorada, cuando Amado Carrillo se ganaba el apodo de Señor de los Cielos organizando el mayor puente aéreo de la historia del narcotráfico entre Colombia, Baja California, Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Jalisco. Muchas de las misiones que el Güero llevó a cabo en esa época fueron de diversión, actuando como señuelo en las pantallas de radar terrestre y en las de los aviones Orión atiborrados de tecnología y con tripulaciones mixtas gringas y mejicanas. Y lo de la diversión no era sólo un término técnico, porque el compa disfrutaba. Ganó una feria jugándose la piel con vuelos al límite, de noche y de día: maniobras extrañas, aterrizajes y despegues en dos palmos de tierra y lugares inverosímiles, a fin de desviar la atención lejos de los grandes Boeing, Caravelles y DC8 que, comprados en régimen de cooperativa por los traficantes, transportaban en un solo viaje de ocho a doce toneladas con la complicidad de la policía, el ministerio de Defensa y la propia presidencia del Gobierno mejicano. Eran los tiempos felices de Carlos Salinas de Gortari, con los narcos traficando a la sombra de Los Pinos; tiempos muy felices también para el Güero Dávila: avionetas vacías, sin carga de la que hacerse responsable, jugando al gato y al ratón con adversarios a los que no siempre era posible comprar del todo. Vuelos donde se rifaba la vida a sol o águila, o una larga condena si lo agarraban del lado gringo.

Por aquel tiempo, César Batman Güemes, que tenía literalmente los pies en la tierra, empezaba a prosperar en la mafia sinaloense. Los grupos mejicanos se independizaban de los proveedores de Medellín y de Cali, subiendo las tasas, haciéndose pagar cada vez con mayores cantidades de coca, y comercializando ellos la droga colombiana que antes sólo transportaban. Eso facilitó el ascenso del Batman en la jerarquía local; y después de unos sangrientos ajustes de cuentas para estabilizar mercado y competencia —algunos días amanecieron con doce o quince muertos propios y ajenos— y de poner en nómina al mayor número posible de policías, militares y políticos, incluidos aduaneros y migras gringos, los paquetes con su marca —un murcielaguito— empezaron a cruzar en tráilers el río Bravo. Lo mismo se ocupaba de goma de la sierra que de coca o de mota. Vivo de tres animales, decía la letra de un corrido que se mandó hacer, contaban, con un grupo norteño de la calle Francisco Villa: mi perico, mi gallo y mi chiva. Casi por la misma época, don Epifanio Vargas, que hasta entonces había sido patrón del Güero Dávila, empezaba a especializarse en drogas con futuro como el cristal y el éxtasis: laboratorios propios en Sinaloa y Sonora, y también al otro lado de la raya gringa. Que si allá los gabachos quieren montar, decía, yo mero les hierro la yegua. En pocos años, apenas sin tiros y con muy poco recurso al panteón, casi de guante blanco, Vargas logró convertirse en el primer magnate mejicano de precursores para drogas de diseño como la efedrina, que importaba sin problemas de la India, China y Tailandia, y en uno de los principales productores de metanfetaminas arriba y abajo de la frontera. También empezó a meterse en política. Con los negocios legales a la vista y los ilegales camuflados bajo una sociedad farmacéutica con respaldo estatal, la coca y Norteña de Aviación estaban de más. Así que vendió la compañía aérea al Batman Güemes, y con ella cambió de chaca el Güero Dávila, que deseaba seguir volando más todavía que ganar dinero. Para entonces el Güero había comprado ya una casa de dos plantas en el barrio de Las Quintas, manejaba en lugar de la vieja Bronco negra otra con placas del año, y vivía con Teresa Mendoza.

Ahí empezaron a torcerse las cosas. Raimundo Davila Parra no era un tipo discreto. Vivir largo no le acomodaba, de manera que prefería fregárselo bien aprisa. Todo le valía verga, como decían los de la sierra; y entre otras cosas lo perdió la boca, que al cabo pierde hasta a los tiburones. Se apendejaba gacho alardeando de lo hecho y de lo por hacer. Mejor, solía decir, cinco años como rey que cincuenta como buey. De ese modo, pasito a pasito, a oídos del Batman Güemes empezaron a llegar rumores. El Güero trufaba carga suya entre la ajena, aprovechando los viajes para negocios propios. La merca se la facilitaba un ex policía llamado Guadalupe Parra, también conocido por Lupe el Chino, o Chino Parra, que era primo hermano suyo y tenía contactos. Por lo general se trataba de coca decomisada por judiciales que agarraban veinte y declaraban cinco, dándole salida al resto. Eso estaba muy requetemal —no lo de los judiciales, sino que el Güero hiciera negocio privado—, porque ya cobraba un chingo por su trabajo, las reglas eran las reglas, y hacer transas privadas, en Sinaloa y a espaldas de los patrones, era la forma más eficaz de encontrarse con problemas.

—Cuando se vive torcido —puntualizó el Batman Güemes aquella tarde, con la cerveza en una mano y el plato de carne asada en la otra— hay que trabajar derecho.

Resumiendo: el Güero era demasiado largón, y el pinche primo no resultaba un talento. Torpe, chapucero, pendejo, el Chino Parra era de esos mensos a quienes en cargas un camión de coca y traen un camión de pepsi. Tenía deudas, necesitaba un pericazo cada media hora, se moría por los carros grandes, y a su mujer y sus tres plebes los alojaba en una casa de mucho lujo en la parte más ostentosa de Las Quintas. Aquello era juntarse el hambre con las ganas de comer: los cueros de rana se iban como llegaban. Así que los primos decidieron ingeniarse una operación propia, a lo grande: el transporte de cierta carga que unos judiciales tenían clavada en El Salto, Durango, y que había encontrado compradores en Obregón. Como de costumbre, el Güero voló solo. Aprovechando un viaje a Mexicali con catorce latas de manteca de puerco cargadas cada una con veinte kilos de chiva, hizo un desvío para recoger cincuenta de la fina, toda bien empacadita en sus plásticos. Pero alguien le puso el dedo, y otro alguien decidió cortarle al Güero los espolones.

—¿Qué alguien?

—No me chingue. Alguien.

El cuatro, siguió contando el Batman Güemes, se lo tendieron en la misma pista de aterrizaje, a las seis de la tarde —la precisión de la hora habría ido bien para ese corrido que el Güero deseaba y que el difunto Chalino Sánchez nunca compuso—, cerca de un lugar de la sierra conocido como el Espinazo del Diablo. La pista tenía sólo trescientos doce metros, y el Güero, que la sobrevoló sin ver nada sospechoso, acababa de dejarse caer con los flaps de su Cessna 172R en la última muesca, sonando la chicharra de pérdida, casi tan vertical como si descendiera en paracaídas, y rodaba el primer trecho a una velocidad de cuarenta nudos cuando vio dos trocas y gente que no debía estar allí camuflada bajo los árboles. Así que en vez de usar los frenos dio gas, acelerando, y tiró de la palanca. Quizá lo hubiera conseguido, y alguien dijo luego que cuando empezaron a dispararle cargadores enteros de Errequinces y cuernos de chivo ya había logrado levantar las ruedas del suelo. Pero todo aquel plomo era mucho lastre, y la Cessna fue a estrellarse cosa de cien pasos más allá del final de la pista. Cuando llegaron hasta él, el Güero aún estaba vivo entre los restos retorcidos de la cabina: tenía la cara ensangrentada, la mandíbula rota de un balazo, y los huesos astillados le asomaban fuera de las extremidades, aunque respiraba débil. Ya no iba a durar mucho, pero las instrucciones eran matarlo despacio. Así que sacaron la droga de la avioneta y luego, como en las películas, le echaron un Zippo ardiendo a la gasolina de 100 octanos que chorreaba del depósito roto. Fluoossss. La verdad es que el Güero ya casi ni se enteró de nada.

Cuando se vive torcido, repitió César Batman Güemes, no hay otra que trabajar derecho. Esta vez lo dijo a modo de conclusión, en tono pensativo, dejando el plato vacío sobre la mesa. Luego chasqueó la lengua, dio cuenta del resto de la cerveza y miró la etiqueta amarilla donde ponía Cervecería del Pacífico S. A. Todo el tiempo había estado hablando como si la historia que acababa de contarme nada tuviera que ver con él, y fuese algo oído por aquí y por allá. Algo del dominio público. Y supuse que lo era. —¿Qué hay de Teresa Mendoza? —aventuré.

Me miró receloso tras sus lentes, inquiriendo sin palabras qué hay de qué. Pregunté sin rodeos si ella estaba implicada en las maniobras del Güero y negó sin dudarlo. Ni hablar, dijo. En aquellos tiempos era una de tantas: jovencita, callada. La chava de un narco. Con la diferencia de que no se teñía el pelo de güera y que tampoco era de las buchonas a las que les gusta aparentar. En cuanto a lo otro, añadió, aquí las hembras suelen ocuparse de sus asuntos: peluquería, telenovelas, Juan Gabriel y música norteña, compras de tres mil dólares en Sercha's y en Coppel, donde su crédito vale más que el dinero. Ya sabe. Reposo del guerrero. Habría oído cosas, claro. Pero nada tenía que ver con las transas de su hombre.

—¿Por qué ir a por ella, entonces? —A mí qué me pregunta.

De pronto estaba serio, y otra vez temí que acabara la conversación. Pero al rato encogió los hombros. Aquí hay reglas, comentó. Uno no las elige, sino que se las encuentra hechas cuando entra. Todo es cuestión de reputación y de respeto. Igual que los escualos. Si flojeas o sangras, los demás te vienen encima. Esto es hacer un pacto con la muerte y la vida: equis años como un señor. Digan lo que digan, el dinero sucio quita el hambre lo mismo que el limpio. Además, proporciona lujo, música, vino y mujeres. Luego te mueres pronto, y en paz. Pocos narcos se jubilan, y la salida natural es la cárcel o el panteón; salvo los muy suertudos o muy listos que saben desmontar a tiempo, como Epifanio Vargas, por ejemplo, que se voló la barda comprando media Sinaloa y matando a la otra media, después se metió a farmacéutico y ahora anda en política. Pero eso es lo raro. Aquí la raza desconfía de quien llevando mucho tiempo en el negocio sigue en activo. —¿En activo?

—Vivo.

Me dejó meditarlo tres segundos. Dicen, añadió después, los que saben y andan en la chamba —recalcaba mucho el dicen y el los—, que incluso si eres bueno y derecho en tu trabajo, muy serio y cumplidor, terminas mal. La raza viene, entra fácil, te prefiere a otros, subes sin querer, y entonces los competidores van a por ti. Por eso cualquier paso en falso se paga caro. Y encima, cuanta más gente quieres o tienes, más vulnerable te vuelves. Ahí está el caso de otro güero famoso, con corridos, Héctor Palma, a quien un antiguo socio, por desacuerdos, secuestró y torturó a la familia, cuentan, y el día de su cumpleaños le mandó por correo una caja con la cabeza de su esposa. Japibirdi tu–yú. Cuando se vive en el filo de la navaja nadie puede permitirse olvidar las reglas. Fueron las reglas las que sentenciaron al Güero Dávila. Y era un buen tipo, le doy mi palabra. Gallo fino. Requetebién raza, el compa. Valiente de los que se rifan el alma y mueren donde quieras. Algo bocón y ambicioso, como vio, pero nada diferente de lo mejor que hay por aquí. No sé si me comprende. En cuanto a Teresa Mendoza, era su mujer. Inocente o no, las reglas también la incluían a ella.

Santa Virgencita. Santo Patrón. La pequeña capilla de Malverde estaba en sombras. Sólo un farolito relucía sobre el pórtico, abierto a cualquier hora del día o de la noche, y por las ventanas se filtraba la luz rojiza de algunas velas encendidas ante el altar. Teresa llevaba mucho rato inmóvil en la oscuridad, oculta junto a la tapia que separaba la desierta calle Insurgentes de las vías del ferrocarril y el canal. Intentaba rezar y no podía; otras cosas ocupaban su cabeza. Había tardado mucho en decidirse a hacer la llamada telefónica. Calculando las posibilidades. Después anduvo hasta allí observando con mucha cautela los alrededores, y ahora aguardaba, la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Media hora, había dicho don Epifanio Vargas. Teresa no llevaba reloj, y le era imposible calcular el tiempo transcurrido. Sintió un vacío en el estómago y procuró apagar el cigarrillo a toda prisa cuando un coche de judiciales pasó lento, en dirección al bulevar Zapata: siluetas oscuras de dos patrulleros en los asientos de delante, el rostro de la derecha iluminado apenas, visto y no visto, por la lucecita de la capilla.

Teresa retrocedió en busca de más oscuridad. No era sólo que estuviese fuera de la ley. En Sinaloa, como en el resto de México, desde el patrullero en busca de mordida —chamarra cerrada para que no vieras el número de placa—, hasta el superior que cada mes recibía un fajo de dólares del narcotráfico, tratar con la ley era a veces meterse en la boca del lobo.

Aquel rezo inútil que nunca terminaba. Santa Virgencita. Santo Patrón. Lo había empezado seis o siete veces, sin acabarlo ninguna. La capilla del bandido Malverde le traía demasiados recuerdos vinculados al Güero Davila. Tal vez por eso, cuando don Epifanio Vargas accedió por teléfono a la cita, ella dijo el nombre de ese lugar, casi sin pensarlo. Al principio don Epifanio propuso que fuera hasta la colonia Chapultepec, cerca de su casa; pero eso suponía cruzar la ciudad y un puente sobre el Tamázula. Demasiado riesgo. Y aunque no mencionó ningún detalle de lo ocurrido, sólo que estaba huyendo y que el Güero le había dicho que se pusiera en contacto con don Epifanio, éste comprendió que las cosas andaban mal, o peor. Quiso tranquilizarla: no te preocupes, Teresita, nos vemos, no te agüites y no te muevas. Ocúltate y dime dónde. Siempre la llamaba Teresita cuando se la encontraba con el Güero por el malecón, en los restaurantes playeros de Altata, en una fiesta o comiendo callo de hacha, ceviche de camarón y jaiba rellena los domingos, en Los Arcos. La llamaba Teresita y le daba un beso y hasta la había presentado a su mujer y a sus hijos, una vez. Y aunque don Epifanio era hombre inteligente y de poder, con más lana de la que el Güero habría juntado en toda su vida, siempre era amable con él, y lo seguía llamando ahijado como en los viejos tiempos; y en una ocasión, por Navidad, la primera que Teresa pasó de novia, don Epifanio llegó a mandarle unas flores y una esmeraldita colombiana muy linda con cadena de oro, y un fajo con diez mil dólares para que le regalase algo a su hombre, una sorpresa, y con el resto se comprara ella lo que quisiera. Por eso Teresa lo había telefoneado esa noche, y guardaba para él aquella agenda del Güero que le quemaba encima, y esperaba quieta en la oscuridad a unos pasos de la capilla de Malverde. Santa Virgencita, santo Patrón. Porque sólo de don Epi puedes fiarte, aseguraba el Güero. Es un hombre cabal y un caballero, fue un buen chaca y además es mi padrino. Pinche Güero. Eso había dicho antes de que todo se fuera a la chingada y sonara aquel teléfono que no debió sonar nunca, y ella se viera como se veía. Y ojalá, murmuró, ardas en el infierno. Cabrón. Por ponerme en la quema como me pones. Ahora sabía que no podía fiarse de nadie; ni siquiera de don Epifanio. Por eso lo había citado allí, sin pensarlo casi, aunque en el fondo pensándolo. La capilla era un sitio tranquilo, al que podía llegar oculta entre las vías del tren que iba por la orilla del canal, y vigilar la calle a un lado y a otro por si el hombre que la llamaba Teresita y le regaló diez mil dólares y una esmeralda en Navidad no venía solo, o el Güero había fallado en sus cálculos, o a ella se le iba el temple y —en el mejor de los casos, si podía— echaba a correr de nuevo.

Luchó con la tentación de encender otro cigarrillo. Santa Virgencita. Santo Patrón. A través de las ventanas podía ver las velas que alumbraban dentro de la capilla. El santo Malverde había sido en vida mortal Jesús Malverde, el buen bandido que robaba a los ricos, decían, para ayudar a los pobres. Los curas y la autoridad nunca lo reconocieron santo; pero los curas y la autoridad no tenían ni idea de esas cosas, y el pueblo lo canonizó por cuenta propia. Tras su ejecución, el Gobierno había ordenado que no se diera sepultura al cuerpo, para escarmiento; pero la gente que pasaba junto al lugar iba poniendo piedras, una sola cada vez para no incumplir, hasta que de esa manera se le dio tierra cristiana, y luego se hizo la capilla y lo demás. Entre la raza pesada de Culiacán y todo Sinaloa, Malverde era más popular y milagroso que el propio Diosito o la Señora de Guadalupe. La capilla estaba llena de placas y exvotos agradeciendo los milagros: pelo de plebito por un parto feliz, camarones en alcohol por una buena pesca, fotos, estampas. Pero sobre todo el santo Malverde era patrón de los narcos sinaloenses, que acudían para encomendarse y dar gracias, con donativos y placas grabadas o escritas a mano después de cada retorno feliz y cada negocio provechoso. Gracias patronsito por sacarme de presidio, podía leerse, pegado a la pared junto a la imagen del santo —moreno, bigotudo, vestido de blanco y con elegante mascada negra al cuello—, o Gracias por aqueyo que tú sabes. Los tipos más duros, los peores criminales del llano y de la sierra, llevaban su foto en cinturones, escapularios, gorras de béisbol y coches, lo nombraban persignándose, y muchas madres acudían a rezar a la capilla cuando sus hijos hacían el primer viaje o andaban en la cárcel o en algo gacho. Había gatilleros que pegaban la estampa de Malverde en las cachas de la pistola o en la culata del cuerno de chivo. E incluso el Güero Dávila, que decía no creer en esas cosas, llevaba en el tablero de mandos de la avioneta una foto del santo enmarcada en cuero, con la oración Dios vendiga mi camino y permita mi regreso: tal cual, con falta de ortografía incluida. Teresa se la había comprado al santero de la capilla luego que durante algún tiempo, al principio, estuvo acudiendo allí a escondidas, a encender velas cuando el Güero pasaba días sin volver a casa. Hizo eso hasta que él se enteró, prohibiéndoselo. Supersticiones idiotas, prietita. Chale. No me gusta que mi mujer haga el ridículo.

Pero el día que ella le llevó la foto con la oración, no dijo nada, ni se burló siquiera, y la puso en el tablero de la Cessna.

Cuando los faros se apagaron después de iluminar la capilla con dos ráfagas largas, Teresa ya apuntaba la Doble Águila hacia el coche. Tenía miedo, pero eso no le impedía sopesar los pros y los contras, calibrando las apariencias bajo las que el peligro podía presentarse. Su cabeza, habían descubierto tiempo atrás quienes la emplearon de cambista frente al mercadito Buelna, era muy dotada para el cálculo: A + B igual a X, más Z probabilidades hacia adelante y hacia atrás, multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Y eso la ponía otra vez ante La Situación. Habían transcurrido al menos cinco horas desde que sonó el teléfono en la casa de Las Quintas, y un par de ellas desde el primer disparo en la cara del Gato Fierros. Pagada la cuota de horror, de desconcierto, ahora todos los recursos de su instinto y su inteligencia estaban entregados a mantenerla viva. Por eso no le temblaba la mano. Por eso quería rezar, sin conseguirlo, y en cambio recordaba con absoluta precisión que había quemado cinco balas, que le quedaban una en la recámara y diez en el cargador, que el retroceso de la Doble Águila era muy fuerte para ella, y que la próxima vez debía apuntar algo más abajo del blanco si no quería fallar el tiro; con la mano izquierda no bajo la culata, como en las películas, sino encima de la muñeca derecha, afirmándola a cada disparo. Aquélla era la última oportunidad, y lo sabia. Que su corazón latiera despacio, que la sangre circulara tranquila y los sentidos anduvieran alerta, marcarla la diferencia entre estar viva o estar en el piso una hora más tarde. Por eso se había dado un par de pericazos rápidos del paquete que llevaba en la bolsa. Y por eso, cuando llegó la Suburban blanca, había apartado instintivamente los ojos de la luz para no deslumbrarse; y ahora miraba de nuevo por encima del arma, un dedo en el gatillo, retenido el aliento, atenta al primer indicio de que algo anduviese cabrón. Lista para disparar contra cualquiera.

Sonaron las portezuelas. Contuvo el aliento. Una, dos, tres. Híjole. Tres siluetas masculinas de pie junto al coche, iluminadas en contraluz por las farolas de la calle. Elegir. Había creído estar a salvo de eso, al margen, mientras alguien lo hacía por ella. Tú tranquila, prietita —aquello era al principio—. Limítate a quererme, y yo me ocupo. Era dulce y cómodo. Era engañosamente seguro despertarse de noche y escuchar la respiración tranquila del Hombre. Ni siquiera el miedo existía entonces; porque el miedo es hijo de la imaginación, y allí sólo había horas felices que pasaban como un bolero bonito o el agua mansa. Y era fácil la trampa: su risa cuando la abrazaba, los labios al recorrer su piel, la boca susurrando palabras tiernas o atrevidas bien requeteabajo, entre sus muslos, muy cerca y bien adentro, como si fuera a quedarse allá para siempre —si vivía lo bastante para olvidar, aquella boca sería lo último que ella olvidaría—. Pero nadie se queda para siempre. Nadie está a salvo, y toda seguridad es peligrosa. De pronto despiertas con la evidencia de que resulta imposible sustraerse a la mera vida; de que la existencia es camino, y que caminar implica elección continua. O esto o lo otro. Con quién vives, a quién amas, a quién matas. Quién te mata. Queriendo o sin querer, cada cual recorre sus propios pasos. La Situación. A fin de cuentas, elegir. Tras dudar un instante, apuntó la pistola hacia la más corpulenta y grande de las tres siluetas masculinas. Resultaba mejor blanco, y además era el jefe.

—Teresita–dijo don Epifanio Vargas.

Aquella voz conocida, tan familiar, removió algo dentro de ella. Sintió que las lágrimas —era demasiado joven, y las había creído ya imposibles— le enturbiaban la vista. Inesperadamente se volvió frágil; quiso comprender por qué, y en el empeño también se le hizo tarde para evitarlo. Pinche perra, se dijo. Maldita chava estúpida. Si algo sale mal, la regaste. Las luces lejanas de la calle se desgarraban ante sus ojos, y todo se volvió confusión de reflejos líquidos y sombras. De pronto no tuvo delante nada a lo que apuntar. Así que bajó la pistola. Por una lágrima, pensó, resignada. Ahora me pueden matar por una pinche lágrima.

—Son malos tiempos.

Don Epifanio Vargas dio una chupada larga al cigarro habano y estuvo mirando la brasa, pensativo. En la penumbra de la capilla, las velas y lamparitas encendidas iluminaban su perfil aindiado, el pelo muy negro, espeso y peinado hacia atrás, el mostacho norteño afirmando un físico que a Teresa siempre le recordaba el de Emilio Fernández o Pedro Armendáriz en las viejas películas mejicanas que ponían en la tele. Debía de andar por los cincuenta y era grande y ancho, con manos enormes. En la izquierda sostenía el habano, y en la derecha la agenda del Güero.

Antes, por lo menos, respetábamos a los niños y a las mujeres.

Movía la cabeza, evocador y triste. Teresa sabía que ese antes se remontaba al tiempo en que, siendo un joven campesino de Santiago de los Caballeros y harto de pasar hambre, Epifanio Vargas cambió la yunta de bueyes y las milpas de maíz y frijoles por las matas de mariguana, desmachó semillas para limpiar la mota, se rifó la vida vendiendo y se la quitó a cuantos pudo, y al fin anduvo de la sierra al llano, instalándose en Tierra Blanca cuando las redes de contrabandistas sinaloenses empezaban a encaminar hacia el norte, junto a sus ladrillos de colas de borrego, los primeros polvitos blancos que llegaban en barco y por avión desde Colombia. Para los hombres de la generación de don Epifanio, que después de cruzar el Bravo a nado con fardos a la espalda habitaban ahora lujosas fincas de la colonia Chapultepec, y tenían hijos fresitas que iban a colegios de lujo conduciendo sus propios autos o estudiaban en universidades norteamericanas, aquél fue el tiempo lejano de las grandes aventuras, los grandes riesgos y las grandes riquezas hechas de la noche a la mañana: una operación con suerte, una buena cosecha, un cargamento afortunado. Años de peligro y dinero jalonando una vida que en la sierra no habría sido más que existencia miserable. Vida intensa y a menudo corta; porque sólo los más duros de esos hombres lograron sobrevivir, establecerse y delimitar el territorio de los grandes cárteles de la droga. Años en los que todo estaba por definirse. Cuando nadie ocupaba un lugar sin empujar a otros, y el error o el fracaso se pagaban al contado. Pero se pagaba con la mera vida. Ni menos, ni más.

—También han ido a casa del Chino Parra —comentó don Epifanio—. Lo dijo el noticiero hace un rato. Mujer y tres hijos —la brasa del habano volvió a brillar cuando le dio otra chupada—... Al Chino lo encontraron en la puerta, dentro de la cajuela de su Silverado. Estaba sentado junto a Teresa en el banquito situado a la derecha del pequeño altar. Al mover la cabeza, las velas daban reflejos de charol a su pelo repeinado y abundante. Los años transcurridos desde que bajó de la sierra habían refinado su aspecto y maneras; pero, bajo los trajes a medida, las corbatas que se hacía traer de Italia y la seda de sus camisas de quinientos dólares, seguía latiendo el campesino de la sierra sinaloense. Y no sólo por el regusto de ostentación norteña —botas picudas, cinto piteado con hebilla de plata, centenario de oro en la cadena de las llaves—, sino también, y sobre todo, por la mirada a ratos impasible, a ratos desconfiada o paciente, del hombre a quien durante siglos y generaciones un granizo o una sequía habían obligado una y otra vez a empezar desde cero.

—Por lo visto, al Chino lo agarraron por la mañana y pasaron el día con él, de plática... Según la radio, se tomaron su tiempo.

Teresa pudo imaginar sin esfuerzo: manos atadas con alambre, cigarrillos, navajas de afeitar. Los gritos del Chino Parra apagados dentro de una bolsa de plástico o bajo un palmo de masking–tape, en algún sótano o almacén, antes de que acabaran con él y fueran a ocuparse de su familia. Quizá el mismo Chino había terminado por delatar al Güero Dávila. O a su propia carne. Ella conocía bien al Chino, a su mujer, Brenda, y a los tres plebitos. Dos varones y una niña. Los recordó jugando y alborotando en la playa de Altata, el último verano: sus cuerpecitos morenos y cálidos bajo el sol, cubiertos por las toallas, dormidos al regreso en la trasera de la misma Silverado donde ahora aparecía el despojo del padre. Brenda era una chava menuda, muy habladora, de bonitos ojos marrones, que llevaba en el tobillo derecho una cadena de oro con las iniciales de su hombre. Habían ido muchas veces juntas de compras por Culiacán, pantalones de piel muy ceñidos, uñas decoradas, tacones bien altos, Guess Jeans, Calvin Klein, Carolina Herrera... Se preguntó si le habían mandado al Gato Fierros y Potemkin Gálvez, o a otros gatilleros distintos. Si ocurrió antes o a la vez que lo de ella. Si a Brenda la mataron antes o después que a los plebitos. Si lo hicieron rápido, o si también procuraron tomarse su tiempo. Pinches hombres puercos. Retuvo aire y lo soltó poco a poco, para que don Epifanio no la viera sollozar. Luego maldijo en silencio al Chino Parra, antes de maldecir todavía más al Güero. El Chino era valiente como tantos que mataban o traficaban: de pura ignorancia, porque no pensaba. Se metía en líos por su poca cabeza, sin discurrir que ponía en peligro no sólo a él, sino a toda su familia. El Güero era distinto a su primo: él sí era inteligente, bien lanza. Conocía todos los riesgos y siempre supo lo que iba a pasarle a ella si lo agarraban a él, pero le valía madres. Aquella perra agenda. Ni la leas, había dicho. Llévasela y ni la leas. El maldito, murmuró una vez más. El maldito Güero cabrón.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

Don Epifanio Vargas encogió los hombros. —Ha pasado lo que tenía que pasar —dijo. Miraba al guardaespaldas que estaba en la puerta, el cuerno de chivo en la mano, silencioso como una sombra o un fantasma. Cambiar la droga por la farmacia y la política no excluía las precauciones de siempre. El otro guarura estaba afuera, también armado. Le habían dado doscientos pesos al celador nocturno de la capilla para que se rajara de allí. Don Epifanio miró la bolsa que Teresa tenía en el suelo, entre los pies, y después la Doble Águila apoyada en el regazo.

—Tu hombre llevaba mucho rifándosela. Era cuestión de tiempo.

—¿De verdad se murió?

—Pues claro que se murió. Lo agarraron arriba en la sierra... No eran guachos, ni federales, ni nada. Eran su propia gente.

—¿Quiénes?

—Da lo mismo quiénes. Tú sabes en qué transas andaba el Güero. Metía naipes propios en barajas ajenas. Y al final alguien dio el pitazo.

Se reavivó la brasa del habano. Don Epifanio abrió la agenda. La acercaba a la luz de las velas, pasando páginas al azar.

—¿Leíste lo que hay aquí?

—Nomás se la traje a usted, como él dijo. Yo no sé de esas cosas.

Asintió don Epifanio, reflexivo. Se le veía incómodo.

—El pobre Güero tuvo lo que se iba buscando —concluyó.

Ella miraba ahora al frente, hacia las sombras de la capilla donde colgaban los exvotos y las flores secas. —Qué pobre ni qué chingados. El muy puerco no pensó en mí.

Había conseguido que no le temblara la voz. Sin volverse, sintió que el otro se ladeaba a observarla.

—Tú tienes suerte —le oyó decir—. De momento sigues viva.

Se quedó así un poco más. Estudiándola. El aroma del habano se mezclaba con el olor de las velas y el de un pebetero de incienso que ardía junto al busto del bandido santo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó al fin.

—No sé —ahora le llegaba a Teresa la vez de encoger los hombros—. El Güero dijo que usted me ayudaría. Dásela y pídele que te ayude. Eso fue lo que dijo. —El Güero siempre fue un optimista.

El hueco que ella notaba en el estómago se hizo más hondo. Sofoco del humo de velas, crepitar de llamitas ante Malverde. Calor húmedo. De pronto sentía una desazón insoportable. Reprimió el impulso de levantarse, apagar las velas de un manotazo, ir en busca de aire fresco. Correr otra vez, si todavía la dejaban. Pero cuando miró de nuevo ante sí, vio que la otra Teresa Mendoza estaba sentada enfrente, observándola. O tal vez era ella misma la que estaba allí, silenciosa, mirando a la mujer asustada que se inclinaba hacia adelante en su banco junto a don Epifanio, con una inútil pistola en el regazo.

—Él lo quería mucho a usted —se oyó decir.

El otro se removió en el asiento. Un hombre decente, había dicho siempre el Güero. Un chaca bueno y justo, de ley. El mejor patrón que tuve nunca.

—Y yo lo quería —don Epifanio hablaba muy quedo, como si recelara de que el guarura de la puerta lo oyese hablar de sentimientos—. Y a ti también... Pero con sus pendejadas te puso en mala situación.

—Necesito ayuda.

—Yo no puedo mezclarme en esto. —Usted tiene mucho poder.

Lo oyó chasquear la lengua con desaliento e impaciencia. En aquel negocio, explicó don Epifanio siempre en voz baja y dirigiendo miradas furtivas al guardaespaldas, el poder era una cosa relativa, efímera, sujeta a reglas complicadas. Y él lo conservaba, puntualizó, porque no iba escarbando donde no debía. El Güero ya no trabajaba para él; era asunto de sus jefes de ahora. Y esa gente mochaba parejo.

—No tienen nada personal contra ti, Teresita. Ya los conoces. Pero es su manera de hacer las cosas... Tienen que dar ejemplo.

—Usted podría hablar con ellos. Decirles que no sé nada.

—Saben de sobra que tú no sabes nada. Ése no es el problema... Y yo no puedo comprometerme. En esta tierra, quien hoy pide favores tiene que devolverlos mañana.

Ahora miraba la Doble Águila que ella mantenía sobre los muslos, una mano apoyada con descuido en la culata. Sabía que el Güero la enseñó a tirar tiempo atrás, hasta conseguir que acertara a seis botes vacíos de cerveza Pacífico, uno tras otro, a diez pasos. Al Güero siempre le habían gustado la Pacífico y las mujeres medio bravas, aunque Teresa no soportara la cerveza y se asustara a cada estampido de la pistola.

Además —prosiguió don Epifanio—, lo que me has contado empeora las cosas. No pueden dejar que les truenen a un hombre, y menos que lo haga una hembra... Serían la risa de todo Sinaloa.

Teresa miró sus ojos oscuros e impasibles. Ojos duros de indio norteño. De superviviente.

—No puedo comprometerme —le oyó repetir. Y don Epifanio se levantó. Ya valió madres, pensó ella. Aquí termina todo. El vacío del estómago se agrandaba hasta abarcar la noche que acechaba afuera, inexorable. Se rindió, pero la mujer que la observaba entre las sombras no quiso hacerlo.

—El Güero dijo que me ayudaría —insistió terca, como si hablara consigo misma—. Llévale la agenda, dijo, y cámbiasela por tu vida.

A tu hombre le gustaban demasiado los albures. —Yo no sé de eso. Pero sé lo que me dijo.

Había sonado más a queja que a súplica. Una queja sincera y muy amarga. O un reproche. Después se quedó un momento callada y al fin alzó el rostro, igual que el reo cansado que aguarda un veredicto. Don Epifanio estaba de pie ante ella, y parecía más grande y corpulento que nunca. Golpeteaba con los dedos en la agenda del Güero. —Teresita...

—Mande.

Seguía tamborileando los dedos en la agenda. Lo vio mirar la efigie del santo, de nuevo al guarura de la puerta, de vuelta a ella. Luego se detuvo otra vez en la pistola. —¿La neta que no leíste nada?

—Lo juro. Nomás dígame qué iba a leer.

Un silencio. Largo, pensó ella, como una agonía. Oía chisporrotear los pábilos de las velas en el altar. —Sólo tienes una posibilidad —dijo el otro al fin. Teresa se aferró a esas palabras, con la mente avivada de pronto como si acabara de meterse dos pases de doña Blanca. La otra mujer había desaparecido entre las sombras. Y de nuevo era ella. O al contrario.

—Me basta con una —dijo. —¿Tienes pasaporte?

—Sí. Con visa americana. —¿Y dinero?

—Veinte mil dólares y unos pocos pesos —abría la bolsa a sus pies para mostrarlo, esperanzada—. También una bolsa de polvo de diez o doce onzas.

—El polvo déjalo. Es peligroso andar con eso por ahí... ¿Sabes conducir?

—No —se había puesto en pie y lo miraba de cerca, atenta. Concentrada en seguir viva—. Ni siquiera tengo licencia.

—Dudo que puedas llegar al otro lado. Te pisarán la huella en la frontera, y ni entre gringos ibas a estar segura... Lo mejor sería que salieras esta mera noche. Puedo prestarte el carro con un chofer de confianza... Puedo hacer eso y que te lleve al Deefe. Directamente al aeropuerto, y allí te agarras el primer avión.

—¿Adónde?

—Me vale verga adónde. Pero si quieres ir a España, tengo amigos allí. Gente que me debe favores... Si mañana me llamas antes de subir al avión, podré darte un nombre y un número de teléfono. Después será asunto tuyo.

—¿No hay otra?

—Ni modo. Con ésta, o te encabestras o te ahorcas. Teresa miró alrededor, buscando en las sombras de la capilla. Estaba absolutamente sola. Nadie decidía por ella, ahora. Pero seguía viva.

—Tengo que irme —se impacientaba don Epifanio—. Decídete.

—Ya decidí. Haré lo que usted mande.

—Bien —Don Epifanio observó cómo ella ponía el seguro a la pistola y se la metía atrás en la cintura, entre los tejanos y la piel, antes de cubrirse con la chamarra— ... Y recuerda una cosa: ni siquiera allí estarás a salvo. ¿Comprendes?... Si yo tengo amigos, ellos también. Así que procura enterrarte tan hondo que no te encuentren.

Teresa asintió de nuevo. Había sacado el paquete de coca de la bolsa y lo colocaba en el altar, bajo la efigie de Malverde. A cambio encendió otra vela. Santa Virgencita, rezó un instante en silencio. Santo Patrón. Dios vendiga mi camino y permita mi regreso. Se persignó casi furtivamente.

—Siento de verdad lo del Güero —dijo don Epifanio a su espalda—. Era un buen tipo.

Teresa se había vuelto al oír eso. Ahora estaba tan lúcida y serena que sentía la garganta seca y la sangre circular muy despacio, latido a latido. Se echó la bolsa al hombro, sonriendo por primera vez en todo el día: una sonrisa que marcó su boca como un impulso nervioso, inesperado. Y aquella sonrisa, o lo que fuera, debía de ser extraña, pues don Epifanio la miró con un poco de sorpresa y el pensamiento a la vista, por una vez reflejado en la cara. Teresita Mendoza. Chale. La morra del Güero. La hembra de un narco. Una chava como tantas, más bien callada, ni demasiado despierta ni demasiado bonita. Y sin embargo la estudió de ese modo reflexivo y cauto, con mucha atención, como si de pronto se viera frente a una desconocida.

—No —dijo ella—. El Güero no era un buen tipo. Era un hijo de su pinche madre.