13 En dos y trescientos metros levanto las avionetas

—Ahí está —dijo el doctor Ramos.

Tenía oído de tísico, decidió Teresa. Ella no percibía nada, salvo el rumor de la resaca en la playa. La noche era tranquila, y el Mediterráneo una mancha negra frente a la ensenada de Agua Amarga, en la costa de Almería, con la luna iluminando como si fuera de nieve la arena de la orilla, y la luz del faro de Punta Polacra —tres destellos cada doce o quince segundos, registró su antiguo instinto profesional— brillando a intervalos al pie de la sierra de Gata, seis millas al sudoeste.

—Yo sólo oigo el mar —respondió. —Escuche.

Permaneció atenta a la oscuridad, aguzando el oído. Estaban de pie junto a la Cherokee, con un termo de café, vasos de plástico y bocadillos, protegidos del frío por chaquetones y jerseys. La silueta oscura de Pote Gálvez se paseaba a pocos metros, vigilando la pista de tierra y la rambla seca que daban acceso a la playa.

—Ahora lo oigo —dijo.

Era sólo un ronroneo lejano que apenas podía distinguirse del agua en la orilla; pero crecía poco a poco en intensidad y sonaba muy bajo, como si viniese del mar y no del cielo. Parecía una planeadora acercándose a gran velocidad.

—Buenos chicos —comentó el doctor Ramos. Había un poquito de orgullo en su voz, como quien habla de un hijo o un alumno aventajado, pero su tono era tranquilo como de costumbre. Aquel bato, pensó Teresa, no se ponía nervioso nunca. A ella, sin embargo, le costaba reprimir su inquietud y lograr que la voz le saliera con la serenidad que los demás esperaban. Si supieran, se dijo. Si supieran. Y más esa pinche noche, con lo que arriesgaban. Tres meses preparando lo que al fin se decidía en menos de dos horas, de las que ya habían transcurrido tres cuartas partes. Ahora el rumor de motores era cada vez más fuerte y cercano. El doctor se acercó el reloj de pulsera a los ojos antes de iluminar la esfera con un rápido resplandor de su mechero.

—Puntualidad prusiana —añadió—. El sitio justo y la hora exacta.

El sonido estaba cada vez más cerca, siempre a muy baja altura. Teresa escudriñó con avidez la oscuridad, y entonces le pareció verlo: un pequeño punto negro que aumentaba de tamaño, justo en el límite entre el agua sombría y el rielar de la luna, mar adentro.

—Híjole —dijo.

Era casi hermoso, pensó. Tenía información, recuerdos, experiencias que le permitían imaginar el mar visto desde la cabina, las luces amortiguadas en el tablero de instrumentos, la línea de tierra perfilándose delante, los dos hombres a los mandos, VOR–DME de Almería en la frecuencia 114,1 para calcular demora y distancia sobre el mar de Alborán, punto–raya–raya–raya–punto–raya–punto, y después la costa a ojo a la luz de la luna, buscando referencias en el destello del faro a la izquierda, las luces de Carboneras a la derecha, la mancha neutra de la ensenada en el centro. Ojalá estuviera allí arriba, se dijo. Volando a ojo como ellos, con un par de huevos rancheros en su sitio. Entonces el punto negro creció de pronto, siempre a ras del agua, mientras el ruido de motores aumentaba hasta volverse atronador, rooaaaar, hizo, igual que si fuera a echárseles encima, y Teresa alcanzó a distinguir unas alas materializándose a la misma altura desde la que observaban ella y el doctor. Y al cabo vio la silueta entera del avión que volaba muy bajo, a unos cinco metros sobre el mar, las dos hélices girando como discos de plata en el contraluz de la luna. A toda madre. Un instante después, sobrevolándolos con un rugido que levantó a su paso una polvareda de arena y algas secas, el avión ganó altitud, internándose tierra adentro mientras inclinaba un ala a babor y se perdía en la noche, entre las sierras de Gata y Cabrera.

Ahí va una tonelada y media —dijo el doctor. —Todavía no está abajo —respondió Teresa. —Lo estará en quince minutos.

Ya no había motivo para seguir a oscuras, así que el doctor hurgó en los bolsillos del pantalón, encendió su pipa, y luego prendió el cigarrillo que Teresa acababa de llevarse a la boca. Pote Gálvez venía con un vaso de café en cada mano. Una sombra gruesa, atenta a sus deseos. La arena blanca amortiguaba los pasos.

—¿Qué onda, patrona? —Todo bien, Pinto. Gracias.

Bebió el líquido amargo, sin azúcar y avivado por un chorro de coñac, disfrutando el cigarrillo que tenía dentro un poco de hachís. Espero que todo siga igual de bien, pensó. El celular que llevaba en el bolsillo del chaquetón sonaría cuando la carga estuviese en las cuatro camionetas que esperaban junto a la rudimentaria pista: un diminuto aeródromo abandonado desde la guerra civil, en medio del desierto almeriense, cerca de Tabernas, con el pueblo más próximo a quince kilómetros. Aquélla era la última etapa de una compleja operación que relacionaba una carga de mil quinientos kilos de clorhidrato de cocaína del cártel de Medellín con las mafias italianas. Otra chinita en el zapato del clan Corbeira, que seguía pretendiendo la exclusiva de los movimientos de doña Blanca en territorio español. Teresa sonrió para sí. Bien chilosos iban a ponerse los gallegos, si se enteraban. Pero desde Colombia le habían pedido a Teresa que estudiase la posibilidad de colocar, de una sola tacada, un cargamento grande que sería embarcado en contenedores en el puerto de Valencia con destino a Génova; y ella se limitaba a solucionar el problema. La droga, sellada al vacío en paquetes de diez kilos dentro de bidones de grasa para automóviles, había cruzado el Atlántico después de transbordarse frente a Ecuador, a la altura de las islas Galápagos, a un viejo carguero con bandera panameña, el Susana. El desembarco se efectuó en la ciudad marroquí de Casablanca; y de allí, con protección de la Gendarmería Real —el coronel Abdelkader Chaib seguía en óptimas relaciones con Teresa—, viajó en camiones al Rif, hasta uno de los almacenes utilizados por los socios de Transer Naga para preparar los cargamentos de hachís.

—Los marroquíes han cumplido como caballeros —comentó el doctor Ramos, las manos en los bolsillos. Se dirigían al coche, con Pote Gálvez al volante. Los faros encendidos iluminaban la extensión de arena y rocas, las gaviotas desveladas que revoloteaban sorprendidas por la luz.

—Sí. Pero el mérito es suyo, doctor. —No la idea.

—Usted la hizo posible.

El doctor Ramos chupó su pipa sin decir nada. Era difícil que el táctico de Transer Naga formulara una queja, o mostrara satisfacción ante un elogio; pero lo cierto es que Teresa lo adivinaba satisfecho. Porque, si la idea del avión grande —el puente aéreo, lo llamaban entre ellos— era de Teresa, el trazado de la ruta y los detalles operativos corrían a cargo del doctor. La innovación consistía en aplicar los vuelos a baja altura y el aterrizaje en pistas secretas a una operación de más envergadura, más rentable. Porque en los últimos tiempos habían surgido problemas. Dos expediciones gallegas, financiadas por el clan Corbeira, resultaron interceptadas por Vigilancia Aduanera, una en el Caribe y otra frente a Portugal; y una tercera operación íntegramente realizada por los italianos —un mercante turco con media tonelada a bordo en ruta de Buenaventura a Génova, vía Cádiz— terminó en completo fracaso con la carga incautada por la Guardia Civil y ocho hombres en prisión. Era un momento difícil; y tras darle muchas vueltas Teresa decidió arriesgarse con los métodos que años atrás, en México, valieron a Amado Carrillo el sobrenombre de Señor de los Cielos. Órale, concluyó. Para qué inventar, habiendo maestros. De modo que puso a Farid Lataquia y al doctor Ramos al trabajo. El libanés había protestado, claro. Poco tiempo, poco dinero, poco margen. Siempre le piden milagros al mismo. Etcétera. Mientras, el doctor se encerraba . con sus mapas y sus planos y sus diagramas, fumando pipa tras pipa y sin pronunciar otras palabras que las imprescindibles, calculando rutas, combustible, lugares. Huecos de radar para llegar al mar entre Melilla y Alhucemas, distancia por recorrer a ras del agua con rumbo este–norte–noroeste, zonas sin vigilancia para cruzar la costa española, referencias de tierra para guiarse a ojo y sin instrumentos, consumo a alta y baja cota, sectores donde un avión de tamaño medio no podía ser detectado volando sobre el mar. Hasta sondeó a un par de controladores aéreos que estarían de guardia en las noches y lugares adecuados, asegurándose de que nadie daría parte si algún eco sospechoso se reflejaba en las pantallas de radar. También había volado sobre el desierto almeriense en busca del lugar adecuado para el aterrizaje, e ido a las montañas del Rif para comprobar sobre el terreno las condiciones de los aeródromos locales. El avión lo consiguió Lataquia en África: un viejo Aviocar C—212 destinado al transporte de pasajeros entre Malabo y Bata, procedente de la ayuda española a Guinea Ecuatorial, construido en 1978 y que todavía volaba. Bimotor, dos toneladas de capacidad de carga. Podía aterrizar a sesenta nudos en doscientos cincuenta metros de pista si invertía las hélices y sacaba los flaps a cuarenta grados. La compra se realizó sin problemas a través de un contacto de la embajada ecuatoguineana en Madrid —comisión del agregado comercial aparte, la sobrefacturación sirvió para cubrir una compra de motores marinos para semirrígidas—, y el Aviocar voló a Bangui, donde los dos motores turbohélice Garret TPE fueron revisados y puestos a punto por mecánicos franceses. Luego fue a posarse en una pista de cuatrocientos metros en las montañas del Rif para hacerse cargo de la cocaína. Conseguir la tripulación no fue difícil: cien mil dólares para el piloto Jan Karasek, polaco, ex fumigador agrícola, veterano de los vuelos nocturnos transportando hachís para Transer Naga a bordo de una Skymaster de su propiedad— y setenta y cinco mil para el copiloto: Fernando de la Cueva, un ex militar español que había volado con los Aviocar cuando estaba en el Ejército del Aire, antes de pasar a la aviación civil y quedarse en paro tras una reestructuración laboral de Iberia. Y a esa hora —los faros de la Cherokee alumbraban las primeras casas de Carboneras cuando Teresa consultó el reloj del salpicadero—, los dos hombres, tras guiarse por las luces de la autovía Almería–Murcia y cruzarla sobre las cercanías de Níjar, ya habrían llevado el avión, volando siempre bajo y evitando el trazado de torres eléctricas que el doctor Ramos dibujó cuidadosamente sobre sus mapas aéreos, en torno a la sierra de Alhamilla, girando despacio al oeste, y estarían sacando los flaps para aterrizar en el aeródromo clandestino iluminado por la luna, un coche al comienzo y otro trescientos cincuenta metros más lejos: dos breves destellos de faros para señalar el inicio y el final de la pista. Llevando en su bodega una carga valorada en cuarenta y cinco millones de dólares, de la que Transer Naga percibía, como transportista, una suma equivalente al diez por ciento.

Se detuvieron a tomar algo en una venta de carretera antes de salir a la N—340: camioneros cenando en las mesas del fondo, jamones y embutidos colgados del techo, botas de vino, fotos de toreros, expositores giratorios con vídeos porno, cintas y cedés de Los Chunguitos, El Fary, La Niña de los Peines. Picotearon de pie en la barra, jamón, caña de lomo y atún fresco con pimientos y tomate. El doctor Ramos pidió un coñac y Pote Gálvez, que conducía, un café doble. Teresa buscaba el tabaco en los bolsillos de su chaquetón cuando se detuvo en la puerta un Nissan verde y blanco de la Guardia Civil y sus ocupantes entraron en la venta. Pote Gálvez se puso tenso, apartadas las manos de la barra, vuelto a medias con desconfianza profesional hacia los recién llegados, moviéndose un poco para cubrir con el cuerpo a su patrona. Tranquilo, Pinto, le dijo ella con los ojos. No será hoy cuando se nos chinguen. Patrulla rural. Rutina. Eran dos agentes jóvenes, con uniformes de color aceituna y pistolas en fundas negras a los costados. Dijeron cortésmente buenas noches, dejaron las gorras sobre un taburete y se acodaron al final de la barra. Parecían relajados, y uno de ellos los miró breve, distraído, mientras ponía azúcar en el café y removía con la cucharilla. La expresión del doctor Ramos chispeaba al cambiar una mirada con Teresa. Si estos picoletos supieran, decía sin decirlo, embutiendo con parsimonia tabaco en la cazoleta de su pipa. Qué cosas. Después, cuando los guardias se disponían a irse, el doctor le apuntó al camarero que tenía mucho gusto en pagar sus cafés. Uno de ellos protestó amable y el otro les dirigió una sonrisa. Gracias. Buen servicio, dijo el doctor cuando se marchaban. Gracias, dijeron otra vez.

—Buenos chicos —resumió el doctor cuando cerraron la puerta.

Había dicho lo mismo de los pilotos, recordó Teresa, cuando los motores del Aviocar atronaban sobre la playa. Y eso, entre otras cosas, era lo que a ella le gustaba del personaje. Su ecuanimidad inmutable. Cualquiera, visto desde la perspectiva adecuada, podía ser buen chico. O buena chica. El mundo era un lugar difícil, de reglas complicadas, donde cada cual jugaba el papel que le asignaba su destino. Y no siempre era posible elegir. Toda la gente que conozco, le oyeron comentar al doctor alguna vez, tiene razones para hacer lo que hace. Aceptando eso en tus semejantes, concluía, no resulta difícil llevarse bien con los demás. El truco está en buscarles siempre la parte positiva. Y fumar en pipa ayuda mucho. Te lleva tiempo, reflexión. Da oportunidad de mover despacio las manos, y mirarte, y mirar a los demás.

El doctor encargó un segundo coñac, y Teresa —no tenían tequila en la venta— un orujo gallego que arrancaba llamas por la nariz. La presencia de los guardias le trajo a la memoria una conversación reciente y viejas preocupaciones. Había recibido una visita tres semanas atrás, en la sede oficial de Transer Naga, que ahora ocupaba un edificio entero de cinco plantas en la avenida del Mar, junto al parque de Marbella. Una visita no anunciada, que al principio ella se negó a recibir hasta que Eva, su secretaria —Pote Gálvez estaba frente a la puerta del despacho, plantado en la alfombra como un dóberman—, le enseñó una orden judicial que recomendaba a Teresa Mendoza Chávez, domiciliada en tal y cual, aceptar esa entrevista o atenerse a las actuaciones posteriores a que hubiera lugar. Encuesta previa, decía el papel, sin determinar previa a qué. Y son dos, añadió la secretaria. Un hombre y una mujer. Guardia Civil. Así que, tras meditar un poco, Teresa hizo avisar a Teo Aljarafe para que estuviese prevenido, tranquilizó a Pote Gálvez con un gesto y le dijo a la secretaria que los hiciera pasar a la sala de reuniones. No se estrecharon manos. Tras un saludo de circunstancias los tres tomaron asiento en torno a la gran mesa redonda de la que se habían retirado antes todos los papeles y carpetas. El hombre era delgado, serio, bien parecido, con el pelo prematuramente gris cortado a cepillo y un hermoso mostacho. Tenía una voz grave y agradable, decidió Teresa; tan educada como sus modales. Vestía de paisano, chaqueta de pana muy usada y pantalones deportivos, pero todo su aspecto parecía de guacho, muy militar. Me llamo Castro, dijo, sin añadir nombre propio, graduación, ni destino; aunque al cabo de un momento pareció pensarlo mejor y añadió lo de capitán. Capitán Castro. Y ella es la sargento Moncada. Mientras hacía la breve presentación, la mujer —pelirroja, vestida con falda y jersey, aretes de oro, ojos pequeños e inteligentes— sacó un magnetófono del bolso de lona que tenía sobre las rodillas y lo puso sobre la mesa. Espero, dijo, que no le importe. Luego se sonó con un kleenex —parecía resfriada, o alérgica— y lo dejó hecho una bolita en el cenicero. En absoluto, contestó Teresa. Pero en tal caso tendrán que esperar a que llegue mi abogado. Y eso incluye tomar notas. De modo que, tras una mirada de su jefe, la sargento Moncada frunció el ceño, introdujo el magnetófono en el bolso y volvió a usar otro kleenex. El capitán Castro explicó en pocas palabras qué los había llevado allí. En el curso de una investigación reciente, algunos informes apuntaban a empresas vinculadas a Transer Naga.

—Habrá pruebas de eso, claro.

—Pues no. Lamento decir que no las hay. —En ese caso, no comprendo esta visita. —Es rutinaria.

—Ah.

—Simple cooperación con la justicia.

Ah.

Entonces el capitán Castro le contó a Teresa que una actuación de la Guardia Civil —lanchas neumáticas presuntamente destinadas al narcotráfico— había sido abortada por una filtración y por la inesperada injerencia del Cuerpo Nacional de Policía. Agentes de la comisaría de Estepona intervinieron antes de tiempo, entrando en una nave del polígono industrial donde, en vez del material al que la Guardia Civil seguía la pista, sólo encontraron dos viejas lanchas fuera de uso, sin obtener ninguna prueba ni realizar detenciones.

—Cuánto lo siento —dijo Teresa—. Pero no se me figura qué tengo que ver con eso.

Ahora, nada. La policía lo reventó. Nuestra investigación se fue por completo al traste, porque alguien le pasó a la gente de Estepona información manipulada. Ningún juez seguiría adelante con lo que hay.

—Híjole... ¿Y han venido para contármelo?

El tono hizo que el hombre y la mujer cambiasen una mirada.

—En cierto modo —afirmó el capitán Castro—. Creímos que su opinión sería útil. En este momento trabajamos en media docena de asuntos relacionados con el mismo entorno.

La sargento Moncada se inclinó hacia adelante en su silla. Ni pintura de labios ni maquillaje. Sus ojos pequeños parecían cansados. El catarro. La alergia. Una noche de trabajo, aventuró Teresa. Días sin lavarse el pelo. Los aretes de oro relucían incongruentes.

—El capitán se refiere a su entorno. El de usted. Teresa decidió ignorar la hostilidad del su. Miraba el jersey arrugado de la mujer.

—No sé de qué están hablando —se volvió hacia el hombre—. Mis relaciones están a la vista.

—No ese tipo de relaciones —dijo el capita Castro—. ¿Ha oído hablar de Chemical STM?

—Nunca.

—¿Y de Konstantin Garofi Ltd?

—Sí. Tengo acciones. Nomás un paquete minoritario.

—Qué raro. Según nuestros informes, la sociedad import–export Konstantin Garofi, con sede en Gibraltar, es completamente suya.

Quizá debí esperar a Teo, pensó Teresa. Era cualquier caso, ya no era momento de volverse atrás. Enarcó una ceja.

—Espero que tengan pruebas para afirmar eso.

El capitán Castro se tocó el bigote. Movía levemente la cabeza, dubitativo, como si de veras calculase hasta qué punto contaba o no con esas pruebas. Pues no, concluyó al fin. Desgraciadamente no las tenemos,, aunque en este caso poco importa. Porque nos ha llegado un informe. Una solicitud de cooperación de la DEA norteamericana y el Gobierno colombiano, referida a un cargamento de quince toneladas de permanganato de potasio intervenidas en el puerto caribeño de Cartagena..

—Creía que el comercio con permanganato de potasio era libre.

Se había recostado en el respaldo de su silla y miraba al guardia civil con una sorpresa que parecía auténtica. En Europa sí, fue la respuesta. Pero no en Colombia, donde se usaba como precursor de la cocaína. Y en Estados Unidos su compra y venta estaba controlada a partir de ciertas cantidades, al figurar en la lista de doce precursores y treinta y tres substancias químicas cuyo comercio era vigilado por leyes federales. El permanganato de potasio, como tal vez —o quizás, o sin duda— sabía la señora, era uno de esos doce productos esenciales para elaborar la pasta base y el clorhidrato de cocaína. Combinadas con otras substancias químicas, diez toneladas servían para refinar ochenta toneladas de droga. Lo que, usando un conocido dicho español, no era moco de pavo. Planteado aquello, el guardia civil se quedó mirando a Teresa, inexpresivo, como si fuese todo cuanto tenía que hablar. Ella contó mentalmente hasta tres. Chale. Empezaba a dolerle la cabeza, pero no podía permitirse sacar una aspirina delante de aquellos dos. Encogió los hombros.

—No me diga... ¿Y?

—Pues que el cargamento llegó por vía marítima desde Algeciras, comprado por Konstantin Garofi a la sociedad belga Chemical STM.

—Me extraña que esa sociedad gibraltareña exporte directamente a Colombia.

—Hace bien en extrañarse —si había ironía en el comentario, no se notaba—. En realidad, lo que hicieron fue comprar el producto en Bélgica, traerlo hasta Algeciras y endosárselo ahí a otra sociedad radicada en la isla de Jersey, que la hizo llegar en un contenedor, primero a Puerto Cabello, en Venezuela, y después a Cartagena... Por el camino se trasvasó el producto a bidones rotulados como dióxido de magnesio. Para camuflar.

No eran los gallegos, sabía Teresa. Esta vez no daban ellos el pitazo. Estaba al corriente de que el problema radicaba en la misma Colombia. Problemas locales, con la DEA detrás. Nada que la afectara ni de lejos.

—¿Por qué camino?

Alta mar. En Algeciras embarcó como lo que en realidad era.

Pues hasta ahí llegasteis, corazón. Mira mis manitas sobre la mesa, sacando un legitimo cigarrillo de un legítimo paquete y encendiéndolo con la calma de los justos. Blancas e inocentes. Así que ni madres. A mí qué me cuentas.

—Pues deberían —sugirió— pedir explicaciones a esa sociedad con sede en Jersey...

La sargento hizo un gesto impaciente, pero no dijo nada. El capitán Castro inclinó un poco la cabeza, como declarándose capaz de apreciar un buen consejo.

—Se disolvió después de la operación —comentó—. Sólo era un nombre en una calle de Saint Hélier. —Híjole. ¿Todo eso está probado? —Probadísimo.

—Entonces la gente de Konstantin Garofi fue sorprendida en su buena fe.

La sargento abrió a medias la boca para decir algo, y también esta vez lo pensó mejor. Miró a su jefe un instante y luego extrajo una libreta del bolso. Como le añadas un lápiz, pensó Teresa, os vais a la calle. Ahorita. Igual os vais aunque no lo saques.

—De todas formas —prosiguió—, y si he comprendido bien, ustedes hablan del transporte de un producto químico legal, dentro del espacio aduanero de Schengen. No veo qué tiene eso de extraño. Sin duda estaría la documentación en regla, con certificados de destino y cosas así. No conozco muchos detalles de Konstantin Garofi, pero según mis noticias son escrupulosos cumpliendo la ley... Yo nunca tendría algunas acciones allí, en caso contrario.

—Tranquilícese —dijo el capitán Castro, amable. —¿Tengo aspecto de estar intranquila?

El otro la miró sin responder en seguida.

—En lo que a usted y a Konstantin Garofi se refiere —dijo al fin—, todo parece legal. —Desgraciadamente —añadió la sargento.

Se mojaba un dedo con la lengua para pasar las hojas de la libreta. Y no mames, chaparra, pensó Teresa. Querrás hacerme creer que tienes ahí apuntados los kilos de mi último clavo.

—¿Hay algo más?

—Siempre habrá algo más —respondió el capitán. Pues vamos a la segunda base, cabrón, pensó Teresa mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero. Lo hizo con calculada violencia, de una sola vez. La irritación justa y ni un gramo extra, pese a que el dolor de cabeza la hacía sentirse cada vez más incómoda. En Sinaloa, aquellos dos ya estarían comprados o muertos. Sentía desprecio por la manera en que se presentaban allí, tomándola por lo que no era. Tan elementales. Pero también sabía que el desprecio lleva a la arrogancia, y a partir de ahí se cometen errores. El exceso de confianza quiebra más que los plomazos.

—Entonces pongamos las cosas claras —dijo—. Si tienen asuntos concretos que se refieran a mí, esta plática continuará en presencia de mis abogados. Si no, agradeceré que se dejen de chingaderas.

La sargento Moncada se olvidó de la libreta. Tocaba la mesa como comprobando la calidad de la madera. Parecía malhumorada.

—Podríamos seguir la conversación en unas dependencias oficiales...

Ahí viniste por fin, pensó Teresa. Derechita a donde te esperaba.

—Pues me late que no, sargento —repuso con mucha calma—. Porque salvo que tuviesen algo concreto, que no lo tienen, yo estaría en esas dependencias el tiempo justo para que mi gabinete legal los emplumara hasta la madre... Exigiendo, por supuesto, compensaciones morales y económicas.

—No tiene por qué ponerse así —templó el capitán Castro—. Nadie la acusa de nada.

—De eso estoy requetesegura. De que nadie me acusa.

—Desde luego, no el sargento Velasco.

Te van a dar como a puto, pensaba. Allí sacó la máscara azteca.

—¿Perdón?... ¿El sargento qué?

El otro la miraba con fría curiosidad. Eres bien chilo, decidió ella. Con tus modales correctos. Con tu pelo gris y ese lindo bigote de oficial y caballero. La morra debería lavarse el pelo más a menudo.

—Iván Velasco —dijo despacio el capitán—. Guardia civil. Difunto.

La sargento Moncada se inclinó de nuevo hacia adelante. El gesto rudo.

—Un cerdo. ¿Sabe algo de cerdos, señora?

Lo dijo con vehemencia mal contenida. Puede que sea su carácter, pensó Teresa. Ese cabello rojo sucio quizás tenga relación. A lo mejor es que trabaja demasiado, o es infeliz con su marido, o qué sé yo. Lo mismo nadie se la coge. Y no será fácil lo de ser hembra, en su trabajo. O tal vez hoy se reparten los papeles: guardia civil cortés, guardia civil malo. Frente a una cabrona como la que suponen que soy, hacer de mala le toca a la tipa. Lógico. Pero me vale madres.

—¿Tiene algo que ver esto con el permanganato de potasio?

—Sea buena —aquello no sonaba nada simpático; la sargento se hurgaba los dientes con la uña de un meñique—. No nos tome el pelo.

—Velasco frecuentaba malas compañías —aclaró con sencillez el capitán Castro—, y lo mataron hace tiempo, al salir usted de la cárcel. ¿Recuerda?... Santiago Fisterra, Gibraltar y todo aquello. Cuando ni soñaba ser lo que ahora es.

En la expresión de Teresa no había maldito lo que recordar. O sea que no tenéis nada, reflexionaba. Venís a sacudir el árbol.

—Pues fíjense que no —dijo—. Que no caigo en ese Velasco.

—No cae —comentó la mujer. Casi lo escupía. Se volvió a su jefe insinuando y usted qué opina, mi capitán. Pero Castro miraba hacia la ventana como pensando en otra cosa.

—En realidad no podemos relacionarla —prosiguió la sargento Moncada—. Además, es agua pasada, ¿verdad? —volvió a mojarse un dedo y consultó la libreta, aunque estaba claro que no leía nada—. Y lo de aquel otro, Cañabota, al que mataron en Fuengirola, ¿tampoco le suena?... ¿El nombre de Oleg Yasikov no le dice nada?... ¿Nunca oyó hablar de hachís, ni de cocaína, ni de colombianos, ni gallegos? —se interrumpió, sombría, para dar ocasión a Teresa de intercalar algún comentario; pero ella no abrió la boca—... Claro. Lo suyo son las inmobiliarias, la bolsa, las bodegas jerezanas, la política local, los paraísos fiscales, las obras de caridad y las cenas con el gobernador de Málaga.

—Y el cine —apuntó el capitán, objetivo. Seguía vuelto hacia la ventana con cara de pensar en cualquier otra cosa. Casi melancólico.

La sargento levantó una mano.

—Es verdad. Olvidaba que también hace cine —el tono se volvía cada vez más grosero; vulgar en ocasiones, como si hasta entonces lo hubiera reprimido, o recurriese ahora a él de forma deliberada— ... Debe de sentirse muy a salvo entre sus negocios millonarios y su vida de lujo, con los periodistas haciendo de usted una estrella.

Me han provocado otras veces, y mejor que ella, se dijo Teresa. O esta tipa es demasiado ingenua pese a su mala leche, o de verdad no tienen nada a qué agarrarse.

—Esos periodistas —respondió con mucha calma— andan metidos en unas querellas judiciales que no se la van a acabar... En cuanto a ustedes, ¿de veras creen que voy a jugar a policías y ladrones?

Era el turno del capitán. Se había girado lentamente hacia ella y la miraba de nuevo.

—Señora. Mi compañera y yo tenemos un trabajo que hacer. Eso incluye varias investigaciones en curso —echó un vistazo sin demasiada fe a la libreta de la sargento Moncada—. Esta visita no tiene otro objeto que decírselo.

—Qué amable y qué padre. Avisarme así.

—Ya ve. Queríamos conversar un poco. Conocerla mejor.

—Lo mismo —terció la sargento— hasta queremos ponerla nerviosa.

Su jefe negó con la cabeza.

—La señora no es de las que se ponen nerviosas. Nunca habría llegado a donde está —sonrió un poco; una sonrisa de corredor de fondo—... Espero que nuestra próxima conversación sea en circunstancias más favorables. Para mí.

Teresa miró el cenicero, con su única colilla apagada entre las bolitas de papel. ¿Por quién la tomaban aquellos dos? El suyo había sido un largo y difícil camino; demasiado como para aguantar ahora truquitos de comisaría de telefilme. Sólo eran un par de intrusos que se hurgaban los dientes y arrugaban kleenex y pretendían revolver cajones. Ponerla nerviosa, decía la pinche sargento. De pronto se sintió irritada. Tenía cosas que hacer, en vez de malgastar su tiempo. Tragarse una aspirina, por ejemplo. En cuanto la pareja saliera de allí, encargaría a Teo que presentara una denuncia por coacciones. Y después haría algunas llamadas telefónicas.

—Hagan el favor de marcharse.

Se puso en pie. Y resulta que sabe reír la sargento, comprobó. Pero no me gusta cómo lo hace. Su jefe se levantó al tiempo que Teresa, pero la otra seguía sentada, un poco hacia adelante en la silla, los dedos apretados en el borde de la mesa. Con aquella risa seca y turbia.

—¿Así, por las buenas?... ¿Antes no va a intentar amenazarnos, ni comprarnos, como a esos mierdas del DOCS?... Eso nos haría muy felices. Un intento de soborno en condiciones.

Teresa abrió la puerta. Pote Gálvez estaba allí, grueso, vigilante, como si no se hubiera movido de la alfombra. Y seguro que no. Tenía las manos ligeramente separadas del cuerpo. Esperando. Lo tranquilizó con una mirada.

—Usted está como una cabra —dijo Teresa—. Yo no hago esas cosas.

La sargento se levantaba al fin, casi a regañadientes. Se había sonado otra vez y tenía la bolita del kleenex estrujada en una mano, y la libreta en la otra. Miraba alrededor, los cuadros caros en las paredes, la vista de la ventana sobre la ciudad y el mar. Ya no disimulaba el rencor. Al dirigirse a la puerta detrás de su jefe se paró delante de Teresa, muy cerca, y guardó la libreta en el bolso.

—Claro. Tiene quien lo haga por usted, ¿no? —acercó más el rostro, y los ojillos enrojecidos parecían estallarle de cólera—. Ande, anímese. Por una vez pruebe a hacerlo en persona. ¿Sabe lo que gana un guardia civil?... Estoy segura de que lo sabe. Y también la de gente que muere y se pudre por toda esa mierda con la que usted trafica... ¿Por qué no prueba a sobornarnos al capitán y a mí?... Me encantaría oír una oferta suya, y sacarla de este despacho esposada y a empujones —tiró la bolita del kleenex al suelo—. Hija de la gran puta.

Había una lógica, después de todo. Eso pensaba Teresa mientras cruzaba el lecho casi seco del río, que se estancaba en pequeñas lagunas poco profundas junto al mar. Un enfoque casi exterior, ajeno, en cierto modo matemático, que enfriaba el corazón. Un sistema tranquilo de situar los hechos, y sobre todo las circunstancias que estaban al inicio y al final de esos hechos, dejando cada número a este o al otro lado de los signos que daban orden y sentido. Todo eso permitía excluir, en principio, la culpa o el remordimiento. Aquella foto partida por la mitad, la chava de ojos confiados que le quedaba tan lejos, allá en Sinaloa, era su papelito de indulgencias. Puesto que de lógica se trataba, ella no podía sino moverse hacia donde esa lógica la conducía. Pero no faltaba la paradoja: qué pasa cuando nada esperas, y cada aparente derrota te empuja hacia arriba mientras aguardas, despierta al amanecer, el momento en que la vida rectifique su error y golpee de veras, para siempre. La Verdadera Situación. Un día empiezas a creer que tal vez ese momento no llegue nunca, y al siguiente intuyes que la trampa es precisamente ésa: creer que nunca llegará. As¡ mueres de antemano durante horas, y durante días, y durante años. Mueres larga, serenamente, sin gritos y sin sangre. Mueres más cuanto más piensas y más vives.

Se detuvo sobre los guijarros de la playa y miró a lo lejos. Vestía un chándal gris y calzaba zapatillas de deporte, y el viento le revolvía el pelo sobre la cara. Al otro lado de la desembocadura del Guadalmina había una lengua de arena donde rompía el mar; y al fondo, en la calima azulada del horizonte, blanqueaban Puerto Banús y Marbella. Los campos de golf estaban a la izquierda, acercando sus praderas hasta casi la orilla, en torno al edificio ocre del hotel y los cobertizos playeros cerrados por el invierno. A Teresa le gustaba Guadalmina Baja en esa época del año, las playas desiertas y unos pocos apacibles golfistas moviéndose en la distancia. Las casas de lujo silenciosas y cerradas tras sus altos muros cubiertos de buganvillas. Una de ellas, la más cercana a la punta de tierra que se adentraba en el mar, le pertenecía. Las Siete Gotas era el nombre escrito sobre un hermoso azulejo junto a la puerta principal, en una ironía culichi que allí sólo ella y Pote Gálvez podían descifrar. Desde la playa no se alcanzaba a ver más que el alto muro exterior, los árboles y los arbustos que asomaban por encima disimulando las videocámaras de seguridad, y también el tejado y las cuatro chimeneas: seiscientos metros edificados en una parcela de cinco mil, la forma de una antigua hacienda con aire mejicano, blanca y con remates ocres, una terraza en el piso de arriba, un porche grande abierto al jardín, a la fuente de azulejos y a la piscina.

Se divisaba un barco en la distancia —un pesquero faenando cerca de tierra—, y Teresa estuvo un rato observándolo con interés. Seguía vinculada al mar; y cada mañana, al levantarse, lo primero que hacía era echar una ojeada a la inmensidad azul, gris, violeta según la luz y los días. Aún calculaba por instinto marejadas, mar de fondo, vientos favorables o desfavorables, incluso cuando no tenía a nadie trabajando aguas adentro. Aquella costa, grabada en su memoria con la precisión de una carta náutica, seguía siendo un mundo familiar al que debía desgracias y fortuna, y también imágenes que evitaba evocar en exceso, por miedo a que se alteraran en su memoria. La casita en la playa de Palmones. Las noches en el Estrecho, volando a puros pantocazos. La adrenalina de la persecución y de la victoria. El cuerpo duro y tierno de Santiago Fisterra. Al menos lo tuve, pensaba. Lo perdí, pero antes lo tuve. Era un lujo íntimo y calculadísimo recordar a solas con un carrujo de hachís y un tequila, las noches en que el rumor de la resaca en la playa llegaba a través del jardín, ausente la luna, recordando y recordándose. A veces oía pasar al helicóptero de Vigilancia Aduanera sobre la playa, sin luces, y pensaba que a lo mejor iba a los mandos el hombre al que había visto apoyado en la puerta de la habitación del hospital; el que los perseguía volando tras el aguaje de la vieja Phantom, y que al fin se tiró al mar para salvar su vida junto a la piedra de León. Una vez, molestos por las persecuciones de los aduaneros, dos hombres de Teresa, un marroquí y un gibraltareño que trabajaban con las gomas, propusieron darle un escarmiento al piloto del pájaro. A ese hijoputa. Una trampa en tierra para alegrarle el pellejo. Cuando llegó la sugerencia, Teresa convocó al doctor Ramos y le ordenó que transmitiera, sin cambiar una coma, el mensaje a todo cristo. Ese güey hace su trabajo como nosotros el nuestro, dijo. Son las reglas, y si un día se va a la chingada en una persecución o se lo friegan bien fregado en una playa, será cosa suya. A veces se gana y a veces se pierde. Pero a quien le toque un pelo de la ropa estando fuera de servicio, haré que le arranquen la piel a tiras. ¿Lo tienen claro? Y lo tuvieron.

En cuanto al mar, Teresa mantenía el vínculo personal. Y no sólo desde la orilla. El Sinaloa, un Fratelli Benetti de treinta y ocho metros de eslora y siete de manga, abanderado en jersey, estaba amarrado en la zona exclusiva de Puerto Banús, blanco e impresionante con sus tres cubiertas y su aspecto de yate clásico, los interiores amueblados con madera de teca e iroko, baños de mármol, cuatro cabinas para invitados y un salón de treinta metros cuadrados presidido por una impresionante marina al óleo de Montague Dawson —Combate entre los navíos Spartiate y Antilla en Trafalgar— que Teo Aljarafe había adquirido para ella en una subasta de Claymore. Pese a que Transer Naga movía recursos navales de todo tipo, Teresa nunca utilizó el Sinaloa para actividades ¡licitas. Era territorio neutral, un mundo propio, de acceso restringido, que no deseaba relacionar con el resto de su vida. Un capitán, dos marineros y un mecánico mantenían el yate listo para hacerse a la mar en cualquier momento, y ella embarcaba con frecuencia, a veces para cortas salidas de un par de días, y otras en cruceros de dos o tres semanas. Libros, música, un televisor con vídeo. Nunca llevaba invitados, a excepción de Pati O'Farrell, que la acompañó en alguna ocasión. El único que la escoltaba siempre, sufriendo estoicamente el mareo, era Pote Gálvez. A Teresa le gustaban las singladuras largas en soledad, días sin que sonara el teléfono y sin necesidad de abrir la boca. Sentarse de noche en la cabina de mando junto al capitán —un marino mercante poco hablador, contratado por el doctor Ramos, que Teresa aprobó precisamente por su economía de palabras—, desconectar el piloto automático y gobernar ella misma con mal tiempo, o pasar los días soleados y tranquilos en una tumbona de la cubierta de popa, con un libro en las manos o mirando el mar. También le gustaba ocuparse personalmente del mantenimiento de los dos motores turbodiesel MTU de 1.800 caballos que permitían al Sinaloa navegar a treinta nudos, dejando una estela recta, ancha y poderosa. Solía bajar a la sala de máquinas, el cabello recogido en dos trenzas y un pañuelo en torno a la frente, y pasaba allí horas, lo mismo en puerto que en alta mar. Conocía cada pieza de los motores. Y una vez que sufrieron una avería con fuerte viento de levante a barlovento de Alborán, trabajó durante cuatro horas allá abajo, sucia de grasa y aceite, golpeándose contra las tuberías y los mamparos mientras el capitán intentaba evitar que el yate se atravesara a la mar o derivase demasiado a sotavento, hasta que entre ella y el mecánico solucionaron el problema. A bordo del Sinaloa hizo algún viaje largo, el Egeo y Turquía, el sur de Francia, las islas Eólicas por las bocas de Bonifacio; y a menudo ordenaba arrumbar a las Baleares. Le gustaban las calas tranquilas del norte de Ibiza y de Mallorca, casi desiertas en invierno, y fondear ante la lengua de arena que se extendía entre Formentera y los freus. Allí, frente a la playa de los Trocados, Pote Gálvez había tenido un tropiezo reciente con paparazzis. Dos fotógrafos habituales de Marbella identificaron el yate y se acercaron en un patín acuático para sorprender a Teresa, hasta que el sinaloense fue a darles caza con la neumática de a bordo. Resultado: un par de costillas rotas, otra indemnización millonaria. Aun así, la foto llegó a publicarse en primera página del Lecturas. La Reina del Sur descansa en Formentera.

Regresó despacio. Cada mañana, incluso los raros días de viento y lluvia, paseaba por la playa hasta Linda Vista, sola. Sobre la pequeña altura junto al río distinguió la figura solitaria de Pote Gálvez, que vigilaba de lejos. Tenía prohibido escoltarla en aquellos paseos, y el sinaloense se quedaba atrás, mirándola ir y venir, centinela inmóvil en la distancia. Leal como un perro de presa que aguardase, inquieto, el regreso de su dueña. Teresa sonrió para sus adentros. Entre el Pinto y ella, el tiempo había establecido una complicidad callada, hecha de pasado y de presente. El duro acento sinaloense del gatillero, su manera de vestir, de comportarse, de mover sus engañosos noventa y tantos kilos de peso, las eternas botas de piel de iguana y el rostro aindiado con el bigotazo negro —pese al tiempo en España, Pote Gálvez parecía recién llegado de una cantina culichi—, significaban para Teresa más de lo que estaba dispuesta a reconocer. El ex pistolero del Batman Güemes era, en realidad, su último vínculo con aquella tierra. Nostalgias comunes, que no era preciso argumentar. Recuerdos buenos y malos. Lazos pintorescos que afloraban en una frase, un gesto, una mirada. Teresa le prestaba al guarura casetes y cedés con música mejicana: José Alfredo, Chavela, Vicente, los Tucanes, los Tigres, hasta una cinta preciosa que tenía de Lupita D'Alessio —seré tu amante o lo que tenga que ser / seré lo que me pidas tú—; de modo que, al pasar bajo la ventana del cuarto que Pote Gálvez ocupaba en un extremo de la casa, oía esas canciones una y otra vez. Y en ocasiones, cuando ella estaba en el salón, leyendo u oyendo música, el sinaloense se paraba un momento, respetuoso, alejado, tendiendo la oreja desde el pasillo o la puerta con la mirada impasible, muy fija, que en él hacía las veces de sonrisa. Nunca hablaban de Culiacán, ni de los acontecimientos que hicieron cruzarse sus caminos. Tampoco del difunto Gato Fierros, integrado hacía mucho tiempo en los cimientos de un chalet en Nueva Andalucía. Tan sólo una vez cambiaron algunas palabras sobre todo aquello, la Nochebuena en que Teresa dio la jornada libre a la gente del servicio —una doncella, una cocinera, un jardinero, dos guardaespaldas marroquíes de confianza que se relevaban en la puerta y el jardín— y ella misma se metió en la cocina y preparó chilorio, jaiba rellena gratinada y tortillas de maíz, y luego le dijo al gatillero te invito a cenar narco, Pinto, que una noche es una noche, órale que se enfría. Y se sentaron en el comedor con candelabros de plata y velas encendidas, uno en cada punta de la mesa, con tequila y cerveza y vino tinto, bien callados los dos, oyendo la música de Teresa y también la otra, puro Culiacán y bien pesada, que a Pote Gálvez le mandaban a veces de allá: Pedro e Inés y su pinche camioneta gris, El Borrego, El Centenario en la Ram, el corrido de Gerardo, La avioneta Cessna, Veinte mujeres de negro. Saben que soy sinaloense —ahí rolearon juntos oyéndolo, bajito—, pa' qué se meten conmigo. Y cuando para rematar José Alfredo cantaba el corrido del Caballo Blanco —la favorita del guarura, que inclinaba un poquito la cabeza y asentía al escuchar—, ella dijo estamos requetelejos, Pinto; y el otro respondió ésa es la neta, patrona, pero más vale demasiado lejos que demasiado cerca. Luego observó su plato, pensativo, y al fin alzó la vista.

—¿Nunca pensó en volver, mi doña?

Teresa lo miró tan fijamente que el gatillero se removió en la silla, incómodo, y desvió los ojos. Abría la boca, tal vez para emitir una disculpa, cuando ella sonrió un poco, distante, acercándose la copa de vino.

—Sabes que no podemos volver —dijo. Pote Gálvez se rascaba la sien.

—Pos fíjese nomas que yo no, claro. Pero usted tiene medios. Tiene conectes y tiene lana... Seguro que si quisiera lo arreglaba machín.

—¿Y tú qué harías si yo me volviera?

El gatillero miró de nuevo su plato, fruncido el ceño, como si nunca antes se hubiera planteado aquella posibilidad. Pos no sé, patrona, dijo al rato. Sinaloa está lejos de la chingada, y lo de volver yo lo encuentro más lejos todavía. Pero le insisto en que usted...

—Olvídalo —Teresa movía la cabeza entre el humo de un cigarrillo—. No quiero pasar el resto de mi vida atrincherada en la colonia Chapultepec, mirando por encima del hombro.

—No, pues. Pero qué lástima, oiga. Aquélla no es una mala tierra.

—órale.

—Es el Gobierno, patrona. Si no hubiera Gobierno, ni políticos, ni gringos arriba del Bravo, allí se viviría a toda madre... No haría falta ni la pinche mota ni nada de eso, ¿verdad?... Con purititos tomates nos arreglábamos.

También estaban los libros. Teresa seguía leyendo, mucho y cada vez más. A medida que transcurría el tiempo, se afirmaba en la certeza de que el mundo y la vida eran más fáciles de entender a través de un libro. Ahora tenía muchos, en estanterías de roble donde se alineaban ordenados por tamaños y por colecciones, llenando las paredes de la biblioteca orientada al sur y al jardín, con sillones de cuero muy cómodos y buena iluminación, donde se sentaba a leer de noche o en los días de mucho frío. Con sol salía al jardín y ocupaba una de las tumbonas junto a la palapa de la piscina —había allí una parrilla donde Pote Gálvez asaba los domingos carne muy hecha— y permanecía horas enganchada a las páginas que pasaba con avidez. Siempre leía dos o tres libros a la vez: alguno de historia —era fascinante la de México cuando llegaron los españoles, Cortés y toda aquella bronca—, una novela sentimental o de misterio, y otra de las complicadas, de esas que llevaba mucho tiempo acabárselas y a veces no conseguía comprender del todo, pero siempre quedaba, al terminar, la sensación de que algo diferente se te anudaba dentro. Leía así, de cualquier manera, mezclándolo todo. La aburrió un poquito una muy famosa que todo el mundo recomendaba: Cien años de soledad —le gustaba más Pedro Páramo—, y disfrutó lo mismo con las policíacas de Agatha Christie y Sherlock Holmes que con otras bien duras de hincarles el diente, como por ejemplo Crímen y castigo, El rojo y el negro o Los Buddenbrook, que era la historia de una joven fresita y su familia en Alemania hacía lo menos un siglo, o así. También había leído un libro antiguo sobre la guerra de Troya y los viajes del guerrero Eneas, donde encontró una frase que la impresionó mucho: La única salvación de los vencidos es no esperar salvación alguna.

Libros. Cada vez que se movía junto a los estantes repletos y tocaba el lomo encuadernado de El conde de Montecristo, Teresa pensaba en Pati O'Farrell. Precisamente habían conversado por teléfono la tarde anterior. Hablaban casi cada día, aunque a veces pasaban varios sin verse. Cómo lo llevas, Teniente, qué tal, Mejicana. Por aquel tiempo Pati renunciaba ya a cualquier actividad directamente relacionada con el negocio. Se limitaba a cobrar y a gastárselo: perico, alcohol, morras, viajes, ropa. Se iba a París o a Miami o a Milán y se lo pasaba a toda madre, muy en su línea, sin preocuparse de más. Para qué, decía, sí tú pilotas como Dios. Seguía metiéndose en líos, pequeños conflictos que era fácil resolver con sus amistades, con dinero, con las gestiones de Teo. El problema era que la nariz y la salud se le estaban cayendo a pedazos. Mas de un gramo diario, taquicardias, problemas dentales. Ojeras. Oía ruidos extraños, dormía mal, ponía música y la quitaba a los pocos minutos, entraba en la bañera o la piscina y salía de pronto, presa de un ataque de ansiedad. También era ostentosa, e imprudente. Charlatana. Hablaba demasiado, con cualquiera. Y cuando Teresa se lo echaba en cara, midiendo mucho las palabras, la otra se rebotaba provocadora, mi salud y mi coño y mi vida y mi parte del negocio son míos, decía, y yo no ando fisgando en tus historias con Teo ni en cómo llevas las putas finanzas. El caso estaba perdido hacía tiempo; y Teresa, en un conflicto del que ni los sensatos consejos de Oleg Yasikov —seguía viéndose con el ruso de vez en cuando— bastaban para iluminar la salida. Habrá un mal final para esto, había dicho el hombre de Solntsevo. Sí. Lo único que deseo, Tesa, es que no te salpique demasiado. Cuando llegue. Y que las decisiones no tengas que tomarlas tú.

—Ha telefoneado el señor Aljarafe, patrona. Dice que ya se hizo la machaca.

—Gracias, Pinto.

Cruzó el jardín seguida de lejos por el guarura. La machaca era el último pago hecho por los italianos, a una cuenta de Gran Caimán vía Liechtenstein y con un quince por ciento blanqueado en un banco de Zúrich. Era una buena noticia más. El puente aéreo seguía funcionando con regularidad, los bombardeos de fardos de droga con balizas GPS desde aviones a baja altura —innovación técnica del doctor Ramos— daban excelente resultado, y una nueva ruta abierta con los colombianos a través de Haití, la República Dominicana y Jamaica, estaba dando una rentabilidad asombrosa. La demanda de cocaína base para laboratorios clandestinos en Europa seguía creciendo, y Transer Naga acababa de conseguir, gracias a Teo, una buena conexión para lavar dólares a través de la lotería de Puerto Rico. Teresa se preguntó hasta cuándo iba a durar aquella suerte. Con Teo, la relación profesional era óptima; y la otra, la privada —nunca se habría extendido a calificarla de sentimental—, discurría por cauces razonables. Ella no lo recibía en su casa de Guadalmina; se encontraban siempre en hoteles, casi todas las veces durante viajes de trabajo, o en una casa antigua que él había hecho rehabilitar en la calle Ancha de Marbella. Ninguno de los dos ponía en juego más que lo necesario. Teo era amable, educado, eficaz en la intimidad. Hicieron juntos algún viaje por España y también a Francia e Italia —a Teresa la aburrió París, la decepcionó Roma y la fascinó Venecia—, pero ambos eran conscientes de que su relación discurría en un terreno acotado. Sin embargo, la presencia del hombre incluía momentos quizá intensos, o especiales, que para Teresa conformaban una especie de álbum mental, como fotos capaces de reconciliarla con ciertas cosas y con algunos aspectos de su propia vida. El placer esmerado y atento que él le proporcionaba. La luz en las piedras del Coliseo mientras atardecía entre los pinos romanos. Un castillo muy antiguo cerca de un río inmenso de orillas verdes llamado Loira, con un pequeño restaurante donde por primera vez ella probó el foie–gras y un vino que se llamaba Cháteau Margaux. Y aquel amanecer en que fue hasta la ventana y vio la laguna de Venecia como una lámina de plata bruñida que enrojecía poco a poco mientras las góndolas, cubiertas de nieve, cabeceaban en el muelle blanco frente al hotel. Híjole. Después Teo la había abrazado por detrás, desnudo como ella, contemplando juntos el paisaje. Para vivir así, susurró él en su oído, más vale no morirse. Y Teresa río. Se reía a menudo con Teo, por su forma divertida de ver la existencia, sus chistes correctos, su humor elegante. Era culto, había viajado y leído —le recomendaba o regalaba libros que casi siempre a ella le gustaban mucho—, sabía tratar a los meseros, a los conserjes de los hoteles caros, a los políticos, a los banqueros. Tenía clase en las maneras, en las manos que movía de un modo muy atractivo, en el perfil moreno y delgado de águila española. Y cogía padrísimo, porque era un tipo esmerado y frío de cabeza. Sin embargo, según los momentos podía ser torpe o inoportuno como el que más. A veces hablaba de su mujer y sus hijas, de problemas conyugales, soledades y cosas así; y ella dejaba en el acto de prestar atención a sus palabras. Resultaba bien extraño el afán de algunos hombres por establecer, aclarar, definir, justificarse, hacer cuentas que nadie pedía. Ninguna mujer necesitaba tantas chingaderas. Por lo demás, Teo era listo. Ninguno llegó nunca a decirle te quiero al otro, ni nada parecido. En Teresa era incapacidad, y en Teo minuciosa prudencia. Sabían a qué atenerse. Como decían en Sinaloa, puercos, pero no trompudos.