YAGO ZEBEDEO, HIJO DEL TRUENO

Todo seguía igual en la banca de Massamé, fundada hacía trescientos años por Massamé el Avaro. Massamé era el distinto. Arrugado como higo paso, medio sordo y con una incipiente ceguera parecía balancearse sobre una nube de inconsciente conformidad. Continuaría atesorando cobre sobre cobre, sestercio sobre sestercio, denario sobre denario, áureo sobre áureo. Pacientemente. Honestamente. A lo avaro, con las alboradas cotidianas de la codicia, con la plenitud de los mediodías usurarios, con la rotundidad de los crepúsculos de cena misérrima del plato de lentejas. El hambre y la mugre de Massamé eran una vocación. Su amor por el dinero ya no era esa pasión bastarda que pone temblores de fiebre en las manos de rapiña. Era un placer glorioso. Integral, sin claudicaciones, sin errores. No era de esos torpes avaros que sólo apetecen el oro. El amaba los cobres. «Cuida el cobre, que la herida del cobre abre la hemorragia del oro.» Él amaba los ases como los más leales, fieles, diligentes cuidadores del oro.

- ¿ Quién dices que eres?

- ¡ Benasur de Judea! -le gritó.

- ¡ Loado sea mi Señor Yavé! -exclamó Massamé moviendo los brazos como aspas, buscando a Benasur sin ningún sentido de la orientación. Y comenzó a gritar-: ¡Deborina, Deborina!

- ¿ A quién llamas?

- Pues a mi hija… ¿No sabías que tenía una hija? Sí, hijo mío, creo que te lo dije… Era una constante preocupación para mí, porque se había ido a Toletum… ¿Tú conoces Toletum? No pierdes nada. Allí los judíos son más miserables que en Jerusalén… ¿Qué iba a hacer una mujer en una ciudad donde todos los hombres se masturban? Pues mira tú lo que son las cosas. Mis aflicciones conmovieron a mi Señor Yavé y, fíjate, cae en Toletum un centurión de esos primipilos. Deborina le da las nalgas, el centurión, de viejo, que se babea, la lleva a Emérita Augusta, se casa con ella, se muere a los tres meses, que Deborina llevaba bien la cuenta, y le deja una casa que mi hija vendió por trescientos mil sestercios, y una fortuna en alhajas. Para que luego hablen de las putas… Yo se lo dije. Siempre mi ilusión era que se fuera a Híspalis, donde hay puro señorío, o a Emérita, donde viven centuriones viejos. Ahí la tienes codeándose con las mejores viudas de centurionado…

- Te felicito, Massamé… ¿No me obsequias un vaso de vino?

- ¿ Pagado o gratis?

- Como sea mejor.

- Entonces, hijo mío, del que yo tomo, pero pagado… ¡Deborina!

Deborina apareció en el quicio de la puerta. La estola en el busto estaba toda sobada y mugrienta de los manoseos. Tenía un movimiento nervioso en la comisura de los labios que le hacía descubrir el hueco de un colmillo que se le había caído.

- ¿ Qué quieres, padre? -dijo rascándose la cabeza.

- Aquí está Benasur de Judea, a quien quiero como a un hijo, porque es más bribón que tu padre.

Deborina, sonriendo del modo más seductor que le permitía el movimiento nervioso, preguntó:

- ¿ Dónde nos vimos antes?

- ¡ Por Yavé bendito, Deborina! -le amonestó Massamé-. Tú nunca has visto a Benasur… Debes olvidar esas fórmulas de lenocinio. Benasur es un señor…

- ¿ Y qué crees, padre; que una no ha conocido cueros mojados? -Y a Benasur-: ¿No has estado por Toletum?

- Benasur no conoce Toletum… -dijo Massamé.

- ¿ Y por Emérita?

- En Emérita estabas casada. Eras una mujer respetable…

- Bah, pero la respetabilidad aburre mucho… Y yo me iba por ahí… -le pegó en el hombro a Benasur-: ¿Verdad, buen mozo, que la respetabilidad aburre?

- Sí, igual que la falta de respeto -repuso Benasur-. Dime, ¿cuánto tiempo hace que quedaste viuda?

- Muy poco. Dos meses. Tengo todavía que estar muy triste.

Benasur pensó que a Massamé sólo le quedaba un mes de vida.

- Cuéntame, Benasur, a qué has venido… -se interesó el viejo.

- Te parecerá raro. Busco un denario de plata…

- Dices que un denario, ¿sólo uno…?

Deborina sacó una moneda de la faltriquera y guiñándole el ojo le dijo:

- Si te sirve, éste, buen mozo… -Y tiró de Benasur, al tiempo que le hacía una seña para que la acompañara.

Benasur, todo azorado ante el furor de aquella bacante, se resistió: -Un momento…

La otra, con mucha parsimonia en la vocalización pastosa, le reprochó mirándole desde la cima del centurionado:

- Creo que vas bien pagado…

- ¡ Déjale hablar, condenada! -reconvino Massamé-. Ya con ésta son siete veces… ¿Crees que no te llevo la cuenta? Me tienes a todo el personal revuelto, y lo más grave es que los dejas molidos y se quedan el resto del día más inútiles que los gotosos… Habla, Benasur.

- Mira, mi amado Massamé. Ando en busca de un denario plata…

- ¿ De uno o de dos? -preguntó con sorna Deborina llevándose la mano a la faltriquera.

- ¡ Te quieres callar, Deborina! -se irritó Massamé-. Eras más discreta de puta que ahora de centuriona…

- Me callo, me callo y tú acaba con tu historia del denario.

- Digo, Massamé, que busco un denario que tiene una mancha rojiza, como si fuera lepra del metal… Y por ese denario daré cien áureos…

- Más despacio que llegamos a la meta… ¿Qué tiene de particular ese denario para que tú ofrezcas diez mil sestercios por él?

- Tiene de particular la mancha. Y como ahora me ha dado por la numismática…

- Por la numismática, ¿verdad? ¡A otro galileo con ese cuento!

Deborina, que había volcado la faltriquera sobre la mesa de su padre con gran movimiento del halda, dijo: -No, no tengo ningún denario de esas señas. ¿No te importa, buen mozo, que te lo pinte con mucho esmero…?

- Nadie sería capaz de ponerle al denario esa mancha rojiza… Atiéndeme, Massamé. Si por casualidad tienes noticia de un denario así, hab lale a Siro Josef. -Y en son de despedida-: Puesto que no me has traído el vino, lo tomaré en otra parte…

Deborina se acercó a él y rodeándole la cintura lo atrajo hacia sí:

- ¿ No quieres tomarte la copa conmigo? ¡Supongo que no me vas a dejar plantada!

- Sí, hijo mío, llévatela. Y a ver si me la dejas calmada para el resto del día. Haznos ese servicio por mí, ya que no por ella… Y os podéis acostar arriba. Y mucho cuidado, Deborina, que mi amigo es persona principal.

Benasur sudó frío. Porque Deborina tenía todos sus atributos desencajados, fuera de sitio. Todas las cosas se le salían de lugar como si tuviera la propiedad elástica y eréctil de los pulpos. Los ojos, las manos, los labios, incluso los pechos se estiraban como misteriosos brazos. Cuando Benasur se fue a dar cuenta subían la rampa llena de fardos. Massamé iluminaba con estrecha economía el almacén, y gracias a ello el navarca no vio claramente las risas burlonas de los mozos, de los empleados. Cuando se vio en el piso superior ya estaba untado de Deborina: los besos y las miradas le chorreaban espesos por la túnica. Y aquella monótona expresión de «buen mozo» la escuchaba por el ombligo, que hacía «glu-glu». Benasur pidió con la máxima devoción que viniera el arcángel Rafael en su ayuda. Se resistía a sucumbir en la fosa en que había perecido el centurión primipilo.

- ¿ Cómo se llamaba? - le preguntó para dar tiempo a que el arcángel acudiese en su auxilio.

- ¿ Quién, buen mozo? -respondió Deborina mientras se despojaba de la estola con el ritual aprendido en Toletum. -Tu marido…

- ¡ Ah…! Creo que Quinto Flacco Peto… Pero digo que creo, porque así lo vi en el testamento… Yo le llamaba mi Petito.

El arcángel Rafael debía de andar cerca, porque a Deborina se le subió el centurionado a la cabeza y comenzó a hablar de Petito.

- Se murió a los sesenta y dos años, edad muy decente para un primipilo.

- ¿ Con qué lo envenenaste? -le soltó Benasur impaciente por la llegada del arcángel y con el ánimo de provocar la querella.

Pero Deborina repuso con mayor precipitación rítmica del movimiento del labio:

- ¿ Me crees tan criminal? Le ponía nada más polvos amarillos en la salsa garum, porque comía como un desatado, y los polvos amarillos quitan el apetito. A los tres meses dejó de comer. Un día se quedó como el turdetano del cuento: sonriendo, pero en estatua. Le hice un bonito funeral, no creas. La aristocracia de Emérita es muy mirada para eso. Y yo me dije: «Ahora, los macabeos; si no, ¿para cuándo?» Muy importante el entierro…

En eso se escucharon unos gritos en la calle: « ¡Al gigante, al gigante! ¡Al nazareno, al nazareno!»

- Son paisanos -dijo Deborina.

- Sí, pero nazarenos. Y esto me atañe -aclaró Benasur. Y sin más cogió de la mano a Deborina y tiró de ella.

Salieron del cuarto. Bajaron la rampa. Benasur iba seguro de que el arcángel Rafael había acudido a su llamada, aunque no fuera en su auxilio, sino de los nazarenos. Eran cinco contra dos. Benasur desparramó la vista y descubrió un pedazo de remo. Con el garrote en la mano se acercó a los de la gresca:

- ¡ Conmigo los nazarenos!

Pero tres de los peleadores cayeron sobre él y le quitaron la estaca. Entró en la refriega Deborina que logró hacerse con el garrote y comenzó a soltar estacazos a diestro y siniestro, mientras Benasur repartía puñetazos sin dejar de gritar a los nazarenos. Deborina blasfemaba en el más correcto arameo de la diáspora y descargaba el remo con un «hijo de perra» tan sólido como el golpe. A uno logró descalabrarlo, y entonces las fuerzas quedaron niveladas aunque con cierta superioridad de parte de los nazarenos, que contaban con Deborina. El gigantón hacía unos extraños movimientos que no conducían a nada. Su sentido de la lucha era tan equivocado que fallaba el golpe pero no desperdiciaba uno solo de los que a él le arreaban. Llegaron nuevos contingentes gritando: « ¡Perros nazarenos!» a lo que contestó Deborina con un grito estentóreo: « ¡Aquí los turdetanos!» y tres individuos que salían de la taberna entraron en la pelea.

Deborina dejó fuera de combate a dos más, entre ellos a un pobre turdetano de los que llegaron de refresco. Se escuchó la bocina del vigilante y todos salieron corriendo en distintas direcciones. Deborina siguió a Benasur, Benasur al nazareno y el nazareno al gigante. Más bocinazos de los vigiles. Como ya los camorristas habían desaparecido, se presentaron tres parejas de guardias con mucho alboroto.

- Seguidme -les dijo Benasur a los suyos.

Saltaron a una lancha.

- ¡ A los remos!

Bogaron hacia los muelles romanos. Dejaron de oír el vocerío. Cuando llegaron a la rampa, Benasur le dijo a Deborina:

- La última tú, buena moza… -Y al nazareno-: Vosotros, subid… y si arriba no hay ningún vigilante me hacéis la seña.

Y cuando más descuidada estaba Deborina, Benasur, con toda la fuerza que pudo poner a sus pies, empujó la lancha.

- ¡ Hijo de perra, no me dejes sola!

- ¡ Que te vaya bien, buena moza!

Deborina echó mano al remo. Hizo un movimiento para acercarse a la rampa, pero la lancha se alejó más. Benasur subió al muelle.

- Vamonos a tomar un trago… No os preocupéis de los gritos. Es una mala mujer.

- Pero nos prestó su ayuda -dijo el nazareno.

- Por divertirse. Sería capaz de denunciarnos.

Los gritos de auxilio que daba Deborina se confundieron con el chapoteo de las olas. Caminaron unos pasos en silencio.

- ¿ Hay muchos nazarenos en Gades?

- Aquí no hay más nazarenos que yo… Y estoy de paso -dijo el extraño.

- Y este amigo tuyo, ¿es mudo?

- No. Es un astur que me acompaña desde el fin de esta tierra. ¿Tú eres nazareno también?

- Sí…, aunque no totalmente.

- ¿ Por qué no totalmente?

- Porque aún no me he bautizado…

Entraron en la taberna más cercana. Todos se quedaron mirándolos. Por el astur. Era un mocetón muy alto, de una barbarie impresionante. Se sentaron alrededor de una mesa. Se acercó un mozo con una lámpara.

- Tengo mucho apetito. Voy a cenar. ¿Y vosotros? -dijo Benasur.

- ¿ Tú nos invitas? -preguntó el nazareno.

- Claro, yo invito… Ahora dime, ¿por qué fue la pelea?

- El Señor me perdone, pero aquí todos los judíos son unos hijos de loba. Han admitido la estatua de Calígula en la sinagoga. Lo único que se les ha ocurrido hacer es dejar de ir a la sinagoga. Hace dos años pasé por Alejandría… Tendrías que haber visto aquello. Allí ningún judío se deja avasallar. Pero aquí… ¿Y sabes lo que han hecho? Las paces. Los pocos nazarenos que había en Gades se unieron a los fariseos por eso de que había que estar juntos ante el peligro. ¿Ante qué peligro, si ninguno dio la cara? En Alejandría, fariseos y nazarenos peleaban por la misma causa, pero separados… ¡No tenemos que ver nada con los fariseos!

Benasur quería recordar a aquel sujeto. Cogió la lámpara y se la acercó al rostro.

- ¿ Pero tú no eres Yago, hijo de Zebedeo?

- Claro que soy… ¿Y tú?

- ¿ No me recuerdas? Tú llevabas el pescado a mi casa. La última vez que nos vimos fuiste testigo de mi perjurio. ¿Te acuerdas de Miqueas?

Yago abrió la boca:

- ¡ Benasur!… ¿De veras eres nazareno?

- De verdad. Y nada quiero con las gentes adictas al Sanedrín. Pero ¿qué andas haciendo por aquí?

- ¡ Ay, hermano! La vida es imposible en Jerusalén. Y mi hermano Juan y yo, por más conocidos, ya no teníamos escondite bueno donde refugiarnos. Juan salió hace seis años de Jerusalén por consejo de Pedro, pues como tenía a su cuidado a la Madre, todos estábamos preocupados de que un día cometieran violencia con ella. Y se fueron a Éfeso… -Lo sé. Y sé que volvió a Jerusalén hace dos años… -Sí. Entonces empezaban los desórdenes por el culto al Emperador. Cuando ellos llegaron a Joppe yo estaba allí para embarcarme por mandato de Pedro. Les dije que no entraran en Palestina, que se fueran a cualquier parte, pero la Señora estaba dispuesta a volver a Jerusalén. Y me decía constantemente: «Sé que no me tocarán, Yago. Y yo quiero cerrar los ojos en Jerusalén».

- ¿ Y Pedro te dijo que vinieras a Bética?

- No. Pedro me dio una carta para un consignatario de naves romanas de la flota de Celso Salomón, que es de los nuestros… -Sí, lo conozco.

- Y el barco que me destinaron era nave que iba a Tarraco. - ¿Y tú qué tenías que hacer en Tarraco?

- En Tarraco, nada, Pero de Sefard o Hispania sólo había oído hablar de Toletum, donde nuestro padre tenía una prima. Me dijeron que Tarraco era buen punto para ir a Toletum…

Vino el mozo con los platos de la cena y la jarra de vino. Benasur miró al astur y dijo al tabernero que trajera dos raciones más por lo menos.

- Supongo que come mucho…

- Sí, él come mientras yo ayuno. Pero es tan simple que tengo que porfiarle para que coma… -aclaró Yago. - ¿Y qué lengua habla?

- Habla más latín de lo que tú crees. Sólo que le da vergüenza. Habla el celta, una lengua que ni ellos entienden. ¿Verdad, Sonotes? El otro sonrió y dijo con un gesto que sí.

- Quiere ir conmigo a Jerusalén. Quiere bautizarse en Jerusalén… No sé lo que va a decir Pedro. Pero mira, Benasur, tiene tanta fe que yo no me atreví a abandonarlo… -Bueno. Sigue tu relato.

- Pues nada. Llegué a Tarraco precisamente un sábado. Me fui a la sinagoga y le dije al lector que llegaba huyendo de Palestina. Que me iba a Toletum donde tenía parientes. El lector, muy piadoso y todo lo que tú quieras, les echó un discurso a los hermanos después de la «Torah». Hicieron colecta y reunieron cerca de cuarenta sestercios. Y yo me dije: «Si en Tarraco, que es próspera, sólo sacaste cuarenta sestercios, apriétate el cíngulo, Yago». Total, que se terminaron los salmos y a la salida me puse en la piedra de los pregones. ¡Y que les echo a los hermanos mi prédica! Diciéndoles que sí, que lo del culto al Emperador era una infamia, pero no tan mala, puesto que el Emperador como mortal tenía su vida contada. Que donde estaba el peligro era en dar la espalda a la doctrina del Nazareno porque con ello se cometía un mal perenne… Ni me dejaron terminar, hermano. ¡Cómo se pusieron! Ya andaban queriendo quitarme los cobres que me habían dado los muy roñosos… ¿Pero tú has visto judíos más cortos que los de la diáspora? Encima que uno los ilustra, te rebuznan… Que si traidor, que si embaucador, que si esto, que si lo otro… Me aburrieron, hermano. Les dije que eran todos unos hijos de cananea, y me puse a correr con tanto entusiasmo que cuando me di cuenta ya estaba en la calzada que lleva a Toletum… Créeme, hermano, son mejores estos bárbaros hispanienses que los judíos… Bueno, ¿para qué te hago la historia más larga? Con los cuarenta sestercios e inspirando la compasión llegué a Toletum… No quieras saber la que se armó allí. Y la que mostró más inquina fue mi tía, que me echó en cara que había ido a Toletum para deshonra de la familia. ¿Que qué era esa superchería del Mesías? Que era público y notorio que el Mesías nacería del vientre de la diáspora… ¿Qué te parece? Pues en Toletum tampoco me dejaron hablar. Porque como ya todos estaban prevenidos, llamaron a unos guardias diciéndoles que yo iba a hablar contra el culto al Emperador, porque has de saber, Benasur, que en la sinagoga de Toletum, como en la de Tarraco, está la estatua de Calígula. Igual que en la de aquí. Yo le dije al guardia: «No es cierto. Yo vengo a hablar a favor del Emperador». El guardia se puso muy pesado, diciéndome que si quería hablar lo hiciera en latín. Dejé la cosa en paz y salí de la ciudad. Pero en seguida me alcanzó una patrulla de legionarios, de esos que hacen vigilancia por las calzadas, y me echaron manillas. Ya maniatado, arguyeron que me detenían por malviviente… Así, de patrulla en patrulla, estuve caminando veinticuatro días, siempre para el norte, para el norte… Y un día se me ocurrió decirle al decurión: «Hace más de un mes que no toco el agua. Y ahí está el no». El decurión, sin más, me quitó las manillas y me dijo: «Báñate». Bajé al río y empecé a buscar el lugar más apropiado…, ¡y hasta ahora! Quiero decirte, hermano, que ya no volví a ver al decurión. Me junté a unos arrieros y después a otros.

Y pasé unas montañas como no había visto otras iguales en mi vida. Por allí no hay judíos… Ni culto al Emperador. Por allí, en las ciudades que no son más que castras, encuentras templos romanos con la imagen de Calígula; pero en los templos de los celtas, que son muy primitivos, nada… Y los soldados no se meten con ellos…. Anduve a mis anchas.

Y comencé a hablarles en el latín que yo sé, que es la otra mitad del latín que ellos saben. Pero les hablé de Nuestro Señor Jesús, les hablé del Mesías, les hablé de la Pascua de la Crucifixión y de la Resurrección… ¿Crees que no me entendían? Pregúntale a éste. Mientras estuve con ellos comí todos los días a sus horas. Y como les imponía mis manos a los enfermos y sanaban, para qué te cuento, hermano…

- ¿ Y por qué te regresaste?

- Fueron ellos los que me regresaron… Como los astures comenzaron a hacer ascos a sus ídolos, los caciques igual que los sanedritas: que si yo era el escándalo, que si yo negaba a sus dioses, que si esto, que si lo otro. Y al principio, que te cuente éste, comenzaron a negarme la comida, aunque me la traían a escondidas, pero después se presentaron los quirites y me dijeron que abandonara la Galicia si no quería que me molieran a palos. Me condujeron hasta una ciudad muy bien hecha que llaman Legio. Y ahí me soltaron. Luego anduve con pastores y recorrí toda la Sierra hasta que llegué a una ciudad llamada Osca. Los del Pretorio me dijeron que bajara a César Augusta, otra muy buena ciudad, pues allí encontraría a algún hermano. Ése es mi camino, Benasur. Si vas por allí pregunta por Yago y no encontrarás un solo pastor que no me haya dado de comer a cambio de haberle revelado la nueva fe…

- Toma un trago que se te seca la boca…

- ¡ Y qué buen vino hay aquí!, ¿eh, Benasur?

- Sí, es muy bueno…

- Mira, mira al astur cómo le entra al cordero. Y de veras, hermano, que lo agradece el estómago…

- ¿ Qué pasó en César Augusta?

- Lo más maravilloso, Benasur. Fui en busca de la sinagoga. Es un edificio que no vale ni el óbolo de un difunto. Yo creo que ni las gradas son de piedra palestina… El rabí tenía una cara de hambre que no te imaginas. Empezamos a hablar y él no hacía más que suspirar sin dejar de cruzarse las manos. Y cuando terminé de contarle todas mis penas, va y me dice muy mansamente: « ¿Y de qué te quejas, hijo mío? Tú eres un réprobo, pero yo soy un santo y hace tres días que no como… ¡Y faltan dos para el sábado!» Mira, hermano, me olvidé de su obcecación y blasfemia y me eché mano a la bolsa y le di los siete cobres que llevaba: «Para que comas, hermano. ¡Y que Jesús te perdone!»… Pero no quieras saber cómo me quedé. Ya toda mi idea era volver a Tarraco para embarcarme, pensando que lograría convencer al capitán de alguna nave. Y me fui al río… No sé si sabes que en César Augusta hay un río muy grande… Y como era ya tarde me senté al borde del terraplén de la orilla, donde están levantando un templo a Minerva. Y me dije: « ¿Para qué abandonas la ciudad si tendrías que dormir en descampado?» Me entró una aflicción muy grande, Benasur. Te lo confieso. Me regresaba sin haber logrado hacer nada positivo… ¿De qué habían servido mis prédicas? ¿Por que había abandonado Galicia y los astures a la primera dificultad? Se me vinieron las lágrimas a los ojos. Y en medio de la desesperación oigo una voz conocida, muy dulce que me dice: «Yago»… ¿Quién te imaginas qué era, hermano?

- Éste…

- No. ¡Nuestra Señora, Benasur! ¡Presente de carne y hueso, tal como te estoy viento a ti! Estaba sobre una de las bases de los pilares. Ya puedes imaginarte qué emoción, qué desconcierto los míos. Me eché a los pies de la basa y le dije: « ¿Qué quieres de mí, Madre?» Y Ella me dijo: «Sé que es muy grande tu aflicción, Yago, y quiero decirte que has sembrado una semilla que fructificará. Y amarás estas tierras y serás ensalzado por los nativos. Y aquí donde pongo mis plantas se levantará mi templo. Sonotes, testigo». Y me señalaba para atrás. Y yo me volví y vi que venía una sombra, que era éste… El pobre me venía siguiendo desde Astúrica. Había salido cinco días después que yo y me dio alcance en la ciudad el mismo día que yo llegué. Cuando volví la vista al pilar, la Virgen María había desaparecido. Que te diga éste, que éste también la vio. ¿No es cierto, Sonotes?

- Sí, señor, yo vi a la Señora diosa, Madre del Hijo Jesús…

- ¿ Y por qué sabes tú que era la Madre de Jesús?

- Yo sólo vi que era una diosa. Se aparece y desaparece cuando quiere. Y le oí decir: «Sonotes, testigo». Y yo soy testigo, señor. Que era la Madre del Hijo Jesús, del Mesías, del Redentor de quien tanto nos había hablado Yago, me lo dijo Yago.

- ¿ Y cómo llegaste a Gades si pensabas ir a Tarraco? -preguntó Benasur a Yago.

- Porque nos volvimos a la ciudad. Y el sábado prediqué. Los paisanos se callaron, aunque ninguno estuvo conforme. Yo creo que la presencia de Sonotes les imponía… Bueno, pues los judíos de César Augusta me escucharon y no hicieron ningún comentario. Yo noté que no les hacía mucha gracia, pero ¿qué importa? Lo interesantes es ir diciendo el nombre de Jesús por esas tierras. El rabí me dijo que me fuera a Gades, que aunque estaba en el otro extremo, tenía la ventaja de ser una ciudad rica, de tener una diáspora numerosa y un puerto de mucho tráfico con tierras de Oriente… Emprendimos el viaje y aquí llegamos hace diez días. Sin un cobre, porque ya hemos gastado todo el dinero que traía Sonotes.

- ¿ Y piensas embarcarte para Palestina?

- En cuanto hable en la sinagoga… A mí me tienen que oír, Benasur… Sobre todo, quiero separar a los nazarenos de los adictos al Sanedrín. Que peleen contra lo mismo, pero separados…

- Sé que el pleito se va a resolver en seguida, Yago. Claudio, el nuevo Emperador, va a derogar el decreto de Calígula.

- Mejor, entonces… Con más razón debemos separarnos. ¿Tú qué piensas?

- Yo no quiero nada con el Sanedrín. Yo estoy en la fe de nuestro Señor Jesús el Cristo, Yago.

Benasur pagó al mozo y salieron. Le dio cinco áureos a Yago.

- Haz lo que debas hacer en Gades. Si necesitas algo, ven a verme a la vía de Iber, encima de los almacenes de Lucio Primo. Y cuando quieras marchar a Jerusalén te daré los pasajes…

Yago y Sonotes acompañaron a Benasur hasta muy cerca de la casa.

- Que el Señor sea contigo, Benasur.

- Que Él quede con vosotros, hermanos.

Yago y Sonotes iban todas las mañanas al Cronión, a un lado del foro Balbo. Era la zona de tolerancia oratoria, donde todo aquel que tenía algo que decir en pugna con las ortodoxias instituidas, se despachaba a su gusto sin verse perturbado ni molestado por los pretorianos. Se podía atacar al mismo César con tal de utilizar un mínimo de eufemismo al dirigirse a la institución del imperium y a la persona que la ostentaba. También allí hablaban los ateos, los filósofos de las cien variantes de las escuelas pitagórica, epicúrea, platónica… Allí también los marineros encontraban la tribuna adecuada para contar sus extraordinarias aventuras de mar, las casi increíbles luchas sostenidas contra serpientes, dragones y demás monstruos marinos, que si no fueran tantos y tan serios los testimonios sería cosa de tomarlas a fábula.

El público aburrido de las verdades oficiales que se decían en el foro Balbo prefería la explanada del templo de Cronos, dios que por ser paciente y muy metido en el tiempo mostraba manga ancha para las verdades temporales de los hombres. Y el público oía a estos oradores bien con interés o con incredulidad, bien con regocijo o con curiosidad. Rara vez entraba en polémica con ellos. Los filósofos procuraban tener sus discípulos diseminados entre el auditorio, a fin de que los interpelasen sobre determinados puntos, y tener motivo de mayor lucimiento en las réplicas.

Una mañana, Yago estaba hablando inspiradamente de la muerte y resurrección de su Señor Jesucristo. El auditorio le escuchaba con verdadera complacencia sin perder sílaba del latín excesivamente parco que hablaba el Apóstol. A pocos pasos de él estaba un tal Tesifonte el Armenio que instruía a su auditorio sobre las virtudes de la religión mitríaca. Yago no le hacía caso, pues tenía puestos sus cinco sentidos en lo que decía; pero el tal Tesifonte, que hablaba de carretilla, de tan repetida como tenía su prédica, podía escuchar a Yago sin necesidad de perder el hilo de su parlamento. Y cuando Yago estaba contando cómo su Señor Jesús fue izado en la cruz en compañía de dos ladrones, Tesifonte se dirigió a él para preguntarle: - ¿Dónde ocurrió eso?

Y Yago, interrumpiéndose, le dijo: -En Jerusalén, hermano.

A lo que el otro sólo dijo: - ¡Ya!

Y Tesifonte continuó perorando sobre las excelencias de Mitra y su religión; de las ventajas que tenía dicha doctrina sobre cualquier otra, porque además de estar ordenada y regida por sacerdotes tenía su Milicia Santa de caballeros que continuaban en la tierra la obra redencional de Mitra.

Yago, desde la interrupción, comenzó a poner en práctica el recurso dual de Tesifonte, que era el de hablar y escuchar al vecino al mismo tiempo. Y no se hubiera atrevido a interpelar al armenio si no hubiese visto que Sonotes le escuchaba con mucho interés, Yago, sin dejar de hablar sobre la condición miserable de aquellos dos ladrones llamados Dimas y Gestas, se dijo para sí: « ¡Por la marca de Caín, que este armenio de todos los diablos me engatusa a Sonotes y pierdo el único testimonio de mi esforzado viaje por tierras de astures!» Y ni corto ni perezoso, inquirió a Tesifonte:

- ¿ Dónde dices, hermano, que ocurrió eso de Mitra?

- En Persia.

Y Yago dijo: - ¡Ya!

Lo curioso fue que Sonotes sonrió complacido a Yago, pero el muy inconsecuente siguió escuchando a Tesifonte, que decía:

- ¿ Acaso no es el mundo, caros oyentes, la prueba fehaciente de esta lucha entre el Bien y el Mal, entre las milicias de Mitra y las sombras infernales de Angra-Mainyu? ¿No nos sentimos arrastrados por nuestras pasiones, que son las redes con que Angra-Mainyu apresa nuestro corazón?

Mientras, Yago decía:

- Porque habéis de saber, oh caros gadiritas, que Nuestro Señor Jesús, el Mesías, vino a dirimir la eterna querella entre el Mal y el Bien, pues al darse al sacrificio de la Cruz por nosotros, nos abrió el camino de la luz hacia el Reino de los Cielos… Que si en este mundo los justos son víctimas de la maldad y de las perfidias, de ellos será la bienaventuranza del Reino de los Cielos. No conquistaréis vuestra salvación eterna oponiendo la violencia a la violencia. No se vence al mundo con milicias ni armas, sino con la humildad y mansedumbre. Ya lo dijo Nuestro Señor Jesús, Mesías y Redentor: «Al que te pegue en una mejilla, ofrécele la otra para que repita…»

- ¿ Dónde ocurrió eso? -le interrumpió Tesifonte.

- Te he dicho que en Jerusalén… -contestó Yago, no de buen talante.

- ¡ Ya!

- ¡ No serán nuestras violencias las que nos hagan mejores! Es con nuestra conducta de testimonio a la Verdad, dando fe de Jesús el Nazareno, sirviendo y respetando en toda ocasión a nuestros semejantes, ayudando a los desvalidos, defendiendo a los débiles como ganaremos el Reino de los Cielos. ¿Y qué es el reino de los Cielos?, me preguntaréis. Y yo os digo: ni es el Olimpo griego ni el Panteón romano ni la Gloria pérsica ni el Paraíso púnico, donde falsos dioses viven egoístamente de espaldas a la criatura humana. El Reino de los Cielos es el reino de Dios y en él todos los mortales tenemos cabida, porque el Padre y el Hijo, dos personas en Una que lo gobiernan en comunión del Espíritu, dan alojamiento para la vida eterna a toda criatura que con su conducta y sus obras se hace digno de él. Por eso os digo que la Pasión de Nuestro Señor Jesús es mucho más portentosa que los trabajos de Hércules, porque Hércules, ¿qué hizo, a final de cuentas, por vosotros? ¿Qué beneficio recibís de las ofrendas que lleváis al templo de Hércules? Y sin embargo, de Nuestro Señor Jesús recibís, si le dedicáis vuestra devoción, la salvación en vida y la salvación en muerte… (¡Escúchame, Sonotes, que también hablo para ti!), digo que en vida porque no hay felicidad mayor que la del nazareno, y en muerte porque llegados al Cielo veréis que vuestra vida ha sido áspero tránsito por la tierra… Y esto que os estoy diciendo…

- ¿ Dónde ocurrió?

- ¡ Eso está ocurriendo, condenado armenio, en todo el ámbito del mundo!

- ¡ Ya!

- ¡ Qué ya y qué milicia mitríaca! ¡Bájate de ahí ahora mismo que te rompo la cara, que por armenio raro sería que no fueras marica!

Y se armó el escándalo, porque Yago se había olvidado de las prédicas de su Maestro. Y le dio tal paliza al armenio, que los dos auditorios se juntaron en un solo corro para presenciar la inesperada lucha de púgiles.

Mientras tanto, el filósofo escéptico alzó la voz para decir desde una de las basas del templo:

- ¿ Lo veis, caros oyentes? Mucha espiritualidad y mucho respeto al prójimo para que luego se conduzcan como dos cretinos. ¡No esperéis nada de las religiones, si no es el engaño y la superchería, la intransigencia y la pasión! El hombre sólo tiene un dios, que es él mismo; un templo, que es su cerebro, un ara, que es su corazón. Todo lo demás son supercherías. Escuchad la voz de la sabiduría…

Pero el auditorio esperaba tan poco de la sabiduría que se unió al círculo de espectadores. El desdichado predicador de Mitra tenía ya un ojo ennegrecido y un labio sangrante. Y Yago un profundo arañazo en la mejilla, a pesar de haberla reservado prudentemente de la apetencia del armenio.

Y cuando dejó al otro en el suelo en situación de lastimosa inferioridad, se volvió para decir a los curiosos:

- Por hoy ya está bueno. Mañana os reservo lo más interesante: el terremoto, las tinieblas y la Resurrección de Nuestro Señor Jesús… -se acercó a Tesifonte y se agachó para agregar-: que ocurrió en Jerusalén.

El otro, no en vano era mitríaco, sonrió como un bendito para decir muy débilmente:

- Ya…