PRIMERAS INDAGACIONES

Todos los vecinos abandonaban la cama antes del amanecer, pues todos ellos por parecidas razones debían encontrarse en la calle antes de que rayara el sol. Sólo así podía ser útil la jornada matinal, durante la cual habrían de visitar en calidad de clientes a sus señores, mendigándoles unas monedas, la comida sobrante del día anterior o una recomendación para algún tribunal. Apenas se podía vivir en Roma si no se contaba con las liberalidades de cuatro o cinco señores. Y el presupuesto se desnivelaba si por cualquier causa el ciudadano llegaba tarde a la casa del dóminus.

El despertar de los paires familias provocaba un intenso movimiento doméstico. Si no era la sierva que bajaba a recoger el agua para la ablución era la esposa que bajaba a la tahona a comprar el pan. O la vecina que pedía un cordón magister para las botas. O el crío que chillaba atufado por el humo del hornillo. Solían venir a esas horas también, con la exigencia muy despierta, el mozo de la taberna, el tonsurador, el zapatero, el paje de la fullonica a cobrar unas monedas a cuenta del adeudo, antes de que el patrón se fuera a la calle; porque si no era imposible verlo el resto del día. Ningún acreedor osaba presentar una factura al cobro a la hora de la cena. Sólo los usureros violaban este santo respeto. A esta algarabía se juntaba la de la calle, intensificada por los vendedores ambulantes que a fuerza de gritos estentóreos se hacían paso entre los carromatos del mercado, los noctámbulos que deambulaban en retirada y los chiquillos y siervos que hacían los primeros recados.

Y al cabo de una hora, cuando la primera luz se filtró en la habitación, la casa y la calle quedaron en sil encio. Ya se habían ido los hombres a sus correrías cotidianas; la circulación de vehículos quedaba suspendida y las fuentes sin cola. Comenzaba entonces el chismorreo de las comadres y ése se hacía en voz queda.

Clío abandonó la litera en seguida. Puesto que la habían despertado aprovecharía el tiempo. Necesitaba valérselas por sí misma y no esperar a que llegase Mileto. Además, en estos primeros días, que no era conocida, estaba al abrigo de la curiosidad ajena, de las miradas indiscretas, y podría actuar con mayor libertad.

Se aseó rápidamente y ya vestida, antes de pedir el desayuno, descorrió los cueros de la ventana para ver qué tiempo hacía. Apenas si el sol comenzaba a dorar con mucha economía la parte alta de las casas. De pronto, se quedó cohibida y atemorizada, como si la hubieran sorprendido en un acto reprobable. Dos pares de ojos la miraban atenta, escrutadoramente. Sin atreverse a desviar la mirada se fijó en la escena. En la ventana de enfrente, una mujer de unos treinta y cinco años, muy blanca, con el cabello y los ojos intensamente negros, tenía la vista fija en ella. Detrás, apoyado en el respaldo del sillón, un militar también la miraba. La expresión de la mujer parecía, de tan triste, dolorosa. Y causaba dolor físico resistir su mirada penetrante, inquisitiva. Se antojaba pensar que aquellas dos personas hubieran permanecido toda la noche en la misma postura, en idéntica actitud de vigilancia sólo para verla aparecer en la ventana. Al cabo de unos instantes, que a Clío se le hicieron eternos, el militar le sonrió. Pero la mujer, como si estuviera petrificada, no cambió ni su gesto ni la dureza de su mirada. Clío se sintió obligada a corresponder a la sonrisa de su vecino, y lo hizo con un movimiento de cabeza. Entonces la mujer, sin mover un solo músculo, pareció endulzar la luz de su mirada. De una a otra fachada, de una a otra ventana, la distancia era tan corta, apenas de ocho pasos, que veía a los vecinos como si estuvieran en su propio cuarto.

Se retiró de la ventana y con un movimiento brusco echó la cortina.

Salió del cubículo. Pulcra agitaba el soplillo. Todas las ventanas del cenáculo estaban abiertas. Se sintió seguida por la mirada del militar y la mujer. Tras saludarse, le dijo a Pulcra que sentía frío. Quería que la patrona echase las cortinas, pero ésta, como estaba atizando el hornillo, se disculpó:

- Nos atufaremos si cerramos… -Y al sorprender a los vecinos, comprendió. Le dijo a la huéspeda en voz baja-: Ya está ahí ese cínico de Galo Tirones…

- ¿ Quién? ¿El centurión?

- Sí. El centurión y su mujer…

Pulcra, que seguramente no quería extenderse en el tema, cortó diciéndole que le había comprado un bollo de pan dulce, que si le gustaba lo compraría todos los días. Luego le preguntó si era cierto que en algunos países se usaba el azúcar de la caña índica para endulzar los pasteles, los postres y las infusiones. Clío le dijo que sí, que por lo menos en Oriente, en ciertas provincias de Partía, como el Elam, se utilizaba el azúcar, mucho más práctica y en algunos casos más sabrosa que la miel.

Pulcra, mientras trajinaba en el hornillo, se extendió en una serie de consideraciones. No comprendía por qué decían que Roma era una ciudad rica, cuando el azúcar se vendía en dosis medicinales a precios prohibitivos. Que no había que fiarse de lo que propalaban los charlatanes del Foro, pues ya quisieran los romanos tener azúcar como los partos. Que era una felicidad haber viajado tanto y visto cosas tan curiosas y divertidas. Después, sin venir a colación, remató diciendo:

- Ya sabemos, ya… En Roma no hay secreto posible… ¡Conque te vas a comprar una litera!

Clío fue dominada por un sentimiento de pecado. Le había seducido demasiado el modelo Camena de Filo Casto. Durante todo el día anterior procuró quitarse el recuerdo de la cabeza. Pensaba que haber apetecido una litera había sido como una traición a Benasur. No porque su padrino guardase una especial prevención hacia las literas, sino porque le parecía que en las circunstancias en que estaban ambos no era lícito, ético pensar y recrearse en cosas suntuarias, que rozan lo frívolo. Recordó que cuando se vio dentro de la litera, cuando jugaba con el espejo le dominó la aprensión de haber visto reflejado en la bruñida superficie el rostro de Saulo de Tarso. Desde luego, Saulo y ella no habían cambiado una sola palabra sobre literas, pero Clío comprendía que si a aquel santo varón de Tarso, tan encendido de fe nazarena, le molestaba que ella vistiese mantos llamativos, desaprobaría indignado la satisfacción que había manifestado ante la litera. Resultaba curiosa Después de cuatro años de convivir con Benasur tenía muchas dudas sobre qué actos, palabras, manifestaciones podían agradar o disgustar a su padrino, pero creía saber con seguridad todo aquello que molestaría a Saulo y suscitaría su reprobación. Y eso que sólo había hablado unas cuantas veces con él.

De súbito, sin poder contenerse, volvió el rostro hacia la ventana. Y vio a la mujer que, sin cambiar de postura, continuaba con la vista fija en ella. El centurión ya no estaba.

Pulcra le sirvió un vaso de leche caliente.

- Por favor, cierra esa ventana… Pulcra corrió la cortina y dijo:

- Se llama Gala Domicia. La pobre siempre está fisgando, pero es inofensiva.

En cuanto terminó de desayunar, Pulcra le echó la capa sobre los hombros. Le dijo que nunca en su vida había visto una piel de pelo tan grueso, sedoso y largo.

Recordando el trayecto hecho en compañía de Sergio, se fue al edificio de la Compañía Naviera. Allí preguntó a una mujer dónde estaba la cárcel. La mujer, que llevaba una pesada bolsa, se quedó mirándola sin comprender. Clío insistió en la pregunta. La mujer dejó la bolsa en el suelo y dando media vuelta le dijo, señalándole una puerta cerca del Foro:

- ¿ Ves aquel vigilante con cara de imbécil? Pregúntale a él.

Y sin más la mujer cogió la bolsa y continuó su camino. Clío atravesó la calle, sorteando a los peatones, a los carros de mano, a los cargadores que confluían al Foro gesticulando, gritando, protestando de todo, insultando a las gentes con quienes tropezaban. Se acercó al guardia:

- ¿ Puedes decirme dónde está la cárcel?

- ¿ Cuál cárcel? Ésta es la cárcel Mamertina… ¿Qué es lo que quieres?

- Busco a un detenido…

- Pasa y pregunta al escriba del registro.

Clío entró. A pesar de los braseros que se veían por todas partes, en la oficina hacía más frío que en la calle. Al escriba apenas si se le veía la cabeza tras el montón de rollos y tablillas que había en la mesa. Pasó un largo rato sin que el empleado se dignara alzar la vista.

- Señor…

- ¿ Qué buscas aquí?

- Deseo saber si está detenido un señor llamado Siro Kamar… o Benasur.

- ¿ Cuál es su falta?

- Lo ignoro, señor…

El escriba cogió un volumen y comenzó a desenrollarlo. Pasó los ojos por una larga lista.

- Aquí no hay ningún detenido con ese nombre… ¿Lo trajeron los vigilantes?

- Supongo que los pretorianos.

El escriba miró con aire de superioridad a la joven:

- ¿ Buscas a un detenido o a un condenado a muerte?

Clío repuso tímidamente:

- Sí…, a un sentenciado a muerte.

Se le humedecieron los ojos. El escriba puso mayor atención a la joven. Se levantó y la miró de arriba abajo. Después se acercó a un armario y sacó de él otro volumen. Sin moverse lo desenrolló y leyó la lista.

- No hay ningún detenido que se llame ni Sira ni Benasur… ¿Estás segura de que no lo han ajusticiado ya?

Clío se mordió los labios y bajó la cabeza. Y al hablar lo hizo rompiendo a sollozar:

- ¡ No lo sé! ¡Lo ignoro! Sería un crimen…

- Cuida las palabras que dices… ¿Cuándo fue detenido?

- Va a hacer tres meses…

El escriba emitió algo así como un gruñido y murmuró:

- Búscalo en el Esquilino…

- ¿ Cómo dices?

El escriba negó con la cabeza. Comprendió que la joven no había entendido su alusión al cementerio de los ajusticiados. Le hizo una seña para que le siguiera a la puerta:

- ¿ Conoces Roma? No importa… Baja llevando tu derecha. Al llegar al Foro, tuerces siempre a la derecha. Sin abandonar este edificio encontrarás una escalera de piedra, dicha Gemonias. Sube… A la segunda puerta, pregúntale al vigilante. Él te dirá.

No había riesgo de perderse. La escalera estaba taponada por un grupo de curiosos. Clío preguntó. Le dijeron que sí, que aquélla era la escalera. Otro curioso, más atento a los encantos físicos de la joven, se extendió en la información. Todavía faltaba un muerto. Ahí estaba el carro de los cadáveres. Clío vio el carro. Un carro sucio y siniestro. El carretero tenía cara de pobre hombre. Y vio también a la gente ir de un lado al otro del Foro. Los mármoles suntuosos y agobiadores. La grandeza de Roma. A la derecha, la Basílica Julia. Allí se impartía justicia. A la izquierda, la Basílica Emilia. Allí se impartía justicia. Un poco más acá, la Curia Julia, el Senado, el más alto tribunal. Allí se había dictado la sentencia de muerte de Benasur. Y la gente se movía de una basílica a otra, de un templo a otro, todos en posesión de su derecho y en busca de su justicia.

El de las Gemonias era un espectáculo emocionante. No por el muerto en sí, sino por los parientes. En el anfiteatro Taurus se veían muchos muertos, muchas hemorragias, pero los gladiadores no tenían en la arena parentela que los llorase. L a sangre no era capaz de emocionar a los romanos. Estaban fortalecidos para verla correr. En cada casa diariamente corría la sangre de las carnes abiertas por el silenciario. Y los esclavos, fortalecidos también con su propia sangre, no lloraban. Donde se veía llorar, a veces desgarradoramente, era en las Gemonias. Las Gemonias eran el espectáculo de los ociosos del Foro. Muchos chiquillos burlaban una mañana la escuela para ir a ver los muertos de las Gemonias. Los niños romanos se familiarizaban así con la sangre y la muerte. Y comenzaban a saber lo que era el dolor en los ojos ajenos. Cuando a ellos les tocara el turno estarían ya templados para no derramar lágrimas ante la adversidad.

Generalmente los ajusticiados eran sacador del robur con las primeras luces del día. Así lo prescribían las viejas costumbres. Pero en el Imperio las sentencias de muerte abundaban. Había día en que el verdugo no se bastaba a cumplir con la faena. Tenía asistentes. El arrastre por las Gemonias se prolongaba hasta la hora tercia. Nadie había protestado. Bajo el sol de la media mañana los cadáveres eran arrastrados al carro. Después, sepultura en el descampado del Esquilino si nadie reclamaba los restos.

Todo esto lo oyó y lo entendió Clío de las frases sueltas que decían los curiosos.

Un rumor se alzó de las gentes. Clío pudo verlo: un gigantón apareció por la puerta lateral. Era un hombre rudo que, a pesar del frío, llevaba el tórax desnudo. Se ceñía el vientre y los riñones con un trapo a modo del mandil que usan los carniceros. Y como ellos, llevaba las manchas del oficio. Con unos garfios sujetaba el cadáver por los sobacos. Uno de los garfios se hincaba en el costado del muerto. El hombre, blasfemando a las gentes que le estorbaban el paso, comenzó a arrastrar el cadáver. La gente se formó en dos filas para verlo pasar. El muerto no interesaba. Los curiosos buscaban entre ellos mismos a los deudos. Pero ni un lamento, ni un sollozo. Estaba claro que el muerto no tenía herederos. Y, sin embargo, las botas denunciaban el calceus patricius. No cabía duda de que se trataba de un senior, de un gran personaje. Pero esta calidad social del ajusticiado no conmovía a la gente. Eran precisamente los aristócratas los que caían con mayor frecuencia en Roma. En procesos ignominiosos, para que, muertos, no se librasen de la infamia del arrastre por las Gemonias. En ese momento los padres conscriptos, sus colegas del orden consular o tribunicio, los mismos que lo habían condenado en servil obediencia al Emperador, se movían por la Curia en sus cotidianas actividades. Pero ningún pariente que le llorase; ningún familiar que se solidarizase en este último instante, evitando hacerse sospechoso al César. Entre el público no faltaban los indices, los soplones del Palatino.

Clío vio con enorme congoja cómo arrastraban el cadáver y cómo lo subían al carro. Y en pocos momentos se dio cuenta de que todas las miradas estaban fijas en sus ojos. Negó con la cabeza nerviosamente. El carro se puso en marcha hacia la cuesta Argentaria, la más próxima salida para vehículos que tenía el Foro.

El asistente del verdugo dijo que por hoy la faena había concluido. Y subió. Los curiosos se diseminaron. Algunos no sin desencanto. Clío se quedó sola. Al cabo de un rato se decidió a subir.

La puerta estaba entreabierta. Sin embargo, llamó. Asomó la cara de un vigilante.

- ¿ Qué buscas?

- Me manda el escriba de la cárcel… Deseo saber si en el registro de los ajusticiados figura el nombre de Benasur o de Siro Kamar…

- sígueme.

El vigilante cerró la puerta y precedió a Clío por un largo, oscuro y frío pasillo. Se detuvo ante una pieza tan sombría como el pasillo.

- Pregunta aquí.

Otro escriba. Éste todo encogido y arropado en un manto, soplándose los dedos. Alzó la vista y sonrió. Después, sin dejar de calentarse los dedos con el aliento, dijo:

- ¿ Sabes que nunca recibo visitas de jóvenes tan bonitas como tú? -Y creyéndose gracioso se llevó la mano abierta al cuello con un ademán de estrangulación-: ¿Cuándo lo detuvieron?

- Hace tres meses…

- Eso ya es historia, helena… Porque tú eres helena, ¿verdad?

- Soy elamita…

- ¿ Elamita? -se sorprendió el otro echando mano a un rollo-. Quiere decirse que una elamita es una nativa de Elam… ¿Dónde cae esa tierra, preciosidad?

- En la vieja Persia…

El escriba dejó el rollo sobre la mesa y se frotó las manos.

- ¡ Persia! Hace tres años, por la primavera, estuvo en Roma una compañía de contorsionistas persas. Pero entre las mujeres no venía ninguna rubia como tú… ¿Dices que Benasur?

- Sí, Benasur o Siro Kamar…

- ¿ Qué era, sátrapa o rey?

- No era nada…

El escriba negó.

- Por estas puertas no salen más que romanos y reyes, sátrapas y príncipes extranjeros. Por si acaso, miraré… ¿No quieres sentarte mientras tanto? La lista es tan grande como mi deseo de compañía…

Comenzó a leer los nombres. Murmuraba: «Benasur, Siro Kamar, Benasur, Siro…» Se detuvo para soplarse los dedos y continuó. Después miró a Clío y le guiñó el ojo. Prosiguió la lectura. Al fin, se encogió de hombros y con un gesto de consternado se disculpó:

- Lo siento, pero no aparece. Quiere decirse que no ha entrado por la puerta de la cárcel ni ha salido por la de las Gemonias… En fin, encanto, no es tan mala noticia la que te doy… ¿O acaso eres su heredera?

- No, es mi padrino… Y yo me alegro infinito de que esté vivo…

- ¡ Ah! Yo no te puedo decir tanto… El sistema penal de Roma es perfecto. Tan perfecto que hay delincuentes que entran y salen de este edificio sin dejar huella… No se anotan en el registro, ¿comprendes? Esos desdichados, a los que se les asfixia, suelen aparecer en el Tíber -movió los brazos extendiéndolos en ademán de asunto finiquitado-. Se ahogan, ¿comprendes?… Y hay otros, esos sí, con todos los requisitos del Registro, que no llegan aquí, porque los ejecutan en el Castro Pretorio… Toda esta información te la doy porque eres extranjera y hermosa, porque después de la siesta tengo tres horas libres y me gustaría mostrar Roma a una muchacha como tú… ¿Has estado en el Campo de Marte?

Como viese que Clío permanecía impasible a su invitación, volvió al tema:

- Supongo que tu padrino es extranjero, ¿verdad? ¿Dónde lo han detenido, en Roma o fuera?

- En Tarso de Cilicia…

- ¡ Acabáramos! Ningún extranjero ni ningún ciudadano romano que entra en la ciudad encadenado viene directamente a la Mamertina. Es conducido al Castro Peregrino, que está en el Celio, cerca del Bosque de las Camenas… Yo no tendría inconveniente en acompañarte esta tarde allá. Además el escriba del prefecto es amigo mío… Esto facilitaría mucho la investigación. ¿Qué dices, preciosa?

- Digo que has sido muy amable conmigo, y que aquí me estoy muriendo de frío. Pero no rehuso tu ayuda… ¿A qué hora y dónde podría verte?

- Donde tú me digas. Pero lo mejor sería vernos a la hora nona en la gradilla del templo del divo Julio, ¿te parece? Está frente al Pórtico de las Perlas. ¿No faltarás, preciosa?

- No faltaré.

El escriba acompañó a Clío hasta la puerta. Cuando la joven se vio en el Foro preguntó por el camino más directo al Bosque de las Camenas. Le dijeron que no estaba cerca. Que lo mejor era que siguiera vía Sacra adelante hasta llegar a la encrucijada Aulo; que allí tomara la calle del Africano que conducía hasta el Bosque de las Camenas.

Pero Clío en cuanto salió del Foro tomó un coche.

- ¿ adónde te llevo?

- Al Castro Peregrino…

- ¿ Sabes la tarifa?… Con la multa que tendré que pagar, tres denarios.

Era mucho dinero. -No puedo pagarte tanto…

- ¿ Qué quieres que haga? Está prohibida a estas horas la circulación de coches. Uno no es un paniaguado. Uno es un ciudadano romano. Y el cabrón prefecto de la ciudad no puede prohibir a un ciudadano romano que se pare con su coche y su caballo donde le dé su tarquinísima gana. Mas ¡ay si lleva un pasajero! Tampoco lo prohíbe, no. Pero te impone la multa. La multa por contravención a la lex municipalis de Tiberio. Y cuando no es por Tiberio es por Augusto y cuando no por Julio César. Roma es la ciudad gobernada por los muertos. Los muertos ya no reparten harina ni aceite ¡pero te imponen multas! ¿Qué quieres que yo haga? Tú eres una helena muy hermosa y yo soy sensible a la belleza. Yo tengo una escultura del gladiador Festo en mi casa. Me costó ¡cincuenta sestercios! Y es de puro yeso, pero eso sí, muy artística, de mucho valor… Así que súbete y me pagas lo que quieras, y si te parece mucho lo que quieras, no me pagas nada y encima te convido a una oblea de miel, que son muy sabrosas las que venden en el Bosque de las Camenas…

El cochero se puso en marcha y en cuanto entraron en la calle del Africano los detuvo un vigilante. Tomó nota del disco que le mostró el auriga, del punto de destino de la carrera y lo dejó continuar.

La del Africano era una calle destartalada y en cuesta. Al lado de alguna domo, un solar. Parecía que las domos patricias se aislaban de las ínsulas, que si no se apoyaban a otros edificios de viviendas emergían entre chabolas o barracas. En los solares, las casas miserables eran tantas y tan hacinadas que formaban entre sí laberintos de callejones. El cochero, indicándole una estatua que daba el nombre a la calle, le dijo: -Aníbal… -y comentó-: Así es Roma. Esta calle no se llama del Africano por Escipión, que fue un gran general, sino por Aníbal, que fue un gran bandido. Y ahí tienes su estatua. Y como le debemos tantos favores, podrás ver otra estatua de Aníbal en la Alta Semita.

Al salir de la zona de circulación prohibida otro vigilante detuvo al cochero. Éste mostró el disco y el guardia hizo la misma operación del anterior. Desde este lugar el coche corrió más aprisa. Y cuando llegaron al Castro Peregrino Clío pagó al auriga los tres denarios. Éste rehusó recibirlos, mas concluyó por guardárselos.

En el Castro Peregrino, Clío fue de una puerta a otra, hasta dar con el escriba que podía informarle sobre el asunto.

- Lo que quieres saber no puedo decírtelo. Si esa persona por quien preguntas fuese un reo de delito menor, podría aclararte su situación. Pero los condenados a muerte entran aquí sólo de tránsito, hasta que se decide su traslado al Castro Pretorio o a la cárcel Mamertina. No llevamos registro de los presos en tránsito.

Descorazonada, Clío inició el regreso a pie. En la calle del Africano preguntó cuál era el camino más corto para ir al barrio de Suburra. Pero se perdió. Llegó a la peor parte de Suburra, el más antiguo barrio bajo de Roma. En sus angostas calles, donde los vecinos de balcón a balcón podían darse las manos, no llegaba el sol ni en el mediodía del solsticio de verano, porque no faltaban tenderetes de ropa, de cueros, de colchonetas que lo impidieran.

Las calles sin pavimentar, lóbregas y húmedas, con piedras y barro que despedían un acre olor rancio de toda clase de basura y que se prolongaban ondulantes hasta las gradas de un templete, constituían un angustioso dédalo de miseria. En todas las casas hervía la destemplanza, la acritud, la violencia en gritos, en blasfemias, en airadas reconvenciones. Mujeres desgreñadas se asomaban a su paso y hacían comentarios burlones, sarcásticos, que Clío sólo entendía en el tono hiriente y mordaz de las voces, pero no en las palabras de un latín popular ininteligible.

Clío apresuró el paso. Los pies, molidos por la caminata, le ardían. Apresuró el paso con el deseo angustioso de salir de aquel laberinto, pero poco importaba que cogiera una callejuela u otra, poco que viera al final el claro de una plazuela raquítica. De ella, sin rumbo certero, partían nuevas callejas, todas igualmente miserables y angostas, todas con el mismo vecindario grosero, gritón, sarcástico. Rostros con la peor catadura seguían sus pasos entre curiosos y codiciosos. Veía en los hombres una mirada maligna. Los niños, que harapientos jugaban en medio del arroyo ocupando la calle, se retiraban para dejarla pasar con gesto hosco y sin callarse la protesta, siempre mortificante.

Vio una calle que se prolongaba en línea recta y se introdujo en ella. Le resultó un alivio entre tanta calleja tortuosa caminar por una vía a la que se le veía el término. Pero en seguida experimentó otra desazón mayor al ver que los pisos bajos estaban habitados por mujeres que la miraban con cínica curiosidad. Algunas le guiñaban el ojo. Otras cambiaban una frase intencionada con sus vecinas de enfrente. Con los ojos bajos, encendida de vergüenza, Clío aligeró el paso. No se atrevía a alzar la vista, pero las mujeres y sus cubículos venían burlones a sus ojos. Permanecían sentadas a la puerta o apoyadas en el quicio. Al lado o entre las piernas, el brasero. Vestían estolas de muselina de colores chillones. En el rostro, mucho polvo de yeso, negro de antimonio en los ojos, rojo vino en la boca. Algunas eran tan jóvenes que parecías impúberes.

La calle se le hizo interminable. Una mujer salió a cortarle el paso. La agarró amorosamente por la cintura. Le susurró unas tiernas palabras al oído. Y Clío se vio dentro del cubículo. Una litera cubierta con una manta de vivo color. En el trípode, una lamparilla votiva y las imágenes en terracota de Venus, Príapo y Mercurio… Cuando la mujer buscó con su boca los labios de Clío, ésta, sobreponiéndose a su cobardía, a su miedo, la apartó con un vigoroso movimiento. La otra cayó sentada en la cama. Clío echó a correr y al salir pisó el brasero y las ascuas le saltaron a la pierna. Corrió, corrió dando traspiés, huyendo de las risas, de las palabras canallas. En las ventanas se asomaban hombres y mujeres. Reían, gritaban y hacían causa común en las burlas co n sus vecinas del piso baja « ¡A ésa, a la gitona

La calle daba a una plazuela. Una plazuela pequeña, a la que confluían cuatro callejones. La escena era muy distinta. En medio, en un improvisado catafalco, un difunto. Y alrededor las plañideras, los deudos lanzando unos gemidos tan ordenados que parecían una extraña oración. Clío pensó que los cenacula eran allí tan reducidos, que no permitirían celebrar dentro de la casa las humildes honras al muerto.

Preguntó a una mujer que desde una puerta miraba hacia el grupo de plañideras. Apenas si la entendió. Pero se dejó guiar por las señas que le hizo con la mano. Tomó uno de los callejones. A un paso se estrelló una olla de barro que arrojaron de una ventana. No se atrevió a mirar arriba. En seguida entró en una calle transversal más ancha, flanqueada por largos edificios como almacenes. Preguntó a un muchacho. Le dijo que estaba en los horrea charlaría, los depósitos de papel donde se almacenaban los rollos de papiro, las membranas de Pérgamo. El panorama cambió. Ya no eran los simples humiliores, los ciudadanos pobres y las mujeres de los cubículos. Por allí andaban cargadores, los esclavos del mercado papelero, los traficantes de esta mercancía, los desocupados y borrachos de las tabernas próximas, los portadores de carros de mano. Pero todos ellos, igual que los otros, con la violencia en los labios y ese gesto duro en la expresión, común de los que trabajan sin beneficio ni provecho.

Clío vio a un hombre con toga. La toga estaba sucia y remendada, pero era una toga y denunciaba a un ciudadana Clío ignoraba que todas las gentes con que había tropezado hasta entonces en aquella maraña de callejas, eran libres, ciudadanas. Clío ignoraba que los esclavos en Roma, respecto a la plebe de los humiliores, constituían en realidad una clase superior, no sólo en lo material sino en su instrucción y cultura, en su misma educación.

El hombre de la toga escuchó la pregunta de Clío y se quedó silencioso. Luego la miró de arriba abajo. Sonriendo de modo equívoco, a la vez que le agarraba el brazo, dijo:

- La Bola Pétrea… Nunca he oído ese nombre de calle. Pero como ya es la hora del prandium, te invito a almorzar…

- No, gracias… Busco el barrio de los zapateros.

- ¡ Pero si estás en la alta Suburra!

Clío sintió que el individuo le oprimía más el brazo e hizo un movimiento para desasirse, pero como él no la soltara, la joven se retiró bruscamente. El individuo se quedó mirándola con la bocaza abierta. No había dado tres pasos, cuando le oyó preguntar:

- ¿ Pero qué clase de scortum eres tú?

Ése hablaba el latín de todos. Clío enrojeció tanto de vergüenza como de rabia. Apresuró el paso. Los cargadores se reían a carcajadas, celebrando las palabras del de la toga.

- ¿ La Bola Pétrea? ¡Más abajo, más abajo!

Las casas laterales a los horrea chartaría, estaban bastante separadas de los muros de éstas. Quizá porque no se consideraría nada provechoso un vecindario tan íntimo. Quizá también porque la circulación de cargadores y carros lo exigiese. De los hórreos se despedía un grato olor a cedro y algunas especias con que se preservaba la mercancía de los posibles estragos de la humedad y polilla. Lo molesto a esa hora eran las humaredas que salían por las ventanas de los cenacula, en los que se mezclaba el olor de la leña al de las fritangas y potajes de verduras.

Por fin, Clío vio a su Señor Yavé. En una esquina topó con una pareja de guardias de las cohortes urbanas. Les dijo que se había perdido, que vivía en la calle de la Bola Pétrea, en el barrio de Suburra.

- No. La Bola Pétrea está en el barrio del Argileto, doncella. Pero no estás tan lejos de tu casa. Toma esa calle que hace ángulo con el depósito de papel y síguela hasta llegar a la cuesta de Orbio. Allí pregunta por la calle del Puteal Viejo. La sigues y llegarás en seguida al Argileto. A unos cuantos pasos encontrarás la calle que buscas.

Dio las gracias a los guardias. Reanudó la marcha con mejor ánimo. No sin sorpresa llegó a un lugar que no era el Argileto. Se le saltaron las lágrimas de rabia consigo misma. Volvió a preguntar. Le dijeron que tenía que volver hacia atrás, coger la primera calle transversal llamada del Tusco Prognato y de allí salir al Argileto.

Llegó, al fin, a la casa. Las dos mujeres ya hablan comido. Clío no tenía apetito. La vieron tan descompuesta, tan desencajada, con los ojos irritados que temieron hubiese sufrido un percance. Clío se excusó de toda explicación diciendo que estaba cansada, que había caminado toda la mañana. Se retiró a su cuarto a tumbarse en la litera.

En la tarde fue a buscar a Sergio para rogarle que la acompañara. El muchacho aceptó de muy buena gana. Clío no quería acudir a la cita del escriba de las Gemonias sola. Y deseaba, al mismo tiempo, volver al Castro Peregrino con él. Ya camino del Foro, le dijo a Sergio:

- Tú eres un buen chico y me pareces callado. ¿Puedo confiarte un secreto?

- Sí, dómina.

- Mira. Un joven me va a acompañar al Castro Peregrino. Vamos a preguntar por una persona a quien yo estimo mucho. No quiero que nadie lo sepa. ¿Puedo confiar en ti?

- Sí, dómina.

Llegaron al templo de Julio antes que el escriba. Clío y Sergio se acercaron a ver las joyas que se exhibían en las vitrinas del Pórtico de las Perlas. Algunos collares tenían precio. Tan alto que Clío aprensivamente se llevó la mano al pecho. Entró en la joyería.

- Te agradeceré que me digas qué puede valer un collar de perlas negras de Philoteras. Tiene cuarenta y seis perlas, que van del tamaño de un garbanzo al de un chícharo.

- Hace tiempo que no he visto un collar de ésos. ¿Para qué quieres saber el precio, para que te lo venda o para que te lo compre?

- Sé de una persona que quisiera vender uno…

- Dile a esa persona que podría tratar el asunto sobre la base de doscientos mil sestercios. Y si el collar me satisface plenamente podría dar de diez a veinte mil sestercios más.

- Gracias.

Sergio comprendió que la persona del collar era la misma Clío. De vuelta a las gradas del templo, el muchacho preguntó:

- ¿ Lo del collar también es un secreto?

Clío sonrió. Pero no dijo nada porque en ese momento llegó el escriba. El joven y el muchacho se miraron sin ninguna cordialidad.

- Creí encontrarte sola.

- Sergio siempre me acompaña.

La calle del Africano le pareció a Clío muy pesada. Con su pendiente, con la irregularidad del pavimento, con los tramos enlodados, era una calle triste, fea, ingrata. E inacabable. El escriba se mostraba locuaz, pero Clío apenas si contestaba con monosílabos a las frecuentes preguntas del joven. Era un pobre raspaceras, como les decían en Antioquía a los escribas de ínfima clase, a los empleadillos. Se le veía en la toga corta y escasa, con más arrugas que pliegues, con los bajos sucios de polvo y salpicaduras de barro, con la parte que caía sobre el pecho, a modo de embozo, sobada. Los zapatos estaban desteñidos y agrietados. Las corrigiae sin bolitas de plata, ni siquiera de bronce. Pero tenía juventud y optimismo. Hablaba con el desparpajo de todos los que tratan con abogados y gentes de justicia. Era meritorio, laudable que un joven encerrado desde el amanecer hasta el mediodía en aquella pieza lóbrega y fría, llevando el registro de los ajusticiados, no se contagiara de horror y de miseria.

Clío había hecho mal en no comer. Cuando llegaron a la estatua de Aníbal se sintió desfallecida. Un vacío de angustia, con un principio de náusea se le había localizado en el estómago. Se puso extremadamente pálida. Sergio lo notó, pero no el escriba. El escriba continuaba hablando, hablando… Hasta le pareció oírle decir que se llamaba Máximo Mínimo. Sergio rió. Ella tuvo que decirle su nombre. Pasó un vendedor de bollos y lo detuvo.

- ¿ No quieres uno, Sergio? ¿Y tú, Máximo? Si os animáis yo os acompaño.

Antes de que ellos aceptaran, le echó la mano a un bollo. Estaba caliente, tierno, dorado. Despedía un apetitoso olor a anís. Dio al vendedor una moneda de oro. Su último áureo.

El vendedor abrió los ojos extrañado. No tenía cambio. Lo sentía en el alma. Clío dijo no tener dinero suelto. Máximo devolvió su bollo, se rascó la bolsa y pagó.

- Ibas a cometer una tontería. Un áureo no se da para pagar… Debes cambiarlo en el telonio de un cambista. Te darán premio.

- ¿ Quieres enseñarme tu moneda? -pidió Sergio.

Continuaron cuesta arriba comiéndose los bollos. Sergio acarició el denario de oro. Los conocía porque los había visto en las mesas de los cambistas, pero nunca había tenido uno en sus manos. Ése llevaba la efigie de Augusta Tras de mirarlo y remirarlo se lo devolvió a Clío, Ante los ojos de Sergio, Clío se magnificó en poder. Clío era rica, inmensamente rica. Clío compraba bollos de anís sin que fuera fiesta.

Media hora después llegaron al Castro Peregrino. La joven se dejó caer rendida en una banqueta. Sergio observó que aquel día Clío estaba como abatida, como enferma. El escriba se perdió por un pasillo. Apareció en seguida para llamar a Clío. Los dos, Clío y Sergio, fueron tras él. Entraron en un despacho alumbrado con una lámpara de tres brazos. El escriba del prefecto se levantó y saludó secamente a Clío. Le dijo que en atención a su amigo Máximo iba a darle un informe del que nadie debía enterarse. Y después de decirle a Sergio que saliera al atrio y que allí esperara a la joven, precisó:

- Benasur de Judea no ha llegado todavía a Roma. Si lo han desembarcado en puerto italiano estará para llegar de un día a otro. Pero si el barco del Pretorio se ha refugiado en un puerto de una isla para pasar la invernada, no llegará aquí hasta los idus de marzo. En cuanto tenga noticias se las comunicaré a Máximo Mínimo… Es todo lo que puedo decirte.

Luego le dijo al amigo que acompañara a la joven al atrio y que regresara, pues quería hablarle de otro asunto. Clío se reunió con Sergio, que en seguida comentó:

- ¿ Lo ves? Toda esta gentuza es grosera… Siento mucho que tengas que andar entre ellos pidiéndoles favores… Pero es muy grave, ¿verdad?

Clío cogió la mano de Sergio y se la oprimió. Movió la cabeza afirmativamente. El muchacho apretó las mandíbulas con gesto voluntarioso. Y se le humedecieron los ojos.

Al cabo de un rato, regresó Máximo. Salieron del Castro. Ya era de noche. Y se había echado un viento helado.

Clío detuvo un coche que iba vacío.

- Vamos lo más cerca del Foro…

- Tendré que pagar multa.

- No importa…

Era la primera vez en su vida que Sergio subía a un coche. A Máximo le preocupó saber cómo iban a pagar. Clío le dije que cuando llegaran al Foro le darían el áureo a Sergio para que corriese a cambiarlo. Máximo dijo que no, que podían engañarlo. Sergio protestó diciendo que sabía de cuentas. Y que él era muy amigo de Clío. Lo que quería decir que desistiera de irse con el áureo. Clío intervino aduciendo a Máximo que no era necesario que se molestara. Ellos dos esperarían a Sergio en el coche. Pero Máximo insistió en cambiar la moneda él mismo.

Callaron. Clío, cansada y olvidando la cuestión. Los otros dos enconándose en sus sospechas. «A este mocito lo engañan los cambistas», pensaba Máximo. «Este chupatintas se fuga con el áureo», pensaba Sergio. Pero de lo que estaba seguro Máximo es de que mientras el padrino de Clío no apareciese, podía contar con la compañía de la joven.

Llegaron al final de la carrera. Clío le dijo al cochero que esperase un momento, pues iba a conseguir moneda suelta. Sacó el áureo para entregárselo a Sergio, pero la mano de Máximo se anticipó a cogerlo.

- No tardo nada -dijo.

- A éste ya no lo volvemos a ver… ¿Tienes confianza en él? Se le ve la cara de soplón… ¿Verdad que es un policía?

- No. Es un amigo…

- Tú no tienes amigos en Roma, dómina.

- Te equivocas, Sergio… Tengo algunos y muy importantes amigos. Lo que sucede es que no sé dónde viven.

- Pero ése no es amigo tuyo… Y ya no lo veremos. Te ha robado el áureo.

- No seas mal pensado, Sergio.

Máximo volvió en seguida. Jadeante. También había echado su carrera. No era raro ver a los romanos atravesar el Foro corriendo. Difícilmente Clío se explicaría por qué y adónde corrían. Pero corrían. Y en todas las direcciones. El correr en el Foro era un hábito. Sobre todo entre los pobres. Que un cliente se moviera pausadamente en el Foro habría irritado a su señor. El cliente, el ciudadano pupilo de la Anona debía correr para ir a besar la mano del amo, para ir a situarse en el rostra, para ser el primero en saludar al magistrado, para informarse de los nombres de los aurigas que correrían esa tarde en el circo, para enterarse de lo que publicaban las tablillas del Foro, pues aunque generalmente no sabía leer, el pregonero al colocarlas recitaba el texto en alta voz por tres veces… Para todo se corría. Para llegar lo antes posible a las balneae, para regresar a la casa a hora oportuna. Corrían las más de las veces, para disfrazar su estéril ociosidad, para quitarse el frío o matar el hambre.

- Aquí tienes: veinticinco denarios plata y dos sestercios de premio… -y a Sergio-: ¿Qué creías, que me escapaba con el áureo? No soy un pillo como tú…

- ¿ Yo pillo, chupaestilos? Mis padres son gente, no como tú… Mi apellido es Tulio…

- ¡ Cuántos Tulio he visto crucificar en el Esquilino, granuja!

Clío pagó al cochero y puso paz entre los dos adversarios. Bajaron hacia el Foro.

- Deben ser amigos, porque si no, no veo cómo podemos comer unas obleas de miel juntos.

- ¡ Son una porquería! -dijo Máximo para fastidiar al muchacho.

- ¡ Una porquería!… Qué sabrás tú lo que son obleas de miel.

Pero los tres comieron obleas. Clío y Sergio repitieron. Clío por hambre. Sergio por algo semejante. Se despidieron cerca de la entrada del Argileto. El muchacho le dijo a Máximo:

- No te olvides que ofendiste a la gens Tulia. Mi padre te llevará al pretor.

- ¡ Qué susto! Yo soy escriba de la Mamertina.

- De la Mamertina… -dijo con desprecio Sergio-, Si acaso, auxiliar de Gemonias.

Máximo miró interrogadoramente a Clío. La joven hizo un gesto negativo. Y en seguida a Sergio:

- ¿ Cómo se te ha ocurrido decir eso? ¿Qué va a pensar de mí Máximo?

- ¡ Bah! ¿Quién sino un verdugo o su ayudante entra en el Castro Peregrino como César por su domo?

Máximo lanzó un coscorrón a Sergio, que el muchacho esquivó. El escriba se quedó con la dirección de Clío para avisarla en cuanto tuviera alguna noticia. Se despidieron.

En cuanto entraron en el Argileto, Sergio cogió la mano de Clío.

- No te sueltes, dómina. A estas horas empieza a ser peligroso andar por las calles… No te sueltes de mí.

Así, cogidos de la mano, llegaron a la Bola Pétrea. El zaguán de la ínsula olía más a verdura cocida que otras veces. O por lo menos, la fetidez se le hizo insoportable a Clío.

- ¿ Quieres que te busque mañana?

- Yo te avisaré, Sergio.

Mino Casio ya se había ido. Pulcra y Casiana la esperaban con cierta ansiedad, con la mesa puesta, con la cena lista. Había mucho humo en la casa.

- Tomaré el postre nada más…

- ¿ Por qué tan desganada?

- He comido algo afuera.

Pulcra insistió. Clío accedió a comer un pedazo de carne. Luego un plato de compota.

- Estoy rendida -dijo al retirarse a su cuarto.

Entraron las dos mujeres tras ella. Pulcra para echar un vistazo a los braseros y remover las ascuas. Casiana para ayudarla a desvestirse. Dijo sólo las palabras indispensables. Evitó molestar a la huéspeda.

Clío, ya sola, agradeció el calor del cuarto. Oyó unas risas. Venían de la casa de enfrente. Se acordó del centurión y de las alusiones veladas, ambiguas de los Casios. Sentía repugnancia y a la vez una viva curiosidad por descubrir el misterio de la casa del centurión. Se acercó a la ventana y descorrió un poco la cortina. Dos cuartos iluminados. En el de la izquierda, la mujer. La mujer estaba cubierta de mantas. Sólo se le veía el rostro, apenas iluminado por una luz lateral. Los ojos muy abiertos, muy quietos, se precisaban bien por la luz que incidía en ellos. Tenían una mirada profunda, perdida en lo infinito y, a la vez, muerta. En el otro cuarto un hombre y una joven mantenían un extraño diálogo. El hombre, sin duda el centurión Galo Tirones, se expresaba por señas. Resultaba grotesco verle tan alto y cuadrado, de tan robusta complexión y hacer aquellas señas pueriles. Parecía que invitaba a la joven a que callase. Pero ésta, sin poder contenerse, reía. Eran sus risas las que había oído Clío. El centurión la cogió por el brazo y trató de ponerle la mano a modo de mordaza, pero la joven se revolvió y comenzó a soltar carcajadas nerviosas como si le hicieran cosquillas. Entró en el cuarto otra joven. Las dos, aunque se peinaban como mujeres libres, tenían pinta de esclavas. Una era delgada y bonita; la otra, la que reía, la que esquivaba el juego del centurión, tenía un aspecto más vulgar, pero más sano. Además adornada de formas apetitosas. La delgada cogió un látigo de sacudir la ropa y le dio varios azotes a la que reía. Galo, sin abandonar su lenguaje mímico, comenzó a señalarle la pieza inmediata, donde estaba la esposa. La otra, riendo, gritó: « ¡Vete, Folia; vete de aquí!» Folia se quedó un momento observando el forcejeo. Después se echó el látigo al hombro, cogió la lámpara y se fue. Dejó a los dos contendientes a oscuras cuando Galo pugnaba por alcanzar el cuello de la joven. La luz de Folia se movió por el interior de la casa y apareció en el cuarto de Gala Domicia. Folia avanzó hacia el sillón. Adelantó la lámpara al rostro del ama y presa de un súbito rencor le sacó la lengua. Gala Domicia no se movió. Clío comprendió que estaba paralítica. Luego Folia la dejó y se volvió con la lámpara al cuarto en que estaban los otros. En la puerta del tabique medianero se cruzó con el centurión. Galo se acercó a la paralítica, permaneció unos instantes tras la silla. Después acarició la cabeza de su esposa. Clío tuvo la aprensión de que el rostro de la enferma se animaba con una expresión de gratitud. En el otro cuarto, la que reía se arreglaba el peinado. Folia, a su espalda, debió de sentarse, pues Clío vio que se agachaba y que su cabeza permanecía quieta, apenas visible por el hueco de la ventana. «Ya es hora de acostarla, Pira.» Pira no contestó. Cuando terminó de arreglarse el peinado, se encogió de hombros; luego dijo: «No quiero verla; le he dado de cenar. Acuéstala tú y que te ayude Galo».

El centurión se había arrodillado ante la esposa. Le hablaba con gestos, porque movía mucho las manos. Luego se reclinó y posó la cabeza en el regazo de la enferma. Mientras permaneció así, sus manos se agitaban bajo las mantas acariciando los brazos de la paralítica. Pira salió del cuarto y pasó al otro. Se quedó recostada en el quicio de la puerta. Movió la cabeza haciendo señas a Galo. Le invitaba a acostar a la enferma. Y de pronto sacó la lengua y con la mano hizo un signo obsceno. Iba dirigido, sin duda, a algún vecino que fisgoneaba desde la casa en que estaba Clío.

La britana se retiró. Turbada, confusa.

Se acercó al brasero, removió las ascuas y se puso a calentarse las manos. Por un rato estuvo abriéndolas y cerrándolas, moviendo los dedos, desentumeciéndolos. Después sacó la lira y comenzó a tocar. Saltó de una canción a otra, buscando un motivo de alegría. Concluyó por interpretar el Himno funeral de Aquiles. Su propia depresión la impelía a la melancolía. Primero acompañó la música con un canto susurrado. Poco a poco la voz fue ganando volumen. Y cuando llegó a las estrofas de:

¡Aquí los llantos de las parthenos púberes!

¡Aqu í los lutos del inclemente Bóreas!

Toda la ínsula estaba en silencio. Pero Clío, absorbida ya por su propia emoción, atenta a los recuerdos de Mitilene y de Susa que el himno removía en su memoria, sólo se dio cuenta de que era escuchada cuando terminó con la nota aguda, vibrante de la última estrofa:

¡Silencio en la tierra en que reposa el héroe!

Se escucharon los aplausos del vecindario, los muy cercanos y entusiastas de Pulcra y su hija.

- ¡ Señora, señora, todos los vecinos están escuchándote! Hasta los de la casa de enfrente… ¡Qué maravilla de voz, señora, y qué manos para la lira! ¡Eres una gran lirista, señora!…

Clío no sonrió ni se sintió halagada. Dejó la lira y se refugió en la litera como si hubiera sido sorprendida, como si estuviera acosada. Con un inexplicable rencor hacia todos aquellos desconocidos que la habían estado escuchando, con desprecio para sus aplausos que súbitamente le revelaban la imposibilidad de retiro, de intimidad.

Pulcra, que no sabía qué hacer para contentar a la huéspeda, llamó a la puerta y dijo suplicante:

- Por favor, ábrenos, señora… Eres una gran artista… Nunca hemos oído cantar como tú lo haces…

- Excúsame, Pulcra, estoy acostada…

Pero algunos vecinos llamaban a la casa de los Casios. Ellos también acudían para felicitar a la extranjera.

- ¡ No, no! -gritó la joven, escondiéndose bajo las mantas. Y asustada de aquella intromisión, comenzó a sollozar. Todo Roma espiaba, oía, estaba atenta a cada uno de sus movimientos, de sus voces.

El cenáculo se llenó de vecinos. Y hasta se dignaron entrar en ella los Tulio. Querían ver de una buena vez a la dómina de quien tanto les había hablado Sergio.

- Señora: están aquí los vecinos Tulios, los padres de Sergio, que quieren conocerte y felicitarte.

Y el centurión de enfrente, palmoteando, gritaba: « ¡Que se repita, que se repita!»

Pero como Clío permaneció en silencio, Pulcra temió haber cometido una indiscreción; temió caer en el desagrado y enojo de la huéspeda. Y suplicó a los vecinos que se retirasen. La dómina estaba muy cansada, la dómina, tan grande artista, quién sabe por qué, estaba muy triste, muy triste… Y era tan fina y delicada. No se la sentía.

Sólo Sergio se imaginaba la razón de la tristeza de la dómina. Y para cumplir la promesa dada, apretó las mandíbulas vigorosamente con algo de rabia. Las apretaba con voluntad y hombría.

Se escucharon las carcajadas del centurión. Volvieron a oírse los gritos, los rumores de conversaciones, a través de los tabiques, en el cubo de la escalera; los gritos y blasfemias de los carreteros del mercado. La ínsula se reintegró poco a poco a su rumor confuso habitual, al rumor que se alargaba hasta languidecer y extinguirse en la segunda vigilia.

Entonces de la calle comenzaron a ascender las charlas de los noctámbulos, las señales de los vigiles, los gritos y risas de las mujeres de la calle de las Virtudes… Pero estos ruidos ya no los oyó Clío. Se había quedado profundamente dormida con los ojos húmedos y escocidos.