ANTE JUPITER CAPITOLINO
- ¿ No te cansas, dómina?
- No. ¿Por qué?
Sergio se sentó en una banca de mármol.
- Tú eres el que te cansas.
- No, dómina. Es que quiero que veas esas imágenes.
Eran de Júpiter y Juno, dos de los doce dioses consentes o mayores que decoraban el angiportus escalonado que conducía a lo alto del Capitalino. Estaban en la vía de la devoción romana y de los peregrinos que llegaban a la Urbe. Los idus de cada mes eran días consagrados a Júpiter, y una vieja tradición aseguraba que el peregrino que subía siete veces en el mismo día las gradas del angiportus podía pedir a Júpiter siete mercedes, de las cuales el dios proporcionaba las cuatro nones o las tres pares. Los romanos que hacían la piadosa penitencia solían pedir las mercedes intercambiadas, las tres primeras para bienes espirituales y las cuatro segundas para los materiales, a fin de pescar alguna gracia de Júpiter.
Sergio le explicó esta devoción a Clío, sin dejar de aclarar que él nunca la había cumplido. Después agregó:
- Dicen que si se sube al templo por las gradas Centum, que dan al foro Olitorio, la penitencia tiene más mérito, y que Juno intercede con su amado esposo para que conceda con más generosidad las mercedes.
Clío recordaba que sólo una vez había pedido algo importante a Zeus Basileo: un arpa alejandrina. Ahora carecía de aquella fe idólatra. De tenerla le habría pedido a Júpiter que salvara a Benasur. En realidad, todas las noches encomendaba a Yavé la salvaguardia de su padrino.
Continuaron ascendiendo. Sergio le iba mencionando las deidades que a uno y otro lado del pórtico decoraban las gradas: Minerva y Apolo, Marte y Diana, Vulcano y Venus, Neptuno y Ceres, Mercurio y Vesta. Los dioses del panteón romano eran los mismos del Olimpo griego, con sus mismos símbolos, sus poderes y virtudes, aunque con distintos nombres. Sergio miraba de reojo a Clío, esperando descubrir en ella una expresión de asombro, de admiración o de perplejidad. Pero Clío permanecía indiferente. Sí, a veces se detenía un momento para contemplar el rostro de una imagen, el tratamiento de un ropaje o la simple inscripción; pero volvía a ponerse en camino con un gesto que denunciaba que sus sentimientos más íntimos permanecían insobornables. Sergio se sorprendía por curiosidad, no por escándalo. Muchas veces había oído decir al vecino Cornelio Léntulo que los filósofos del Pórtico de los Argonautas negaban la existencia de los dioses en beneficio de un Orden inteligente y superior que regía a los hombres y al Universo. Por otra parte, sus padres no se conducían como buenos devotos; no eran precisamente unos comedioses. Su madre, en alguna ocasión muy sonada, solía visitar el templo de Vesta, o cuando la epidemia se extendía, el templo de la Salud, principalmente porque los sacerdotes proporcionaban esos días plantas medicinales para contrarrestar el mal.
Clío observó que las mujeres subían en parejas, unidas por el brazo, mientras que los hombres lo hacían de tres en tres y en fila. Casi todos los peregrinos llevaban ya sus flores, aves, candelas o ex votos para la ofrenda. La costumbre estaba tan arraigada que las mujeres, aunque no se conocieran, se daban el brazo.
- ¿ Qué hacemos?
Sergio se encogió de hombros. Después:
- Toma mi brazo, dómina.
Y se enlazaron. Clío sonrió. Pero una vieja de ceño adusto y que se valía de un bastón, exclamó recriminatoria:
- ¡ Muchacho, más respeto! ¿Acaso estás prometido con la doncella? -Sergio se puso rojo, a la vez que sus negros ojos se humedecieron. La vieja se dirigió a Clío, que bien se veía que era extranjera, para aclararle-: Sólo los novios visitan a Juno enlazados en las siete vísperas de la boda… -Y sin más, ofreció el brazo a Clío.
Sergio se quedó confuso, avergonzado, sin saber dónde poner ni la mirada ni los brazos.
- Gracias, señora, pero… ¿él?
- ¿ Él? ¡Que espere a otros muchachos de su edad!
Clío no se atrevió a contradecir a la señora. Miró comprensiva a Sergio, que se retiró de la grada para refugiarse tras una columna. Aún no se le iba la vergüenza.
La vieja tenía un torpe andar. Respiraba fatigosamente. Murmuró: « ¡Padre Jove y su bienamada esposa me lo tendrán en cuenta!» Lo dijo con su retintín. Luego exclamó:
- ¡ Por eso me gusta Vesta, porque está a ras de tierra! Subes tres gradas y ya. ¡Pero estos dioses tan emperingotados…! El visitarlos cuesta tanto esfuerzo como subir a ver al césar… Tú eres helena, ¿verdad?
- Sí, señora, de Mitilene.
- ¡ Ah, Mitilene! Conozco bien tu patria. ¡Qué ninfeo tenéis allí! Y a ras de tierra, como deben ser las cosas… Te digo, muchacha, que esta Roma con tantas cuestas, con tantas colinasc ¡Que el divino Rómulo me perdone!
Clío miró hacia atrás para ver si las seguía Sergio. -Déjalo, déjalo, que no se pierde… ¿Es tu paje? -No, señora, es un vecino…
- Ya me lo suponía… ¡Ay, Júpiter Óptimo, que no puedo más! - lanzó una mirada al resto de las gradas. -Quedan pocas ya, señora.
- Podían ser menos… Oye, ¿todavía hay liristas sáficas en tu tierra? -Todavía, señora.
- ¡ Qué maravilla! Todas las noches cenábamos escuchándolas. Mi marido, a quien buen laurel cobije en el Hades, me llevó a recorrer el mundo después de casados. Para ponderar tu tierra no tengo más que decirte que en Mitilene estuvimos diez días… Y ninguno más porque teníamos prisa de partir para la Elida a presenciar la CXC Olimpiada… ¡Mucho barullo y mucho brulote… -bajó la voz- y mucha mala mujer, mucha perra! No pases ningún sofocón en tu vida por ir a ver una Olimpiada.
- Ya vi una, señora; precisamente la pasada.
- Pues tú me dirás si exagero… En tu tierra, es decir, en la Elida, unas bestias, todos unas bestias, y aquí en Roma, unas acémilas… ¿Acaso has visto ya una función de gladiadores?
- No, señora.
- Tanto mejor. No se te ocurra ir nunca al anfiteatro. ¡Pura chusma! Desde los que se sientan en el palco imperial hasta los que llevan el hatillo. ¡Plebe, plebe, plebe! Eso es Roma. Pero ¿qué podemos esperar cuando señorea en el Palatino ese cerdo maniático de Calígula?
- ¡ Señora!… -exclamó, alarmada, Clío.
La señora levantó la cabeza con aire autoritario. Los peregrinos que alcanzaron a oír sus palabras la miraron con estupor, luego sonrieron, comentaron en voz baja y siguieron de largo.
- ¿ Qué, crees que me asusta Calígula? Pues no. Le grité ¡loco, loco, loco! en la procesión de las Juvenalia del año pasado. Sí, por estos días. ¡Y ya se lo había dicho delante de su abuela! Soy vieja, muchacha, pero mientras no me pongan el óbolo bajo la lengua, diré las verdades hasta al mismo Júpiter que, piedad aparte, me va a oír. Hoy Júpiter Capitolino va a oír a esta pobre vieja y sabrá lo que es una mujer romana… ¡Vaya si me oye!
Llegaron, al fin, a la explanada en que remataba el angiportus. La vieja dio un hondo suspiro de alivio. A pesar de los polvos de arroz que llevaba en el rostro, sus mejillas aparecían intensamente coloreadas. Respiraba con fatiga, dejando escapar el silbido del resuello. El enjambre de pegajosos mercachifles que asaltaban a los devotos, rodeó a las dos mujeres, pero manteniéndose a la expectativa, a una distancia prudencial. Seguramente era popular la vieja entre los vendedores, más que por sus compras por los bastonazos que debía arrear a diestro y siniestro cuando la importunaban. La vieja tenía un aire señorial y mandón.
- Ese galopín no ha de tardar… -dijo refiriéndose a Sergio.
Clío no sabía si la vieja era una loca o una habladora. Pero, en cualesquiera de los dos casos, simpática.
- ¡ Que Júpiter te premie la ayuda, hija!
- Muy complacida en acompañarte, señora… Mi nombre es Clío de Mitilene, para servirte.
La vieja sonrió, bajó la cabeza, escarbó con el bastón en el suelo, y dijo:
- Yo me llamo Emilia Tría, porque mi nombre es Emilia Emilia Emilia. De la gens Emilia, como es lo decente. ¡Y nada tengo que ver con los Lépidos! He heredado los títulos de dieciséis consulados republicanos ¡y como veinte censorías! Para qué te menciono las preturas y los tribunales de los Emilios… Cuando quieras verme, detrás de la Basílica Emilia tienes mi casa, que es la tuya también… Allí no hay que subir gradas. Pregunta por Emilia Tría. No hay muerto de hambre en Roma que no me conozca… Los otros, esperan a que yo me digne conocerlos… Bueno, ese galopín tarda… Dime, ¿a cuál templo vas?
- Vengo de visita, no de oración… Yo tengo otro credo, señora.
- ¿ Otro credo? -se extrañó la vieja-. ¿Cuál credo? ¡Con tal de que no esté alto…!
- La religión de los hebreos…
Emilia Tría movió la con asentimiento:
- No está mal. Me fastidian los judíos, pero su religión no ha de estar mal cuando la practica uno que no es judío… ¡No está mal, no! Es más cómodo y económico entenderse con un solo dios, y no con la caterva de tanto tragacobres. No había pensado en ello… Pero no me negarás que de escalones el templo de Jerusalén también tiene los suyos. Menos mal que entonces era joven y estaba muy enamorada de mi marido… ¿Tú tienes novio?
- Propiamente no…
La vieja se escandalizó:
- ¡ Cómo que propiamente no…! ¿Acaso tienes amante?
Clío se ruborizó y sonrió:
- No. Quiero decir, señora, que no puedo asegurar que sea mi novio…, sino amigo. Y hace ya más de ocho meses que no sé nada de él…
- Olvídalo, olvídalo… No será judío, ¿verdad?
- No, es indio…
- ¡ Indio! Pero, criatura, con tantos hombres como hay en el mundo, ¿cómo te has ido a la India a buscar novio…?
- Lo conocí en Susa, adónde fui con mi padrino.
- Pues no está nada cerca Susa… También nosotros estuvimos en Susa… ¡Qué hombre tan gallardo reinaba en Susa cuando nosotros estuvimos allí! Si yo no hubiese estado tan enamorada de Lucio… Hacía uno o dos años que se había casado… Su mujer era encantadora.
- ¿ Se llamaba Zisna?
- Sí, pero ¿es que tú la conoces?
Clío con los ojos húmedos no pudo contestar. Negó con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos para enjugarse las lágrimas.
- ¿ Qué te ocurre, criatura?
- Es que Susiana me recuerda los días felices de mi vida. Vivimos mi padrino y yo seis meses como huéspedes del Rey. Ese Rey que tú conociste joven yo lo conocí anciano. ¡Y es el hombre más sabio del mundo! El rey Melchor…
- ¡ Justo, Clío, justo! ¡Melchor…! Pero no te aflijas. Volverás a ser feliz.
- ¿ Qué ha ocurrido, dómina? -preguntó Sergio. - ¡Ah!, ¿ya estás aquí, galopín? Cuida bien a tu dómina. -Nada, Sergio… -Y a Emilia Tría-: El Rey Melchor se quedó viudo muy joven… Sí, Zisna murió. No volvió a casarse. Quería mucho a su esposa… Desde que quedó viudo se dedicó a la religión y al estudio…
- El Rey Melchor… -murmuró la vieja-. En fin, el mundo es más pequeño de lo que parece cuando uno tiene dinero para viajar. ¿No crees, Clío?
- Sí, señora.
- No dejes de visitarme. Ahora con más razón… Vivo sola con mis criados, y para que a ninguno le entre la codicia por heredarme todos ton más viejos que yo… -Rió, y bajó la voz-: Así en mi casa me siento la más joven… Vete a verme… Sin duda conoces también Alejandría y yo tengo mucho que recordar de Alejandría…
Se despidieron. En cuanto Emilia Tría se separó, la nube de mercachifles rodeó a Clío. El hecho de que hubiera llegado al Capitolino en compañía de la noble matrona, la hizo codiciable presa de los comerciantes. Sergio les dijo que la dómina no quería nada. Le ofrecían palomas y búhos, flores y candelas. Le ofrecían diminutos yugos y rayos de oro y plata. Los vendedores de recuerdos del Capitolino exhibían en terracota policromada, en marfil y mármol, en bronce, en oro y plata, imágenes de la tríada, de los dioses consentes, de todas las divinidades que tenían templo, templete o ara en el Capitolino. No faltaban los vendedores de medallas de Juno Moneta, troqueladas en la misma Casa de la Moneda anexa al templo.
Sergio no pudo resistir la tentación y alargó la mano hacia una de aquellas medallas de oro. La contempló. La miró y remiró por el anverso y reverso. Después se encogió de hombros y la devolvió. El vendedor le dio un cachete. Sergio le tiró un puntapié a la espinilla. Tuvo que intervenir Clío. Salieron corriendo y se refugiaron en el templo de Júpiter.
La celia estaba sombría, como en Olimpia. Pero aquí se dividía en tres capillas o naves. En medio, Júpiter; a los lados, Juno y Minerva. La imagen de Júpiter estaba más iluminada que la de las diosas. Clío, a pesar de su incredulidad, al ver al dios se sintió sobrecogida. Había más humanidad en el Júpiter del Capitolino que en el Zeus de Olimpia. Más humanidad romana. Imperio, autoridad. Quizá un poco de desdén. No daba aquella sensación de paternidad que Clío recordaba haber recibido de Zeus. Aquí estaba Iuppiter Optimiis Maximus. En su trono de mármol traslúcido, maravillosamente coloreado por las luces de las luminarias. El águila, a los pies, de oro; el cetro, al brazo, de oro; el fulmen, en la siniestra, de oro. El rostro, los brazos, los pies, de marfil; el manto que lo cubría era de un oro pálido, posiblemente de electro de Corinto.
Clío cerró los ojos y puso su pensamiento en Yavé el Padre, en Jesús el Hijo. No extendió los brazos al modo pagano. Bajó la cabeza y en arameo musitó el Padre Nuestro. Después pidió a Dios que guiara sus pasos por Roma; pidió que le concediera encontrar a Benasur sano y salvo; que le quitaran las cadenas, que le indultaran de la pena de muerte, que fuera reivindicado. «Y consuela mi corazón, Dios mío.»
Terminó de orar y compró una candela. La puso en el candelero diciendo en arameo: «Para ti, Señor Yavé, único Dios». Y alzó los ojos a Dios. Y vio que tenía los ojos que podía tener Yavé. Y que la expresión de su semblante era infinitamente misericordiosa.
Luego se juntó a Sergio, que andaba curioseando. Vieron las vitrinas en que se guardaban ex votos de grandes personajes. Banderas y trofeos ganados al enemigo. Tesoros de gemas y joyas de los más remotos países. En una pequeña arqueta de oro Sergio le indicó el sagrado cuchillo de sílex con que se sacrificaba un cerdo el día que se firmaba un tratado. Vieron en otra vitrina los pedazos de terracota de la imagen de Júpiter que se hizo añicos al desplomarse el techo a consecuencia de un incendio. Augusto, el infatigable, el proveedor Augusto, había ordenado la fábrica del nuevo templo y la manufactura de la nueva imagen. El templo conservaba las mismas características que el anterior; idénticas proporciones y disposición, pero los materiales eran más nobles. El artesonado del techo, de bronce sobredorado; los vasos de los pebeteros e incensarios, de cristal de roca y de ámbar. No había mineral rico, piedra noble, madera preciosa del Atlas y del Líbano que Augusto no hubiera destinado a Júpiter y su templa Las imágenes de Juno y Minerva se habían beneficiado de la devoción a la tríada Capitolina.
Cuando se dirigían a la puerta, Clío preguntó a Sergio:
- ¿ Ya oraste?
- ¿ Para qué, dómina?
- Para que Dios te ilumine y seas bueno y feliz.
- Es que Cornelio Léntulo dice que Júpiter no es el Dios de verdad.
- El Dios de verdad está en todas partes y es uno quien debe llevarlo consigo… -Le dio una moneda-. Compra una ofrenda y llévasela Y ora. Debes orar si quieres que seamos buenos amigos.
Sergio cogió la moneda y corrió hacia una de las mesas de los mercaderes. Discutió, regateó. Por fin, regresó con un manojo de flores…
- ¡ Fíjate, dómina! En el mercado por un denario te dan una brazada de flores ¡y mira aquí las que me han dado! Son unos ladrones…
- Chiss, cállate…
- ¿ A quién se las pongo, dómina? ¿Al padre Júpiter, que ya tiene muchas, o a Minerva, que es diosa de la sabiduría…? No me digas que a Juno, que no me gusta nada…
- Distribúyelas entre las tres imágenes. Y pídele a Minerva que te ilumine… Yo también pediré por ti…
Clío tuvo la aprensión de si estaría cometiendo un sacrilegio revolviendo así su sentimiento religioso, su devoción, con aquellos ídolos paganos. Pero luego pensó que Dios es lo infinitamente clarividente para ver y entender la sinceridad de su fe.
Fue abriéndose paso entre la gente y salió al pórtico. Una mujer, vestida con túnica religiosa, se le acercó para prenderle un lazo de seda con el fulmen de Júpiter.
- Es un sestercio. Ahora ya nadie te molestará, pues verán que has cumplido con tu devoción.
También Sergio cumplió, aunque muy expeditamente. Aceptó con satisfacción el lazo. Se disculpó con Clío:
- Yo no quisiera que gastaras tanto conmigo…
- No seas bobo… Esto no significa nada.
Caminaron entre templos y templetes. Clío contó hasta cinco templos menores a Júpiter. Los pórticos y los jardincillos se sucedían unos a otros. Profusión de estatuas de césares divinizados, de grandes patricios, de legados victoriosos exaltados a la devoción popular. Las inscripciones recordaban en mármol eventos, acontecimientos de la historia de Roma. Una de las estatuas era de Lucio Emilio Mamerco, tres veces cónsul. Clío sonrió. Allí estaba, sin duda, uno de los ascendientes de Emilia Tría.
Al lado del recinto de la Roca Tarpeya, se alzaba una estructura de madera, a modo de torre, con una plataforma en lo alto y que servía de observatorio. Sergio le dijo a Clío que debía subirse, ya que desde arriba se contemplaba la panorámica de Roma. El acceso a la plataforma costaba un as, y aunque Sergio rehusó subir diciendo que ya conocía la vista, Clío insistió en que la acompañara.
La plataforma era una excelente atalaya que ponía toda la ciudad al alcance de los ojos. Sergio le fue mencionando edificios, vías, calles, jardines. Pero junto a esta sensación de grandiosidad se percibía otra angustiadora, de estrechez y miseria. Roma, con sus innúmeras y tortuosas calles y callejuelas, con sus encrucijadas, parecía ser una tupida red construida sin el menor sentido del orden. Pero claramente se veía la Roma llamada a desaparecer. Los foros, el republicano y los de Julio y Augusto se extendían al norte hacia la vía Lata. Ésta parecía buscar el vecindaje del Campo de Marte y de la colina Hortorum, con sus jardines de Pincio, de Lúculo, de Salustio para formar una sola unidad, a la que le molestaba todo el barrio del bajo Quirinal. Desde lo alto del Capitolino no cabían engaños. Los barrios aristocráticos ascendían por las laderas de las colinas hacia las cimas. Esto ocurría en el Quirinal, en el Viminal, en el Esquilino, en el Celio, en el Aventino. Y abajo de las colinas la maraña de los barrios bajos, de las calles sórdidas y de las callejas sin sol. La Vía Sacra, que ladeaba el Foro, entraba por la Velia y extendía la ciudad suntuosa hacia el Celio. Los edificios de cinco o seis pisos en que abundaba Roma se apiñaban en los barrios populares, y era tal su cercanía, su vecindaje, que desde la altura resultaba imposible descubrir las calles que los separaban. Así, a vista de pájaro, se hacía difícil aceptar que la gente viviera hacinada en cenácula con tanto espacio libre cercano en el Transtíber y, sin salir de la ciudad, en los grandes, extensos solares vacíos y los jardines y patios de las domos señoriales.
Clío no había experimentado este contraste en ninguna otra ciudad del mundo que conocía.
Abandonaron el Capitolino por la escalera de los cien peldaños. Pero todavía se detuvieron en las casetas de juegos que estaban cerca de la Puerta Flumentana. Quizá no tenían que pasar frente a ellas precisamente, pero Sergio hizo una pequeña desviación para que Clío admirara a los tiradores de arco. Viéndole en los ojos el deseo de juego, Clío le preguntó:
- ¿ Sabes tirar?
- Dicen que no lo hago mal…
Clío pidió dos arcos. Les dieron cinco dardos con cada uno. El blanco simulaba ser unos cíclopes no mayores de un tercio de palmo. Los dos se pusieron a tirar y lo hicieron con tan buena puntería que ni Clío ni Sergio pudieron envanecerse. El tahúr les dio de premio una bolsa de caramelos. Clío pidió nueva provisión de dardos, y para dar motivo a una mayor satisfacción de Sergio disparó dos fuera del blanco.
- Eres un magnífico arquero.
Pero lo que impresionó vivamente a Clío fue el tiro de pelotas. Sentada en un travesaño estaba una mujer joven y bonita desnuda, apenas cubierta la entrepierna con un ceñidor. Al hacer blanco en un dispositivo, el travesaño cedía y la mujer, desnuda como estaba, caía en un pequeño estanque de agua helada. Ya sólo mantenerse quieta con el frío que hacía a la espera del tirador era lastimoso. Pero pensar que cuando daban en el blanco…
Clío no quiso esperar. Se apartó del puesto en el momento en que llegaban dos mocetones del mercado dispuestos a quitarse el frío. Tan hábiles en la puntería que Clío y Sergio alcanzaron a oír el ruido que hizo la mujer al caer en el agua. Aprensivamente Clío se ciñó la capa.
Por el puente Emilio pasaron al Transtíber.
- En la sinagoga no se adoran dioses, ¿verdad? Quiero decir dioses de bulto…
- No. En la sinagoga se adora sólo el espíritu de Dios. Y se escucha al rabino la lectura de las escrituras sagradas…
- Ya. Como los libros de la Sibila, que antes estaban en el templo de Júpiter Capitolino y ahora están en el de Apolo Palatino…
- No precisamente como los libros de la Sibila. Debes saber que las Escrituras sagradas están inspiradas por Dios.
Clío no olvidaba a la joven del tiro al blanco.
La siesta de Clío como la de todos los vecinos de la ínsula Camila se vio alterada por un súbito griterío. El alboroto provocó dispares humores en los inquilinos. Unos, sin abandonar la litera, comenzaron a soltar carcajadas; otros salieron a las ventanas y a la escalera para exigir, iracundos, los debidos silencio y respeto a la vida privada.
La causa del alboroto era Cayo Sabino, que había llegado a su casa convertido en una cuba. El indulgente Baco sabía muy bien que su aventajado catecúmeno no ambicionaba otra cosa en la vida que ver realizada en su persona una de aquellas metamorfosis de que hablaban los poetas, transformándolo en un odre de vino.
La borrachera tenía siempre las mismas derivaciones, pero no por eso llegaba a cansar a los vecinos adictos a su humor. El hombre se presentaba en la casa dando traspiés, pisándose la toga y babeando un amor paternal que sólo Baco sabía hasta qué punto era euforia alcohólica o entrañable afección.
Los vecinos que le eran fieles tenían libre acceso a la escena, aunque por conocida ya eran pocos los que acudían a presenciarla. Preferían permanecer acostados escuchando el escándalo, mientras los irascibles se desgañitaban pidiendo silencio, llamando a los vigiles, maldiciendo a la ínsula Camila.
En cuanto entraba en la casa. Cayo Sabino pasaba revista con ojos estrábicos a su prole, una descendencia que abarcaba toda la gama de la puericia, ya que sus siete hijos iban de los tres a los once años. Cuando Sabino tenía en su naturaleza la tercera copa de exceso se acordaba de Augusto, que tantos desvelos y beneficios había dedicado a los matrimonios prolíficos. Cayo Sabino creía de buena fe que la grandeza de Roma se debía a las familias numerosas. Él procreó la suya a conciencia, entre hipos y arrebatos alcohólicos. Y como no era hipócrita destetaba a sus hijos con vino.
Se deshacía en arrumacos a las criaturas. Después les ordenaba desnudarse. Una vez en cueros las ponía a danzar. Tana, su mujer, participaba del modo más pasivo del holgorio. Sentada en una banqueta, con las manos sobre el regazo, con sonrisa cándida, casi cayéndosele la baba de sana complacencia, movía la cabeza de un lado para otro pausadamente, no siguiendo las cabriolas de sus hijos, sino una extraña e invisible imagen de la Felicidad, que también debía de danzar, pero etérea, por el ámbito del cenáculo.
Los aguafiestas de la ínsula decían que el vecino estaba creando una familia para el patíbulo. Cayo Sabino opinaba en su lucidez alcohólica que curtía a sus hijos para la vida. La miseria sólo tenía un antídoto eficaz y halagador, el vino. Por eso mientras danzaban con estrépito de canciones obscenas, el enóforo pasaba de boca en boca entre el infantil concurs o. Nadie como las criaturas de Sabino para imitar en los pasos de danza las actitudes más bajas y procaces de las mujeres y de los gitones del sumenio. Pero ganaban a éstos en la inocencia, pues lo que divertía del espectáculo era ver a aquellos niños -cuatro hembras y tres varones- hacer tantas obscenidades sin sentido pecaminoso.
Cayo Sabino se enardecía con el baile, con los gritos, con las carcajadas de los vecinos; y llevado por el ímpetu báquico corría hacia los chiquillos, los apresaba y comenzaba a besarlos por todo el cuerpo, sin olvidar las partes más íntimas o escondidas de su naturaleza. Los niños reían frenéticos, excitados por aquellos besos calientes y húmedos, por las cosquillas que les provocaba la barba paterna. Hasta que hacían causa común y, arracimados sobre el padre, lograban tumbarlo. Entonces Cayo Sabino parecía un auténtico dios Baco cubierto de enloquecidos, juguetones cupidos. Cayo jadeaba y los chiquillos le buscaban las cosquillas.
Este climax tenía siempre un rápido final, tal como lo preceptuaban los buenos trágicos. Sabino en el suelo, boca arriba, gritaba gastando las últimas energías:
- ¡ Hijos míos!, ¿qué es vuestra madre? - ¡¡Una scortum!! -contestaban a coro.
Los niños ponían ya cara triste, no por llamar puta a su madre, sino porque comprendían que se acababa la función. En cambio, el rostro de Tana adquiría una expresión de máxima complacencia. Entonces, sí, se le caía la baba y sólo acertaba a decir como si destilara miel de sus labios:
- ¡ Ay, qué Sabino!
- ¿ Con quién habéis encontrado a vuestra madre? -preguntaba estentóreo el hombre.
- ¡ ¡Con un hombre!! -respondían los crios.
- ¿ Y quién es ese hombre?
A esta pregunta seguía un silencio sepulcral en la ínsula. Todos los vecinos dejaban de reír o de protestar para escuchar el nombre. Pues las condenadas criaturas tenían un tino especial para escoger al inventado amante de su madre.
- ¡ ¡Lucio Corvino!! -gritaron los chiquillos.
La ínsula trepidó de risas y aplausos. Lucio Corvino era un vecino gruñón, siempre malhumorado, siempre afligido con su mal de gota. Era risible imaginarse al pobre de Corvino metido en trotes de adulterio. ¡Como no le pusieran resortes en los ríñones!
Clío, sin poder representarse lo que sucedía en el cenáculo de Sabino, se imaginaba por las voces que la escena sería cómica. Y participaba, aunque en menor medida, del regocijo de los vecinos. A esa hora todo el mundo festejaba la ocurrencia de los hijos del borracho, menos el pobre de Lucio Corvino, que además de perder su siesta se mortificaba al saber que sería objeto de los sarcasmos de los inquilinos.
Poco a poco la ínsula volvió a su rumor habitual. Clío dejó la litera para descorrer la cortina de la ventana. Allí estaba Gala Domicia, pero con una expresión más apacible que otras veces. Seguramente había oído todo el divertido escándalo de los Sabinos. Clío le sonrió. Y como viera que el rostro de la paralítica se iluminaba con una luz de agradecimiento, inclinó la cabeza. Después se aventuró a saludar:
- Salve, dómina.
Clío comprendió que la mujer oía, pues las mejillas de la paralítica se colorearon. La britana se animó:
- Hace una hermosa tarde.
Sí, hacía una despejada, templada tarde. El sol de diciembre había logrado entibiar la atmósfera.
Las otras ventanas de la casa del centurión se hallaban cerradas. ¿Dónde estarían Galo Tirones y las dos sirvientas? Clío le hizo una señal a Gala Domicia y se retiró de la ventana para volver en seguida con la lira.
- Deseo que te guste mi música. Es una canción dedicada a la Madre del Dios de los hebreos. La he compuesto en arameo palestino, pero aunque sea sin ritmo te la recitaré en latín.
Clío pulsó las cuerdas y comenzó a recitar:
Salve, Madre Magnífica del Dios Nuevo de Israel, Virgen incorrupta en la tierra. Reina de los buenos espíritus loada seas tú, ¡oh María! doncella excelsa de Nazaret que acogiste en tu seno materno a la sombra del Señor Yavé, que se hizo sangre y carne y pálpito por triple gracia, en Jesús. Loada seas, ¡oh Madre Magnífica! Bendita la tierra que pisan tus pies, la misma que bebió la sangre divina de tu divino Hijo, Nuestro Señor. ¡¡Magnífica, magnífica, magnífica Madre de Jesús, Rey de Israel!!
A las ventanas de la casa de enfrente se habían asomado muchos vecinos. Pero ninguno parecía entusiasmado con el canto a la Madre de Jesús el Cristo. Ni las mujeres ni los hombres ocultaban su gesto adusto. No se explicaban por qué la lirista extranjera loaba así a la madre de un Dios desconocido y por añadidura judío. Clío, un tanto azorada, miró a la paralítica como buscando la aprobación de aquellos labios sin palabras, de aquel rostro sin gestos. Pero viéndole la expresión, la luz de los ojos, quiso adivinar que el canto había sido grato a Domicia. Y hasta creyó recibir en secreta, misteriosa comunicación, que la paralítica le pedía que continuara cantando. Gala Domicia no veía los rostros severos, ligeramente irritados de sus vecinos, y Clío, ante aquella muda inquisición, se sentía cohibida para volver a pulsar la lira. De pronto, uno de los hombres gritó:
- ¡ Obséquianos con un canto quirite, de esos sabrosos!
- ¡Un quirite con alarido y todo, de los que cantan los montañeses! -pidió otra.
Clío sonrió y negó con la cabeza. Después les dijo que no sabía ningún canto quirite, pero que les iba a ofrecer una canción helena.
Clío tenía un repertorio lo suficientemente amplio para saber qué pieza podría agradar a la plebe. Y cantó una vieja canción lésbica, de mucho movimiento de cuerda, ligera en la letra. Mientras emitía música y canto pensaba en Saulo de Tarso, que la había inducido a amoldar su arte al sentimiento de la nueva fe nazarena. Mal principio había tenido en esta modalidad. La música, aunque propia, era un trasunto de la melodía de algunos salmos davídicos oídos a Benasur durante su estancia en Emporio de Carmania. Y la letra la había concebido pocas semanas antes en una mansión de la sierra de Idubeda en Hispania, donde el coche tuvo que detenerse dos días a causa de una intensa nevada. A pesar del poco aprecio que habían hecho del canto a la Mater Magnífica, Clío no consideraba tan despreciable su composición, y pensó que el fallo definitivo tendría que emitirlo un público capaz de entenderla y sentirla, un público judío, y mejor que judío, nazareno. Si Dios salvaba la vida a Benasur irían seguramente a Jerusalén, y ella se presentaría a María, madre de Jesús el Cristo, para cantarle Mater Magnífica.
No continuó pensando porque los aplausos retumbaron en la calle. Clío, sonriendo, agradeció las aclamaciones. La ventana próxima al cuarto de Gala Domicia se abrió. La esclava Folia se asomó arreglándose el raído cabello, sofocada, encendida de las mejillas. Clío no le prestó atención. Se dirigió a la paralítica:
- Ahora te voy a cantar una Oda sáfica, que suena muy bien en nueva cuerdas. Mi maestro Prónomo Ático decía que era la composición musical más perfecta que había escrito un mortal. Atiende…
Mas apenas había comenzado a pulsar las cuerdas oyó un siseo que se fue generalizando. Avergonzada por la repulsa de los vecinos iba a retirarse de la ventana cuando vio que uno le hacía una señal, indicándole la calle. Venía del fondo de la Bola Pétrea con rumbo al Argileto, un entierro.
Clío le hizo señas a Gala Domicia para que se esperase, indicándole la calle. Después sacó la lengua vuelta al paladar e hizo ademán de colocar debajo un óbolo. Con esto le dio a entender que se trataba de un difunto. La cabeza de la paralítica se movió en una ligera sacudida. Sin duda le había hecho gracia la gráfica expresión de Clío.
Se asomó la otra sirvienta, Pira, que se colocó al lado de Folia. Igualmente encendida y sofocada. Y el centurión Tirones apareció en el cuarto de su esposa. Se puso tras el respaldo del sillón y comenzó a acariciar la cabeza de su mujer. Clío le sonrió.
El difunto debía de pertenecer a la clase de los honestiores, pues sus familiares se permitían enterrarlo en la tarde, a la luz del día, y no en la noche cuando se entierra a los humiliores, a los plebeyos. Antecedía a la comitiva fúnebre el designator, dirigiendo la marcha del cortejo. Dos pollinctores, con los emblemas propios de los Collegia funeraticia, identificaban al gremio de los tahoneros al que pertenecía el difunto.
Tras otros dos empleados de la agencia funeraria seguía el indicere funus que, de trecho en trecho, pregonaba la defunción:
¡Oíd, vecinos! Éste que pasa es el honesto ciudadano
Lucio Fabiano, muerto el d í a de ayer a la hora prima,
miembro suscrito de la Agencia «La Buena Muerte » .
¡Deseadle un plácido tránsito a las sombras!
Pulcra llamó a la puerta para decirle a Clío que se asomara a la ventana a ver un entierro. Y como la britana le dijera que ya lo estaba viendo, la patrona comentó a gritos que la pompa con que se enterraba a Lucio Fabiano no podía compararse con las exequias que le harían a Casio Severo, si tenía a bien morirse tan pronto como lo deseaban sus presuntos herederos.
El entierro no era de ningún patricio ni mucho menos, pero los deudos del difunto se habían permitido el lujo de añadir al cortejo un mimus, que no hacía mofa del difunto sacándole a relucir entre chistes y chanzas sus vicios y defectos, como ocurría en los entierros de los grandes señores, pero que tampoco se mordía la lengua para decir lo bien que se estaba vivo y los apuros que estaría pasando el honesto Lucio Fabiano en las vaporosas tenebrosidades del Averno.
- Porque una cosa es cierta, afligida concurrencia -el mimo alzaba la vista a las ventanas- que este probo Lucio Fabiano, que tanto atizó en el horno, ahora dejará que aticen sus carnes en la pira crematoria, antes de que sus cenizas entren en el columbario de la Vía Appia.
Seguían los vespillones conduciendo en andas el lectus funebris, y tras el féretro los danzarines y músicos, seis en total, los cuales, por ser elenco de tarifa módica, no se afanaban en distraer al público. Venían después las plañideras, susurrando sus lamentos como en sonsonete de de canto litúrgico. De cuando en cuando, lanzaban un grito agudísimo, y mesándose los cabellos gritaban a coro:
¡Ay de mí, ay de vosotros, ay de todos los que supimos de las liberalidades del pródigo Lucio Fabiano, siempre con la mano abierta para mitigar apremios y penurias! ¡Ay de las mujeres desvalidas, de las viudas y de los huérfanos!
Los vecinos que oían tales lamentaciones, pensaban que Lucio Fabiano había sido avaro hasta para morirse, pues no tuvo la delicadeza de hacerlo después de las Saturnales. Porque en las Saturnales ningún tahonero podía negar ni la masa ni e l pan que los parroquianos le pidieran fiado. Y ahora con el pretexto de los lutos buena prisa se daría la viuda Fabiana para tener cerrada la tahona hasta pasadas las fiestas.
Tras las praeficae venían los deudos. La viuda, el hijo y las dos hijas del difunto, ataviados con la veste de luto, caminaban solos, seguidos a unos pasos de los representantes del gremio y amigos, conocidos del muerto.
A pesar del mimo y de los danzarines, de los gritos y lamentos venales de las praeficae; a pesar del aspecto saludable y optimista, orondo y casi regocijado de los tahoneros, el cortejo no carecía de solemnidad. Por lo menos a Clío le pareció que los entierros en Roma tenían un sentido más grave y melancólico que en el Oriente e incluso en Mitilene. Y hasta consideró muy digno y previsor que los romanos ahorrasen en vida y se suscribiesen a los servicios de una de las Collegia funeraticia para procurarse un buen entierro. Este sentido previsor y práctico contrastaba con las fórmulas de vida un tanto azarosas de los demás pueblos, principalmente de los orientales, donde el cuerpo del difunto quedaba a expensas de la filantropía pública. Y muchas veces no se obtenía el dinero indispensable para el entierro sino cuando el difunto comenzaba a despedir el hedor propio de su descomposión. Entonces no faltaban uno o más vecinos que, por librarse de la pestilencia, convinieran hacer pro rata de cobres para cubrir los gastos del funeral. Y tan arraigada estaba la costumbre que no pocos deudos esperaban hasta última hora a enterrar o incinerar a sus muertos, no tanto por falta de dinero para hacerlo, cuanto por excitar la contribución de los vecinos.
Clío ya no tuvo humor para seguir cantando. Saludó con la mano a Gala Domicia y le dijo:
- Hasta pronto.
En esto Galo Tirones se acercó a la ventana. Las dos sirvientas se quedaron mirándole con gesto malicioso. El centurión agradeció a Clío las canciones:
- Han sido muy hermosas y Gala te las agradece en el alma.
Las dos sirvientas rieron. Se precipitaron al interior. Luego una de ellas, Pira, alzó la cabeza y sacó la lengua. Folia reía como una loca dentro del cubículo.
Clío se retiró de la ventana. La voz de Mino Casio, que acababa de levantarse, se escuchó malhumorada:
- ¡ Sólo me faltaba esto! Que las tres horas que me quedan libres para dormir me las alborote Cayo Sabino y sus canijos crios… ¡Pulcra!… ¡¡Pulcra!! ¡¡Casianaaa!! ¿Pero se puede saber dónde andáis molidas? ¡Ah! ¿eres tú? Salve, hóspita… No sé por dónde andan las comadres. -Y volvió a llamar a gritos-: ¡¡Pulcraaa!!
Tocaron a la puerta. Era Sergio:
- Salve, dómina. Mi padre me manda a que te felicite. Te hemos escuchado cantar. Y me manda también a que te pregunte si quieres honrar mañana nuestra cena… ¿Verdad que dices que sí, dómina?
Clío asintió. Después el muchacho le dijo:
- Mañana no podré acompañarte… por la mañana. Tengo que salir con mi padre… ¿Sabes? Voy a hacer mi primera salida formal… Como los hombres. Visitaremos a muy ilustres señores…
Clío se acercó al muchacho y le acarició la cabeza.
- ¿ No te da pena ser hombre?
- No, dómina.
- Entonces ¡te felicito!
- Gracias, dómina.
Cuando llegó Pulcra y se enteró de la visita de Sergio, refunfuñó:
- ¡ Invitándote y no tienen donde caerse muertos! De visiteo a los próceres y sin recibir aún la toga pretexta… ¡Qué tiempos, dioses pacientes! Quisiera yo saber quiénes son esos próceres… -Y encarándose con la huéspeda-: ¿Qué, tienes mejor apetito?