CONCIERTO INTERRUMPIDO
El escultor que le mandó Pompeyo se llamaba Ascopio. Nunca Clío había escuchado un griego tan poco eufónico como el de Ascopio, pero tampoco había visto un hombre tan patizambo como él. Cuando hablaba parecía que trituraba piedras, igual que Demóstenes, pero sin lograr su clara dicción. Cneo, le había dicho con mucha petulancia muy psiqué que Ascopio era un genio. A lo que Valerio Asiático agregó al tiempo que se llevaba el pañuelo a las narices: «el genio más puerco que ha parido la madre Grecia».
De todo ello se dio cuenta en seguida Clío. Pues la mañana que vino a sacarla del lecho, con un estruendo de mil demonios, sólo con los ademanes que hizo en la salutación se desprendieron de su palio infinidad de corpúsculos calizos. Venía acompañado de una cohorte de discípulos, no tan geniales como él, pero igualmente sucios. Uno cargaba las herramientas, otros dos tiraban de la carreta con el bloque de mármol blanco, un cuarto llevaba el barro y el último, por eso de que no hay quinto malo, venía de ocioso, moviendo mucho las nalgas y encandilando los ojos de Ascopio que, por griego y genial, era doblemente bujarrón.
El mayordomo Viniciano torció el gesto sin disimular el asco. Se negaba a aceptar que allí, en la misma domo, limpia y resplandeciente como una perla, fuera a sentar sus reales aquella caterva de malvivientes. Y si Clío no le insistiera en que era necesario admitirlos hubiera llamado al silenciario para que los echara a latigazos.
Pasaron el bloque de mármol al atrio doméstico, y mientras Ascopio y su cochino efebo entraron con Clío en la exedra para tomarle unos primeros apuntes al desnudo, los otros comenzaron a desbastar la piedra a golpes de cincel. ¡Qué estrépito! Fue tanto, que los vecinos bajaron a quejarse. Uno por uno en riguroso turno. Viniciano les dijo que era Ascopio quien producía el infernal estruendo. Se callaron reverentes. Iba a nacer una obra de arte y por ellos no se malograría.
Pero en la exedra Clío sufría una experiencia mortificante. Al exhibirse desnuda ante aquellos dos sucios gitones tuvo la sensación de hallarse de nuevo en la catasta de Marsafil. Y recordar sus días de esclava en Antioquía no le hacía ninguna gracia. Máxime que Ascopio examinaba su cuerpo con una mirada tan sobona que le hacía sentirse pringada. Después, el patizambo, sin la menor idea de la galantería, comentó:
- A mí me gustan más las mujeres hechas, con carnes más fofas, porque plásticamente resultan más interesantes. Un cuerpo como el tuyo, tan duro y juvenil, con todas las cosas en su sitio, no da lugar a lucimiento.
Y para acabar de arreglarlo, el sucio aprendiz dijo:
- A mí no me gustan tus glúteos, doncella…
- ¿ Qué tienen mis glúteos, gitón?
- Pues que estás muy altos. A mí me gustan las nalgas caídas.
¡Condenado gitón! ¡Tener que abrir su casa a aquellos zarrapastrosos para oír que no les gustaban sus glúteos…!
Las sesiones eran de dos horas. Ascopio y Aspicio, su gitón, se iban a la calle, pero la tropa se quedaba en el atrio de los criados picando el mármol, pasando con el compás las medidas del dibujo a la piedra y echándole mano a las criadas en cuanto éstas se descuidaban, que por eso de la novedad, se dejaban sobar a cada momento entre remilgos y carantoñas.
El primer día el mayordomo Viniciano tuvo un derrame de bilis, al segundo se le inflamó el hígado y el tercero lo pasó vomitando hiel, pues el físico le recetó una pócima purgante. Fue al tercer día cuando Clío, que tenía la aprensión de estar empiojada, le preguntó a Ascopio cuánto tardaría en realizar la obra. Ascopio, que no adivinó la intención de la pregunta, repuso vanidoso, mientras se sorbía los mocos de un flujo nasal crónico:
- Una Afrodita, porque tu cuerpo no sirve más que para Afrodita, me la echo yo en doce días… ¡Qué doce! En diez días me la despacho…
Clío, haciendo caso omiso del demérito que tenían las Afroditas entre los escultores, le dijo:
- Diez días, muy bien. Por cada día que me ahorres de posar te daré un áureo.
« ¡ Fidias glorioso!», hubo de lamentar Ascopio. ¿Por qué no le habría dicho a la parthenos aquella que para reproducir en mármol un cuerpo como el suyo necesitaba por lo menos un mes? Pero ya no tenía remedio. Y el sucio de Ascopio se aficionó al trabajo de tal modo que mordía el mármol con el cincel aunque no tuviera a Clío presente.
Al cuarto día, antes de que Clío se fuera a la casa de Sergio (pues con eso de no soportar a los escultores se pasaba todo el día con el enfermo), el mayordomo Viniciano, con los ojos tintos de bilis, le advirtió:
- Señora: est os zánganos están acabando con las provisiones del mes. Comen más carne que un centurión y más lentejas y alubias que púgiles de feria.
Los discípulos del genial Ascopio no comprendieron por qué su maestro ponía tanta diligencia en concluir la obra, cuando tan regalada vida se estaban dando en casa de la parthenos.
Los días peores para Clío fueron los dos últimos, el quinto y el sexto, pues con la codicia de los áureos, Ascopio no la dejó salir de casa. Además, esos días tuvo que posar completamente desnuda, y aunque el púdico Viniciano estableció un cordón preventivo a la curiosidad de los sirvientes, no pudo evitar que todos ellos por uno u otro quehacer doméstico vieran a su ama completamente en cueros.
Pero, al fin, Clío pagó los cuatro denarios oro al escultor y éste se fue con toda su pestilencia y corte de discípulos. Para Viniciano pasó la pesadilla, y una vez puesta en orden la domo y restaurado el bendito silencio, la Afrodita de Ascopio lució en el atrio principal como una joya escultórica.
Cneo Pompeyo, Cayo Petronio y Valerio Asiático -que ya empezaba a salir a la calle, aunque custodiado por cuatro corpulentos clientes-, se presentaron a ver la estatua. Todos hicieron grandes elogios de la obra. Asiático tuvo especial encomio para el rostro:
- Comprendo esa serenidad, que es tu serenidad, Clío… ¿Pero cómo has soportado la pestilencia de Ascopio sin hacer un mal gesto?
- Más sucias que el olor debieron ser las miradas -supuso Petronio.
Y Pompeyo elogió:
- Contemplar este mármol incita a ver el desnudo que le sirvió de modelo.
Pero por eso de que ya andaba en dimes y diretes con los efebos no insistió mucho, ni Clío se vio obligada a una negativa.
Cuando la britana les dijo el recurso de que se había valido para que el escultor terminase pronto la obra, Pompeyo comentó:
- Has tenido una idea feliz. La codicia le impuso a Ascopio un ritmo de trabajo que le impidió recrearse en el tratamiento de las formas… Esta simplicidad da más fuerza e interés a la escultura. Es tan hermosa que no la pondré en el jardín sino en el impluvio del atrio… Pero antes, Clío, la expondremos en el Campo de Marte. ¿Cuándo quieres que mande por ella?
- Me gustaría que antes la viese mi padrino. - ¿Tienes ya noticias?
- Todavía no. Supongo que llegará muy pronto. Petronio comentó:
- Es hermosa la escultura; pero no supera a la modelo. Aquí hay una ficción de pálpito tan afortunada que admira; mas el pálpito real de Clío no tiene réplica. Este mármol no toca la lira ni esa garganta es capaz de emitir una sola voz. El arte nos inmortaliza, cierto, pero ¡a cambio de cuántas mermas! Dentro de cien, de doscientos años las gentes se quedarán sorprendidas y admiradas ante esta obra. Y nadie sabrá que Ascopio despedía una fetidez repugnante ni que Clío tenía un pájaro en la garganta. Cuánta injusticia en el olvido. Bien dicen que el arte es inspiración de los dioses porque como obra de tales es cruel, indiferente, despectivo hacia la criatura humana… -Y a Clío-: Si no te conociera, admiraría más esta escultura, pero ante tu presencia, ese mármol es un gesto frustrado y Ascopio un afán impotente. Me maravilla tu inteligencia, tu ingenio, tu sentido musical y poético. Conociéndote no puede seducirme esa escultura… -Y extendiéndole la mano, exclamó-: ¡Déjame que te toque y te sienta viva, Clío! Esto es lo único válido.
Clío estaba deseando que se fueran los tres señores, pero ellos no parecían tener mucha prisa. Y Quinto Viniciano, el mayordomo, que estaba siempre en los detalles, entró en el atrio acompañado de dos pajes que traían el servicio de vino. Clío preguntó por simple formulismo:
- ¿ Me aceptáis una copa de vino de Quíos?
Pasaron a la exedra. Asiático mostró interés por conocer la lira de que le había hablado Petronio. Clío se la enseñó.
- Es curiosa. Parece una cornu y está hecha de madera…
- No es un instrumento romano… -opinó Petronio.
- No; pero tampoco griego… Es extraño. Porque a pesar de estar construido con materiales modestos no carece de nobleza… -Y a Clío-: ¿Quieres pulsarla?
La joven hizo una seña al mayordomo para que escanciara en las copas. Petronio se anticipó a coger el enóforo y a servirse.
- Mileto me ha dicho que en Bética la ley de la hospitalidad obliga a que el anfitrión deje a sus huéspedes que se sirvan libremente. Me parece una excelente idea y me extraña que no se la haya visto a Séneca -expuso Petronio.
- Es una ley turdetana que se practica en la región de Ónoba. Al menos, yo sólo la he visto allí… -dijo Clío.
- ¿ Conoces Bética? -preguntó Asiático cogiendo a su turno el enóforo.
- Poco. De Gales a Ónoba, y luego Corduba de paso…
- Mileto es un entusiasta de Bética, principalmente de Ónoba… -dijo Petronio-. Y a propósito, Clío, ¿qué le pasa a Mileto, que se le ve tan poco?
- Anda de mucha amistad con un joven galo -informó Pompeyo-. Los he visto dos veces juntos en Makronidas.
- Yo lo veo con frecuencia -dijo Clío disponiéndose a pulsar la lira-. Ayer almorcé con él en el Octaviano; pero no conozco a ese galo de que hablas tú, Cneo.
- Canta Triste para seis cuerdas -le sugirió Petronio.
Clío negó con la cabeza.
- La última vez que lo canté fue a Casio Querea. No volveré a cantarlo hasta que pasen los lutos… ¿Quieres oír tu Caronte, Cayo?
Petronio se sintió íntimamente halagado de que Clío hubiera puesto música a su poema. La britana comenzó a pulsar con la púa las cuerdas delficas, que soltaron notas graves, de sostenida vibración. Luego, sin palabras, con un canto gutural, inició la canción imitando el ritmo de la boga. Y en seguida:
¿Qué es lo que te duele, melancólico Caronte?
Mientras Clío cantaba, los tres hombres permanecieron suspensos. Petronio, visiblemente emocionado. Pensaba que aquello era como una restauración de la música rítmica. La música cultivada por los artistas mercenarios se había prostituido, viciado y, lo que era peor, anquilosado en la rutina. Buscando el halago puramente sensorial del oído, concluyó por olvidar sus propósitos más nobles. También los preceptistas la estrangulaban. Y Clío parecía liberarla de la servidumbre de su función puramente sensorial para darle un mayor ámbito. Petronio se sorprendía de cómo Clío podía sacar de la lira aquella suerte de pathetismo, que sólo la sinfónica arpa solía dar. Éste era el gran secreto de Clío. Sólo Clío, que había nacido en Mitilene y sido educada bajo la tradición clásica musical de Terpandro de Lesbos, podía pulsar la lira con aquella sobriedad, sin concesión alguna a lo sentimental, aludiendo con notas muy precisas y significativas al pathos, mas sin asomos de lo sinfónico. Manteniéndose dentro de las leyes armónicas más arcaicas. Hubiera nacido al sur del Egeo y la lira dejaría de ser viril para hacerse femenina, sensual y lacrimógena, como eran las citaristas de Rodas, como eran las arpistas de Creta.
Cuando Clío terminó el poema, recitando sin música, la última estrofa
¿Qué te duele, Caronte?, ¿la barca o la canción?
los tres hombres se miraron en silencio. Y Clío se quedó en la actitud que le había enseñado siendo niña el maestro Prónomo Ático, al modo de las liristas sáficas del templo de Artemis, con el brazo izquierdo extendido, y la lira, bien sujeta de una corna, suspendida sobre el brazo. Era una postura que los profesionales, si no la aprendían de niños, nunca lograban adaptarse a ella, pues se necesitaba disciplina en la tensión muscular de la mano y del brazo a fin de no dar la impresión de fuerza ni de esfuerzo, como si la lira no tuviese peso. Y aquella cornu, lira varonil, tenía su peso.
Cneo Pompeyo dijo que la posición valía más que la escultura de Afrodita. Y se arrepentía de no haberle encargado a Ascopio el retrato de la lirista en vez del desnudo. Los tres amigos se deshicieron en elogios por la interpretación musical del poema. Pompeyo dijo que aquella pieza no era para ser recitada y cantada en un festín ni ante un auditorio; que era demasiado difícil. Asiático opinó que no, que le parecía suficientemente clara, tan clara como su nobleza. Petronio coincidía con Pompeyo. Se trataba de una composición minoritaria. Esto les llevó a una serie de consideraciones, como suele ocurrir cuando se tratan problemas estéticos. Concluyeron por aceptar una decadencia de la música rítmica en provecho de la sinfónica.
- El arpa y la cítara están acabando con la lira -dijo Pompeyo.
- Siempre lo fácil encuentra más cultivadores que lo arduo -comentó Asiático.
- No es sólo por ser fácil, sino porque halaga al sensorio -opinó Petronio.
Clío asintió:
- Estoy de acuerdo con Petronio: no es por fácil, sino por halagador. La pulsación del arpa es más difícil que la de la lira…
- No, no estoy de acuerdo -arguyó Asiático-. En el arpa hay mucho de instrumento. Ocurre con el arpa y la lira lo mismo que sucede con la pintura y la escultura. El color te da una proporción muy crecida de obra que no esfuerza al artista. La piedra no le da nada al escultor. La lira es la piedra del músico: el artista tiene que hacerlo todo. Hay que sacar cada nota a golpe de inspirac ión y de sabiduría… Haz el ensayo, Petronio; da este Caronte que ha compuesto Clío a un citarista. Verás lo que queda de la composición de Clío.
- Es posible que, en definitiva, la lira, por su máxima economía, ofrezca más dificultades… -concedió Petronio-. De cua lquier modo, Clío merece un respeto muy señalado por la austeridad con que pulsa y maneja las cuerdas delficas. Las conserva en su función estrictamente coral. Y hoy vemos que las delficas son el abuso en los cantos profanos… Lo habréis observado: no hay ciego tañedor en una esquina que no toque sino con abuso de las cuerdas delficas…
Clío rió.
- Bueno, ése es un recurso. Hay tres cuerdas que asustan a los tañedores profanos: la prima pitagórica, la pánida y la pindárica. La pindárica es el coco de todos los aprendices… A mí me costó sangre. En los ejercicios de digitación yo podría ensayar con plectrum, pero lo hago a dedo desnudo para no perder el dominio de la cuerda pindárica. Porque es tan fácil perderlo como difícil adquirirlo.
Clío pulsó la lira para que vieran el movimiento de los dedos.
- ¿ Veis? Aquí los acentos se señalan con la pulsación de las cuerdas delficas, pero este otro acento se produce por tensión de la pindárica… ¿Os fijáis en mis dedos? Los liristas profanos no suelen hacer esto, prefieren bajar la clave y pulsar la pindárica en vez de tensarla… Cuando mi maestro me enseñó el Himno Funeral de Aquiles y el Himno Viejo a Zeus la yema del pulgar se me quedó en carne viva, pues en la tensión de las cuerdas el pulgar es el que más trabaja. Lo debido es marcar los acentos con tensión y no pulsación. Mas la lira sólo la tensan las liristas sáficas…
- Y tú, Clío -le dijo Petronio.
- Sí, y yo… Mirad cómo marco aquí los acentos. -Y pulsando de nuevo la lira, cantó:
¡Aquí los lutos del inclemente Bóreas!
¡Aquí tos llantos de las parthenos púberes!
Y seguidamente dijo:
- Si yo repitiera veinte veces estas dos estrofas, acabaría con la mano baldada, con el pulgar roto. Y eso que tenso nada más dos veces la pindárica. -Y sonriendo-: Recuerdo que cuando se me saltaban las lágrimas de dolor y fracaso, mi maestro Prónomo Ático me decía: « ¿Pero qué crees, criatura, que la música es sólo regocijo del corazón?»
Lo que admiraba a aquellos hombres no eran las notas puras, netas que sacaba Clío de las cuerdas, sino el movimiento de los dedos que parecían alados, dando la impresión de que apenas rozaban las cuerdas. Y sin embargo, cuando tensaba las cuerdas los dedos debían de hacer un verdadero esfuerzo. Asiático probó a sacarle un sonido a la pindárica y tras una fuerte pulsación apenas si escuchó una débil, apagada vibración.
Pompeyo le preguntó:
- ¿ El Himno Funeral de Aquiles está sacado de la Ilíada? -No -le dijo Clío-. Hay motivos para suponer que corresponde a una Aquileida, que debió de conservarse en el santuario de Delfos. El himno es una composición coral, y yo sólo canto la parte lírica, que corresponde al sacerdote… Tampoco el Himno Viejo a Zeus es homérico. Hay quien sostiene que este himno es el colofón del Himno de Aquiles. Y como tal suelen cantarlo las liristas sáficas de mi tierra, pero Prónomo Ático me decía que eso era una aberración. «Tres obras denuncian el genio griego: «la columna dórica, la estrofa adónica y la cuerda pindárica, lírica por excelencia». Quizá tú, Asiático, tengas razón; el arpa es más compleja en digitación, pero las cuerdas del arpa son suaves, blandas y ninguna se tensa. Con el arpa no se sangra, no, y la mano y sus dedos se mueven cómodos, sin crispaciones, sin esfuerzo. La lira exige mantener la autonomía tonal de cada nota, pues la pausa y el mayor o menor énfasis de cada nota es lo único que las asocia. He pretendido hacer trasposiciones de la lira al arpa y el resultado ha sido una hibridez que divierte sin cautivar. La lira es voz viril. Lo habréis observado en las corales, donde la lira tiene una autonomía de 1-3 con relación a las cítaras y de 1-5 a las arpas. Si yo pasara el Caronte al arpa veríais la diferencia. En el arpa lo lírico se hace canción, lágrima. La lágrima es lo que diferencia lo lírico profano de lo lírico religioso o heroico. La lira es instrumento culto; el arpa, popular.
- Bueno, Clío, no hay que ser tan extremistas… Hay cantos que suenan muy bien en el arpa… -adujo Pompeyo.
- No; tiene razón Clío -apoyó Valerio Asiático-. No puedes oír el arpa sin comprometer en ella tu sentimiento, tu más elemental sentimiento; mientras que con la lira…
Asiático no continuó. En la calle se escucharon las trompetas pretorianas. Un sonido que en aquellos momentos les pareció más estridente que nunca. El toque era sobradamente conocido por los tres hombres que, tras cambiar una mirada de muda interrogación, quedaron súbitamente en suspenso. Era el toque de los heraldos de la Germánica. Desde hacía tiempo se escuchaba únicamente como aviso de muerte.
Clío notó el cambio que se operaba en sus amigos, sin comprender el motivo. Y suponiendo haberse excedido en las explicaciones técnicas rogó:
- Perdonadme… Os he aburrido con mis tonterías…
Cneo Pompeyo, el rostro vuelto hacia el atrio, parecía escuchar atentamente algún ruido o voz de la calle, mientras que Valerio Asiático con una pequeña arruga en el entrecejo se acercó a Clío para, de un modo maquinal, tomarle la lira y dejarla sobre una silla. Petronio dio un sorbo a la copa. Se escucharon de nuevo y más cercanas las trompetas pretorianas.
- Son ellos… -dijo Pompeyo.
Asiático dio unos pasos hacia el atrio en actitud expectante. Petronio dejó la copa en el trípode y dijo a Clío que los miraba desconcertada:
- Temo, dilecta Clío, que el Emperador, tu amigo Claudio, nos mande a sus pretorianos para que tomen parte en tu sabia disertación musical…
- Pero ¿qué es lo que sucede? -inquirió Clío, presa de ansiedad.
Nadie le contestó. La respuesta fueron tres golpes secos contra la puerta de la domo. A los aristócratas ya no les quedó la menor duda. Los tres golpes habían sido dados con la contera de la insignia Cesárea que portaba el manípulo de los pretorianos.
- En estas condiciones, admirable Clío, hubiera sido terrible no haberte conocido. Pero es un halago saber que puedo morir escuchándote el Himno Funeral de Aquiles… Estoy seguro que tensarás con auténtica emoción la cuerda pindárica -dijo Petronio.
Valerio Asiático se mordió el labio inferior. Luego irguió el busto y sonrió a Clío. Siempre Asiático, con cualquier gesto, estaba hermoso. Pompeyo cogió la lira y se puso a pulsar de un modo insistente la nona deifica. Sonaba en esos momentos más grave, más solemne y triste que nunca.
- Es el momento de brindar, señores -propuso Petronio.
Llegó el mayordomo Viniciano, pálido, balbuciente, con evidentes síntomas de otro derrame biliar.
- dómina: los heraldos del Palatino.
Las palabras escuetas. Lo demás estaba expresado en su semblante. Clío acabó por comprender. Volvieron a escucharse, ahora más imperiosos, los golpes. Desde Calígula los heraldos no anunciaban más que sentencias de muerte. Se veía claramente que Claudio no tenía pujos de innovador. Seguía dócilmente las costumbres y las fórmulas impuestas por su sobrino.
Clío, con cabal dignidad, les dijo:
- Sois mis huéspedes, señores. Aconsejadme qué debo hacer…
- Ordenar que abran la puerta -dijo Pompeyo, volviendo a dejar la lira en la silla.
Clío hizo una señal al mayordomo. Y Petronio le rogó:
- Por favor, Viniciano, entereza de ánimo… Una sonrisa amable para recibir a los pretorianos.
Valerio Asiático murmuró: Aquí tos lutos del inclemente Bóreas. Sonrió a Clío. Le dijo:
- En tus ojos está todo el azul de Mitilene… No te aflijas, Clío. En realidad, los tres esperábamos desde hace días esta visita. Pero, no; a mí no me cantes ningún himno. Me conformo con una copla ligera… ¿Tú conoces La fama del gladiador?… -Y Asiático entonó:
La fama del gladiador
cuanto más vieja más pena:
la espada, río de sangre;
la vida, grano de arena.
Los pasos de Quinto Viniciano sonaban como un susurro inacabable sobre las losas del atrio. Parecían de tan lentos, los pasos de un viaje sin meta.
- Carísimos… -dijo Petronio alzando la copa. Pompeyo y Asiático le imitaron. Clío cogió la suya. Y brindó: -Sabed que me siento orgullosa y honrada de que seáis mis amigos. ¡Ave, domini!
- ¡Ave, dómina! -respondieron los tres.
Y mientras sorbían el vino con lentitud, paladeándolo, escucharon las botazas herradas de los pretorianos. Se oían secas, uniformes, avasalladoras. Eran cuatro germánicos más el manípulo con un rollo en la mano. El signífero llamó con una voz que era grito:
- ¡dómina Clío Calistida Mitiliana!
La joven se asomó al atrio. Se sintió sin fuerzas y se agarró al quicio de la puerta. -Yo soy -dijo sin que le temblara la voz.
El manípulo se adelantó hacia ella y se detuvo a dos pasos extendiéndole el pliego enrollado.
- ¡ Orden del César!
Clío dio un paso y alargó el brazo para recoger el pliego. El manípulo se cuadró; hizo el saludo germánico y dio media vuelta. Se juntó a los compañeros, y los cinco, en pelotón marcial, abandonaron la casa con la misma fanfarria conque la habían allanado.
Clío volvió a la exedra. No podía disimu lar su temblor. Estaba palidísima. Petronio acudió para cogerla por un brazo. Luego puso en sus manos la copa.
- Bebe un trago.
El pliego se le cayó de las manos. Valerio Asiático lo recogió y lo dejó en el trípode. Era una sentencia de muerte. Pero ¿para quién? No para Clío, a la que no se le podía culpar de la más leve infracción. ¿Acaso el Emperador tenía motivos para reiterarle, tras la amnistía, la sentencia de muerte a Benasur?
Cada uno de ellos se hizo pocas conjeturas. No cabía darle muchas vueltas al asunto. El hecho de que la sentencia fuera entregada a Clío obligaba a creer que era para ella o para su padrino o para los dos juntos. Pero ellos estaban estrechamente vigilados desde la consagración de Claudio y especialmente desde la captura de Casio Querea. Sabiéndolos reunidos en casa de Clío, el Emperador podía haber optado por mandarles allí la sentencia, dado lo expuesto que era hacerlo en sus propias casas donde se provocaría el consiguiente alboroto y escándalo públicos.
Mas ninguno se atrevió a salir de dudas, no por ellos sino por Clío. Por eso tampoco se animaban a decirle a Clío que rompiera el sello del pliego y se enterase de su contenido. No estaban seguros de que la sentencia no fuera para Benasur. Sabían que Claudio no tenía un as y que Benasur era jugosa presa para la más voraz de las codicias.
Clío con la vista fija en el piso, murmuró:
- Quiere decirse que es una sentencia de muerte…
Cneo aclaró:
- Para otra clase de órdenes, los césares utilizan los servicios de los tabellarii palatinos.
Se escucharon de nuevo las trompetas. Dejaban un silencio espeso que enmudecía el paso y las voces de los transeúntes, el ruido habitual de la calle. La calle quedaba quieta, muda, como coagulada, sin pulso, sin circulación. Se oyó un sollozo ahogado. Era Quinto Viniciano que, recostado sobre un muro del atrio, trataba de reprimir su congoja.
Petronio le acercó la copa a Clío. «Bebe otro sorbo», le dijo. Luego, sin saber por qué, cogió la cornu, pulsó una cuerda y le pasó la lira a Cneo Pompeyo. Cneo Pompeyo apartó el enóforo para hacerle un lugar en el trípode. Clío se buscó un pañuelo que no encontró. Asiático le dio el suyo. Clío se lo llevó a los ojos. Se los restregó. Las lágrimas se escondían rebeldes. Luego dijo con un trémolo en la voz:
- Es un buen hombre. Lo adiviné el primer día.
Se refería al mayordomo. Petronio salió al atrio y le dijo a Viniciano:
- Vete, por favor. No angusties a tu señora…
Se fue, pero llorando. Petronio regresó a la exedra.
- ¿ Qué hora es? -preguntó.
Nadie movió los labios. Se asomó al atrio y vio en el reloj de sol la hora: se acercaba la hora sexta. Comentó:
- Buena hora para recibir una buena noticia.
No. Petronio no se atrevía a decirle a Clío que abriera el rollo. Conocía el tamaño de la hoja corneliana, el color de la cinta, el precinto de cera con el sello imperial. No se atrevía a decirle nada a Clío, porque entre las trágicas posibilidades cabía la de que Messalina, celosa de Clío, hubiera influido en su marido para provocarle la desgracia. ¿Y qué mayor desgracia que ratificar la sentencia de muerte de Benasur? Podía tratarse también de una estratagema para que Clío, viendo perdido a su padrino, se rindiera a Claudio. En verdad, poco verosímil. Claudio no era un erótico para imaginar tales truculencias. Miró a Asiático, que sonreía. Mas Petronio descubrió algo como una revelación en la mirada de su amigo. Claudio no se hubiera atrevido a mandarle los pretorianos a su casa, siempre custodiada por una muchedumbre de ciudadanos. Asiático se había declarado públicamente autor intelectual de la conjura. Había confesado haber clavado su espada en el cuerpo de Calígula. El Senado, al aprobar el castigo de los regicidas, dejaba a Claudio en libertad de impartir esta justicia a su antojo.
Pero Pompeyo no pensaba igual. Pompeyo pensaba que los siete togas molestaban más a Claudio por autónomos que por conjurados. Los siete togas eran una conspiración permanente contra el cesarismo. Y sus fortunas estímulo a cualquier tropelía. Claudio estaba pobre, sin un cobre. Y el Palatino resultaba costoso. Dos de las más saneadas fortunas de Roma eran la de Asiático y la suya. Más importante la de Asiático, aunque nada despreciable la suya. Pero ¿por qué la orden se le había dado a Clío?
El último toque de las trompetas pretorianas se escuchó lejano, ya cuando en la calle se había reanudado su tránsito habitual. Llamaron a la puerta. Precipitadamente. Ya por el Foro corría la noticia de que los pretorianos habían dejado una orden de muerte en la ínsula Flora.
El portero abrió. Era Plinio. Plinio corrió por el atrio llamando a Clío. Al llegar a la exedra se quedó quieto. -Perdón, señores…
Clío se levantó y se echó en brazos de Plinio. Y entonces comenzó a llorar.
- ¡ Es horrible, Plinio, es horrible!
Petronio pensó si se estaría haciendo viejo. Ninguno de los tres había sido capaz de provocar el llanto de Clío. Como si les faltaran estímulos cordiales, identidad sentimental para ello. Y la joven se echaba a llorar en los brazos de aquel mozalbete.
Plinio había oído en la calle lo de los pretorianos y corrió a ver a Clío. Intuyó que en la ínsula no vivía ningún otro vecino digno de merecer una sentencia de muerte del Emperador si no eran Benasur o Clío. O los dos juntos. Mas ahora, al ver a aquellos tres patricios allí, a los más representativos miembros de la aristocracia republicana, supuso que todos estaban comprometidos en una nueva conspiración y que, denunciados, recibían la sentencia de muerte.
Plinio ayudó a Clío a regresar al asiento. Después cogió el rollo y al verlo sin abrir miró a los tres señores. Ninguno hizo un gesto. Miró a Clío, miró y remiró el rollo. E iba a dejarlo sobre el trípode cuando le dio por abrirlo. Los tres hombres clavaron una mirada expectante en el joven. Plinio, según leía, comenzó a mover la cabeza apesadumbrado. Después, arrojó el pliego a una silla y murmuró:
- ¡ Miserable!…
Nadie le quitaba ojo. Ni Clío. Plinio estaba ya en el secreto. Sabía quién era la víctima. Volvió a mover consternado la cabeza y se quedó mirando fijamente a Asiático, después a Clío. Petronio comprendió. La intriga era dual y tocaba por igual a Asiático y a Clío.
A Plinio se le resecó la boca. De buena gana tomaría un trago. ¿Era lícito tomar un trago cuando se acababa de anunciar una sentencia de muerte? Sentía seca la boca. Sólo había en el trípode cuatro copas. Calculó cuál podía ser la de Clío. Y murmuró:
- Con vuestra licencia, señores…
Se sirvió el vino y tomó un sorbo. En ese momento tuvo la aprensión de ser objeto de las miradas inquisitivas de los demás. Incluso de Clío. Quiso solidarizarse con ellos, quiso que supieran que él estaba contra aquella sentencia de muerte y volvió a repetir:
- ¡ Es un miserable!…
Asiático le dijo con gesto sereno y voz segura:
- Me llamo Valerio Asiático. ¿Cuál es tu nombre?
- Cayo Plinio Secundo, para serviros, señores… No tenéis que decirme vuestros nombres. Os conozco a los tres…
- Bien, Plinio. Yo sé recibir una mala noticia… Habla.
- Me lo imagino, señor. ¿Qué quieres que te diga? Lo lamento y créeme que estoy consternado. -Plinio volvió a coger el rollo, recomenzó su lectura, repitió lo de «miserable» y preguntó:
- ¿ Dónde está el otro pliego, Clío?
- ¿ Cuál otro pliego? -preguntó Petronio sin comprender.
Todos miraron con ansiedad al muchacho. Plinio dijo:
- Sí, el otro pliego, la orden de muerte…
- ¡ No hay más pliego que ése! -repuso con vivacidad Asiático.
Plinio miró a Clío. Ésta, poniéndose en pie:
- Pero ¿qué dice ahí, Plinio?
- Ésta es una invitación del César para la cena de esta tarde en el Palatino…
Petronio fingió una sonrisa, pero le arrebató el pliego. Y leyó en voz alta:
- «Tiberio Claudio Druso invita a Clío Calistida Mitiliana a la cena que a la hora y con la etiqueta acostumbradas se celebrará en el Pabellón Augusto del Palatino… El César, Pontífice Máximo, reitera a su dilecta amiga el testimonio de su amistad…»
Clío se quedó con la boca abierta, tal como si le faltara el aire, como si se asfixiara. Los ojos parecían escapársele de las órbitas. Los tres amigos acudieron a auxiliarla. Petronio cogiéndola por los hombros la zarandeó.
- ¡ Clío, Clío!
Mas el rostro de la joven se contraía a cada segundo en una crispadura de ahogo, a la vez que su tez se amorataba. Petronio la sacudió violentamente y al fin Clío rompió a reír de un modo entrecortado. Según respiraba mejor las carcajadas se hacían más fuertes. Petronio apartó a sus amigos.
- ¡ Por favor, retiraos, dejadme con ella! Tú también, Plinio, vete. ¡¡Calla, Clío, cállate!! ¡Vuelve en ti y no te rías como una estúpida!
Los otros oyeron dos terribles, brutales bofetadas. Clío enmudeció, dio un traspié y alcanzó a sentarse en la silla. Jadeaba con ansiedad. Cuando pudo hablar, dijo restregándose las mejillas: -Gracias, Petronio…
Plinio se había quedado en el atrio a unos pasos de la exedra. Perplejo ante la terapéutica de Petronio. Clío se fue reponiendo poco a poco. Los que no se reponían eran los patricios. En Asiático asomaba una mueca de amargura que no había tenido hasta entonces.
- Ya sabemos lo que nos espera -dijo. Y escanció en las copas. Cneo Pompeyo asintió con la cabeza. -Es un miserable… Y un cobarde. -Yo no permito este juego -dijo, resuelto, Asiático. -Yo tampoco -se sumó Petronio-. Pero me voy a divertir. Un proverbio judío dice que «diente por diente». Susto por susto… -Y reparando en Plinio le dijo ásperamente-: ¿Nos quieres dejar solos? Date cuenta, joven, que ésta es una reunión privada.
- Por favor, Plinio, te suplico que nos dejes -le dijo Clío. Se levantó y fue hacia él-. Comprende la situación. Te agradezco en el alma que hayas venido, pero déjanos.
Plinio se fue sin despedirse. Se fue humillado. Al fin y al cabo él no había inventado lo de la sentencia de muerte. Sino ellos y los pretorianos. Si dijo lo de miserable fue creyendo que junto a la sentencia de muerte de Benasur había llegado la invitación a Clío. El error no había sido suyo.
Se fue decidido a no volver a poner los pies en casa de Clío. No le gustaban nada aquellos amigos tan orgullosos. Ni la adhesión que les tenía Clío.
- Esta noche -conjeturó Asiático- querrá saber el efecto que nos hizo su mensaje. Dile que nosotros no nos enteramos de nada. Que cuando te dieron la invitación fuiste al cubículo a leerla, y que volviste a la exedra para seguir charlando de música… Dile…
- A sustos no me gana -le interrumpió Petronio-. Mañana le mando un loco… Conozco a un armenio que sabe instruir azores y cuervos. Lo mataré a golpes de insomnio…
Y se pusieron a decir a Clío cuál debía ser su comportamiento en la cena. Claudio quedaría defraudado en sus propósitos.
Lo de los pretorianos no había sido cosa del Emperador, sino del tribuno de la Germánica Rufrio Crispino que, con miras a quedarse en el puesto dejado vacante por Querea, hacía las veces del Prefecto del Pretorio, confiando en asumir las prerrogativas del cargo valido de la pasividad e irresolución con que se conducía Claudio.
Tenía establecida una estrecha vigilancia sobre los encartados en la conjura así como sobre los sospechosos, y enterado que Pompeyo, Petronio y Asiático se encontraban en casa de Clío y que los tabellarii iban a enviarle una invitación se le ocurrió iniciarse en las prácticas del terror, materia indispensable en un prefecto del Pretorio.
La cena en el pabellón Augusto fue íntima, sin la presencia de Messalina, que todavía no disfrutaba de la vida palatina por lo avanzado de su embarazo. Asistieron Pomponio Secundo, que por su alta magistratura se reclinó a la derecha del César, en la locus consularis; Herodes Agripa, un liberto del Emperador, llamado Narciso, y Clío.
Durante la cena, muy atenida al ritual del Palatino, sobria y decorosa, tan sólo amenizada por la decuria de flautistas de la banda imperial, con ese tono de clase media acomodada q ue había impuesto Augusto y mantenido Tiberio, no se habló más que de poesía, música y preferentemente de lenguas y antigüedades. Como los temas de conversación los iniciaba el César, Clío observó que el Emperador tenía el tino de mantener la charla sobre asuntos en los que ella podía desenvolverse.
Después, cuando la conversación se generalizó, Herodes le dijo a Clío que su hija Berenice le hablaba muy a menudo de ella.
- Es curioso, porque Berenice es de genio retraído, poco aficionada a las amigas; pero a ti te distingue con una especial afección. -Es que tu hija es encantadora, majestad…
Pero lo que más agradeció Clío fue que en la cena nadie mencionara el nombre de su padrino. Muerto Querea cualquier alusión a Benasur no hubiera sido muy cómoda.
Claudio propuso la última libación, y dijo que cenas como aquélla, que eran un recreo para el espíritu, las repetiría si contaba con la adhesión de los invitados. Y Clío, que todavía tenía bilis en la boca, dijo:
- Yo asistiré a todas las cenas a que me invites, ¡oh César!, aunque me mandes como hoy la invitación con los pretorianos.
Claudio se quedó suspenso con la copa en la mano. Comenzó a palidecer y en seguida se puso rojo. Se dirigió al jefe de los camareros, y, como siempre que se encolerizaba, tartamudeó: -Bu bu buuusca a Criiis pino. Y Clío, para que no quedara lugar a dudas, remató: -Esta mañana tenía invitados en la casa. Había puesto música a un poema de Cayo Petronio. Y se presentó con Cneo Pompeyo y Valerio Asiático… Y cuando… Claudio le interrumpió:
- Te suplico, Clío, que calles… -Y deslizándose del triclinio, rogó-: No os mováis todavía, carísimos… Perdonadme.
Con la cabeza baja, el Emperador comenzó a dar grandes pasos por el comedor. Nadie se atrevió a decir palabra. En seguida llegó el tribuno Rufrio Crispino. -Vale, Imperator. Claudio soltó su cólera:
- ¡ Estoy cansado de decirte que no me llames imperator, majadero! Y ahora dime. Hoy he mandado una invitación a la honestísima Clío Calistida Mitiliana. ¿Cuál es la causa por la que no se le mandó por los conductos habituales?
- La causa pertenece a la intimidad de los servicios confidenciales del Pretorio, majestad -repuso el tribuno muy orondo.
- ¿ Ah sí? ¿Es que el Castro Pretorio va a violar mi vida íntima? -Se trata ¡oh César…!
- ¡ Se trata de una torpeza del peor gusto, Crispino! ¡Y no tolero iniciativas que puedan menoscabar o dañar el prestigio y buen nombre de la persona del César! Tu celo de tribuno de la Cohorte Germánica no te autoriza a molestar lo más mínimo a ningún patricio y mucho menos a hombres de la calidad de Cneo Pompeyo, Valerio Asiático y Cayo Petronio. Mañana mismo y sin ningún pretoriano que te custodie irás personalmente a llevarles una invitación a dichos señores, y aprovecharás la ocasión para darles las más amplias excusas. Si no lo hicieres, preséntame tu renuncia. ¿Entiendes?
Cuando el César dio por concluida la cena, le dijo a Clío:
- Espero que pronto tengas muy buenas noticias de tu padrino. Y por favor, diles a tus amigos, que lo son míos también, que me duele haber condenado a Casio Querea. Diles más: que he olvidado ofensas y agravios y que mañana, durante la cena, tendrán cumplidas muestras del afecto y de la simpatía del César.
Un paje fue llamando por orden jerárquico a los anteambulones. Clío subió feliz a su litera.
Al llegar a la vía Sacra se acercó otra litera a la suya. Era la de Herodes Agripa. A un gesto del monarca se separaron prudencialmente los litereros.
- ¿ Piensas estar mucho tiempo en Roma?
- No lo sé. Depende…
- Tengo motivos para creer que Benasur ya está en Roma. N o temas por él. Yo conozco Roma y a Claudio. Creo que no hay en Roma una mujer tan influyente cerca del César como tú. Si no te vas de Roma, tendrás lo que quieras. Incluso llegarás a manejar el Imperio. Sólo tendrías que luchar contra una cierta persona y anularla. Esa persona no tiene armas comparables a las tuyas. Tú tienes talento y esa persona no. Tú eres experta en todo aquello que le es grato al César… Espero que no seas tan testaruda como tu padrino y que me comprendas… Nunca he visto a Claudio tan contento y a la vez tan indignado como esta noche. Y los dos humores eran por ti. Acaba de nacer un reinado y ese reinado está en tus manos, Clío. Déjate guiar de mis consejos. Ven a verme mañana mismo a la domo de los jardines Lamia.
Esa noche Clío no pudo dormir. Se sentía destrozada. Y lo peor no era el recuerdo de las trompetas de los pretorianos, sino las palabras del rey Herodes Agripa, que, halagándole los oídos, le confundían hasta la demencia las ideas.