LA CORTESANA CAUTIVA

En Rodas, el Python estuvo toda la noche. Cuando Benasur despertó tío acostada en la plataforma vecina a una mujer. Era joven y bien parecida, de cuerpo proporcionado y hermosas formas. Tenía el pelo corto, no al modo de las esclavas sino al de los efebos, como se lo cortan las cortesanas para llevar la peluca de cabello rubio. Vestía una estola de muselina color malva, adornada con lazos en los hombros.

La cortesana se quedó mirándolo, mirándolo sin pestañear. Pero con una expresión ida, tal como si no lo viera. Ni en sus labios ni en la expresión del rostro mostraba un gesto o indicio de vida. Si una mujer viva pudiera parecerse a una estatua policromada, esa mujer era la cortesana. Tan carente, tan vacía de un residuo de alma, de alegría o de pena.

Benasur no movió los labios. A los prisioneros les estaba prohibido decir la menor palabra fuera de las horas de asueto, entre la hora nona, después de la siesta, y la cena. En la cena debían comer callados para evitar comentarios o censuras sobre el rancho o cambiarse parte del alimento. Y aunque Benasur disfrutaba de cierta libertad que le permitía moverse por la nave y visitar al capitán, procuraba respetar el régimen carcelario, cosa que intranquilizaba a Décimo, que no sabía a qué atribuir la conducta tan disciplinada del navarca.

Benasur no movió los labios, pero hizo un gesto de saludo a la mujer. Ésta no dio muestras de vida. Continuó mirándolo con aquella su mirada ida, perdida en una extraña lejanía. Ni cuando el judío, puesto de rodillas sobre la colchoneta rezó el Padre Nuestro, la joven se dio por enterada.

El navarca se dirigió a la toldilla, al camarote del capitán, para asearse. Después desayunó. Luego, tras un paseo por cubierta, bajó al fori. Todos los días se sentaba a la transtra y empuñaba el remo. Se sometía a esta pesada tarea durante cuatro horas de la mañana. Y sin cobrar salario. Se había propuesto recobrar el vigor, la destreza, la flexibilidad juveniles y lo estaba consiguiendo. Y como la comida, si bien mejor y más abundante que el rancho, no era excesiva, su cuerpo iba reduciéndose a puros músculos. Estas disciplinas extrañaban, por no decir que admiraban al capitán. Y Lucio Décimo pensaba que Benasur no era carne de Gemonias. Un hombre que estaba condenado a muerte no se forzaría en tantas incomodidades físicas, si no estuviera seguro de burlar la sentencia. Y cada vez se aferraba más a la idea de que Benasur sería perdonado. Idea que era, precisamente, la que Benasur quería Inculcarle. Llevar al ánimo del capitán tal creencia. Por eso toda su conducta iba dirigida a dar la sensación de estar muy lejos de la muerte que le esperaba en Roma.

Pero lo que más intrigaba a Décimo era la continencia de su prisionero. Sabía que abajo, en la cárcel, los presos hacían esfuerzos increíbles para establecer contactos, roces, para proporcionarse desahogos cautos, furtivos. Sabía que esta necesidad proporcionaba algunas monedas a los vigilantes nocturnos. Como los prisioneros estaban separados por sexos, el homosexualismo, aunque fuera ocasional, cundía entre la canalla. Benasur no sólo se mostraba ajeno a esta agitación nocturna, sino que en dos ocasiones rechazó la oferta que le hizo Décimo de acostarse con alguna de las prisioneras. El capitán no desperdiciaba esta ocasión. Era su régimen nocturno. Pero Benasur rehusó el privilegio. «Yo no me enfango con una desconocida», le había dicho. Porque prefería denotar un escrúpulo hacia la enfermedad venérea, que decir al capitán que en la castidad estaba no sólo su fuerza, sino también su lucidez. El hombre esclavo del sexo no es señor de su mente. Y él nunca quería perder el señorío sobre sí mismo.

Benasur tenía la experiencia que sólo amando a la mujer podía convivirse con ella. Convivir sin amor, era cegar el apetito sexual, era despertar la náusea. No había, zoológicamente hablando, ser más repugnante que la mujer, siempre pringando humores, siempre fría y viscosa como las sierpes. Lo único que rendía a Benasur eran las lágrimas femeninas. No sabía por qué. No recordaba cuándo y dónde había tomado esta aprensión por las lágrimas de mujer. Quizá en los ojos de su madre; quizá en aquel primer a mor de pubertad malogrado que sintiera por Marta, hija de Zacarías. Pero desde entonces lo que no podía una mujer con los atractivos de la carne, lo lograba con el auxilio de las lágrimas. Como si el sentimiento de Benasur sólo estuviera presto a moverse y conmoverse con el resorte de las lágrimas. Y eran unas lágrimas de mujer, las que viera verter a Clío, las que aún llevaba sin purgar en su corazón.

Ese día, tras la jo rnada del remo, volvió a su plataforma. La joven había cambiado de postura, mas permanecía inmóvil tumbada boca abajo, tal como si mordiera la colchoneta. No había el más leve movimiento en la muselina del vestido. Parecía no respirar.

Benasur estuvo un largo rato descansando y contemplándola, escuchando la tos de los tísicos, única charla en las largas horas de silencio. Al acercarse la hora del prandium se fue al camarote del capitán. Tras cambiar los saludos, le preguntó:

- ¿ Quién es ella?

- ¿ Ella? -replicó, sin comprender, Décima.

- Sí, ella. La que supongo que embarcó anoche.

- ¡Ah, la cortesana! Se llama Lina y pertenece al negocio de Escanio, de Liberio Escanio. ¿Lo conoces? Tiene en Roma más de cincuenta cortesanas, algunas protegidas por magnates. Todas son esclavas. Cada una de estas mujeres le proporciona a Escanio un promedio de cien denarios al día… Haz el cálculo pitagórico y tendrás que Escanio se embolsa veinticinco mil sestercios diarios. Dime tú qué negocio en Roma produce ese capital sin gravámenes fiscales. Así puede vestirlas y alhajarlas. Porque te diré más, de todos los regalos que las cortesanas reciben de sus amantes, Escanio se lleva el diezmo. Lima se fugó hace un año de Roma, Escanio la hizo buscar por todas partes hasta que un índice señaló su presencia en Rodas. Una cortesana no puede esconderse en un villorrio cualquiera. Y aunque Lina buscó un lugar como Rodas, donde apenas pueden vivir cuatro o cinco cortesanas, porque Rodas, como puerto, es mercado sólo para rameras, no faltaron ojos que la reconocieran. Escanio mandó exhorto de detención con mucho sigilo. Y yo recibí en Seleucia orden de recogerla en Rodas. Ésa es tu compañera, Benasur.

Como el judío permaneciese callado, el capitán, guiñando el ojo, le dijo no sin malicia:

- ¿ Qué, se te apetece? -Y tras enarcar las cejas, agregó-: No podré complacerte. No es bocado para nosotros. ¿Sabes que si yo la tocara o la dejara tocar por otro podría denunciarme, y Escanio en vea de darme propina me llevaría a jueces? ¡Ah, Benasur! No hay materia tan frágil y delicada como una cortesana, sobre todo si no es libre, si es servil. El amo te pedirá cuenta estrecha de todo lo que hagas con ella. Ha pagado pasaje de favor. Sabe que las cortesanas son lo suficientemente cobardes para tirarse al mar, y las deja sin manillas. Pero a ésta la ha reclamado con manillas. Por algo será™ Y cuando llegue a Roma no creas que la hará señalar la frente con el hierro candente, no. La alhajará de nuevo. Más al cumplir cuarenta años, en vez de manumitirla y darle sus ahorros, se vengará vendiéndola para trabajos del campo. Lina, como tiene que andar libre, sin dogal al cuello porque así lo exige el oficio, se cuidará bien de reincidir en la fuga, pues sabe que capturada de nuevo la sometería a torturas sin fin hasta matarla.

- Sabes bien la cartilla, capitán.

Lucio Décimo hizo un gesto vanidoso. Se encogió de hombros.

- Con esto de las cortesanas hay que andarse con cuidado. Con las prostitutas, no. Su voz no se válida en el tribunal si se opone a ellas la de un ciudadano. Pero las cortesanas… Hay que andarse con mucho tiento. En fin, es cuestión de estudiarlas, de descubrirles su momento de debilidad. A veces se te entregan agradecidas, otras por una fruslería en que se emperran. Pero sin testigos, Benasur. Que nadie haya visto sus pasos ni los tuyos, pues ocurre que después que se entregan, te arman el lío.

- Guárdate los consejos, capitán. Yo no los necesito.

- ¿ Acaso no te gusta Lina?

- Me impresiona. Parece muerta.

- Sí, enajenada. Finge quizá un amor, una pasión ciega, para hacer más disculpable su fuga a los ojos del amo. ¡Si la pasión fuera por el amo…! Ya se han dado casos de que una cortesana confesara no poder vivir sabiendo a su amo casado. ¡Puras patrañas! Los tipos como Liberio Escanio conocen todos los gajes del negocio. No perdonan a una evadida.

Lucio Décimo quitó una de las manillas a Benasur a fin de que pudiera valerse para comer.

- ¿ Otra vez lentejas con tocino? -reprochó el navarca al ver el primer plato que les servía el camarero.

- Que no nos falten, Benasur.

- Bien dices, Décimo, pero creo que sobra el tocino. ¿Hasta cuándo te enterarás que me repugna el tocino, que me lo impide mi Ley?

- ¡ Oooh! -refunfuñó el capitán cogiendo con los dedos el trozo de tocino que estaba en el plato de Benasur-. Ya está. Come tranquilo…

- Sí, has quitado el tocino, pero has dejado su grasa…

- Así te sabrán mejor las lentejas. Al fin tú no quebrantas la Ley voluntariamente, sino forzado por las circunstancias. -Y tras servir vino en los vasos, dijo-: Te planteo una cuestión, Benasur: si dos judíos os encontraseis en un islote desierto sin nada que comer y un cerdo, ¿qué haríais? -Miró a Benasur, que no contestaba-: Ya sé: os comeríais uno al otro antes de hincarle el diente al cochino…

Benasur movió negativamente la cabeza:

- Vosotros, los romanos, no nos comprendéis, Décimo. Ni comeríamos el cerdo ni nos devoraríamos mutuamente. Dejaríamos que el cerdo nos comiese a nosotros.

- ¡ Estupendo! Sólo la Esfinge daría esa respuesta al acertijo. Y a propósito de judíos. Tú sabes que las gentes de mar nos enteramos antes que las de tierra de las cosas que pasan por el mundo… Los vigilantes me han dicho que todas las mañanas al despertar das gracias a Dios con una extraña oración propia de esa secta de los nazarenos. ¿Por casualidad eres tú uno de ellos?

- No sé de qué secta me hablas. Hay una verdad que es la del Nazareno, Hijo de Dios y Dios mismo. Si te refieres a esa verdad, te diré que yo pertenezco a la fe del Nazareno, a quien vi crucificar, morir y resucitar al tercer día en Jerusalén. Y te diré más, que si mis millones fueran pocos, me asisten todas las potencias de Jesús el Cristo que me salvará del brazo de Roma. Pues sé por la vía del sueño que moriré por amor del Nazareno y no por odio de Roma.

- ¿ También vidente, Benasur?

- Por lo que a mí concierne, si.

- ¿ Por eso van tan tranquilo a Roma?

- Sí.

- ¿ Y si te encadenara de nuevo?

- Todo lo que tú hagas de malo o bueno será por la voluntad del Hijo de Dios. Y ello será para bien mío. Aun la misma muerte.

- ¡ Extraña filosofía, Benasur! Con ella no se yerra nunca.

- Todo lo del mundo es error. Sólo en el cielo está la verdad perenne, la que no han escrito los hombres.

- Entonces, ¿por qué trataste de sobornarme?

- Quería calar tu honestidad. Eres hombre honesto, Lucio Décimo. Eres honesto, pero no sensato. La prudencia es la más valiosa virtud de los hombres. Si tú fueras prudente no te escandalizarías de Benasur al oírle decir lo que te estoy diciendo: En ese rollo que guardas con mi sumario van unas hojas de papiro. Déjamelas ver y yo te daré diez mil denarios en Cidonia. Cuando hayas cobrado los diez mil denarios, déjame sustraer las hojas que yo quiera. En cambio, pondré nuevas hojas ligeramente modificadas en su escrito y te daré otros diez mil denarios.

- ¿ Qué pretendes con ello?

- Nada que te comprometa. Simplemente que no aparezca el nombre de Benasur ni de Benemir en la declaración que me tomó el pretor Gneo Próculo. Que sólo aparezca el de Siro Kamar. Yo haré el resto ante el Pretorio de Roma.

- ¿ Y crees que yo pueda hacerlo sin menoscabo de mi honestidad?

- ¿ Qué importa la honestidad si es en beneficio de la prudencia? Sé prudente y piensa en tu vejez, Décimo. Una vejez con desahogo económico será no sólo una vejez más digna sino también más honesta. Sacrifica la honestidad mal remunerada por una honestidad bien pagada.

- ¿ Pero me crees tan insensato como para romper los sellos del pretor Gneo Próculo?

- ¿ Acaso no sabes abrir un volumen sin dañar los sellos? ¿Qué has aprendido entonces, Décimo? Un capitán de nave que no sabe violar la correspondencia no es útil ni para sí mismo. Las espátulas curvas de los ceramistas son ideales para violar los sellos… ¿Qué me pagas por enseñarte tan útil operación?

Décimo prefirió no contestar y seguir comiendo. Aquel judío acabaría por enredarlo. Y el caso es que resultaba tonto menospreciar una fortuna por tan poco riesgo. Si verdaderamente los sellos podían abrirse sin daño…

Ya no hablaron más del tema. Hablaron de Hesíodo y de los vientos efesios. Charlaron también de la ciudad muerta en un islote de Délos, que era una enigma para todos los navegantes del Egeo. Y sólo cuando terminaron y Benasur extendió las manos para que Décimo le pusiera la manilla, el judío dijo antes de marcharse:

- Ten lista para esta noche una espátula.

- Liberio Escanio es un puerco vil como todos los mangones de cortesanas -le dijo Lina a Benasur-. Sabrás que tiene tres decurias de esclavos que se dedican desde media noche al amanecer a husmear en todos los rincones de Roma en busca de niños abandonados. ¡Ay de los esclavos si no recolectan al día de ocho a diez niños! Antes de volver con Escanio andarán por las casas preguntando si no tienen criatura que vender… ¿Y sabes en qué los utiliza? Los ceba como a cochinillos, pero cualquiera que sea su sexo, a los seis años, les da letras y gramático, y les da también otra clase de maestros, más infames que los enseñan en todas las perversiones. Todos los niños de Roma que sirven a los desenfrenados extravíos de los señores, son alquilados por los capataces de Escanio. De mí sé decirte que no recuerdo haber tenido virginidad. Y que desde los nueve años me lanzó al comercio de los hombres. Cuando llegué a la pubertad me pasó al servicio de las mujeres y después, a los dieciocho años, me alhajó de cortesana. No he sido afortunada, pues he tenido ya nueve amantes. La cortesana procura más ganancias al amo cuantos más amantes tiene. ¿Sabes que nos somete a dietas muy sabias para mantener turgentes nuestras carnes? ¿Sabes que nos enseña en dos idiomas todas las historias y canciones obscenas?

Muchas más miserias le estuvo contando Lina. Pero esto sucedió al tercer día de embarcarse. La joven salió de su mutismo y aceptó llevarse alimento a la boca. Y cuando Benasur intercedió cerca del capitán Décimo para que le diera asueto, el marino le dijo:

- No le quitaré las manillas, Benasur. Y si quieres que la deje subir a cubierta, será apresada a ti. No me fío de ella… Esta Lina es capaz de suicidarse por no volver con Escanio.

Y así lo hicieron. Y los marineros y los prisioneros de cubierta vieron no sin extrañeza, pasear, mutuamente encadenados, al navarca y a la cortesana. Y si Lina se cansaba, también Benasur tenía que extenderse en el piso o sentarse en la litera. Benasur se aburría de esta compañía, pero no osaba cortarla por no privar a Lina de aquel esparcimiento.

- Me has contado muchas cosas de Escanio y de tu vida de cortesana, pero no me has dicho por qué huiste de Roma.

- ¿ No te he contado bastantes abominaciones que la justifiquen?

- No. Te criaste en la abominación y la abominación fue tu costumbre para que a los veinticinco años hayas sentido el hartazgo o la náusea. Dime, ¿por qué huiste de Roma?

Lina alzó la cabeza y se quedó mirando fijamente a Benasur. Tenía ojos negros, grandes. Se veía en ellos como una inocencia de niña que los hacía claros. El judío se preguntó qué secreto recurso tiene el alma para asomarse en una mirada limpia a través de tanta impureza.

- Mi evasión tiene una causa, que es la causa que aducen todas las cortesanas que huyen de la tutela de su patrón: el amor. ¿Tú crees que una mujer como yo, que nunca conoció el pudor, sea capaz de sentir el amor? ¿Es lícito creer en el amor de una mujer que ha sido prostituida para las mujeres y para los hombres? Sin embargo, es verdad. Estoy locamente enamorada. Y lo peor del caso es que lo estoy de una mujer. No me gustan los hombres. Los odio. Siempre han sido groseros y brutales conmigo… -Lina observó un gesto desabrido en Benasur-: ¿Qué, te repugna o te fatiga mi confesión? ¿No has sido tú el curioso? Escucha. Me enamoré de una mujer que no se mostró esquiva conmigo. Tiene ahora diecisiete años. Hace dos que la amo. Sus padres se fueron a vivir a Neápolis. Intenté hallar amante que me llevara a vivir a Neápolis. Desesperada, pensé que yo tenía que ir allí por mi cuenta. Para esto debía fugarme, ir al último confín del mundo y esperar dos o tres años a ser olvidada. Y regresar al lado de mi dulce amor. Apenas hace once meses que me escapé. Me horroriza pensar el tormento que me espera volviendo otra vez a los hombres…

- ¿ Pero eres correspondida?

- ¡ Qué importa eso! Lo que importa es amar y que el objeto de tu amor no se muestre esquivo… Yo sería feliz sólo con estar al lado de Tita. Tita se ríe de mí. Conoce mi debilidad y me zahiere, pero lo hace tan suavemente que enciende aún más mi pasión. La he colmado de regalos. La he cantado en odas sáficas. Le he dado dinero para sus caprichos… Y ella, en pago, me deja que la ame. No se irrita, no me denuncia. Me sonríe y me habla con dulzura…

- ¿ Esclava… o mujer libre?

- Liberta.

- ¿ Y tú crees que una situación así puede durar?

- ¿ Por qué no?

- Supongo que un día se casará…

- ¿ Por qué ha de casarse?

- Por lo que me has contado esa Tita no es de tu cuerda.

Lina sacudió de tal modo la mano que el tirón produjo un arañazo a Benasur:

- Perdón… -Luego, con un dejo de ensoñación, dijo-: ¡Qué importa eso! Tita es lo bastante joven para no tener todavía un juicio claro sobre el amor. Le gusta ser amada y se deja amar por mí… ¿Tú crees que yo puedo esperar algo más que su pasividad? En el amor siempre uno de los sujetos es pasivo. Por lo menos en el amor perfecto. Uno ama y el otro se deja amar. Lo principal es que el amado tenga un corazón con capacidad suficiente para recibir nuestro amor.

- Un amor homosexual es un amor estéril…

- Tú piensas así porque eres judío. El amor no debe tener otra finalidad que el amor mismo. El sentimiento por el sentimiento…

- ¿ Acaso tú renuncias a tener entre tus brazos a Tita?

- A tenerla en mis brazos, no. Pero sí a lo demás… ¡Odio el sexo! Nunca conocí los placeres de la carne. Soy mercancía erótica pero no sujeto sexual. Conozco todas las perversiones. He sido humillada recibiéndolas, he sido prostituida provocándolas. Pero mi naturaleza propende a la castidad. Si me fuera posible no tocaría en mi vida carne humana…

- ¿ Ni la de Tita?

- Ni la de Tita. Me conformaría con acariciar sus mejillas que tienen la tersura y el suave color de un pétalo de rosa Mirarme en sus ojos en los que veo su alma cándida y clara. Sorber su aliento, que es cálido y perfumado. ¡Amar, amar! Cuando se ama por simple y sencillo amor, con renuncia absoluta al sexo, ¿qué importa amar a un hombre o a una mujer? Yo amaría a Afrodita si como imagen no fuera inerte. Por eso me seduce y me satisface más haber puesto mis ojos y mi corazón en la dulce Tita.

- Acabará por explotarte, por burlarse de ti, por hacer escarnio de tu amor…

- ¡ Qué importa si así fuera! -respondió con vehemencia la cortesana. Y tras un breve silencio, con la vista fija en las duelas de la cubierta, agregó-: Tengo la seguridad de que me ha explotado y de que me explotará si Afrodita me concede el don de volver a ella… Es hermoso que el sujeto de tu amor sea cruel contigo, venal y caprichoso. El amor puro, como yo lo entiendo, debe ser una ascensión dura y difícil…

- Un amor puro -dijo Benasur con ligera mordacidad- que necesita acariciar las mejillas del ser amado… y mirarse a sus ojos. ¿Y si un día te da la tentación de acariciarle los senos? ¡Desdichada de ti si los encuentras perfectos, gratos al tacto! Enloquecerás hasta no poseerla…

- No me conoces, Benasur, ni conoces a las mujeres… Yo nunca tocaré los senos de Tita…

- ¿ Ni cuando la abraces?

- Ni cuando la abrace… Entonces nuestras bocas estarán unidas, succionándose en el aliento nuestras almas…

Benasur rió. Rió de tan perversa candidez. Lina crispó las facciones de su rostro. Principalmente los labios se le plegaron en un gesto de iracundia.

- ¡ Qué amor tan peregrino el tuyo! Apostaría cualquier cosa a que cuando abrazas a Tita tus pechos buscan los suyos. Y toda tú te estremeces al sentir el contacto y el roce de sus pezones. ¡Por la marca de Caín, Lina, que vives engañada!

La iracundia desapareció del rostro de la cortesana. Ahora tenía una expresión de amargura, de decepción. Con tono humilde, repuso:

- No, no vivo engañada… -Después, vehemente, casi con irritación, exclamó con una luz húmeda en los ojos-: ¡Venus propicia! ¿Y qué he de hacer, dime, qué he de hacer? No sabes lo sórdida que es la vida de una cortesana. Vivir de esa porquería que dicen amor y no poder defenderse de la miseria y del ultraje con un verdadero amor… ¿Por qué quieres manchar lo único limpio que llevo en mi alma?

- Yo no quiero manchar nada tuyo, Lina, Lo que sucede es que estás equivocada. ¿Qué haría yo en tu caso? Engatusaría a un hombre que me comprara a Liberio Escanio; luego haría que ese hombre me manumitiese; después, con las mismas artes, procuraría que me dispensara de su tutela. Y ya libre me introduciría en la soledad. Allí aquietaría mi espíritu y separaría con un recto raciocinio las pasiones de los sentimientos. Y si estás impedida para amar varón, porque los varones te escarnecieron, ama a mujer. Pero no a mujer que, en las pasiones, es nido de maldad como el hombre. Ama a una diosa, a Artemis por ejemplo, que sólo tiene espíritu. Que nunca te sería desleal. Y si no fueras gentil te aconsejaría que amaras mejor que a Artemis al Dios único y verdadero, al que los judíos llaman Yavé.

Sin mirarle, sin vacilar, Lina contestó ásperamente:

- No te entiendo, Benasur. ¿Quieres oírme una blasfemia? No cambiaría a Tita por ninguna diosa…

- Entonces no hables del amor perfecto, Lina. En este caso eres algo peor que una cortesana, que una prostituida: eres una lesbiana. Te disculpa el hecho de que no has sido tú quien ha escogido el camino. Ese malvado Liberio Escanio tiene la culpa de haberte puesto en él.

La joven iba a contestar, pero prefirió callarse al ver que venía hacia ellos el capitán del Python.

Décimo habló del tiempo. Estaba locuaz. Benasur apenas si puso atención a sus palabras. Recordaba una conversación sostenida con Mileto. Según el griego, Roma había llegado al apogeo de su grandeza, de su poderío con síntomas bien claros de una rápida, incontenible decadencia. En Roma podía verse a las matronas a la antigua usanza, plenas de virtudes hogareñas, madres de hijos sanos y robustos, junto a mujeres, también del patriciado, que en los años jóvenes recorrían toda la escala de la perversión. Empezaban con el adulterio, continuaban con amoríos escandalosos, asistían a las más licenciosas orgías y aún jóvenes caían en el homosexualismo o en la peor sodomía. Tráfico carnal con esclavas y esclavos. Los mismos hijos que iniciaban la carrera de los honores, afrentaban a los rectos varones con sus excesos e inmoralidades. No había licencia ni vicio oriental que esos jóvenes no adquiriesen. En el Foro y en las basílicas, incluso en el Senado, se escuchaban vibrantes pie zas de alta moral ensalzando las tradicionales virtudes romanas, al mismo tiempo que en el Pórtico de los Argonautas, hombres tenidos por las mentes más agudas y por los espíritus más selectos, hablaban en detrimento de la patria, de la familia; disculpaban los vicios y las uniones inconfesables al amparo de especiosas ideas o teorías sensoriales. En los hogares más respetables los hijos jóvenes escarnecían la moral doméstica en complicidad con sus padres, que toleraban desaprensivamente sus amancebamientos con las esclavas. La conclusión de Mileto era que el vicio y la decadencia los traía la esclavitud. ¿Qué esclavo o esclava bien parecidos, jóvenes y sanos, no procuraban atraer la atención de sus amos o de los criados calificados de la casa para, a cambio de su prostitución, adquirir ventajas y dinero? Se hablaba de los alejandrinos como sujetos especialmente obsecuentes a toda prostitución, por infame que ella fuera; pero era raro que los esclavos de cualquier otra nacionalidad no cayeran ante el contagio del ejemplo en las mismas retorcida» mañas. Por otra parte, la igualdad jurídica que día a día se establecía entre el hombre y la mujer, daba a ésta un instrumento de especulación económica. «La mujer no tiene principios morales -había comentado Mileto-, sino sentimientos morales. Y éstos sólo los recibe por la vía religiosa. Este ateísmo, esta indiferencia, esta incredulidad en que se descompone la religión romana acaba con los sentimientos religiosos de la mujer, por consecuencia con sus sentimientos morales, y la mujer romana va al vicio, a la inmoralidad más desenfrenada. No son tan peligrosas las que escandalizan con su cuerpo como las que especulan con su divorcio. Los vicios de lujuria pueden cauterizarse y si se quiere con leyes y restricciones se aíslan de la sociedad, pero el escepticismo, la pérdida de la moral no hay ley que los ataje. La falta de religión crea un páramo espiritual y no sé cuál sea la medicina, el remedio para resucitar al espíritu muerto.»

El caso de Lina, aunque diferenciado en sutilezas, era el caso de la mayoría de las mujeres del mundo romano. Que la radical del problema estuviera en la esclavitud no se atrevía a aceptarlo el judío. Muy apegado a la Vieja Ley, que toleraba la servidumbre, no veía la esclavitud como un mal infame, origen de tantas calamidades.

Benasur dejó sus pensamientos, pues hubo de contestar a una pregunta que le hacía Décimo. Respondió al capitán desabridamente. Luego miró a Lina, que sonreía con un gesto de melancolía. Sintió el ruido de las cadenas y experimentó un extraño malestar moral.

Desde luego, Lina era una pobre mujer. Se acordó de Sara, su gran amor de Alejandría. Y pensó que hasta para ser cortesana se necesitaba la gracia de Yavé.