CAPÍTULO 1
CUANDO la joven recobró el conocimiento, le dijeron que se llamaba Lilia Dane, que tenía veintitrés años y que estaba casada. Ella no tuvo otra alternativa que creerlo todo, puesto que no recordaba absolutamente nada.
—¿Dónde estoy? ¿Qué me ha sucedido? ¿Quién soy?
Una vez que le aseguraron que pronto se recuperaría, descubrió que, aunque no podía recordar nada del pasado y no tenía idea de qué haría en el futuro, podía pensar y razonar. Sin embargo, a pesar de sus constantes pesadillas, todavía podía analizar su situación, aunque no siempre eso la tranquilizaba, ni disminuía su temor de no volver a recordar nunca.
Le dijeron que ella iba sola en su coche en el momento del accidente y que había sufrido sólo unas cuantas contusiones, además de la pérdida de la memoria. Cuando le pasaron un espejo para que pudiera comprobar que no tenía ninguna señal en el rostro, se miró detenidamente en él.
Esa era la mujer a quien llamaban Lilia Dane. El nombre le gustaba. ¿Era porque se lo repetían constantemente desde que había despertado o porque en realidad era su nombre? ¿Y por qué habrían de mentirle el doctor y las enfermeras?
Reconoció que era muy guapa, aunque no había nada en sus facciones que llamara la atención, tenía el pelo negro, las cejas oscuras, los ojos grises, tirando a azules, y las pestañas muy largas. Su nariz era pequeña y regular, la boca muy proporcionada y los dientes muy blancos.
De pronto dejó el espejo encima de la cama. No tenía sentido hacer especulaciones. Debía aceptar a ese ser desconocido, al igual que todo lo demás. Al recordar que le habían dicho que su esposo iría a recogerla, lanzó un profundo suspiro y levantó las manos.
En el dedo anular de la mano izquierda tenía una alianza que parecía nueva y no excesivamente costosa. Si sólo pudiera recordar algo... Cualquier cosa. Sus labios temblaron y ella los apretó con firmeza. No debía enfurecerse, ya que con ello no resolvería nada sino que haría las cosas más difíciles. Al darse cuenta de que había entrado la enfermera, alzó la mirada rápidamente.
—Su esposo y su amiga están subiendo ahora por el ascensor, señora Dane. Tal vez recupere usted la memoria cuando los vea.
Lilia casi no prestó atención, pues había sido invadida por una mezcla de temor y curiosidad. ¿Ciertamente volvería a recordar?
¿Y si no era así?
Unos momentos más tarde ella levantó la mirada hacia el hombre que acababa de entrar, pero no le reconoció ni experimentó ninguna sensación de familiaridad que le ayudara a recobrar la memoria. Además, le fue imposible reaccionar ante él.
Sintiendo que se le rompía el corazón, se dio cuenta de que no era el tipo de hombre que le atraía, a pesar de estar casados. ¿La besaría? ¿Reconocería ella sus caricias?. Al mirarle de nuevo advirtió que era un hombre muy apuesto. Tenía el pelo rubio y los ojos azules, sin embargo, su expresión era fría e inspiraba muy poca confianza.
—Lilia, querida —dijo él titubeando—. Gracias a Dios que estás bien —añadió con un tono que a ella le resultó muy extraño—. Sybil y yo hemos estado muy preocupados por ti.
¿Sybil? Por primera vez Lilia miró a la mujer que iba con él. ¿Sería su amiga? Ésta se inclinó para besarle la mejilla suavemente, pero no dijo nada. El pánico de la joven aumentó al recordar que el doctor le había dicho que podía abandonar el hospital ese mismo día.
El pánico aumento, y a Lilia se le hizo un nudo en la garganta. El doctor había dicho que podía irse ya e iban a entregarla a estos dos desconocidos.
—Físicamente está muy bien —le había asegurado el doctor—. Pienso que usted ha aprovechado el accidente para olvidar alguna experiencia desagradable y que su mente aprovechó el accidente para rechazarla por medio de la pérdida de la memoria.
—Entonces... ¿podré recordar alguna vez, si en mi subconsciente deseo lo contrario?
—Creo que todo es cuestión de tiempo, Lilia.
—Maurice, dame la maleta, será mejor que salgas, mientras ayudo a Lilia a vestirse —la voz áspera de Sybil interrumpió los pensamientos de la enferma.
Ella había visto la maleta, que él tenía en la mano, pero no se le había ocurrido pensar qué era su ropa. El hombre dio la vuelta y se dirigió hacia la salida. Aunque se alegraba de que Sybil le hubiera obligado a marcharse, a Lilia le pareció muy sorprendente que no le permitieran a un hombre ver como se vestía su esposa.
En silencio, la mujer a quien la joven enferma no podía considerar su amiga por más que lo intentaba, le dio la ropa interior, completamente nueva, y cuando empezó a vestirse, se dio cuenta de que nada de lo que la mujer le entregaba, lo habían usado antes y eso le provocó una gran decepción. Ella esperaba que al ver sus propias pertenencias, sería capaz de recordar algo, pero ni siquiera le habían dado esa oportunidad. Además, esa ropa no le gustaba. Le desagradaba su aspecto y el roce contra su piel, y no comprendía cómo había podido tener tan mal gusto al elegir prendas como las que le acababan de entregar, si realmente las había comprado ella.
La enfermera le había asegurado que la llegada de su esposo posiblemente le devolvería la confianza en sí misma. Pero no fue así y a cada momento se sentía peor.
—Vamos —dijo Sybil, bruscamente—. Tenemos que recorrer un largo camino y hablar acerca de muchas cosas. No puedes llegar a un lugar desconocido para ti y presentarte en tu nuevo trabajo, sin saber nada al respecto.
Para ser su amiga. Sybil no demostraba mucha simpatía. ¿Qué quería decir con eso? Lilia se oprimió los nudillos de una mano contra sus labios, que habían empezado a temblar. Era evidente que no iba a volver a su hogar ni a una calle bien conocida por ella donde gradualmente pudiera ir atando los hilos de su pasado. Antes de marcharse, tomaron café en un pequeño establecimiento, cerca del hospital.
—¿Así que no recuerdas absolutamente nada? —preguntó Maurice Dane con insistencia, clavando su mirada en ella.
—Nada en absoluto —contestó Lilia disculpándose—. Temo que no... te recuerdo, ni tampoco si estoy casada, ni... ni nada —terminó con timidez sin poder evitar sonrojarse.
Él dirigió una mirada rápida a la otra mujer y a Lilia le pareció ver un brillo de satisfacción en la expresión de Sybil. ¿Por qué se alegraba esa mujer de que ella no recordara?
—En ese caso —agregó Maurice con voz suave— será mejor que te hablemos un poco sobre tu vida pasada —hizo una pausa y luego añadió—: Cuando llamé por teléfono al hospital y me dijeron que habías perdido por completo la memoria, no podía creerlo.
La expresión del hombre no era exactamente de júbilo, pero no parecía tan preocupado como un hombre cuya esposa sufre amnesia.
—Sybil ha mencionado algo sobre un empleo —comentó Lilia.
—Creo que será mejor que empecemos hablando de nuestra llegada a Inglaterra desde Australia.
¡Australia! A eso se debía el leve acento que había notado en su voz. Un poco desconcertada, la joven preguntó si ella también había estado viviendo en Australia.
—¡Así es! Allí fue donde nos conocimos. Casualmente, vosotras habíais decidido volver a la vieja patria al mismo tiempo que yo. Me refiero a Sybil y a ti. Así que los tres volvimos juntos.
—¿Cuándo tú y yo...? —inconscientemente miró la alianza
que llevaba en su dedo.
—Nos enamoramos durante el viaje, y nos casamos nada más desembarcar.
—¿Cuándo... fue eso?
—Hace seis semanas.
¿Era posible olvidar seis semanas de matrimonio?
—Teníamos que encontrar trabajo —continuo él—. Como tú no te querías separar de Syb decidimos buscar juntos y lo conseguimos.
—¿De veras? —preguntó Lilia con voz débil. Le parecía extraño que una mujer recién casada no quisiera separarse de su amiga y que el marido aceptara de buena gana esa situación.
—Sí, un par de semanas más tarde, vi este anuncio. Un extraño tipo buscaba un ama de llaves, un hombre para diversos trabajos y una secretaria. Hicimos la solicitud... ¡y obtuvimos el empleo!
—¿Qué voy a hacer yo? —preguntó la muchacha.
—Trabajarás como secretaria.
—¿Sé escribir a máquina, sé taquigrafía?
—Taquigrafía no, pero eres mecanógrafa. Y se trata de que pases a máquina lo que él escribe a mano. Así trabajan muchos escritores.
—¿Un escritor? —a pesar de la depresión que sentía, esa idea despertó en Lilia un leve interés—. ¿Qué tipo de libros escribe?
—No sé. Pero eso no importa. Es un empleo, ¿no?
—¿Dices que es un tipo muy extraño? ¿En dónde vive? ¿Y en qué lugar estamos ahora?
—Nosotros estamos en Somerset —Maurice titubeó y prosiguió—: El vive en Devon —la miró fijamente—. En Dartmoor.
—¡Cielos! —exclamó Lilia con voz débil—. ¡entonces, es un hombre muy solitario!
Al menos, había oído hablar de Dartmoor sabía dónde estaba. Maurice pareció tranquilizarse, y, por primera vez desde que había llegado, su boca se curvó en una sonrisa.
—Sobre gustos no hay nada escrito —comentó, apartando a un lado su taza vacía—. Bien, será mejor que nos vayamos.
—Hay muchas cosas que me gustaría saber sobre mí —confesó Lilia—. Quiero saber mi nombre de soltera, y por qué estuve en Australia. No me siento australiana.
—No lo eres —dijo Maurice— los tres somos ingleses —se inclinó por encima de la mesa y le dio una palmada en la mano—. Sé cómo te debes sentir, querida, pero tardaríamos mucho en contarte la historia de tu vida. Además, no olvides que nos conocíamos desde hacía muy poco tiempo. Hay muchas cosas de ti que yo mismo no sé.
—Pero Sybil debe saberlas. Dices que éramos amigas aun antes de conocerte, ¿no es cierto?
—Pero también hacía poco tiempo que éramos amigas —se apresuró a decir Sybil—. Quiero decir, relativamente poco tiempo —añadió, cuando Maurice pareció dirigirle una mirada de advertencia—. No éramos amigas de la infancia, ni nada por el estilo... —Creo que debemos ponernos en camino —Maurice miró con impaciencia su reloj—. Endacott me ha advertido que llegáramos antes que oscureciera. Aparentemente, el lugar es peligroso de noche. Tendrás que hacer las preguntas según se te vayan ocurriendo. Y si sabemos las respuestas te las daremos, ¿te parece bien? —preguntó dirigiéndose hacia su esposa.
A ella las cosas no le parecían nada bien, pero no tuvo más remedio que aceptarlas tal como eran.
¡Cuánto deseaba recobrar pronto la memoria, pensó Lilia, entristecida, mientras les seguía hacia el automóvil. Sería terrible tener que depender de otros para saber todo sobre sí misma. Pero no sólo se trataba de eso. Ella no lograba comprender muchas de las cosas que le habían revelado. Si sus dudas hubieran surgido antes, le habría preguntado al doctor si la pérdida de la memoria podía ocasionar cambios drásticos en la personalidad, ya que su supuesto pasado le parecía completamente ajeno.
El hospital donde Lilia había pasado los últimos días se encontraba en los límites de Somerset y Devon. Llegaron al atardecer de aquel día de invierno a Morentonhampstead, situado en las orillas de Dartmoor. Había aún suficiente luz en el páramo para ver las suaves ondulaciones interrumpidas por afloramiento de granito. Sólo unos cuantos árboles aislados adornaban el paisaje, revelando la violencia de los vientos occidentales en aquella tierra sin protección alguna.
Lilia se estremeció. No le habría gustado cruzar sola aquella tierra inhóspita, aun de día y mucho menos de noche. Lilia se dio cuenta de que, aunque era noviembre, el invierno parecía bastante avanzado allí. ¿Y cómo sabía ella que era noviembre? Trató de dominar su excitación. Tal vez estaba empezando a recordar, pero no debía forzar las cosas. Se concentró en el camino. La visibilidad era mala, pues la lluvia caída con fuerza debido a las ráfagas de viento. A la tenue luz del crepúsculo, grandes rocas de granito surgían como fantásticas bestias prehistóricas.
—¿Qué sabéis sobre este señor Endacott? —se aventuró a preguntar.
—Nada más lo que decía en el anuncio y en su carta —contestó Sybil.
—Sí —intervino Maurice— pero no traemos la carta.
Lilia se dio cuenta de que Maurice no deseaba que ella leyera esa carta. Pero eso resultaba ridículo. ¿Por qué iba a ocultarle algo su esposo?
—Puedo recordarla casi de memoria —agregó Sybil. adivinando los pensamientos de Lilia—. Decía que la paz y la quietud eran esenciales para él, que esperaba que el personal contratado fuera eficiente y además discreto, para que no se revelara localmente su identidad, y nadie le molestara.
—Debe ser un escritor bien conocido —murmuró ella—. ¿Habías oído hablar de él antes, Maurice?
—No, pero yo no soy muy aficionado a los libros.
Eso era algo que ella y su esposo no tenían en común. Con emoción, Lilia recordó algo más sobre sí misma: estaba segura de que su hobby favorito era la lectura.
—¿Sabe el señor Endacott, que no recuerdo nada?
—Sí, tuve que explicarle por carta por qué nos habíamos retrasado una semana.
—¿Y no le importará?
—¿Por qué había de importarle? Eso no influirá en tu trabajo.
—No, supongo que no —respondió no demasiado convencida.
Cerró los ojos tratando de imaginarse el teclado de una máquina de escribir. Movió los dedos, pero advirtió que no estaban lo suficientemente ágiles como para conseguir un número aceptable de pulsaciones. Esperaba que el señor Endacott no fuera demasiado exigente.
Durante el camino pasaron frente a Princetown. Cuando oyó pronunciar ese nombre. Lilia recordó que se trataba de una prisión. Unos cinco kilómetros más adelante, después de pasar por un estrecho camino, se encontraron ante una maravillosa casa.
—¡Esa debe ser la granja Wolfstor, el lugar donde vive Endacott! —exclamó Sybil.
Era un enorme edificio de granito, grande y cuadrado. Todas sus ventanas estaban sumidas en la oscuridad, a excepción de una; pero cuando el coche se detuvo, se encendió la luz del porche y apareció un hombre alto y delgado.
Cuando Maurice Dane condujo a Lilia hacia la luz los ojos del escritor se abrieron, como si estuviera completamente sorprendido y, por un instante, ella tuvo la impresión de que iba a llamarla por su nombre. Sin embargo eso le parecía ridículo puesto que nunca se habían visto.
—Siento mucho que hayamos llegado con una semana cié retraso —dijo Maurice con cierta indiferencia—, pero... —se encogió de hombros, expresivo.
—Debido al accidente de su esposa —contestó el hombre—. Comprendo muy bien —sus ojos se volvieron de nuevo hacia Lilia y esta vez la joven advirtió algo casi hostil en la expresión de sus profundos ojos verdes—. Pasen —continuó mirándola con tal intensidad que ella se ruborizó, apresurándose a entrar en aquella casa situada en medio de la gris desolación de los páramos. Su nuevo jefe los condujo hacia una habitación que había a la derecha del vestíbulo de entrada, y les explicó que ése era su cuarto de trabajo.
—Soy Tor Endacott. A usted, señor Dane, le conozco, aunque sólo por carta, desde luego. Así que voy a pedirle que me presente a las damas.
—Sybil Chalmers, ama de llaves... y mi esposa Lilia, que trabajará como su secretaria.
Lilia extendió la mano y el hombre la oprimió con tuerza.
Ella se quedó sorprendida al sentir un agradable cosquilleo. A toda prisa retiró su mano y vio cómo el escritor torcía los labios en una amplia sonrisa. Era como si él hubiera adivinado la razón por la que ella había retirado la mano. Tor Endacott era muv atractivo, pero Lilia no tenía por qué reaccionar de ese modo, así que bajó la mirada para disimular su confusión.
Aunque él se dirigía principalmente a Maurice. Lilia sintió cómo esa extraña mirada volvía una y otra vez a ella. Sin embargo, la anterior animosidad había sido sustituida por una expresión firme, controlada y desconcertante.
A pesar de la turbación que sentía, Lilia le examinó detenidamente. Ella había pensado que su nuevo jefe sería un profesor anciano, sin embargo, se había equivocado por completo. Era muy alto, de casi un metro noventa centímetros de estatura y muy delgado. No resultaba muy apuesto, pero ciertamente tenía un aspecto distinguido.
—¿No les gustaría ver sus habitaciones? —preguntó por fin—. Una vez que se hayan duchado, pueden bajar a comer. Ésta será la última cena que prepare yo. o. al menos eso espero —añadió divertido—. Después podremos discutir las obligaciones de cada uno, especialmente de mi secretaria —de nuevo, la brillante mirada se dirigió hacia Lilia, que advirtió cierta hostilidad en su expresión. ¿Qué podía tener contra ella, si acababa de conocerla?
La pequeña habitación de Sybil estaba situada sobre el porche de entrada, entre un dormitorio sin ocupar y la habitación del dueño de la casa. En cambio, la de Lilia y Maurice estaba al fondo de la casa.
Al ver que había dos camas, ella sintió un gran alivio.
Tor Endacott los dejó para que se instalaran. Además de la maleta que Maurice había llevado al hospital, había otra más grande, y mientras Lilia deshacía el equipaje y colgaba los vestidos en el guardarropa, pensó de nuevo en la falta de gusto que manifestaban esas prendas.
—¿Vas a cambiarte para cenar? —le preguntó Maurice.
El no se había molestado en sacar sus cosas. Estaba sentado en la orilla de una de las camas, fumando un cigarrillo y observándola con un curiosa expresión. ¿Qué estaría pensando? Lilia esperaba que al estar juntos de nuevo él no creyera que todo iba a ser como antes del accidente.
—Yo... no lo creo —le molestaba la idea de desvestirse frente a él ¿Frente a su propio esposo? Buscó una excusa aceptable, que no le ofendiera—. No vale la pena, ¿verdad? Quiero decir... será sólo un par de horas.
En el espejo del guardarropa ella pudo, por primera vez, mirarse de cuerpo entero. Mientras se cepillaba el pelo, advirtió que el vestido no le quedaba demasiado bien. Era una talla muy grande para ella, en un horrible tono color de rosa, que no le gustaba. Daba la impresión de haber sido comprado de manera precipitada. Aun en las circunstancias más apremiantes, ella habría podido encontrar ropa de su talla. Medía aproximadamente un metro setenta centímetros, tenía dos piernas delgadas, los pies muy pequeños y sus senos formaban un curioso contraste con su delgada cintura.
Se iba a retocar la boca con un lápiz de labios que encontró en su bolso, pero al ver el color de rosa que hacía juego con el horrible tono del vestido, decidió no usarlo. Esperaba ansiosamente tener oportunidad de hacer algunas compras.
No le fue difícil localizar la cocina, debido al agradable olor que procedía de allí. Era una habitación amplia y alegre, amueblada en madera de pino, con aditamentos modernos. La mesa ya estaba puesta.
Maurice y Sybil se comieron el delicioso cocido, pero Lilia apenas lo probó. Estaba muy preocupada por el futuro, sobre todo, por el trabajo que tendría que desempeñar para Tor Endacott, que parecía un jefe muy exigente. También tenía la impresión de que, cada vez que se encontraba accidentalmente con él, la miraba como si algo en ella le molestara.
Una vez que terminaron de cenar. Tor los invitó a tomar el café en la sala. Era una habitación cálida y acogedora, decorada en tonos beiges y rosas. A pesar de sus temores, Lilia consiguió relajarse cuando se acomodó en el amplio sofá, estilo antiguo, mientras se familiarizaba con un precioso gato, que aceptó de buen grado sus caricias. Envidiaba un poco a Sybil ya que sería el ama y señora de la casa. Sin embargo, aquel ambiente le resultaba a Lilia muy agradable, pues permitía olvidarse de su propia soledad.
Cuando llegó el momento de hablar sobre las obligaciones de la joven, Tor sugirió que Sybil y Maurice se retiraran, asegurándoles que no les interesaría lo más mínimo su conversación y que tardarían bastante tiempo en discutir los detalles. A ellos no les quedó más remedio que obedecer y a Lilia no le agradó la idea de quedarse a solas con su nuevo jefe. Pero, no debía preocuparse, pues él sabía todo acerca de su amnesia, y no le pediría información que ella no pudiera proporcionarle.
Se preguntó si Maurice habría dado referencias de ella y si le habrían gustado. Quizá los nombres de las personas que la habían recomendado y el recuerdo de sus empleos anteriores, podrían ofrecerle pistas del pasado. Le sorprendía que un hombre contratara a tres personas recién llegadas al país sin verificar las referencias que le hubieran ofrecido.
Cuando la puerta se cerró al salir Sybil y su esposo. Lilian sintió un intenso nerviosismo. Sin el apoyo de ellos, se sentía sola y vulnerable. Más aún, seguía viendo algo en aquel hombre que la inquietaba, aunque no podía decir qué era. Tal vez se debía al accidente, pero seguía teniendo la impresión de que ese hombre la miraba con hostilidad.
Ella estiró los brazos, tratando de fingir que estaba muy segura de sí misma. Tor se encontraba apoyado contra la chimenea, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, examinándola con una expresión de desprecio que a ella le molestó profundamente, sólo quería que él dijera lo que tuviese que decir y después la dejara marcharse de allí. Cuando habló, no se refirió al trabajo. Lo que dijo fue tan increíble y cruel, dadas las circunstancias, que ella se quedó pasmada sin saber que decir.
—Y ahora, señora Dane —su voz era fría, insinuante— ahora que estamos solos, tal vez me diga la verdad... ¿es cierto que ha perdido la memoria?