7. Antes del cambio

Querido R. Mi padre y yo estuvimos viendo el debate Kennedy-Nixon. Después de que te marcharas, compró un televisor. Una pantalla pequeña y dos antenas. Está en el comedor, frente al aparador, así que ahora resultaría difícil sacar la plata y los manteles finos si es que alguien quisiera sacarlos. ¿Por qué en el comedor, donde no hay siquiera una silla que sea cómoda? Porque desde hace tiempo no recuerdan que tienen una sala de estar. O será porque la señora Barrie quiere ver la tele a la hora de cenar.

¿Te acuerdas de esa habitación? Lo único que ha cambiado es el televisor. Pesadas cortinas con hojas granate sobre un fondo beige, y visillos. El cuadro de Sir Galahad sobre su caballo y el cuadro de Glencoe, ciervos en lugar de la matanza. El viejo archivo que trajeron hace años del despacho de mi padre, pero no han encontrado todavía un lugar para colocarlo, así que allí está, ni siquiera lo han arrimado a la pared. Y la máquina de coser de mi madre, cerrada (la única vez que habla de mi madre es cuando dice «la máquina de coser de tu madre»), y la misma colección de plantas, o al menos eso parece, en tiestos de barro o en latas, ni florecen ni se mueren.

Así que ya estoy en casa. Nadie se ha atrevido a sacar a relucir la cuestión de cuánto tiempo voy a quedarme. Lo único que hice fue meter libros, papeles y ropas en el mini y me vine desde Ottawa en un día. Le dije a mi padre por teléfono que había terminado mi tesis (la verdad es que la he abandonado, pero no me molesté en decírselo) y que necesitaba un descanso.

—¿Un descanso? —dijo, como si nunca hubiera oído esa palabra—. Bueno, con tal de no sea por cuestión de nervios…

¿Cómo?, pregunté.

—Una cuestión de nervios —dijo con una risa socarrona. Ésa es la manera en que se refiere a los ataques de pánico, a la ansiedad aguda, a la depresión y al derrumbe emocional. Probablemente les dice a sus pacientes que levanten el ánimo.

Injusto. Probablemente los manda a casa con unas cuantas píldoras entumecedoras y unas cuantas palabras secas y amables. Tolera los defectos de otras personas más fácilmente que los míos.

No me hizo un gran recibimiento cuando llegué, pero tampoco lo vi consternado. Dio una vuelta alrededor del mini, gruñó a la vista del coche y comprobó los neumáticos.

—Lo raro es que hayas llegado hasta aquí —dijo.

Pensé en darle un beso; más por desafío que por afecto, más que nada por un así es como ahora hago las cosas. Pero en el momento en que mis zapatos tocaron la gravilla, supe que no podría. Allí estaba la señora B., a medio camino entre el coche y la puerta de la cocina. En lugar de darle un beso a él, me acerqué a ella y le di un abrazo y acaricié el curioso corte de sus cabellos negros a lo paje chino que rodeaba su pequeña cara marchita. Al abrazarla, noté el olor cargado de su jersey, el deje a lejía de su delantal y sus huesos como palitos. Apenas me llega a la clavícula.

—Es un día precioso, ha sido un viaje estupendo —dije nerviosa. Así era. Así había sido. Las hojas conservaban su color, sólo tenían oxidados los bordes, y los rastrojos lucían como el oro. ¿Por qué ha de palidecer la belleza del paisaje en presencia de mi padre y en su territorio (y no olvidemos la presencia de la señora Barrie y de su territorio)? ¿Por qué el que lo mencione (o el hecho de que lo mencione de manera franca, no mecánica) parecer ser la misma cosa que mi abrazo a la señora B.? Lo primero parece insolencia, y lo segundo, pretendida efusión.

Cuando terminó el debate, mi padre se levantó y apagó la televisión. Nunca ve los anuncios, a no ser que la señora B. diga que quiere ver al niño mono mostrando su dentadura o al pollito persiguiendo a la cosa ésa (no le da la gana decir «avestruz», o es que no se acuerda de la palabra). Él le consiente lo que ella quiera, cereales danzarines incluidos, y a lo mejor dice «bueno, a su manera está bien hecho». Creo que es una manera de hacerme una advertencia.

¿Qué pensaba de Kennedy y Nixon?

—Sólo son un par de estadounidenses.

Intenté que hablara un poco más:

—¿Qué quieres decir?

Cuando le pides que hable de temas que cree que no necesitan aclaración, o que argumente una opinión que no cree que requiera ser demostrada, hace ese gesto de levantar su labio superior por un lado, mostrando un par de dientes manchados de tabaco.

—Pues un par de estadounidenses —dijo, como si las palabras me hubieran pasado de largo la primera vez.

—Nos sentamos sin hablar pero tampoco en silencio, porque, como quizá recuerdes, su respiración es ruidosa. Su respiración se arrastra por caminos pedregosos y atraviesa puertas chirriantes. Luego gorjea y gorgotea un poco, como si tuviera un aparato de respiración artificial encerrado en el pecho. Tuberías de plástico y burbujas de colores. Hay que comportarse como si no pasara nada, y pronto me acostumbraré. Pero ocupa mucho espacio en la habitación, al igual que su considerable y duro estómago, sus largas piernas y su expresión. ¿Cómo es esa expresión? Es como si tuviera una lista de ofensas, tanto recordadas como previstas, y dejara claro que puedes agotar su paciencia tanto por lo que haces mal y a sabiendas como por otras cosas que ni siquiera sospechas. Creo que muchos padres y abuelos hacen todo lo posible por conseguir esa expresión —incluso aquellos que, al contrario de él, no tienen autoridad alguna fuera de su casa—, pero la suya es la única que se mantiene perfectamente perfecta.

R., hay muchas cosas que hacer y poco tiempo —como se suele decir— para deprimirse. Las paredes de la sala de espera están desgastadas por generaciones de pacientes que han apoyado en ella sus sillas. Los ejemplares que hay sobre la mesa de Reader’s Digest están deshechos. Los archivos de los pacientes se encuentran en cajas de cartón bajo la camilla, y las papeleras —que son de mimbre— están destrozadas por los bordes superiores, como si las hubieran roído las ratas. Y la casa no se encuentra en mejor estado. En el lavabo de abajo hay resquebrajaduras que parecen cabellos castaños y una desconcertante mancha rojiza en el inodoro. Bueno, ya te habrás fijado. Es una tontería, pero lo más molesto creo que son los cupones y folletos de anuncios. Están por los cajones y metidos bajo los platillos o sueltos por ahí, y las rebajas y descuentos que anuncian han caducado hace semanas, meses o años.

No es que se abandonen o no se esfuercen. Pero todo es complicado. Envían la ropa para que la laven fuera en lugar de que lo haga la señora B., lo cual es una decisión sensata, pero mi padre no recuerda nunca el día en que la van a traer de vuelta, con lo que se montan increíbles follones sobre si habrá suficientes batas, etc. Y la señora B. está convencida de que la engañan en la lavandería, que se toman la molestia de arrancar de la ropa las etiquetas con los nombres y coserlas a prendas de menor calidad. Así que discute con el que hace las entregas y le dice que siempre viene aquí en último lugar, y probablemente tenga razón.

Luego hay que limpiar los aleros y el sobrino de la señora B. debe venir a limpiarlos, pero se ha hecho daño en la espalda y viene su hijo, pero tiene tanto trabajo que no aparece nunca, etc, etc.

Mi padre llama al hijo del sobrino de la señora B. por el nombre del sobrino. Es lo que hace con todo el mundo. Se refiere a las tiendas y a los negocios del pueblo con el nombre de los dueños anteriores o incluso con el de los que precedieron a aquéllos. Es más que un simple lapso de memoria, es pura arrogancia. Se sitúa más allá de la necesidad de conocer esos detalles. La necesidad de fijarse en los cambios. O en los individuos.

Le pregunté de qué color quería pintar las paredes de la sala de espera. Verde pálido, le pregunté, o amarillo pálido. Preguntó: ¿Quién lo va a pintar?

—Yo.

—No sabía que fueras pintora.

—He pintado los sitios donde he vivido.

—Puede ser. Pero yo no los he visto. ¿Qué vas a hacer con mis pacientes mientras pintas?

—Lo haré un domingo.

—A algunos no les iba a hacer ninguna gracia cuando se enterasen.

—¿Estás bromeando? ¿En estos tiempos?

—A lo mejor no son los tiempos que tú crees, al menos por aquí.

Luego dije que podía hacerlo por la noche, pero objetó que el olor al día siguiente revolvería muchos estómagos. Al final lo único que me dejó hacer fue tirar los Reader’s Digest y colocar algunos ejemplares de Maclean’s, Chatelaine, Time y Saturday Night. Luego comentó que hubo quejas. La gente echaba de menos buscar los chistes que recordaba en los Reader’s Digest. Y a algunos no les gustaban los escritores modernos. Como Pierre Berton.

—Lástima —dije, y me resultó increíble que me temblara la voz al decirlo.

Luego la emprendí con el archivo del comedor. Pensé que probablemente estaba lleno de carpetas de pacientes muertos desde hacía años y que podía eliminarlas y llenarlas con las que había en las cajas de cartón, y llevarlo todo de nuevo a la consulta, que es donde debería estar.

La señora B. vio lo que hacía y fue a buscar a mi padre. A mí, ni una palabra.

Me preguntó:

—¿Quién te manda meter aquí las narices? Desde luego, no he sido yo.

R., los días en que tu estuviste aquí, la señora B. estaba de vacaciones de Navidad con su familia. (Su marido parece que lleva media vida enfermo con un enfisema y no tiene hijos, pero sí toda una horda de sobrinos y sobrinas y demás parientes). No creo que tú la hayas visto, pero ella a ti sí te ha visto. Ayer me preguntó: «¿Dónde está el señor Fulano de Tal, con el que se suponía que estabas comprometida?». Se había fijado, por supuesto, en que no llevaba mi amigo.

—Me imagino que en Toronto —dije.

—Yo estaba en casa de mi sobrina las Navidades pasadas y os vimos a ti y a él paseando por la calle y mi sobrina dijo: «¿Adónde irán esos dos?».

Así es como habla y me suena bastante normal salvo cuando tengo que escribirlo. Me imagino que lo que insinuaba es que iríamos a un sitio a hacer nuestras cosas, pero si te acuerdas, tú y yo estábamos bajo mínimos y simplemente caminábamos para no quedarnos en casa. No. Salimos para seguir nuestra pelea, que no podíamos contener.

La señora B. comenzó a trabajar para mi padre más o menos en la época en que yo me fui a un internado. Antes habíamos tenido algunas chicas jóvenes que me caían bien, pero se marchaban para casarse o trabajar en las fábricas de guerra. Cuando yo tenía nueve o diez años y ya había estado en la casa de algunas amigas del colegio, le dije a mi padre: «¿Por qué tiene que comer con nosotros la criada? Las criadas de otras personas no comen con ellas».

Mi padre contestó: «A la señora Barrie, las llamas señora Barrie. Y si no te gusta comer con ella, puedes ir a comer a la leñera».

Luego empecé a acercarme a ella para sonsacarle. No solía hablar. Pero cuando lo hacía, valía la pena. Me lo pasaba en grande imitándola en el colegio.

(Yo) Tiene usted un pelo muy negro, señora Barrie.

(Señora B.) En mi familia es normal el pelo negro. Todos tienen el pelo negro y nunca les salen canas. Eso por el lado de mi madre. Los tenía negros hasta en el ataúd. Cuando se murió mi abuelo lo tuvieron en ese sitio en el cementerio durante el invierno mientras la tierra estaba helada y al llegar la primavera, cuando iban a enterrarlo, una de nosotras dijo: «Vamos a ver cómo ha pasado el invierno». Así que hicimos que el hombre levantara la tapa y allí estaba con un aspecto buenísimo y su cara ni estaba oscura ni chupada ni nada por el estilo y su pelo negro. Negro.

Podía imitar incluso sus risitas, risitas o ladridos, que emite no para indicar que algo es gracioso, sino como una especie de puntuación.

Cuando te conocí, ya me avergonzaba de hacerlo.

Después de que la señora B. me contara aquello sobre su pelo la vi salir un día del cuarto de baño del piso de arriba. Corría para contestar al teléfono, que no me dejaban contestar. Tenía el pelo cubierto por una toalla y por su cara corría una gota oscura. Una gota oscura, púrpura, y pensé que sangraba.

Como si su sangre fuera excéntrica y oscura de maldad, como a veces parecía serlo su naturaleza.

«Le sangra la cabeza», dije, y respondió «apártate de mi camino» y siguió corriendo para contestar el teléfono. Entré en el cuarto de baño y vi chorretones púrpura en el lavabo y el tinte de pelo sobre el estante. Nunca hablamos de aquello y ella siguió diciendo que todo el mundo por el lado de su madre tenía el pelo negro en el ataúd y que ella también lo tendría.

Mi padre tenía una extraña manera de fijarse en mí en aquellos tiempos. Podía pasar por una habitación donde yo estuviera y decir, como si no me hubiera visto:

El principal defecto del rey Enrique

era que mascaba trozos de cordel…

Y a veces me hablaba con una voz teatralmente gruñona.

—Hola niña. ¿Te gustaría tomar un caramelo?

—Yo había aprendido a contestar con una voz de niñita aduladora.

—Oh, sí, señor.

—Bueeeeeno —alargando la e—. Bueeeeeno. Pues no te lo voy a dar.

Y:

—«Solomon Grundy nació el lunes» —y me tocaba con el dedo para que yo siguiera.

—«Se bautizó el martes…»

—«Se casó el miércoles…»

—«Enfermó el jueves…»

—«Empeoró el viernes…»

—«Murió el sábado…»

—«Fue enterrado el domingo…»

Luego los dos juntos, como un trueno: «¡Y ése fue el final de Solomon Grundy!».

Nunca había introducción alguna, ni comentarios al acabar aquellos versos. En broma intenté llamarle Solomon Grundy. A la cuarta o quinta vez, dijo. «Ya basta. No es mi nombre. Soy tu padre».

Después de aquello no volvimos a recitar esos versos.

Cuando te vi por primera vez en el campus, y estabas solo y yo también, parecías recordarme, pero no estabas seguro de si debías decirlo. Sólo habías dado una clase, sustituyendo a nuestro profesor habitual, y nos explicaste qué era el positivismo lógico. Hiciste una broma sobre lo curioso que resulta traer a uno de la Facultad de Teología para eso.

Parecías dudar de si debías saludarme o no, así que yo dije: «El anterior rey de Francia es calvo».

Ése era el ejemplo que nos habías puesto de una afirmación sin sentido porque el sujeto no existe. Pero me lanzaste una mirada verdaderamente atónica y acorralada, que disfrazaste con una sonrisa profesional. ¿Qué pensaste de mí?

Una sabihonda.

R., aún tengo el estómago un poco hinchado. No quedan señales, pero cuando lo agarro con las manos está flácido. Por lo demás estoy bien, mi peso vuelve a ser normal o un poco más bajo. Aunque he envejecido un poco, me parece. Creo que parezco tener más de veinticuatro años. Sigo llevando el pelo largo y pasado de moda, la verdad es que está hecho un asco. ¿Es en honor a ti, que nunca querías que me lo cortara? No sabría decir.

De todas formas, he empezado a dar largos paseos por el pueblo para hacer ejercicio. Antes, en verano, andaba por donde me daba la gana. No tenía ningún sentido de las reglas, ni de las diferentes clases de gente. Tal vez se debía a que nunca había asistido a la escuela del pueblo o a que nuestra casa estaba en las afueras, al final del camino largo. No pertenecía a este sitio. Iba a las caballerizas que había junto al hipódromo, donde los hombres eran propietarios o entrenadores de caballos y el resto de la gente joven eran chicos. Yo no sabía el nombre de ninguno, pero ellos conocían el mío. No les quedaba más remedio que aguantarme por ser yo la hija de quien era. Nos permitían servir el pienso y limpiar detrás de los caballos. Era como una aventura. Llevaba una vieja gorra de golf de mi padre y unos pantalones cortos y holgados. Subíamos al tejado y los chicos forcejeaban e intentaban echarse unos a otros, pero a mí me dejaban en paz. De vez en cuando los hombres nos decían que nos largáramos de allí. Me preguntaban: «¿Sabe tu padre que está usted aquí?». Los chicos se hacían bromas y al que le hacían más burlas fingía que vomitaba, y yo sabía que aquello iba dirigido a mí. Dejé de ir. Renuncié a ser la Chica del Dorado Oeste. Bajaba al muelle y contemplaba los barcos del lago, aunque creo que nunca llegué ni a soñar que pudieran tomarme por una marinera. Tampoco trataba de engañarles haciéndome pasar por cualquier cosa que no fuera una chica que simplemente pasea. En una ocasión, un hombre se inclinó sobre la borda y me gritón: «Oye, tú, ¿ya te han salido los pelos ahí abajo?».

A punto estuve de contestar: «¿Disculpe?». No me sentía tan asustada ni humillada como desconcertada. Que un hombre mayo, a cargo de un trabajo de responsabilidad, pudiera interesarse por la porción de pelo que brotaba entre mis piernas. Que se molestara en sentirse asqueado por aquello, como sin dejar lugar a dudas indicaba su voz.

Han derribado las caballerizas. La carretera que lleva al puerto ya no es tan empinada. Hay un silo nuevo. Y nuevas urbanizaciones que podrían ser las de cualquier otro lugar, que es lo que a todos les gusta. Nadie pasea ya; todos cogen el coche. Las urbanizaciones no tienen aceras y las que existían en las viejas calles laterales ya no se utilizan y están agrietadas y arqueadas por la escarcha y desaparecen bajo la tierra y la hierba. El largo sendero de tierra debajo de los pinos de nuestro camino ya se ha perdido bajo montones de agujas de pino, arbolillos y frambuesos silvestres. Durante decenios, la gente ha recorrido este camino para visitar al médico. Salían de la ciudad por una corta prolongación especial de la acera que bordeaba la carretera (la otra extensión que había llevaba al cementerio) y luego caminaban entre una doble fila de pinos a ambos lados del camino. Porque en esta casa ha vivido un médico desde finales del siglo pasado.

Todo tipo de pacientes ruidosos y mugrientos, niños, madres y viejos toda la tarde, y pacientes más tranquilos que venían solos al atardecer. Yo solía sentarme tras un peral rodeado de un macizo de lilas y los espiaba, porque a las jovencitas les gusta espiar. Todo ese macizo ha desaparecido, arrancado para facilitar el trabajo con el cortacésped al hijo del sobrino de la señora B. Solía espiar a aquellas señoras, que, en aquel entonces, llevaban sus mejores vestidos cuando iban a visitar al médico. Recuerdo la ropa que llevaban tras terminar la guerra. Faltas largas muy anchas, cinturones muy ceñidos, blusas de mangas abombadas y a veces cortos guantes blancos, que entonces se llevaban también en verano, no sólo para ir a la iglesia. Y los sombreros tampoco eran sólo para la iglesia. De paja y color pastel, que enmarcaban los rostros. Vestidos con ligeros volantes veraniegos, chorreras en los hombros como pequeñas capas, una faja como una cinta en torno a la cintura. Con la brisa las chorreras se levantaban y las damas alzaban su mano con guante de ganchillo para apartárselas de la cara. Ese gesto era para mí como un símbolo de la inalcanzable hermosura femenina. La tenue sensación de una telaraña contra la perfecta boca aterciopelada. Tal vez no tener madre tuviera algo que ver con mis sensaciones de entonces. Pero tampoco conocía a nadie que tuviera una madre que se pareciera a aquellas señoras. Me escondía bajo los arbustos comiendo peras y en estado de adoración.

Uno de nuestros profesores nos hacía leer antiguas baladas como «Patrick Spens» y «The Twa Corbies», y en el colegio se puso de moda hacer baladas.

Recorro el pasillo

a ver a mi buen amigo.

Voy al servicio,

¿a qué? A mear…

Una mujer recorre un camino,

ha dejado la ciudad atrás.

Casa y padre abandonará

para buscar su destino.

Cuando las avispas comenzaban a molestarme demasiado, entraba en casa. La señora Barrie fumaba un cigarrillo y escuchaba la radio en la cocina hasta que mi padre la llamaba. Se quedaba hasta que se hubiera marchado el último paciente y ordenaba aquel sitio. Si se oía un alarido en la consulta, a veces lanzaba una risita, que tenía algo de alarido, y decía: «Sigue, sigue gritando». Nunca me molesté en describirle las ropas o el aspecto de las mujeres que veía, porque sabía que ella nunca admiraría a nadie por ser hermosa o ir bien vestida. Como tampoco las admiraría por saber cosas que nadie necesitaba saber, como un idioma extranjero. Admiraba a los buenos jugadores de cartas y alas mujeres que hacían punto con rapidez, a nadie más. Consideraba inútil a la mayor parte de la gente. Mi padre pensaba lo mismo. No le parecían útiles. Lo cual me hacía preguntarme: si les resultaran útiles, ¿cuál sería su utilidad? Pero yo sabía que ninguno de los dos me respondería. En lugar de eso, me dirían que no me pasara de lista.

Su tío con Frederick Hyde se encontró

divirtiéndose en la Inmundicia.

Con fuerza de un lado a otro le sacudió

y le pegó donde más le dolía.

Si me decidiera a enviarte todo esto, ¿adónde lo enviaría? Cuando pienso en escribir la dirección entera en un sobre me quedo paralizada. Es demasiado doloroso pensar en ti, en el mismo lugar, siguiendo la vida de siempre, pero sin mí. Y pensar que no estás allí, que estás en otro lugar que no conozco, es todavía peor.

Querido R., querido Robin. ¿Cómo es posible que yo no lo supiera? Todo este tiempo lo he tenido enfrente de mis narices. Si hubiera ido al colegio de aquí, seguramente lo habría sabido. Si hubiera tenido amigas. No habría habido forma de que una de las chicas de secundaria, una de las mayores, no hubiera hecho todo lo posible por que yo me enterara.

Y aunque no fuera en el colegio, hubo tiempo de sobra durante las vacaciones. Si no me hubiera dedicado tanto a mí misma, dando vueltas por la ciudad e inventando baladas, yo misma me lo habría figurado. Ahora que lo pienso, sabía que algunas de las pacientes que llegaban al atardecer, aquellas señoras, venían en tren. Las relacionaba a ellas y a sus hermosos vestidos con el tren de la tarde. Y había un tren nocturno que, suponía, tomaban para marcharse. Por supuesto también podría haber sido en un coche que las dejara al final del camino.

Y me dijeron —la señora B., creo, no él— que acudían para recibir inyecciones de vitaminas. Lo sé porque recuero que pensaba ahora le están poniendo la inyección cuando escuchábamos a una mujer hacer ruido, y me sorprendía que mujeres tan sofisticadas y con tanto dominio de sí mismas se mostraran tan poco estoicas ante las agujas.

Incluso a estas alturas, me ha llevado semanas. Durante todo este tiempo en que me he ido haciendo a las costumbres de la casa, hasta el punto de que jamás se me ocurriría coger una brocha para pintar y vacilaría antes de ponerme a ordenar un cajón o tirar una vieja factura de comestibles sin consultar a la señora B. (que, de todas formas, nunca acaba por decidirse ni por una cosa ni por otra). Hasta el punto de que he renunciado a intentar que tomen café de cafetera (prefieren el instantáneo porque tiene siempre el mismo sabor).

Mi padre ha dejado un talón junto a mi plato. A la hora del almuerzo de hoy, domingo. La señora Barrie nunca está aquí los domingos. Tomamos un almuerzo frío que preparo yo, de rodajas de carne, pan, tomate, pepinillos y queso, cuando mi padre vuelve de la iglesia. Nunca me pide que le acompañe a la iglesia, probablemente piensa que me daría una oportunidad de manifestar ciertas opiniones que no desea escuchar.

El cheque era de cinco mil dólares.

—Es para ti —me ha dicho—. Para que tengas algo. Puedes meterlo en el banco o invertirlo como quieras. Mira cómo están los tipos de interés. Yo no estoy al tanto. Por supuesto heredarás también la casa. Con el tiempo, como suele decirse.

¿Un soborno?, he pensado. ¿Dinero para montar un pequeño negocio o para hacer un viaje? Dinero para dar la entrada de una casita propia, o para volver a la universidad y conseguir lo que él llama los títulos innegociables.

Cinco mil dólares para deshacerse de mí.

Se lo he agradecido y más o menos, por seguir la conversación, le he preguntado qué hacía con su dinero. Me ha contestado que eso no me incumbe.

—Si quieres un consejo, pregunta a Billy Snyder —luego ha recordado que Billy Snyder ya no se dedica a la contabilidad, que está jubilado—. Hay un tipo nuevo, que tiene un nombre extraño. Es como Ypsilanti, pero no es Ypsilanti.

—Ypsilanti es una ciudad de Michigan —le he dicho.

—Será una ciudad de Michigan, pero antes fue el nombre de un hombre —ha dicho. Al parecer es el nombre de un líder griego que luchó contra los turcos a principios del siglo XIX.

—Ah, en la guerra de Byron —he dicho.

—¿La guerra de Byron? —ha contestado mi padre—. ¿Por qué la llamas así? Byron no luchó en ninguna guerra. Murió de tifus. Después de muerto era un gran héroe, había muerto por los griegos y todo lo demás —ha dicho en tono de desafío, como si yo fuera una de las responsables de semejante error, de ese gran lío en torno a Byron. Pero luego se ha tranquilizado y ha vuelto a contármelo o a contárselo a sí mismo, lo de la evolución de la guerra contra el Imperio Otomano. Cuando ha hablado de la Puerta he querido decirle que no estaba muy segura de mi era una puerta de verdad, o si se refería a Constantinopla o a la corte del sultán. Pero más vale no interrumpir. Cuando comienza a hablar así, hay entre nosotros una sensación de tregua, o de periodo de respiro, en una guerra subterránea, no declarada. Yo estaba sentada frente a la ventana y a través de los visillos miraba los montones de hojas de color amarillo marrón sobre la tierra, a la rica y generosa luz del sol (tal tiempo, a juzgar por el ruido del viento por la noche), y recordaba el alivio que sentía de niña, mi secreto placer cuando mediante preguntas o por accidente conseguía hacerle hablar y él largaba su rollo.

Terremotos, por ejemplo. Ocurren en las crestas volcánicas pero uno de los mayores se produjo en mita del continente, en Nuevo Madrid (que se pronuncia «Nuevo Madrid», no «Madriz», por si no lo sabías), en Missouri, en 1811. Me lo contó él. Valles de fallas. Una inestabilidad que no se nota en la superficie. Cavernas formadas por piedra caliza, agua bajo tierra, montañas que pasado el tiempo suficiente se deshacen hasta convertirse en escombros.

También los números. Una vez le pregunté por los números y contestó, bueno, los llaman números arábigos, ¿no es cierto? Lo sabe cualquier idiota. Pero los griegos podrían haber inventado un buen sistema, proseguía, los griegos podrían haberlo conseguido, pero les faltaba el concepto de cero.

El concepto de cero. Lo guardé en mi mente como un paquete en una estantería para, algún día, abrirlo.

Cuando la señora B. estaba presente, no había forma de conseguir que hablara así.

No te preocupes por eso, decía, come.

Como si cualquier pregunta que hiciera tuviera una segunda intención, y supongo que era cierto. Yo maniobraba para dirigir la conversación. Y no era cortés excluir a la señora B. Así que la actitud de ella con respecto a lo que causaba los terremotos o a la historia de los números (una actitud que no era de indiferencia, sino de desprecio) tenía que ser respetada, era lo que regía.

Así que llegamos a la señora B. de nuevo. En presente, señora B.

Anoche llegué alrededor de la diez. Había estado en una reunión de la Sociedad de Historia, o más bien en una reunión para tratar de organizarla. Aparecieron cinco personas y, de ellas, dos se apoyaban en bastones. Cuando abrí la puerta de la cocina vi a la señora Barrie en el umbral de la entrada trasera: la entrada trasera, que desde la consulta da paso hacia los servicios y la parte delantera de la casa. Llevaba una palangana cubierta en la mano. Iba hacia el servicio y podía haber seguido su camino, haber cruzado la puerta de la cocina al entrar yo. Apenas la hubiera visto. Pero se detuvo en seco y se quedó allí, medio de frente, medio de perfil; compuso una expresión de consternación.

Oh, oh. Me ha pillado.

Luego se fue corriendo hacia el servicio.

Aquello era teatro. La sorpresa, la consternación, las prisas. Incluso la manera en que sostenía la palangana para que yo pudiera fijarme en lo que había en ella. Todo fue deliberado.

Oía la voz de mi padre en la consulta, hablando con un apaciente. De todas formas había visto las luces de la consulta y el automóvil de la paciente, que estaba aparcado fuera. Ya no hay que andar.

Me quité el abrigo y subí por la escalera. Lo único que me preocupaba era no permitir que la señora B. hiciera lo que le diera la gana. Nada de preguntas, nada de escandalosas comprobaciones. No. ¿Qué es lo que lleva usted en la palangana, señora B.? ¿Oh, qué han estado haciendo usted y mi papi? (No es que le llame papi, nunca lo he hecho). Enseguida me dediqué a investigar en una de las cajas de libros que había traído y que aún no había abierto. Buscaba los diarios de Anna Jameson. Se los había prometido a la otra persona de menos de setenta años que estaba en la reunión, un fotógrafo que sabe un poco de historia del Canadá Superior. Le hubiera gustado ser profesor de historia, pero se lo impidió su tartamudez. Me lo contó en la media hora que estuvimos hablando en la acera en lugar de tomar la decisión de ir a tomar un café. Cuando nos despedimos me dijo que le hubiera gustado invitarme a tomar un café, pero tenía que volver a casa y ayudar a su mujer porque el bebé tenía un cólico.

Para cuando los encontré, ya había acabado de desempaquetar la caja entera. Era como mirar reliquias de una era desaparecida. Seguí mirándolos hasta que se hubo marchado la paciente, mi padre se llevó a la señora B., regresó, subió las escaleras, fue al baño y luego a la cama. Leí un poco de esto y de aquello hasta que tuve tanto sueño que casi me quedo dormida en el suelo.

Hoy, a la hora del almuerzo, finalmente mi padre ha dicho: «¿A quién le importan los turcos? Sólo es Historia antigua».

Y he tenido que decir: «Creo que sé lo que pasa aquí».

Ha levantado la cabeza y ha resoplado. De verdad que lo ha hecho, como un caballo viejo.

—¿De verdad? ¿Crees que sabes qué?

—No te acuso. No me parece mal —le he dicho.

—Así que no te parece mal.

—Creo en el aborto —le he dicho—. Creo que debería ser legal.

—No quiero que vuelvas a repetir esa palabra en mi casa.

—¿Por qué no?

—Porque soy yo quien decide qué palabras se pueden utilizar en esta casa —ha contestado.

—No comprendes lo que estoy diciendo.

—Comprendo que tienes una lengua muy larga. Una lengua demasiado larga y muy poco sentido común. Demasiada formación y muy poca sesera.

Y aún he seguido sin callarme:

—La gente debe de saberlo.

—¿Lo saben? Hay una diferencia entre saber y cotorrear. Métete eso en la cabeza de una vez por todas.

No hemos hablado en el resto del día. He hecho el asado de siempre para la cena y lo hemos comido sin hablarnos. No creo que a él le resulte difícil estar callado. Y hasta ahora tampoco a mí, porque todo parece estúpido e indignante, y estoy enfadada; pero no pienso seguir de este humor para siempre y a lo mejor acabo pidiéndole disculpas. (No creo que te sorprenda escuchar esto). Obviamente, ya es hora de que me marche de aquí.

El joven de anoche me dijo que cuando se sentía tranquilo casi no tartamudeaba. Como cuando hablo contigo, me dijo. Probablemente podría hacer que se enamorara de mí, hasta cierto punto. Lo podría hacer por pura diversión. Ésa es la clase de vida a la que podría dedicarme aquí. Querido R., no me he marchado, el mini no estaba en condiciones. Lo llevé a que lo revisaran. También ha cambiado el tiempo, el viento ha comenzado los destrozos otoñales, levantando las aguas del lago y golpeando la playa. Cogió a la señora Barrie en los escalones de entrada de su casa —el viento, me refiero— y la zarandeó hacia un lado y le destrozó el codo. Es el codo izquierdo y dijo que podía trabajar con el brazo derecho, pero mi padre le contestó que era una fractura complicada y que quería que descansara durante un mes. Me preguntó si me molestaría posponer mi partida. Esas fueron sus palabras: «posponer la partida». No me preguntó adónde pienso marcharme; sólo sabe lo del coche.

Yo tampoco sé adónde quiero ir.

Le dije que bien, que me quedaría mientras pudiera ser útil. Así que al menos nos hablamos; en realidad, es bastante cómodo. Intento hacer más o menos lo que la señora B. haría en la casa. Nada de intentos de reorganización, nada de discusiones ni reparaciones. (Han limpiado los aleros, cuando llegó el pariente de la señora B. me sentí sorprendida y agradecida). Mantengo la puerta del horno cerrada como lo hacía la señora B., con un par de pesados manuales médicos colocados sobre un taburete y arrimados a la puerta. Cocino la carne y la verdura como ella y no se me pasa por la cabeza llevar a casa un aguacate, un frasco de alcachofas o una cabeza de ajo, aunque sé que todas esas cosas se pueden comprar en el supermercado. El café lo haga instantáneo. He intentado tomarlo a ver si podía acostumbrarme, y por supuesto he podido. Limpio la consulta al final de cada jornada y me encargo de la colada. Al repartidor de la lavandería le gusto porque no le acuso de nada.

Me deja contestar al teléfono, pero si es una mujer que pregunta por mi padre pero no entra en detalles debo apuntar el número y decirle que el médico volverá a llamarla. Lo hago y a veces la mujer cuelga el teléfono. Cuando se lo cuento a mi padre dice: «Volverá a llamar».

No hay muchas pacientes de esa clase —las que él llama «especiales»—; no estoy segura, quizá una al mes. La mayoría de sus pacientes tienen dolor de garganta, oclusión de colon, malestar en los oídos y demás. Corazones palpitantes, piedras en el riñón, malas digestiones.

R., esta noche ha llamado a mi puerta. Ha llamado aunque no estaba cerrada del todo. Yo estaba leyendo.

Me ha pedido —no en tono suplicante, por supuesto, sino con un razonable respeto— si podía echarle una mano en la consulta.

La primera especial desde que la señora B. está de baja.

Le he preguntado qué quería que hiciera.

—Más o menos que se esté quieta —ha dicho—. Es joven y aún no está acostumbrada. Lávate muy bien las manos también, utiliza el jabón de la botella que está en el servicio de abajo.

La paciente estaba tumbada boca arriba sobre la camilla con una sábana que la cubría de cintura para abajo. De cintura para arriba estaba completamente vestida, llevaba un cárdigan abotonado, azul oscuro, y una blusa blanca con cuello de encaje. La ropa le caía suelta sobre la huesuda clavícula y el pecho casi plano. Sus cabellos eran negros, peinados tirantes hacia atrás y formando una trenza sujeta a la parte superior de su cabeza. Este estilo gazmoño y severo hacia que su cuello pareciera largo y resaltaba la regia estructura ósea de su pálido rostro, así que desde cierta distancia se diría que era una mujer de cuarenta y cinco años. De cerca te dabas cuenta de que era bastante joven, probablemente de unos veinte años. Su falda de pliegues estaba colgada tras la puerta. Se veía el borde de sus blancas bragas, que había colgado cuidadosamente bajo la falda.

Estaba tiritando, aunque no hacía frío.

—Ahora, Madeleine —le ha dicho mi padre—, lo primero que vamos a hacer es que subas las rodillas.

Me preguntaba si la conocería. ¿O era que preguntaba un nombre y repetía el que le dijera la mujer?

—Cuidado —ha dicho—. Cuidado. Cuidado —ha colocado los estribos en su sitio y ha asentado en ellos pies de la mujer. Sus piernas estaban desnudas y parecía que el sol nunca las hubiera tocado. Aún llevaba los mocasines puestos.

Sus rodillas temblaban de tal manera que chocaban entre sí.

—Vas a tener que tranquilizarte —le ha dicho mi padre—. Ya sabes que no podré hacer mi trabajo a menos que tú hagas el tuyo. ¿Quieres una manta?

—Trae una manta —me ha dicho—. Ahí, en el estante de abajo.

He cubierto la parte superior del cuerpo de Madeleine con la manta. Ella no me miraba. Sus dientes castañeaban. Apretaba los labios.

—Ahora deslízate un poco —ha dicho mi padre. Y a mí—: Sujeta sus rodillas. Mantenlas separadas. Sujétala con cuidado.

He puesto mis manos sobre el nudo de las rodillas de la muchacha y las he separado con tanta delicadeza como he podido. La respiración de mi padre llenaba la habitación con sus comentarios rápidos e ininteligibles. Tenía que mantener separadas las rodillas de Madeleine con bastante fuerza para que no se juntaran.

—¿Dónde está aquella señora mayor? —ha preguntado la chica.

—Está en su casa. Se cayó. Por eso estoy aquí —he contestado.

Así que había estado allí antes.

—Es muy seca —ha dicho.

Su voz sonaba natural, casi como si fuera un gruñido, no tan nerviosa como yo esperaba por la agitación de su cuerpo.

—Espero no ser tan seca —le he contestado.

No respondió. Mi padre cogió una varilla delgada como una aguja de tejer.

—Ésta es la parte difícil —ha dicho. Hablaba en un tono coloquial, el más suave que le he oído nunca—. Y cuanto más rígida estés, peor será. Así que tranquila. Tranquila. Buena chica. Buena chica.

Intentaba pensar en algo que decir que pudiera tranquilizarla o distraerla. Ahora veía lo que hacía mi padre. Expuestas sobre una tela blanca en una mesa a su lado tenía una serie de varillas, todas iguales de largas pero de diferente espesor. Eran las que utilizaría, una tras otra, para abrir y estirar el cuelo del útero. Desde donde yo estaba, detrás de la barrera de sábanas que pasaba sobre las rodillas de la chica, no podía ver el avance real, íntimo, de los instrumentos. Pero lo podía sentir por las oleadas de dolor en el cuerpo de la chica, que aplastaban los espasmos de temor y que realmente la tranquilizaban.

¿De dónde eres? ¿Dónde estudiaste? ¿En qué trabajas? (Me había fijado en su alianza, pero posiblemente todas la llevaban). ¿Te gusta tu trabajo? ¿Tienes hermanos o hermanas?

¿Por qué iba a contestar a aquellas preguntas, aunque no tuviera dolor?

Absorbía el aliento por entre sus dientes apretados y se le abrían los ojos mirando al techo.

—Lo sé —le decía—. Lo sé.

—Ya casi está —ha dicho mi padre—. Eres una buena chica. Una buena chica. Ya no queda mucho.

—Debería pintar esta habitación, pero nunca termino de hacerlo. ¿Si tuviera que intentarla, de qué color lo harías? —le he preguntado.

—Uf —salía de la boca de Madeleine—. Uf —una súbita expulsión del aire, sobresaltada—. Uf. Uf.

—Amarillo —le he dicho—. He pensado en un amarillo pálido. ¿O un verde pálido?

Al llegar a la varilla más gruesa, Madeleine ha levantado la cabeza apoyándola en el cojín plano, estirando su largo cuello y su boca, con los labios anchos y apretados contra los dientes.

—Piensa en tu película preferida. ¿Cuál es tu película preferida?

Una enfermera me lo había preguntado en el momento en que llegué a la increíble e interminable meseta del dolor y estaba convencida de que jamás llegaría el alivio. ¿Cómo podían existir las películas en ese mundo? Le estaba preguntando lo mismo a Madeleine y sus ojos me miraban parpadeantes, con la fría y distraída expresión de quien ve en un ser humano tanta utilidad como en un reloj parado.

He corrido el riesgo de apartar una mano de su rodilla y tocar su mano. Me ha sorprendido la rapidez y la ferocidad con que la ha agarrado y me ha apretado los dedos. Después de todo, sí tenía alguna utilidad.

—Di algo… —ha siseado entre dientes—. Recita.

—Ahora ya —ha dicho mi padre—. Ya está casi terminado.

Recita.

¿Qué iba a recitar? ¿Tres tristes tigres?

Lo que me vino a la mente fue «The Song of Wandering Aengus».

«Entré en un bosque de avellanos, / la cabeza me ardía…».

No recordaba cómo seguía. No era capaz de pensar. Lo único que recordaba era toda la última estrofa.

Aunque envejecí en mi vida errante

por tierras huecas y ondulantes,

encontraré dónde has marchado

besaré tu rostro y tomaré tus manos…

Imagínate, recitando un poema ante mi padre.

No tengo idea de lo que ella pensaba del poema. Había cerrado los ojos.

Pensé que iba a tener miedo de morir por la manera como murió mi madre, al dar a luz. Pero una vez que estuve en aquella meseta de dolor, descubrí que tanto morir como vivir eran nociones irrelevantes, igual que las películas preferidas. No podía ir más allá y estaba convencida de que no podía hacer nada para mover lo que sentía como un huevo gigantesco o un planeta en llamas, en absoluto como un bebé. Aquello estaba atrapado y también yo estaba atrapada en un tiempo y un espacio que podían eternizarse, no había razón alguna por la que yo debería librarme, y todas mis protestas se convirtieron en nada.

—Ahora te necesito —me ha dicho mi padre—. Necesito que vengas por este lado. Coge la palangana.

He sostenido la misma palangana que había visto sostener a la señora Barrie. La he sostenido mientras él raspaba la matriz de la muchacha con una especie de curioso instrumento de cocina. (No quiero decir que lo sea, pero tenía aspecto de ser de uso doméstico).

Las partes bajas de una chica, aunque sea delgada, pueden parecer grandes y carnosas en ese estado tan crudo. En los días posteriores a los dolores del parto, en la sala de maternidad, las mujeres yacen despreocupadamente, incluso con aire desafiante, con sus cortes y rasgaduras en carne viva y sus heridas cosidas en negro, sus tristes labios vaginales y las grandes caderas desamparadas.

De la vagina han salido unos trocitos de gelatina de color vino, y sangre, y entre esa masa en alguna parte estaba el feto. Como la chuchería que viene en una caja de cereales o el premio en una caja de palomitas. Una pequeña muñeca de plástico tan insignificante como una uña. No lo he buscado. He mantenido la cabeza erguida, lejos del olor a sangre caliente.

—Al cuarto de baño —ha dicho mi padre—. Hay una tapa —se refería a la tela doblada que estaba junto a las barras manchadas. No he querido preguntar «¿por el retrete?», y he dado por sentado que era lo que él quería decir. He llevado la palangana por el pasillo hasta el servicio de la planta baja, he vertido el contenido, he tirado dos veces de la cadena, he limpiado la palangana y la he llevado de vuelta. Mi padre vendaba a la muchacha y le daba instrucciones. Lo hace muy bien. Pero había una expresión de fatiga en su rostro, tanta fatiga que parecía que quería que yo estuviera allí durante todo el procedimiento por si se venía abajo. Al parecer, la señora B., al menos en los viejos tiempos, esperaba en la cocina hasta el último momento. A lo mejor ahora se queda con él hasta el final.

Si se hubiera venido abajo, no sé qué habría hecho yo.

Le ha dado unas palmaditas a Madeleine en las piernas y le ha dicho que debía permanecer tumbada.

—No intentes levantarte en unos minutos —le ha dicho—. ¿Te está esperando alguien?

—Tiene que haber estado ahí fuera todo el rato, el chico —ha contestado con voz débil, pero maliciosa—. Supongo que no se habrá largado.

Mi padre se ha quitado la bata y se ha acercado a la ventana de la sala de espera.

—Tienes razón —ha dicho—. Ahí está —ha lanzado un complicado gruñido y ha dicho—: ¿Dónde está la cesta de la ropa? —y ha recordado que estaba en la habitación luminosa, donde había estado trabajando, ha vuelto, ha dejado la bata y me ha dicho—: Te agradecería mucho que ordenaras todo esto. —Ordenar significa esterilizar y limpiar en general.

Le he dicho que lo haría.

—Bueno —ha dicho—. Voy a despedirme. Mi hija la acompañará cuando esté preparada para marcharse. —Me ha sorprendido un poco que dijera «mi hija» en lugar de decir mi nombre. Por supuesto, se lo había oído decir antes. Por ejemplo, al presentarme. Sin embargo, me ha sorprendido.

Madeleine ha apartado las piernas de la camilla de exploración en cuanto él ha salido de la habitación. Se ha tambaleado y yo me he acercado para ayudarla.

—Está bien, está bien, no te preocupes, es sólo que me he levantado demasiado rápido. ¿Dónde he dejado mi falda? No quiero estar de pie así, con esta pinta.

He cogido su falda y sus bragas de detrás de la puerta y ella se las ha puesto sin ayuda, aunque temblorosa.

—Por qué no descansas un minuto. Tu marido esperará —le he dicho.

—Mi marido está trabajando en el monte, cerca de Kenora —ha contestado—. Voy allí la semana que viene. Ha buscado un sitio donde puedo quedarme.

—A ver dónde he dejado mi abrigo, tiene que estar por aquí —ha dicho.

Mi película favorita —como tú sabes, y de la que me habría acordado cuando me preguntó la enfermera, si hubiera podido— es Fresas salvajes. Me acuerdo de aquel cine tan cutre donde veíamos aquellas películas suecas, japonesas, indias e italianas, y recuerdo que había dejado de poner las viejas comedias británicas y las de Martin y Lewis, pero no me acuerdo de qué nombre tenía. Ya que dabas clases de filosofía a futuros pastores, tu película favorita debería ser El séptimo sello, pero ¿lo era? Creo que era japonesa y ya no me acuerdo de qué trataba. Bueno, lo que sea. Solíamos ir andando a casa desde el cine, que estaba a un par de millas, y manteníamos fervorosas conversaciones acerca del amor humano, el egoísmo, la fe y la desesperación. Cuando llegábamos a mi pensión teníamos que callarnos. Teníamos que subir en silencio hasta mi habitación.

Ahhh, decías agradecido y maravillado al entrar.

Me habría puesto muy nerviosa traerte aquí las Navidades pasadas si no hubiera sido porque ya estábamos en medio de la gran pelea. Me habría sentido demasiado protectora y no te hubiera dejado a solas con padre.

—¿Robin? ¿Eso es un nombre de varón?

Tú contestaste: Pues sí, es mi nombre.

Fingió que era la primera vez que lo oía.

Pero en realidad os llevasteis bastante bien. Mantuvisteis una conversación sobre un gran conflicto entre diversas órdenes de monjes en el siglo VII, ¿no era eso? Una disputa de los monjes acerca de la manera en que debían afeitarse la cabeza.

Un larguirucho con rizos, así te llamó. Considerando de quién venía, era casi un cumplido.

Cuando le dije por teléfono que, después de todo, tú y yo no nos íbamos a casar, comentó: «Vaya. Vaya. ¿Crees que serás capaz de atrapar a otro?». Si me hubiera enfadado, me habría dicho que era una broma. Y era una broma. No he sido capaz de atrapar a otro, pero quizás es que no he estado en las mejores condiciones para intentarlo.

La señora Barrie ha vuelto. Ha vuelto en menos de tres semanas aunque debía reposar durante un mes. Pero tiene que trabajar menos horas por día que antes. Le cuesta más tiempo vestirse y hacer la limpieza de su casa, así que pocas veces llega aquí antes de las diez de la mañana (la trae su sobrino o la mujer de su sobrino).

—Tu padre no tiene buen aspecto —fue la primera cosa que me dijo. Creo que tiene razón.

—Quizá debería descansar —dije.

—Le importuna demasiada gente —dijo.

El mini está en el garaje, y el dinero, en mi cuenta. Lo que debo hacer es marcharme. Pero pienso en cosas tontas. Pienso, ¿y si tenemos otro especial? ¿Cómo le va a ayudar la señora B.? Aún no puede sostener pesos con la mano izquierda y nunca podría sujetar la palangana con una sola mano.

R. Este día. Este día fue después de la primera gran nevada. Ocurrió de la noche a la mañana, y por la mañana el cielo estaba claro, azul, no había viento y la luminosidad era absurda. Di un paseo a primera hora bajo los pinos. La nieve se espolvoreaba entre las ramas, caía recta, tan brillante como adornos de árboles de Navidad o diamantes. Ya habían limpiado de nieve la carretera y nuestro camino, así que mi padre podía ir al hospital. O yo podía sacar el automóvil e ir a donde quisiera.

Pasaron algunos coches, entrando y saliendo en el pueblo, como cualquier otra mañana.

Antes de volver a casa quise comprobar si el mini arrancaba, y lo hizo. En el asiento del pasajero había un paquete. Era una caja de bombones, de ésas que venden en cualquier tienda. No tenía ni idea de cómo había llegado allí; me preguntaba si quizá sería un regalo del joven de la Sociedad de Historia. Era una tontería, pero ¿quién si no?

Pataleé para quitar la nieve de mis botas frente a la puerta trasera y recordé que debía sacar una escoba. La cocina rebosaba del fulgor de la luz de la mañana.

Pensé que sabía lo que mi padre me diría.

—¿Contemplando la naturaleza?

Estaba sentado ante la mesa, con el abrigo y el sombrero puestos. Lo normal era que a esa hora se hubiera ido ya a visitar a sus enfermos en el hospital.

—¿Han limpiado ya la carretera? ¿Y el camino? —preguntó.

Dije que los dos estaban limpios y despejados. Podía haber comprobado lo del camino mirando él mismo por la ventana. Puse la pava al fuego y le pregunté si quería otro café antes de irse.

—De acuerdo —dijo—. Con tal de que esté limpio para que yo pueda salir.

—Vaya día —dije.

—Está bien, con tal de que no tengas que quitar nieve con la pala.

Preparé dos tazas de café instantáneo y las puse sobre la mesa. Me senté frente a la ventana y la luz que entraba. Él estaba sentado al otro extremo de la mesa y había cambiado de sitio la silla para que la luz le diera en la espalda. No podía ver su expresión, pero su respiración me hacía compañía, como siempre.

Empecé a hablarle a mi padre sobre mí. No tenía intención de hacerlo. Había pensado en decirle que me iba. Abrí la boca y las cosas comenzaron a salir de tal manera que las escuchaba con una mezcla de asombro y satisfacción, de la misma manera que escuchas las cosas cuando estás borracha.

—No llegaste a saber que tuve un bebé —le dije—. Nació el diecisiete de julio. En Ottawa. He estado pensando que es toda una ironía.

Le conté que el bebé fue adoptado enseguida y que ni siquiera supe si era niño o niña. Que pedí que no me lo dijeran. Y que había pedido que no me lo enseñaran.

—Me quedé con Josie —dije—. Recordarás que te he hablado de mi amiga Josie. Ahora está en Inglaterra, pero entonces estaba sola en casa de sus padres. A sus padres les habían destinado a Sudáfrica. Aquello fue una bendición.

Le dije quién era el padre del bebé. Le dije que eras tú, por si quería saberlo. Y que como tú y yo estábamos comprometidos, incluso oficialmente comprometidos, pensé que simplemente nos casaríamos.

Pero tú no estabas de acuerdo. Dijiste que teníamos que buscar un médico. Un médico que me hiciera un aborto.

No me recordó que no debía pronunciar esa palabra en su casa.

Le conté que tú habías dicho que no podíamos casarnos por las buenas porque cualquiera que supiera contar se daría cuenta de que me había quedado embarazada antes de la boda. No podíamos casarnos hasta que yo dejara de estar embarazada.

De lo contrario, podías perder tu trabajo en la Facultad de Teología.

Podían llevarte ante un comité que te considerara moralmente indigno. Moralmente indigno para impartir enseñanzas a los jóvenes eclesiásticos. Podían decidir que tenías un carácter inmoral. E, incluso en el caso de que fuera así, aunque no perdieras tu trabajo sino que únicamente recibieras una reprimenda, o ni siquiera eso, nunca ascenderías; tendrías siempre una mancha en tu historial. Aunque nadie te dijera nada, habría algo que se podría utilizar contra ti y no serías capaz de soportarlo. Los nuevos estudiantes conocerían tu historia de boca de los más antiguos; habría bromas que pasarían de unos a otros acerca de ti. Tus colegas tendrían la oportunidad de menospreciarte. O mostrarse comprensivos, lo que sería igual de malo. Serías un hombre silenciosamente despreciado, o no tan silenciosamente, y un fracaso.

Seguro que no, dije.

Pues sí. Nunca subestimes la maldad que hay en el alma de la gente. Y para mí también sería devastador. Las esposas lo dominaban todo, las esposas de los profesores veteranos. Nunca me permitirían olvidarlo. Ni siquiera cuando se mostraran amables; en especial cuando se mostraran amables.

Pero podríamos marcharnos a otro sitio, dije. A un sitio donde nadie supiera nada.

Lo sabrían. Siempre hay alguien que se encarga de que la gente se entere.

Además, eso significaría que tendrías que comenzar otra vez desde cero. Tendrías que empezar con un sueldo más bajo, de miseria, y ¿cómo nos arreglaríamos en ese caso con un bebé?

Me sentí asombrada con aquellos argumentos, que no parecían coherentes con las ideas de la persona que yo amaba. Te pregunté si aquello no significaba nada para ti: los libros que habíamos leído, las películas que habíamos visto, las cosas de las que habíamos hablado. Tú contestaste que sí, pero esto era la vida real. Te pregunté si tú eras de esos que no soportan que se rían de ellos, que se derrumbarían ante un grupo de esposas de profesores.

Tú respondiste que no es así en absoluto.

Arrojé mi anillo de compromiso, el diamante, y rodó bajo un automóvil aparcado.

Discutíamos mientras caminábamos por una calle cercana a la de mi pensión. Era invierno, como ahora. Enero o febrero. Pero la batalla se prolongaba y se prolongaba. Querías que me enterara de cómo era un aborto preguntando a una amiga que tenía una amiga a la que supuestamente le habían hecho uno. Cedí, dije que lo haría. Tú ni siquiera te arriesgabas a preguntar. Pero después mentí, dije que el médico se había ido a vivir a otro sitio. Luego confesé la mentira. No puedo hacerlo, dije.

¿Era por el bebé? Ni hablar, era porque creía que yo tenía razón en la discusión.

Sentía desprecio. Sentí desprecio cuando te vi correr para rebuscar bajo el coche aparcado, y los faldones de tu abrigo se agitaban alrededor de tu trasero. Arañabas en la nieve para encontrar el anillo, y cuando al fin lo encontraste sentiste tanto alivio. Querías abrazarme y reírte de mí, pensando que yo también me sentiría aliviada y haríamos allí mismo las paces. Te dije que jamás harías nada admirable en tu vida.

Hipócrita, dije. Llorón. Profesor de filosofía.

Y tampoco terminaron las cosas allí. Porque hicimos las paces. Pero no nos perdonamos. Y no tomamos ninguna media. Y llegó un momento en que era demasiado tarde y nos dimos cuenta de que los dos nos habíamos limitado a tratar de demostrar que teníamos razón y nos despedimos y fue un alivio. Sí, estoy segura de que por aquella época los dos nos sentimos aliviados y como si hubiéramos conseguido una especie de victoria.

—¿No es irónico? —le dije a mi padre—. ¿Teniendo en cuenta…?

Oí a la señora Barrie pataleando con las botas, así que dije esto último a toda prisa. Mi padre había pasado todo ese rato allí sentado, muy rígido, avergonzado, me parecía, o colmado por un profundo disgusto.

La señora Barrie abrió la puerta diciendo «hace falta una escoba ahí fuera…». Luego exclamó: «¿Qué haces ahí sentada? ¿Qué te pasa? ¿No ves que el hombre está muerto?».

No estaba muerto. En realidad hacía tanto ruido como siempre al respirar, o quizá más. Lo que ella había visto y lo que yo habría visto, incluso contra la luz, si no hubiera evitado mirarle mientras contaba mi historia, es que había sufrido un ataque que le había dejado ciego y paralizado. Estaba ligeramente inclinado hacia delante, la mesa presionaba la firme curva de su estómago. Cuando intentamos levantarle de su silla, sólo conseguimos sacudirlo un poco, de manera que su cabeza se desplomó sobre la mesa, con majestuosa reticencia. Su sombrero no se cayó. Y su taza de café continuó en su sitio, a unos centímetros de sus ojos ciegos. Aún estaba medio llena.

Dije que nosotras no podíamos hacer nada con él; era demasiado pesado. Fui hasta el teléfono y llamé al hospital para que viniera un médico. Aún no hay ambulancias en esta ciudad. La señora B. no hizo ningún caso de lo que yo había dicho y siguió tirando de la ropa de mi padre, desabotonándola y agarrando el gabán, gruñendo y gimoteando con el esfuerzo. Salí corriendo al camino, dejando abierta la puerta. Luego volví corriendo y cogí la escoba y la coloqué junto a la puerta. Puse una mano sobre el brazo de la señora B. y dije «usted no puede…», o algo por el estilo, y me miró como un gato a punto de escupir.

Llegó el médico. Entre los dos pudimos arrastrar a mi padre hasta el coche y meterlo en el asiento de atrás. Yo me coloqué a su lado para sostenerle y para que no se cayera. El ruido de su respiración era más perentorio que nunca, y parecía desaprobar todo lo que hacíamos. Pero la verdad es que ahora podía sostenerlo, moverlo de un lado a otro, manejar su cuerpo como debía, y eso me resultaba muy extraño.

La señora B. se tranquilizó al ver al otro médico. Ni siquiera nos siguió fuera de la casa para ver cómo metíamos a mi padre en el automóvil.

Ha muerto esta misma tarde. Alrededor de las cinco. Me han dicho que es mejor así.

Estaba a punto de decirle muchas cosas cuando entró la señora Barrie. Iba a decirle a mi padre, ¿qué pasa si cambia la ley? La ley puede cambiar pronto, iba a decir. A lo mejor no. Pero puede pasar. Entonces se acabaría el negocio. O al menos una parte del negocio. ¿Le afectaría eso mucho?

¿Qué esperaba yo que contestara?

Hablando de negocios, no metas la nariz en mis asuntos.

O: pues seguiría ganándome la vida.

No, diría yo. No me refería al dinero. Hablo del riesgo. El secreto. El poder.

Cambiar la ley, cambiar lo que hace una persona, ¿cambia lo que es esa persona?

¿O encontraría algún otro riesgo, otro enredo en su vida, algún acto clandestino problemático de misericordia?

Y si esa ley puede cambiar, también pueden cambiar otras cosas. Estoy pensando en ti ahora, en como podría ocurrir que en ese caso no te avergonzara casarte con una mujer embarazada. Entonces no existiría la vergüenza. La novia embarazada, engalanada y conducida al altar, incluso en la capilla de la Facultad de Teología.

Aunque si eso ocurriera, probablemente habría otra cosa ante la que sentir vergüenza o miedo, habría otros errores que evitar.

¿Y en cuanto a ti? ¿Seré siempre juez y parte? Regodearse en lo moral, estar por encima, tener siempre razón… todo lo que me lleva a alardear de mis pérdidas.

Cambiar a la persona. Todos decimos que esperamos que se pueda hacer.

Cambiar la ley, cambiar a la persona. Sin embargo, no queremos que todo —toda la historia— nos sea impuesto desde fuera. No queremos que lo que somos, todo lo que somos, nos vega dado de esa manera.

¿Quién es ese «nosotros» del que estoy hablando?

R. El abogado de mi padre dice: «Es algo inusitado». Me doy cuenta de que para él esa palabra es fuerte y suficiente.

Hay dinero bastante en la cuenta de mi padre para cubrir los gastos del funeral. Lo bastante para enterrarle, como suele decirse. (No el abogado, él no habla así). Pero no hay mucho más. No hay certificados de acciones en su depósito de seguridad; no hay documentos de inversiones. Nada. No hay legado al hospital o a su iglesia o para que la escuela secundaria dé una beca. Lo más chocante es que no le ha dejado ningún dinero a la señora Barrie. La casa y lo que hay dentro son para mí. Y no hay más. Tengo mis cinco mil dólares.

El abogado parece incómodo, dolorosamente incómodo, y preocupado por el estado de las cosas. Quizá cree que puedo sospechar de negligencia por su parte. Que voy a darle mala fama, quiere saber si hay una caja fuerte en mi casa (en casa de mi padre), algún escondite donde se pueda meter una buena cantidad de dinero. Le digo que no. Intenta insinuar —de forma tan discreta y con tantos rodeos que al principio no le entiendo— que podrían existir razones por las que mi padre quisiera mantener en secreto sus ingresos. Hay una posibilidad, por tanto, de que haya una importante cantidad de dinero escondido en cualquier sitio.

Le digo que el dinero no me preocupa mucho.

Bonita cosa he dicho. Apenas puede mirarme a los ojos.

—Tal vez debería ir a casa y buscar a fondo —dice—. No se olvide de los sitios más obvios. Podría estar metido en una lata de galletas. O en una caja bajo la cama. Le sorprenderían los lugares que a veces elige la gente. Incluso las personas más sensatas e inteligentes.

«O en la funda de una almohada», dice mientras yo salgo por la puerta.

Una mujer llama por teléfono y pregunta por el médico.

—Lo siento. Ha muerto.

—El doctor Stracha. ¿No es ahí?

—Sí pero, lo siento, ha muerto.

—¿Hay alguien, tiene por casualidad algún socio con quien pueda hablar? ¿No hay otra persona ahí?

—No. No hay ningún socio.

—¿Puede darme otro número para llamar? ¿No hay otro médico que pueda…?

—No, no tengo ningún número. No hay nadie que yo conozca.

—Usted debe saber de lo que se trata. Es muy importante. Hay circunstancias muy especiales…

—Lo lamento.

—El dinero no es ningún problema.

—No.

—Podría intentar pensar en alguien, por favor. Si se le ocurre alguien más tarde, ¿podría llamarme? Le dejaré mi número de teléfono.

—No debería hacer eso.

—No me importa. Me fío de usted. Además, no es para mí. Sé que todo el mundo dirá lo mismo, pero de verdad que no es para mí. Es para mi hija, que está muy mal. Está muy mal mentalmente.

—Lo lamento.

—Si supera usted lo que he tenido que pasar para conseguir este número, me ayudaría.

—Lo lamento.

—Por favor…

—Lo lamento…

Madeleine fue la última de sus especiales. La vi en el funeral. No había ido a Kenora. O, si no, había vuelto. Al principio no la reconocí porque llevaba un sombrero negro de ala ancha, con una pluma horizontal. Debía de ser prestado, no estaba acostumbrada a la pluma, que le caía sobre el ojo. Me habló en la cola de la recepción que celebramos en el salón parroquial. Le dije lo mismo que a todo el mundo.

—Le agradezco su presencia.

Luego me di cuenta de qué cosa tan extraña me había dicho:

—Me imaginé que serías golosa.

—Tal vez no cobraba siempre —le digo al abogado—. Quizás a veces trabajaba gratis. Algunas personas hacen cosas por caridad.

El abogado comienza a acostumbrarse a mí. Dice: «Tal vez».

—O quizá lo donaba a una asociación benéfica —dije—. Una asociación benéfica a la que ayudaba sin dejar constancia de ello.

El abogado sostiene mi mirada un instante.

—Una asociación benéfica —dice.

—Bueno, aún no he levantado el suelo del sótano —digo, y él sonríe con una mueca retorcida ante semejante frivolidad.

La señora Barrie no ha presentado su dimisión. Simplemente no ha aparecido. No había nada en particular que tuviera que hacer, ya que el funeral fue en la iglesia y la recepción en el salón parroquial. No apareció en el funeral. Tampoco nadie de su familia. Había tanta gente allí que no me habría dado cuenta si no hubiera sido porque alguien me dijo: «No he visto a ninguno de los Barrie, ¿y tú?».

La llamé unos días después y me dijo: «No fui a la iglesia porque tenía un catarro muy fuerte».

Le dije que no la llamaba por eso. Le dije que yo me arreglaba muy bien pero que quería saber qué pensaba hacer ella.

—Ah, no veo necesidad de volver.

Le dije que volviera si quería coger alguna cosa de la casa, algún recuerdo. En ese momento ya sabía lo del dinero y quería expresarle lo mal que me sentía por ello. Pero no supe cómo decirlo.

—Hay algunas cosas mías que me dejé. Iré cuando pueda —dijo.

Vino a la mañana siguiente. Lo que tenía que recoger eran fregonas, cubos, cepillos de fregar y una cesta para la ropa. Me costó creer que quisiera recuperar cosas como aquéllas. Resultaba difícil creer que las quisiera por razones sentimentales, pero quizá fuera así. Eran cosas que había usado durante años, durante todos esos años en la casa, en la que había amanecido más días que incluso en su propia casa.

—¿No quiere alguna otra cosa? —dije—. Como recuerdo.

Echó un vistazo por la cocina, mordiéndose el labio inferior. Posiblemente estaba conteniendo una sonrisa.

—No creo que haya nada aquí que me sirva —dijo.

Tenía un talón preparado para ella. Sólo tenía que anotar la cantidad. Me costaba decidir qué parte de los cinco mil dólares debía darle. ¿Mil?, había pensado. Ahora mil me parecía una vergüenza. Pensé que debía ser el doble.

Saqué el talonario del cajón. Encontré una pluma. Escribí: cuatro mil dólares.

—Es para usted —dije—, y muchas gracias por todo.

Cogió el talón, le echó un vistazo y se lo metió en el bolsillo. Pensé que quizá no había podido leer la cantidad. Luego vi el creciente rubor, la marea de incomodidad, la dificultad para expresar agradecimiento.

Consiguió recoger todo lo que se iba a llevar utilizando sólo su brazo sano. Le abrí la puerta. Tenía tantas ganas de que ella dijera algo más, que a punto estuve de espetarle lamento que no haya más.

En vez de eso, dije: «¿No ha mejorado su codo?».

—No mejorará nunca —contestó. Bajó la cabeza como si temiera otro de mis besos—. Bueno muchas gracias, adiós.

La vi mientras caminaba hacia el coche. Supuse que la mujer de su sobrino la había traído.

Pero no era el coche que solía conducir la mujer de su sobrino. Se me pasó por la cabeza que podía tener un nuevo jefe. A pesar del brazo dañado. Un jefe nuevo y rico. Eso explicaría su prisa, su chocante incomodidad.

Después de todo, fue la mujer de su sobrino, quien salió a ayudarle a cargar con sus cosas. La saludé con la mano, pero estaba demasiado ocupada metiendo cubos y fregonas en el coche.

—Qué coche tan bonito —dije, pensando que sería un cumplido que ambas agradecerían. No sabía la marca del coche, pero era brillante, nuevo, grande y elegante. Color lila plateado.

La mujer del sobrino dijo «¡a que sí!», y la señora Barrie bajó la cabeza como toda respuesta.

Tiritando por haber salido sin abrigo, pero obligada por mis sentimientos de disculpa y desconcierto, me quedé allí, saludando hasta que el coche desapareció.

Después no fui capaz de concentrarme en nada. Me hice un café y me senté en la cocina. Saqué del cajón los bombones de Madeleine y me comí un par, aunque en realidad no soy tan golosa como para soportar sus rellenos anaranjados y amarillos, coloreados químicamente. Ojalá pudiera agradecerle el detalle. Pero no sé cómo hacerlo, ni siquiera sé su apellido.

Decidí salir a esquiar. En la parte trasera de nuestra propiedad hay unas graveras de las que creo que ya te he hablado. Me puse los viejos esquís de madera que mi padre usaba en los días de invierno, cuando todavía no limpiaban las carreteras secundarias y a veces tenía que cruzar los campos para asistir un parto u operar una apendicitis. Únicamente tienen unas cintas cruzadas para sujetarlos a los pies.

Esquié hasta las graveras en cuyas laderas ha crecido la hierba a lo largo de los años y que ahora están cubiertas de nieve. Había huellas de perros y de pájaros, los borrosos círculos que forman al correr los ratones de campo, pero ninguna señal humana. Fui arriba y abajo, primero escogí una precavida diagonal y luego unas bajadas más empinadas. Me caía de vez en cuando, pero en blando, sobre la nieve abundante y fresca, y entre un momento de caída y otro de levantarme, descubrí que sabía algo.

Sabía dónde había ido a parar el dinero.

Quizá a una asociación benéfica.

Qué coche tan bonito.

Y, de cinco mil dólares, cuatro mil.

Desde ese momento, me siento feliz.

He tenido la sensación de ver el dinero lanzado por un puente o volando por el aire. El dinero, las esperanzas, las cartas de amor: todas esas cosas que se pueden tirar al aire y caen cambiadas, caen ligeras y libres de contexto.

Lo que no me imagino es a mi padre cediendo ante el chantaje. Sobre todo ante personas poco creíbles y poco astutas. No cuando toda la ciudad estaba de parte de él, o, al menos, de parte del silencio.

Lo que si puedo imaginar es un gesto triunfal y perverso. Tal vez para anticiparse a unas exigencias o quizá para demostrar que le importaba un bledo. Anticipando el escándalo del abogado y mis esfuerzos por entenderle, ahora que ha muerto.

No. No creo que pensara en eso. No creo que pensara tanto en mí. No tanto como me habría gustado creer.

Lo que he intentado desechar es que pudiera haberlo hecho por amor.

Por amor, entonces. Nunca se puede descartar.

Subí la gravera y tan pronto como salí a los campos me golpeó el viento, que cubría de nieve las huellas de los perros, los finos trazos encadenados de los ratones de campo y el rastro de lo que probablemente será la última estela que abran los esquís de mi padre.

Querido R., Robin, ¿cuáles deberían ser mis últimas palabras a ti dirigidas?

Adiós y buena suerte.

Te envío todo mi amor.

(¿Y qué pasará si la gente lo hiciera de verdad, enviar su amor por correo para deshacerse de él? ¿Qué enviaría? Una caja de bombones con rellenos como yemas de los huevos de pavo. Una muñeca de barro con las cuencas de los ojos vacíos. Un montón de rosas, algo más fragantes que podridas. Un paquete envuelto en periódicos ensangrentados que nadie querría abrir).

Cuídate.

No olvides que el actual rey de Francia es calvo.